CAPÍTULO III

Al salir de casa de los Verdurin y ver la hora que era, temiendo que Albertina se aburriera, pedí a Brichot que me hiciera el favor de dejarme en mi casa. Luego le llevaría a él mi coche. Me felicitó por volver directamente a casa, pues no sabía que en ella me esperaba una muchacha, y terminar la noche pronto y juiciosamente, cuando la verdad era que yo no había hecho sino retrasar su verdadero comienzo. Después me habló de monsieur de Charlus. Seguramente este se hubiera quedado estupefacto oyendo al profesor, tan amable con él —al profesor que le decía siempre: «Yo no repito nunca nada»—, hablar de él y de su vida sin la menor reticencia. Y quizá no habría sido menos sincero el asombro indignado de Brichot si monsieur de Charlus le hubiera dicho: «Me han asegurado que ha hablado usted mal de mí». Brichot sentía, en realidad, simpatía por monsieur de Charlus y si, hablando con el barón, hubiera tenido que referirse a una conversación sobre él, habría recordado aquellos sentimientos de simpatía que experimentara mientras decía de él las mismas cosas que decía todo el mundo, mucho más que estas cosas mismas. Y no creería mentir diciéndole: «Yo, que hablo de usted con tanto afecto», puesto que sentía de verdad cierto afecto cuando hablaba de monsieur de Charlus. Para monsieur Brichot, el barón tenía, sobre todo, el encanto que el universitario pedía en primer término en la vida mundana: ofrecerle specimens reales de lo que durante mucho tiempo había podido creer invención de los poetas. Brichot, que había explicado muchas veces la segunda égloga de Virgilio sin saber muy bien si esta ficción tenía algún fondo de realidad, hablando con monsieur de Charlus encontraba con retraso un poco del placer que él sabía que sus (26 Palabra en blanco en el manuscrito. N. de la Ed. de La Pléiade) maestros Mérimée y Renan y su colega Maspéro sintieron, viajando por España, por Palestina, por Egipto, al reconocer en los paisajes y en las poblaciones actuales de España, de Palestina y de Egipto el escenario y los invariables actores de las escenas antiguas que ellos estudiaran en los libros. «Dicho sea sin ofender a ese gran hombre de alta alcurnia —me dijo Brichot en el coche que nos llevaba a casa—, es simplemente prodigioso cuando comenta su satánico catecismo con una labia un tanto charentonesque[22] y una obstinación, iba a decir un candor, de blanco de España y de emigrado. Le aseguro, si se me permite expresarme como monseñor de Hulst, que no me aburro cuando recibo la visita de ese señor feudal que, queriendo defender a Adonis contra nuestra época de descreídos, ha seguido los instintos de su raza, y con toda inocencia sodomista, se ha cruzado». Mientras escuchaba a Brichot, no estaba sólo con él. Como, por lo demás, había ocurrido todo el tiempo desde que salí de casa, me sentía, aunque fuera oscuramente, con la muchacha que en aquel momento estaba en mi cuarto. Incluso cuando estaba hablando con uno o con otro en casa de los Verdurin la sentía confusamente junto a mí, tenía de ella esa vaga noción que sentimos de nuestros propios miembros, y cuando pensaba en ella, era como se piensa en el propio cuerpo, con el fastidio de estar atado a él por una absoluta esclavitud. «Y qué chismografía», —prosiguió Brichot— «la conversación de ese apóstol. ¡Cómo para alimentar todos los apéndices de las Causeries du Lundi! Figúrese que me he enterado por él de que el tratado de ética en el que admiré siempre la más fastuosa construcción moral de nuestra época se lo inspiró a nuestro venerable