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Domingo, 8 de noviembre de 1643

Julie había vuelto muy aliviada de casa de su tía. El barón de Montauzier había sido liberado y lo esperaban en París de un momento a otro. Traía además una invitación de la marquesa, que, para esa ocasión, deseaba reunirse con sus amigos en la cámara azul.

Louis no había pedido a su esposa que lo acompañase al palacete de Avaux, lo que estaba plenamente justificado por la incertidumbre, quizá incluso los sinsabores, que lo esperaban. ¿Qué quería de él el conde? ¿Con qué se iba a encontrar allí? Tendría que vigilar a la Belle Gueuse, e incluso más a su amigo Gaston, visiblemente embrujado por los encantos de la señorita de Chémerault. Louis sabía que esa clase de crisis amorosa apenas duraba en su amigo, pero podía complicar su investigación. En esas condiciones, la presencia de su esposa no habría hecho sino entorpecerla, y Julie lo había entendido así. Sea como fuere, a ella no le gustaban esa clase de recepciones.

Gaston y Louis habían acordado que se encontrarían en el palacete de Avaux. Aunque la calle des Quatre-Fils no estuviese muy lejos de la calle del Temple, Nicolás llevaría a su amo en carroza.

Durante la cena, el padre de Louis le había explicado dónde iba a meterse:

—El año pasado, el conde de Avaux compró cuatro casas particulares en la calle del Temple[45]. Yo me ocupé de la venta de una de ellas. Sabes que es un hombre preeminente cuyo hermano mayor es presidente del Parlamento. La nobleza de su familia se remonta a 1480. Su padre, el señor de Roissy, fue miembro del Consejo de Finanzas y consejero de Estado. Su abuelo, Henri de Mesmes, fue uno de los principales ministros de Enrique III. La fortuna de su familia es considerable. Me han contado que está dispuesto a gastar más de quinientas mil libras en su nuevo palacete[46].

—Brienne me ha dicho que, ante todo, es un brillante diplomático —observó Louis.

—En efecto. Era un joven y prometedor consejero de Estado cuando fue nombrado embajador de Venecia. Además, habla latín e italiano de corrido. Ha estado destinado en la mayor parte de las capitales grandes y, en junio de este año, sustituyó a Claude Bouthillier en la superintendencia de Hacienda, un cargo que comparte con Nicolás Le Bailleul.

El señor Fronsac se calló mientras la señora Mallet le servía el ragú de corzo.

—Pese a su inmensa fortuna —continuó cuando la cocinera hubo concluido—, el conde de Avaux tiene la reputación de ser un hombre de bien. Sé que abona una pensión a los obreros que se hieren en las obras de su palacio. Resumiendo, que ha comprado cuatro casas lindantes con el palacete familiar que heredó el año pasado. Su proyecto es demolerlas todas y construir en su lugar un gran palacio retranqueado respecto a la calle, con un patio delantero, parecido al del señor de Sully. Tengo entendido que le ha pedido a Pierre Le Muet —cuyo libro creo que has leído, querida Julie— que le trace los planos.

—En efecto, sabéis que la arquitectura me interesa tanto como a mi tía —dijo Julie—, y me ha parecido muy interesante su Manera de construir bien para toda clase de personas.

—¿Pero cómo organiza una recepción si piensa demolerlo todo? —preguntó Louis intrigado.

—La demolición de la vieja casona no se llevará a cabo hasta dentro de unos días. De momento, creo que se limitará a derruir las tres casas colindantes y practicar un paso en la cuarta a fin de disponer de más espacio —explicó el notario—. Todos esos arreglos provisionales serán demolidos cuando se vaya a Münster.

—¡Qué dispendio! —observó Jean Richepin, siempre tan ecónomo.

—Para él, una fruslería —replicó el notario, quitando importancia al comentario con un ademán—. El superintendente es ante todo un mecenas que gasta sin cuento. La compra de las casas y de una franja de terreno complementaria para construir su nuevo palacete le ha costado doscientas cincuenta mil libras.

—¿Es que ese hombre no tiene ningún defecto? —preguntó una sonriente Julie.

—Las malas lenguas dicen que tiene dos. En primer lugar, que le gustan demasiado las mujeres, tanto como reacio es al matrimonio, por lo que se gasta auténticas fortunas con sus amantes. Y en segundo, paradójicamente, que es uno de los más sólidos sostenes del partido devoto, un ferviente partidario de un acercamiento de nuestro país con España.

Nicolás condujo la carroza por un estrecho pasaje que llevaba al antiguo corral de la vieja casa solariega de Mesmes. Un gran espacio rectangular había quedado exento tras la destrucción de varias casas. El suelo, nivelado, ya dibujaba lo que sería el futuro gran patio. La antigua casona familiar estaba en parte recubierta por los andamiajes necesarios para su demolición. Adosada a ésta, quedaba una irregular casita de dos pisos. En cuanto al lado izquierdo del patio, estaba bordeado por la maciza muralla de Felipe Augusto.

El lugar ya estaba lleno de coches. Louis, envuelto en su capa de lana, dejó a Nicolás para dirigirse hacia la escalinata. Subió unos cuantos peldaños antes de penetrar en un elegante vestíbulo donde hacía guardia un rechoncho y satisfecho mayordomo, rodeado de varios lacayos a todas luces más capaces de manejar el garrote que de despabilar bujías. Louis se presentó, y el mayordomo, tras consultar una lista de invitados, le señaló la gran escalinata que subía hasta el primer piso.

Al llegar al primero, se detuvo en un pequeño rellano. La escalera se estrechaba luego, sin duda para dar servicio a los apartamentos del segundo piso.

El rellano estaba ocupado por una decena de personas que, como él, acababan de llegar y hablaban ruidosamente. Louis reconoció a algunos amigos de la señora de Rambouillet que había tenido ocasión de encontrar en la cámara azul y a los que saludó con deferencia.

La primera sala a la derecha estaba llena de gente. El vocerío era ensordecedor. Louis buscó a Gaston con la mirada pero no lo vio por ningún lado. En cambio, en compañía de otras dos personas, vio a Loménie de Brienne, a quien fue a saludar de inmediato. El grupito se había instalado cerca de una chimenea donde crepitaba un alegre fuego. Louis sacó la capa de los hombros atándola con el cordoncillo, como habían hecho la mayor parte de los hombres presentes en la estancia.

—Caballero —dijo amablemente Brienne viéndolo acercarse—, ¡no esperaba encontraros aquí! Me habíais dicho que no conocíais al conde de Avaux…

—Así es, señor conde, nos encontramos ayer por primera vez por azar —sonrió Louis al utilizar esa palabra, aunque más exacto sería que dijese en el Hazart—, y me ha invitado amablemente.

Brienne lo miró con insistencia. El ministro no creía en el azar desde hacía mucho tiempo. ¿Por qué razón Fronsac se había encontrado al superintendente de Hacienda? Tenía que estar relacionado con el asunto de espionaje del cual estaba encargado. Si Fronsac era tan perspicaz como contaba monseñor Mazarino, ¿significaba eso que el superintendente estaba mezclado en ese feo asunto? Entonces la cosa podría ser extremadamente grave, puesto que el conde de Avaux era asimismo plenipotenciario de Francia en Münster.

Las otras dos personas —a las que Louis no conocía— debían de estar haciéndose las mismas preguntas, pues consideraban a Louis con una mezcla de interés y suspicacia.

Cuando hubo acabado de explicarse, se produjo un breve y penoso silencio. Finalmente, Brienne volvió a tomar la palabra para presentar a sus compañeros, acompañándose con un gesto de la mano.

