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Jueves, 5 de noviembre de 1643, continuación

—Señores, tenemos una visita que debe marchar dentro de unos días para nuestra embajada de Roma. Antes de su partida desea conocer un poco mejor la labor de los que cifran los despachos diplomáticos. No interrumpáis vuestro trabajo, es preferible que sigáis haciéndolo.

La oficina del Servicio de Cifrado era una pieza de dimensiones escasas con dos minúsculos ojos de buey por los que penetraba más sombra que luz, si bien es cierto que apenas había amanecido, llovía y el cielo estaba preñado de negros nubarrones.

Frente a la puerta por la que habían entrado —la única de la estancia—, se alineaban dos grandes mesas de pino, una delante de la otra. En cada una de ellas trabajaban dos hombres a la luz de candelabros con velas de cera y faroles de aceite. Uno escribía en una cuartilla con una pluma de oca, otro consultaba un voluminoso documento encuadernado en cuero. El tercero leía y el último dibujaba con carboncillo.

Encima de las mesas sólo descansaban unos gruesos volúmenes —sin duda los repertorios—, los tinteros, las plumas, los cortaplumas para afilarlas y las despabiladeras para cortar las mechas quemadas de las bujías.

En otra mesa, desierta, palmatorias y candelabros completaban la iluminación. La pieza era glacial.

Louis se quedó en el umbral, mientras los rostros de los polígrafos se alzaban hacia él, sorprendidos por la inesperada visita, satisfechos también por aquella interrupción que venía a romper la monotonía de su trabajo.

—Aquí ciframos los despachos —dijo Rossignol como si se dirigiese a Louis—. Os lo ruego, señores, seguid trabajando. Nuestro visitante parte enseguida y no os molestará.

Mientras hablaba el maestro, Louis examinó rápidamente a Charles Manessier. El sobrino político de Rossignol estaba dotado de una prominente nariz, un mentón huidizo y una frente achatada. Su rostro recordaba el de una rata, o más exactamente el de un hurón, un parecido acentuado por las patas de gallo del rabillo del ojo, que tenían un extraño color amarillo. De hermosos cabellos castaños, elegantemente ensortijados, una camisa de tela fina con puntillas en puños y cuello y un jubón de terciopelo negro con las mangas acuchilladas le daban, sin embargo, una expresión plena de rigor y seriedad. Resumiendo, su aspecto físico era el de un bribón, mientras que su indumentaria traducía el del hombre honesto.

Louis observó esa contradicción y se dijo que el señor Manessier era, en efecto, demasiado elegante para su rango. ¿Podía con sus emolumentos permitirse vestir así? Se prometió investigar sobre ello.

La mirada de Fronsac se deslizó entonces sobre su vecino, que había bajado los ojos hacia el grueso volumen que consultaba. El pariente de Sublet des Noyers tenía el rostro demacrado y picado de viruela. Era el más alto de los cuatro. Su frente era amplia y despejada, con una corona de cabellos largos. Louis observó sus manos finas y notó una cierta afectación en sus movimientos. Pero esas maneras afectadas no lo llamaban a engaño: los escasos pelos que le quedaban, y que él había cortado en perilla y bigote como se acostumbraba en tiempos de Richelieu, no podían enmascarar su fealdad casi repulsiva.

Por su delgadez y elevada estatura, era fácilmente reconocible, a lo que había que añadir que llevaba una capa carmesí sobre los hombros.

Detrás de los dos hombres, Louis distinguió con más dificultad a Simon Garnier y a Claude Habert. El joven hugonote dibujaba, indiferente a aquella visita. De gran estatura, pero muy proporcionado, era rubio y no llevaba barba ni bigote; quizá fuese debido a que era demasiado joven para poder lucir una barba poblada. Fronsac se interrogó sobre lo que estaría haciendo. ¿Dibujar le daba ideas? Él conocía gente que necesitaba tener las manos ocupadas para pensar.

Bruscamente, Garnier levantó la cabeza y las miradas de ambos se cruzaron. Louis leyó en ella vivacidad, una dureza que incluso le sorprendió y lo turbó profundamente. La breve mirada que acababa de captar le daba la desagradable impresión de que el joven no era lo que parecía. Fronsac volvió los ojos con una sonrisa de compromiso y se concentró en el último amanuense sin poder evitar aquella sensación de malestar.

Claude Habert, el sobrino de la cuñada del señor Le Bouthillier de Chavigny, era más bien bajito, delgado y anguloso, pero muy distinto de Chantelou. Su rostro era pálido, casi diáfano. Había alzado los ojos del libro, pero su mirada permanecía vacía, evanescente, como si no recordase las razones por las que había suspendido la lectura. Sus cabellos, muy lacios, estaban sucios. La capa gris que llevaba sobre los hombros —hacía mucho frío en la sala— se ataba con dos hebillas, pero el cierre de una estaba fijado en la boquilla de la otra. Sus ojos volaron un momento hacia Louis y Rossignol, para enfrascarse inmediatamente en su obra. Louis observó entonces sus grotescas orejas, anchas y separadas de la cabeza.

Consideró que podría reconocerlos a todos, incluso de lejos. Pese a todo, impostó su voz para declarar en tono áspero:

—Os lo agradezco, señores, me alegro mucho de haberos visitado.

De vuelta al despacho, Louis había elaborado ya la primera parte de un plan.

—Señor Rossignol —preguntó, una vez que el jefe del despacho hubo cerrado cuidadosamente las dos puertas—, ¿podríais, con la aquiescencia del señor conde de Brienne, preparar un documento de aparente importancia y dárselo a cifrar desde hoy a vuestros colaboradores?

—Pues… Supongo que sí… ¿Qué queréis exactamente?

—Tender una trampa. El tiempo apremia, ya os lo he dicho. Podría seguir o hacer seguir a vuestros amanuenses durante semanas y no descubrir nada si nuestro Judas no tiene información que transmitir. Pero si hoy ve pasar una carta de importancia capital, desde esta noche contactará con quien le paga. Yo puedo estar listo al mediodía. ¿A qué hora acaban ellos de trabajar?

—Depende. La mayor parte de los empleados acaban entre las dos y las tres de la tarde.

Louis asintió con la cabeza. De esa forma, tendría tiempo de ver a Tilly antes y de preparar la vigilancia de los polígrafos.

—Es perfecto. Dejadlos salir a las dos, si es posible. ¿Podéis hablar de ese falso despacho con el señor conde de Brienne a partir de ahora? Tendría que ser algo muy grave…

Rossignol dudó un instante antes de asentir con la cabeza.

—Puedo hacerlo, ya lo creo. Puedo reunirme con el señor conde a cualquier hora. Tendré aquí ese despacho dentro de una hora y les diré que debe expedirse urgentemente. Se lo daré a cifrar a los cuatro advirtiéndoles que me servirá, además, para controlar su trabajo. ¿Os parece bien?

—De maravilla.

Se levantó.

—Ahora debo preparar los siguientes pasos, volveremos a vernos próximamente, señor Rossignol. Una última cosa, sin embargo, antes de dejaros: ¿Sospecháis de alguno de vuestros amanuenses?

—¿Sospechar? En absoluto. No puedo permitirme acusar a nadie sin fundamento. Diría más bien que tengo confianza absoluta en el señor Manessier y en el señor Garnier.

Louis asintió en silencio.

No tenía la misma opinión que Rossignol.

Fuera, la lluvia era glacial. Louis se reunió con Gaufredi, que esperaba al lado de la carroza, cerca del cuerpo de guardia. Pidió al viejo reitre que lo condujese al Grand Châtelet, donde esperaba encontrar a su amigo Gaston de Tilly, comisario del barrio de Saint-Germain-l’Auxerrois.