colega X… un joven repartidor de telegramas. Tenemos que reconocer que nuestro eminente amigo no nos ha dicho el nombre de ese efebo en el curso de sus demostraciones. En esto ha demostrado más respeto humano, o, si usted lo prefiere, menos gratitud que Fidias, pues Fidias inscribió en el anillo de su Júpiter Olímpico el nombre del atleta que él amaba». El barón ignoraba esta historia. Huelga decir que encantó a su ortodoxia. Ya se imagina usted que cada vez que argumento con mi colega en una tesis doctoral encuentro en su dialéctica, por lo demás muy sutil, ese grano de pimienta que ciertas picantes revelaciones añadieron para Sainte-Beuve a la obra insuficientemente confidencial de Chateaubriand. De nuestro colega, que tenía una prudencia de oro, pero poco dinero, el telegrafista pasó a manos del barón en tout bien tout honneur[23] (era de oír el tono con que lo dijo). Y como ese Satanás es el más servicial de los hombres, obtuvo para su protegido un empleo en las colonias, desde donde el exrepartidor de telegramas, que es agradecido, le envía de cuando en cuando excelentes frutas. El barón las regala a sus altas relaciones; en la mesa del Quai Conti figuraron últimamente unas piñas de ese mozo que hicieron decir a madame Verdurin, y sin poner malicia en ello: «Seguramente tiene usted un tío o un sobrino en América, monsieur de Charlus, para recibir piñas como estas». Confieso que las comí con cierto gozo recitándome in petto el principio de una oda de Horacio que Diderot gustaba de recordar. En fin, que yo, como mi colega Broissier deambulando del Palatino a Tibur, saco de la conversación del barón una idea más viva y más sabrosa de los escritores del siglo de Augusto. No hablemos siquiera de los de la Decadencia ni nos remontemos hasta los griegos, aunque una vez le dije a ese excelente monsieur de Charlus que junto a él yo me sentía como Platón con Aspasia. A decir verdad, aumenté mucho la escala de los dos personajes y, como dice La Fontaine, tomé el ejemplo «de animales más pequeños». De todos modos, no vaya usted a creer que el barón se ofendió. Nunca le vi tan ingenuamente contento. Una alegría de niño le hizo apearse de su flema aristocrática. «¡Qué lisonjeros son todos estos de la Sorbona!», —exclamó entusiasmado—. «¡Pensar que he tenido que llegar a mi edad para que me comparen con Aspasia! ¡Un cuadro antiguo como yo! ¡Oh mi juventud!». Me hubiera gustado que le viera usted diciendo esto, escandalosamente empolvado como de costumbre y, a su edad, amanerado como un petimetre. Por lo demás, con todas sus obsesiones de genealogía, el mejor hombre del mundo. Por todas estas razones, yo sentiría muchísimo que la ruptura de esta noche fuera definitiva. Lo que me extrañó fue la manera como se rebeló el mozo. Sin embargo, desde hacía algún tiempo había tomado ante el barón ciertas maneras de cómplice, de leude, que no permitían esperar esta insurrección. Espero que, en todo caso, aunque el barón (Dii omen avertant) no vuelva más al Quai Conti, el cisma no me alcanzará a mí. A los dos nos es muy provechoso el intercambio que hacemos de mi escaso saber contra su experiencia —ya veremos que, aunque monsieur de Charlus no le mostró a Brichot un rencor violento, al menos su simpatía por el universitario disminuyó lo bastante para llegar a juzgarle sin ninguna indulgencia—. Y le aseguro que el intercambio es tan desigual que, cuando el barón me da lo que su existencia le ha enseñado, yo no podría decir, con Sylvestre Bonnard, que donde mejor se piensa en la vida es en una biblioteca.