—Caballero, ¿conocéis al señor Servien y a su sobrino, el señor Hugues de Lionne, secretario de monseñor?

Louis se inclinó observando a Abel Servien con el rabillo del ojo. Así que éste era el segundo plenipotenciario para Münster.

Servien tenía un rostro grueso cruzado por un fino bigote. No tenía ni por asomo nada que ver con el brillante conde de Avaux. ¡Ni muchísimo menos! Al verlo así, se le habría tomado fácilmente por un pequeño magistrado de provincia. Uno de sus ojos permanecía fijo y era más pequeño que el otro. Louis se enteró más tarde de que era tuerto y de lo que sus admiradores decían de él, haciéndose lenguas acerca de su capacidad de trabajo: «¡Servien no tiene más que un ojo pero tiene dos manos!». Otros, más maledicentes, utilizaban la misma fórmula para aludir a su rapacidad.

En cuanto a su joven sobrino, vestido a la última moda, con los cabellos rizados, perfumado y cubierto de cintas multicolores, era el vivo retrato de un cortesano. Se entendía perfectamente hasta qué punto debía de estar cercano a Colmarduccio[47]. Louis se enteró más tarde de que había residido mucho tiempo en Roma.

—Es un gran honor para mí —dijo inclinándose— poder encontrarme el mismo día a los dos plenipotenciarios de Westfalia.

—¡Tanto mejor para vos! Os puedo asegurar que no es asunto mío —replicó Servien con un tono abrupto—. No tengo mucha simpatía por el señor de Avaux y su ostentación de riquezas…

Hizo un ademán señalando la pieza, los cuadros de Simon Vouet que decoraban una pared, los tapices bordados y el mobiliario taraceado.

—Pero no me quedaba más remedio que venir —prosiguió—, pues Mazarino tenía interés y me ha hecho saber que pasaría durante la velada a saludar al señor de Avaux y a su hermano.

Un criado pasó con vasos de clarete y se hicieron con sendas bebidas.

—¿Cómo van vuestros asuntos? —preguntó cortésmente Brienne, que deseaba saber más sobre las razones de la venida de Fronsac.

—Creo que avanzan, señor —respondió prudentemente Louis, ignorando si Lionne y Servien sabían quién era él y de qué trabajo estaba encargado.

Ninguno de los dos pareció reaccionar ante su respuesta.

—Precisamente hablamos de otro asunto asombroso —prosiguió el conde de Brienne, después de haber opinado cortésmente—. ¿Queréis oírlo, caballero? Podría ser de vuestro interés.

—Soy todo oídos, señor conde.

—El señor de Lionne os lo contará. Es él quien conoce esta extraña historia por monseñor.

Lionne tomó la palabra. Tenía una voz nasal, muy chillona, del todo artificial, como los petimetres que frecuentaban los salones preciosistas.

—¿Habéis oído hablar de Ferrante Pallavicino, señor Fronsac?

Louis movió negativamente la cabeza.

—Es un joven de buena familia, que ha ingresado en una congregación, y se ha rebelado contra los abusos de la Iglesia. También ha escrito algunos textos considerados sediciosos por el Papa. Su último libro, El divorcio celeste, era abiertamente protestante y afirmaba la ruptura definitiva entre Su Majestad y la Iglesia. La obra fue condenada por el Santo Oficio, y, para evitar la hoguera, Ferrante Pallavicino se ha visto obligado a refugiarse en Venecia, su ciudad natal. Desde allí, quería volver a Francia, pues monseñor Mazarino deseaba utilizar su talento.

Lionne se calló un instante para esbozar una sonrisa de circunstancias. Louis asintió con un gesto de complicidad. Empezaba a conocer suficientemente a Colmarduccio para adivinar en qué retorcidos tejemanejes pensaba el ministro: Mazarino habría pensado que podría utilizar a semejante polemista para presionar al Papa durante las negociaciones de Münster.

—Y luego resulta que el señor Pallavicino desapareció. Siguieron sus huellas y descubrieron que un tal Carlo Morfi lo había ayudado a volver a Francia. Ambos hombres habían sido detenidos en Orange por una tropa del vicelegado de Aviñón, Federico Sforza, por encargo de Urbano VIII. El incidente tuvo lugar en diciembre del año pasado y después, Ferrante estaría en prisión en Aviñón. Ahora bien, nosotros hemos descubierto que se trataba de una trampa tendida por Carlo Morfi, que era en realidad un espía de la Santa Sede.

—Supongo que en esa clase de aventura no se puede ganar todas las bazas —suspiró Louis, que no veía en qué podía concernirle la triste suerte de Ferrante Pallavicino.

—¡En efecto! —intervino intempestivamente Servien—. Monseñor Fabio Chigi, que debe asegurar la mediación de Roma en Münster, precisamente acaba de llegar a París; está en la Nunciatura. De camino, se detuvo en Aviñón para entrevistarse con Federico Sforza.

Louis opinó de nuevo, por cortesía. Brienne y Le Tellier le habían hablado ya del tal Fabio Chigi y no entendía adonde querían llegar sus interlocutores.

—Fabio Chigi está aquí esta noche, caballero —declaró entonces el conde de Brienne en el mismo tono.

Bruscamente, Servien hizo una seña a una pareja que avanzaba hacia ellos. El hombre, muy alto y robusto, ya entrado en la cuarentena, estaba simplemente vestido de negro y todo en él traicionaba al severo hugonote. Su acompañante, que pasaba de los treinta, mostraba una expresión tan seria como su evidente belleza, oscurecida, sin embargo, por esa máscara de gravedad.

—Señora de Chancourt, ¿conocéis al señor de Fronsac? —preguntó Servien en un tono de voz repentinamente dulce.

Louis se quedó atónito al descubrir el cambio de actitud del plenipotenciario de Münster. La expresión, mezcla de rudeza e inquietud, que exhibía poco antes había desaparecido. Incluso el tono de su voz era distinto. Un pensamiento fugaz atravesó la mente del antiguo notario: ¿aquella mujer sería su amante? Sin embargo, la señora de Chancourt miraba a Abel Servien simplemente con cortesía.

La dama dirigió una rápida mirada hacia Louis, seguida de una leve inclinación de cabeza.

—No he tenido ese honor, señor —respondió sin ningún énfasis.

—El señor Fronsac es un hombre muy misterioso, así que es normal que no lo conozcáis. Sin embargo, monseñor Mazarino lo tiene en muy alta estima.

Abel Servien se giró a continuación hacia Louis.

—El señor Étienne Girardot de Chancourt negocia en madera, y conozco a su esposa, Louise, desde hace años. Louise pinta admirablemente y firma sus cuadros con su nombre de soltera, Louise Moillon.

Fronsac sintió un leve escalofrío. ¡Aquella mujer debía de ser la hermana del polígrafo Simon Garnier! Era imposible que hubiese en París más de un negociante de madera llamado Girardot de Chancourt cuya esposa se llamase Louise.

—Creo haber visto uno de vuestros cuadros en el gabinete del señor Rossignol —dijo prudentemente—. Un bodegón admirable.

—Gracias, señor —respondió, mientras sus ojos se iluminaban con una sonrisa—. Es, en efecto, una tela que regalé al señor Rossignol. ¿Os gusta la pintura?

—Mucho, señora.

—Ignoraba que el señor de Avaux os conociese —intervino entonces el conde de Brienne con ligereza digiriéndose a Girardot de Chancourt.

