4

Viernes 6 y sábado 7 de noviembre de 1643

Aún no habían dado las siete en Saint-Germain-l’Auxerrois y seguía reinando la noche cuando Louis y Gaufredi entraron en el lóbrego despacho de Gaston. El comisario y La Goutte los esperaban, sin poder disimular su impaciencia.

—¡Por fin, Louis! Se acabó lo que se daba. ¡Ya tenemos a nuestro espía!, ¡es el despistado!

Louis abrió unos ojos como platos, en un semblante a la vez estupefacto y dubitativo:

—¿Estás seguro?

—¡Completamente! —afirmó Gaston, en tono perentorio—. Déjame que te diga primero que La Goutte siguió al sobrino de Rossignol hasta su casa y no observó nada anormal en su comportamiento. Pero yo…

Alzó el índice con el gesto típico del sabelotodo.

—Bueno, ¿y a qué esperas? Cuéntame —propuso Louis sentándose en la única silla sólida mientras Gaufredi permanecía de pie, cerca del ventanuco, como de costumbre.

—Tú primero —sugirió Gaston, que deseaba prolongar el placer de su éxito—. Cuéntanos mejor lo que hizo ese hugonote que tan pérfido te parecía…

Ni que decir tiene que el amanuense que Gaufredi había seguido no le interesaba en absoluto. Tenía ganas de burlarse y de mostrar su ventaja.

Louis se encogió de hombros con indiferencia, pese a todo algo violento.

—Bueno, pues yo no he descubierto gran cosa, salvo que vive en una hermosa casa de la calle Traversière, perteneciente a su cuñado, un tratante de madera que se casó con su hermana. Ella es pintora. Rossignol tiene un cuadro suyo en el despacho, una hermosa pintura, por cierto. Tiene también otro hermano llamado Isaac.

—¿Y eso es todo? ¿Ya está? —ironizó Gaston con tono afectado.

—Todo. ¡Ah, no! Espérate, que se me olvidaba, también me he comprado un par de botas…

Mostró sus pies levantando ambas piernas.

Gaston observó las botas pensando que también él necesitaba cambiar las suyas, al mismo tiempo que enarcaba una ceja inquisitiva, sin saber muy bien adonde quería llegar su amigo.

—… en el taller de un remendón situado justo enfrente de la casa de Garnier —prosiguió Louis—. Deberías ir allí, no son caras, y son muy cómodas.

Se calló un instante, para añadir luego más serio:

—Pero deberías escuchar también el relato de Gaufredi. Creo que lo que le pasó a él es interesante.

—¿Habéis descubierto algo, Gaufredi?

—No lo sé, señor —respondió el reitre—. Sólo que el hombre al que yo seguía, el hombre del manto carmesí, intentó despistarme para meterse en casa de un librero.

—¡En casa de un librero!, que, como todo el mundo sabe, son peligrosos espías. Vuestro hombre habrá entregado a ese tendero escritos sediciosos. Ya sabemos de los tejemanejes de los libreros y los impresores de París con España para atraerse la benevolencia de la Inquisición y evitar así acabar en la hoguera —ironizó Gaston.

—No te burles, Gaston —replicó gravemente Louis—. Ha habido demasiados libreros condenados y torturados en la plaza Maubert.

El comisario se tragó su sonrisa.

—¿Entonces era en la plaza Maubert?

—Sí, señor.

—¡Vaya! Contádmelo todo, sin omitir detalle —ordenó con un tono en el que no quedaba ni pizca de chanza.

Era el policía el que acababa de hablar.

Cuando Gaufredi hubo acabado, Gaston balanceó un instante la cabeza, gesto que en él era un signo de interés y perplejidad.

—Nada prueba que ese hombre haya querido disimular su visita a una librería —dijo finalmente.

—Pero ¿por qué utilizar ese subterfugio? —preguntó Louis.

—Quizá porque se percató de que Gaufredi lo seguía y simplemente se asustó. No ignoráis, Gaufredi, y no os ofendáis, que vuestro aspecto es muy inquietante. Si no os conociese y os descubriese a mis espaldas, haría todo lo posible para deshacerme de vos.

Gaufredi se echó a reír con ganas y Louis lo imitó.

—Es, en efecto, un punto de vista que habrá que tener en cuenta.

—Y puede haber muchos otros —prosiguió Gaston—. Por ejemplo, que Chantelou haya pasado por ese patio porque quería ver a un amigo y, no hallándolo, hubiese vuelto sobre sus pasos por la otra calle.

Esta vez fue Louis quien hizo una mueca dubitativa.

—Y a propósito, ¿conoces a ese librero? —le preguntó Gaston—. Después de todo, eres tú quien frecuentas las librerías y quien conoce mejor ese mundo, tras haber pasado tanto tiempo redactando contratos de edición.

En los primeros tiempos de la edición, los libros eran impresos por cuenta de los autores y depositados en casa de los libreros, que eran meros intermediarios, y el autor seguía siendo el propietario de su obra.

Pero rápidamente los impresores, que se dedicaban sobre todo a la impresión de textos antiguos, griegos o latinos, compraron textos modernos a autores vivos. Los contratos eran redactados ante notario. Ésa había sido durante mucho tiempo la especialidad de Louis en el despacho de su padre, sobre todo de aquellos contratos cuya preparación era especialmente compleja.

En efecto, era imposible publicar un libro sin que fuese aprobado por la universidad, es decir, por las autoridades eclesiásticas parisinas. La forma de dicho permiso había evolucionado con el tiempo y, tras las ordenanzas para la librería editorial de septiembre de 1563, un libro no podía aparecer en Francia hasta no haber obtenido una autorización real sellada con el gran sello del canciller.

Dicha aprobación se llamaba «privilegio real». En contrapartida, protegía al autor de cualquier plagio o imitación fraudulenta durante algunos años.

Las ordenanzas para la librería, de enero de 1629, comúnmente llamadas «Código Michau», formalizaban el dispositivo de vigilancia del libro sin menoscabo de los censores nombrados por el canciller, encargados de examinar todas las demandas de privilegio. Las obras que pretendían ser editadas debían también obtener el beneplácito de los síndicos de la Librería, muchos de los cuales estaban reagrupados en una temible y misteriosa sociedad secreta: la Cofradía del índice.

Salvados esos obstáculos, y habiendo obtenido el privilegio real, el autor podía cederlo, por contrato notarial, a un impresor, a cambio de una suma a tanto alzado dependiendo de su reputación de escritor. Evidentemente, si la obra se revelaba un éxito, ¡el impresor recogería él solo el beneficio!

En todos los casos, la suma tasada resultaba módica. Louis se acordaba de que en 1636 su padre le había contado que Benserade[30] no había recibido más que 150 libras por su tragedia Cleopatra y que a Jean de Rotrou[31], ese mismo año, le habían pagado 750 libras por cuatro obras.

—El librero se llama Charles de Bresche, y su tienda, Aux Armes de Rome, aunque yo nunca he oído hablar de él —aclaró Louis—. Pero me propongo hacerle una visita…

—Que no servirá de nada —sonrió Gaston con suficiencia—. Bueno, y ahora, ¿quieres oír lo que ha hecho nuestro despistado esta noche?

—Es tu turno —suspiró Louis.

—En primer lugar, ¡Claude Habert vive en la hostería de Holanda! —anunció Gaston a bombo y platillo.

Como nadie reaccionaba, repitió con énfasis:

—¡De Holanda! Un establecimiento frecuentado esencialmente por holandeses.

—Pero si trabajase para ellos —preguntó Louis—, ¿crees que sería tan estúpido como para alojarse allí?

Gaston se encogió de hombros.