Gaston era su viejo condiscípulo del colegio de Clermont. Hijo menor de una familia modesta, fue el padre de Louis quien lo ayudó a obtener un cargo de comisario investigador.

El joven Gaston —les había explicado a los regidores de la ciudad— sería un policía excelente. No sólo conocía perfectamente el derecho y las singularidades de las numerosas jurisdicciones parisinas, sino que tenía sobre todo el carácter obstinado y el vigor indispensable para aquel trabajo; los comisarios investigadores estaban continuamente en la calle para resolver asuntos criminales.

En aquella época, la patrulla municipal dependiente de los regidores, que había sido durante mucho tiempo la fuerza de policía principal de París, no desempeñaba ningún papel en el mantenimiento del orden, que era, sin embargo, garantizado por el teniente civil. No obstante, la voz de los regidores seguía contando, y, cuando aquéllos propusieron a Gaston como investigador, Isaac de Laffemas, el teniente civil encargado por Richelieu de hacer reinar la ley en la capital, no dudó en aceptarlo. Nunca lamentaría su decisión.

Más tarde, Gaston recibió de Richelieu un despacho de teniente del ejército y dejó su cargo de comisario investigador. Hasta que, el año pasado, el amigo de Louis había sido nombrado, a propuesta de Mazarino, comisario con puesto fijo de Saint-Germain-l’Auxerrois[20].

Por un edicto de 1337 de Felipe de Valois, se habían creado dieciséis cargos de comisario de policía, uno por cada barrio de París. Su título exacto era el de comisarios investigadores y examinadores, o simplemente comisarios examinadores. Por entonces estaban encargados no sólo de la seguridad de los parisinos sino también de todo lo concerniente a la policía de subsistencias, el aprovisionamiento, el respeto de los edictos, los fraudes en las reglas del comercio, el servicio municipal de limpieza y la higiene pública.

En varias ocasiones, los reyes de Francia habían creado cargos de comisarios extraordinarios. En todas ellas, los dieciséis comisarios de barrio se habían opuesto, hasta el día en que Francisco I creó dieciséis cargos suplementarios de golpe.

La oposición de los funcionarios con plaza fija había sido tal que, durante mucho tiempo se había distinguido a los antiguos comisarios, que tenían atribución de territorio —los barrios—, de los nuevos, que carecían de ella. Además, los antiguos eran nobles por su cargo; no así los nuevos, que se calificaban solamente de honorables y que no tenían título de examinador.

Para poner fin a tales querellas, varios fallos habían decretado que antiguos y honorables formasen un solo cuerpo y que todo nuevo comisario, fuese nuevo o viejo en el cargo, fuese examinado en cuanto a sus competencias jurídicas por el teniente civil. Finalmente, un fallo del consejo del rey había impuesto que no existía más que un solo cuerpo de comisario investigador y examinador. En el momento de nuestra historia, había cuarenta y ocho.

Sin embargo, por costumbre y uso inveterado, dieciséis de ellos estaban adscritos a un barrio en el cual, en principio, debían domiciliarse para trabajar. Los otros se dedicaban a tareas concretas ligadas a subsistencias, higiene, limpieza, navegación y comercio.

Contrariamente a la mayor parte de los comisarios, que trabajaban en su casa, Gaston había establecido su despacho en el último piso del Grand-Châtelet, una pieza tan oscura que nadie la quería. Cuando no estaba en las calles, era allí donde coordinaba la actividad de sus sargentos, soldados encargados de la vigilancia e investigación. Y Louis sabía que, en caso de no encontrarlo, le dirían dónde estaba.

La carroza descendió hasta el Sena y tomó la calle de Saint-Germain-l’Auxerrois para desembocar justo delante del Châtelet, antigua y siniestra fortaleza convertida luego en prisión y tribunal de policía. El coche enfiló el porche central para penetrar en el patio interior.

Antes de dejar el despacho de su padre, Louis había metido en una bolsa su jubón negro habitual y su viejo sombrero de ala ancha, más práctico en caso de lluvia. Durante el trayecto se había cambiado para convertirse en un ciudadano corriente. Incluso había retirado las cintas multicolores de sus puños de la camisa sustituyéndolos por sus lacayos negros. Una operación harto difícil con una sola mano, pero que él manejaba con admirable destreza.

Cuando la carroza se detuvo, metió su traje de seda en la bolsa y tomó el sombrero de su padre en la mano. No podía dejarlos en el coche, so pena de que se los robasen, y entregó todo ello a Gaufredi, pidiéndole que lo acompañase.

Los dos hombres se encaminaron a la escalinata y, habiendo pasado la oficina de los ujieres, atravesaron rápidamente el gran vestíbulo, una inmensa sala mal iluminada por velas encastradas en nichos de la pared. Con el mal tiempo, el lugar era particularmente sombrío.

Se dirigieron a continuación hacia los pisos. Los arqueros de guardia los saludaron sin hacerles preguntas. La mayor parte conocían a Louis Fronsac tanto por sus antiguas funciones de notario en el Châtelet como por ser amigo del comisario de Saint-Germain-l’Auxerrois.

Siguiendo un laberinto de pasillos y de escaleras, alcanzaron la galería donde se encontraba el despacho de Dreux d’Aubray, el teniente civil, pues desde allí, por una escalera de husillo, ganarían el despacho de Gaston, en el que entraron tras haber llamado Louis a la puerta.

Gaston se hallaba trabajando en un dossier. Al ver entrar a su amigo, su mirada se transformó de la inicial sorpresa en placer, y se levantó como un resorte para estrecharlo entre sus brazos.

Gaston era muy distinto de Louis. Elegante a su manera, el comisario llevaba desde hacía unos meses una banda de seda bordada que le servía de talabarte para su espada, pero, al contrario que su amigo, que vestía siempre con sencillez, generalmente de negro, Gaston prefería la ropa chillona, haciendo caso omiso a su forma o naturaleza, y era frecuente que su jubón o sus calzas estuviesen manchados o deshilachados.

Físicamente, además, los dos amigos no tenían nada en común, ningún parecido. El comisario era bajo, rechoncho y coloradote. Su nariz aplastada, resultado de una reyerta de juventud, hacía pensar en un hocico de jabalí, del cual, dicho sea de paso, Gaston tenía el temperamento coriáceo, combativo y tenaz, rasgos de carácter que lo habían llevado a ser el mejor comisario de la ciudad.

—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó—. Te hacía en casa todo el invierno, como el castellano en que te has convertido.

—¡Ah! Ya veo que no estás informado. Pues te traigo unas cuantas molestias, amigo mío…

No pudo terminar su frase. La puerta se abrió a su espalda para dar paso a un individuo de rostro duro y gesto contrariado. Era Dreux d’Aubray, el teniente civil del cuerpo de policía militar de París, que había sustituido desde hacía unos meses a Isaac de Laffemas, el verdugo de Richelieu[21].

Aubray era un hombre de gran experiencia en el mantenimiento del orden. Experto en interrogatorios, había sido nombrado intendente de Policía, de Justicia y de Hacienda en Provenza, de 1629 a 1635, donde había dado muestras de una rara violencia durante los disturbios provocados por una reforma fiscal. Los acontecimientos se remontaban a catorce años antes, cuando, en 1629, el cardenal Richelieu había decidido unificar las reglas de percepción del impuesto directo de los pecheros. Hasta entonces, en los países de Estados[22], es decir, los que poseían asambleas de comunidades (los Estados) y en general un parlamento, eran los tres estamentos, nobleza, Iglesia y pueblo llano, los que fijaban su asistencia financiera al soberano. El «Edicto de los Elegidos» debía poner fin a dicho privilegio.