Habíamos llegado a la puerta de mi casa. Me apeé del coche para dar al cochero la dirección de Brichot. Desde la acera veía la ventana del cuarto de Albertina, aquella ventana antes siempre negra, por la noche, cuando ella no vivía en la casa, y que ahora la luz eléctrica del interior, segmentada por los barrotes de los postigos, estriaba de arriba abajo con barras de oro paralelas. Aquel dibujo mágico, tan claro para mí y que proyectaba en mi tranquilizada mente unas imágenes precisas, muy próximas, y en posesión de las cuales iba a entrar yo al cabo de un momento, era invisible para Brichot, que seguía dentro del coche, casi ciego y, de todos modos habría sido incomprensible para él, porque el profesor, como los amigos que venían a verme antes de cenar, cuando Albertina volvía de paseo, ignoraba que una muchacha, toda mía, me esperaba en la habitación contigua. Se fue el coche. Yo permanecí un momento solo en la acera. Sí, a aquellas luminosas rayas que veía desde abajo y que a cualquier otro le hubieran parecido absolutamente superficiales, les daba yo una consistencia, una plenitud, una solidez extremadas, por todo el significado que yo ponía detrás de ellas, en un tesoro insospechado para los demás, que yo había escondido allí y del que emanaban aquellos rayos horizontales, pero un tesoro ro a cambio del cual había enajenado mi libertad, la soledad, el pensamiento. Si Albertina no hubiera estado allí arriba, y aun cuando yo hubiera buscado sólo el placer, habría ido a pedírselo a mujeres desconocidas y habría intentado penetrar en su vida, quizá en Venecia, o al menos en algún rincón del París nocturno. Pero ahora lo que había que hacer cuando llegaba para mí el momento de las caricias no era salir de viaje, no era siquiera salir, era entrar. Y entrar no para encontrarme solo y, después de dejar a los demás que nos proporcionaban desde fuera alimento para nuestra mente, encontrarnos al menos obligados a buscarlo en nosotros mismos, sino, por el contrario, menos solo que cuando estaba en casa de los Verdurin, recibido como iba a serlo por la persona en quien abdicaba, en quien depositaba más completamente la mía, sin tener un instante para pensar en mí, y ni siquiera el trabajo de pensar en ella, puesto que estaría a mi lado. De suerte que, al levantar por última vez los ojos desde fuera a la ventana del cuarto donde iba a estar al cabo de un momento, me pareció ver el luminoso enrejado que se iba a cerrar sobre mí y cuyos inflexibles barrotes de oro había forjado yo mismo para una eterna servidumbre. Albertina no me había dicho nunca que sospechaba mis celos, mi preocupación por todo lo que ella hacía. Las únicas palabras, bastante antiguas además, que habíamos cruzado sobre los celos parecían demostrar lo contrario. Recordaba yo que, en una hermosa noche de luna, al principio de nuestras relaciones, una de las primeras veces que la acompañé, y cuando hubiera preferido no hacerlo y dejarla para irme con otras, le dije: «Te advierto que si te propongo acompañarte no es por celos; si tienes algo que hacer, me voy discretamente». Y ella me contestó: «¡Oh!, ya sé que no eres celoso y que te da lo mismo, pero no tengo más que hacer que estar contigo». Otra vez, en la Raspeliere, monsieur de Charlus, mirando a hurtadillas a Morel, hizo ostentación de galante amabilidad con Albertina; le dije a esta: «Vamos, te ha puesto bien los puntos». Y añadí con un poco de ironía: «He sufrido todos los tormentos de los celos». Albertina, con el lenguaje propio del medio vulgar del que procedía, o del más vulgar aún que frecuentaba, replicó: «¡Anda este, qué guasón! De sobra sé que no eres celoso. En primer lugar, me lo has dicho tú, y además está a la vista, ¡chico!». Desde entonces no me había dicho nunca que hubiera cambiado de parecer, pero, sin embargo, se debían de haber formado en ella, a este respecto, muchas ideas nuevas, ideas que me ocultaba, pero que, por cualquier circunstancia, podían aflorar, pues aquella noche, cuando al volver fui a buscarla a su cuarto para llevarla al mío, le dije (con cierto malestar que ni yo mismo comprendí, puesto que le había anunciado a Albertina que iba a ir a una fiesta diciéndole que no sabía dónde, quizá a casa de madame de Guermantes, tal vez a casa de madame de Cambremer, pero precisamente sin nombrar a los Verdurin):