—El señor de Avaux me ha encargado toda la provisión de madera para la construcción de su futuro palacete —respondió el maderero, que parecía a disgusto—. Es un contrato importante y ya le he servido una parte de los andamiajes, así como los pilares de sostén necesarios para practicar un paso en la casa colindante.

Señaló con el índice hacia la dirección en donde se levantaba la casa que no había sido demolida.

—Al conde le preocupaba no tener bastante lugar en su palacio para una recepción. Se acondicionó una pieza suplementaria en la casa de al lado, que también le pertenece, destruyendo todo el interior para disponer de un vasto espacio. Ha habido que apuntalar mucho, desde luego. Es la razón de nuestra presencia aquí —concluyó.

Servien interrogó entonces a Louise sobre las telas en las que estaba trabajando. Mientras hablaban, Louis observaba al diplomático. ¿Por qué se interesaba tanto por aquella mujer? Fronsac no ignoraba que Servien había sido el primer miembro de la Academia Francesa y tenía el gusto por las artes y las letras. Era también, según decían, un encarnizado enemigo del partido devoto y aquella mujer era calvinista, así como su esposo. Aquello podía acercarlos. Pero todas esas razones no bastaban para explicar tan cordial actitud.

Finalmente decidió alejar de sus pensamientos el comportamiento de Abel Servien. Tenía que encontrar a Gaston.

—Os ruego que me excuséis —declaró—. Debo encontrar a uno de mis amigos al que no he visto todavía.

Nadie intentó retenerlo. Saludó y se dirigió a la pieza siguiente.

Como la precedente, estaba llena de gente y numerosos criados de librea pasaban entre los invitados ofreciendo bebidas. En un estrado, dos músicos de viola interpretaban un aire lánguido.

Louis pasó entre los grupos, Gaston tampoco estaba allí.

—¡Señor Fronsac! —lo interpeló una voz autoritaria.

Se giró para descubrir a Michel Le Tellier en compañía del joven Colbert.

Tan contento parecía Le Tellier de verlo como descontento el funcionario, cuya expresión se había vuelto adusta instantáneamente.

—Ignoraba que estuvieseis aquí, caballero —prosiguió Le Tellier con un tono ligeramente suspicaz.

—Ayer conocí al señor de Avaux, señor marqués, quien me invitó amablemente a venir a su recepción.

Se encontraban en el extremo de la estancia y una abertura en la pared dejaba ver una escalera de caracol, que sin duda comunicaba con la torrecilla de ángulo. El pasaje comunicaba a la vez el piso superior y la planta baja del palacete donde se hallaba la cocina. Era por allí por donde los criados llevaban el vino y la comida.

Le Tellier iba a hacerle otra pregunta en el momento mismo en que Vincent Voiture aparecía precisamente en el hueco de la escalera.

—¡Vincent, qué alegría verte! —exclamó Louis al descubrirlo—. No habrás visto a Gaston.

—¿A Gaston? Sí, me lo he cruzado hace un momento. Creo que te estaba buscando.

Vincent Voiture se giró entonces hacia el ministro:

—Señor marqués, vengo de parte del señor conde de Avaux, que se halla trabajando en este momento en su gabinete del primer piso. El conde desea ver unos minutos al señor Fronsac. ¿Puedo llevármelo?

Le Tellier manifestó abiertamente su contrariedad, pero no podía oponerse a una petición tal por parte de su huésped.

—Señor Fronsac, hasta pronto, quizá —masculló.

Louis lo saludó, así como a Colbert, que se mostró indiferente. Voiture lo hizo pasar delante de él y subieron la escalera para desembocar en una gran estancia de gala.

Vincent se detuvo allí y explicó a Louis con una seriedad que su amigo apenas le conocía:

—El señor Le Tellier parecía molesto porque fui a buscarte, Louis. Antes de que te reúnas con el conde, me gustaría que conocieses mi opinión sobre él. Más de uno de los aquí presentes te habrá hablado mal de él. Se equivocan o actúan de mala fe. Aparte de algunos celosos, el conde de Avaux es muy apreciado por todos los que lo tratan. Lo conozco desde los tiempos del colegio de Boncourt, en donde estuvimos juntos. Sin embargo, allí todo nos separaba. Mi padre era comerciante de vinos mientras que él pertenecía a una familia adinerada y de rancio abolengo. Su abuelo había sido ministro del rey Enrique mientras que mi padre a duras penas podía pagar mi pensión. Ahora bien, pese a nuestras diferencias de cuna y posición, me ofreció su amistad y jamás me ha fallado. Es un hombre bueno, tolerante, de una inteligencia prodigiosa y de una rara perspicacia. No sé si lo sabes, pero habla varias lenguas. Debo añadir que es tan generoso que distribuye con largueza su fortuna entre los hombres de letras y los artistas. ¿Sabes que ha pedido a Claude Le Sueur que le haga todas las pinturas de su nuevo palacio? Cuando lo conozcas mejor, no podrás sino quererlo.

—Pero no todo el mundo lo quiere, ¿verdad? ¿No es eso lo que vas a decirme? —preguntó Louis.

—En efecto, tiene enemigos poderosos…

El poeta se calló un instante, como si dudase en ir más lejos en sus confidencias.

—Hace un momento, cuando te buscaba, he visto que no estabas solo y no he querido molestarte… Pues te hallabas precisamente con sus enemigos.

—¿El conde de Brienne?

—No, no se trata de él. Es el joven Lionne quien lo detesta, y también su tío, Abel Servien. Están celosos. De su riqueza, de su talento, de su posición. Quizá haya algo más que yo ignoro. Desconfía de ellos.

—¿El conde vive siempre en este palacio? —preguntó Louis, que deseaba cambiar de tema.

—Sí, ocupa todas las estancias de éste y del primer piso, mientras que el servicio vive arriba. Para la recepción, ordenó transportar los pesados muebles del primer piso a la casa colindante, que no ha sido demolida. Se utiliza de guardamuebles.

Comprendiendo que su amigo no quería proseguir aquella conversación, Vincent Voiture se dirigió hacia una puerta y llamó suavemente con los nudillos.

La puerta se abrió. Fue Claude de Mesmes, el conde de Avaux en persona, y no un lacayo quien la abrió.

—Gracias, Vincent —dijo simplemente—. Caballero, ¿podéis concederme unos minutos de atención?

Louis asintió y entró. Claude de Mesmes, con semblante serio, cerró la puerta con llave. Se hallaban en un elegante salón ricamente amueblado. El suelo estaba cubierto por una alfombra de seda, y gruesas cortinas de pasamanería enmarcaban las ventanas. En la chimenea crepitaba agradablemente un abundante fuego.

Había otra persona sentada en una confortable banqueta. Louis lo reconoció al punto, pues ya lo había visto en palacio. Era Henri de Mesmes, presidente de una de las cámaras del Parlamento de París, el hermano de Claude.

—¿Conocéis a mi hermano?

—Sí, señor conde.

—¿Queréis sentaros un momento con nosotros?

Louis tomó una silla mientras el conde se acomodaba en un sillón. El presidente no se había movido. Era un hombre fornido, imbuido de su posición, y Louis sabía que jamás se levantaba, ni siquiera en presencia de sus hermanos. Si los dos hombres estaban reunidos es porque tenían un poderoso interés común, sin duda familiar.

—Sois una persona muy misteriosa, señor Fronsac —soltó de buenas a primeras el presidente del Parlamento—. Os conocí como notario, muy brillante, por cierto, y luego un día me entero de que el difunto rey os había ennoblecido. Incluso os han hecho caballero de la orden de San Miguel. Una distinción poco corriente para un plebeyo. Su Majestad también os ha otorgado un feudo perteneciente a la Corona y habéis depositado en el Parlamento una solicitud de registro relativa a un título de marqués de Vivonne que os viene de vuestra esposa.