El resultado de ello habían sido virulentas revueltas, tanto en Provenza como en Borgoña y el Languedoc. Dreux d’Aubray se había visto obligado a quedar varios años en su puesto de intendente de Justicia para asegurar la vuelta de la paz civil, pero había regresado finalmente, revestido de una sólida reputación de fidelidad y eficacia.

Fue entonces cuando Mazarino lo eligió para sustituir a Isaac de Laffemas, odiado por los parisinos y considerado partidario en exceso de los métodos sanguinarios del Gran Sátrapa.

—¡Señor Fronsac! ¡Ya aquí! —observó secamente el teniente civil—. ¿Habéis contado al señor de Tilly el motivo de vuestra visita?

—Todavía no, teniente. Os esperábamos a vos —mintió Louis sin ganas de exponerse a la susceptibilidad del teniente civil.

—Habéis hecho bien.

Aubray examinó el lastimoso estado de los sillones del pequeño despacho circular, buscando con la mirada un asiento no muy desvencijado, pues Gaston, en los momentos de cólera, la emprendía con el mobiliario. Fijándose finalmente en una silla que conservaba las cuatro patas, se sentó con precaución, antes de dirigirse al comisario.

—Acabo de recibir un despacho del señor Le Tellier pidiéndome que me ponga a las órdenes del señor Fronsac, que ostentará el título de comisario extraordinario. No tengo ninguna otra explicación, aparte de este documento para vos, señor Fronsac —precisó girándose hacia Louis.

Le tendió un pliego lacrado en rojo y anudado con una cinta de seda verde y luego apartó las manos como esperando una explicación.

Pliego en mano, Louis reconoció el sello del ministro de la Guerra. Valiéndose de la daga que Gaston utilizaba como plegadera, abrió la misiva.

Contenía unas breves líneas:

Nos, Michel Le Tellier, señor de Chaville, ministro de la Guerra, damos todo poder al señor Louis Fronsac, caballero de Mercy, para tratar en nuestro nombre, con mando sobre las autoridades civiles y militares de París.

En París, en el mes de noviembre del año de gracia de 1643.

La misiva se completaba con un segundo sello de tres lagartijas en palo, coronadas con tres estrellas de oro. Las armas de la casa Le Tellier.

Louis tendió la carta a Dreux d’Aubray. El teniente civil la leyó, alzó una ceja inquisitiva y tal vez reprobadora y luego se la pasó a Gaston.

—El señor Le Tellier me ha pedido, en efecto, que me dedique a un difícil asunto de gran interés para él, teniente —dijo entonces Fronsac—. La única persona de la que puedo recibir ayuda es de mi amigo Gaston, motivo por el cual he solicitado al ministro de la Guerra que me ayude en mi encomienda. Esto durará sin duda unas semanas, y también necesitaremos de un arquero o un corchete. Mal que me pese, no puedo decir nada más.

—¡Muy bien! —exclamó Aubray, levantándose, sin disimular un gesto de despecho—. En tal caso, os dejo. Señor de Tilly, elegid al hombre que os convenga para ayudaros. No olvidéis traspasar vuestros asuntos a otro comisario.

Estaba visiblemente contrariado por no poder enterarse de nada más, pero también era un viejo servidor del Estado acostumbrado a obedecer y anteponer su deber a su amor propio.

—Una cosa más, señor comisario —añadió antes de salir—. ¿Podríais estar presente en la audiencia del sábado que yo presido, así como en la de mañana que administra el teniente criminal[23]? Se tratarán varios asuntos de interés en los que vos estáis trabajando.

Gaston miró a Louis, que asintió con la cabeza. Prefería no procurarse la enemistad del teniente civil.

—Allí estaré, señor.

Juzgando que ya había dado suficientes muestras de autoridad, Aubray esbozó una sonrisa satisfecha y salió.

Mientras Gaufredi permanecía cerca de la minúscula ventana del gabinete, Louis se sentó en la silla que Aubray había dejado libre para decir:

—Evidentemente —empezó—, lo que voy a contaros a ambos no puede salir de aquí. Se trata del grave problema que afecta al señor Le Tellier…

Gaufredi conocía ya las razones de la visita de los ministros a Mercy, su amo se las había contado la noche misma de su visita. Sin embargo, prestó gran atención a las precisiones dadas por Fronsac y al relato de las entrevistas mantenidas esa misma mañana en el Palacio Real.

Cuando Louis hubo terminado, intervino Gaston:

—Explícanos ahora cómo piensas arreglarte para identificar a ese espía.

—Hemos de seguir a los cuatro polígrafos desde esta misma tarde. Antes o después, si uno de ellos es el traidor, se comunicará con la persona con la que se cartea.

El comisario amagó un gesto de desacuerdo:

—¡Eso me parece muy aventurado! Nos obligaría a seguirlos durante días, y acabarían descubriéndonos. ¿No tienes el menor indicio acerca de la identidad del espía que organiza esas filtraciones?

Louis negó con la cabeza.

—Ningún indicio. Por eso he pedido al señor Rossignol que preparase un falso despacho, de magnitud tal que nuestro espía deseará contactar rápidamente con sus cómplices. Quizá esta misma tarde.

Gaston asintió lentamente esbozando una sonrisa pícara.

—Comprendo. Y por eso necesitas una cuarta persona. Mas, para seguirlos, ¿cómo vamos a reconocer a nuestros sujetos? Sólo tú los conoces, tendrás que señalárnoslos con el dedo. Claro que si te han visto, desconfiarán…

—Nos situaremos estratégicamente, en el lugar de paso obligado de la salida de palacio. Esta mañana no me han visto, he permanecido en la sombra y luego me he cambiado de ropa. Éste es el jubón que llevaba —tomó la bolsa que Gaufredi había puesto cerca de la silla—, te lo dejo aquí en custodia. Os los iré señalando a medida que salgan de palacio y cada uno de nosotros seguirá a uno de ellos. Aun así, nos falta una cuarta persona. Encontrar el hombre idóneo corre de tu cuenta.

—El único en quien podemos confiar es en La Goutte —declaró Gaston sin dudarlo.

—¿Lo conozco?

—Lo has visto conmigo en alguna ocasión. Es un hombre de apariencia endeble, pero muy astuto y particularmente leal y discreto.

—¿Tiene algún vicio? —preguntó Louis—. No olvides que es un asunto confidencial. ¿Bebe?

—No. Ningún problema por ese lado. Pero es verdad que tiene uno: es un impenitente mujeriego, y como no es muy agraciado, todo su sueldo pasa a las ribaldas y libertinas de tres soles de la calle Pute y Muse o a las de las calles Grattecul y Tirevit[24].

Louis dudó un momento. Un borracho habría sido imposible, pero aquel defecto no tendría consecuencias para el caso que los ocupaba.

—Confío en ti. ¿Tu hombre se encuentra en el Châtelet en este momento?

—Sí. Está de servicio en la galería. Voy a buscarlo.

Gaston volvió un rato más tarde con un arquero de calzas rojas y jubón azul flordelisado con galón de oro cruzado por una bandolera sembrada de estrellas de plata. Louis lo reconoció; lo había visto varias veces en el Châtelet.

Flacucho y recio, seco como un sarmiento, cabellos entrecanos y ralos, La Goutte era arquero de patrulla desde hacía diez años. Aunque poco robusto, era uno de los hombres que más apreciaba Gaston, pues no sólo le era fiel sino que tras su físico de alfeñique ocultaba una personalidad despierta y particularmente perspicaz.

El arquero, visiblemente intimidado, permaneció de pie ante la puerta mientras Gaston volvía a su despacho explicando solemnemente:

—La Goutte, ya conocéis a mi amigo Louis Fronsac, marqués de Vivonne y caballero de San Miguel. El señor Le Tellier acaba de encargarle una importante misión. Vos, como yo, estáis a sus órdenes.

