Martes, 3 de noviembre de 1643
Llovía desde hacía varios días y la borrasca barría la campiña con inusual violencia.
A ocho leguas al norte de París, en el castillo de Mercy, todavía en obras, Louis Fronsac, caballero de San Miguel y nuevo propietario del señorío, de pie en el marco de una ventana del comedor, contemplaba lúgubremente el patio de su mansión y la campiña circundante.
El joven —había nacido treinta años antes, el 1 de julio de 1613— estaba vestido muy sencillamente con un jubón de terciopelo negro acuchillado en las mangas de las que sobresalía una camisa blanca de puños anudados con lacayos. Dichas cintas, generalmente multicolores, constituían un signo de distinción tanto en la corte como en la ciudad, y los elegantes las ataban por doquier en sus vestimentas. Louis Fronsac, exnotario, las elegía siempre negras, como el resto de su indumentaria.
Una chimenea crepitaba a su espalda. Julie, su joven esposa, había bajado a la cocina para comprobar las entregas de los campesinos de la aldehuela. No era cosa de descuidarse, ya que alrededor de quince personas vivían —muy apretados por cierto— en la vieja mansión y había que alimentar a todo el mundo.
El castillo era un antiguo edificio constituido por dos pisos y amplio desván construido sobre unas antiguas salas ojivales. Delante, disponía de un patio casi cuadrado, que originalmente estaba cerrado por un muro protector. El muro había sido demolido y sustituido por dos elegantes alas de ladrillo y piedra cuya construcción se hallaba en vías de finalización. El caballero y su mujer ocupaban el segundo piso del antiguo edificio, al igual que su viejo criado de armas y guardia de corps, Gaufredi, quien compartía su cuarto con Nicolás, el fiel cochero y secretario. Vivían también en este piso la administradora Margot Belleville y su esposo, Michel Hardoin, un exmaestro de obras contratista que se ocupaba de remozar el viejo edificio.
En los desvanes y graneros se hacinaban Germain Gaultier y su hermana Marie, dos aldeanos naturales de Mercy al servicio de los Fronsac: Germain como criado para todo y Marie como doncella de Julie. Había además una vieja pareja, los Hubert, antiguos caseros de la finca, y cuatro o cinco lugareños de Mercy que, a las órdenes de Margot Belleville, se ocupaban de los últimos trabajos de acondicionamiento, cuidando de los caballos, de que nunca faltase leña en las chimeneas y, en general, de toda la gente de la casa.
El matrimonio de Louis y Julie se había celebrado un mes antes, y las preocupaciones monetarias se acumulaban. Un instante antes, Julie había ido a pedir a su esposo una fuerte suma de escudos de plata para pagar la última partida de piedra recibida. ¡O al menos esperaban que fuese la última! Se trataba de los marcos de las ventanas del último piso del ala derecha del castillo todavía en construcción. De todas formas, hasta la primavera, no sería viable ningún transporte por carreta, con todos los caminos convertidos en torrenteras.
Hundido en sombríos pensamientos, Louis observaba a los hombres que, en el patio enlodado, descargaban dos grandes carretas de piedras de sillería, bajo la atenta mirada de Michel Hardoin. La lluvia, el barro y el viento no les facilitaban la tarea. Supuso que la señora Hubert, que reinaba en la cocina, estaría preparándoles un caldo caliente a los mozos para reconfortarlos cuando hubiesen terminado su labor.
La mirada de Louis se perdió luego en las dos construcciones de ladrillo que flanqueaban la vieja mansión. Estaban cubiertas de andamiajes de madera y el exnotario rezaba para que el viento no las echase abajo. Aquellas dos nuevas alas, que Julie tanto deseaba, habían sido proyectadas por Mansart, gracias a su amistad con la marquesa de Rambouillet, tía de su esposa. La de la izquierda estaba casi terminada, aunque faltaba todavía el techo de pizarra. La carpintería vista de Michel Hardoin le recordó el casco invertido de un inmenso navío de guerra y Louis sintió un leve arranque de orgullo ante la idea de ser su propietario.
A la derecha, en cambio, las paredes de ladrillo no superaban las tres toesas. «¿Cuánto dinero haría falta para acabar aquella construcción? —se preguntó por enésima vez el joven—. ¡Cómo mínimo, cincuenta mil libras! ¡Cómo si él tuviese cincuenta mil libras!»
Suspiró, descorazonado por los próximos desembolsos de dinero.
Un trueno lo obligó a salir de su torpor y lo distrajo de sus sombríos pensamientos. Se rehízo casi recriminándose: no podía quejarse, habían hecho un largo recorrido este invierno, desde el día en que, con Julie y sus padres, había descubierto con horror el castillo arruinado y las tierras abandonadas que lo rodeaban.[1]
Decididamente, el difunto rey Luis, al nombrarlo caballero y señor de Mercy, le había hecho un regalo envenenado. Mercy era un señorío asolado desde hacía más de cien años, cuyas tierras no sólo no reportaban beneficio alguno, sino que costaban caro a la Corona en obras de beneficencia a sus habitantes.
Por otra parte, Louis era señor enfeudado con derechos de baja justicia. No se sentía especialmente orgulloso de ello, sino que se consideraba, sobre todo, garante de la supervivencia de aquellos doscientos infelices que apenas lograban alimentarse, tan abandonado había estado el territorio. Aquella nueva responsabilidad lo llenaba de temores.
Pensó de nuevo en todos los gastos ya comprometidos. El viejo edificio estaba tan deteriorado que hubo que rehacer toda la carpintería y el tejado de pizarra. Por no hablar de los nuevos vanos practicados, anchos y altos, porque Julie quería una vivienda luminosa. En cuanto al interior, enmohecido y podrido por el tiempo, hubo que cambiarlo todo: puertas, ventanas, enmaderado e incluso suelos y techos.
Sin el concurso de Michel Hardoin, el maestro de obras que sabía hacerlo todo, y su mujer Margot, tan ahorradora, nada de ello habría podido llevarse a cabo.
Ahora, el viejo edificio estaba seco y bien caldeado merced a numerosas chimeneas, algunas de las cuales habían sido limpiadas a fondo y otras reconstruidas. Madera no faltaba y los habitantes del castillo disponían de cierta comodidad. Quedaba el problema de la falta de espacio. Las cocinas habían sido rehechas en el sótano y sólo la gran estancia del primer piso donde se hallaba en este momento, una inmensa sala de más de veinte toesas por diez, dotada de dos hermosas chimeneas, había sido conservada tal cual. En ella se habían celebrado sus esponsales.
La sala estaba flanqueada en los extremos por dos piezas más pequeñas. La de la izquierda había sido acondicionada como biblioteca y gabinete de trabajo de Louis, mientras que la segunda, en el lado opuesto, era la armería, el feudo del exreitre Gaufredi.
El piso superior estaba destinado a la vivienda del señor de la casa. Disponía de cinco habitaciones: dos para Louis y su esposa, una para sus padres o visitantes de paso, una para Margot y Michelle y la última para Gaufredi y Nicolás. La servidumbre se apiñaba bajo el altillo, en un inmenso sotabanco toscamente compartimentado por tabiques de madera.
La vida, qué duda cabe, era dura, pero todo el mundo tenía un techo y comida asegurada tres veces al día en el comedor comunal, donde toda la gente de la casa se reunía en torno a una larga mesa de roble.
