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Lunes, 9 de noviembre de 1643

Había helado durante la noche. En la biblioteca, el fuego se había apagado desde hacía tiempo cuando Louis se levantó. Estaba oscuro y no lograba conciliar el sueño.

Había llegado la víspera, mientras todo el mundo dormía profundamente en la casa. Guillaume Bouvier había dejado el portal entreabierto y dos antorchas de sebo encendidas en el patio. Éste y Gaufredi velaban en la cocina jugando a los dados ante un jarro de vino.

Louis se había reunido con ellos, mientras Nicolás se ocupaba de guardar la carroza. Su tío había ido a ayudar y Louis se había quedado solo con el viejo reitre.

El antiguo notario no estaba muy orgulloso de sí mismo. Contó a Gaufredi, en quien tenía absoluta confianza, lo sucedido en el palacete de Avaux.

—Esa trampa es tan vieja como el mundo, señor —ironizó el exmercenario—. No entiendo cómo habéis podido caer en ella y me pregunto sobre todo cuándo comprenderéis que la gente es mala. Que os sirva de lección: y no volváis a salir sin el arma.

—Voy a acostarme, Gaufredi —concluyó Louis levantándose—. Ni una palabra de todo esto a mi esposa, ni a ninguna otra persona, por supuesto. Tengo que meditar acerca de lo que ha pasado, de lo que he visto y sabido. A partir de mañana, vaya donde vaya, me acompañarás a todas partes.

Louis añadió leña a la chimenea. La leñera había sido aprovisionada la víspera por Guillaume Bouvier. Se quitó el camisón y se vistió, enfundándose varios pares de medias como hacía Malherbe, que, en épocas de mucho frío, se ponía unas sobre las otras. El poeta había mandado coser en cada par una letra del alfabeto, y un día especialmente glacial ¡había llegado hasta la ele!

Louis se vistió a continuación con ropa de lana tupida poniéndose su jubón largo sobre el jubón corto. A continuación, se fue a ver a Julie, que dormía a pierna suelta. La besó en la frente y, tomando la escalera de husillo, construida en la antigua atalaya, bajó a la cocina, con una palmatoria en la mano y la capa sobre los hombros.

Oyó el toque de vigilias[49] en el convento de la Merced. La señora Bouvier ya estaba encendiendo el fuego en la cocina.

—¡Habéis madrugado mucho, señor! —exclamó asombrada.

—No podía dormir, Jeannette.

—¿Queréis almorzar, señor?

—Os lo agradecería. No he probado bocado desde ayer.

—Nos queda capón de la cena. Puedo calentaros algo de sopa y, en un momento, habré acabado el caldo para los hombres que están fuera.

Temblando de frío, Louis se instaló en un banco al amor de la lumbre mientras la señora Bouvier se metía en faena. De momento, la chimenea apenas calentaba y Louis se quedó mirando un rato las llamas que lamían los leños.

Varias veces en la noche se había despertado pensando en los acontecimientos de la víspera. De lo que estaba seguro es de que había visto a Rossignol con el plenipotenciario del Papa. Hasta ese momento, no se le había ocurrido que el espía podía ser el responsable del Servicio de Cifrado; era una hipótesis muy poco verosímil. Pero ahora no podía descartarla.

También había visto a Colbert con la Chémerault, lo que quería decir que se conocían. «¡A saber lo que esperaba obtener de él aquella hechicera! ¿La llave del cofre? Pero aquella conversación durante la velada ¿era suficiente para sospechar del funcionario? —se preguntó con amargura—. ¿No había seguido él mismo a la Belle Gueuse mucho más lejos?»

Pero sobre todo era Louise Moillon quien ocupaba sus pensamientos. Louis ya no estaba tan seguro de que hubiese sido Servien quien la había enviado hacia él. Quizá ella había dicho la verdad: lo había seguido para hablarle de pintura y simplemente lo había ayudado por curiosidad. En cuanto a la daga que llevaba para protegerse, su explicación no era tan inverosímil: los hugonotes, sobre todo las mujeres, habían sido atacadas con tal virulencia que tenían suficientes razones para tomar precauciones.

Salir armado, ¿no era lo que siempre le aconsejaba Gaufredi?

La señora Bouvier le tendió una taza de caldo humeante.

La cocina era una vasta pieza, una de cuyas paredes estaba ocupada por una inmensa chimenea de cañón de la cual colgaban varias llares de las que pendían calderos de agua. Desde que habían llegado, los criados no habían parado de vaciarlos en cántaros que llevaban a sus señores.

Una larga mesa de roble de dos toesas de largo, así como cuatro bancos, ocupaban el resto de la pieza. Era allí donde generalmente comía todo el personal de la casa. El primer piso sólo se utilizaba para las comidas de familia o los invitados.

El banco de Louis estaba frente al fuego y se giró para acomodarse a la mesa. La señora Bouvier depositó la taza ante él, así como media gallina y dos hogazas de pan negro. Arrancó con los dedos un buen bocado de carne de gallina que masticó con el pan. Estaba hambriento.

Se acabó la gallina, y estaba terminando de mojar el pan en el caldo cuando llegó Gaufredi.

El viejo reitre no mostró sorpresa alguna al descubrirlo solo con la cocinera a una hora en que los señores dormían todavía. Dejó en la mesa la espada, así como la pistola de rueda que había deslizado en su cinturón, y se sentó frente a su amo, con el cuchillo de caza sujeto por un cordón a su pecho.

—Caballero, ¿no vais armado? —preguntó con una mezcla de ironía y ferocidad.

—En esta casa, no, Gaufredi —se excusó Louis.

—Es así como se logra que lo maten a uno, señor —dijo lúgubremente el viejo soldado.

La señora Bouvier le sirvió un plato de sopa y puso otro ante su amo.

Antoine Mallet, el portero del despacho, llegó en compañía de Nicolás y de su padre. Mallet vivía en el desván con su esposa. Era quien dirigía el servicio de mesa y gobernaba a las doncellas. También se ocupaba del mantenimiento del fuego y del aprovisionamiento de madera con Jacques Bouvier, el padre de Nicolás.

Los tres hombres tenían los brazos cargados de leños, que apilaron en la leñera de la gran cocina.

Se sentaron al lado de Gaufredi después de haber saludado respetuosamente a Louis. Recibieron a su vez sendas tazas de caldo humeante.