—Demanda que todavía no ha sido atendida, señor presidente.

—Sabéis que un registro semejante genera siempre un largo litigio judicial en el Parlamento. Pero se atenderá, podéis estar seguro. Yo mismo me encargaré de ello.

Esbozó una sonrisa que quería ser cordial.

—Si bien sé todo eso, ignoro en cambio las razones por las que nuestro rey ha decidido tal encumbramiento de un simple notario al que no conocía…

Dejó la frase en suspenso. Él y su hermano observaban a Louis.

—Digamos que he rendido un servicio a Su Majestad, señor. Pero este ascenso es también el precio de mi silencio —declaró Louis después de una breve vacilación.

—¡Sea! Me he enterado de que estuvisteis en Rocroy, al lado de Enghien. Extraña situación para un notario que no sabe nada del oficio de las armas. No hay lugar donde el duque no se haya hecho lenguas de vuestro valor y fidelidad.

—En efecto, he estado en Rocroy —confirmó Louis.

—Ya os habrán dicho que tengo buenos amigos en los círculos eclesiásticos, caballero —intervino a su vez el conde de Avaux con tono sarcástico—. Hasta tengo uno en los Mínimos. Me han contado que os presentasteis allí una mañana, herido, perseguido por los asesinos de la señora de Chevreuse. Allí os cuidaron y luego os marchasteis, disfrazado de soldado…

Esperó un instante una respuesta que no llegó y luego continuó hablando:

—A principios del mes de septiembre, el tesorero de la Corona me pasó —no olvidéis que soy superintendente de Hacienda— una nota de monseñor Mazarino con estas palabras que cito de memoria: «Pagaréis al caballero de Mercy la suma de treinta mil libras». Acababan de detener al duque de Beaufort, y la duquesa de Chevreuse había dejado París.

Louis permaneció en silencio.

—Señor Fronsac, yo no sabré nada de finanzas, pero no soy imbécil. También he interrogado a mi amigo Voiture, con quien estabais en Narbona cuando el señor Cinq-Mars fue arrestado.

El tono del superintendente se había vuelto más incisivo, pero Louis persistió en su mutismo. Avaux suspiró:

—Lo que creo, señor, es que sois muy hábil. —Señaló con un dedo a Louis—. Sois vos quien habéis hecho fracasar, aunque no sé cómo, la conspiración del Caballerizo Mayor. Y sois vos también quien ha vencido a los Importantes. Quizá, incluso, gracias a vos monseñor Mazarino ha llegado a primer ministro.

Louis bajó los ojos para ocultar su turbación.

—¡Quien calla otorga! Sabed, sin embargo, que aprecio vuestra discreción. Así pues, al cabo de tantas aventuras, habéis vuelto a casa, a vuestro señorío. También me han contado que habéis rehusado un cargo de oficial de monseñor. Y luego, ayer, os encuentro en París, en casa de la Belle Gueuse, acompañado de vuestro amigo el comisario. Entonces, como no soy tonto, creo habéroslo dicho, señor Fronsac, adiviné que os hallabais de nuevo en una misión. Os seré franco. Sé que tengo enemigos muy cercanos a la reina. ¿Es a mí a quien investigáis? ¿Hay algún complot contra mí? O peor aún, ¿contra mi familia?

Louis no sabía qué responder. Avaux había adivinado todo sin estar seguro de nada. ¿Qué podía decirle? La verdad, de ningún modo. Ignoraba quiénes eran los cómplices del robo de los despachos, aunque era difícil que fuese el conde de Avaux, puesto que poseía los códigos que permitían descifrar los correos que se le transmitían.

—Estáis en lo cierto, señor conde —respondió al fin—. El cardenal Mazarino, en efecto, me ha encargado una discreta investigación. No puedo deciros más. La investigación atañe a nuestra diplomacia, así como al congreso de Münster. Pero no os afecta, ni a vos ni a vuestra familia.

Fronsac se volvió hacia el presidente De Mesmes al pronunciar estas palabras, y captó en él un evidente alivio.

—Hay fugas en el Servicio de Cifrado —declaró fríamente Avaux—. ¿Creéis que en mi posición puedo ignorarlo? ¿Es sobre ese asunto sobre lo que investigáis?

«Inútil negarlo —pensó Louis—. Era mucho más sencillo asentir».

—En efecto, señor conde. Lo habéis adivinado todo —suspiró, apartando las manos resignado, en un gesto que subrayaba su fracaso.

Juzgó asimismo inútil pedirle al conde que mantuviese el asunto en secreto. Aquel hombre era un diplomático que guardaba secreto de cuanto averiguaba desde que estaba en aquel oficio.

Avaux se levantó con una sonrisa.

—Os doy las gracias, señor Fronsac. Os proporcionaré toda la ayuda que necesitéis. No os pediré ninguna otra cosa, pero cuando hayáis resuelto el asunto, ¿tendríais a bien desvelarme la solución?

Louis dudó un instante, pero luego asintió con un gesto afirmativo:

—Lo haré, señor conde. Tenéis mi palabra.

Se levantó a su vez, mientras que el presidente no se movió. Louis se inclinó y, a continuación, Avaux lo acompañó a la puerta.

Se saludaron y salió.

Voiture ya no estaba allí.

Subió la escalera, decidido a encontrar a Gaston.

Colbert había desaparecido, así como Le Tellier, pero vio a Anne Cornuel con su esposo Guillaume Cornuel, tesorero de Guerra. La dama estaba en compañía de una joven asombrosamente bella que ya había visto en otra ocasión en la cámara azul. Físicamente, las dos mujeres no podían ser más distintas. Anne Cornuel, llamada Cléobulie en casa de la señora de Rambouillet y Zénocrite en El Grand Cyrus, se acercaba a la cuarentena. Era una rubia menuda, fina, casi plana —¡se jactaba de no tener pechos!—, angulosa pero pesadamente vestida, con una mirada chispeante, acerada y traviesa, mientras que su compañera, Marie de Rabutin-Chantal, una morena en la plenitud de sus dieciocho años, llamaba la atención de todos por la dulzura de su expresión y más aún por un cuerpo sin defectos y generosas redondeces acentuadas por un corpiño de encaje harto escotado.

Louis debía saludarlos.

Anne Cornuel pareció alegrarse de verlo e intentó retenerlo. Louis se inquietó un tanto, pues eran incontables los amantes de la dama y había observado hace tiempo que a Anne le habría gustado meterlo en su lecho.

Marie de Rabutin-Chantal se acordaba de él y le presentó a su futuro esposo, el barón Henri de Sévigné, un joven que lo miró de arriba abajo con altanería.

De ninguna manera podía imaginarse Louis que, unos años más tarde, Marie de Rabutin-Chantal, convertida en marquesa de Sévigné, le pediría que investigase la muerte del barón.

—Estamos aquí en calidad de vecinos del señor de Avaux —explicó Anne Cornuel, riendo y cogiéndolo de la mano.

Ella vivía en la calle des Francs-Bourgeois, y Marie de Rabutin-Chantal, en la plaza Real.

—Y vos, decidme, ¿no habéis visto a vuestro ilustre vecino? —añadió muerta de risa.

Louis recorrió la estancia con la mirada sin ver ninguna cara conocida.

—A ese joven de allí, ¿lo conocéis?

Louis negó con la cabeza.

—Pues es vuestro vecino, Enrique de Lorena, duque de Guisa.

