Miércoles 4 y jueves 5 de noviembre de 1643
La carroza de los ministros se puso en marcha hacia las cinco de la mañana, mucho antes del amanecer. Dos guardias de corps, portando antorchas de resina, la precedían, y los fanales del vehículo habían sido encendidos. El coche avanzaba al paso, pues el cochero y los caballos apenas veían. Con tiempo seco, había alrededor de seis horas de viaje para volver a la capital. Con los caminos anegados por las lluvias, serían necesarias ocho o nueve horas y llegarían a París, en el mejor de los casos, hacia las dos de la tarde.
Louis iba sentado al lado del conde de Brienne, con Le Tellier instalado frente a ellos. Gaufredi seguía el vehículo, armado como lo estaba el día del saco a la ciudad de Charmes, cuando luchaba a las órdenes de Jean de Gassion.
Charmes, no lejos de Nancy, había sido ocupada por su regimiento. Todas las mujeres y monjas de la ciudad habían sido violadas, y los niños asesinados. Ahora, pensaba Gaufredi recordando con una mezcla de vergüenza y de nostalgia la toma de la ciudad, Gassion era mariscal de Francia[7] y él estaba al servicio de un buen amo.
El viejo reitre rumiaba sus pensamientos sobre la enojosa discusión que había tenido la víspera con su amo, a la vuelta del paseo por el río, durante la cual Le Tellier y Brienne se cambiaban en su habitación.
Louis se había reunido con él en la armería cuando estaba limpiando y ordenando cuidadosamente sus armas. Su amo le había anunciado su partida para el día siguiente, tras lo cual se había sentado en un escabel y le había explicado la misión que tendría que llevar a cabo en París.
Siendo como era esa clase de investigación que no gustaba nada al viejo soldado, lo había puesto en guardia con rudeza:
—Señor, cuando estaba en el ejército de Weimar, organizamos muchas emboscadas para los correos que transportaban mensajes. Cuando capturábamos alguno, se lo llevábamos al señor de Gassion. Lo que él les hacía para obligarlos a hablar es mejor no contarlo. La información es el nervio de la guerra. Si atacáis una red de espías, vuestra vida no valdrá gran cosa cuando caigáis en sus manos.
—No lo dudo, amigo mío. Por eso necesito de tus servicios.
Gaufredi sacudió la cabeza con una mueca.
—No me habéis entendido, señor, o no queréis entenderme. Me he batido toda mi vida, he matado muchas veces. Demasiadas, sin duda, pero siempre cara a cara. Veo a mis adversarios, leo sus intenciones en los ojos. En cambio, ése es un mundo oscuro en el que avanzaréis a tientas, sin conocer a vuestros enemigos ni saber por dónde os atacarán. Vuestros amigos serán sin duda vuestros enemigos y lo contrario será también verdad. Mientras os ocupéis de este asunto, no os dejaré solo jamás; si no, os perderé —concluyó.
Había visto estremecerse a su amo, pero no había podido hacerle cambiar de parecer.
—Pasado mañana me llevarás al Palacio Real. El señor de Brienne me presentará al señor Rossignol, el jefe del Servicio de Cifrado, y allí me encontraré yo solo con los cuatro sospechosos. Ya sabes que tengo un aspecto bastante corriente e, incluso después de haberme visto una vez, es poco probable que esos hombres se acuerden de mí, sobre todo si me caracterizo un poco. ¡Pero tú! Nadie puede olvidarte después de haberte visto. Te quedarás a esperarme en el primer patio del Palacio. No quiero que te vean, pues tendremos que seguir a los sospechosos. Es el único medio de descubrir al traidor. Y como no puedo poner a nadie en antecedentes, exceptuando a mi amigo Gaston, tendrás que seguir tú a uno, mientras Gaston y yo seguimos a otros dos. En cuanto al cuarto hombre, supongo que hallaremos algún corchete de fiar que nos eche una mano.
Gaufredi había sacudido negativamente la cabeza:
—¡Eso no me gusta nada de nada, señor! Admito que no arriesgáis nada en el Palacio Real, pero si el hombre que seguís os descubre y os tiende una trampa, vos solo no podréis hacer nada frente a él.
—Me he visto en ocasiones similares; seré prudente —había respondido su amo con un aplomo del que evidentemente carecía—. Y, además, no tengo elección.
En el coche, la conversación fluía animadamente. Louis se interesaba por los acontecimientos que se habían desarrollado en la corte y en la ciudad desde que había dejado París.
Le Tellier le confió todo lo que sabía sobre la suerte de los conspiradores a los que la señora Cornuel, una amiga de la marquesa de Rambouillet, había apodado los «Importantes» y a los cuales se había enfrentado Louis[8].
De acuerdo, no serían más que «cabezas de chorlito», como los había calificado con sorna su amigo el coadjutor Paul de Gondi; sin embargo, aquella pandilla de facciosos que mariposeaban en torno a la duquesa de Chevreuse, aquellos petimetres que repetían a porfía en tono misterioso: «¡Tengo un asunto de importancia!» habían estado a punto de matar a Mazarino.
Henri de Campion, el oficial de guardia, brazo derecho del duque de Beaufort, que había preparado el atentado contra el ministro, había huido a Holanda. Beaupuis, su amigo y otro oficial del mismo regimiento, se había refugiado en Roma.
Marie de Rohan, la duquesa de Chevreuse, estaba exiliada en sus tierras de Couzières y nadie tenía autorización para verla o escribirle. Sin embargo, Le Tellier se había enterado de que Claude de Bourdeille, un viejo cómplice de anteriores complots, había logrado burlar la vigilancia de los corchetes apostados en sus tierras. Había quien contaba, sin embargo, que se disponía a dejar Francia, temeroso, con razón, de un arresto inminente.
La duquesa de Montbazon, que había perdido a su amante, el duque de Beaufort, puesto que el popular «Rey des Halles» estaba encerrado en Vincennes, se había vendido al duque de Guisa, vuelto a París unos meses antes para intentar —sería su tercer matrimonio— desposar a una joven de la corte de honor de la regente.
Por último, la gorda Montbazon, esposa del gobernador de París, la que tenía cuarto y mitad más de tetas de las precisas, como decía burlón Tallemant, la que tenía tanta necesidad de dinero que se la podía alquilar por una noche, la que abortaba cuando estaba encinta a base de galopar durante horas, más conocida por la «Ogresa», ¡se había convertido en la amante del chalado de Guisa!
«Eso era todo lo que quedaba de aquella facción de los “Importantes” que había hecho tambalear el trono de Francia», pensaba Louis con sarcasmo.
—En cuanto al marqués de Fontrailles, que había preparado el atentado contra Su Eminencia —seguía Le Tellier—, no se le persiguió porque no se pudo probar nada contra él. Sin embargo, se le ha vuelto a ver el mes pasado en casa del señor de La Rochefoucauld, en la calle del Sena, en compañía de Claude de Bourdeille, el conde de Montrésor, que mis corchetes creen también haber reconocido en casa de la duquesa de Chevreuse. Sin duda alguna, sigue habiendo una estrecha afinidad, amistosa o interesada, entre Fontrailles y la Chevreuse.
—¿Todavía está en París? —se inquietó Louis.
—Lo ignoro, pero no lo creo. Se espera la llegada del duque de Enghien de un día a otro, con sus amigos y sus oficiales. Los últimos Importantes no intentarán desafiarlo, ahora que es general en jefe de los ejércitos y llega aureolado por sus magníficas victorias. Y luego, monseñor Mazarino lleva enérgicamente las riendas del poder. La situación ha cambiado por completo desde hace unas semanas.
Si Louis se informaba de todo ello era porque también se preguntaba si el marqués de Fontrailles no estaría detrás del asunto del robo del código de las cartas cifradas. Aquel demonio era muy capaz de hacerlo, y no había que olvidar que seguía manteniendo estrechas relaciones con España.
Vástago de una de las más viejas familias de la Gascuña, Louis de Astarac, marqués de Fontrailles, había nacido en 1605, de un padre senescal de Armañac y de Marguerite de Montesquieu. De una inteligencia prodigiosa, habría podido aspirar a las más altas funciones militares si no hubiese nacido jorobado y deforme.
A pesar de su tara y de su fealdad, habría podido ocupar un cargo eminente en el seno del Estado si Richelieu no lo hubiese apartado drásticamente de todo papel diplomático o político.
El motivo eran las arriesgadas ideas que profesaba Fontrailles para el gusto del ministro. Admirador de las antiguas virtudes romanas y fino observador de las miserias del pueblo, Fontrailles se decía republicano y soñaba para Francia con un gobierno como el de la Roma antigua… del cual habría sido su primer cónsul, por supuesto.
Los dos hombres se despreciaban, y el resentimiento del marqués de Fontrailles hacia el cardenal se había transformado en odio el día en que Richelieu lo tildó de monstruo.
Luego, Fontrailles había intentado varias veces eliminar al «Gran Sátrapa». Y lo habría logrado de no ser por el carácter pusilánime del rey. Así, un día, Luis XIII había comentado entre bromas y veras:
—¡Ah, qué felices seríamos si muriese el cardenal!
Fontrailles le había respondido con vivacidad:
—Vuestra Alteza no tiene más que darme su consentimiento y habrá gente que se deshará de él en vuestra presencia.