—He abierto el portal, señor —le comunicó Antoine a Louis—. Guillaume va a venir a ayudarnos. Con este frío hay que acarrear mucha leña.

El hermano de Jacques, Guillaume, vivía con su esposa Antoinette en la misma calle, un poco más lejos, en una casa de adobe de dos minúsculas piezas.

—Iremos a ver a Tallemant esta mañana —declaró Louis como si desease cambiar de tema.

Su amigo Gédéon Tallemant, que vivía en la calle des Petits-Champs, era uno de los directores de la opulenta banca protestante de Francia. Gédéon tenía la misma edad que Louis y se interesaba más por los cotilleos que por las finanzas. Disfrutaba contando, no sin cierta complacencia, los desórdenes de la corte y de la burguesía. Siendo protestante, seguramente conocía a Louise Moillon. Sin duda también podría informarle sobre la Belle Gueuse, sobre Abel Servien y sobre el conde de Avaux. Tenía más de una pregunta que hacerle.

Luego iría al Grand-Châtelet. Gaston ya habría detenido a la Chémerault y a su hermano y empezado a interrogarlos. Entonces verían las cosas más claras.

La señora Mallet llegó en ese momento con las dos doncellas, Bertrande y Margot, acompañadas de Marie Gaultier, la criada de Julie.

—¡A ver! —dijo la cocinera en tono desabrido—, ¡que hay que llenar los cántaros de agua caliente!

Antoine y Jacques se levantaron de inmediato para ir a la chimenea. Cogiendo los gruesos guantes de cuero, descolgaron los calderos de agua caliente y empezaron a llenar las jarras de loza que les pasaban Bertrande y Margot.

Tenían que preparar seis, una para Bailleul y su hermana, otra para Richepin, dos para el señor y la señora Fronsac y una para Julie.

Entretanto, la señora Mallet llenaba vasijas de gres con el agua del pozo situado en la esquina de la cocina, que estaba alimentado por la cisterna, bajo la casa.

Cuando hubo acabado, los criados, cogiendo cada uno dos calderos —uno de agua fría y otro de agua caliente—, así como una pequeña palmatoria de tierra cocida, subieron a los pisos.

Antoine y Jacques fueron a su vez al pozo para llenar las marmitas que habían vaciado. Hecho esto, los volvieron a poner al fuego. No podía faltar nunca agua caliente en la cocina. Luego, se acabaron su sopa antes de salir a buscar la leña para subir a los pisos.

La cocina se había quedado casi vacía, pero Louis sabía que eso no duraría mucho. Las doncellas estarían a punto de bajar para tomar un caldo caliente, y Guillaume llegaría enseguida con su esposa Antoinette.

El portero, Jeannette y la señora Mallet empezarían a preparar las comidas del personal de servicio de la casa. Algo más tarde, la señora Fronsac se reuniría con Jean Richepin para decidir las compras en el mercado. El miércoles y el sábado era en el Gran Mercado Central, el de los mayoristas. Hoy sería en el mercado del cementerio de Saint-Jean y en el Matadero Central. Uno o dos hombres las acompañarían para transportar las compras y protegerlas de los rateros.

Luego llegarían Jean Bailleul y su hermana, así como el señor Fronsac. Finalmente, serían los pasantes, hambrientos como siempre. Ellos también recibirían su ración de caldo y pan antes de subir a trabajar. Empezaban siempre al amanecer a fin de reducir gastos de iluminación.

Louis sentía una dulce beatitud al encontrarse de nuevo en este pequeño mundo donde había vivido tantos años. Durante un ratito se puso a soñar despierto, olvidado de la Belle Gueuse y los problemas de Loménie de Brienne. Le habría gustado que el tiempo se detuviese.

Se sirvió un vaso de vino y le sirvió otro a Gaufredi. Tocaban laudes en el cercano convento de las Carmelitas.

En ese momento, Guillaume Bouvier entró en compañía del arquero La Goutte.

Viendo al sargento enviado por Gaston apearse del caballo de aquella forma, Louis comprendió que algo grave había sucedido.

Se levantó de un brinco.

—¿Qué ocurre, La Goutte?

—¡Tenéis que venir enseguida! Acaban de encontrar al señor de Manessier muerto.

Louis rodeó la mesa y cogió a La Goutte por el hombro.

—Señora Mallet, vamos a la sala de al lado. Llevadle una taza de caldo al sargento, con pan, vino caliente y lo que haya sobrado de la gallina. ¡Gaufredi, vente con nosotros!

Sabía que el arquero vivía con penuria y siempre estaba hambriento.

El vestíbulo por el que se penetraba en la cocina daba a otra pieza, una vasta sala común utilizada por los criados de la casa o por los que estaban de paso, cuando iban demasiado embarrados y la señora Mallet les prohibía la entrada a su cocina. No había más que una mesa y dos bancos. Los hermanos Bouvier, cuando no tenían nada que hacer, se instalaban allí y vaciaban jarra tras jarra de vino antes de quedarse dormidos en los bancos.

Fue allí adonde Louis se llevó a La Goutte y a Gaufredi. No quería que nadie oyese las palabras del arquero.

La señora Mallet los siguió. Tras servir el caldo, el vino, el pan y un plato con un cuarto de gallina, salió de la pieza. Entonces La Goutte inició su relato, hablando con la boca llena.

—Veréis lo que me ha traído hasta aquí, caballero. Hace una hora, yo estaba en el gran vestíbulo del Châtelet reuniendo a los arqueros a medida que iban llegando para ponerlos a vuestro servicio. Ya sabéis que el señor de Tilly quería entrar en un garito…

—Lo sé. Continúa.

—Vi entrar a una mujer que parecía perdida. Me sonaba su cara, de modo que fui a preguntarle. Estaba llorando. Acababa de descubrir a su amo ahorcado.

»Entonces la reconocí: la había visto una vez en casa del hombre que me habíais mandado seguir. Era su criada. Subí de inmediato a prevenir al señor comisario y ella nos contó que se había levantado para encender las luces entre las cuatro y las cinco de la mañana. Vive en la buhardilla de la casa. Una vez llegada a la cocina, que es la pieza principal, descubrió a su amo colgado de una viga. Estaba aterrorizada y no sabía qué hacer. Por fin tomó una linterna y corrió al Grand-Châtelet, que no está muy lejos de la calle Gesvre.