—Señor marqués —se inclinó La Goutte, a la vez halagado, inquieto y curioso.

—Puedes confiar en él como si fuera yo mismo —anunció entonces Gaston a Louis—. Explícale lo que deseas hacer. La Goutte es una tumba, nada de lo que le digas saldrá de aquí.

—Confiaré en vos, La Goutte. Pero habéis de saber que se trata de una misión de capital importancia. No hablaréis de ella a nadie. La muerte sería un castigo muy dulce para quien nos traicionase o simplemente se fuese de la lengua. Sólo seremos cuatro en esta investigación: el señor comisario y yo, mi guardaespaldas Gaufredi, a quien ya conocéis, y vos mismo.

La Goutte dirigió una rápida mirada hacia el hombre de temible apariencia que toqueteaba maquinalmente la daga terciada en su talabarte, justo por encima de su espada. Gaufredi consideró también al arquero con una mirada feroz, antes de dirigirle una breve sonrisa cómplice.

—Esta tarde, cada uno de nosotros habrá de seguir a un hombre —continuó Louis—. Os indicaré el vuestro. Es probable que uno de ellos haya robado una importante misiva al Ministerio, en el Servicio de Cifrado del señor Rossignol. Ese individuo podría estar en relación con una red de espías españoles, o de otro país. Para la vigilancia dejaréis el uniforme y os vestiréis con sencillez. Intentad, sobre todo, pasar inadvertido. Observaréis todo lo que haga vuestro sospechoso. En particular, si habla mucho o si entrega documentos a una tercera persona.

Se calló y miró al arquero inquisitivamente, esperando sus comentarios.

—Entendido, señor marqués. Es algo que ya he hecho. Podéis contar conmigo… Si asisto al intercambio, ¿debo intervenir, o hacer un informe?

—Nada de intervención. Sois policía y dejo a vuestro criterio decidir si debéis seguir o no a quien reciba el documento. Pero ¡ojo!, porque puede tratarse de un intercambio verbal. Ante todo, queremos averiguar cuál de nuestros cuatro hombres es el traidor. La carta, si la hubiere, o la información que hará pasar no es más que un señuelo y carece de importancia.

—Sabré hacerlo, señor marqués —asintió el arquero.

Louis se volvió hacia Gaston.

—Los cuatro individuos que debemos seguir son, en primer lugar, Charles Manessier, muy elegante, cuarentón, pariente del señor Rossignol. A priori, poco sospechoso. Luego tenemos a Guillaume Chantelou, muy alto y delgado, marcado de viruela. Es pariente lejano de Sublet des Noyers.

—¡Un pariente del Jesuita Galocha[25]! —ironizó Tilly—. Podría muy bien ser tu hombre. Sublet siempre ha defendido la posición española en el Ministerio de la Guerra.

—Sin duda, pero olvidas su inveterada fidelidad a la monarquía, su constancia en la defensa del país y su celoso nacionalismo. Por otra parte, ha tenido a Rossignol a sus órdenes y, por aquel entonces, mientras él tuvo acceso a los códigos, no había filtración alguna en el Servicio de Cifrado.

—Es cierto. Bueno, pues, según eso, podríamos eliminar también a su pariente —propuso un Gaston conciliador.

—No se puede eliminar a nadie —replicó Louis sacudiendo la cabeza—. Pasemos al tercero. Me interesa mucho: se llama Garnier, tiene veinte años y es hugonote.

—¿Por qué te interesa? —preguntó Tilly, frunciendo el ceño—. ¿Crees que un hugonote podría transmitir secretos a España? Me extrañaría mucho.

—Nada debe extrañarnos, y tú deberías saber que las razones de actuar de los hombres, sus motivos para traicionar o mentir, raramente coinciden con su fe religiosa. Por otra parte, la provincia de Holanda, aunque protestante, busca la paz a toda costa con España. Por fuerza ha de haber relaciones entre los protestantes y la España católica.

Louis se concentró un instante antes de proseguir, tratando de recordar lo que había leído en los ojos del joven hugonote.

—Nuestras miradas se cruzaron y no me gustó lo que vi en ella —declaró al fin—. Ese protestante no es un simple amante de la lógica, que viva únicamente en un universo abstracto. Es un hombre de acción y estoy convencido de que disimula su verdadera naturaleza.

Gaston hizo una mueca burlona.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Es una intuición o una conjetura?

—¿Por qué sólo tú ibas a tener buen olfato? —sonrió Louis disimulando la irritación que le causaba su amigo siempre que proponía ese reparto de roles entre ellos: para él, la perspicacia, y para sí el instinto de caza del policía.

—De acuerdo. ¿Y el cuarto? —preguntó Gaston, poniéndose repentinamente serio.

—Se llama Claude Habert, es un pariente de Bouthillier de Chavigny. Por lo visto, es un despistado de tomo y lomo que va perdiéndolo todo por ahí. A priori, no lo veo robando los despachos, que seguramente extraviaría antes de llegar a enviarlos.

Se echó a reír de su propia broma, pero Gaston permaneció silencioso e impasible.

—Ése pica mi curiosidad —declaró finalmente el comisario.

—¿Por qué?

—¿Y si sólo representase un papel?

—¿Qué quieres decir?

—Un despistado puede olvidar fácilmente su sombrero y volver de noche a buscarlo. Si los guardias están acostumbrados a su distracción, si lo conocen bien, no le prestarán atención…

Louis examinó un instante esa hipótesis, en la cual no había pensado. Gaston tenía razón y lamentó que no se le hubiese ocurrido a él.

—Es posible, en efecto —murmuró.

—¿Cómo vamos a repartirnos a los sujetos? —preguntó Gaston, visiblemente satisfecho por haber pensado en algo en lo que su amigo no había caído.

—Yo soy el único que puede reconocerlos. Si no salen juntos, esperaré a que el último se haya ido. A medida que dejen el Palacio Real, cada uno de vosotros seguirá a uno. Tenemos donde elegir. Si quieres, puedes quedarte con el despistado; yo con Garnier; Gaufredi y La Goutte seguirán a los otros dos…

Interrogó a cada uno con la mirada. No viendo en ellos ningún signo de desacuerdo, prosiguió:

—Evidentemente es necesario que no se percaten de nada. Volverán sin duda a su domicilio, quizá efectuando algún alto en el camino, visitando algún tendero. Pero uno de ellos tal vez se dirija a un lugar concreto, imprevisto, o aborde a alguien. Y tal vez sea nuestro felón. Así pues, habrá que quedarse detrás de cada uno de ellos hasta que vuelvan a casa, o hasta la noche. Nos encontraremos aquí mañana por la mañana para analizar la situación.

—Nuestro espía puede recibir una visita tardía en su casa —objetó Gaston—. Y entonces no habrá nadie para vigilarlo.

—Tienes razón, pero no somos bastantes para pasar la noche apostados en cada una de las casas que habría que vigilar. Y luego, no olvides que es necesario que prevenga a quien le paga de que tiene una información importante que transmitirle. Por tanto, esa gestión deberá hacerla él mismo.

Gaston no estaba muy convencido. Sabía que había muchos medios para prevenir discretamente a alguien. Tanto podía ser un jirón de tela en una ventana como un signo de reconocimiento cualquiera. Pero Louis tenía al menos razón en un punto: ellos no disponían de medios para hacerlo mejor.

—No me gusta nada dejaros solo, señor —gruñó Gaufredi—. Yo podría quedar con vos y el señor de Tilly podría pedirle a otro de sus hombres que me sustituyese.