La mirada de Louis se demoró en el rostro sonriente, fatuo y pagado de sí mismo del exarzobispo de Reims. Sus cabellos castaños estaban constituidos por una larga cascada de tirabuzones. Iba vestido a la última moda, con un cuello de encaje cuajado de diamantes.

Enrique de Guisa debió de percatarse de que lo observaba, pues su mirada se cruzó con la de Louis, que leyó en ella una curiosa mezcla de ingenuidad y suficiencia.

—Señoras, señor tesorero, señor barón, os ruego me excuséis —rogó Fronsac liberando su mano de la de la señora Cornuel—. Debo encontrar a uno de mis amigos por un asunto de suma importancia.

Los saludó y se alejó hacia la pieza vecina, donde se hallaban Lionne, Servien, Le Tellier y Brienne.

Gaston tampoco se encontraba con ellos. Louis empezaba a inquietarse.

Louise Moillon seguía con el ministro, Abel Servien y Hugues de Lionne. Lo vio pasar y Fronsac creyó descubrir en ella una mirada cómplice.

Volvió al vestíbulo, donde encontró a su padrino, Philippe Boutier, en compañía del canciller Séguier, recién llegado a la recepción.

—¿Gaston de Tilly? —se sorprendió Boutier, después de que Louis los hubiese saludado—. ¡Acabo de verlo ahora mismo! Estaba en compañía de la señorita de Chémerault. Se han ido por allí.

Señaló las estancias que Louis aún no había visitado. Más tranquilo, el exnotario se excusó para precipitarse en el salón que su padrino le indicaba.

No había allí demasiada gente y recorrió rápidamente los grupos formados, sin ver entre ellos a su amigo. En cambio, descubrió a Antoine Rossignol en animada conversación con un prelado desconocido, de marcado acento italiano. Como Rossignol no lo había visto, Louis se deslizó en la sala siguiente, que estaba casi vacía. Había también allí una escalera de caracol que comunicaba el piso superior con la planta baja. Era similar a la situada en el otro extremo de la casona.

No obstante, aquella pieza no era la última, pues se abría sobre una quinta sala en un nivel ligeramente más bajo. Se trataba en realidad de la habitación abierta a la casa colindante de la que había hablado el marido de Louise Moillon.

Louis entró en ella. Ni rastro de Gaston, pero descubrió allí, solitario y soñador, a un hombrecillo moreno, de nariz chata y negros cabellos rizos que se frotaba las manos delante de una aparatosa estufa de loza holandesa. Fronsac se acercó con gusto al que llamaban «Don Morenito» en el colegio de Clermont: su antiguo condiscípulo Paul de Gondi.

El nuevo coadjutor de París giró varias veces los ojos de sorpresa al ver a Fronsac. Louis se acordó entonces de lo corto de vista que era el exabad de Buzay, lo que sin duda explicaba su habitual expresión de pasmo.

El coadjutor era, ante todo, un gran señor que jamás daba un paso sin un nutrido séquito de gentileshombres. «Si se hallaba solo, seguramente habría una buena razón», pensó Louis. Gondi debía de estar esperando a alguien. Quizá a una dama. Todo el mundo sabía que el coadjutor no podía vivir sin las mujeres. Pero también podía obedecer a otros motivos. Louis conocía perfectamente el temperamento rebelde del autor de la Conjura de Fiesque[48] y su larga enemistad contra Mazarino. Tal vez Paul de Gondi esperase a algún acólito a fin de preparar una maniobra contra el enemigo.

Sin embargo, el coadjutor no disimuló la satisfacción de reencontrar a su antiguo condiscípulo. Hacía años que no se veían.

—¡Louis! Me he enterado de tu ennoblecimiento: ¡caballero de San Miguel! Me alegro mucho por ti y por tu padre. Has debido de rendirle un excepcional servicio al rey… Me han contado también que te has casado con la sobrina de la señora de Rambouillet…

Gondi tenía ese tono amable y familiar que utilizaba siempre con gentes inferiores a él, arrogancia y altivez que desaparecían cuando se dirigía a algún superior.

—Y yo me he enterado de que os han nombrado coadjutor, monseñor, ¡la antesala del cardenalato!

—Ni una palabra más, amigo mío. Mazarino se opone a ello. Tenemos algunas diferencias, aunque ambos seamos italianos y yo no haya formado parte de esa deplorable conjura de los Importantes. Por cierto que me han dicho que tú habías desempeñado un papel fundamental y que te has granjeado las simpatías del siciliano…

—En efecto, es un hombre al que aprecio y admiro sinceramente.

—En ese punto no estamos de acuerdo, Louis —murmuró severamente Gondi.

—Solíamos estar en desacuerdo en el colegio, monseñor —sonrió Louis, recordando sus controversias teológicas.

—Es cierto, y, pese a todo, seguimos siendo amigos. No lo estropeemos, pues, por culpa del siciliano, no vale la pena. ¿Estás buscando a alguien?

—A Gaston. ¿Os acordáis de él?

—¡Cómo no recordar al huraño pelirrojo! Tengo entendido que es comisario de Saint-Germain-l’Auxerrois.

¿Así que está aquí esta noche? No lo he visto, pero ya sabes que soy corto de vista.

Louis no ocultó su contrariedad.

—Seguiré buscándolo —suspiró—. Pero antes, monseñor, vos que conocéis a todos los prelados, ¿sabríais decirme quién es aquel hombre de allí?

Por la abertura entre las salas, le señaló a la persona que seguía hablando con Antoine Rossignol.

—¿Aquél? Desde luego, me lo encontré ayer en la Nunciatura. Es Fabio Chigi, el mediador de Urbano VIII para el congreso de Münster. Un diplomático de gran valía.

¡Vaya! El hombre que tanto inquietaba a Brienne, se dijo Louis. ¿Pero qué hacía aquel italiano con Rossignol? ¿Qué relación podía tener el secretario encargado del Servicio de Cifrado con un plenipotenciario del Papa?

Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Ni por asomo había pensado que el felón que buscaba pudiese ser el propio Antoine Rossignol.

Iba a hacerle otra pregunta a Paul de Gondi cuando se dio cuenta de que la Belle Gueuse se dirigía hacia ellos.

—Señor, disculpadme, pero debo hablar con la señorita de Chémerault. Creo que sabe dónde está Gaston.

Louis dejó precipitadamente a su amigo para ir al encuentro de la joven.

Françoise de Chémerault estaba más resplandeciente que nunca. Su corpiño de seda esmeralda, bordado de fino encaje, resaltaba su opulento pecho. Llevaba una falda de terciopelo a juego, cuyos enfaldos estaban atados en el bajo de la falda. Era un vestido muy sencillo cuyos únicos adornos eran unos puños de encaje y un collar de perlas. Sus cabellos, teñidos de rojo, estaban peinados en un moño trenzado. Sobre los hombros llevaba una capa ligera del mismo color esmeralda.

—Caballero —lo interpeló con voz cristalina— ¡qué placer volver a veros tan pronto!

—El placer es mío, señorita. Busco a mi amigo Gaston, que estaba conmigo ayer en vuestra casa. Me han dicho que tal vez vos sabríais dónde está.

—¿El señor de Tilly? En efecto, iba a reunirme con él. Me espera en el piso. ¿Queréis acompañarme?

—Con sumo gusto, señorita.

Se dirigió a la escalera interior y la subió. Louis iba a seguirla cuando se percató de que Louise Moillon lo observaba. ¿Estaría siguiéndolo?

Gaston había llegado al palacete de Avaux en silla de manos, poco antes que Louis. Rápidamente había visto, halagado, que la señorita de Chémerault dejaba a su hermano para precipitarse a su encuentro con la mirada henchida de amor.