»El señor de Tilly ha anulado la operación prevista en el garito de juego. Me ha pedido que venga a avisaros para que os reunáis allí con él.

—Vamos —dijo simplemente Louis—. Gaufredi, te vienes con nosotros. Dile a Nicolás que prepare la carroza.

La Goutte no tuvo tiempo de apurar el caldo ni de acabarse la gallina. Cogió el pan para ir comiéndolo por el camino.

La calle del Temple estaba abarrotada de gente y Nicolás tuvo que tomar la calle Saint-Martin pasando por la calle Neuve-Saint-Merri, también llamada Saint-Mederic. Pese al embotellamiento ante el Matadero Central, llegaron por fin al puente de Notre-Dame.

Las tiendas empezaban a abrir y ahora avanzaban muy lentamente, pues un rebaño de ovejas, que estaban siendo conducidas al Matadero para ser degolladas, ocupaba toda la calzada. La Goutte, que iba a caballo, les señaló la casa de Charles Manessier. Una pequeña carroza negra se hallaba estacionada ante la puerta. Louis reconoció uno de los coches de los comisarios del Châtelet.

Gaufredi y Louis bajaron del vehículo. Acordaron que Nicolás los esperaría en la calle de la Juiverie, en la taberna de La Pomme de Pin[50], no lejos de la librería À l’image Saint-Pierre. Esta taberna, situada frente a la iglesia parroquial de Sainte-Madeleine, que habían frecuentado François Villon y Rabelais, lindaba con una caballeriza donde podría dejar la carroza.

La casa de Charles Manessier no era muy amplia, probablemente no tenía más que una habitación en cada piso. La puerta no estaba cerrada y La Goutte entró después de haber dejado su montura al cuidado del cochero de Gaston.

Se encontraron en una gran cocina que ocupaba toda la planta. Había allí otros arqueros registrando cofres y armarios. Una anciana gimoteaba sentada en un taburete.

Pero en lo que Louis se fijó primero fue en el cuerpo colgado de un gancho clavado a una de las vigas del techo. La lengua roja e hinchada pendía de la boca y la cabeza de hurón de Manessier proyectaba un curioso ángulo con el cuerpo. Se parecía a aquellas lustrosas ratas grises suspendidas de los puestos que vendían trampas.

Había un escabel tirado boca arriba en el suelo. Manessier había debido de subirse encima para colgarse y luego lo empujaría con los pies. De las otras vigas colgaban barreños de cobre, un jamón e incluso algunas flores secas, todo lo cual componía un asombroso decorado.

Louis se acercó para examinar el cadáver. Llevaba la camisa de encaje y el jubón de terciopelo negro de mangas acuchilladas que le había visto en el Palacio Real. El olor a excremento era insoportable.

—¡Vaya, por fin! —exclamó Gaston, que apareció por la escalera, procedente sin duda de otra habitación del piso. Como ves, he pedido que no tocasen nada, pero el suicidio no ofrece duda alguna. ¿Podemos descolgar el cadáver? Su aspecto no es muy atractivo, habida cuenta de que se han vaciado sus entrañas.

—Espera un momento —pidió Louis, empezando a estudiar la pieza.

Gaston había ordenado encender las palmatorias. Vieron una mesa redonda cubierta con un grueso mantel, un sillón y tres sillas, así como un vasar con una hilera de platos de porcelana. Louis se acercó a las sillas y las examinó, luego alzó el mantel de la mesa.

—¿Cuántas habitaciones hay abajo? —preguntó a la criada.

—Sólo la alcoba del señor —respondió ella—. Yo tengo un jergón de paja bajo el desván. También hay una bodega. La escalera está allí —dijo, señalando un hueco en una esquina.

—Ya he registrado el piso y la bodega —aseguró Gaston—. Tengo que enseñarte lo que he encontrado.

Louis sabía que podía confiar en él. Gaston no dejaba pasar nada por alto. Sin embargo, no había observado lo que no había en aquella pieza.

—La Goutte, me habéis dicho hace un momento que habíais visto al señor Manessier en ropa de casa ayer tarde.

—Sí, señor.

—Sin embargo, lleva su jubón.

—En efecto.

—¿Qué hora era cuando lo visteis?

—Daban las cuatro en Notre-Dame.

—Señora, ¿vuestro amo salió después de las cuatro?

—Sí, señor. Un poco después de las siete, un chico trajo una nota. Cenamos en esa mesa. La leyó y me dijo que tenía que salir. Lo esperaban en La Pomme de Pin. En vista de que a las ocho no había vuelto, me fui a la cama.

—¿Solía actuar de ese modo?

—¿Salir sin más ni más? Sí, a veces. ¡Era el amo!

—¿A qué hora volvió?

—Lo ignoro, señor. Bajé esta mañana y lo vi así, colgado del cuello.

Rompió en sollozos.

Louis y Gaston subieron un piso. La alcoba lo ocupaba todo. Estaba muy bien amueblada. Un lecho de cortina y columnata ocupaba un ángulo del cuarto, dejando un estrecho espacio entre la cama y la pared. De una de las paredes colgaba un tapiz de Flandes con motivos descoloridos; a duras penas se distinguían unos caballos. Enfrente, había una chimenea con cremallera, morillos de cobre, dos ollas e incluso un espetón; algunos cántaros por el suelo y un barreño posado delante del hogar; también un dompedro en el tocador.

Dos sillas tapizadas y una mesa de pino ocupaban el resto de la habitación. Sobre la mesa, una fila de tinteros y plumas, así como dos palmatorias de cobre que Gaston había encendido. Un armario y un arca de haya trabajada completaban el mobiliario. Louis abrió el armario, repleto de camisas de seda, un traje de sarga y otro de damasco, varios pares de zapatos de hebilla y pantuflas de casa. Todo perfectamente limpio y ordenado.

Era el interior señorial de un burgués acomodado.

El arca contenía papeles y legajos. Louis abrió el primero.

Era un contrato de venta de diez cargos de medidores y controladores de carbón de leña.

Examinó los otros papeles. Se trataba también de contratos, todos de escaso valor pero avalados por el Consejo de Finanzas.