—No —dijo Louis—. Cuantos menos estemos en el ajo, mejor será. Para esta trasnochada no hay riesgo alguno. Basta con seguir a una distancia prudencial. Mañana, quizá decidamos no vigilar más que a uno o dos sospechosos. De momento, os propongo que vayamos a comer todos juntos a la taberna de l’Épée de Bois[26]; allí tomaremos un reservado y os describiré con detalle a todos y cada uno de nuestros sujetos.

Un poco antes de las dos, en el segundo patio del Palacio Real, Louis, Gaston, Gaufredi y el arquero La Goutte esperaban bajo el porche de una de las puertas situadas frente al antiguo palacio de Richelieu donde estaban instalados los servicios ministeriales. Envueltos en sus capas y cubiertos con un amplio sombrero, no era fácil distinguir los rasgos de su rostro. Louis no le quitaba ojo al pasadizo que llevaba a la Galería de hombres ilustres y a los servicios del conde de Brienne.

A aquella hora, mucha gente salía apresuradamente, apretujándose unos con otros. Era el fin de la jornada de trabajo de funcionarios y amanuenses.

Un manto carmesí surgió bruscamente del pasadizo abovedado. El desconocido, muy alto, llevaba un sombrero de ala ancha que impedía ver su rostro, además de estar rodeado de un grupo compacto de personas. Se dirigía hacia el pasillo que llevaba a los apartamentos del rey. Louis dudó unos segundos. ¿Y si no era Chantelou? Sin embargo, tenía que decidirse…

—Ése es, Gaufredi, ¡es él! Es Chantelou, ¡síguelo! —murmuró.

Gaufredi asintió y se lanzó de inmediato tras el hombre del manto carmesí.

—¡Pardiez! ¡No estoy seguro de que sea él! —juró Louis con voz ahogada—. ¡No he logrado verle el rostro!

—Siempre pasa lo mismo —afirmó un Gaston fatalista, encogiéndose de hombros—. Los mejores planes nunca salen como estaba previsto.

Hizo una pausa y prosiguió:

—De todas formas, el pariente de Sublet des Noyers no me parece a mí que sea un buen sospechoso…

No pudo continuar, pues en ese momento apareció Manessier. Él, al menos, era perfectamente reconocible e iba solo. El pariente de Rossignol se detuvo un momento mirando caer la lluvia, temeroso sin duda de manchar sus carísimas ropas con el lodo de la calle. El estiércol de caballo parisino mezclado con toda suerte de deyecciones se pegaba de tal forma a los tejidos que no había forma humana de limpiarlo.

Manessier se quedó un buen rato inmóvil, dudando. Finalmente, tras un minuto de vacilación, se decidió y, a grandes zancadas, tomó la misma dirección que el hombre del manto carmesí.

—La Goutte, ¡ahí va el vuestro! —exclamó Louis.

El arquero, embozado en una vieja capa grisácea y un informe sombrero, partió a su vez bajo la lluvia.

—Sólo quedan dos sospechosos —declaró Gaston con una sonrisa—. ¡Esto va viento en popa!

Los dos últimos polígrafos aparecieron en ese instante: iban juntos y era imposible equivocarse sobre su identidad. Primero porque el hugonote le llevaba una buena cabeza al despistado, y luego porque los cabellos pajizos de Garnier salían abundantemente de su sombrero y el rostro macilento de Claude Habert, encuadrado por sus inmensas orejas, atraía poderosamente la atención.

El sobrino de Bouthillier de Chavigny miraba caer la lluvia con un embeleso que parecía hechizarlo.

—¡Ni que no hubiera visto llover nunca! —protestó Gaston entre dientes.

Finalmente, los dos jóvenes se ciñeron sus capas y se dirigieron hacia ellos. Louis comprendió de inmediato que, para protegerse de la lluvia, iban a abrigarse bajo las arcadas de la fachada de los apartamentos del rey y que saldrían por lo alto del jardín siguiendo la morada de la regente: a lo largo de esa fachada, una pequeña cornisa servía de protección de la intemperie.

Y ése era el lugar donde ellos se encontraban. Louis reaccionó de inmediato: cogiendo de ganchete a Gaston, y dando la espalda a los cifradores, subieron rápidamente a lo largo de la fachada para colarse por la primera puerta abierta a su derecha.

Dos jinetes del cuerpo de caballería del rey que montaban guardia se adelantaron para interrogarlos sobre su precipitación. Mientras Gaston seguía con la mirada a los dos jóvenes, que proseguían su camino, Louis sacó el salvoconducto de Le Tellier. Uno de los dos guardias, que sabía leer, se inclinó con respeto después de haberlo leído.

—Estamos a sus órdenes, señor, pero no podemos dejar el puesto. ¿Queréis que os lleve ante mi oficial?

—En absoluto. Nos hemos metido aquí para despistar y no ser vistos.

Louis volvió con Gaston, quien le señaló a los dos amanuenses, que seguían su camino. Dejaron pasar un minuto antes de salir.

El lado norte del gran patio interior estaba cerrado por rejas, abiertas a esa hora, que daban sobre el jardín.

En aquel momento estaban siendo franqueadas por Garnier y Habert, que caminaban juntos.

Discutiendo amigablemente y, por lo visto, ajenos a la lluvia, los dos amanuenses subieron una calle de grava casi hasta lo alto de los jardines; luego, una vez pasado el estanque llamado el Rond-d’Eau, torcieron a la izquierda hacia la calle Traversière. Allí se detuvieron un rato para intercambiar todavía algunas palabras antes de separarse.

Claude Habert se adentró en la calle du Hazart y Simon Garnier siguió por la calle Traversière. Un simple intercambio de miradas fue suficiente entre él y Gaston para que Louis se fuese a la caza de Garnier, dejando a Habert para su amigo.

La calle du Hazart llevaba ese nombre por un primer garito allí instalado en 1629[27]. Enseguida conoció una gran afluencia de gentes de calidad que iban allí para intentar su suerte o para encanallarse. Poco a poco, otros establecimientos del mismo tipo habían visto la luz en la callejuela, que contaba ahora con reputadas salas de juego.

Gaston, encargado de la vigilancia de aquella clase de establecimientos, no conocía sin embargo ninguno, pues su oficio se circunscribía únicamente al barrio de Saint-Germain-l’Auxerrois y el Louvre. Pero el comisario de Saint-Honoré y del Palacio Real le había informado varias veces de sus preocupaciones concernientes a dichos establecimientos, frecuentados a la vez por gentes de la alta aristocracia, ricos financieros, pero también por la más vil canalla y, por descontado, por todo género de prostitución.

Gaston se preguntaba si el despistado Habert entraría en uno de esos garitos, en cuyo caso aquél era su hombre.

Pero nada de ello se produjo y el pariente de Bouthillier de Chavigny prosiguió tranquilamente su camino por la calle Thérèse, antes de adentrarse en la calle des Moulins, que, en realidad, no era más que una torrentera, flanqueada por casas dispersas, molinos y algunas posadas con sus respectivas cercas. En los solares circundantes, los duelistas solían ser tan numerosos como las mujeres del partido, cuyos retozos furtivos tenían lugar en torno a las ruinas de las antiguas fortificaciones levantadas por Étienne Marcel.

Habert penetró en una enorme posada aislada.

Gaston la conocía: era la hostería de Holanda, un establecimiento frecuentado sobre todo por los comerciantes bátavos de paso en París.

Aguardó un rato en la calle, bajo la lluvia, pero, como Habert no salía, se decidió a entrar en el establecimiento.

La calle Traversière estaba bordeada de residencias variopintas. Muchas no eran más que viejos caserones destartalados, estrafalarios y hundidos, construidos a toda prisa en una mezcla de adobe y paja reforzada con entramado de madera cuyos pisos estaban edificados en voladizo. Allí donde las más viejas casas se habían hundido, ambiciosos financieros, ricos mercaderes o tratantes insolentes empezaban a levantar elegantes y sólidas casas de piedra, ladrillo y pizarra.