Gaston no era ningún patán, pese a su aspecto un tanto rudo. También frecuentaba los salones —bien es verdad que desde hacía poco tiempo— y había empezado a leer Casandra, de Gautier de La Calprenède, considerada como la mejor novela escrita desde la Astrea, hasta el extremo de que el mismísimo duque de Enghien había elogiado el libro.

El comisario se inclinó ante la joven, murmurando:

—Señorita, el amor ha roturado furiosamente mi corazón.

La joven pareció halagada y sonrió al responder:

—Me hacéis sonrojar, señor —con una voz tan cálida y profunda que lo puso fuera de sí.

—También sé, señorita, que sois de una virtud harto severa…

—Hay demasiada gente en torno a nosotros para entregarnos a las confidencias, ¿no os parece, señor?

—Desde luego, señorita. ¿Queréis que vayamos a uno de esos salones?

Gaston señaló las estancias contiguas.

—Ahí la multitud está también presente, señor. Hay un salón en el piso, por aquí. ¿Queríais llevarme a él?

Gaston comprendió que la Belle Gueuse acababa de rendírsele y perdió todo el sentido de la cordura.

—A vuestras órdenes, señorita.

La joven se dirigió hacia la pieza de la izquierda, la atravesó bajo miradas de rendida admiración, luego ganó la siguiente y tomó la escalera de husillo. Gaston la seguía, con el corazón desbocado.

La escalera desembocaba en una sala de gala dotada de un lecho con dosel, algunos muebles y taburetes tapizados. Una puerta que sin duda comunicaba con las otras piezas del piso. Gaston no estaba allí, ni ninguna otra persona, y Louis no salía de su asombro.

—Vuestro amigo me espera por aquí —dijo la joven alzando una colgadura a su derecha.

La pesada cortina ocultaba un sombrío corredor. Se trataba a todas luces de una abertura reciente hacia la casa medianera. Del pasadizo que se abría ante ellos llegaba una corriente de aire glacial. El paño estaba allí, sin duda, para cortar el frío, puesto que no había puerta.

—¿Se trata de la casa de al lado? —se asombró Louis—. Creía que no era más que un enorme guardamuebles donde el conde de Avaux había trasladado el mobiliario que le molestaba para la recepción.

—¿También sabéis eso? —sonrió la joven—. ¡Debe de ser cierto lo que se dice, que vos lo sabéis todo! —exclamó esbozando una ingenua sonrisa.

—No es nada del otro mundo. No hay ningún secreto. Sólo que me encontré con el conde hace un momento y fue él quien me lo dijo —replicó Louis fríamente—. ¿Pero dónde se encuentra Gaston?

—Aquí, caballero. Hay una pieza vacía donde le he pedido que me espere.

Se internó por el siniestro corredor plagado de telarañas, malamente iluminado por dos profundos agujeros practicados en los muros. A la derecha, Louis distinguió cuatro o cinco puertas. Al fondo, se percibía vagamente la abertura de una estrecha escalera de servicio practicada en la pared. A la izquierda, debía de haber una pieza, pues hacia la mitad del corredor aquélla se ensanchaba en un gran rectángulo libre cuyo suelo estaba compuesto de tablones y no de baldosas de barro cocido como el resto del pasillo. Era sin duda el emplazamiento de la escalera principal, demolida para ampliar la sala del bajo, cuya abertura había sido recubierta por un rústico piso de madera.

Louis se sentía oprimido por una abrumadora inquietud. ¿Qué diablos había venido a hacer Gaston a tan sórdido cuchitril?

¡Todo aquello olía a emboscada! La Belle Gueuse estaba en compañía de su hermano cuando la había visto y había observado que aquél salía del palacete mientras Louis hablaba con ella. ¿No habría vuelto por la escalera del fondo? Dudó en ir más adelante. ¿Debía dar media vuelta? Pero, en ese caso, ¿qué pasaría con Gaston?

La Belle Gueuse no pareció percatarse de su vacilación. Se detuvo en la primera puerta, la abrió y le propuso entrar con una sonrisa prometedora.

Avanzó con prudencia, lamentando no haber llevado un arma como Gaufredi le aconsejaba siempre.

Era una inmensa cámara glacial, todavía amueblada con un lecho, una mesa y algunas sillas. Estaba tenuemente iluminada por dos ventanas. Fuera, anochecía.

Louis recorrió la estancia con una mirada circular. Ni rastro de Gaston.

Se volvió hacia la joven, a la vez inquisitivo y desconfiado. Estaba tan cerca de él que sentía su respiración cálida y su perfume embriagador.

Ella bajó los ojos. Sus grandes pestañas la volvían más seductora si cabe.

—Estoy confusa —farfulló con una especie de gemido—. Os he mentido, caballero.

—¿Mentido?

—Vuestro amigo no está aquí. Efectivamente me he encontrado con él hace un rato. Tuvimos una desagradable conversación. Se imaginó no sé qué sobre mí. Tuve que confesarle que no me sentía atraída hacia él y me lo reprochó violentamente. Se fue hecho una furia. Creo que ha dejado el palacete. No quería confesároslo allí abajo, ante todo el mundo. Era muy molesto para mí. Prefería decíroslo aquí.

La joven levantó hacia él unos ojos arrasados en lágrimas.

Louis no sabía qué decir. ¿Era eso verdad? Conociendo el carácter a la vez galante y arrebatado de su amigo, era muy probable.

—Pero igual que he rechazado a vuestro amigo, señor, debo deciros la verdad. El corazón quiere salírseme del pecho desde el momento en que os ha visto.

Un sentimiento de inquietud se apoderó de Louis. ¿A qué venía eso? ¿Esta mujer estaba declarándosele?

—En el amor no se manda, señor —murmuró la joven tomándolo de las manos.

Louis la miró con estupefacción. No salía de su asombro. ¿Estaba representando una comedia? No daba esa impresión. «El caso es que es una mujer muy bella», se dijo, sintiéndose repentinamente cautivado por su mirada.

—Estoy dispuesta a entregarme a vos, ahora —murmuró ella—, en este cuarto.

La joven lo soltó y, con un gesto brusco de sus dos manos, apartó su corpiño, revelando sus cojinetes de amor.

Louis se quedó paralizado por la sorpresa.

En ese instante oyó la puerta abrirse a su espalda.

El encanto desapareció y se giró, con el corazón batiéndole en el pecho. ¡Había caído en una trampa! ¡Como Gaston!

Era Louise Moillon.

Pareció estupefacta, viendo a la señorita de Chémerault con los senos desnudos. Luego, su mirada cambió, y la ira sustituyó a la sorpresa. Louis no sabía qué hacer. Jamás se había encontrado en una situación tan enojosa. Miró a la Belle Gueuse. Una rabia repentina deformaba sus rasgos.

Las dos mujeres se miraron de hito en hito, luego la Belle Gueuse esbozó una sonrisa forzada y se ajustó lentamente su corpiño.

—Decididamente, señor Fronsac, estáis muy solicitado por las mujeres.

Louis, con un nudo en la garganta y pálido como un cadáver, se inclinó. Se volvió hacia Louise Moillon, que se disponía a salir, y la siguió.

—Volveremos a vernos, señor Fronsac —dijo sonriendo la Belle Gueuse.

Louis la saludó cerrando la puerta. La llave estaba en la cerradura. Sin saber muy bien por qué, la giró.