De modo que Manessier participaba en operaciones financieras. Hacía falta cierta fortuna para dedicarse a ello.

—Yo me quedé tan sorprendido como tú al descubrir los papeles —dijo Gaston a su espalda—. No son contratos millonarios, se refieren a la venta de cargos de poca importancia: pregoneros o aforadores de madera, pero podían proporcionarle pingües beneficios.

—Hay que disponer de una fuerte inversión de fondos para participar en un tratado de comercio —dijo Louis—. El tenedor debe pagar al contado, en escudos y luises, el montante de las ventas futuras. ¿Dónde está el dinero?

—Mira en el fondo del cofre —propuso Gaston.

Louis rebuscó entre los expedientes hasta encontrar un cofrecillo de hierro. Era muy pesado. Lo abrió.

El cofre estaba lleno de luises de oro.

Louis, acostumbrado a manejar gruesas sumas de dinero en el despacho, calculó, a ojo de buen cubero, que allí habría unas veinte mil libras.

Cerró el cofre y lo colocó de nuevo en el arca, acercándose luego a la ventana. Había amanecido y se veían las olas chocar violentamente contra el puente. Con las lluvias, el Sena había crecido. Las palas de los molinos instalados bajo los arcos giraban a toda velocidad.

¿Por qué Manessier no se había tirado al río o arrojado por una ventana? —se preguntó Louis.

—Tengo que enseñarte una cosa, Gaston —dijo finalmente a su amigo—. Bajemos.

Volvieron junto al cadáver. Louis lo examinó de nuevo. Los arqueros, Gaston y Gaufredi lo observaban en silencio.

—¿Sabéis si hay un médico en esta calle? —preguntó Louis a la anciana.

Se miraron sorprendidos. Manessier no necesitaba un médico precisamente. Fue uno de los arqueros quien le respondió:

—Yo vivo cerca, en la plaza de la Grève, y conozco a uno que vive por allí.

—¿Podríais ir a buscarlo?

El hombre no se lo hizo decir dos veces.

—¿En qué estás pensando, Louis? —preguntó Gaston.

—Mira, Manessier tiene las botas puestas. Las pantuflas están en su cuarto. Era una persona muy cuidadosa, ya has visto su armario. Fíjate en sus botas: están cubiertas de lodo y excrementos. Míralo de cerca, la costra está espesa en el talón y apesta.

Asintieron todos un poco extrañados. Louis siguió, dirigiéndose a la mujer:

—Señora, ¿vuestro amo calzaba siempre las botas en casa?

—¡Jamás! Se las sacaba cuando entraba para ponerse las pantuflas que le llevaba yo en cuanto llegaba.

—Lo suponía. Ahora, imaginad la escena: Manessier se sube al taburete, ata la cuerda y se la pone alrededor del cuello; por último, le da un puntapié al taburete. ¿Estáis de acuerdo?

Asintieron todos con la cabeza.

—Mirad el taburete —siguió Louis—. Ni rastro de barro. ¡Nada! Manessier nunca se subió a él. ¿A las sillas quizá? Tampoco están sucias. Conclusión: no se colgó, lo colgaron. Ahora venid aquí.

Los condujo hacia la mesa de pino, no lejos del taburete.

—Mirad el suelo, hay rastros de barro. A todas luces la misma porquería de las botas, pero que se despliega en dos regueros, como si hubiesen arrastrado un cuerpo con los zapatos sucios.

Levantó el mantel de la mesa. Había gruesos trazos de estiércol de caballo bien visibles.

—Esto es lo que ocurrió —prosiguió Louis—: Mataron a Manessier y luego desplazaron la mesa bajo el gancho. Lo alzaron encima después de haber quitado el mantel, y por último lo colgaron. Tras lo cual volvieron a colocar la mesa en su sitio y dieron vuelta al taburete para hacernos creer que se trataba de un suicidio.

Los presentes se miraron boquiabiertos. Presentada así, la cosa parecía evidente.

Gaston se rascó la cabeza:

—Es muy complicado. ¿Para qué iba a querer nadie hacerlo pasar por un suicidio?

—Ésa es la cuestión —Louis se acercó a la ventana y señaló el río—. Habrían podido arrojarlo al Sena. Pero no lo han hecho. ¿Por qué?

Permaneció un rato en silencio y luego continuó:

—Alguien quería que creyésemos que se trataba de un suicidio, y que Manessier tenía razones evidentes para quitarse la vida.

—Por ejemplo, que lo creyésemos sospechoso de espionaje —prosiguió Gaston, que acababa de comprender el razonamiento.

—Exactamente. Eso es lo que los asesinos querían hacernos creer: Manessier se sabía sospechoso y era culpable. Tuvo miedo del castigo y se colgó para escapar a la prisión, a la cárcel, a la tortura y al patíbulo.

—¡Pero no era sospechoso! —protestó vivamente airado La Goutte.

—¿Qué importa eso? Su suicidio se interpretaría como una confesión —afirmó Louis separando las manos—. Por supuesto, este mensaje va dirigido a mí. Dicho de otra forma, los que lo han matado sabían que yo investigaba sobre los empleados del Servicio de Cifrado. La muerte de Manessier debía convencerme para detener esta investigación. Estando el culpable muerto, ¿para qué ir más lejos?

—¿Pero de qué era sospechoso mi amo? —preguntó la anciana.

—De nada, señora —dijo Gaston con rostro serio—. Era un hombre honrado. Encontraré a los asesinos y serán castigados.

Louis iba a decir otra cosa cuando el arquero volvió seguido de un hombre encorvado y canoso con unos quevedos en el caballete de la nariz.

El hombre recorrió la sala con la mirada, luego se acercó al ahorcado.

—Éste es el médico del que os hablé —lo presentó el arquero—. El señor de l’Étoile.

—Os agradezco que hayáis venido tan rápido —dijo Louis, que procedió a su vez con las presentaciones—: Él es el señor de Tilly, comisario de policía de Saint-Germain-l’Auxerrois. Necesitamos vuestra opinión sobre esta persona —añadió, señalando al ahorcado.

El médico asintió con la cabeza y dijo burlón:

—Creo que mis saberes no van a servirle de mucho.

Se rieron todos y la tensión disminuyó un poco en el cuarto. Fronsac se dirigió a La Goutte:

—¿Podríais, arrimando la mesa, descolgar al señor Manessier y tenderlo encima?