Garnier se detuvo ante la primera y, tirando del cordón, llamó a la puerta. Un portero, o un criado, acudió a abrir y el joven entró.

Louis se acercó. Era una casa de dos pisos de piedras blancas recién construida. Pero ¿era aquél el alojamiento del joven o iba a visitar a alguien?

A unos pasos de allí abría sus puertas el tenderete de un remendón cuyo tejadillo estaba alzado. Louis buscó en él un abrigo provisional contra la lluvia, que ahora arreciaba.

El escaparate de la tienda no era más que una simple doble ventana separada por un listón de madera. Estaba protegida por un postigo que se abría horizontalmente. La parte más estrecha del postigo formaba un mostrador y la parte más ancha constituía un tejadillo. Sobresaliendo de la fachada, una gruesa bota de madera, la enseña del artesano, rechinaba zarandeada por la lluvia.

Las ventanas, vidriadas con pequeños cristales, estaban cerradas, pero se distinguían en el interior del taller dos o tres sombras, sentadas, trabajando.

Mientras Louis esperaba a que escampase, dudando si entrar en la casa, una de las ventanas se abrió. Era el maestro artesano, zapatero de viejo. Dos de sus aprendices se hallaban tras él, sentados en un banco.

Todos iban revestidos con un gran delantal de cuero. Botas y zapatos ya reparados colgaban del techo, así como algunas piezas de cuero. Un remendón no tenía derecho a fabricar zapatos, salvo aquéllos, muy ordinarios, destinados al pueblo llano. La confección del calzado nuevo era un privilegio reservado a los zapateros.

—¿Me permitís que me resguarde un momento? —preguntó Louis al remendón.

—Por supuesto —dijo el hombre untando de pez el hilo que tenía en la mano para coser la suela—. Habéis echado a perder vuestros zapatos con todo ese barro.

El artesano, de aspecto jovial y bonachón, pasaba de la cincuentena y sus cabellos blancos formaban una corona en torno a su gorro.

Louis bajó los ojos. Sus elegantes zapatos de corte, tan caros, no eran más que un amasijo de barro y excrementos.

—Me temo que sí.

—¿No tenéis botas?

—No, desgraciadamente. No me esperaba tanta lluvia.

—Pues yo tengo aquí algunas en buen estado, si os interesa —propuso el artesano señalando los bajos de las botas colgadas del techo.

Louis las examinó de lejos. Parecían sólidas y de buena factura.

—¿Por qué no? ¿Cuánto pedís por ellas?

—Entrad y dejadme ver vuestros zapatos —sugirió el remendón.

Se desplazó hasta la puerta de la tienda, que abrió. Louis entró en el local, donde reinaba un dulce calorcillo gracias a un pequeño brasero, así como un agradable olor a cuero y betún. Sacó un taburete de tres pies, se sentó y le quitó uno de sus zapatos enfangados, que tendió a uno de sus aprendices.

El muchacho raspó el barro con una chaira y luego midió el zapato con un cartabón. A continuación descolgó dos pares de botas que tendió a su maestro, el cual abandonó su tarea para acercarse a su cliente.

—Cualquiera de éstas os irán como anillo al dedo.

Louis las examinó. No eran nuevas, pero su cuero era grueso y bien cosido, y él tenía los pies helados en sus zapatos. Para el viaje de Mercy a París había llevado un viejo par de botas y aquéllas las sustituirían a las mil maravillas.

—¿Cuál es su precio?

—Un escudo de plata por las dos.

El hombre era honrado.

—Con un solo par me arreglo, pero por ese precio me limpiaréis también mis desastrados zapatos.

Louis sacó un escudo y eligió uno de los dos pares, el que tenía grandes vueltas al estilo napolitano. Estaban algo pasadas de moda pero se podían poner, cosa que hizo tendiéndole el otro zapato al aprendiz para que se lo limpiase. El remendón le dio la vuelta del escudo.

—Busco una casa que han puesto a la venta —prosiguió comprobando la comodidad de las botas secas—. Me habían hablado de aquélla —por la ventana todavía abierta señaló el edificio donde había entrado Garnier—, pero al parecer se trata de un error.

—¿Esa casa? —preguntó asombrado el remendón—. ¡Pero si no está en venta! Está habitada por Étienne Girardot de Chancourt, un tratante de madera que ha hecho fortuna. Él mismo la hizo construir el año pasado y ya vive ahí con toda su familia.

—Ya me parecía —aprobó Louis con aire de entendido—. Me pareció ver a su hijo o a su hermano hace un momento.

—No tiene hijos. Debe de ser uno de sus cuñados, Simon o Isaac.

—Quizá, no estoy muy seguro, a decir verdad.

—Son los hermanos de su mujer. Una buena familia como las de antes. ¿Sabía que ella pinta?

—Lo ignoraba. Sólo había venido aquí porque me habían hablado de una casa en venta. ¿Y decía que pinta…?

—Cuadros. Los he visto en su casa, son muy hermosos. De frutas, sobre todo.

—¿Isaac y Simón, decís? ¿Son protestantes?

—Como casi todo el mundo en esta calle. Con todos los holandeses que viven por aquí, es un barrio hugonote.

Louis asintió. Había obtenido la información que buscaba.

Comprendiendo que ya no le sacaría nada más, le dio un sol al aprendiz, que le entregó sus zapatos limpios, y salió.

Gaufredi había visto al hombre del manto carmesí salir del palacio a pie y tomar la calle Saint-Honoré.

Menos mal, porque iba a pie, y si el hombre al que debía seguir hubiese tenido un caballo en una de las caballerizas del palacio, o en cualquier cuadra de una posada cercana, habría tenido que correr tras ellos.

Lo habían comentado hasta la saciedad en la Épée de Bois: ¿Debían tener caballos preparados? Aquello habría complicado la vigilancia, pues un hombre a caballo es más fácilmente reconocible y no puede quedarse discretamente en una esquina de la calle al acecho. Lo más probable, había decidido Louis, era que los polígrafos viviesen en París y volviesen a casa a pie. Lamentaba no habérselo preguntado a Rossignol. Gaston y La Goutte habían asentido; a pie, siempre se podía seguir a un caballo, mientras se quedase en la ciudad, y hacerlo con discreción.

El hombre del manto siguió por la calle Saint-Honoré hasta la calle Roulle, donde el presumido polígrafo torció hacia el Sena, tomó la calle de la Monnaie y atravesó el río hacia el Pont-Neuf.

Parecía llevar prisa, pero es verdad que aquel orvallo fino y glacial no animaba a callejear, y los habituales espectáculos de titiriteros y domadores de osos estaban desiertos. Gaufredi se mantuvo a prudente distancia sin perder nunca de vista al del manto carmesí. Sus botas estaban enfangadas hasta las rodillas, y cuando las suelas lo hacían resbalar en aquella mezcla de lodo y barro, juraba en voz baja.

Manto carmesí siguió los muelles hasta el Petit Châtelet y remontó la calle Saint-Jacques antes de tomar por la calle de la Bucherie. Allí se dirigió hacia la plaza Maubert, para girar luego bruscamente en la calle Perdue[28].

La calle Perdue estaba constituida por casas de armadura, de madera, adosadas unas a otras. Pocas sobrepasaban los dos pisos, pero como éstos estaban todos en saledizo, la calle era una especie de angosto y tenebroso pasillo. Para Gaufredi era una ventaja, pues apenas se le veía. Aun girándose, el hombre al que seguía no habría apenas podido verlo, sobre todo porque ahora un rebaño de cabras los separaba.