La tormenta arreciaba, con la lluvia tamborileando en los cristales. Las carretas estaban casi vacías y algunos hombres ya se habían refugiado en la cocina para engullir una taza de caldo o de vino caliente. Los árboles que rodeaban la propiedad estaban deshojados, y unos gruesos nubarrones negros atravesando el cielo acentuaban la imagen de desolación.
«Sin embargo, al final del verano, la campiña estaba espléndida», pensó Louis con nostalgia. El dinero no faltaba entonces y más de cincuenta menestrales se afanaban en las obras de fábrica. El cercado ruinoso que rodeaba el patio se había desmoronado como un terrón de arena y el antiguo edificio había recibido una hermosa cobertura de brillantes ladrillos en su armazón recién edificada. La construcción de las nuevas alas avanzaba tan deprisa entonces que Michel Hardoin esperaba terminarlas antes del invierno.
Pero la llegada precoz de las lluvias había interrumpido los trabajos.
«Ahora el dinero va a faltar», se repetía Louis con desesperación, sintiendo una dolorosa punzada en el vientre.
Su pensamiento errabundo lo lleva de nuevo a la escena que se había desarrollado menos de dos meses antes en el despacho del cardenal Mazarino, el nuevo primer ministro de Francia, en presencia de Michel Le Tellier, ministro de la Guerra.
—¿Qué os parecería un puesto de pasante en mi casa, caballero? —le había propuesto el cardenal—. Os necesito.
Louis había dudado antes de responder:
—Monseñor, ha sido para mí un placer y un orgullo ayudaros, y un honor servir al rey. Pero no estoy hecho para esa vida. De momento, no deseo otra cosa que vivir feliz con mi esposa.
La decepción, quizá incluso el enojo, asomó al rostro del cardenal. No obstante, le había concedido una gratificación de treinta mil libras. Y era el dinero de que disponía Louis para resistir hasta la próxima cosecha de trigo, en julio.
«¿Por qué no habría aceptado la propuesta del ministro?», se preguntaba ahora.
Se hallaba así en sus morosas meditaciones, cuando una puerta se abrió a su espalda. Era la que, por una escalera de servicio, comunicaba el salón comedor con la cocina. Quien llegaba era su esposa. Sonriente y alegre, de rostro sonrosado y desprovisto de afeites, el resplandor y la frescura de Julie provocaban siempre en Louis una sensación de embeleso y felicidad. Y es cierto que Julie de Vivonne estaba más bella que nunca, incluso vestida con aquel zagalejo de lana turquesa, del mismo color que sus ojos. Fuese un gesto de elegancia o un detalle de comodidad campesina, había alzado y atado el bajo de su vestido con unas cintas, dejando ver la «pícamela», esa enagua superpuesta a la «secreta», tan ansiada por el amante. Sus cabellos ensortijados en graciosos tirabuzones en las sienes realzaban su garceta, esos deliciosos mechones que a las jóvenes les caen sobre la frente.
Julie notó inmediatamente la preocupación en el semblante de su esposo. Se dio cuenta de que se inquietaba de nuevo por el futuro. ¡Era una cuestión que habían abordado tantas veces!
—Te mortificas en vano —le dijo, acercándose a él y tomándolo de las manos—. No hay motivo para ello. Todavía tenemos dinero, apenas hemos tocado las treinta mil libras de recompensa que te dio Mazarino por haberle salvado la vida.
Louis se esforzó por sonreír, anudando maquinalmente uno de los lacayos negros que ceñían los puños de su camisa. Abandonando una de sus manos en las de Julie, respondió a su esposa:
—Tal vez, pero ¿nos llegará hasta el verano próximo? Debemos apartar diez mil libras para terminar los trabajos más urgentes y pagar los materiales, incluidas esas malditas piedras. Sin contar con que habrá que reparar la vieja granja y los graneros. Las otras diez mil apenas serán suficientes para pasar el invierno hasta la próxima cosecha, pagar a nuestra gente y asegurar las indispensables obras de beneficencia en Mercy. Ten en cuenta que con media libra diaria, y ya es muy poco, nos harán falta al menos tres mil para la veintena de personas a nuestro cargo. Probablemente, cinco mil. A esto, añade la compra de grano para la siembra y los animales. No tenemos ni bueyes ni caballos para la carga y el laboreo pesado. Cada animal costará al menos cien libras, sin contar con los aperos de labranza para trabajar la tierra. Incluso a diez soles por día, como mínimo, será un gasto de cincuenta libras por persona antes de la cosecha.
—¡Aun así! —respondió Julie encogiéndose de hombros y simulando indiferencia—. ¡Todavía nos quedan diez mil libras! En última instancia, podemos acudir a un banquero. Poseemos cien arpendes parisinos de hermosas tierras de pan[2], y una veintena de arpendes de pastos comunales. Los bosques ocupan una superficie de ciento cincuenta arpendes abundantes en caza. Cultivando sólo la mitad de las tierras, sabes que nos reportará, limpio de simiente, entre tres y cuatro mil libras. Con algo de ganadería y la puesta en explotación de la madera, de lo cual se ocupará Margot, la finca nos dará el año próximo de siete a nueve mil libras, tal vez más.
—Tienes razón. Sólo que debemos vivir y mantener nuestro rango. En París, una familia puede vivir con dos mil libras tan ricamente, pero aquí no. Tan pronto como sea marqués, cuando el Parlamento haya registrado mis cartas de nobleza, tendremos que volver a la corte. Habrá que amueblar la casa, vestirnos. Necesitas ropa. ¿Y cómo vamos a recibir a nuestro vecino el duque de Enghien si estamos en la miseria?
—Viviremos con sencillez y no iremos ni a París ni a la corte. Coseré nuestra ropa y gastaremos muy poco. Tenemos madera en abundancia. En fin, y luego está mi dote, podemos gastarla. El rey le ha dado diez mil libras a mi madre para mis necesidades.
—Ésa no es la vida que te había prometido, Julie. Ni aquélla a la cual me comprometí con tu tía —replicó Louis sacudiendo negativamente la cabeza.
Julie soltó su mano y retrocedió unos pasos, mirándolo de hito en hito con una sonrisa. ¡Qué guapo era su esposo, pese a los cabellos, demasiado cortos, y el ralo bigote!
—¿Por qué sonríes así? —preguntó Louis con tono enfadado.
—Cuando te conocí, tenías el pelo largo hasta los hombros, y tu bigote era tan espeso que subía por encima de tus mejillas. Ahora tienes un aspecto demasiado serio, con ese viejo traje de terciopelo negro. Casi pareces un notario —respondió su esposa riendo a carcajadas.
Tres meses antes, el padre Niceron lo había afeitado casi por completo cuando se había disfrazado de truhán a fin de entrar en la banda de los granujas del duque de Beaufort.
El exnotario esbozó una sonrisa fatalista.
—¡Mis cabellos volverán a crecer, Julie! Pero nuestras preocupaciones no desaparecerán.
Su esposa se acercó de nuevo a él y, suspirando, le acarició dulcemente el rostro con la mano:
—Te diré algo, Louis. No es por el dinero por lo que me preocupas. No hago más que observarte desde nuestro matrimonio: ¡Lo que a ti te ocurre es que te aburres!
—¿Aburrirme? ¡Con todo lo que hay que hacer aquí! —protestó Louis débilmente.