Los arqueros se pusieron manos a la obra y el cadáver fue depositado rápidamente en el mueble.

—Ahora, señor de l’Étoile, ¿podéis examinar el cuerpo y decirme de qué ha muerto este hombre? No os dejéis influir por la cuerda de la que pende.

El médico se aproximó y examinó detenidamente el cuerpo, luego el cuello y finalmente el cráneo. Al cabo de dos minutos, declaró:

—Me es difícil aseverar nada. A priori, no hay ninguna causa aparente de muerte salvo la estrangulación.

Louis hizo una mueca y pareció contrariado.

—Sin embargo —añadió el médico—, hay también una herida en el occipucio, como si hubiese recibido un golpe. No es imposible que este hombre haya sido asesinado y después colgado.

La Pomme de Pin era una estrecha casa de celosía de madera, situada frente a la iglesia de Sainte-Madeleine. Traspasada la puerta, había que bajar dos escalones para penetrar en la sala común prolongada por una cocina. La pieza no era muy grande, y una escalera bastante empinada, al fondo, conducía a una segunda sala en el piso. El suelo de piedra estaba cubierto de serrín.

La oscuridad era ahora más intensa. Los cristales esmerilados de la única ventana apenas permitían distinguir el contenido de los platos. Louis, Gaufredi y Gaston recorrieron la sala con la mirada, buscando en vano a Nicolás. Fue Gaufredi quien lo vio en una mesa ocupada por magistrados de palacio, todos vestidos de negro.

Se acercaron. Uno de los magistrados reconoció a Gaston y se apartó para hacerles sitio.

Delante de una chimenea en ángulo, un pinche de cocina vigilaba los asadores en los que estaban ensartados perdices y pichones. La grasa de la cocción de las aves se escurría en las brasas con un agradable chisporroteo. Louis se sintió repentinamente hambriento. Y no digamos Nicolás, que apenas había bebido una taza de caldo para entrar en calor. Louis le explicó que comerían todos allí, pues Gaston y él deseaban hacerle unas cuantas preguntas al tabernero.

Una mujer de unos treinta años, de rostro ingrato y nariz demasiado prominente, con la saya y el delantal de tela llenos de lamparones, acudió a preguntarles qué querían tomar. Gaston, a quien los aromas del asado le habían abierto el apetito, pidió pichones en pepitoria. Gaufredi hizo lo mismo mientras Louis y Nicolás elegían empanada de lucios del Sena. Todo regado con vino de Beaune, desgraciadamente agrio.

La empanada parecía tan buena y crujiente que Gaston casi lamentó haber pedido los pichones. Cuando se hubieron saciado, rebañaron los platos con pan, y luego se limpiaron los dedos en la ropa.

Gaston llamó entonces a la mesonera.

—¿Queréis postre? —les preguntó brazos en jarras, con una amable sonrisa que le iluminó la cara, volviéndola más bella.

Gaston asintió con la cabeza, pero la retuvo del brazo cuando la criada se iba hacia la cocina. La joven interpretó mal su gesto y le dirigió una brusca mirada de cólera soltándole violentamente la mano.

—¿Conocéis al señor Manessier, un hombre bastante elegante que vive en el puente de Notre-Dame? —preguntó, sin embargo, Gaston, impertérrito.

—¡Y yo qué sé! —replicó la muchacha de malos modos—. Preguntadle al patrón.

Gaston suspiró:

—Soy el comisario de Saint-Germain-l’Auxerrois.

En el rostro de la joven se dibujó una expresión de terror y Louis intervino para tranquilizarla:

—El señor Manessier vive en el puente —le explicó—. Tiene la barbilla huidiza y la frente despoblada; sus cabellos son castaños, rizados, y sus ojos, verdosos. Suele vestir camisas con encaje en puños y cuello, bajo un jubón negro de mangas acuchilladas.

—Sí, lo conozco —dijo la joven algo menos agresiva—. Es un hombre muy amable. ¿Qué le queréis?

—Nosotros no le queremos nada, señorita —dijo Gaston a media voz, pues los vecinos de mesa parecían muy interesados en la conversación—. ¿Podéis sentaros un momento?

La muchacha obedeció pero lo hizo en un extremo del banco, al lado de Louis.

—El señor Manessier fue asesinado anoche —le dijo.

La mesonera lo miró horrorizada y reprimió un grito llevándose una mano a la boca.

—Ayer estuvo aquí —afirmó Louis—. ¿Lo visteis?

—Sí —respondió la joven tragando saliva.

—¿Con cuántos amigos?

—Dos.

—¿Podríais describirlos? —preguntó Gaston.

La joven se concentró unos segundos y luego negó con la cabeza de derecha a izquierda.

—Llevaban amplias capas y no se quitaron el sombrero en ningún momento. Creo que tenían la bujía de la mesa apagada. Lo siento, pero no recuerdo haberles visto la cara. El señor Manessier pidió vino pero no comieron, sólo hablaron. El señor Manessier había bebido mucho cuando se marcharon. Habrán estado una hora y pico; quizá más.

—¿No pudisteis ver ningún rostro? ¿No observasteis nada raro? ¿Bigotes, barba?

—No me acuerdo. Me parece que uno de los dos hombres tenía una barbita corta, cuadrada, no estoy segura. Pero ya sabéis, aparte de los parroquianos, los clientes aquí no son más que sombras. Sobre todo de noche, cuando no entra ninguna luz por la ventana.

Louis miró a uno de sus vecinos y comprobó que efectivamente era difícil distinguir sus rasgos. La criada tenía razón. De noche, sobre todo con los clientes que llevaban capa y sombrero, si no se prestaba especial atención, era imposible acordarse de sus rostros. De un rostro.

La joven se levantó y se fue a la cocina para volver con el postre de Gaston. Louis pagó la cuenta deslizando algunos soles en la mano de la chica.

Cuando Gaston hubo acabado de engullir la compota, se fueron a la cuadra donde habían dejado el coche. Louis propuso a su amigo llevarlo al Châtelet, lo que les permitiría hablar tranquilamente. Los arqueros podían conducir su coche al tribunal.

Gaston estuvo de acuerdo. Se detuvieron, sin embargo, de nuevo en casa de Manessier para coger el cofrecillo y los contratos que el comisario guardaba en su despacho.