—Esos tipos no siempre piensan en todo. Pero no acaba ahí la cosa… Después de entrar en casa y cambiarse, salió para ir a un garito: el Hazart.

—¿Juega? —se sorprendió Louis.

—Sin duda. Pero te confieso que no estoy muy seguro de que haya entrado en ese garito. Lo que es importante es que esa casa de juego la regenta la señorita Françoise de Chémerault…

El comisario hizo un silencio efectista para subrayar la importancia del hecho.

—¿Quién es Françoise de Chémerault? —preguntó Louis alzando las cejas.

Gaston suspiró.

—¡Pero tú en qué mundo vives! ¿De verdad no has oído hablar nunca de ella?

—Te juro que no.

—Pues verás: Françoise de Chémerault procede de una vieja familia arruinada de Poitou, los señores de Barbezière. Llegó a París hace unos años con una mano delante y otra detrás. Se decía entonces que tenía por todo bien un asno y su belleza. Pero era una belleza increíble. En particular, una melena rubia tan abundante que sus admiradores la comparaban con una cascada de oro. Debido a su esplendor, obtuvo el sobrenombre de la Belle Gueuse[32] Nuestra amiga tenía cuatro hermanos y venía a París a hacer fortuna, de modo que se presentó al hombre más poderoso de Francia para ponerse a su servicio, mientras que su hermano era paje en su casa.

—¿Richelieu?

—En efecto. El Gran Sátrapa adoraba a las mujeres, ya lo sabes. Cayó bajo su encanto y, habida cuenta la vieja nobleza de la dama, se le otorgó el cargo de dama de honor de la reina. Hablamos de la época en que la señora de Hautefort era la favorita del rey.

—Una ascensión rápida —observó Louis.

—Sin duda, pero había gato encerrado en aquella gratificación, un precio que habría que pagar de alguna forma, como para todos los que venden su alma al diablo. Sabes mejor que yo que Richelieu jamás hace un regalo. De modo que se convirtió en la espía del cardenal, a quien repetía fielmente lo que se decía y hacía en el entorno íntimo de la reina. Y luego, la señora de Hautefort cayó en desgracia[33] y la Belle Gueuse con ella. ¿Traicionaba Chémerault a Richelieu? Se rumorea que había sido seducida por el encanto del Caballerizo Mayor y que estaba informada de la conspiración que preparaba Cinq-Mars. Por amor, no se lo habría contado a su amo. Sea como fuere, el cardenal ya no tenía confianza en ella y la envió al convento del Cherche-Midi, y luego al exilio en su casa natal del Poitou. Pero a la muerte del Gran Sátrapa, la Chémerault, como muchos otros caídos en desgracia, volvió a París. La reina se había opuesto al principio, enterada del triste papel de su dama de compañía, pero la Belle Gueuse tanto le suplicó —haciéndole saber que estaba en la miseria y que no venía a la capital más que a buscar marido— que la buena de la regente por fin acabó cediendo.

—¡La proverbial largueza de la regente! —observó Louis con una sonrisa irónica.

—En efecto. Le ha prohibido, sin embargo, aparecer por el Louvre y por la corte, pues no podía olvidar que la Belle Gueuse no era, en suma, más que una espía. Ahora bien, tras unos meses, la señorita de Chémerault, financiada por no se sabe quién, abrió ese garito, el Hazart, donde vi entrar a tu amanuense.

—Una persona interesante —reconoció Louis tras un breve instante de reflexión—. ¿Cómo has sabido todo eso?

—Me fui a ver al comisario del barrio tras dejar el Hazart —confesó Gaston muerto de risa—. Pero no para ahí la cosa; verás: como todo establecimiento de juego, ese garito debería estar fuertemente vigilado; sin embargo, el teniente de policía ha recibido orden de no interesarse demasiado, pues se habla de un matrimonio entre la Belle Gueuse y el señor de La Bazinière, el tesorero de la Corona. Al parecer ya es su amante, y si las bodas no se han celebrado todavía es porque el señor de La Bazinière desea que la señorita de Chémerault sea de nuevo admitida en la corte. Para ello, la Belle Gueuse, que tiene una bien ganada reputación de joven ladina, aparece en todas partes vestida muy sencillamente, en actitud melancólica y reservada.

Gaston hizo una pausa antes de reanudar su historia:

—Debo hablarte también de sus hermanos. Hay dos particularmente temibles: Charles de Barbezière, el mayor, y François, el más joven. François pertenece a un regimiento de Enghien, pero Charles está en París. Se las da de caballero, pues dice haber recibido la orden de Malta, pero, siendo su familia tan pobre, se ha quedado sin cargo ni función. Hoy es un espadachín dispuesto a todo para que su hermana triunfe. Es un hombre muy peligroso. Y, para acabar, ¿sabes quién frecuenta ese garito? ¿A quién vi ayer con mis propios ojos?

Louis sacudió negativamente la cabeza.

—¡A Claude de Mesmes, conde de Avaux y superintendente de Hacienda! —anunció triunfante Gaston—. ¡Uno de los plenipotenciarios elegido por Mazarino para el congreso de Münster!

Louis permaneció en silencio, reconociendo gustoso que Gaston había descubierto una pista sorprendente. Ahora la pregunta que cabía hacerse era ¿por qué había ido Claude Habert a ese establecimiento? ¿Para encontrarse con Claude de Mesmes? Eso no tenía ningún sentido. ¿Para jugar, simplemente? No era imposible. Louis sabía que las gentes diestras con los números utilizaban con frecuencia su ciencia para tratar de ganar en los juegos de azar. Pero muy bien podría ser para encontrarse con un diplomático extranjero, asiduo del garito, a quien le habría entregado el falso despacho. En ese caso, Gaston tenía razón, él era el Judas.

—Eso no es todo —intervino de nuevo Tilly—. Mi amigo el comisario me dijo también, de forma estrictamente confidencial, que el Hazart no es sólo un establecimiento de juego. Es también un burdel mantenido por la Belle Gueuse para gentes de calidad de la corte.

—¡Un burdel! No he estado nunca en un burdel —ironizó Louis—. ¿Por qué no vamos a visitarlo?

—Ahora mismo iba a proponértelo —dijo Gaston riéndose—. Me muero de ganas de encontrarme con tan bella dama.

Recuperando la seriedad, analizaron los pormenores del relato de cada uno. Louis interrogó varias veces a La Goutte buscando detalles ínfimos, pero parecía claro que Charles Manessier no se había encontrado con nadie a quien entregar el despacho, a no ser, claro, que su cómplice fuese un carnicero o un panadero. Por el contrario, el origen de su aparente riqueza suscitaba muchos interrogantes y Louis se prometió enterarse y darles respuesta.

Así las cosas, la pista de el Hazart parecía la más prometedora.

El comisario recordó entonces que debía acudir a la audiencia criminal y que ya iba con retraso. Louis lo invitó a cenar al día siguiente en la casa familiar y, de paso, le haría el favor de llevarle el zurrón y el sombrero, que seguían en el despacho de su amigo, después de lo cual decidieron ir juntos al Hazart.

Durante dos horas, Gaufredi rehízo el itinerario de Manto carmesí, como llamaba al polígrafo al que había seguido.

Caballeros ambos en sus monturas, el reitre indicó a su amo la librería de la calle Maubert, el pasaje del patio que daba a la calle Bièvre, luego el soportal de la calle des Rats, que conducía al patio interior y a la escalera de madera donde se alojaba sin duda Guillaume Chantelou. Suponiendo que, en efecto, él fuese Manto carmesí.