—¡Sí, Louis, te aburres! En París tenías otra vida, te dedicabas a tus investigaciones, tus interrogatorios… Todo eso mantenía activa tu mente. Aquí, Michel se ocupa de los trabajos, Margot administra la casa y yo me encargo del resto. No tienes nada que hacer y te aburres como una ostra. Tú creías que yo sería desdichada lejos de la ciudad, cuando en realidad me encanta. Eres tú quien echas de menos París, sus aventuras y sus peligros.
—No es cierto —protesta Louis sin convicción.
—¡Es verdad! —refunfuña su esposa—. ¡Y lo sabes muy bien! A veces me pregunto si no deberías haber aceptado ese cargo de pasante al servicio de Mazarino.
—No, querida, no lo lamento…
Pareció dudar antes de proseguir con media sonrisa:
—Pero tienes razón, a veces los días se me hacen algo largos. Será debido a esta lluvia pertinaz, y a este viento tan lúgubre.
—Tan pronto como mejore el tiempo, volveremos a París —prometió Julie—. Pasaremos allí unas semanas, y quizá Gaston tenga alguna investigación terrible que confiarte.
Con tal promesa, Louis pareció animarse un poco.
—Voy a examinar esas piedras con Michel y preguntarle si bastarán para terminar la fachada del ala derecha. Esta tarde, pese a la tormenta, podríamos ir a ver su proyecto de noria para el acarreo de aguas hasta el castillo.
—También tienes que elegir las maderas del comedor. Se están secando en las dependencias anexas a las caballerizas y ya deben de estar listas. Creo que podrían ir instalándose.
La cena reunió a todos los habitantes de la casa. Se sentaban una docena de personas a la mesa, servidos por dos criados y un joven valet que venían de Mercy.
Durante la cena —una espesa sopa de jamón con pan horneado en la cocina— Margot se decidió a hablar de un asunto que le preocupaba y que su marido no se atrevía a abordar con su amo.
Margot era la gobernanta del castillo. De profesión librera, su camino se había cruzado con el de Louis, que la había tomado a su servicio. La administradora tenía un rostro anguloso e ingrato, acentuado por una expresión perpetuamente severa. Su moño prieto y su vestido de tela oscura, cubierto con un delantal, reforzaban su austero retrato. Las únicas personas capaces de provocar una sonrisa en su cara eran su esposo, Michel, y su amo y señor, Louis Fronsac. Pero, al contrario de su marido, no temía a Louis; simplemente lo idolatraba.
—Caballero, ¿recordáis las diez mil libras que, gracias a vos, me remitió el mariscal de Bassompierre?
—Por supuesto, Margot. Están a buen recaudo en el despacho de mi padre, y tengo entendido que os reportan pingües beneficios.
—En efecto, señor, y os estoy muy agradecida por ello. Veréis por qué os lo digo: el párroco de Royaumont posee algunas tierras al otro lado de Ysieux. Ahora bien, no tiene derecho de paso para acceder a ellas. Cuando vuestro puente no estaba todavía en ruinas, los monjes lo utilizaban, pero desde que se lo llevó la crecida del río, sus tierras están casi abandonadas. He hablado con el párroco. Estaría dispuesto a venderme un hermoso prado por menos de seis mil libras. Michel ha ido a verlo. Según él, está en la mitad de su precio, pues el suelo podría rendir al doce[3]. Me gustaría comprarlo.
—¡Pero, Margot, claro que podéis comprarlo! No tenéis que pedirme permiso para eso.
—Prefiero hacerlo, señor. Para pasar el Ysieux, hace falta un puente. Michel quería poner un paso de maderas en las ruinas, así podríamos acceder sin dificultad a nuestros campos. Para ello, necesito vuestro permiso. Además, nosotros no tenemos bueyes ni aperos de labranza. Habíamos pensado proponer a los lugareños de Mercy que tomasen la tierra en aparcería y pediros que nos dejéis utilizar los graneros y el establo de vuestra granja. Por supuesto que os pagaríamos un alquiler por todo y nos encargaríamos de construir un puente provisional de madera. Y cuando vos podáis reconstruirlo en piedra, pagaremos nuestra parte.
Había hablado muy rápido, temiendo haber ido demasiado lejos en su petición. Su esposo bajaba los ojos. Debería haber hecho él la petición, pero no se atrevía.
Cuando hubo terminado, Louis permaneció silencioso. Reflexionaba. Al cabo de un rato, se dijo que una vez más Margot había encontrado un medio de ayudarlo. Lanzarse a una nueva empresa distraería su mente.
—Michel, ¿sería posible reparar así el puente?
—Sí, señor. Sería provisional, y algo precario en caso de que las aguas subiesen, pero puedo ponerle el piso en tres o cuatro días, después de hundir las estacas en el río. No resistirá una crecida, pero durará unos cuantos años.
—Entonces, hazlo. Tengo derecho de peaje, pero no lo ejerceré. Cada cual atravesará por su cuenta y riesgo, y los carros pesados estarán prohibidos. Margot, compra tu tierra. Iremos a París a preparar las escrituras en el despacho de mi padre cuando os plazca. En cuanto a los bueyes y el material, los pagaremos a medias.
—Podríais ir a ver lo que propone Michel esta tarde, querido —sugirió Julie.
—Es una buena idea.
—El párroco tiene otros prados en venta, señor —añadió entonces Margot, ahora ya más tranquila—. Hay una hermosa dehesa y varios campos lindantes. Pide cinco mil libras, pero es posible que rebaje el precio. Os reportaría unas doscientas libras al año, por lo menos.
—Desgraciadamente, no puedo permitírmelo, Margot.
—El señor Bailleul había propuesto la construcción de un molino —intervino Michel—. Si pudiésemos transformar el grano en harina, os reportaría algo más, señor. Yo podría construir un molino en la orilla del río.
—Es una buena idea, desde luego, pero quedan tantas cosas por hacer… Y son mucho más urgentes. Esperemos al menos a la primera cosecha.
La puerta de entrada se abrió de repente, y la tormenta, el viento y la borrasca entraron al mismo tiempo que Esprit Ferrant.
Esprit Ferrant era un joven de Mercy que tendría alrededor de dieciocho años, aunque ni él mismo estaba seguro de su edad. Desde hacía un mes se ocupaba de los caballos y los establos del castillo. Durante la cena, era él quien permanecía de guardia en el patio.
Se acercó sin vacilar a la mesa sosteniendo en la mano un sombrero de fieltro de ala ancha empapado por la lluvia. Él también tenía mucho miedo de su nuevo señor. Sus zuecos embarrados dejaban gruesas huellas en las losas de piedra y Margot frunció el ceño. Se hizo un silencio mientras todos los comensales lo miraban con sorpresa; para que Esprit Ferrant se permitiese entrar sin limpiarse los zuecos debía de pasar algo verdaderamente grave.
Louis Fronsac le hizo señas para que hablase.
—Señor… señor —farfulló el joven como sobrecogido por una emoción que no podía dominar—. Aca… acaba de llegar una ca… una carroza…
Louis se levantó al punto, seguido por Gaufredi, que asió el espadón de hierro, siempre al alcance de su mano. Ambos avanzaron con algo de prudencia hacia la puerta, que permanecía abierta.
Fuera, la lluvia caía a cántaros, pero se veía perfectamente la gran carroza gris cubierta de regueros de tierra en medio del patio embarrado. Era un coche de cuatro ruedas tirado por seis caballos tordos, sin escudos de armas en las portezuelas. Los dos postillones estaban ya en tierra y un criado colocaba una escalera al pie de una de las puertas. Louis pudo observar entonces a los cuatro guardas de corps del rey, de uniforme recubierto por una esclavina, inmóviles en sus caballos y armados hasta los dientes con sables y mosquetes.