Caminaban ambos por un flanco de la calle no pavimentada, protegidos de la lluvia por los pisos en voladizo. En medio de la vía, un flujo viscoso de inmundicias y deyecciones bajaba perezosamente hacia el Sena despidiendo efluvios nauseabundos.

Bruscamente, el hombre del manto carmesí desapareció de la vista de su seguidor. El exreitre apretó el paso tratando de abrirse camino en medio de un tropel de cabras baladoras.

Sobrepasado por fin el rebaño, constató entonces con estupefacción que no había nadie.

¿Qué clase de truco era aquél?, se inquietó el viejo soldado.

—¿Pero no había un hombre delante de nosotros? —se preguntó en voz alta al lado del pastor.

El otro lo miró estúpidamente sonriendo de oreja a oreja y sacudiendo negativamente la cabeza.

Sin duda sólo hablaba su dialecto.

El Sena estaba demasiado cerca para que el hombre del manto pudiese desaparecer así. Gaufredi volvió atrás para descubrir de repente una cabra saliendo de una puerta cochera donde había debido de extraviarse. Avanzó hacia el porche, cegado por la tromba de agua. Era un pasaje hacia un patio interior todavía más sombrío que la calle.

Estaba vacío.

Varias puertas daban al patio, donde se alzaba una pila de estiércol del que rezumaba un líquido pestilente. Gaufredi fue una por una, golpeándolas e intentando abrirlas. Estaban todas sólidamente cerradas. ¿Sería que el hombre había entrado en su casa?

Se dejó llevar por la cólera, y luego por el despecho y la vergüenza de no haber sabido llevar a cabo su misión. El agua chorreando de su sombrero bañaba su rostro, dando la impresión de que lloraba. En ese momento, vio salir una sombra de un rincón, no lejos de él. Era un arrapiezo en harapos.

Gaufredi se precipitó hacia él:

—¿Hay un callejón en el lugar de donde vienes?

—Sí, señor, hacia la calle de Bièvre.

Gaufredi salió disparado. Manto carmesí se habría dado cuenta de que lo seguía y habría utilizado aquella estratagema para despistarlo, pensó. Se juró en voz baja que cuando lo atrapase lo haría picadillo.

En la calle de Bièvre vio a varios caballeros subiendo hacia la plaza Maubert, un carro de bueyes, así como a unas cuantas personas a pie apresurándose para volver a sus casas.

¡Ni rastro de Manto carmesí! Sin embargo, había transcurrido muy poco tiempo desde que lo había perdido de vista. Gaufredi dudó: ¿Debía ir hacia el Sena o subir hacia la plaza?

¿Qué habría hecho él si hubiese estado en el lugar de Manto carmesí? Se dijo entonces que si el hombre lo hubiese descubierto, habría girado para despistarlo, y luego habría subido hacia la plaza Maubert. Echó a correr en esa dirección, no dudando en salpicar o empujar a los viandantes que no se apartaban rápidamente de su camino.

Cerca de la plaza, se dio cuenta de que su propia capa escarlata y su sombrero de pluma quizá lo habían traicionado. Pese a la lluvia, se sacó la capa y la enrolló a su espalda, y a continuación arrancó la pluma del sombrero.

Entonces se dio cuenta de que el polígrafo del manto carmesí entraba en una tienda.

El viejo reitre esbozó una mueca de alivio. ¡Todavía no había nacido nadie capaz de engañar al viejo Gaufredi!, se dijo con satisfacción.

Se acercó con la mayor de las discreciones. El puesto parecía cerrado. A través de la ventana de pequeños cristales esmerilados, se vislumbraba el débil y vacilante resplandor de una bujía. Un letrero crujía lúgubremente por encima de la tienda: un gran libro de madera sobre el cual habían pintado una loba amamantando a dos niños.

Logró leer lo que estaba escrito en él, en letras góticas:

CHARLES DE BRESCHE

LIBRERO

AUX ARMES DE ROME

Reculó unos cuantos pasos y se instaló bajo un saledizo, cobijándose de la lluvia.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Manto carmesí salió y examinó un rato la plaza antes de partir hacia la calle Galande, la antigua vía romana que iba de la abadía de Saint-Germain a la de Saint-Victor.

Esta vez, Gaufredi se mantuvo a distancia, pues la calle era ancha y estaba casi desierta a causa de la lluvia torrencial. Distinguió sin embargo al bueno del hombre que giraba en la calle des Rats. Desde donde se encontraba, lo vio entrar bajo un porche, no lejos de la escuela de medicina.

¿Era allí donde vivía?

El viejo reitre se acercó con prudencia. ¿Sería un nuevo pasaje hacia otra calle?

El porche desembocaba en un pequeño patio enteramente cerrado. Una escalera de madera corría sobre la fachada del fondo y distribuía los pisos. Gaufredi entrevió el manto carmesí desapareciendo por un pasillo del segundo piso. Se cobijó bajo el soportal y esperó a que volviese a salir.

Permaneció allí cerca de una hora, varias personas entraron y salieron del porche sin reparar en él, o pensando simplemente que estaba resguardándose de la lluvia. Finalmente, Gaufredi consideró que el hombre debía de vivir allí y volvió al estudio de la calle des Quatre-Fils.

En ningún momento se volvió el reitre Gaufredi. De haberlo hecho, habría advertido la discreta sombra que seguía sus pasos.

La Goutte seguía a Charles Manessier sin dificultad a lo largo de la calle Saint-Honoré. Al final de ésta, se adentró en el dédalo de callejuelas que permitía llegar a la calle des Lombards. El pariente de Rossignol caminaba a buen paso, muy tranquilo y sin volverse nunca.

Al final de la calle des Lombards, justo antes de enlazar con la calle de la Verrerie, giró hacia la calle des Arcis en dirección al Sena.

Unos efluvios acres y dulzones empezaban a reemplazar poco a poco la pestilencia de los excrementos de las calles, tan adherentes y opresivos cuando llovía. La Goutte no prestó atención a ello. Estaba acostumbrado. Sabía que se acercaban al barrio del matadero, donde se mataba, despellejaba y vendía el ganado y los animales para alimentar a París. Aquellos infectos olores eran los de la sangre y la muerte.

Llegando al Matadero Central —el principal mercado de carne del barrio—. Charles Manessier se puso de pronto a caminar con precaución. La Goutte comprendió enseguida por qué y no pudo disimular una sonrisa: a partir de allí, el flujo de lodo, alimentado por la lluvia, se volvía rojizo y manchaba todavía más la ropa.

El amanuense se detuvo ante un puesto de carne resguardado de la lluvia para comprar un trozo de cordero; luego fue a otro puesto instalado en el interior del mercado donde pidió una docena de tarros de sebo. El surtido y la venta de sebo animal para alumbrarse estaban, en efecto, reservados a los maestros carniceros.

La Goutte siguió con su persecución. Jiferos y desolladores interpelaban con familiaridad al pariente de Rossignol dirigiéndole amables pullas sobre su elegancia. Parecían conocerlo muy bien; el arquero supuso que no debía de vivir muy lejos.

Finalizadas sus compras y deslizadas sobre la capa, el amanuense volvió a la calle Planche Mibray. No hacía sino seguir la antigua vía galorromana que formaba la línea de demarcación de Lutecia. La Goutte supuso que pasarían el puente de Notre-Dame, pero Manessier se dirigió sin previo aviso hacia la calle de la Tannerie. Falsa alarma, pensó el arquero, porque sólo era para comprar allí el pan, pues enfiló enseguida el puente, en donde entraron uno tras otro.

Construido sobre sólidos pilotes endurecidos a fuego, el puente de Notre-Dame era considerado el más elegante y bonito de Europa. Su mampostería, de seis arcos, era de sillares y resistiría perfectamente los hielos a la deriva del invierno.