En el pasillo, Louise Moillon, sonrojada y confusa, observó con voz ronca:

—Cuánto lo siento, señor Fronsac. Os buscaba porque me habíais dicho que os interesaban mis pinturas. Os he visto alejaros y pensé poder hablaros fuera de esta batahola. Si hubiese sabido… He sido muy indiscreta.

—Soy yo quien tiene que daros las gracias, señora. No habríais podido llegar en un momento más desagradable para mí. Vuestra aparición ha sido oportunísima.

Fronsac permaneció inmóvil.

—¿Queréis acompañarme? —preguntó ella—. No podemos quedarnos aquí. —Su mirada iba rápidamente de una puerta a otra, como habría hecho un animal atrapado.

Fronsac le señaló la colgadura a la izquierda.

—Sólo tenéis que dar unos pasos para hallar la escalera, señora. Yo me quedaré aquí un rato.

Ella pareció dudar, pero luego lo desafió con la mirada:

—¿Deseáis volver a verla?

—No, señora —sonrió Louis fríamente—. Pero estoy buscando a un amigo; la señorita de Chémerault me había prometido llevarme junto a él, y ahora me pregunto si no estará en una de esas piezas.

Señaló las otras puertas.

—Eso puede ser peligroso —observó la pintora a media voz—. Ignoráis lo que hay detrás.

—¿Qué queréis decir?

—Esta casa está en muy mal estado. Podría haber desprendimientos…

Se pasó la lengua por los labios y añadió hablando muy rápido:

—¿De verdad pensáis encontrar a vuestro amigo aquí? —preguntó en voz baja.

Resonaron de nuevo algunos ruidos en el rellano inferior, se oyeron voces otra vez y luego se hizo el silencio.

Louis asintió en silencio. La dama había puesto el dedo en la llaga. ¡De la que se había librado! Se sintió repentinamente enervado, como vacío de toda iniciativa.

Adivinaba también que, si Gaston había caído en manos del caballero de Chémerault, sin duda a estas horas estaría muerto.

Tuvo que dominarse para no romper a llorar ante la idea de la muerte de su amigo.

Louise Moillon había empezado a bajar la escalera.

—Esperad —susurró Louis—, antes miraré en los desvanes.

Atravesó la pieza intentando evitar que el suelo crujiese bajo sus pies, luego subió la escalera. Los desvanes estaban iluminados por minúsculos vanos. Todo estaba vacío y no se percibía el maderamen carcomido de la casa. Subió al altillo y lo recorrió rápidamente. Por supuesto, no había nada. Bajó y siguió a Louise. Se sentía desamparado.

Al pie de la escalera, la dama examinó un rato el corredor vacío, luego fue a la primera puerta y la abrió. Louis se mantenía detrás de ella. La pieza se hallaba atestada de muebles apilados, alfombras, cortinas y baúles.

Ni rastro de Gaston o de su cadáver, pero Louis pensó, con el corazón en un puño, que podría estar disimulado en aquel batiburrillo de cosas.

Louise Moillon ya había pasado a la segunda estancia, donde descubrió el mismo apilamiento de mobiliario.

Las demás salas estaban igualmente atestadas de cachivaches.

—No está aquí —decidió con un tono un poco asustado—. Volvamos a la recepción, mi marido estará buscándome.

La pintora se dirigió hacia la cortina que cerraba el corredor.

—Esperad —pidió Louis—, ¿adónde conduce esa escalera?

—Está cerrada a la altura de la sala inferior. Luego baja hasta una cocina y una caballeriza, en el patio, donde hay un pasadizo para salir.

—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó Louis cada vez más desconfiado.

Aquella mujer sabía demasiado de todo, ¿quién era en realidad?

Ella se encogió de hombros y dijo con expresión ingenua:

—Estuve aquí hace unos días con mi esposo, que venía a verificar los trabajos de apuntalamiento. Como él estaba muy atareado, me paseé por toda la obra.

—Bajaré por aquí. Volved con vuestro esposo —determinó Louis.

Sin esperar su respuesta, subió los peldaños. La oscuridad era total y tenía que pegarse a la pared para no caer. La escalera era empinada y recta. Al cabo de un rato, llegó a un pequeño rellano. Su mano derecha chocó contra un revestimiento rugoso. Debía de estar a la altura de la sala de recepción, pues oía hablar a la gente. Siguió descendiendo. Abajo, entrevió una débil luminosidad. Apresuró el paso.

El último rellano se abrió sobre una cocina muy oscura. Uno de los cristales de una ventana estaba roto. Reinaba la oscuridad, pero, fuera, numerosas antorchas iluminaban el patio, proyectando un inquietante juego de luces y sombras en la pieza.

Aquella antigua cocina debía de ser utilizada como bodega, pues había un montón de barricas arrumbadas y, por el suelo, algunos cántaros desportillados. Distinguió la abertura de un pozo en un ángulo y se acercó allí.

¿Gaston estaba en el fondo?

Observó con tranquilidad que la abertura aparecía cerrada por una sólida reja herrumbrosa. Oyó un ruido a su espalda, procedente de la escalera. Sintió miedo y se precipitó hacia unas llares abandonadas en la chimenea. Cogió la cadena con ambas manos. Era un arma irrisoria, pero Louis estaba dispuesto a vender cara su vida.

Una silueta apareció en la abertura de la escalera. Reconoció con alivio el vestido de Louise Moillon.

—¿Por qué me habéis seguido? —la interpeló iracundo tan pronto como ella entró en la cocina.

Lamentó de inmediato su tono agresivo y se prometió dominarse en lo sucesivo.

—Sentía curiosidad —respondió la dama, encogiéndose de hombros.

Sin soltar la cadena de hierro, Louis se dirigió hacia una puerta y la abrió con sumo cuidado. Era una caballeriza. Todavía conservaba esquilmo y camas de paja. Avanzó. Había un cuerpo tendido en el suelo.

Louis se abalanzó sobre él, pero ya había reconocido los cabellos rojizos del cadáver. Era Gaston.

Se inclinó sobre el cuerpo. Su amigo estaba amordazado y agarrotado, pero sus ojos abiertos girando furibundos testimoniaban que seguía vivo.

Ya Louise se había reunido con él y se había arrodillado a su lado. Fronsac forcejeaba tratando de retirar la mordaza de cuero que penetraba en la boca de Gaston, pero el garrote estaba apretado por una correa de cuero y un nudo que era incapaz de deshacer. Gaston rugía de rabia o de dolor. Louis miró las otras ligaduras: eran todas de cuero.

A Fronsac el corazón le latía ruidosamente. ¡No tenía nada con que desatar a su amigo! Y en cualquier momento podía llegar uno de sus enemigos. Decidió ir a buscar la ayuda de Nicolás. Observó entonces que Louise, que se había puesto en cuclillas, se levantaba. Alzó su secreta, descubriendo la pantorrilla. Contra la pierna —que por cierto era bellísima— tenía atada una daga de caza cincelada en una vaina de cuero negro; la sacó, se inclinó de nuevo y con un gesto preciso cortó la correa de la mordaza.

—Louis —jadeó Gaston—, cómo… ¿Cómo me has encontrado?

—Más tarde —lo interrumpió la joven con tono perentorio.

Cortó rápidamente las otras ataduras. Louis ayudó a su amigo a levantarse. Gaston dio un traspié: sus miembros estaban agarrotados.

Lo ayudaron a dar unos pasos y a continuación se puso a saltar para entrar en calor.

—Tengo frío —farfulló, castañeteando los dientes y riendo a la vez.

Se acercaron a la enorme puerta de las caballerizas.

—¿Puedes caminar?

—Sí, no te preocupes. Hay que largarse enseguida.