El rey, aunque vacilase, no había osado ir más lejos.
Dándose cuenta de que el rey jamás actuaría contra su ministro, Fontrailles se había reunido con Cinq-Mars, el favorito oficial, y con Gaston de Orleans, hermano de Luis XIII. Amigo de ambos, les había propuesto un pacto con España. A cambio de una determinada cantidad de doblones contantes y sonantes, los conjurados se desembarazarían de Richelieu, luego del rey, para dejar el trono a Gaston de Orleans, que a partir de ese momento desplegaría una política amistosa con El Escorial.
Los conjurados habían estado a punto de abatir a Luis el Tartamudo, y, de no ser por la astucia de Julio Mazarino, y la inestimable ayuda de Louis Fronsac, Fontrailles habría triunfado con toda seguridad[9].
Tras el fracaso de aquella conspiración, se había refugiado en Inglaterra y no había vuelto a Francia hasta la muerte de Richelieu.
Entonces había preparado el asesinato de Luis XIII; luego, convertido en el cerebro gris de los Importantes, había intentado eliminar a Mazarino, a fin de provocar el caos en el país. Aprovechando las revueltas, estaba seguro de hacerse con el poder e instaurar por fin la ansiada república, al estilo de la revolución parlamentaria que se propagaba por Inglaterra.
Pero, una vez más, Louis Fronsac había hecho fracasar el complot.
Le Tellier no parecía en absoluto preocupado por los últimos Importantes que seguían en libertad. El único que se pavoneaba por París era Enrique de Guisa, pero sus tejemanejes causaban hilaridad en toda la corte.
En efecto, Enrique de Lorena, duque de Guisa y nieto de «Caracortada», que había hecho tambalear el trono de Enrique III, no pensaba en otra cosa que en el sexo opuesto.
Arzobispo de Reims a los veintiún años, había seducido a las dos hijas del duque de Nevers, una de las cuales era abadesa. Incluso se había desposado en secreto con la segunda, antes de implicarse en el complot de Luis de Borbón, conde de Soissons. Una conspiración preparada precisamente por el marqués de Fontrailles.
Borbón por su nacimiento y príncipe de sangre, el conde de Soissons no había logrado convertirse en regente del reino. El año anterior, a la cabeza de un ejército español, había aplastado a la armada real en La Marfée, al sur de Sedán. Ganada la batalla, cuando se disponía a marchar a París, quiso rascarse la mejilla empapada en sudor debido al calor reinante y había utilizado su pistola como rascador.
La pistola se disparó accidentalmente y la bala le atravesó el cerebro[10].
Perdida la partida, el duque de Guisa se había refugiado en Bruselas, abandonando a su esposa y su arzobispado. Y aprovechando para casarse con una hermosa condesa.
Sin embargo, el arzobispo bígamo había vuelto a Francia a comienzos de año solicitando el perdón. A cambio de esa gracia, había renunciado a sus beneficios eclesiásticos y devuelto la mitra arzobispal. Buscaba, además, el perfecto amor con una dama de honor de la reina a la que había prometido matrimonio. Pero, antes de contraer nupcias, debía obtener la anulación de sus uniones anteriores.
Visitaba con frecuencia a su hermana, Françoise de Lorena, abadesa de San Pedro en Reims, que un día lo sorprendió tratando de abusar de una novicia.
—¡Hermano! ¿Ni siquiera respetáis a las esposas de Cristo?
La monja violentada juraba, hecha un mar de lágrimas, que denunciaría a aquel loco furioso.
Ante el riesgo de un terrible escándalo, la abadesa había ordenado a su hermano, señalando a otra religiosa muy fea que había asistido a la escena:
—Hermano, hacedle lo mismo a aquélla, que no es tan bonita. Así nuestra hermana no será la única que habrá sufrido vuestros ultrajes.
Avergonzado, el duque de Guisa había respondido:
—Hermana, ¡pero si es feísima! Aunque si vos lo queréis…
Al no ser la única deshonrada, la novicia había aceptado no denunciar al duque[11].
Contando las bajezas de Guisa, que él conocía muy bien por tener a la policía entre sus atribuciones, Le Tellier se partía de risa. No así Brienne, que consideraba incalificable el comportamiento del nieto de Caracortada. En cuanto a Louis, la historia de la novicia violada no hacía más que confirmarle la locura del exarzobispo.
Decían también que un hombre tan estúpido jamás sería peligroso. Se equivocaban de medio a medio.
A continuación, Louis hizo algunas preguntas a Brienne. Sobre todo, acerca de postillones y correos, pero también acerca de la forma en que se codificaban los despachos y sobre el funcionamiento del Servicio de Cifrado.
Hacia las diez, se detuvieron en una posta para cambiar los caballos y tomar un piscolabis.
En torno a las tres de la tarde entraban en París por la puerta del Temple. Habitualmente, era por la mañana cuando había una circulación infernal, pero aquel día, apenas pasado el fielato, la carroza de los ministros quedó detenida en la calle Sainte-Avoye por los atascos.
Los cuatro guardias de corps del rey intentaban en vano dispersar las carretas y los coches que atascaban una vía demasiado estrecha. Después de una interminable parada ante el cercado del Temple, Louis propuso a los dos ministros:
—Prefiero dejaros ahora. No estamos lejos de la calle Quatre-Fils donde se encuentra el estudio de mi padre. Montaré a la grupa con Gaufredi, que no ve la hora de llegar.
—La calle está muy embarrada —observó Le Tellier mirando a través del cristal de la carroza—. Aquí al menos estáis al abrigo.
En efecto, el lodo negruzco en el que resbalaban las ruedas del coche —una mezcla de tierra, de basuras y excrementos— se adhería a los ejes obligando a un esfuerzo suplementario a los seis caballos, que resoplaban y relinchaban furiosamente cuando los dos postillones los azotaron para que avanzasen más rápido.
—Sólo llevo ropa de viaje y, a la grupa, evitaré la porquería. De todas formas, no hay más de un centenar de toesas y me da la impresión de que vuestra carroza no avanzará durante un buen rato.
—Tenéis razón —reconoció finalmente Le Tellier—. Y si el atasco persiste, haremos como vos y subiremos a la grupa detrás de un guardia de corps. ¿Dónde está vuestro equipaje?
—En esos talegos, colgados de la silla de mi criado Gaufredi. Señor de Brienne, pasaré mañana para reunirme con vos en el Palacio Real. Podría estar allí a la salida del sol. ¿Os parece bien?
—Os estaré esperando, señor.
Louis los saludó y salió de la carroza intentando no hundir sus botas de viaje en el lodo. Logró subir a un guardacantón, Gaufredi le tendió un brazo y Louis saltó a la grupa detrás de la silla.
La calle estaba completamente obstruida por carretas de aprovisionamiento o de materiales. Los dos jinetes tuvieron muchas dificultades para forzar el paso. Debían prestar atención a los viandantes, a los aguadores y a los demás oficios ambulantes que ocupaban la calzada. Sin embargo, el rostro hosco y cruzado de cicatrices de Gaufredi, así como la pesada hoja de espada que batía en su flanco, hacían apartarse prudentemente a los viandantes y mercaderes de las calles y permitían a su montura deslizarse entre los vehículos.
Como siempre, el reitre inquietaba a los que se cruzaban con él, tanto por su expresión malévola como por su armamento. Aquel día iba tocado con un sombrero flexible que le caía sobre los hombros. Su capa de lana escarlata entreabierta dejaba percibir un jubón de búfalo zurcido por múltiples lugares y un talabarte de cuero de donde colgaba, a la española, su tizona de acero y empuñadura de cobre. Un cuchillo de caza de pie y medio, atado por un cordón, pendía también sobre su pecho. Por último, de una funda de arzón contra su muslo, calzado con una bota, sobresalía la empuñadura de un arcabuz de rueda.
Louis, a la grupa del viejo soldado, parecía un don nadie con su traje de tela marrón y su sombrero de fieltro, hasta el punto de que cuantos los miraban lo hacían convencidos de que sólo era el criado de tan temible amo.
A medida que avanzaban, la hediondez se volvía insoportable. Con las lluvias de la víspera, los excrementos de los animales, aplastados por los carruajes y las bestias, se habían transformado en un fango irrespirable. ¡Ay de quien fuese salpicado por las ruedas de una carreta o los cascos de un animal, pues su indumentaria se echaría a perder sin remedio!
Como cada vez que entraba en París, Louis pensaba que la ciudad no era más que una cloaca hedionda, de calles llenas de inmundicias y callejones encenagados. A imagen y semejanza de sus habitantes.
Llegaron por fin a la calle des Quatre-Fils, donde se encontraba el despacho y vivienda de su padre.
El despacho de Pierre Fronsac, uno de los más florecientes de París, era una antigua granja fortificada, fuera de las murallas mandadas construir por Felipe Augusto. Totalmente de piedra, difería por su robustez evidente de la mayor parte de las viviendas del barrio —a excepción, por supuesto, del nuevo palacete de Guisa reconstruido justo enfrente.
La fachada que daba sobre la calle era un antiguo recinto que ocultaba por completo el gran patio interior, cuya única entrada la constituía una puerta cochera. En el mismo patio, las escasas ventanas de la antigua fortificación eran estrechas y protegidas por firmes barrotes de hierro o con gruesas contras de roble.