¿Quiénes eran aquellos visitantes inesperados? Visitantes de postín, desde luego, para ir así escoltados.
La portezuela de la carroza se abrió y un hombre envuelto en un gran manto oscuro descendió, el rostro disimulado por un sombrero chorreante. Alzando los ojos, vio a Louis y se dirigió a grandes zancadas hacia la monumental escalera cuyos peldaños ascendió rápidamente. Un segundo pasajero lo seguía. Louis avanzó hacia la escalinata mudo de asombro. Había reconocido la perilla recortada y el bigote pasado de moda del primer visitante: ¡era Michel Le Tellier[4], el ministro de la Guerra y uno de los hombres más poderosos de Francia!
En cuanto a la persona que corría a reunirse con el ministro, Louis no lograba ponerle nombre a aquel rostro empapado, pero sus suntuosos ropajes hablaban por él. Se trataba de un eminente personaje de la corte.
El dueño de la casa se inclinó profundamente y les franqueó el paso.
—Señor Fronsac, hemos tenido algunas dificultades para encontraros —declaró Le Tellier con voz estentórea—. Sed discreto —prosiguió, en un murmullo—. Nadie debe saber quién soy.
Louis intervino:
—Entrad a calentaros, señor. ¿Queréis comer algo? ¡Pero qué estúpido soy al preguntároslo! La cena estará lista en un momento. Daré órdenes de que se ocupen de vuestra gente.
Julie se había acercado. Ella también había reconocido a Michel Le Tellier, a quien había encontrado más de una vez en casa de su tía, la marquesa de Rambouillet. Lo saludó, mientras el ministro le correspondía con una graciosa reverencia.
Margot comprendió de inmediato que aquellas gentes no eran visitantes ordinarios. Por eso ya había mandado a Marie Gaultier y a su hermano que retirasen los restos de la cena, a los demás, que se fuesen a la cocina, y a Antoinette Hubert, dado que los viajeros traerían numeroso séquito, que preparase comida caliente de inmediato.
La estancia se vació por la escalera de servicio que bajaba a la cocina, situada a la altura del patio: tres salas abovedadas prolongadas por dependencias comunes y las caballerizas.
Sólo Gaufredi se quedó en un rincón, en actitud hosca y vigilante.
Le Tellier y su compañero se acercaron hacia la chimenea más cercana a ellos.
—¡Qué tiempo tan espantoso! ¡Una tarde de perros! —resopló el ministro mientras se quitaba los guantes de piel de lobo y calentaba sus manos al amor de la lumbre.
Se hallaban los cuatro cerca de la chimenea: Louis y su esposa, Le Tellier y su acompañante. Louis pensó que era asombroso que no hubiese allí unos cuantos gentileshombres o secretarios para acompañar a los dos hombres. Eso significaba que los visitantes no deseaban que nadie conociese aquella visita.
—No os he presentado al conde de Brienne —dijo Le Tellier en voz baja.
Louis saludó con igual cautela, observando discretamente al compañero de Le Tellier, quien le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
Henri-Auguste de Loménie de Brienne era el nuevo ministro de Asuntos Exteriores. Había sustituido al señor de Chavigny, eliminado caballerosamente por Mazarino a la muerte del rey.
Aquellos dos hombres eran fieles del cardenal Julio Mazarino.
De unos cuarenta años, Michel Le Tellier había sido procurador del rey en el Châtelet a las órdenes de Laffemas y luego relator del Consejo de Estado. Lo habían llamado para reprimir la rebelión de los campesinos de Normandía —conocida como la rebelión de Jean-Va-Nu-Pieds—, cosa que había hecho con increíble ferocidad y sin vacilar. A raíz de ese éxito, lo habían nombrado intendente militar para el ejército de Italia. En el Piamonte, cuando representaba al rey en los asuntos de policía y de justicia, Le Tellier había sido observado por quien no era todavía más que embajador en la Santa Sede de los príncipes de Saboya, Julio Mazarino. Ése fue el comienzo de la relación de estima y amistad entre los dos hombres.
Una vez presidente del Consejo de Regencia, Mazarino dio pronto a Le Tellier la cartera de Guerra, en sustitución de Sublet des Noyers, demasiado afecto a los devotos de la sociedad del Oratorio y a los ultramontanos.
En cuanto a Henri-Auguste de Loménie de Brienne, que frisaba la cincuentena, procedía de una vieja familia de aristócratas acostumbrados a ocupar puestos eminentes en la administración del reino. Su padre había sido ya secretario de la casa del rey con Enrique IV.
—Comeremos gustosamente cualquier cosa —sugirió Le Tellier con una cálida sonrisa—. Veo que estabais cenando.
Julie dio un vistazo a la mesa, escrupulosamente vacía.
—Daré las órdenes oportunas, monseñor —propuso al ministro—. Instalaos si gustáis, no tardarán mucho.
Ambos visitantes se dirigieron a la mesa, despojándose del manto, que depositaron en un escaño. Le Tellier recorrió la estancia con una mirada. La sala era muy grande, pero también caldeada y agradable. A su derecha, una majestuosa escalera de piedra comunicaba con el piso superior. Observó las dos puertas en el extremo de la pieza, así como el paso hacia la escalera de servicio. El lugar estaba, sin embargo, muy pobremente amueblado. Aparte de la larga mesa, no había allí más que bancos y taburetes. Un ajado tapiz, raído hasta la trama, colgaba de la pared entre las dos chimeneas. Dos panoplias de armas decoraban la pared de enfrente. Un gran sillón tapizado, cojo de un pie, resistía en una esquina. Unos bancos, al pie del tapiz, así como dos cofres y un vasar del siglo anterior, completaban el mobiliario. Frunció bruscamente las cejas al constatar que todavía estaba presente un criado, de pie, medio disimulado en un profundo vano de la ventana. Lo examinó con atención.
El aspecto de aquel criado era inquietante. Sus mostachos con las guías hacia arriba le recordaban a esos capitanes de teatro italiano que el cardenal Mazarino había puesto de moda desde hacía unos meses. Cubierto con un jubón de búfalo remendado, tocado con un sombrero empenachado, envuelto en una capa escarlata, calzado con botas hasta los muslos, con espuelas de cobre, el viejo —era un hombre de rostro cosido a cicatrices y lleno de arrugas— llevaba en el talabarte una larga espada a la española de mango de cobre y una pistola al cinto.
Louis observó la mueca del ministro.
—Gaufredi es mi guardaespaldas, señor —explicó—. Me ha salvado la vida tantas veces que no tengo secretos para él.
Soldado de fortuna de aquella guerra que duraba treinta años, el último alistamiento de Gaufredi antes de entrar al servicio de Louis había sido a las órdenes de Jean de Gassion cuando este último hacía estragos en la Lorena.
Antes, Gaufredi había sido mercenario con los suecos, en la Pomerania, e incluso con los austríacos, nuestros enemigos. Lo sabía todo del arte de la guerra. Cuarenta años de muerte, pillaje y violencia lo habían endurecido hasta un punto que nadie podría imaginar, y no tenía corazón desde hacía mucho tiempo.
Mejor dicho, sí. El viejo veneraba a quien lo había tomado a su servicio y había confiado en él cuando nadie quería hacerlo. Gaufredi se habría hecho matar por Louis y su esposa —¡aunque él preferiría matar por ellos!—. Era un viejo, sin duda, pero ante todo un hombre temible, de un extraño salvajismo.