—Escucha, Gaston, voy a acompañar a esta dama —señaló a Louise, que en ese momento envainaba la daga en la funda de su pantorrilla. Y, pese a su precario estado, Gaston tuvo tiempo de admirar la bonita pierna—. Su marido debe de estar buscándola. La carroza de mi padre está en el patio y Nicolás aguardando en ella. Vete, me reuniré allí contigo.

Gaston asintió con la cabeza y se apartó de mala gana de la turbadora pierna de Louise Moillon. Entreabrieron la puerta del establo.

Louis señaló el coche. Los cocheros y lacayos habían hecho un fuego con algunas hachas de madera de construcción abandonada. Nicolás se calentaba entre ellos.

Louis sacudió ligeramente las ropas de su amigo.

—Tú vas hacia Nicolás sin apresurarte —le dijo— y le pides que te siga a la carroza. Instálate cómodamente en el interior. Por precaución, mi padre deja siempre una pistola y una espada bajo el segundo asiento. Cógelas. Yo llegaré enseguida.

Gaston asintió. Se reunió con Nicolás y luego se dirigió a la carroza.

Louis, tranquilo, se volvió hacia Louise:

—Señora Moillon, permitidme que os acompañe.

Ella le sonrió y ambos salieron de las cuadras.

—¿Quién sois, señora? —preguntó entonces Louis en un tono duro mientras caminaban hacia la escalinata.

—¿Yo? Lo sabéis muy bien. Soy la señora Girardot de Chancourt.

—Debo de ser algo obtuso, señora, pero las damas de Chancourt no llevan cuchillos en la pantorrilla.

—Un hombre galante aparta la mirada cuando una honesta mujer se levanta la ropa —le reprochó ella gentilmente, tomándolo de la mano.

—¿Rehusáis responderme? —preguntó Fronsac en tono seco, desprendiéndose de su mano.

—Estáis enfadado conmigo, señor, y eso me entristece. Imagináis lo que no hay. Esta daga sólo es por seguridad —respondió tristemente—. Quizá lo ignoréis, pero una mujer como yo debe protegerse en París.

Fronsac se encogió de hombros suspirando con resignación y entraron en el vestíbulo para dirigirse a la estancia donde Louis había visto a Brienne por primera vez.

Seguía allí con Abel Servien, Hugues de Lionne y el señor de Chancourt. Le Tellier los había reunido.

Servien dirigió una mirada inquietante a Louise. Ella le sonrió.

—¿Dónde estabais, señor Fronsac? —preguntó Le Tellier.

—Me encontré a la señora Chancourt y la he acompañado, señor.

El señor de Chancourt permaneció impasible. No le importaba en absoluto lo que su mujer hubiese estado haciendo con aquel hombre durante cerca de una hora. Pero Louis sintió las miradas de los demás sobre él. Iba a tener que soportar un sinfín de preguntas.

—Os ruego que me excuséis, señores —dijo inclinándose.

Se alejó sin esperar respuesta. Juzgó que Gaston estaba antes que la cortesía.

Lanzó una mirada prudente hacia el vestíbulo. Sólo temía una cosa, cruzarse en su camino con el hermano de la Belle Gueuse. Fue entonces cuando vio a la joven de espaldas, en una pieza frente a él. Hablaba con alguien. Permaneció inmóvil un rato. En aquel momento, un grupo de personas se apartó. El interlocutor de la señorita de Chémerault no era otro que Jean-Baptiste Colbert.

Volvió la cabeza y salió al patio.

¡De manera que Colbert conocía a aquella mujer! ¿Lo habría seducido también a él?

Decididamente, habían ocurrido demasiadas cosas incomprensibles en el curso de aquella velada. Tenía que reflexionar y poner en orden sus ideas.

Llegado a la carroza, vio a Nicolás acurrucado en el pescante.

—Vamos a casa de Gaston, a la calle de la Verrerie.

—Sí, señor.

En el coche, Louis encontró a Gaston meditabundo, con la pistola sobre las rodillas y la espada posada en el asiento de delante.

—Le he pedido a Nicolás que te lleve a casa.

—Has hecho bien. Tengo un tremendo chichón que me duele una barbaridad —dijo, palpándose la cabeza—. Hace un momento te habría dicho que no. Quería ir al Grand-Châtelet y reunir una patrulla de arqueros para prender a la señorita de Chémerault, luego razoné y he pensado que sólo con ello me ganaría la enemistad del conde de Avaux.

—Tienes mucha razón. No habría sido posible. Cuéntame lo que ocurrió…

—Me sedujo, me invitó a subir al piso, en una habitación. Perdí todo sentido de la prudencia. ¡Soy un estúpido con las mujeres!

—¡Quia! —exclamó Louis, divertido, ahora que el peligro había pasado.

—¡Sí, lo sé muy bien! Al llegar a la habitación no me acuerdo de nada. Ha debido de golpearme por detrás. Cuando recobré el conocimiento, estaba agarrotado en la paja donde me has descubierto. Llevaba allí dos horas, y además estaba helado, pues perdí mi capa en la aventura.

—¿Estás seguro de que ha sido ella la que te ha tendido la trampa?

—¿Qué otro podía ser? Ella estaba conmigo. A menos que ella hubiese sido víctima del mismo agresor.

—No, ella no ha sido agredida.

—¿Cómo lo sabes? ¿La has visto?

—Sí, yo también tengo que contarte…

Louis le explicó lo sucedido sin omitir el papel de Louise Moillon.

Cuando Louis hubo terminado, Gaston permaneció silencioso largo rato.

—¿Quién es esa mujer que lleva una daga en su pierna al estilo de los espadachines italianos?

—No lo sé, Gaston. Ella no ha intervenido por azar, de eso estoy seguro. Creo que me seguía para protegerme.

—¿Un ángel de la guarda? Los jesuitas nos han enseñado que los ángeles no tienen sexo. Ahora bien, el tuyo gozaba de generosos atributos de mujer. Y una mujer bellísima, por cierto.

—En efecto, no es un ángel. Muy al contrario —replicó Louis sombríamente—. ¡Y además, es hugonote! Ni se te ocurra enamorarte de ella, amigo mío, porque no sólo está casada sino que va armada y es peligrosa.

—¿Pero por qué iba ella a protegerte?

—Creo adivinarlo. Está al servicio de Abel Servien.

—¡No entiendo nada! ¿Por qué se interesa Abel Servien por ti? ¿Y cómo sabía que arriesgabas algo? ¿Y por qué no me ha protegido a mí? —se quejó Gaston, finalmente encantado de estar vivo aunque siguiese muerto de frío.

—Entiendo tanto como tú lo que ha pasado. Debo reflexionar en lo que ha sucedido esta noche.

—No me han matado, Louis —observó Gaston después de un silencio.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué no me han matado?

—¿Y por qué iban a matarte? Creo que querían saber lo que sabes, lo que sé yo, por qué fuimos al Hazart. Son los encargados de ese garito, o burdel, los que nos han atacado. Tampoco es seguro que esto tenga relación con nuestro asunto.

—Tienes razón; habrían venido más tarde, tal vez contigo, de noche, quizás. Pero después de habernos interrogado nos habrían matado —se estremeció al decir estas palabras.

—Sin duda.

Llegaron a casa de Gaston.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, ahora ya estoy bien. Mañana por la mañana, estaré en el Grand-Châtelet a las cinco. A las seis, con mis arqueros, visitaré el garito del Hazart. La Belle Gueuse tendrá que explicarse. No me gusta hacer sufrir a las mujeres, pero no dudaré en pedir para ella la cuestión previa.

Pero nada de aquello ocurriría.