El ala habitada comprendía tres niveles. Se entraba en la casa por un vestíbulo central de donde partía una empinada escalera. A la izquierda de dicho vestíbulo, se situaban la gran cocina, la antecocina, el maduradero (el lugar en donde se conservaba la fruta), el lavadero, así como una sala común. Del otro lado de la escalera, se hallaban la cochera para la carroza, las caballerizas y el granero de heno.
En el primer piso se alineaban varias estancias. Del lado izquierdo de la escalera se encontraban la biblioteca, una sala de recepción utilizada para las comidas de las grandes ocasiones, así como la de la notaría propiamente dicha. En ella —una especie de larga galería sin luz en cuyas paredes se apilaban sacos y legajos polvorientos— trabajaban de la mañana a la noche varios tenedores bajo la dirección y vigilancia de Jean Bailleul, el primer pasante.
En el lado derecho de la escalera se extendían el amplio despacho del señor Fronsac, los archivos y un pequeño cubículo sin luz, el antiguo gabinete de trabajo de Louis, cuando era notario.
En los dos extremos de la casa se levantaban, en ambos ángulos del edificio, dos atalayas transformadas en escaleras de caracol que, pasando por el despacho del señor Fronsac de un lado, y la biblioteca del otro, comunicaban los pisos y la planta baja. La comunicación se hacía en el patio por la del señor Fronsac, y en la cocina por la de la biblioteca.
Pierre Fronsac se hallaba precisamente en su gabinete con Jean Bailleul, un hombre bajito, de rostro inexpresivo, cabellos sin brillo, figura anodina y vestidos ordinarios. Aunque competente, perspicaz, discreto y gran trabajador, el primer pasante del despacho parecía un don nadie. Ambos estudiaban un complicadísimo expediente de sucesión.
—¿A qué se debe ese barullo del patio, señor Bailleul? —preguntó el notario entre un resonar de cascos y entrechocar de armas.
Bailleul se acercó a la minúscula ventana, en realidad una especie de saetera, para mirar hacia abajo. Su rostro se iluminó de repente, mientras declaraba con tono monocorde:
—Es vuestro hijo, señor. En compañía de Gaufredi, que acaba de descabalgar equipado como para una expedición contra los berberiscos. El ruido es el que hacen las armas que transporta.
—¡Mi hijo!
El notario se levantó, como pinchado por un dardo, para precipitarse a la ventana apartando sin miramientos al pobre Bailleul. Vio a Gaufredi en el patio, saludando efusivamente a uno de los hermanos Bouvier, mientras su hijo daba un abrazo al segundo.
Guillaume y Jacques Bouvier eran dos exsoldados. Su cometido en casa del señor Fronsac consistía en limpiar el patio del estiércol producido por las monturas de los visitantes y asegurar la defensa de la casa y sus habitantes en caso de agresión. Aunque ya tuviesen sus años y estuviesen entrados en carnes, los dos hermanos no eran guardianes ordinarios. Seguían siendo dos brutos temibles, de un raro salvajismo en caso de enfrentamiento.
Pierre Fronsac, loco de alegría al ver surgir a su hijo de improviso pero también inquieto por descubrirlo solo con Gaufredi, sin ni siquiera un coche, se dirigió rápidamente a la escalera de la atalaya para bajar al patio.
Al mismo tiempo que el notario abría la puerta que daba a la torre, su hijo apareció ante él, contento y sofocado tras haber subido los peldaños circulares de cuatro en cuatro.
—¡Louis!
—¡Padre!
Padre e hijo se fundieron en un estrecho y afectuoso abrazo.
—¿Qué ocurre, hijo mío? —preguntó Pierre Fronsac, que era un hombre perpetuamente preocupado.
—Nada grave, padre, tranquilízate. Acabo de llegar a París en la carroza del señor Le Tellier, que fue a buscarme a Mercy. Como la calle del Temple estaba impracticable, he venido a la grupa con Gaufredi. Tendré que quedarme aquí unas cuantas semanas, puede que hasta dos o tres meses.
Se volvió hacia el primer pasante:
—¡Cuánto gusto en volver a veros, Jean!
—El gusto es mío, caballero —replicó Bailleul con su tono monocorde habitual, y, luego, dirigiéndose al notario—: Señor Fronsac, si os parece bien, puedo llevarme el expediente en el que estábamos trabajando y prepararos una memoria sobre esa sucesión.
—Id, Bailleul, ahora mismo no estoy para herencias y confío en vos plenamente.
El pasante salió sin ruido.
—¿Le Tellier yendo a buscarte a Mercy? —se inquietó Pierre Fronsac. ¿Qué significa eso?
—Nada grave, ya te lo he dicho, debo ayudar una vez más a Mazarino —suspiró Louis con un tono cansado que una mirada brillante desmentía.
—¿Y Julie?
—Se reunirá conmigo más adelante; he tenido que partir precipitadamente, pues debo estar mañana en el Palacio Real con Gaufredi. ¿Podrían ir a buscarla los hermanos Bouvier? No quiero que haga el viaje sin escolta.
—¡Por supuesto! Estarán encantados con esa expedición. Se armarán hasta los dientes y se imaginarán de nuevo en campaña. Os alojaréis aquí, supongo.
—No lo sé. Había pensado retomar mi antiguo alojamiento de la calle de los Blancs-Manteaux que, si no me equivoco, todavía está vacío. Pero Julie traerá con ella a su doncella y, con Gaufredi y Nicolás, estaríamos muy apretados.
—Os instalaréis en la biblioteca. Mandaré subir un lecho del guardamuebles. Pondremos un jergón en tu antiguo despacho y Gaufredi y Nicolás podrán instalarse allí. En cuanto a la doncella de Julie, nuestras dos camareras comparten ya el mismo lecho en el desván, sólo tendrán que apretarse un poco más. ¡Así se darán calor!
Sin duda la casa era grande, pero habitada por mucha gente. En el segundo piso, el notario y su esposa disponían de una alcoba, una antecámara y un saloncito donde a veces dormía Denis, el hermano de Louis, que estaba interno en el colegio de Clermont. Las otras dos piezas, a la derecha de la escalera, formaban, respectivamente, los apartamentos de Claude Richepin, maestresala y administrador de la casa, que era viudo, y de Jean Bailleul, que vivía con su hermana, la mujer encargada de la ropa de casa.
Por último, en los desvanes, amontonados en frías y oscuras zahúrdas, vivían el portero y el guardián, así como las dos doncellas que compartían el mismo jergón.
—Creo que Julie estará satisfecha con ese arreglo —asintió Louis—. De todas formas, es poco probable que nos quedemos más de un par de meses.
—Enviaré mañana mismo a los hermanos Bouvier a Mercy. Volverán el domingo con Julie y Nicolás. Entretanto, me ocuparé con Richepin de todos los preparativos.
—Y yo voy a saludar a mamá.
—Está en nuestro cuarto, con la hermana de Bailleul. Repasan la ropa que hay que zurcir.
Al día siguiente por la mañana llovía débilmente y Louis pareció muy contrariado. Primero porque los hermanos Bouvier se iban a Mercy y el tiempo lluvioso podía transformar un simple desplazamiento de ocho leguas en una expedición espantosa. Luego, porque apenas había llevado ropa a París.
Su zurrón no contenía más que un jubón de satén de faldones redondeados y unas calzas a juego que le habían costado cincuenta libras. Acababa de estrenarlas y el fango de las calles podía deteriorarlas sin remedio.
Durmió en la biblioteca, donde Jean Richepin, el administrador, había hecho instalar una cama con dosel. Durante la jornada, añadiría algunos muebles para volver la estancia de los esposos lo más cómoda posible.
Tras ordenar que subiesen agua caliente, Louis se afeitó la barba y el bigote a la luz de una candela y luego bajó a la cocina para desayunar una taza de sopa de calabaza, confituras y panecillos de Gonesse. Su madre ya se encontraba allí, preparando con la señora Mallet y Jean Richepin la lista de lo que habría que comprar en el mercado del Temple.
Acababa de terminar la sopa cuando apareció Gaufredi.
—El coche está listo, señor —anunció, antes de salir.
Eran las cinco de la mañana.
Louis se levantó, saludó a su madre, a la señora Mallet y a Richepin y se reunió con Gaufredi.
La carroza, cuyos faroles de aceite estaban encendidos, esperaba en el patio bajo la vigilancia de Jacques Bouvier, que había abierto la puerta. Gaufredi subió al pescante y Louis se instaló cómodamente en el interior, en uno de los asientos de cuero rojo. Los cristales estaban levantados y, envuelto en su abultada capa, iba protegido del frío.
El exnotario se había hecho rizar los cabellos la víspera por la doncella de su madre e iba tocado con un elegante sombrero de castor a la albanesa, perteneciente a su padre, en el que la hermana de Bailleul había cosido una coqueta pluma de garza. También había cambiado sus lacayos negros por cintas multicolores, prestadas por su madre, y se había enfundado unos guantes de satén ribeteados, a juego con el jubón.
Aquella aparente coquetería era, por supuesto, un signo de respeto hacia el conde de Brienne, con el que se iba a reunir, pero sobre todo obedecía al deseo de mostrarse a los polígrafos del señor Rossignol bajo un aspecto muy diferente del que tendría luego cuando los siguiese.