De modo que, antes de nada, Louis quería asegurarse de que Manto carmesí era el pariente de Sublet des Noyers. Tras pedir a Gaufredi que se alejase —el viejo reitre era fácilmente reconocible—, esperó a pie, bajo el porche, a que se presentase alguien. Al cabo de unos minutos, una matrona seguida de un muchacho entró para dirigirse a la escalera de madera.

—Señora —la interpeló desde la sombra—, vengo de la abadía de Saint-Victor y busco al señor Chantelou.

—Vive aquí —respondió ella—. ¿Qué le queréis?

—Tengo que entregarle una carta.

—Dádmela a mí y yo me encargo de entregársela. Somos vecinos —aseguró, señalando el piso con un ademán.

—No es posible. Tengo que entregársela en mano.

—Trabaja en el Palacio Real y suele volver al anochecer —respondió ella encogiéndose de hombros—. Tendréis que volver más tarde.

Louis le dio las gracias antes de alejarse. Sin duda la vecina hablaría a Chantelou de su visita, pero había permanecido envuelto en su capa gris y con el sombrero hundido hasta las cejas. El porche estaba oscuro y la mujer malamente podría describirlo. Por otra parte, había desfigurado su voz. Aun en el improbable caso de que Chantelou fuese a Saint-Victor para informarse sobre aquella visita misteriosa, nada le dirían.

Fronsac se reunió con Gaufredi, que lo aguardaba más lejos. El viejo reitre escuchaba el ritornelo del estribillo de un pregonero de vino. Ataviado con una casulla bordada de oro con flores de lis, adornada con un san Cristóbal en la parte delantera —el uniforme de su cargo—, el veredero pregonaba a grito pelado, agitando una campanilla:

¡Al rico vino tinto!,

¡al fresco vino blanco!,

¡si vas al Buisson Ardent,

la pinta a dos blancas puedes beber!

Desde la Edad Media, los pregoneros del vino recorrían así las calles para advertir al público cada vez que un tabernero trasegaba una nueva barrica. Los pregoneros del vino, oficiales municipales, pagados con cuatro denarios al día, que ostentaban un cargo y su correspondiente uniforme, estaban encargados no sólo de anunciar el espiche de los toneles de vino, sino también de medir las cantidades despachadas por las tabernas a su cargo.

—Ya que acaban de abrir una barrica en ese figón —le dijo Louis a Gaufredi—, podemos ir allí a cenar y beber un buen vino.

Interrogaron al pregonero para conocer el lugar en donde se hallaba la venta y, siempre a caballo, se dirigieron al Buisson Ardent.

La taberna estaba situada del otro lado de las murallas en ruinas, no lejos de la abadía que se alzaba a un centenar de toesas de la puerta de Saint-Victor. Les sirvieron una copiosa comida regada con clarete de Meudon y, cuando hubieron apagado su sed y saciado su hambre, Louis decidió volver a pie a la librería Aux Armes de Rome.

—Lo mejor será dejar nuestras monturas en la caballeriza de la taberna y que entre yo solo —decidió—. No pienso correr ningún riesgo; tú te quedarás en las proximidades. Si no salgo al cabo de un cuarto de hora, intervienes. Confío en ti.

Gaufredi manifestó con una mueca su desacuerdo, pero no le quedó más remedio que reconocer que si acompañaba a su amo, y Chantelou había descrito a su seguidor al librero, sería identificado fácilmente. El viejo reitre aceptó, pues, esconderse con disimulo en un oscuro rincón de la plaza donde no perdería de vista el establecimiento Aux Armes de Rome.

Los libreros estaban obligados a residir en el barrio de la Universidad por gozar de los mismos derechos que los profesores. Muchos se habían instalado en la calle Saint-André-des-Arts, donde se hallaba la iglesia de su cofradía; otros tenían sus tiendas en la calle Saint-Jacques. Desde principio de siglo, algunos habían obtenido el privilegio de abrir su tienda en la gran galería del Palacio. Era el caso de Pierre Rocolet con el establecimiento Aux Armes de la Ville o el de Guillaume Loyson, en cuyo letrero se leía Nom de Jesus.

Aux Armes de Rome era la única librería de la plaza Maubert, debido a que era un lugar de infausto recuerdo para la profesión desde que los jueces de la Universidad habían quemado allí a Étienne Dolet[34] por haber impreso libros considerados heréticos. Asimismo, unos años más tarde, habían quemado a tres protestantes después de que el verdugo les hubiese cortado la lengua. Y a partir de entonces la plaza se había dedicado para la ejecución de las penas de los libreros o los impresores condenados por la Universidad.

Louis reflexionaba, al entrar en la tienda, que los libreros pagaban un precio muy alto por difundir el saber. ¿Por qué extraña asociación las preciosas de la tertulia de la marquesa de Rambouillet llamaban a las librerías «cementerios de vivos y muertos»?

El establecimiento estaba formado por dos piezas sucesivas, sólo una parte de cuyos muros estaba cubierta de estanterías. En las paredes exentas, eran cuadros lo que había expuesto. Sobre todo dominaban los temas bíblicos y religiosos.

El librero salió de la segunda pieza —sin duda la trastienda— al oír entrar al cliente. El exnotario quedó sorprendido. Se esperaba a un hombre de edad provecta, como muchos de los que conocía, pero tenía ante él a un joven fuerte, de cabellos rizados y mirada viva y chispeante, con una perilla y bigotes recortados en cuadrado siguiendo la moda de los gentileshombres italianos.

—Señor —saludó el librero, inclinándose muy ligeramente, marcando así su respeto hacia el visitante pero rehusando mostrar ninguna clase de servilismo.

—Señor —correspondió Louis, inclinándose a su vez— soy notario y me han hablado de vuestra librería en la galería del Palacio. Me han hablado mucho y bien.

—Me he hecho cargo de la librería de mi padre hace unos meses —explicó con amabilidad el joven—. Me comunicaron su muerte cuando estaba en Italia.

—¿Roma? —preguntó Louis examinando una Vida de hombres ilustres, impresa por Sébastien Cramoisy, que se hallaba en un anaquel.

—En efecto, he traído muchas obras de la ciudad eterna, así como unos cuantos cuadros que podéis ver en las paredes.

—De muy buena factura —juzgó Louis posando el libro y observando las pinturas—. ¿Y qué libros habéis traído de Roma?

—Sobre todo textos de iglesia, señor. Biblias, libros de horas e incluso misales. Mirad, aquí tengo unos libritos de misa a precio módico; los vendo sobre todo a gente del barrio, pues son obritas que se deslizan fácilmente en un bolsillo y que permiten orar en cualquier momento.

—Veo que también tenéis un bello volumen del señor Cramoisy, ¿lo conocéis?

—A veces voy a su tienda, en la calle Saint-Jacques, cuando mis clientes me piden libros griegos o latinos de la época. El que tenéis en vuestras manos procede de la Imprenta real del Louvre, del cual es director.

Louis asintió con la cabeza. Las preguntas no obedecían a otra cosa que a averiguar si el joven era realmente librero. Y ése parecía ser el caso.

—Mi esposa lee sobre todo novelas —dijo Louis con indiferencia—, esas «agradables mentiras», como se les llama en el salón de Arthénice[35]. ¿Tenéis alguna?

—Muy pocas. Pero puedo conseguirlas y hacéroslas llegar.

—Me gustaría regalarle un libro de «La señorita de Scudéry».

—¿Le gustan esa clase de novelas?

—Mucho.

—Entonces, tengo algo mucho mejor que «La señorita de Scudéry». ¿Queréis verlo?

Se encaramó en la escalera para bajar tres volúmenes en cuarto.