Siguiendo órdenes, los arqueros habían prohibido la entrada a cualquiera, salvo a un sacerdote que acababa de llegar. La criada estaba amortajando al difunto. Gaston cogió lo que había ido a buscar y partieron al punto.

Ya en el coche, Louis expresó su teoría a su amigo y a Gaufredi:

—El asesino ha de ser uno de los tres polígrafos, o incluso dos de ellos. Manessier conocía a los que lo invitaron a la Pomme de Pin, o al menos a uno de ellos; en caso contrario, no habría acudido a la cita.

—¿Por qué lo han matado así? ¿Únicamente para hacernos creer que era un espía? No estoy muy convencido.

—No puedes negar que eso tiene relación con el hecho de que los hayamos seguido.

—¿Y si Manessier fuese el espía? Su cómplice habría descubierto que lo seguían y lo habría matado para no exponerse a que hablase.

—En ese caso lo habría arrojado al río. No habría organizado toda esa puesta en escena. Y luego, eso significaría que su cómplice habría reparado en La Goutte cuando seguía a Manessier. ¿Crees eso posible?

—No —reconoció Gaston—. La Goutte es muy hábil.

—Estoy convencido de que el objetivo del asesino es hacernos creer que Manessier era nuestro espía y, en consecuencia, que yo detenga mi investigación. El que lo mató se dio cuenta de que lo seguían. Ha de ser forzosamente Garnier, Chantelou o Habert.

—O uno de los que conocían tu papel en este caso —completó Gaston—. Por ejemplo, Rossignol, o incluso —¿por qué no?— el tal Colbert.

Louis no respondió inmediatamente. También él había pensado en ello.

—Es posible, en efecto —dijo al fin—. Pero, entonces, el Hazart podría no tener ninguna relación con nuestra investigación. Y, en ese caso, ¿por qué los Chémerault te capturaron e intentaron cogerme a mí también?

Gaston meditó un instante.

—Quizá tengan alguna otra cosa que reprocharse. ¡Pero que se vayan preparando, porque me voy ahora mismo al Hazart con mis arqueros! Detendré a la señorita de Chémerault. Cuando la haya interrogado, sabré algo más. ¿Te vienes conmigo?

—No, iré a ver a Rossignol para comunicarle la muerte de su pariente. Aprovecharé también para interrogarlo sobre su actividad de tratante y sobre su fortuna, y de paso quiero reunirme con los polígrafos. A ver cómo reaccionan cuando se enteren de la muerte de su compañero.

La carroza dejó a Gaston en el Châtelet mientras Louis y Gaufredi seguían su camino hacia el Palacio Real.

Louis fue solo al despacho de Rossignol; Gaufredi y Nicolás se quedaron cerca de la carroza. El jefe del Servicio de Cifrado pareció asombrado al verlo entrar.

Tras un breve intercambio de cortesías, Louis fue invitado a sentarse.

—Señor Rossignol —empezó—, tengo una triste noticia que comunicaros.

El jefe del Servicio de Cifrado palideció ligeramente antes de preguntar:

—¿A propósito del señor Manessier?

—Sí, ¿cómo lo sabéis?

—No ha venido esta mañana. Es la primera vez que ocurre algo así y confieso que estoy inquieto.

—Ha muerto. Se ha suicidado.

—Eso es… eso es imposible.

—¿Por qué?

—El señor Manessier no era un hombre proclive al suicidio. —Negó enérgicamente con la cabeza—. Vos no llegasteis a conocerlo, pero era un hombre muy hábil, muy testarudo, también. No era muy agraciado, pero tenía mucho éxito.

—Sólo sé que gastaba mucho en vestirse. Y que poseía una vivienda que debe de valer las cien mil libras. Y he descubierto en su casa una importante suma de dinero. Unas veinte mil libras en luises de oro. ¿Cuáles eran sus ingresos aquí?

—Lo mismo que sus compañeros, recibía un sueldo de cuatro mil libras al año.

—Unos ingresos decentes. Pero insuficientes para comprar una casa en el puente de Notre-Dame.

—En efecto. No os lo comenté porque en mi opinión no tenía ninguna relación con vuestra investigación, pero Manessier participaba en adjudicaciones de contratos.

—¿Desde hace mucho?

—Ya os dije que, antes de trabajar aquí, era agente de banco. Había actuado en varias ocasiones de testaferro, luego se había lanzado con algunos amigos sobre pequeños contratos. Era a la vez hábil y prudente y lograba fuertes remesas del Consejo de Hacienda. Poco a poco, se había hecho con unos ahorrillos.

El exnotario Louis Fronsac estaba al corriente de aquellas prácticas. Como recursos, el Estado disponía de impuestos directos e indirectos. El más antiguo de los impuestos directos, el pecho personal, era una imposición sobre cada contribuyente en proporción a sus bienes. En su origen, se trataba de una contribución feudal deducida por el señor, de la que estaban exentos los nobles. El pecho era recaudado por los tesoreros o los cobradores de hacienda.

Entre los impuestos indirectos, el principal era la gabela, la tasa sobre la sal, pero había también arbitrios municipales y toda clase de deducciones sobre el consumo, como los derechos de comercio, de medida, de corretaje o incluso de tasas sobre viandas y bebidas.

El punto débil de todas aquellas deducciones era la recaudación, que necesitaba de una potente administración. Para simplificar las cosas, y limitar el pecho personal, la Corona acostumbraba a subrogar el cobro del impuesto en manos de tesoreros o de recaudadores de hacienda. Dichos oficiales se comprometían a adelantar el montante de las deducciones futuras, a condición de recaudar ellos el impuesto beneficiándose de una comisión.

Dicho procedimiento se había ido extendiendo poco a poco a todos los impuestos y el Consejo de Hacienda confiaba sistemáticamente a particulares —o a comunidades de particulares— la percepción de las contribuciones fiscales después de una puja cuyos signatarios eran llamados «tratantes».

Dichos tratantes debían transmitir al Tesoro, a veces en varios pagos, el montante de la adjudicación. Cobraban enseguida las tasas logrando generalmente pingües beneficios. Se decía que los impuestos estaban «arrendados» y la mayor parte de las tasas indirectas, como la gabela, eran reagrupadas en grandes contratos de recaudación de impuestos dirigidos por recaudadores generales que disponían de una potente administración y, por supuesto, de una fuerza de policía privada para hacer pagar a los contribuyentes recalcitrantes.