La carroza del señor Fronsac era un pequeño carruaje tirado por dos caballos, que podía circular fácilmente por las calles estrechas, pero a aquella hora de la mañana, por no variar, un ejército de mulas bloqueaba todas las vías. Eran los magistrados llegando al Palacio de Justicia en la isla de la Cité.
Pasada la calle des Lombards, avanzaron más lentamente si cabe, pues, si bien las mulas habían desaparecido para tomar el camino de la isla, ahora eran las carrozas y las sillas de manos, dirigiéndose al Louvre o al Palacio Cardenalicio, las que interrumpían el paso. En aquel viejo barrio, las calles, ya angostas de suyo, se estrechaban todavía más, achicadas por los puestos que los comerciantes avanzaban sobre la calzada mucho más allá de lo permitido.
Louis permanecía vigilante. Cuando notaba que los caballos se cansaban anormalmente, se volvía para amenazar con el puño, a través de la ventanilla trasera, a los pilluelos o lacayos insolentes que saltaban sobre el soporte del eje de las grandes ruedas a fin de hacerse transportar a pie enjuto.
En cuanto a Gaufredi, debía concentrarse para esquivar a los aguadores, los vendedores de patés o de obleas, los mozos de cuerda con sus cuévanos o los vinagreros empujando sus carretillas y, sobre todo, a la multitud de gentes apresuradas que se deslizaban peligrosamente entre coches y caballos. El menor incidente podía dar lugar a un atropello y a veces incluso a una refriega.
Desembocaron por fin en la calle Saint-Honoré, sensiblemente más ancha que todas las callejuelas que habían atravesado. Siguiendo recto, llegaron al Palacio Cardenalicio, o, mejor dicho, al Palacio Real, como lo había bautizado la regente desde que ella y sus hijos lo ocupaban.
La construcción del Palacio Cardenalicio había sido emprendida por Richelieu para albergar su palacete, así como el del rey, el de la reina y los principales servicios ministeriales. Pero Luis XIII había rehusado instalarse allí, y Richelieu, finalmente, se había acondicionado una confortable residencia para él y sus servicios.
A la muerte del rey, la regente se había decidido al fin a dejar la sombría y siniestra fortaleza del Louvre por este luminoso palacio dotado de un magnífico jardín. Y como seguía detestando al exministro que un día se había atrevido a registrarla, le había cambiado el nombre por el de Palacio Real.
El palacio apenas se parecía al que hoy conocemos. Para construir su residencia, Richelieu había adquirido varias casas y varios palacetes. Algunos habían sido demolidos para construir los nuevos edificios, pero muchos habían sido conservados en aras de la economía e integrados tal cual en la nueva construcción. No había, por tanto, ninguna armonía en lo que no era finalmente sino una maraña de patios y fachadas formando un auténtico laberinto.
En cuanto a la decoración, no había unidad alguna. Unas arcadas ceñían algunos de los patios mientras que otros no eran más que pozos de luz a las grises fachadas. Para volver el conjunto más falto de gracia si cabe, los nuevos edificios eran de mediocre altura a fin de no provocar los celos de los grandes, en palabras de Richelieu.
Pese a esas insuficiencias y a su aspecto cojitranco, el palacio presentaba numerosas ventajas. Era amplio y estaba dotado de grandes galerías de recepción muy luminosas, dos teatros, salones de gala, despachos y agradables alojamientos. Y, sobre todo, de un inmenso jardín. Poseía también las comodidades necesarias para el buen funcionamiento de un palacio: cocinas, salas de guardia, caballerizas y un sinfín de cuartos y cubículos —abuhardillados y sin luz— para criados y curiales.
Salas, galerías, despachos y alojamientos estaban organizados en torno a los patios —había ocho—: los dos principales eran el patio con fachada a la calle Saint-Honoré, denominado «el antepatio», y el gran patio interior, llamado «el segundo patio».
A la derecha del antepatio se levantaba un teatro, en la actualidad abandonado, donde se había representado Mírame con ocasión de la boda del duque de Enghien. Enfrente, se desplegaba un cuerpo de edificios, el más importante de los cuales era una gran galería. El último lado del patio, frente a la entrada de la calle Saint-Honoré, formaba los apartamentos del rey. Un ancho corredor los atravesaba para desembocar en el segundo patio, que estaba separado de los jardines por un balcón construido sobre arcadas cerradas por medio de rejas.
A la derecha de este patio se abría una galería a la cual estaban adosados vastos apartamentos y cuerpos de un edificio y viviendas. Ahí se había instalado Ana de Austria y ahí se reunía el Consejo de Estado.
Al otro lado de aquel patio se hallaba la Galería de ilustres, decorada con retratos que Richelieu había elegido personalmente y encargado a Vouet y Champagne. La galería se había habilitado en el antiguo palacete de Angennes, también conocido como Palacio de Richelieu por ser aquél en el que el cardenal había vivido. Subsistían allí todavía viejos edificios encajados en las nuevas construcciones, e incluso un vetusto torreón de homenaje.
Era en esta parte del palacio donde se habían instalado los principales servicios ministeriales, como el del conde de Brienne, y el Servicio de Cifrado.
En cuanto a Mazarino, había acondicionado su palacete[12] en una calle situada al final del jardín, de modo que para ir al consejo sólo tenía que atravesar un pequeño parque abierto al público. Ahora bien, comoquiera que el ministro no fuese muy querido, durante el breve desplazamiento era objeto de frecuentes pullas, cuando no de amenazas, por parte de los paseantes, de modo que la regente acabó proponiéndole que se instalase cerca de sus propios apartamentos. Su nuevo alojamiento se comunicaba ahora por medio de una escalera privada con el de la reina, lo que empezaba a provocar un sinfín de chismorreos.
Louis descendió del coche delante del cuerpo de guardia que se hallaba en la explanada, entre la entrada del palacio y la calle Saint-Thomas-du-Louvre.
Era, en efecto, imposible que su carroza entrase en el antepatio, para entonces lleno de coches, carruajes, mulas y caballos. Gaufredi lo esperaba fuera.
Louis explicó a un oficial de la guardia suiza, de casaca roja con bocamangas azules y pantalón blanco, que lo esperaba el señor de Brienne. El oficial asintió en silencio y autorizó a carroza y cochero a permanecer allí.
Todavía era noche cerrada y ni siquiera las antorchas enganchadas en las pilastras lograban disipar la oscuridad. Cubierto con una pesada capa de lana con capucha y manteniendo su sombrero calado bajo ésta para protegerse de la pertinaz llovizna, Louis entró en el patio deslizándose con dificultad entre los carruajes, la mayor parte de los cuales, por suerte, tenían sus faroles encendidos. Casi sin darse cuenta, se encontró en medio de una oscura batahola de magistrados, escribanos, funcionarios y prelados, todos vestidos de negro como si estuviesen obligados a ello. Las únicas manchas de color eran las capas de los gentileshombres.
Entre aquella multitud y en la oscuridad, se percató rápidamente de que había subestimado la dificultad que tendría para encontrar el despacho del señor de Brienne.
Cerca de las puertas de los apartamentos del rey, vio un grupo de mosqueteros y jinetes de la caballería ligera montando guardia. Buscando una cara conocida, descubrió de repente, bajo una antorcha, con el brazo en cabestrillo, un rostro que le resultaba familiar. Tras observarlo un rato, reconoció finalmente en aquel coloso a Isaac de Portau —señor du Vallon—, al que su amigo Charles de Baatz, señor de Artagnan, llamaba Porthos.
Recordó entonces el salvajismo con que aquel bruto repartía mandobles con su espada a unos cuantos supervivientes de la banda de truhanes que había atacado a Mazarino en el puente fijo del Louvre tres meses antes.
Louis habría preferido dirigirse a otro, pero, no viendo ninguna cara conocida, se acercó a él para preguntarle:
—Señor du Vallon, ¿os acordáis de mí?
El gigante miró al insolente encapuchado con una mezcla de condescendencia y animosidad.
—¿Y se puede saber quién sois vos? —gruñó.
—Un amigo del señor de Baatz. Me llamo Louis Fronsac, soy caballero de la orden de San Miguel[13] y nos hemos visto en otra ocasión, señor.
El bruto entrecerró los ojos con expresión estúpida. Observó largamente al gusano que tenía ante él: un hombre endeble, sin espada ni sombrero, cubierto con una capa de lana basta de color gris claro con capucha de campesino. ¿Caballero de San Miguel ese alfeñique? ¡Más bien un loco!
—¡No me gusta que se burlen de mí, bribón! —gritó el coloso enfurecido, irguiéndose cuan largo era.
Louis inspiró profundamente dominando el miedo que lo invadía, para luego replicar con una voz que deseaba firme:
—Era yo quien llevaba un bigote falso, la noche en que la banda del Patíbulo atacó a monseñor Mazarino. Creo recordar que vos formabais parte de los que me ovacionaron, señor. Os recuerdo que estuve en Rocroy, con el señor de Enghien, y que he dado pruebas fehacientes de que se puede ser un valiente sin necesidad de empuñar una espada.
Portau balanceó un momento la cabeza, como si obligase a sus recuerdos a salir a la superficie. Al cabo de un rato, murmuró de mala gana:
—¿Sois vos de verdad? ¿El amigo de Baatz? ¿El que os presentó como más valiente que él?