—Aquí tenéis dos novelas de Charles Sorel, señor de Souvigny. En ésta, El pastor extravagante, Sorel idea unos espejos mágicos que permitirían ver a distancia y espiar la vida privada de los vecinos. ¡Qué imaginación! ¡Como si tales máquinas pudiesen ser verosímiles! En esta otra, titulada El correo verdadero[36], va todavía más lejos: Sorel narra un viaje por tierras australes cuyos pueblos disponen de una especie de esponjas que les permiten comunicarse a distancia.

Louis, intrigado, tomó el libro publicado por Toussainct du Bray, en la calle Saint-Jacques, y leyó un extracto:

«Algunas esponjas retienen el sonido y la voz articulada, como las nuestras lo hacen con los líquidos: de suerte que, cuando quieren mandarse algo, o charlar desde muy lejos, no tienen más que hablar cerca de una de esas esponjas y luego enviárselas a sus amigos, quienes, una vez recibidas, las oprimen suavemente, haciendo salir las palabras que tienen dentro, y enterándose por tan admirable medio de todo lo que sus amigos desean».

—¡Asombroso, en efecto! —exclamó—. Si tales esponjas pudiesen existir, ¡cuánto cambiarían nuestras vidas! ¡No tendríamos ya que escribir enojosas cartas!

—También tengo Las galanterías del duque de Osuna, virrey de Nápoles, del señor Mairet, una edición de Pierre Rocolet. A mis clientes les ha gustado mucho este último título, aunque no sea más que una comedia en verso.

—¿Cuál es vuestro precio? —preguntó Louis interesado en la obra.

—Muy razonable, puedo mandaros estas tres obras a casa. Que vuestra esposa elija la que le plazca y me devolvéis las que no quiera, con el pago correspondiente.

—Eso sería muy cortés. ¿Podría tenerlos el sábado por la tarde?

—Por supuesto.

—Entonces, de acuerdo. Me llamo Louis de Fronsac, y el despacho de mi padre está en la calle des Quatre-Fils. Todo el mundo lo conoce en el barrio, es uno de los primeros de París.

El joven librero ni se inmutó ante estas palabras. Se limitó a bajar la cabeza en señal de conformidad.

Louis se quedó todavía un momento examinando otras obras. Buscaba discretamente esos librillos de profecías o los memoriales de cábalas publicados por los que alentaban desórdenes, pero no veía nada comprometedor. Hizo unas cuantas preguntas más y se quedó completamente convencido de que el hombre era no sólo un auténtico librero sino que conocía perfectamente su oficio. No formaba parte de esos mercachifles de surtido que vendían almanaques y panfletos. No parecía un espía, y, si Chantelou había entrado en su casa, con lo santurrón que era, sin duda había sido para comprar un libro de misa a fin de orar «en cualquier momento».

Fronsac se reunió con Gaufredi y volvió a la calle des Quatre-Fils mucho más tranquilo. Al llegar al patio del despacho se llevó la sorpresa de descubrir su carroza y a los hermanos Bouvier trasteando maletas. Julie acababa de llegar.

La encontró en la biblioteca en compañía de su madre y de Jean Richepin, el administrador de la casa, que ya había ordenado instalar una mesa del guardamuebles, así como un gran cofre para sus maletas y un servicio de tocador completo.

—No podía esperar más —dijo Julie con una sonrisa—. Hemos salido esta mañana, pero no lo bastante pronto, ¡vive Dios! Había tanto que hacer antes de partir, y sobre todo debía preparar nuestra ropa para una larga estancia. ¡Vaya! ¡Pero si te has comprado unas botas!

—Sí, ya te contaré. ¿Dónde está Marie?

—La señora Mallet le está enseñando el altillo, donde va a dormir. Luego vendrá a ordenar nuestras cosas. En cuanto a Nicolás, se está ocupando de los caballos.

—Hijos míos —dijo la señora Fronsac—, os esperamos para la cena en un par de horas. La serviremos en la pieza de al lado. Tenéis tiempo de instalaros cómodamente.

Hizo una seña a Richepin de que debían retirarse. Los recién casados tenían muchas cosas que decirse.

Louis contó a su esposa, como solía hacer en todas sus investigaciones, lo que había descubierto durante aquellos dos días (aunque era Gaston quien lo había descubierto todo, precisó con una pizca de despecho). Evidentemente, la próxima visita de su marido al garito de la señorita de Chémerault, del que no le había ocultado que tal vez fuese un burdel, no le hacía mucha gracia a Julie de Vivonne. Pero se tranquilizó sabiendo a su esposo en compañía de Gaston.

Louis le había dicho también que un librero le llevaría algunos libros. Para él era la última constatación de la seriedad de la tienda, pero a Julie le gustaban tanto las novelas que aceptó con placer jugar al juego de elegir uno.

El sábado hacia el mediodía se presentó Gaston. Llegaba a la carrera y algunos lo habrían podido tildar de «panza al trote», como se decía de los que llegaban antes de tiempo a la comida a la que estaban invitados, pero le gustaba tanto la cocina de la señora Fronsac que por nada del mundo se arriesgaría a llegar tarde.

El comisario llevaba consigo el jubón de seda de Louis, así como el sombrero de su padre. Julie se los confió a su doncella para que los cepillase cuidadosamente, a fin de que su esposo pudiese llevarlos cuando volviese al garito de la Belle Gueuse.

Durante la cena, Gaston refirió a Louis y a Julie noticias del barón de Montauzier, que había sido hecho prisionero dos meses antes en Alemania.

Charles de Sainte-Maure, barón de Montauzier, era un joven de veintiocho años prometido a Julie de Angennes, la hija de la marquesa de Rambouillet, a la que cortejaba desde hacía varios años. Exactamente desde que su hermano mayor, que tenía que haberse casado con Julie de Angennes, había muerto.

Louis le profesaba una sincera amistad, aunque Montauzier detestaba a Vincent Voiture tanto como al marqués de Pisany, sus dos mejores amigos en casa de los Rambouillet. Fronsac nunca había sabido las razones de la enemistad entre Pisany y Montauzier: ambos experimentaban un profundo sentimiento por Julie de Angennes, la «princesa» Julie, como la llamaba Voiture. Y ambos eran igualmente rechazados por la joven.

De hecho, Louis era uno de los raros amigos del barón, famoso por su difícil carácter. Montauzier tenía, en efecto, un espíritu de contradicción exacerbado que exasperaba a todos los que se le acercaban. Le encantaba llevar la contraria a toda cuanta afirmación se hiciese, llegando incluso a la ruptura para hacer triunfar lo que juzgaba ser su derecho[37].

Pero ese defecto no contaba para Louis, que apreciaba sobremanera las cualidades del joven: su honestidad, su fidelidad a sus principios y a su rey y, sobre todo, su generosidad. ¿Acaso no había sido él el primero en aconsejarle que pidiese la mano de Julie de Vivonne, cuando no era más que un simple notario y pensaba que no tendría ninguna oportunidad de ser aceptado por el marqués de Rambouillet?

Montauzier tenía otra cualidad: poseía una sólida cultura científica, algo poco frecuente en la nobleza, que le permitía sentar cátedra en un sinfín de controversias eruditas debatidas en los salones preciosistas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Louis con inquietud—. La última vez que vi a Charles fue a finales de enero. Fuimos juntos al teatro, ¿te acuerdas, Julie?

—Claro que sí. Fuimos a ver una farsa de Poquelin, El médico cornudo, en el frontón de los Métayers. ¡Nos reímos muchísimo!