Las deducciones seguían siendo, sin embargo, insuficientes para una Corona que gastaba a manos llenas, sobre todo en período de guerra, de modo que el Consejo de Hacienda había organizado recursos extraordinarios consistentes en toda suerte de pequeños contratos proponiendo nuevos oficios, desdoblamientos de oficios existentes o incluso el cobro de tasas nuevas y específicas.

El principio era el mismo que para los contratos de recaudación, aunque más ágil. El Consejo del Rey decidía la colocación de un nuevo recurso, a continuación el contrato era anunciado públicamente y daba lugar a licitación con una entrega al cierre de la operación. Como los recaudadores, estos tratantes podían pedir el concurso de la fuerza pública a fin de garantizar la ejecución de su contrato o incluso disponer de su propia fuerza de policía.

El tratante, o el grupo de tratantes, que se embolsaba la adjudicación debía pagar una parte al contado y el resto en varios plazos. Evidentemente, si el contrato estaba correctamente ejecutado, el beneficio podía ser considerable, siempre y cuando el documento hubiese sido debidamente registrado por el Parlamento de la provincia de la que dependía.

Los tratantes podían enriquecerse fácilmente, pero los riesgos no eran desdeñables. En primer lugar, debían adelantar la suma de la recaudación y remitirla a un tesorero, en dinero contante y sonante y no en letras de cambio. Ahora bien, el dinero en metálico era raro y difícil de manipular. Los robos eran frecuentes. El escudo de plata de tres libras pesaba siete gramos: el tratante que firmaba un contrato de cien mil libras debía procurarse, almacenar, depositar y transportar ¡más de doscientos kilos de plata!

Por otra parte, los tratantes no siempre conseguían recaudar las sumas previstas. Y eso significaba la ruina para ellos. Por último, sufrían en propia carne la violencia de los contribuyentes y, peor aún, la sospecha del rey, que, si consideraba que se enriquecían demasiado rápido, ¡los gravaba de oficio sobre sus beneficios!

—Últimamente —dijo Rossignol—. Charles había hecho un buen negocio comprando una parte de un contrato de percepción de un nuevo impuesto sobre los hosteleros y taberneros de París. Antes se había ocupado con éxito de la venta de diez cargos de medidores e inspectores de carbón.

Louis se quedó un rato silencioso tras aquella prolija explicación que ya esperaba. ¿Era posible que la muerte de Manessier estuviese simplemente ligada a un desacuerdo en la ejecución de un contrato? No podía descartarlo. Los tratantes arriesgaban a veces en demasía, intentando recaudar tasas de los contribuyentes remisos a los nuevos impuestos que se le antojaban al superintendente de Hacienda. Cuando tal cosa ocurría, eran insultados, o peor, molidos a palos, y a veces muertos. Sea como fuere, ningún moroso se habría molestado en organizar una puesta en escena de suicidio.

Louis decidió, por tanto, seguir admitiendo que la muerte de Manessier estaba ligada a su pertenencia al Servicio de Cifrado. Emitió, sin embargo, una última hipótesis:

—¿Habría perdido dinero e, incapaz de hacer frente a los vencimientos, se habría suicidado para escapar al deshonor y a la prisión?

—¡Imposible! Charles me explicó, hace unos días, que los beneficios que acababa de obtener con su último contrato eran considerables y que ya estaba pensando en procurarse socios para su próximo contrato. Se trataba de una venta de oficios de recaudadores de la gabela. Me había dicho que tenía ya algunas personas dispuestas a comprar los cargos, pero la suma de la adjudicación sobrepasaba sus medios. Era muy prudente, ya os lo he dicho, sólo se hacía cargo de contratos fáciles de ejecutar.

—Me doy por vencido —dijo Louis—. Os diré la verdad. El señor Manessier fue muerto, y luego colgado por unos desconocidos que pretendían hacer pasar su muerte por un suicidio.

—¡O sea, que fue asesinado! —exclamó Rossignol horrorizado.

—En efecto. Es más, había dos asesinos contra él. Pero no he podido identificarlos.

—¿Cuándo ocurrió?

—Ayer por la noche. Lo han descubierto esta mañana.

Louis le contó entonces cómo se habían desarrollado los acontecimientos desde que dos desconocidos habían propuesto a Manessier reunirse en la Pomme de Pin.

—¿Cuál era exactamente su parentesco con vos? —preguntó Louis cuando hubo terminado la narración de los hechos.

—Era un pariente lejano de mi hermana, o más exactamente de la primera hija de mi padre. Pero yo lo tenía en alta estima. Gozaba de toda mi confianza.

—¿Puedo preguntaros cuál es vuestro sueldo, señor Rossignol?

—En tanto que maese de cuentas y secretario del ministro, recibo aproximadamente diez mil libras al año, a lo que hay que añadir algunas gratificaciones. Una suma más que suficiente. Charles me propuso en repetidas ocasiones que me asociase con él pero siempre rehusé. Mi trabajo me ocupa demasiado.

—Tengo otra pregunta: ¿Los repertorios están también en manos de los que reciben los despachos, embajadores, plenipotenciarios…?

—En efecto.

—La fuga podría partir de ellos.

—Podría considerarse —respondió prudentemente Rossignol—. Pero la mayor parte de ellos están en el Servicio hace mucho tiempo. Y son todos prudentes en extremo. Me parece muy poco probable.

—¿Los señores Servien y Avaux disponen de esos repertorios?

—¡Por supuesto! Y el señor de Avaux en calidad de embajador.

—¿Conocéis a monseñor Fabio Chigi?

—Lo conocí ayer en casa del señor Avaux, es un maestro en el dominio de la criptografía, intercambiamos algunas ideas —aclaró un sonriente Rossignol.

—¿Conocéis también al señor Colbert?

—Por fuerza; está muy próximo al señor Le Tellier.

—¿Está casado?

—Todavía no.

—Lo he visto en compañía de la señorita de Chémerault, cuando me habían dicho que estaba a punto de desposarla el señor de La Bazinière, el tesorero de la Corona.

—No sé nada a ese respecto —se excusó Rossignol, confuso.