—Yo mismo —repitió Fronsac con modestia.
El coloso reprimió una mueca de turbación:
—Lo… lo siento mucho, señor… pero era de noche y no se veía muy bien… ¿Qué puedo hacer por vos?
—No tenéis que disculparos, señor du Vallon, yo habría hecho lo mismo en vuestro lugar. Veréis, lo que me ha traído hasta aquí es que debo encontrar al señor de Brienne e ignoro dónde hallarlo en este inmenso palacio.
Isaac de Portau se rascó la oreja apartando un mechón de sus grasos cabellos.
—Yo también lo ignoro, caballero, pero mi amigo Sauveboeuf, que monta guardia en el interior, lo sabe seguro. Vamos a verlo.
Produciendo un sonoro tintineo con las espuelas de sus botas, se dirigió hacia un guardia de corps del rey, de pie a unos pasos de allí, que, con una mano, se atusaba las guías del bigote, mientras la otra permanecía posada en la empuñadura de su espada.
—Sauveboeuf, aquí mi amigo —señalando a Fronsac— ha venido a ver al señor de Brienne. ¿Podrías llevarnos hasta él?
—Bueeeno, compadre, y de paso haré algo de ejercicio.
El guardia de corps dio unas cuantas consignas a sus compañeros y luego hizo una seña a Portau y a Fronsac para que lo siguiesen. Entraron en los apartamentos del rey por un oscuro corredor que atravesaron para desembocar en el segundo patio interior.
Caminaron entonces a lo largo de las arcadas de la fachada por la izquierda, en dirección al palacete de Richelieu, para tomar enseguida un pasaje a lo largo de una bóveda oscura, luego un nuevo pasillo y, por último, una hermosa escalera de balaústres. A partir de ahí, Louis se bajó la capucha para cubrirse únicamente con el sombrero empenachado.
—Por aquí está la Galería de ilustres —explicó su guía mostrándoles un pasaje a la izquierda de la escalera—. Los servicios ministeriales del señor conde de Brienne están arriba, así como los del Ministerio de la Guerra.
En el piso, atravesaron varias estancias comunicadas entre sí, donde esperaba ya un ingente número de personas sentadas en banquetas, antes de llegar a una nueva galería, más ancha, cuyas ventanas daban al jardín.
Esta galería comunicaba los gabinetes de trabajo y los despachos donde trabajaban amanuenses, pasantes, funcionarios y secretarios. Aparecía iluminada por faroles de bujías y la guardia francesa se ocupaba de la seguridad. Aquí era donde se ubicaban los servicios ministeriales, entre los que figuraban el servicio de despachos y el Servicio de Cifrado.
Sentados en bancos de piedra o de madera, criados y lacayos de librea aguardaban órdenes o a que se les llamase de los despachos.
Su guía se acercó a un sargento de coraceros de la guardia francesa para explicarse.
—El secretario del señor conde nos ha avisado —declaró el sargento tras haber oído a Sauveboeuf—. Os está esperando, caballero.
Llamó entonces a una puerta, que fue abierta por un lacayo. Tras nuevas explicaciones, el criado dejó entrar a Louis, quien dio las gracias a sus guías.
Penetraron en un pequeño gabinete ocupado por un secretario de antiparras y cuello cuadrado, que trabajaba a la luz de una palmatoria doble.
—¿Sois el marqués de Vivonne? —preguntó el hombre levantándose.
—En efecto.
—El ministro os espera.
Se dirigió hacia una puerta medianera donde llamó suavemente con los nudillos. Tras oír la respuesta, entró seguido de Louis.
El gabinete de trabajo era muy amplio y soberbiamente iluminado por una enorme araña de cristal de roca. Un alegre fuego crepitaba en la amplia chimenea de mármol negro. Un friso en trampantojo corría a lo largo de la misma. En la pared del ángulo se hallaba una banqueta tapizada con un montón de documentos apilados. Un poco más lejos, se levantaba un armario macizo con las puertas en punta de diamante, así como algunos sillones y taburetes. Un retrato de la reina estaba colgado en la pared de la izquierda.
El ministro, en traje de seda cruda, saludó a Louis con la mano y le hizo un ademán para que se sentase en uno de los asientos tapizados de terciopelo que había delante de su escritorio de caoba. A su espalda, la pared estaba pintada, probablemente por Philippe de Champagne o por uno de sus discípulos. Louis reconoció a Minerva armada, a Apolo rodeado por las Musas y, en un trono, a la Generosidad vigilando a los hombres.
El secretario salió en silencio.
—No os retendré mucho tiempo, señor Fronsac —declaró Loménie de Brienne, lo que era una forma elegante de decir que no tenía mucho tiempo para dedicar a su visitante—, pero antes de que os encontréis con el señor Rossignol, me gustaría explicaros un poco mejor por qué el conocimiento de nuestros despachos por parte de nuestros adversarios puede ser una verdadera catástrofe para el país.
»Os supongo al tanto de los bandos presentes en esta guerra, caballero. Simplificando, hay dos. En nuestro campo se encuentra Suecia, con quien nos hemos aliado por medio de un sólido tratado desde hace dos años. A nuestra unión se han añadido las Provincias Unidas, así como algunas ciudades del Imperio, ducados o estados como Sajonia.
»Enfrente, tenemos al archiduque de Austria, el actual emperador, así como a su primo Felipe IV de España, ambos Habsburgo. En su égida gravitan varios estados y principados que ora los sostienen, ora practican una condescendiente neutralidad. Apartada de los beligerantes, observando una aparente neutralidad, se encuentra la Santa Sede, que se inclina, pese a todo, hacia el Imperio.
»Para la negociación que se va a abrir en Münster y en Osnabrück, las posiciones de cada uno están bien establecidas. Nosotros exigimos conservar la Alsacia[14], los tres obispados de Metz, Toul y Verdún y por supuesto la Lorena[15], que le arrebatamos al duque Carlos IV, quien nos ha traicionado demasiadas veces. También queremos preservar nuestras posiciones en Cataluña y en el Rosellón, que ocupamos, aceptando sin embargo devolver una parte de Luxemburgo y del Franco Condado. Deberemos conservar también Pinerolo, Casal, y alejar definitivamente toda amenaza española sobre Saboya. Asimismo, exigimos la libertad para las ciudades y principados alemanes que nos sostienen, así como libertad de culto para todo el Imperio.
»Este último punto es fundamental para evitar la vuelta de los disturbios. Alemania se rige por la paz de Habsburgo desde hace cien años[16], pero ese tratado debe ser revisado puesto que los protestantes son allí cada vez más numerosos. Nosotros defendemos la libertad del culto protestante en los estados católicos y el abandono del principio cuius regio, eius religio que obliga a los súbditos a abrazar la religión de su príncipe.
»Uno de los puntos más litigiosos sigue siendo la independencia de las Provincias Unidas. Tan seguros estamos de nuestros aliados suecos como frágil es nuestra alianza con los holandeses. El tratado de 1635 con las Provincias Unidas preveía la partición de los Países Bajos. Pero ello implica un acuerdo de paz común entre nosotros, las Provincias Unidas y España. Hay una enorme dificultad para ello, pues existen tres facciones en los siete países del norte: la de los que quieren proseguir la guerra contra España, y conservar nuestra alianza; es el partido de Guillermo de Orange. Están también los que desean la paz con España conservando sin embargo nuestra amistad. Y, finalmente, están los que quieren la paz a toda costa, incluso enfadándose con nosotros. Estos últimos están dirigidos por la provincia de Holanda y son los más poderosos. Sabemos, por otra parte, que negocian en este momento un tratado secreto con España.
»Frente a ellos, ¿cuál es la posición de los imperiales? Aceptarían cedernos algunas ciudades fronterizas a cambio del reconocimiento de nuestra parte de los derechos electivos de Baviera y del restablecimiento del duque de Lorena. Incluso nos dejarían la Alsacia, los tres arzobispados y Pinerolo, a cambio de un tratado de paz definitivo.
»Son proposiciones considerables, y sin embargo inaceptables tal cual, pues nosotros no cederemos nunca la Lorena. Ahora bien, nos hemos enterado, interceptando varios correos del duque de Saboya, de que la situación de Austria es tan precaria que está dispuesta a ofrecernos lo que deseamos.
»Acabamos de descifrar un correo del archiduque de Austria, Fernando III, a su primo Felipe IV pidiéndole sellar la paz con Francia a cualquier precio.
»Monseñor Mazarino desea mantenerse firme. No obstante, habrá que hacer concesiones y darlas a conocer a los plenipotenciarios. Sería dramático que nuestros enemigos tuviesen conocimiento de ellas. A nuestros correos les lleva doce horas llegar a Münster. Durante doce horas nuestros despachos están expuestos. Sólo el cifrado protegerá el secreto de las instrucciones a nuestros embajadores, los señores de Avaux y Servien. ¿Los conocéis?
—Me parece que no conozco al conde de Avaux —respondió Louis—, pero creo recordar que el marqués de Sablé —el señor Servien— fue ministro de la Guerra.