Le Tellier miró a Brienne, como para pedir su parecer, y este último, con los párpados entrecerrados, asintió con la cabeza.
—Caballero, supongo que estaréis preguntándoos a qué obedece nuestra visita —comenzó entonces el ministro de la Guerra.
—Ciertamente, señor. Pero será mejor que antes recobréis fuerzas. Y después estaré a vuestra disposición. Seré todo oídos.
Hizo una respetuosa pausa, para añadir:
—Mi biblioteca, que es también mi gabinete de trabajo, está ahí —señaló la puerta situada en el extremo izquierdo de la sala—. Allí hablaremos tranquilos…
Julie volvía acompañada de Marie, de su hermano y de Margot. Estos últimos, provistos de varias botellas de vino de Beaune, platos de estaño y dos gruesas hogazas de pan caliente.
—Podemos ofreceros una sopa —explicó Julie—, así como dos pintadas frías.
—¡Eso será perfecto! ¿Os habéis encargado de nuestros hombres?
—Sí, monseñor —respondió Margot—. Están abajo, en la cocina, arrimados a un buen fuego, y la señora Hubert se ocupa de ellos.
—¿Os molestaría que pasásemos aquí la noche, señora? —preguntó Le Tellier a Julie.
—En absoluto, señor. Tenemos sitio suficiente y vuestra gente podrá dormir en las caballerizas o en el granero.
Un criado llevaba las pintadas, otro los cuchillos, los cubiertos italianos y los aguamaniles. Marie había ido a buscar la sopa.
Los invitados se abalanzaron sobre la comida con apetito voraz, mojando el pan en la sopa y las salsas que acompañaban la carne. Loménie de Brienne utilizaba con destreza la cuchara de sus cubiertos italianos, pero Le Tellier comía con los dedos, que enjuagaba regularmente en el aguamanil y secaba luego en los faldones de su jubón.
Louis los observaba discretamente mientras les servía la bebida. El aristócrata De Brienne intentaba no mancharse, mientras que Le Tellier, acostumbrado a la ruda vida de los campamentos militares, no se cuidaba en absoluto ni de su camisa de seda ni de su jubón de terciopelo.
—Hemos salido muy temprano esta mañana de París —dijo entonces Brienne, hablando por primera vez—. Nuestro coche se ha atascado en dos ocasiones —precisó, con una especie de reproche.
—El camino está en muy mal estado —reconoció Louis con una sonrisa desolada.
—¡Vaya, vaya!, conque éste es el famoso señorío que os concedió Luis el Tartamudo —ironizó Le Tellier, sin dejar de examinar su entorno con curiosidad—. Me habían dicho que era una ruina. ¡Habéis trabajado de lo lindo!…
—En efecto, señor. Y, como veis, todavía nos queda mucho por hacer.
—Los trabajos de restauración serán muy caros, ¿verdad? —intervino Brienne, con un tono más amable que el de su anterior comentario.
—¡Carísimos, señor! —se quejó Louis.
—También a mí me da muchas preocupaciones mi castillo de Brienne —explicó el ministro[5].
Julie escuchaba la conversación vigilando a Marie, que servía la sopa, y tratando de adivinar lo que querían los dos ministros.
Ambos hombres comieron un rato en silencio, hasta que Le Tellier rebañó su plato con pan, exclamando:
—¡Señora, en mi vida he comido mejor! Estábamos transidos de frío y muertos de hambre, y henos aquí, de nuevo, dispuestos a afrontar la tempestad.
Y, una vez que la criada se hubo ido a la cocina en busca de más nueces confitadas, se dirigió de nuevo a Louis, adoptando una voz dulce y agradable:
—Señor Fronsac, ahora podremos abordar cosas serias.
En ese momento llegaba Margot con una cesta de fruta. Le Tellier eligió una pera y empezó a pelarla.
—Podemos ir a la pieza del fondo —propuso Louis.
De Brienne inclinó la cabeza en señal de aprobación y los dos ministros se levantaron a un tiempo.
—Os llevaré las nueces confitadas allí —propuso Julie.
Le Tellier siguió a Louis pelando su pera y dejando caer las mondas al suelo. Brienne, por su parte, había cogido una manzana.
Pasaron al despacho-biblioteca. La chimenea, que chisporroteaba alegremente, había sido provista de unos buenos troncos, pero la estancia seguía estando fría. Le Tellier observó el lugar. Dos grandes librerías de roble sostenían un batallón de libros. En la tercera pared, un viejo tapiz de Flandes muy apolillado pendía lúgubremente.
El moblaje se limitaba a dos viejos sillones dispuestos frente a frente, con la tapicería raída hasta la trama. Los brazos del sillón remataban en cabezas de león. En una esquina, cerca de una ventana, una mesa de roble abarrotada de papeles, plumas y tinteros, con su correspondiente taburete.
De forma resolutiva, el ministro de la Guerra se dirigió a un sillón para instalarse delante del fuego, mientras que Brienne daba algunos pasos por la biblioteca para examinar las estanterías y los volúmenes de cuero.
—Tenéis muchos libros, caballero. Probablemente más que yo.
—Es uno de mis defectos, monseñor. Mi esposa, y yo mismo, leemos mucho, y nuestra gobernanta es exlibrera.
El ministro asintió con la cabeza y volvió hacia la chimenea, donde se sentó en el otro sillón. Louis cogió entonces el taburete para colocarse entre ambos.
Permanecieron silenciosos un rato mirando las llamas. Finalmente, Le Tellier tomó la palabra:
—Como sabéis, caballero, el señor de Brienne sustituye al señor de Chavigny en Asuntos Exteriores. Es hora de que os digamos ya lo que nos ha traído a turbar vuestra quietud.
Aguardó un instante, quizá a la espera de una pregunta de su huésped, pero al ver que aquélla no llegaba, continuó:
—Brienne, lo mejor sería que hicieseis una rápida exposición de la situación en Europa al caballero.
—Con mucho gusto —aprobó el conde de Brienne con un tono un tanto pedante uniendo las yemas de los dedos.
Su mirada se dirigió hacia su huésped y prosiguió:
—Pese a sus defectos, señor Fronsac, el cardenal Richelieu ha hecho mucho por la grandeza de Francia. Nuestro país domina el mundo. La casa de Austria está debilitada e Inglaterra, en plena anarquía, apenas cuenta. Con su clarividencia, monseñor Mazarino ha descubierto en el joven duque de Enghien el gran general que nos faltaba. Con él, hemos aplastado a los españoles en Rocroy y por todas partes en el norte, así como en la Lorena. Es cierto que nuestros ejércitos pasan apuros en Alemania, pero Enghien vuelve a París dentro de unos días y recibirá instrucciones para llevar sus tropas al Rin. Francia saldrá finalmente victoriosa y podrá imponer sus condiciones de paz.
»No ignoráis que esta guerra que asola Europa desde hace treinta años es un conflicto atroz y agotador. Ruinas y miserias se acumulan. Alemania está horriblemente destrozada. ¿Sabéis que a lo largo del Rin casi todos los pueblos están destruidos? El hambre y la inopia son tales en el territorio alemán que las operaciones militares no se desarrollan allí por razones estratégicas sino solamente para ocupar ciudades, pueblos y aldeas capaces de asegurar la subsistencia de los ejércitos de ocupación. Semejante matanza no tiene sentido y hay que ponerle fin.