—El barón ha tenido que enrolarse en la nueva campaña del ejército de Guébriant —explicó Gaston—. Sin duda para cosechar un poquito de esa gloria que le permitiría al fin ser apreciado por Julie de Angennes. De modo que reunió al ejército al final de la primavera. Significó su mal. Acordaos de que cayó enfermo…

»En primavera, Enghien fue de victoria en victoria. Nosotros también pusimos nuestro granito de arena en Rocroy, ¿verdad, Louis? Pero nuestro segundo ejército, el de Alemania, no cosechó tanto éxito. Ya sabes que el envite, allí, es asegurar nuestro dominio sobre la Alsacia y confiscar definitivamente la Lorena al duque Charles, que nos ha traicionado. Para ello, había que llevar la guerra más allá de la Selva Negra, y ésa era la misión del ejército de Guébriant. A finales del año pasado, desgraciadamente, fue rechazado en Alsacia por Mercy de Argenteau, que comandaba las tropas austríacas. Para salir de esa trampa, Guébriant pidió refuerzos y, en verano, Enghien le dio cinco mil hombres al mando del general Rantzau[38]. Es el contingente que reunió a Montauzier, en compañía de los duques de Vitry y de Noirmoutier, que comandaban la infantería.

»Frente a Guébriant y a Rantzau, que no son genios militares, sólo se encontraban Mercy de Argenteau y, sobre todo, Jean de Werth, que sí lo es. Guébriant, herido y aquejado en otoño de gangrena, acaba de morir. Rantzau, habiendo tomado el mando, creyó que podría conquistar fácilmente Tüttlingen, a orillas del Danubio. Estaba convencido de haber tomado todas las precauciones para un sitio victorioso, pero había subestimado a Jean de Werth, quien se internó por un desfiladero desprovisto de vigilancia y cayó de improviso sobre nuestras tropas un día de niebla. Fue una carnicería espantosa, seguida de una horrible desbandada. Perdimos dos mil hombres y nuestro ejército huyó. Los que se batieron: Montauzier, Vitry, Noirmoutier, fueron hechos prisioneros y remitidos al duque Charles de Lorena. Sé que Mazarino negocia secretamente su liberación. Contra un jugoso rescate, por supuesto. Se habla de que el barón ha tenido que pagar diez mil escudos.

—¿Montauzier está herido? —se inquietó Julie.

—Lo ignoro.

—Tengo que ir a ver a mi prima y a mi tía —decidió—. Deben de estar muy angustiadas.

—¿Por qué no vas esta tarde? —le propuso su esposo—. Nicolás nos llevará al Hazart, en la carroza pequeña de mi padre. Gaufredi o uno de los hermanos Bouvier podría acercarte al palacete de Rambouillet…

—Me parece muy bien —dijo Julie—. Le diré a mi tía que irás a verla más adelante.

—Puedes prometérselo, en efecto. Pero no le cuentes las verdaderas razones de mi venida a París.

Gaston y Louis se presentaron en el Hazart a media tarde. Se habían vestido ambos con gran elegancia, pues ignoraban cuáles eran las condiciones para entrar en tan lujoso garito. Si el superintendente de Hacienda era un asiduo del Hazart, la clientela de la sala de juego debía de ser particularmente distinguida; y desde luego no permitirían la entrada a cualquiera. Por supuesto que Gaston, en calidad de comisario, podía forzar la puerta, pero no les interesaba en absoluto, puesto que querían pasar por simples jugadores.

Nicolás los dejó a unos pasos de la puerta. Ya había varias carrozas estacionadas en la calle obstruyéndola por completo.

Caminando de puntillas por la calle no pavimentada tratando de no manchar demasiado el calzado, se acercaron al portero, que los dejó pasar sin preguntarles nada, junto con otras tres personas que Louis no conocía.

Se encontraron en un amplio vestíbulo del que partía una escalinata de gala, de mármol y hierro forjado. En el techo, una araña de cristal brillaba con mil luces. Las paredes se hallaban enteramente pintadas de escenas mitológicas, debidas aparentemente a un aplicado discípulo de Simon Vouet.

Hacían guardia en tan lujoso vestíbulo tres o cuatro criados de una anchura de espaldas impresionante, una especie de mayordomo afeminado que lucía una espada de parada, y un petimetre de mirada dura. Una cicatriz, oculta en parte por un espeso bigote y una perilla cortada en «cola de pato», le atravesaba desde la mejilla derecha hasta el cuello.

Al mismo tiempo que Louis y Gaston, habían entrado una pareja y un hombre que iba solo. El mayordomo los saludó inclinándose profundamente y las tres personas subieron con prisa la escalera, para dirigirse, sin duda, a las salas de juego.

Gaston y Louis iban a secundarlos cuando el petimetre se acercó a ellos con broncos andares para impedirles el paso. El hombre llevaba una pesada fisberta de duelista bajo su jubón atado con cordones de cuero. Con un tintineo de las espuelas de cobre de sus botas, se detuvo delante de ellos sin destocarse de su empenachado sombrero de ala ancha.

—Señores, no tengo el honor de conoceros —dijo, inclinando apenas la cabeza.

Su elocución era grave, reposada y ligeramente amenazadora.

—Yo me llamo Gaston de Tilly —declaró el comisario con el tono seco del que habla a un inferior, y éste es mi amigo el marqués de Vivonne. Hemos oído hablar del Hazart y hemos venido por curiosidad.

El espadachín los observó con arrogancia antes de declarar:

—¡Cuánto siento que os hayáis molestado, señores! (Era evidente que no creía una palabra de lo que decía). Pero mi hermana no recibe más que a los amigos que conoce personalmente.

«¡Vaya! —pensó Louis—. ¡Conque éste era Charles de Barbezière, el caballero de Chémerault!» Aquel hombre le desagradaba profundamente. Reprimió las ganas que tenía de responderle, pues, para tener paso franco, adivinaba que deberían llegar a algún tipo de componenda.

—¿Sois el hermano de la señorita de Chémerault? —preguntó amablemente.

—¿Conocéis a mi hermana? —preguntó el espadachín con un guiño que subrayaba su perplejidad.

—No tengo ese honor, caballero, pero sí a muchos amigos, asiduos de la casa, que la estiman y le son muy cercanos.

Señaló la escalinata.

—Volved entonces con ellos —propuso Berbezière con un tono sarcástico.

—El caso es que nos apetecía jugar esta noche, señor —lamentó Louis con un tono exageradamente cortés.

Y se calló un instante antes de proponer:

—¿Por qué no esperamos un momento? Seguramente veremos llegar a algunos de nuestros amigos que responderán por nosotros si lo que deseáis son garantías.

Charles de Barbezière permaneció impasible. Era un hombre desconfiado pero calculador. Los desconocidos podían ser confidentes de la policía o espías de los enemigos de su hermana, pero también podían ser gente de calidad, útiles a su hermana para llegar a la corte. Y si así fuere, no correría el riesgo de procurarse enemigos.

—¿Por qué no? —articuló lentamente—. Hay donde sentarse por aquí. Instalaos cómodamente.

Gaston suspiró con insolencia antes de mirar a Louis con una mueca de desacuerdo. No tenía ninguna gana de quedarse de florón en casa de una mujer de dudosa reputación y aquel petimetre lo exasperaba. Pero su amigo, cogiéndolo del brazo y deshaciéndose en sonrisas, contestó:

—Aguardemos.

Los dos visitantes se instalaron en un asiento tapizado de cordobán que hacía ángulo en la puerta de entrada. Desde allí podían observar las idas y venidas. Otros visitantes hicieron su entrada y nadie salió del palacete. Gaston reconoció a muchos financieros y magistrados, así como a algunos oficiales de palacio. Tampoco faltaban extranjeros, italianos sobre todo, reconocibles por su acento y sus recargadas vestimentas.