—En efecto, hace quince años. Son dos personalidades muy distintas. Supongo que por eso los ha elegido la reina. El señor de Mesmes, conde de Avaux, procede de una familia de consejeros de Estado y de presidentes de Parlamento. Es un hombre muy rico y muy hábil al tiempo. Como sabéis, ha sustituido a Claude Bouthillier en la superintendencia de Hacienda, un cargo que comparte con el señor Bailleul. Es tan brillante diplomático y fino negociador como ostentoso y manirroto.
»El señor Servien es todo lo contrario. Aunque dueño de una inmensa fortuna, es de natural austero, y está dotado de una rara perspicacia. Ha sido embajador en el Piamonte pero, sobre todo, ha tenido que tratar, cuando era intendente de justicia en Guyena, numerosos asuntos de inteligencia con Inglaterra. Conocía bien el mundo del espionaje y la cara oculta de la diplomacia. Tiene vara alta tanto con la reina como con Su Eminencia.
»Ambos estaban en Münster desde hace algunas semanas para preparar la conferencia que se abrirá en diciembre y acaban de volver. Debo asegurarles que no habrá ninguna fuga en nuestra correspondencia.
—Comprendo. Así pues, tendré que resolver este problema de aquí a diciembre…
—En efecto, incluso antes, si os es posible…
En ese momento, la puerta principal de la sala de trabajo del ministro se abrió para dejar paso a Le Tellier.
—¡Ah! ¡Buenos días, señor Fronsac! —exclamó jovialmente—, ¿puedo interrumpiros un momento?
Louis se inclinó.
—Señor conde, tengo una mala noticia que daros. Monseñor Chigi acaba de llegar a la Nunciatura.
—¿Fabio Chigi? ¿Pero no tenía que estar en Münster? —dijo Brienne sin ocultar su sorpresa.
—Aparentemente, ha dado un rodeo por París.
Le Tellier se volvió hacia Louis:
—Fabio Chigi es un fiel partidario de Urbano VIII, que lo ha elegido como mediador para la conferencia de Münster. Es sienés, obispo de Nardo, exnuncio en Colonia. Pero, sobre todo, sabemos que dirige los servicios de información de la Santa Sede. Si viene a París, es por una razón que nosotros debemos conocer.
—¿Creéis que su presencia aquí podría tener relación con nuestro asunto? —preguntó Louis.
—En nuestro oficio no hay coincidencias —replicó sombríamente Brienne.
Le Tellier asintió con la cabeza, antes de precisar:
—Sin contar con que es vox populi la inclinación de Fabio Chigi hacia España.
—¿Qué más sabemos de él?
—Poca cosa, aparte de que se ha detenido en Aviñón. Sin duda para encontrarse con el vicelegado.
—¿En Aviñón? —se preguntó Brienne en voz alta—. ¡Qué raro! ¿Por qué habrá hecho ese alto?
La conversación se interrumpió un rato. Loménie de Brienne intentaba hallar una explicación a la llegada a la ciudad del mediador romano. Le Tellier permanecía silencioso y Louis esperaba.
—Señor Fronsac —preguntó bruscamente Le Tellier—, ¿podéis explicarme cómo vais a proceder?
—He reflexionado sobre ello, señor. Me propongo seguir a vuestros cuatro polígrafos con la ayuda de unos cuantos amigos fieles. Necesito verlos para poder identificarlos, pero sería nefasto que se acordasen de mí si debo seguirlos. Lo mejor sería que me presentase rápidamente a ellos en una estancia mal iluminada, sin dar muchas explicaciones de mi presencia.
—El señor Rossignol debería poder arreglarlo —dijo Brienne, abriendo los brazos en señal de buena voluntad.
—Necesito la ayuda de un policía. La única persona en quien confío es mi amigo Gaston de Tilly, que es el comisario de Saint-Germain-l’Auxerrois. Desearía que me pudiese echar una mano, con algunos arqueros que le fuesen fieles.
—Avisaré a Dreux d’Aubray enseguida —decidió Le Tellier—. ¿Algo más?
—No, señor, aparte de reunirme con el señor Rossignol. Necesito que me hable más por extenso de los códigos que utiliza y tengo algunas preguntas que hacerle. Pero antes desearía que me mostraseis esa caja de caudales donde guardáis los despachos. ¿Cómo habéis descubierto que había sido abierta?
—Sólo lo he deducido —declaró prudentemente el conde de Brienne—. Guardo allí los despachos antes de que sean cifrados o antes de ser expedidos, así como los que llegan. Desde hace varios meses barrunto filtraciones en el Servicio de Cifrado, de modo que, en dos ocasiones, he guardado importantes despachos cifrados, que no he expedido pues eran falsos. Bien, pues uno de ellos ha desaparecido y ha llegado a Madrid. Uno de mis agentes me lo ha hecho saber.
—¿Y los códigos, los repertorios como vos los llamáis, están también en la caja fuerte?
—Sí, también.
—En efecto, es gravísimo —reconoció Louis—. Eso significa que nuestros espías no ignoran nada de vuestras maniobras. ¿Quién tiene la llave de la caja?
—El señor Rossignol y yo mismo, el señor Colbert, el señor Le Tellier, por supuesto, y monseñor Mazarino. Y creo que eso es todo.
Interrogó a Le Tellier con la mirada.
—Exacto —confirmó el ministro de la Guerra—, pero también puede existir una llave falsa. La caja también podría haber sido forzada por un buen clavero[17]. Es bastante antigua aunque muy difícil de abrir. Sin embargo, la hemos examinado a fondo sin que nada haya sido detectado. Sea como fuere, ninguno de los poseedores actuales de la llave puede ser sospechoso.
—¿Quién es ese señor Colbert?
—Un joven a mi servicio desde hace varios años —declaró Le Tellier—. Fue empleado de banco en Lyon, luego trabajó en un despacho de notario, antes de ser comisario de guerra y primer agente del señor Sublet des Noyers. Allí lo encontré y lo ligué a mi persona. Sabe todo de mis asuntos. Es un trabajador infatigable, de una honestidad y un rigor poco comunes.
—Podría serme útil —sugirió Louis—. Tendría necesidad de un hombre de confianza en vuestros servicios, conocedor de los entresijos ministeriales y de los mecanismos administrativos y con comunicación de los despachos.
Le Tellier permaneció un rato pensativo, luego alzó una ceja inquisitiva en dirección a Brienne, quien asintió con la cabeza. Este último agitó una campanilla que había encima de su mesa y el secretario que había introducido a Louis entró en el despacho.
—Id a buscar al señor Colbert —ordenó Brienne, y, dirigiéndose a Fronsac, prosiguió:
—Iremos de inmediato a ver al señor Rossignol, que está trabajando en el piso superior. Su despacho está al lado del Servicio de Cifrado. En cuanto a la caja fuerte, está aquí.
Se levantó y dio unos pasos hacia un gran armario en el ángulo derecho de la pieza. Lo abrió. El interior era de hierro.
—Como os he dicho, sólo hay cuatro llaves, pero la puerta de mi gabinete está guardada día y noche por la guardia francesa. Sólo un familiar podría entrar.
—Os dejo trabajar —decidió Le Tellier—. Señor Fronsac, ¿estáis seguro de no necesitar ninguna otra cosa?
Louis pensó un momento antes de contestar:
—Un salvoconducto, una orden vuestra para circular libremente en palacio, y beneficiarme de la ayuda de la guardia podría serme muy útil.
—Por supuesto. Me ocuparé de ello y la añadiré al correo para Dreux d’Aubray. Señores…
Los saludó antes de salir.
El despacho de Colbert debía de estar cerca, porque el secretario volvía en ese momento acompañado de un joven de expresión ceñuda, cuyas pobladas cejas en un rostro grave acentuaban su expresión arisca.
El recién llegado miró a Fronsac sin el menor atisbo de cortesía. Louis no percibió en él ni sorpresa ni interés.
—¡Ah, Colbert! Éste es el señor Fronsac, caballero de Mercy. Huelga decir que lo que aquí tratemos debe permanecer en secreto.
El agente bajó pesadamente la cabeza, tan evidente le parecía el hecho. Esbozó incluso una mueca desdeñosa, como si todo lo que tuviese que ver con él fuese confidencial por naturaleza. Brienne prosiguió:
—Se han constatado filtraciones en los despachos remitidos a mi secretaría de Estado. Es posible, pero no seguro, que el origen sea el Servicio de Cifrado. El señor Fronsac va a investigarlo y necesitará de vuestra ayuda.
Colbert permaneció impertérrito. Louis tuvo la impresión de tener ante él una serpiente venenosa.
—¿Qué clase de ayuda deseáis, caballero? —preguntó el funcionario.
—Todavía no lo sé, señor —respondió Louis—. Primero he de hacerme una idea del Servicio de Cifrado.
Colbert permaneció impasible, como tallado en la roca. Al cabo de unos segundos, declaró con una voz carente de timbre:
—Trabajo aquí de cinco de la mañana a ocho de la noche. Podéis encontrarme cuando gustéis.
Se inclinó y el conde de Brienne lo despidió acompañando sus palabras con un ademán:
—Gracias, señor Colbert. Eso es todo de momento.
Colbert se inclinó de nuevo, esta vez casi imperceptiblemente, y se fue sin hacer ruido. Louis lo siguió con la mirada. Caminaba deslizándose como una culebra.