Hizo una pausa, antes de continuar con tono grave:
—Conviene, sin embargo, que nuestro país no pierda en la mesa de negociaciones lo que ha ganado a costa de su sangre. Desde 1636, Urbano VIII se postuló como mediador, pero los príncipes protestantes habían declinado su ofrecimiento. Las negociaciones se han reanudado en nuestros días y el comienzo de una conferencia de paz es aceptado por todas las partes. En realidad, habrá dos conferencias simultáneamente. Una en Münster, entre Francia y el Imperio, y la otra en Osnabrück entre los suecos y el Imperio. Los católicos se encontrarán en Münster y los protestantes en Osnabrück. Ambas conferencias reunirán a los plenipotenciarios de Francia y Suecia, de los principados germánicos, de las Provincias Unidas, de España, de Portugal y de la Santa Sede. El objetivo es una partición de Europa que sea aceptable para todos. ¿Sabéis cómo funcionan esas conferencias, señor?
Sin esperar respuesta, Brienne continuó:
—Cada país envía varios embajadores con sus consejeros y secretarios. Nuestros negociadores rinden cuentas de las propuestas que les son hechas, a veces a título privado, a veces públicamente, por los otros negociadores. Envían entonces correos a mi ministerio y yo informo de ello a monseñor Mazarino. A continuación elaboramos una respuesta, a veces contraproposiciones, que son llevadas por estafetas a los negociadores. El proceso es demasiado largo y relativamente arriesgado. Por supuesto, hay que evitar que los postillones caigan en manos de nuestros enemigos o les roben los despachos. Naturalmente, toda nuestra correspondencia está cifrada. Nuestros adversarios se comunican asimismo con correos cifrados. No se os oculta, pues, la importancia del Servicio de Cifrado, el encargado de la correspondencia en clave, que es crucial en la actividad diplomática.
En el colegio de Clermont, el famoso establecimiento de los jesuitas donde había hecho sus estudios, Louis se había aplicado al estudio del derecho, no en vano iba a ser notario, pero su natural inclinación era hacia las matemáticas. Su maestro, un admirador de Copérnico y de Galileo, lo había formado en la lógica, y aun conociendo poco la ciencia de los números, tenía una cierta idea de los métodos de cifrado y codificación.
—¿Conocéis a Antoine Rossignol[6], caballero? —prosiguió Brienne, a quien, decididamente, le encantaba hacer preguntas a las que sólo él pudiese responder.
Louis negó con la cabeza.
—En 1626, el príncipe de Condé sitiaba Réalmont, en el Languedoc, un pueblo rebelde defendido por los hugonotes que parecía impenetrable. Condé se planteaba ya levantar el sitio cuando sus gentes capturaron a un hombre que llevaba una carta de los sitiados. Era un detestable e incomprensible poema. El estado mayor del príncipe supuso que se trataba de un mensaje secreto pero se confesaron incapaces de comprenderlo. Un oficial pensó entonces en un gentilhombre de la región llamado Rossignol, apasionado por las matemáticas y la criptografía. Y lo llamaron.
»Antoine Rossignol nació con el siglo, y ya muy joven había demostrado hasta qué punto era un genio de los números. Tradujo el poema en un día. Era un despacho en el que se solicitaba pólvora y municiones, de los que carecían los asediados. El príncipe devolvió a Réalmont la misiva descifrada, y los hugonotes, comprendiendo que sus adversarios lo sabían todo, se rindieron.
«Habiendo llegado a oídos de Richelieu tan inusual proeza, reclutó a Rossignol y lo nombró responsable del Servicio de Cifrado, el servicio encargado de preparar la correspondencia secreta. Durante el sitio de La Rochelle descifró sin dificultad los mensajes protestantes. Su asombrosa capacidad para romper los códigos enemigos y cifrar nuestros propios despachos de forma impenetrable le valió el éxito. Tenía todos los favores de Su Majestad.
»Os explico todo ello para que comprendáis que Rossignol conoce todos los secretos de Estado y que, por lo tanto, está por encima de toda sospecha.
Meditó un rato, antes de añadir:
—Sin embargo, sabemos de fuente fidedigna que, desde hace unos meses, España, y tal vez las Provincias Unidas, conocen el contenido de nuestros despachos diplomáticos más confidenciales.
—¿Estáis seguro de ello? —preguntó Louis con inquietud.
—¡Por supuesto! —intervino Le Tellier—. Nosotros también tenemos nuestros espías.
Miró a Brienne, animándolo a continuar.
—Como comprenderéis, caballero, no podemos participar en la conferencia de Münster si nuestros adversarios leen nuestra correspondencia. Hay que acabar con eso.
—Hay varios medios de conocer el contenido de un despacho cifrado —observó Louis—. Se puede coger el despacho y, conociendo el código, traducirlo, pero también se puede obtener el despacho antes de que haya sido cifrado.
—Exactamente. Hemos examinado todas las posibilidades. Nuestros enemigos pueden conocer nuestro código de dos formas: o porque alguien se lo ha dado —o vendido—, es decir, por un traidor, o porque disponen de un hombre más talentoso que Rossignol, que ha logrado descifrarlo.
—¿Es eso posible? —se asombró Louis.
—Sería muy difícil, pero no imposible. El propio Rossignol nos lo ha sugerido. Acordaos de lo ocurrido en Réalmont.
—Mas para eso nuestros adversarios habrían tenido que interceptar nuestros despachos —observó Louis.
—Estáis en lo cierto, señor Fronsac. En general, suelen transportarlos tres correos diferentes. No se puede, pues, excluir que un correo haya sido comprado por nuestros enemigos. Teniendo eso en cuenta, para la conferencia de Münster pensamos poner en funcionamiento un escuadrón de estafetas incorruptibles al mando de Maurice de Coligny, si el duque de Enghien lo aprueba, puesto que el señor de Coligny se halla actualmente en su ejército.
—Conozco a Coligny —observó Fronsac—, estuve con él en Rocroy. Es un hombre de talento y de valor; habéis hecho una buena elección.
—¡Ah! Es verdad, olvidaba que estuvisteis en Rocroy —dijo Brienne con resquemor—. Pero, volviendo a lo nuestro, no creemos que los despachos hayan sido interceptados y luego descifrados. Nos inclinamos, más bien, por una traición en el seno del propio Servicio de Cifrado del señor Rossignol.
En ese momento, Louis prestó más atención si cabe. Brienne prosiguió con su relato:
—El señor Rossignol utiliza los llamados repertorios para la codificación de los despachos. Ha hecho una modificación en ellos y hemos sabido que España tuvo conocimiento de un despacho codificado en el cual aparecían sus modificaciones.
—Lo que significa que hay un espía en vuestros servicios.
—En efecto, en el seno mismo del Servicio de Cifrado bajo la responsabilidad de Antoine Rossignol.
—¿De cuántas personas estamos hablando?
—Rossignol tiene a sus órdenes cuatro polígrafos, tres de ellos elegidos no sólo por su competencia en el dominio de los números, sino también por su integridad y fidelidad al reino. Ahora bien, uno de ellos es forzosamente un espía. Y hay algo más grave: también tememos que la caja fuerte donde se guardan los repertorios utilizados para la codificación haya sido abierta por personas distintas de las autorizadas.
—¿Y en ese caso no se podría cambiar la clave?