Louis meditó un instante; quería ser lo más claro posible para el último problema que iba a plantear a Rossignol.

—¿Sabéis cuántos despachos cifrados, junto con su traducción, han sido robados?

—No, pero no llegarán a la docena.

—A los que hay que añadir, quizá, una parte de los repertorios…

—En efecto.

—Con esos elementos, un hombre de talento como Thomas Phelippes, o vos mismo, incluso, ¿sería capaz de descubrir la totalidad del resto del repertorio?

Esta vez fue Rossignol quien guardó silencio, visiblemente desconcertado.

—No creo —dijo finalmente—, pero tampoco puedo excluirlo. El código de María Estuardo era mucho más simple que el mío.

—Sin duda, pero supongo que si los polígrafos utilizan con frecuencia vuestros repertorios y tienen buena memoria, acabarán por recordar la codificación de ciertas palabras. Si nuestros adversarios disponen de una parte de los repertorios, pueden, por aproximación, comprender otros despachos que utilizasen una parte del cifrado que ya conocen. Estamos en una situación bastante similar a la de una sustitución por letra, donde basta con descubrir las letras más utilizadas.

—Por desgracia, tenéis razón. Pero eso sólo se evitaría cambiando los repertorios cada vez.

Louis se quedó pensativo unos segundos. ¿Sería factible un método así? Se prometió reflexionar sobre ello.

—Os agradezco vuestra franqueza, señor. Mi amigo Gaston de Tilly, que es el comisario de Saint-Germain l'Auxerrois, ha guardado el dinero de vuestro sobrino, así como sus contratos. Se hallan a buen recaudo en el Grand-Châtelet. ¿Sois su único pariente?

—Sí, me ocuparé de las exequias y de arreglar sus asuntos. Tenemos el mismo notario.

Louis asintió con la cabeza.

—Ahora, si no os importa, me gustaría comunicar a vuestros empleados la muerte de su compañero. Para saber cómo reaccionan.

—¿Creéis que uno de ellos tiene algo que ver con este crimen? —preguntó un inquieto Rossignol.

—Es demasiado pronto para decirlo.

Rossignol se levantó y se dirigió a la puerta del gabinete de los polígrafos.

—La noticia les va a afectar en extremo. Charles era muy apreciado. ¿Puedo decirles quién sois?

—Podéis.

Rossignol abrió la primera puerta y luego la segunda. Louis lo siguió. Había decidido decirles la verdad, revelándoles que la muerte de su colega era un falso suicidio. Si uno de los polígrafos era responsable de ello, sabría así que su artimaña había fracasado e intentaría sin duda otra cosa.

—Señores —anunció Rossignol—, os presento al señor Fronsac, que acaba de anunciarme un terrible suceso.

Las tres cabezas se alzaron atentas.

Louis avanzó al descubierto. Ya no tenía sentido disfrazar su identidad.

—Señores —comenzó—, he sido llamado esta mañana a casa del señor Manessier por un comisario de policía, porque vuestro compañero, aparentemente, se había suicidado.

Simon Garnier se quedó boquiabierto, por la sorpresa.

Chantelou abrió unos ojos grandes como platos y Louis lo vio apretar la pluma que sostenía en la mano derecha hasta retorcerla. El semblante de Claude Habert le pareció todavía más pálido que la última vez que lo había visto.

—Pero el supuesto suicidio no era tal, señores —prosiguió Louis—. Charles Manessier fue asesinado por dos hombres que intentaron camuflar su crimen. Estoy en la pista de los asesinos y no escaparán. Quizá ustedes recuerden algo que pueda ayudarnos. Hablen con el señor Rossignol, o bien acudan al Grand-Châtelet. El comisario de policía encargado de este asunto es el señor de Tilly. Es posible que tenga que interrogaros.

Se calló un instante, a la espera de posibles preguntas, pero no hubo ninguna. Simon Garnier seguía mirándolo, con el semblante desencajado; era el que parecía más afectado. Chantelou había posado su maltrecha pluma y colocado sus manos sobre la mesa. Claude Habert había bajado los ojos.

Louis saludó e hizo señas a Antoine Rossignol de que había acabado.

Una hora más tarde, se reunía con Gaston en el Grand-Châtelet. Su amigo había vuelto del Hazart y estaba de un humor de perros.

—El palacete de la Chémerault está cerrado —gruñó—. Sólo quedaban el portero y dos criados. Por lo visto, la Belle Gueuse ha dejado París para ir a descansar al campo con su hermano. ¡El portero ignora dónde! Así que he mandado a mis hombres al Grand-Châtelet y, acompañado de La Goutte, me di una vuelta por la hostería de Holanda. Me da en la nariz que ese establecimiento desempeña un papel principal en la red de nuestros espías. ¿Y sabes a quiénes he visto allí, sentados a la mesa con dos holandeses? A nuestra amiga Louise Moillon, en compañía de un joven que se le parecía mucho. Quizá otro hermano. Me reconoció y no ocultó primero su estupor y luego su contrariedad. La saludé de lejos, pero no la abordé.

—¿Qué estaría haciendo allí? —murmuró Louis—. ¿Con dos holandeses? ¿Estás seguro?

—Esos tipos se reconocen a leguas, con su barbita apuntada, su chambergo aplastado, la larga pipa de porcelana y su jarra de cerveza tibia. Quienquiera que sea, habría que interrogarla. Tal vez tengas razón y su hermano no sea tan inocente como parece.

—¿Y con la Belle Gueuse qué vamos a hacer?

—¡Nada! En este punto de mi investigación no puedo pedirle al procurador general un decreto de prisión contra ella. No nos queda más remedio que esperar a que regrese a París.

Louis volvió al despacho al final de la tarde. Julie llegó poco después y encontró a su esposo leyendo con interés un correo que un postillón acababa de llevarle. Había pasado la velada en casa de la señora de Rambouillet, que los esperaba a los dos al día siguiente. Sin organizar una recepción formal, la marquesa recibiría a algunos amigos para celebrar el regreso de Charles de Montauzier tras su cautiverio.

Louis, preocupado, le tendió la carta.

Iba firmada por Toussaint Rose y sólo contenía unas pocas palabras:

«Caballero,

Su Eminencia monseñor Mazarino os enviará una carroza el miércoles por la mañana. Desea intercambiar unas palabras con vos».