—No es un hombre muy locuaz, ¿verdad? —gesticuló Loménie de Brienne cuando el funcionario hubo salido.
—En efecto.
—No me gusta mucho, pero no os equivoquéis, es un trabajador infatigable, consagrado por completo a su trabajo, extremadamente escrupuloso y competente. Su único defecto es el de no amar más que su trabajo. Come poco, no bebe, jamás sale. Su única pasión es servir al Estado y suplica al señor Le Tellier constantemente que le confíe asuntos difíciles para ocupar su mente. Lo encontrará siempre aquí, enterrado entre expedientes. Su despacho linda con el de mi secretario. Figuraos que la culebra es su animal favorito. Colbert sería, según él, una deformación de coluber, el nombre latino de la serpiente. Él mismo es tan frío, brutal e insociable como ese animal. Pero también puede ser tan venenoso como una víbora.
Se encogió de hombros con fatalismo, antes de declarar:
—Ahora, si queréis, vamos a ver a Rossignol.
Salieron por la gran puerta. Brienne hizo caso omiso de los oficiales de la guardia francesa, que se cuadraron al verlo, y se dirigió hacia una escalera a su izquierda. Era una pequeña escalera de caracol como se hacían en el siglo pasado y que databa sin duda del antiguo palacio de Angennes. Desembocaron en un pasillo bastante ancho, mal iluminado y custodiado asimismo por una docena de guardias franceses. Louis observó que los soldados, a las órdenes de un subteniente, aparecían particularmente vigilantes.
—El señor Colbert es el funcionario de mayor rango aquí —explicó el ministro—. El señor Rossignol tiene rango de secretario. En cuanto a los cuatro polígrafos, no son más que simples amanuenses, pero son empleados con remuneraciones relativamente altas.
Los soldados y el oficial saludaron respetuosamente al ministro, que se dirigió hacia una puerta. La abrió sin llamar.
El despacho no era muy grande pero sí bien iluminado por diversos candelabros y fanales, así como por una chimenea en la que crepitaba un buen fuego. Louis observó las paredes enteramente cubiertas de libros, salvo la que tenía enfrente, que estaba decorada por un bodegón holandés. En medio de la estancia se alzaba un gran escritorio tras el cual se sentaba un barrigudo que frisaba la cuarentena.
Antoine Rossignol —no podría ser otro— alzó los ojos, para levantarse con precipitación al reconocer al ministro.
El jefe del Servicio de Cifrado tenía un rostro anchote, una frente amplia y despejada y ojos penetrantes. Un fino bigote adornaba aquella faz.
—Señor ministro —se inclinó con deferencia.
—Señor Rossignol, éste es el caballero Fronsac. Ha sido elegido por la reina y por monseñor Mazarino para el problema que ya conocéis. No le ocultéis nada y concededle toda la ayuda que precise. Os dejo con él.
El ministro salió; Rossignol hizo un signo a Louis para que se sentase en un sillón frente a él. Redondo de cuerpo y de cara, sonreía en exceso, un poco como si quisiese ocultar el fondo de su pensamiento.
—¿Por dónde empezamos, señor Fronsac?
Louis apartó las manos con una sonrisa.
—¿Por el principio?
—¡Buena idea! ¿Qué sabéis del cifrado y descifrado, señor Fronsac?
—Poca cosa, señor, aparte de que Julio César escribía sus misivas secretas a Cicerón sustituyendo cada letra por otra situada tres posiciones más adelante en el alfabeto.
—En efecto. Es un método todavía utilizado aunque muy fácil de descifrar. Antes que él, los espartanos habían puesto a punto un método muy sofisticado: el scytalo[18], consistente en una varilla de madera en la que se enrollaba una banda de pergamino de forma que las cintas quedasen unidas. Se escribía entonces un texto encima en líneas sucesivas, las palabras se superponían en las espiras. Luego, la tela desenrollada servía de mensaje. El destinatario sólo podía acceder a éste si tenía una vara con el mismo diámetro que el remitente.
—¡Muy ingenioso!
—¿Verdad? Con esos dos métodos conocéis ya los principios rudimentarios del cifrado: en el primer caso, se sustituye una letra por otra; en el segundo, se dejan las letras encadenadas pero se modifica su posición en el texto. En ambos casos se utiliza una clave. En el caso de Julio César, la clave es un simple desfase. Para los griegos, era una varilla de madera. Pero se podría evitar la clave simplemente utilizando una lengua desconocida que sería el único código[19]. El propio Julio César había pensado en ello y sustituía también caracteres griegos por caracteres latinos.
—Me han contado que vos descifrasteis un mensaje hugonote en el año 26 y que, gracias a vos, el príncipe de Condé pudo tomar una ciudad. ¿Cómo lo hicisteis?
—¡Fue fácil! ¡Los árabes habían preparado el camino! Fueron los primeros en fijarse en que determinadas letras son más utilizadas que otras. Cuando una letra aparece frecuentemente en un mensaje cifrado, y si se conoce la lengua en la que el mensaje está escrito, es fácil de identificar. Todo ello aparece desarrollado por extenso en el subh al-a sha, una auténtica enciclopedia del cifrado. Tengo aquí un ejemplar.
Rossignol señaló su biblioteca con el dedo.
—Para resolver esa dificultad, Leone Batista Alberti propuso, en 1467, cambiar varias veces la tabla de cifrado en el mismo mensaje. Para ello, ideó un disco de cifrado. Mirad, aquí tengo uno.
Abrió un cajón de su mesa, de donde extrajo un disco de madera que tendió a Louis.
—Veréis que el disco grande está fijo, mientras que el pequeño es móvil. Cada uno de ellos está dividido en veinticuatro sectores que forman las veinticuatro letras del alfabeto latino, excepto h, k, y, j, u, w, y con las cifras 1, 2, 3 y 4. Hay que hacer coincidir con su correspondiente una letra indicio en el círculo interno, luego se puede empezar el cifrado por la letra del anillo colocada enfrente de la letra indicio. Después de haber escrito algunas palabras así, es posible cambiar la posición de la letra indicio girando el disco. Evidentemente, tiene que coincidir con el cambio correspondiente de la letra indicio. Este sistema vuelve a cambiar la clave de codificación. Así, la misma letra está codificada de forma distinta en el mensaje y es imposible identificarla.
Louis hizo girar el disco para probar algunas combinaciones, bajo la mirada divertida de Rossignol, que retomó la palabra al cabo de un rato.
—Algo más tarde, el benedictino Jean Trithème inventó una tabla de alfabetos que llamó Tabula Recta. Con esa herramienta cifró la primera letra con un primer alfabeto, la segunda letra con un segundo alfabeto, y así sucesivamente. Tan ingenioso sistema volvía muy difícil el descifrado, aun descubriendo las letras más utilizadas.
»Es que descubrir el secreto de una correspondencia puede ser dramático para el que la ha enviado, como María Estuardo pudo comprobar por dolorosa experiencia. Desde su celda se comunicaba con sus partidarios gracias a un código cifrado que ella creía inviolable, pues no sólo utilizaba una sustitución de letras sino que incorporaba también la codificación de determinadas palabras. Así, and estaba codificado por 2, for tenía el valor 3, y otras palabras —treinta y seis en total— estaban representadas por caracteres cabalísticos. Sus despachos fueron interceptados gracias a un agente doble y descodificados por un hombre excepcional, Thomas Phelippes, un maestro del descifrado que trabajaba como responsable de los servicios de espionaje de la reina Isabel. Thomas Phelippes tenía sin duda conocimientos de algunos elementos del código, lo que le facilitó el descubrimiento del resto.
»En uno de sus últimos mensajes, María Estuardo proponía el asesinato de la reina. Thomas Phelippes le preguntó, en un mensaje en el que se hacía pasar por uno de sus conspiradores, el nombre de todos los conjurados. Ingenuamente, la reina escocesa se los dio. Con los despachos descifrados como prueba, María fue condenada a muerte, y sus confidentes, despedazados vivos antes de ser descuartizados.
Se produjo un penoso silencio que duró algunos instantes. Louis comprendía que el jefe del Servicio de Cifrado no le contaba sólo una historia. Quería hacerle entender la importancia de las consecuencias cuando tu adversario adivinaba tu secreto.
Finalmente, Antoine Rossignol se levantó para buscar un libro en su biblioteca. Eligió un pequeño volumen encuadernado en cuero rojo, buscó una página y se lo tendió a Louis. El libro se titulaba Tratado de las cifras, o maneras secretas de escribir, y la página abierta representaba un extraño dibujo.
—Este libro es de Blaise de Vigenère, uno de nuestros compatriotas —volvió a tomar la palabra Rossignol—. Vigenère expone en él numerosos sistemas de cifrado. Este campo de estrellas, por ejemplo, es un mensaje secreto. Mirad: las estrellas ocupan un lugar que corresponde línea a línea a un mensaje. Para descifrarlo, se utiliza una banda de letras, no forzosamente ordenada, que se coloca bajo la imagen. Cada estrella corresponde luego a una letra de la banda.