Con ocasión de su construcción, habían levantado sobre el maderamen del puente una doble hilera de edificaciones, a uno y otro lado de la estrecha calzada central. En total, sesenta y ocho casas de piedra y ladrillo, todas con su bodega y sus sobradillos. Cada una llevaba un número en la fachada inscrito en cifras doradas[29].

Por el lado de la vía, las casas tenían dos pisos; en cambio, por la parte del río, contaban con tres, pues la bodega estaba situada bajo el piso. Dichas dependencias eran muy codiciadas, pues los alojamientos eran excesivamente caros y muchas residencias se habían vuelto tiendas de lujo con su obrador abierto a la calle.

El sobrino del señor Rossignol se detuvo ante una casa en la que precisamente se ubicaba una tienda, sacó una llave de su jubón, abrió la puerta y se perdió en su interior.

La Goutte estaba perplejo: aquel hombre, elegante sin duda, mas pese a todo de baja condición, ¿cómo podía vivir en un lugar tan lujoso? ¿Iría a visitar a alguien? Pero, entonces, ¿por qué tenía la llave de la casa?

El arquero se quedó un rato ganduleando entre las tiendas sin quitar ojo a la casa. Dudaba si preguntarle a un artesano de cualquiera de los puestos, pues si Manessier lo veía, podría desconfiar.

—¡No hay herramienta como esta escalerilla que llevo a cuestas! —gritó una voz estentórea procedente del otro extremo del puente.

La Goutte se giró. Era un mozo de cuerda procedente de la plaza de Grève, que llevaba su cargamento de haces de leña a la espalda.

La leña a la venta era descargada en el puerto de la Grève y apilada en voluminosos haces. No podía ser vendida a ganapanes o a particulares hasta haber sido ajustada y calibrada por los oficiales del ayuntamiento encargados de controlar su volumen.

Los mozos de cuerda cargaban entonces todo lo que podían a su espalda y partían a hacer su ronda.

Al reclamo del leñatero, varias puertas se abrirían. Las gentes salían a comprar la leña por la noche. La Goutte observó el mercadeo.

La puerta de Manessier se abrió también. Una criada de unos sesenta años, con mandil de tela, salió e interpeló al leñatero. La criada hizo entrar al homijero y el sargento vio detrás de la mujer al sobrino de Rossignol, que se había cambiado y llevaba ropa de casa. Se disponía sin duda a pagar la madera, y la sirvienta era su criada.

Fue suficiente para el arquero. Manessier vivía allí. Era inútil quedarse más tiempo.

La sala de la posada de Holanda no era muy amplia que digamos. Contaba con una docena de mesas ocupadas por hombres, la mayoría de los cuales fumaban en largas pipas de porcelana fabricadas en las Provincias Unidas.

Gaston recorrió inquieto el lugar con la mirada. El hombre al que seguía no se encontraba allí. Si el despistado era un verdadero espía, podía muy bien haber salido por otra puerta, en cuyo caso lo había perdido. Pero por otro lado se tranquilizó, pues eso querría decir que no tenía nada que ocultar.

Gaston se estremeció; estaba empapado y helado de frío. Viendo un lugar cerca de la chimenea, al lado de un voluminoso bátavo barbudo que vaciaba un gigantesco pichel, se instaló allí saboreando un instante el dulce calor del hogar. Su compañero de mesa lo saludó con un estruendoso:

Goeden dag, vochitg, is het niet?

Gaston asintió con la cabeza sin entender. Aquella posada no era frecuentada más que por súbditos de las Provincias Unidas. En el supuesto de que el distraído se alojase aquí, le haría falta una buena razón para ello. ¿Encontrarse con agentes holandeses, por ejemplo?

Se acordaba de lo que Louis le había explicado en la Épée de Bois. Las Provincias Unidas eran nuestras aliadas, pero una de ellas, Holanda, la más rica y poderosa, deseaba un tratado de paz rápido con España, incluso al precio de un vuelco de la alianza.

El comisario barajó algunas hipótesis mientras una sirvienta regordeta, cuyos lechosos senos desbordaban de su zagalejo atado con cordones, le traía un jarro de vino. Gaston, siempre tan sensible a los encantos femeninos, no prestó esta vez ninguna atención. No quitaba ojo a la escalera de madera que subía a las habitaciones.

Het is goed bier van Hollant! —dijo su vecino asombrado al no verlo beber.

Esta vez Gaston comprendió y se llevó el jarro a los labios prosiguiendo con sus reflexiones.

El despistado, se dijo, debía de vender sus despachos a un agente holandés, el cual los enviaría acto seguido a España en el marco de un intercambio de buenos procedimientos —amor con amor se paga—, a fin de favorecer la firma de un tratado de paz. Sin duda, Claude Habert no vivía allí. Tendría una cita con un espía en uno de los cuartos.

¿Qué hacer?

Bebió unos tragos de cerveza agria y caliente. Su vecino lo interrogó de nuevo en un lenguaje gutural. Gaston asintió con la cabeza, dándole a entender que no comprendía ni papa de su cháchara.

¿Debía subir al piso?

De repente, Gaston se percató de la capa gris que descendía. En la penumbra de la sala, reconoció el rostro macilento del sobrino político de la cuñada de Bouthillier de Chavigny. Observó también que había cambiado de sombrero.

Claude Habert salió sin detenerse. Gaston se levantó de un salto, y, llamando a la mesera, le deslizó un sol en la mano antes de perseguir al joven.

El polígrafo, tras subir la calle du Moulin, tomó la calle Thérèse en dirección a la calle du Hazart. Gaston permanecía a una distancia prudencial, pues, con la que estaba cayendo, no había mucha gente fuera y temía ser descubierto.

En la calle du Hazart, una gran carroza estaba detenida delante de una elegante casa de piedra que contrastaba con las viejas edificaciones circundantes. Un lacayo de librea llena de galones esperaba delante de la puerta. Gaston apretó el paso, temiendo perder a su hombre cuando hubiese ganado la calle Richelieu, muy cercana y mucho más frecuentada.

Pero Habert se detuvo un momento cerca de la carroza y luego entró en la casa de piedra.

Calado hasta los huesos, Gaston esperó un rato antes de acercarse a la casa y a la carroza. Dos cocheros cubiertos de pesadas esclavinas enceradas aguardaban pacientemente. El lacayo se había colocado en un hueco de la entrada para resguardarse. Gaston se acercó a él.

—Busco a un amigo.

—¿Cuál es su nombre, señor? —preguntó respetuosamente el criado.

—El marqués de Fronsac.

—Su nombre no me dice nada, señor, os puedo asegurar que no está aquí esta noche.

—Me pareció reconocer su coche —repuso Gaston señalando la carroza.

—Estáis equivocado, porque ése es el coche del marqués de Avaux.

—¿El señor de Mesmes?

—¿Lo conocéis?

—Por supuesto, ¡quién no conoce al superintendente!

El lacayo, que en un principio se había mostrado desconfiado, pareció más conciliador con un hombre que tal vez frecuentase al superintendente de Hacienda.

—Estáis empapado, señor, ¿queréis entrar y guareceros un rato?

—Gracias, esta noche no. ¿Hay mucha gente?

—Como todas las noches —sonrió el lacayo apartando las manos en señal de evidencia—. ¡La señorita de Chémerault tiene siempre tantos admiradores! Aparte de que el señor de Avaux viene con todos sus amigos y su séquito.

Gaston asintió y se alejó hacia la calle Richelieu. Su colega el comisario del barrio Saint-Honoré, el señor Le Mercier, vivía en la calle Neuve-des-Petits-Champs, no lejos de allí. Decidió ir y presentarse en su casa.