—Es mucho más grave —respondió el conde de Brienne con una especie de lasitud, como si estuviese harto de tener que explicarlo todo—. Como os he dicho, la codificación de una carta se hace a partir de un repertorio de palabras. Es un libro muy grueso, pues es imposible que los polígrafos memoricen la totalidad del código. En realidad, hay dos, uno para cifrar y otro para descifrar. Y esos registros están guardados en la caja fuerte. Pueden haber abierto la caja fuerte para hacer una copia de los códigos pero también para hurtar los despachos que se custodian antes de que hayan sido codificados.
—¡Diablos! En otras palabras, que nuestros enemigos podrían disponer a la vez de los códigos y de los despachos. ¿Habéis intentado seguir a todos los que han tenido acceso a ellos?
—Lo hemos pensado. Pero, antes de tomar una decisión como ésa, consultamos con monseñor Mazarino y nos disuadió de ello.
—¿Por qué? —preguntó Louis tras una breve vacilación, pues adivinaba ya la respuesta.
Fue Tellier el encargado de dársela en tono grave:
—Tendríamos que acudir a agentes libres de servicio, a investigadores o comisarios, lo cual entrañaría mayores dificultades si cabe. Nos veríamos obligados a decirles la verdad, o al menos una parte de ella, cuando estamos sólo a un paso de conocerla. Casi estamos seguros de que el traidor no sabe lo que nosotros sabemos, y es importante que siga sin saberlo. Ahora bien, los encargados de su vigilancia podrían ser descubiertos y nosotros perderíamos entonces toda esperanza de identificar a nuestro espía. E incluso podrían dejarse sobornar, y entonces sería peor el remedio que la enfermedad.
»Y, sobre todo —prosiguió—, no se os oculta que nosotros, como es lógico, deseamos identificar a todos los miembros de la red, y en particular al o a los cabecillas. Tal vez sean agentes extranjeros, pero podrían ser igualmente franceses, grandes del reino, ¿por qué no? No podemos descartar la existencia de un nuevo complot. Tampoco podemos confiar esa tarea a cualquiera.
»Ahora ya sabéis por qué el cardenal nos ha enviado a veros.
—Necesitamos a alguien que pueda analizar todos los hechos —completó Brienne—, encontrar al o a los culpables y proponer soluciones para devolver la seguridad a nuestro Servicio de Cifrado. Alguien en quien se pueda tener una confianza absoluta, pues en ese terreno cualquiera puede ser sospechoso. Su Eminencia cree que sois el único que puede ayudarnos.
Sobrevino un silencio absoluto.
Louis estaba consternado. Había entendido perfectamente el sentido de la visita. La última vez que había ayudado a Mazarino había sido golpeado, se había encontrado en medio de una batalla, había sido perseguido por una banda de asesinos y, en fin, había tenido que vivir durante varios días como un truhán en medio de un grupo de canallas. No tenía ninguna gana de verse de nuevo mezclado en una aventura semejante.
—No será peligroso —sonrió Le Tellier como para tranquilizarlo—. Vos sois el único que podéis desenredar este embrollo, y, con vuestro talento, lograréis hacerlo en muy poco tiempo.
Louis enarcó una ceja sorprendido. Le Tellier y Mazarino debían de tomarlo por un hechicero, un mago, un ser fuera de lo común capaz de hallar la solución de un problema únicamente haciendo funcionar su mente. Parecían ignorar las dificultades materiales y los peligros a los que podría enfrentarse. No conocía el mundo del espionaje pero sabía que era un mundo de asesinos. Ahora que estaba felizmente casado, no tenía ninguna gana de arriesgar de nuevo su vida.
—Monseñor Mazarino ha adivinado vuestras reticencias —prosiguió el ministro de la Guerra con aire bonachón—. Pero también conoce vuestras necesidades. Tengo aquí diez mil libras, en mi carroza, que debo entregaros en caso de que aceptéis. Triunféis o no, serán vuestras. Y si resolvéis este asunto, recibiréis otras diez mil libras más.
—Es una suma considerable, señor, y es cierto que me vendría muy bien —sonrió Louis a su vez—. Debo reflexionar sobre vuestra propuesta y hablar de ello con mi esposa. Puesto que os quedáis aquí esta noche, os daré mi respuesta durante la velada. Mas para disponer de toda la información, ¿podríais hablarme más detalladamente de los polígrafos del señor Rossignol, puesto que parecen ser los principales sospechosos?
—Son cuatro —explicó el conde de Brienne—. Como hemos dicho, todos cuidadosamente elegidos. Cada uno de ellos venía recomendado por uno de los hombres más íntegros del reino. A priori, deberían estar libres de sospecha. Su trabajo consiste en cifrar los despachos que salen y descifrar los que llegan, utilizando para ello los repertorios codificados. Es una tarea enojosa, para la que es tan importante tener memoria como talento en la ciencia de los números.
»En primer lugar, tenemos a Charles Manessier, un sobrino lejano del señor Rossignol o de su hermanastra, no estoy seguro. Luego, Guillaume Chantelou, un joven extraordinariamente piadoso e íntegro, perteneciente a la familia del señor Sublet des Noyers. Fue este último quien lo hizo entrar en el servicio cuando era superintendente de obras públicas. A continuación, está Simon Garnier, un hugonote procedente de una familia de pintores, alguno de ellos con mucho talento en el arte de descifrar. Fue propuesto por el señor Servien. Y, por último, Claude Habert, un sobrino de la cuñada del señor Le Bouthillier de Chavigny, a quien yo he sucedido. Como veis, todas gentes de calidad, de talento y familias de rancio abolengo.
—En efecto —suspiró Louis—, me parece difícil dudar de esos hombres. ¿Y no queda nadie más?
—¡Nadie! Únicamente esos cuatro y el señor Rossignol manipulan los despachos. Salvando a los ministros y a monseñor Mazarino, por supuesto.
Julie llegó con las nueces confitadas. Los tres hombres se sirvieron unas pocas, que mordisquearon en silencio. Finalmente, Le Tellier tomó la palabra de nuevo:
—Señora de Vivonne, hemos venido a proponer una misión a su esposo. Parece reticente a aceptar. Monseñor Mazarino estaría muy decepcionado si rehusase.
Julie observó a Louis frunciendo el ceño. El tono de Le Tellier le había desagradado e inquietado, y creyó distinguir en él una pizca de despecho, cuando no de amenaza.
El ministro de la Guerra se levantó para dirigirse hacia la ventana:
—Ha escampado. Vamos a ver cómo está nuestra gente, Brienne. Luego podremos instalarnos.
—Os mostraré vuestros aposentos, señores —propuso Julie.
—No os molestéis, señora. Nos arreglaremos solos —aseguró Le Tellier alzando una mano—. Quedaos con vuestro esposo. Nosotros volvemos al comedor.
Hizo una pausa antes de añadir, mirando de hito en hito a Louis:
—Sea como fuere, partimos mañana al amanecer. Desearíamos vivamente que nos acompañase, caballero.
Brienne se levantó a su vez. Parecía particularmente contrariado. Sin duda había venido con la secreta esperanza de que Louis Fronsac le daría el nombre de su espía y descubría que no sólo era incapaz de ello sino que parecía negarse a ayudarlos.
Ambos hombres salieron de la estancia.
—¿De qué se trata, Louis?
Fronsac permanecía sentado, con expresión impenetrable.
—Quieren que desenmascare a un espía en el Ministerio de Asuntos Exteriores —replicó de mala gana.
—¿Y has rehusado?
Alzó los ojos hacia ella exhalando un profundo suspiro:
—Sabes de sobra que no puedo negarme, Julie. Le debo todo a Mazarino, y le soy leal. Si me pide ayuda, se la prestaré. De modo que tendré que partir mañana.