A veces, el espadachín se giraba hacia ellos y los examinaba brevemente, sin saber demasiado qué decidir al respecto.

Al cabo de media hora, Gaston, que bullía de impaciencia por dentro, hizo comprender a Louis que perdían el tiempo. El comisario siempre había sido impaciente. Louis se levantó a regañadientes y aceptó marchar, justo en el momento en que entraba Vincent Voiture acompañado del marqués de Pisany, el hijo de la marquesa de Rambouillet.

Vincent Voiture tenía alrededor de cuarenta y cinco años. Plebeyo, hijo de un comerciante de vino, se había convertido en el poeta más renombrado de la corte. La reina lo recibía frecuentemente. Perteneciente a la casa de Gaston de Orleans, en tanto que maestresala de la Señora con una pensión de diez mil libras, era un hombre rico y respetado. Sin embargo, pese a su fortuna y su gloria, tan espiritual poeta se había convertido en amigo de Louis cuando éste no era más que un simple notario. Fue él quien, con ocasión de la firma de un contrato en el despacho de su padre, le había propuesto que lo acompañase a casa de la marquesa de Rambouillet, que los recibiría en la célebre cámara azul. Y gracias a él había conocido a su esposa Julie de Vivonne.

Bajo, pero bien proporcionado, de rostro afable, siempre empolvado, el peinado cuidado y perfumado, Voiture contrastaba con su compañero el marqués de Pisany, aunque este último fuese también de baja estatura. Es que el hijo de la marquesa de Rambouillet era feo, jorobado y contrahecho. Pese a esas imperfecciones, Léon de Angennes era el mejor de los hombres, tanto por ánimo como por valor. Era también el más intrépido de la Corneta Blanca, la enseña del duque de Enghien, y asombraba a sus compañeros por su carencia absoluta de miedo.

Tan pronto como vieron a Fronsac y a Tilly, los dos hombres se desentendieron del hermano de la señorita de Chémerault para precipitarse hacia ellos y estrecharlos entre sus brazos.

—¿Qué haces aquí, Louis? —preguntó Pisany.

—A Gaston y a mí nos apeteció venir a jugar, pero no nos han dejado entrar.

Pisany frunció el ceño. Tanto él como Vincent Voiture eran dos jugadores empedernidos, pero ignoraba que Louis jugase. Y lo único que sabía de Gaston es que ¡era policía! El marqués comprendió al punto que aquella visita insólita obedecía a otra razón.

Se volvió hacia el espadachín.

—Charles, ¿por qué tienen que esperar mis amigos?

—Mi hermana me pide que no deje entrar más que a sus amigos —respondió el hombre visiblemente confuso—, ignoraba que estos señores fuesen vuestros amigos.

Se inclinó en una reverencia.

—No sólo nuestros —dijo Pisany sin ocultar su enfado— sino que el señor de Vivonne lo es también del duque. Me refiero al señor duque de Enghien. También es un fiel de Mazarino y de la reina, como lo era del difunto rey. El señor de Vivonne conoce personalmente a todos los que cuentan en la corte.

El espadachín enrojeció ligeramente. Comprendiendo su error, se inclinó todavía más, apartándose para dejarlos pasar.

En la escalinata, Louis pidió a Pisany noticias de Montauzier.

—Acabo de saber que está prisionero. ¿Lo han herido? Julie debe de estar desesperada.

—¿Mi hermana? Haría falta mucho más para conmover su corazón —ironizó él—. Pero tranquilízate, Montauzier está mejor, aunque no haya alcanzado la gloria, como esperaba. A petición de mi madre, el siciliano ha negociado su vuelta contra unas cuantas partidas de especias. Debería estar de vuelta en París la semana próxima. Por eso Enghien me ha autorizado a volver antes. Él y sus gentileshombres no se irán a sus cuarteles de invierno hasta dentro de quince días.

En el amplio rellano se abrían dos puertas de doble batiente. Se detuvieron ante ellas.

—¿Podríais hacernos de cicerone? —preguntó Louis—. Lo ignoramos todo de este lugar.

—Me imagino que no vienes precisamente a jugar —aventuró Voiture con una sonrisa burlona.

—Te lo contaré más tarde. —Y, dirigiéndose a Pisany, añadió—: Iré a ver a tu madre la semana próxima. Si estás allí, te explicaré también las razones de esta visita. Lo que puedo deciros de momento es que queremos examinar lo que ocurre aquí y ver, a ser posible, a la señorita de Chémerault.

—¡A la mismísima Belle Gueuse en persona! ¡Picáis alto! —se burló Voiture con una risita—. Es un privilegio excepcional y rarísimo hablar con ella. Pero si así fuere, os llevaréis una decepción, es una mujer muy sencilla, muy agradable… y, sin duda, muy hábil. Dicen que no posee nada, pero en mi opinión tiene diez mil libras de renta en fondos de espíritu. Una riqueza que ningún acreedor podrá llevarse jamás.

—Se dicen muchas cosas de ella —insinuó prudentemente Gaston.

—En efecto. Según algunos, es mujer de virtud severa y, según otros, de virtud complaciente —intervino Pisany burlón—. Pero ya que queréis visitarla, ¡seguidnos! Es muy fácil, no hay más que dos salones en la planta: a la derecha, las cartas y los dados, a la izquierda, el chaquete (juego de tablas reales) y la ruleta.

Entraron en el salón de la derecha. Era una pieza de generosas dimensiones en la cual estaban instaladas una docena de mesas cubiertas de telas adamascadas de las cuales sólo la mitad estaba ocupada, en general por tres o cuatro personas. Jugaban a la baceta o faraón y al lansquenete. Sólo había tres mujeres. El moblaje se reducía a las mesas y algunos espejos. Un fuego crepitaba en una amplia chimenea. Varios lacayos se ocupaban aparentemente de las bujías, pero Gaston adivinó, por su envergadura de luchadores de feria, que estaban allí fundamentalmente para vigilar las partidas.

Pisany y Voiture fueron de mesa en mesa saludando a algunos conocidos, pero la mayor parte de los jugadores inclinaban simplemente la cabeza antes de enfrascarse inmediatamente en su juego. Fuertes sumas de monedas de oro, sobre todo doblones españoles, se apilaban delante de algunos. Reinaba en la sala un pesado silencio, los jugadores sólo hablaban a media voz. La tensión era palpable.

Pisany se detuvo al lado de una partida, mientras que Voiture, tomando del brazo a Louis, lo condujo hacia una ventana alejada de los jugadores:

—Hay muchos tahúres aquí —explicó—, pues pasan fuertes sumas de mano en mano; no se puede interrumpir o molestarlos. ¿Qué quieres saber exactamente?

En ese momento, Gaston, que se había quedado cerca de las mesas, se volvió hacia ellos e hizo señas a Louis para que mirase hacia una esquina de la sala. Su amigo obedeció: dos criados servían vasos de vino a un grupo de cuatro jugadores. Tomando su vaso, uno de ellos, que había permanecido hasta entonces inclinado sobre las cartas, levantó la cabeza. Era Claude Habert y no parecía en absoluto distraído, sino al contrario.

—Ese hombre de grandes orejas, que está bebiendo. El delgado de rostro pálido y enfermizo —Louis se fijó entonces en que Claude Habert iba ricamente ataviado—, ¿lo conoces? —le preguntó a Voiture.

—No, pero lo he visto otras veces. Creo que es un conocido del señor de Barbezière.

—El hermano de la señorita de Chémerault…

—Sí, el que os prohibía la entrada.

—¿Esos criados vigilan a los jugadores? —preguntó Gaston.