»Pero Blaise de Vigenère propuso sobre todo un código indescifrable. Para utilizar este procedimiento, basta con inscribir en un cuadrado veintiséis veces el alfabeto desplazando cada vez una o varias letras. Para cifrar, se hace uso de una clave que será una palabra o una frase. A cada letra sucesiva del texto en claro, elegido en línea, se hará corresponder una letra sucesiva de la clave. Se buscará dicha letra en la primera columna. La letra del texto cifrado será tomada en la intersección de la línea y de la columna. Así, la misma letra del mensaje será casi siempre codificada de forma distinta. Es un sistema fácil de entender y casi indescifrable si la clave es suficientemente larga. Sin embargo, tiene el inconveniente de ser difícil de utilizar, por lo que es poco empleada. Yo, sin embargo, he logrado descifrarlo con frecuencia, pues el punto débil es precisamente la longitud de la clave. Una vez que se determina, la traducción es relativamente sencilla.
»Por mi parte, utilizo aquí una codificación por sustitución, no de letras, sino de palabras. Es lo que yo llamo un repertorio. En un sistema así, no hay clave.
»Los repertorios son voluminosos diccionarios que comprenden palabras, locuciones, sílabas, letras, o incluso cifras, a los cuales se hace corresponder un número. Los elementos de las tablas de correspondencia son tan numerosos que es imposible retenerlo de memoria. Sólo la posesión del código permite el descifrado, puesto que ninguna operación lógica permite adivinar las palabras contenidas en el código ni su correspondencia con las cifras.
»El defecto evidente e irreducible de este sistema es el de existir en el estado de libro impreso, más o menos voluminoso, expuesto siempre a pérdida, robo o copia. La ventaja es la de ser de un empleo simple y rápido, y poco sujeto a errores.
»Los repertorios se dividen en dos categorías: los repertorios ordenados y los repertorios incoherentes. Cuando, en la tabla de correspondencia, las dos listas están ordenadas alfabética o numéricamente, se dice que el repertorio es ordenado.
»Aquí tenéis un ejemplo que hemos utilizado durante algunos meses.
Volvió a su escritorio y escribió unas líneas con su pluma. Tendió a Louis la cuartilla, en la que había escrito:
1012 La 1013 Dejar 1014 Lorena |
—1013 1012 1014 significa, pues, dejar la Lorena —explicó Rossignol—. En un caso así se utiliza la misma tabla para cifrar y descifrar. También es posible complicar la tarea del enemigo utilizando un repertorio de palabras desordenadas. Entonces necesitaremos dos tablas: una para cifrar y otra para descifrar. Aquí tenéis un ejemplo de la que yo utilizo para cifrar.
Escribió de nuevo unas cuantas líneas, que tendió a Louis.
Fronsac examinó las tres líneas sacudiendo la cabeza.
trampa 4367 piedra 1025 saquear 6884 |
—Es algo así como si utilizaseis una lengua extranjera —observó—. Vuestra codificación es una especie de diccionario…
—Exacto.
—Pero si vuestros adversarios se hacen con el diccionario, ¡estáis perdido!
—En efecto —corroboró un compungido Rossignol—. Supongo que sabéis que la caja fuerte donde se encuentran esos repertorios tal vez haya sido abierta…
—Me he enterado, sí. Pero los registros no han sido robados, según me ha asegurado el señor de Brienne.
—¡Afortunadamente!
—¿Pero habrán sido copiados enteramente?
—Enteramente es poco probable. Sería demasiado largo, pues son bastante voluminosos. Pero una pequeña parte, no es imposible…
—¿Cuándo se sacan y se devuelven a la caja fuerte los registros?
—Cada mañana, acompañado de un oficial, voy a la caja fuerte del señor de Brienne y saco mis códigos —hay dos juegos—, así como los despachos en espera. Los confío a los encargados de codificarlos, a los que iremos a ver ahora mismo —añadió señalando una puerta medianera—. Los polígrafos han de pasar necesariamente por mi gabinete. Si precisan salir, un guardia los acompaña. Durante su trabajo, se vigilan mutuamente y no podrían copiar discretamente los códigos o los despachos.
»De cuando en cuando recibo una carta para cifrar, que trae un oficial o el ministro en persona. Se la doy a un polígrafo, que me la devuelve cuando ha terminado. Llamo entonces a un oficial, que la devuelve a quien me la ha hecho llegar. A continuación, las cartas cifradas son expedidas por estafetas, pero eso ya no es asunto mío. Por la noche, al acabar la jornada, coloco yo mismo en la caja fuerte los despachos que no han sido codificados enteramente, así como los repertorios.
Louis meditó un instante antes de preguntar:
—¿Estáis seguro de que ningún polígrafo puede copiar un despacho para llevárselo?
—Seguro, seguro, no. Pero tienen el papel tasado y la obligación de devolver los borradores. Sin embargo, no puedo asegurar que uno de ellos no traiga consigo una hoja en la que tomar notas a espaldas de los demás. Sería difícil, pero no imposible. Nuestro espía puede también aprender de memoria un texto o elementos de los repertorios.
—¿Hay alguna razón para que sean cuatro? ¿Tantos son los despachos que hay que codificar?
—En primer lugar, porque de esa forma se vigilan entre sí. Y luego porque hacen algo más que cifrar. Tenemos también muchos despachos, habitualmente arrebatados a los correos que los transportaban, o cogidos en los campos de batalla, que nos traen para descifrar. A veces es muy sencillo, otras imposible. De modo que tenemos, permanentemente, decenas de cartas cuyo trabajo acometen por turno. El descifrado es un arte difícil, que aúna ciencia y estrategia, y necesita de mucha paciencia; hay que elegir un ángulo de ataque, luego tantear con un número pavoroso de combinaciones. Es muy lento y enojoso.
Louis asintió con la cabeza. No tenía ninguna otra pregunta de momento.
—Me gustaría ver a vuestros amanuenses, pero sería preferible que ellos no me reconociesen luego.
—No os preocupéis —sonrió Rossignol—, la habitación en que trabajan es bastante oscura y no tienen más que un fanal. Ni siquiera lograrán distinguiros si permanecéis en el umbral. ¿Queréis verlos ahora mismo?
—Me gustaría. El señor de Brienne me ha dicho que el tiempo apremia.
—Antes de entrar, dejadme que os haga una somera descripción, para que sepáis a qué ateneros —sugirió Rossignol—. En la pieza, veréis dos hileras de mesas. (Acompañaba su discurso de ademanes, dibujando mesas imaginarias en su escritorio). En la primera, y hacia la izquierda, se sienta Charles Manessier. Es un pariente lejano de mi hermana, o, más exactamente, de la primera hija de mi padre. No mucho más joven que yo, se parece a mí en su forma de abordar el descifrado de las cartas. Era amanuense en un banco antes de que yo le propusiese trabajar aquí. Su único defecto consiste en un gusto desmedido por la elegancia, cosa que no se corresponde con su rango, pero es muy serio y riguroso. A su lado, está Guillaume Chantelou, mucho más joven. Un chico muy devoto, emparentado con la familia del señor Sublet des Noyers, quien lo hizo entrar en el servicio, hace unos meses, cuando era superintendente de Edificios. Es fácil de reconocer, pues su rostro está picado de viruela. Lleva también un bigotito ralo.
»En la segunda mesa, justo detrás de la primera, veréis, a la izquierda, a Simon Garnier, que tendrá unos veinticinco años. Es un hugonote que procede de una familia de pintores, alguno muy talentoso en el descifrado. Tiene una especie de don para descubrir claves de cifrado. Dones de artista, sin duda. Nos fue recomendado por el señor Servien, que conoce mucho a su hermana, y trabaja a mi servicio desde hace unas semanas.
Rossignol levanta una mano girándose.
—¿Veis ese cuadro? Lo pintó su hermana Louise. Me lo ha regalado para agradecérmelo.
Louis observó con interés la pintura. A primera vista, se podría pensar en una obra flamenca u holandesa, pero, examinándolo con más detalle, percibió la composición menos densa y los colores más limitados que en las naturalezas muertas holandesas. Los objetos representados eran, asimismo, poco numerosos: dos peces y un albaricoque colocados a la derecha de un cesto de mimbre con ramas de morera y frambuesa. Era un estudio muy despejado, muy elegante también y, sobre todo, muy personal. Pensó que la mujer que pintaba así debía de tener una mente rigurosa y armoniosa. Se dijo que le habría gustado conocerla.
—Por último —prosiguió Rossignol—, nos queda Claude Habert, un despistado de tomo y lomo, que lo olvida todo: su sombrero, sus papeles o sus llaves. En esas ocasiones lo revuelve todo, se embarulla, grita, se acalora, interpela a sus compañeros uno tras otro, acribillándolos a preguntas y culpándolos de que se lo extravían todo. Luego pregunta por sus guantes, que lleva puestos. Es tan delgado y anguloso que no me extrañaría nada que se olvidase de comer. Lo cierto es que no se interesa por ninguna otra cosa que no sean las matemáticas y se pasa las horas leyendo obras entre las más arduas de esta ciencia.
Se echa a reír levantándose.
—¿Sabéis que ha llegado a montarse en su caballo al revés?
Louis sonrió, mientras Rossignol bajaba la intensidad de los dos fanales de aceite posados en su escritorio para dirigirse luego hacia una puerta a su derecha, que abrió. Tras ésta, se hallaron ante una segunda puerta, también maciza, que abrió a su vez. Louis lo siguió. Había mantenido el sombrero calado, de tal forma que su rostro permanecía en la sombra.