—Sin embargo, Le Tellier parecía contrariado.
—No quería ceder tan pronto y deseaba hablarte antes de ello. No me apetece ocuparme de nuevo de asuntos políticos, Julie, pero no tengo elección. Además, me ofrecen veinte mil libras. Ese dinero sería una bendición para terminar nuestros trabajos y poner todas nuestras tierras a producir. Y también podríamos ayudar un poco a nuestros campesinos de Mercy.
—Cuéntame de qué se trata.
Louis no tenía secretos para su esposa y le explicó todo, no sólo el conocimiento del código por parte de España, sino también sus temores de enfrentarse a temibles adversarios.
—¡Acepta, Louis! —le aconsejó tras un momento de reflexión—. Primero, acabas de decirlo, no tienes elección, pero, sobre todo, será el mejor remedio para tu melancolía. Además, estoy segura de que te mueres de ganas por resolver el enigma que te han planteado. Creo, incluso, que habrías aceptado trabajar para ellos graciosamente.
Louis la miró sonriendo. Sabía que ella tenía razón. ¿Cómo podía adivinar así lo que pensaba? Si él poseía el don de la deducción, ella tenía una intuición fuera de lo común, que lo superaba con creces. Trató de justificarse:
—Si Dios me ha dado el talento de resolver enigmas, ¿no es normal que le rinda homenaje utilizándolo? —preguntó, encogiéndose de hombros—. Y luego está el hecho de que así podríamos pasar unas semanas en París, ir al teatro y a casa de tu tía, la marquesa de Rambouillet.
—¿Entonces, yo te acompañaría? —preguntó ella con la ilusión brillando en sus ojos.
—Sabes muy bien que no puedo hacer nada sin ti. Si me voy mañana, tú te reunirás conmigo dentro de unos días.
Julie se echó a reír, luego se calmó un instante, pensativa.
—¿Y si fracasas? ¿Qué ocurrirá si no descubres al espía?
Su rostro se ensombreció. Habían bromeado un momento pero la reflexión de Julie lo traía de nuevo a la realidad: iba a arriesgar su vida.
Sintió un escalofrío.
—Reunámonos con ellos —propuso, sin responderle.
En la gran sala principal, Le Tellier y Brienne se hallaban conversando con dos de sus lacayos. Cerca de la chimenea, Gaufredi los observaba atusando las guías de su bigote con expresión hosca.
Le Tellier se volvió hacia Louis al oírlo salir de la biblioteca:
—Ya no llueve, caballero, ¿podríamos visitar vuestras tierras? Mi gente ha dispuesto los caballos.
—Iba a proponéroslo, señor. Michel Hardoin, el esposo de mi administradora, es maestro de obras. Es él quien ha dirigido los trabajos. Desea reparar provisionalmente un puente en ruinas sobre el Ysieux y construir una noria para traer el agua hasta aquí. Si queréis, podemos llevarlo con nosotros para que nos explique su proyecto.
—Y tanto que sí. Me interesa muchísimo —declaró Brienne—. Me gustaría saber cómo va a arreglárselas vuestro maestro de obras. Yo tengo el mismo problema en mi castillo.
—Estábamos hablándolo con nuestros lacayos. ¿Debemos llevar armas de caza?
—Sería lo más recomendable. Hay muchos lobos en el bosque y podríamos cruzarnos con alguna manada. Gaufredi, ¿queréis acompañarnos? —preguntó Louis a su guardaespaldas.
—No os dejaría por nada del mundo, caballero. Dispondré los caballos ahora mismo.
Dio algunos pasos hacia Le Tellier y declaró con un tono desabrido:
—Señor, la armería está por aquí. Elegid lo que necesitéis.
Se encontraron todos a caballo en el patio, bien pertrechados con jubones de búfalo y tocados con sombreros de fieltro de ala ancha. Le Tellier y Brienne montaban las yeguas grises de su tiro. Los dos lacayos los acompañaban en las otras dos monturas. Todos llevaban espadas, pistola de arzón o arcabuz.
Descendieron hacia el río por un camino quebrado y lodoso. Abajo, Hardoin explicó sus proyectos; cómo plantaría las estacas de roble en medio del curso del río para sostener un tablero provisional y cómo éste se apoyaría en los pilotes arruinados. Brienne y Louis hicieron algunas preguntas. A cada una de ellas, Hardoin respondía con justeza y precisión. Le Tellier, que se las había visto con muchos maestros de obras por mor de los trabajos de fortificación, no decía una palabra, mas de su atenta expresión no se podía sino deducir que apreciaba la competencia del maestro de obras.
Tomaron enseguida un sendero que costeaba el río. El paseo prosiguió durante una media milla para finalmente desembocar en un ribazo rocoso que constituía una suerte de estanque natural.
—Aquí construiré la aceña, monseñor. A la entrada del estanque hay suficiente corriente durante todo el año para producir el movimiento, y bastante espacio para que la máquina pueda empujar el agua.
—¿Cómo funcionará? —preguntó Loménie.
—Será una gran rueda de cangilones como la del Sena, señor. El agua llenará los cangilones de madera y éstos se elevarán con la fuerza de la corriente. En el punto más alto, se vaciarán en un canalón de madera que descenderá hacia el valle. Los conductos serán sostenidos a lo largo por una red de andamiajes de madera, árboles, acueductos mamposteados e incluso por las irregularidades del terreno.
—La distancia hasta el castillo es mucha —observó Le Tellier.
—En efecto, señor. Una media legua. Habrá que empedrar un camino a lo largo del conducto de plomo.
—¿Y cuánto tiempo le llevará hacer todo esto? —quiso saber Brienne.
—Construir la rueda y ponerla en su lugar, varios meses. Por otra parte, habrá mucho trabajo de albañilería para colocar los conductos, hacer algunos acueductos de piedra y afirmar el terreno. Si empezamos en primavera, podremos tener agua en el castillo un año más tarde.
—¿Adónde llegaría el agua?
—He hecho cálculos. Contando con las pendientes, pienso conducirla al nivel del primer piso. Iría a salir entonces a la cocina, pero podríais tener una fuente en el comedor comunal, y con un pilón y bombas de mano, el agua podría llegar al segundo piso.
—Y así, tendríamos el agua en nuestras dependencias.
—Sí, señor, y también en el primer piso en las dos alas. Todo ello sin bomba de agua. Sería una comodidad inaudita.
—¡Inaudita! —repitió Brienne—. Tener agua corriente para poder asearse… ¡y para todo lo demás! —se echó a reír, seguido por Le Tellier.
—¿Y cuánto costará todo eso? —preguntó inquieto Louis.
—Serán necesarios muchos obreros y peones, señor. Para empedrar el camino y para la albañilería, además de maestros de obras y carpinteros. Sin contar con los conductos de plomo. Creo que habrá que contar al menos con unas diez mil libras. Quizá el doble.
—¡Es una gran suma! —exclamó Le Tellier mirando irónicamente a Louis, que asintió en silencio. Durante un rato, se quedó mirando el estanque natural. Y por fin, se volvió hacia los dos ministros.
—Acepto vuestra proposición, señores. Partiré hacia París mañana, con vos, si podéis llevarme. Pero tengo una última condición que poneros…
—¿Cuál? —preguntó Le Tellier frunciendo el ceño.
—Tendré libertad para llevar la investigación a mi manera.
El ministro aprobó con un discreto ademán.