—Efectivamente. Es necesario, pues algunos ocultan cartas en el cinturón o en la manga. Además, al final de las partidas, son ellos quienes llaman al encargado, el cual recoge hasta la última carta y las ganancias. Todo va a la Chémerault, por supuesto.

Louis se quedó todavía un rato observando el ambiente, intentando en vano descubrir algún indicio relacionado con los despachos cifrados; Gaston hacía lo mismo. A veces, se oía un débil gemido, una interjección de despecho o de alegría.

—¿Se pierden fuertes sumas aquí? —fue la siguiente pregunta de Louis.

—Sí, pero otros amasan fortunas —ironizó el poeta— cosa que a mí nunca me ha ocurrido.

Louis echó otro vistazo a la mesa del despistado, donde había un pardillo que estaba siendo desplumado por Habert y su compañero. El polígrafo, inquieto, le lanzó una mirada de reojo. ¿Lo había reconocido?

—Creo que aquí ya lo hemos visto todo —declaró Louis a Vincent Voiture—. ¿Podemos ir a la otra sala?

Ignoraban, por supuesto, que a través de un orificio disimulado en la moldura de un gran espejo, en una pieza de servicio contigua, un hombre contrahecho los observaba con atención.

—No han venido aquí a jugar —determinó, al verlos salir de la sala. Su voz era chillona, desagradable.

—Yo no quería dejarlos entrar, señor marqués —explicaba el caballero de Chémerault—. Pero cuando el marqués de Pisany llegó y los invitó a seguirlo, no pude oponerme.

—Es una lástima —graznó entonces el enano contrahecho vestido con traje de seda—. Es una lástima sobre todo para el señor de Fronsac, que se cruza de nuevo en mi camino. ¿Pero cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué busca? No puede saber, por Habert…

—Lo ignoro, señor marqués.

—¿Sabéis que el hombre que lo acompaña, Tilly, es comisario de policía en el Châtelet?

—No, señor. Tal vez se trate de una simple visita.

—Es posible, pero no puedo quedarme con la duda. Id a buscar a vuestra hermana y que les tire de la lengua. Ella sabrá hacerlo muy bien.

La pieza contigua era más grande y en ella estaban las mesas de juego de damas, de chaquete, dos grandes boliches y una ruleta. En una recámara tres músicos interpretaban una pieza ligera a la viola.

Pisany se había quedado con los jugadores de cartas. Ellos se acercaron al boliche. Un grupito muy animado comentaba el desarrollo de la partida. Cada jugador lanzaba su tejo hacia las casillas numeradas con puntos. Tenían derecho a tres series de tiradas. Los participantes prorrumpían en exclamaciones, también en risas, lo que molestaba visiblemente a los jugadores de chaquete y de damas, alguno de los cuales protestaba de vez en cuando exigiendo silencio.

Un criado cobraba las apuestas. Otro se ocupaba de la ruleta; era allí donde las mujeres eran más numerosas. Cuando la bola se detenía en una casilla, se oían interjecciones de alegría o de cólera. Louis y Voiture saludaron a una prima de Marthe du Vigeant con la que habían coincidido varias veces en casa de la marquesa de Rambouillet.

Deambularon entre las mesas, deteniéndose un rato en la partida de chaquete, donde los espectadores apostaban sobre el juego en curso. Sobre el tablero de veinticuatro flechas se apilaban las damas negras y las damas blancas. Los dados rodaban rápidamente. En la mesa de juego, Louis no conocía a nadie, mientras que Voiture parecía muy popular.

—Aquí se puede apostar tanto por las partidas como por los jugadores —explicó el poeta a Gaston—. Por eso hay tanta gente.

De pronto, resonaron grandes voces, así como risas procedentes del rellano. Un numeroso grupo irrumpió en la sala. Voiture se volvió hacia los recién llegados. Reconociendo al que encabezaba el grupo, se precipitó hacia él.

—Señor conde —dijo, inclinándose y sacando su sombrero.

—¡Vincent! ¡Qué placer encontrarte aquí! ¡Precisamente andaba buscándote!

Gaston y Louis se habían acercado a su vez. Gaston había reconocido al conde, no así Fronsac, que no lo había visto en su vida. Su amigo le susurró:

—Es el señor de Avaux, el superintendente de Hacienda.

¡De Avaux! ¡El negociador de Münster! Estaba allí la víspera, al mismo tiempo que el polígrafo de Rossignol, se dijo Louis. ¿Y volvía hoy? ¿Podía pensarse que no era más que una simple coincidencia?

Inclinándose ante el conde, lo examinó discretamente. Avaux hacía gala de una extrema elegancia. Bajo una amplia capa de pasamanería y caireles dorados, lucía un jubón de piel bordado en oro. A través de las mangas acuchilladas se veía su camisa, cubierta de lacayos de seda multicolores. Sus calzas isabelinas eran asimismo de seda y calzaba botas altas de cuero ruso.

El séquito del ministro —amigos o clientes— se dispersó en torno a las distintas mesas.

—Señor conde —propuso Voiture—, ¿puedo presentaros a dos de mis mejores amigos?

—¡Por supuesto, Vincent! Tus amigos son ya mis amigos.

Y, dirigiéndose a Louis y Gaston:

—Conozco a Vincent desde hace una eternidad. Estuvimos juntos en el colegio de Boncourt. Gracias a mí obtuvo los favores que tan raramente concede la señorita de Saintot.

Se echó a reír.

El conde de Avaux daba la impresión de ser un jugador superficial y vano. «¿Cómo podía aquel hombre ser un diplomático tan renombrado?», se preguntó Louis.

—El señor marqués de Vivonne y el señor de Tilly —dijo Voiture presentando a sus amigos.

—¿Vivonne? ¿Sois pariente de la marquesa de Rambouillet?

—Me cabe el honor y la dicha de haberme casado con su sobrina, Julie, señor conde.

El rostro de Avaux se paralizó un instante, antes de observar a Louis con interés creciente. Luego, esbozó una sonrisa afectada.

—Sois, pues, el señor Fronsac.

—En efecto, señor conde.

El diplomático le dirigió una mirada penetrante. Su sonrisa se volvió más afectuosa.

—No sabéis cuánto me agrada conoceros, señor. He oído hablar mucho de vos, tanto al señor de Brienne como a monseñor Mazarino, que os tienen en alta estima.

—Espero no decepcionarlos, señor conde.

—¡Señor de Avaux! ¡Qué placer y cuánto honor! —exclamó una voz cristalina.

El conde se giró mientras Louis y Gaston observaban a la espléndida criatura que entraba: una joven que apenas tendría veinte años, de un rubio luminoso y una belleza que cortaba la respiración. Su modesta[39] dejaba apenas entrever la picaruela, mientras que otras muchas damas mostraban impúdicamente su secreta. Sin embargo, unas generosas y níveas curvas desbordaban sin reserva de su corpiño demasiado escotado.

Gaston se quedó paralizado ante tanto encanto.

—Señorita —murmuró Avaux tomándola de la mano para besársela—, ¡estáis más deslumbrante que nunca! Ayer mismo le hablaba a la reina de vos.

—¿A la reina? —sonrió tímidamente la joven—. Es un honor, señor, pero no os comprometáis por mí, no lo merezco, y vos sabéis muy bien de su altivez[40] para conmigo.

—¡Fruslerías, señorita! Me encargaré de convencerla para que autorice vuestra vuelta a la corte.

La joven esbozó una triste sonrisa que embriagó a Gaston por su modestia, antes de preguntar:

—¿Puedo ofreceros algún refresco, señor conde, así como a vuestros amigos?

—Encantado —replicó Avaux interrogando a Fronsac con la mirada.

—¿Qué os parece si vamos al salón? —propuso la joven deshaciéndose en sonrisas.

—Señorita, alanceáis mi corazón —le reprochó preciosamente Avaux haciéndole una reverencia.

Se dirigieron todos a su suite. Avaux caminaba al lado de la Belle Gueuse, sin dejar de susurrarle dulces palabras que Louis y Gaston no podían oír. Voiture cerraba la marcha, con gesto preocupado.

Varias puertas se abrían al rellano y, franqueando la de la derecha, la joven los introdujo en una gran pieza decorada con cuadros de temas bíblicos y espejos venecianos de palmatoria. En el suelo, alfombras turcas y persas. La sala estaba amueblada con veladores y consolas taraceadas, sobre las que descansaban lámparas de aceite y canastillas de fruta.

Cabe la chimenea, donde crepitaba un agradable fuego, algunas sillas diseminadas junto con unos cuantos taburetes. Dos criados y un fiel[41] esperaban las órdenes de su ama.

—Rendid honores ante la sede de Vulcano[42], señores —propuso la joven haciendo señas a los criados de que acercasen las sillas.

Lacayo y sirvientes proporcionaron al punto sillas y taburetes a los invitados. Avaux se sentó en la más confortable, mientras que la señorita de Chémerault elegía un simple escabel[43], colocándose no obstante cerca de él:

—Me han dicho que estáis recién llegado de Münster, señor conde —se interesó la Belle Gueuse— ha debido de ser un viaje espantoso…

Con un gesto, ordenó a los criados que sirviesen los vinos.

—Westfalia es mucho peor que Berbería, señorita. Pero habría podido estar allí feliz toda la vida si no me viese privado de vuestra presencia, pues no hay tortura mayor que no gozar de vuestra presencia.

—Me halagáis, señor conde, y no merezco tantas atenciones. Contadnos si sois tan amable…

El ministro tomó una copa de clarete que le ofreció uno de los criados.

—En primer lugar, está el viaje, que es espantoso y dura de dos a tres semanas. Luego la frontera, que no son más que pueblos incendiados y arrasados. Hay que atravesar el Mosa a pelo, y luego los salvajes bosques de las Ardenas infestados de lobos, osos y jabalíes. No hay caminos ni puentes ni comida. Sólo hay bandidos y posadas arruinadas. Se está continuamente a merced de los salteadores si no se dispone de escolta, y no se os ocurra parar más que en las ciudades, donde hay que negociar a brazo partido para ser alojado y alimentado. Pero, a la hora de pagar, por supuesto, se cobran sus buenos doblones y ducados.

—¿Y Münster? —preguntó Louis—. ¿Cómo es la ciudad?

—Como os decía, a esa ciudad deberían llamarla Münster-de-Berbería, señor. Las calles son de una suciedad espantosa, con cerdos por todas partes y ratas que lo devoran todo, incluso a los niños. En cuanto a sus habitantes, no son más que salvajes. Los hombres son lo más parecido a bestias salvajes que conozco, y las mujeres, tan repugnantes y sucias que su hedor es insoportable.

—Me han dicho que la conferencia se reanudará en diciembre. ¿Volveréis allí? —preguntó Louis con una sonrisa de cortesía mientras la Belle Gueuse se llevaba un pañuelo perfumado a la cara.

Avaux le dirigió una mirada insistente.

—En efecto, con el señor Servien, puesto que debemos trabajar de común acuerdo. —Alzó los ojos al techo e hizo una mueca de disgusto—. Pero antes debo ir a las Provincias Unidas. Viajaremos separadamente, lo que no está del todo mal.

Se quedó un momento en silencio, como si meditase sobre lo que acababa de decir.

—Partiré dentro de una semana y por eso deseaba verte, amigo mío —dijo a Vincent Voiture—. Doy una recepción mañana, en mi palacio, por desgracia todavía en obras. Desearía verte una vez más antes de irme, pues no regresaré en varios meses. Me gustaría contar con vuestra presencia, señorita, así como también con la vuestra, caballeros.

—Señor conde, no sé si debo aceptar —dijo la Belle Gueuse bajando púdicamente los ojos— una invitación a un lugar donde habrá tantas y tan grandes damas…

—Pero ninguna tan encantadora como vos, señorita —aseguró el conde tomándole una mano para besársela—. En cuanto a vos, señor Fronsac, sería para mí un honor conoceros algo más. Tengo mucho que aprender de vos.

Louis creyó descubrir en sus palabras un ruego, casi una plegaria, cosa que lo turbó sobremanera.

La señorita de Chémerault dirigió su mirada hacia él en ese preciso instante:

—Es verdad, señor Fronsac, no sabemos nada de vos —dijo alegremente.

—Hay muy poco que contar, señorita —respondió Louis anudando maquinalmente una de las cintas negras de sus puños—. Mi amigo y yo deseábamos simplemente conocer vuestra casa, que tanto nos habían ponderado.

—¿Habéis encontrado algún juego que os guste?

—Desde luego, señorita, pero sólo era una primera visita, volveremos más demoradamente.

—Será para mí un placer recibiros.

Bajó los ojos antes de proseguir en el mismo tono jovial:

—Mi hermano me ha contado que estabais con monseñor Mazarino. Y que también sois afecto a monseñor de Enghien.

—¿Os ha dicho todo eso? —se asombró Louis—. Pues es cierto, no lo oculto. El cardenal Mazarino es el hombre de Estado que conviene al reino y debo mucho a Luis de Borbón. Jamás podré pagarle mi deuda.

Ante estas palabras, Avaux permaneció impasible, con los labios apretados.

—Tal vez el señor de Enghien nos haga una visita a su llegada a París —prosiguió la Belle Gueuse—. ¿Vos también lo conocéis, señor?

Se dirigía ahora a Gaston con expresión divertida. Louis se giró hacia su amigo, que todavía no había pronunciado ni una palabra.

El comisario parecía petrificado, los ojos clavados ora en el rostro de la joven, cuyas palabras bebía, ora en los cojinetes de amor[44]. Lucía esa sonrisa bobalicona que Louis ya le había visto varias veces, cuando caía rendido de amor.

La señorita de Chémerault se percató de la inquietud de Louis y se levantó bruscamente.

—Caballeros, lamento tener que dejaros. Os agradezco, señor conde, vuestra invitación. Será un placer para mí aceptarla.

Avaux se levantó a su vez y tomó la mano de la joven besándola con afectación. La muchacha saludó a Voiture, luego a Louis y lanzó una lánguida mirada a Gaston al retirarse.

Avaux esperó a que desapareciese antes de murmurar:

—La señorita tiene mucho espíritu y encanto; desgraciadamente, en una mezcla de vicios y de virtudes.

—¿Qué queréis decir, señor conde? —preguntó rudamente Gaston, que al fin parecía haber salido de su trance con la marcha de la bella.

—Dejaré que os forméis vuestra propia opinión, señor —replicó el diplomático con una risita—. Os espero mañana con impaciencia, señores.

Hizo una breve pausa y añadió dirigiéndose a Louis con un tono repentinamente serio:

—No os propongo que vengáis a jugar conmigo porque adivino que habéis venido a otra cosa. ¿Queréis acompañarme vos, amigo Voiture, para una partida de baceta?

Se dirigieron juntos hacia la puerta y Louis preguntó:

—¿En este piso no se juega, señor conde?

—¿Ah, acaso lo ignoráis? —preguntó Avaux con un suspiro lascivo—. ¿Vincent no os lo ha dicho? Este piso está reservado a las damas de compañía de la señorita de Chémerault. Jóvenes de escasa virtud pero de alto precio…