—Adivina de dónde vengo: de casa de los Verdurin.

Nada más pronunciar estas palabras, Albertina, muy alterado el rostro, me contestó estas, que parecieron explotar por sí mismas con una fuerza que ella no pudo contener:

—Ya me lo figuraba.

—No sabía que te iba a molestar que fuera a casa de los Verdurin.

No me decía que la molestara, pero se veía muy bien. También es verdad que yo tampoco había pensado que aquello iba a contrariarla. Y, sin embargo, ante la explosión de su cólera, como ante esos acontecimientos que, por una especie de doble vista retrospectiva, nos parece haberlos conocido en el pasado, ahora me pareció que nunca pude esperar otra cosa.

—¿Molestarme? ¿Qué me importa a mí eso? Me da lo mismo. ¿No iba a ir allí esta noche mademoiselle Vinteuil?

Fuera de mí por estas palabras, le dije para demostrarle que estaba más enterado de lo que ella creía:

—No me habías dicho que la encontraste el otro día.

Albertina creyó que la persona a que me refería censurándole a ella el no haberme dicho que la había encontrado era madame Verdurin y no, como yo quería decir, mademoiselle Vinteuil.

—Pero ¿la encontré? —preguntó pensativa.

Se lo preguntó a la vez a sí misma, como buceando en sus recuerdos, y me lo preguntó a mí como si fuera yo quien pudiera enterarla; y, en realidad, seguramente para que yo dijese lo que sabía, quizá también por ganar tiempo antes de dar una respuesta difícil. Pero mucho más que mademoiselle Vinteuil me preocupaba un temor que ya me había rozado, pero que ahora me dominaba con más fuerza. Había llegado a creer que madame Verdurin había inventado de arriba abajo, por presumir, la venida de mademoiselle Vinteuil y de su amiga, de suerte que volví a casa tranquilo. Al decirme Albertina: «¿No iba a ir allí esta noche mademoiselle Vinteuil?», me demostró que no me había equivocado en mi primera sospecha. Pero de todos modos estaba tranquilo en cuanto a esto para lo sucesivo, porque Albertina, renunciando a ir a casa de los Verdurin, sacrificó por mí a mademoiselle Vinteuil.

—De todos modos —le dije con rabia— hay otras muchas cosas que me ocultas, hasta las más insignificantes, como, por ejemplo, tu viaje de tres días a Balbec, dicho sea de paso.

Estas palabras, «dicho sea de paso», las añadí como complemento de «hasta las cosas más insignificantes», de manera que si Albertina me decía: «¿Qué tiene de incorrecto mi viaje de Balbec?», pudiera contestarle: «Ya ni siquiera me acuerdo. Lo que me dicen se me enreda en la cabeza; ¡le doy tan poca importancia!». Y, en efecto, si hablé de aquel viaje de tres días que hizo con el mecánico a Balbec, de donde recibí con tanto retraso sus postales, lo hice sin pensarlo, y me pesó haber elegido tan mal el ejemplo, pues verdaderamente apenas había tenido tiempo más que para ir y volver, y fue sin duda un viaje en el que no pudo tramarse un encuentro un poco prolongado con nadie. Pero Albertina, por lo que yo acababa de decir, creyó que yo sabía la verdad y le había ocultado que la sabía. De todos modos, desde hacía poco tiempo estaba convencida de que yo, por uno u otro medio, la tenía vigilada y de que, como le había dicho la semana anterior a Andrea, «estaba más enterado que ella misma» de su propia vida. Me interrumpió, pues, con una confesión inútil, pues la verdad es que yo no sospechaba nada de lo que me dijo y que me abrumó: tanta distancia puede haber entre la verdad disfrazada por una mentirosa y la idea que por estas mentiras se hace de esta verdad el enamorado de la mentirosa. Apenas pronuncié estas palabras «tu viaje de tres días a Balbec, dicho sea de paso…». Albertina, cortándome la palabra, me dijo como cosa muy natural:

—¿Quieres decir que no hubo tal viaje a Balbec? ¡Naturalmente! Y siempre me he preguntado por qué hiciste como que lo creías. Pues fue una cosa bien inofensiva. El mecánico necesitaba tres días libres para cosas suyas y no se atrevía a decírtelo. Entonces yo, por bondad (eso es muy mío, y después siempre soy yo la que paga esas historias), inventé un viaje a Balbec. El mecánico no hizo más que dejarme en Auteuil, en casa de mi amiga la de la Rue de l’Assomption, donde pasé los tres días aburriéndome a cien sous por hora. Ya ves que no es cosa grave, no pasó ninguna desgracia. Ya empecé yo a suponer que quizá lo sabías todo, cuando te vi echarte a reír a la llegada de las postales con ocho días de retraso. Reconozco que fue ridículo y que hubiera sido mejor no mandar postales ni nada. Pero no fue culpa mía. Las había comprado de antemano, se las di al mecánico antes de dejarme en Auteuil, y después ese bruto las olvidó en el bolsillo, en vez de mandárselas bajo sobre a un amigo que tiene en Balbec para que te las reexpidiera. Yo pensaba que llegarían. Él no se acordó hasta cinco días después, y en lugar de decírmelo el muy tonto las mandó a Balbec. Cuando me lo dijo, le puse verde. ¡Preocuparte a ti sin necesidad, el muy imbécil, después de tenerme a mí encerrada tres días para que él pudiera arreglar sus asuntitos de familia! Ni siquiera me atrevía a salir de Auteuil por miedo de que me vieran. La única vez que salí fue vestida de hombre, más bien por broma. Y la suerte que siempre me sigue hizo que la primera persona que me salió al paso fuera ese judío amigo tuyo, Bloch. Pero no creo que supieras por él que el tal viaje a Balbec no existió nunca más que en mi imaginación, pues no pareció reconocerme.

Yo no sabía qué decir, porque no quería mostrarme asombrado y abrumado por tantas mentiras. Además de un sentimiento de horror —que no me hacía desear echar a Albertina, sino al contrario—, tenía unas violentas ganas de llorar. Y no por la mentira misma y por la destrucción de lo que había creído tan cierto que ahora me sentía como en una ciudad arrasada en la que no quedaba en pie ni una cosa y sí únicamente el suelo lleno de escombros, sino por la melancolía de que Albertina, durante aquellos tres días que pasó aburriéndose en casa de su amiga de Auteuil, no sintiera ni una vez el deseo, acaso ni siquiera la idea, de ir a pasar a escondidas un día conmigo, o de mandarme un telegrama pidiéndome que fuera a verla a Auteuil. Pero no tenía tiempo de entregarme a estos pensamientos. Y sobre todo no quería mostrarme asombrado. Sonreí con el gesto de alguien que sabe más de lo que dice.

—Pero eso es una cosa entre mil. Mira, esta noche, sin ir más lejos, me enteré en casa de los Verdurin de que lo que me dijiste sobre mademoiselle Vinteuil…

Albertina me miraba fijamente, con expresión atormentada, tratando de leer en mis ojos lo que sabía. Y lo que yo sabía e iba a decirle era lo que era mademoiselle Vinteuil. Verdad es que no lo había sabido en casa de los Verdurin, sino en Montjouvain, tiempo atrás. Sólo que, como deliberadamente nunca le había hablado de esto a Albertina, podía parecer que no lo había sabido hasta aquella noche. Y casi me alegré —después de haberme dolido tanto en el trenecillo— de poseer aquel recuerdo de Montjouvain, recuerdo al que ahora le ponía una fecha posterior, pero que no por eso dejaba de ser una prueba abrumadora, un mazazo para Albertina. Al menos esta vez, yo no necesitaba «aparentar que sabía» y «hacer hablar» a Albertina: sabía, había visto por la ventana iluminada de Montjouvain. Ya podía decirme Albertina que sus relaciones con mademoiselle Vinteuil y su amiga habían sido puras: cuando yo le jurara (y se lo juraría sin mentir) que conocía las costumbres de aquellas dos mujeres, ¿cómo iba a sostener que habiendo vivido con ellas en una intimidad cotidiana, llamándolas «mis hermanas mayores», no iban estas a hacerle proposiciones que, de no aceptarlas, la harían romper con ella? Pero no tuve tiempo de decir la verdad. Albertina, creyendo, como en el falso viaje a Balbec, que yo lo sabía, bien por mademoiselle Vinteuil si esta había estado en casa de los Verdurin, bien, simplemente, por madame Verdurin, que había podido hablar de ella a mademoiselle Vinteuil, no me dejó tomar la palabra y me hizo una confesión, exactamente contraria a lo que yo hubiera creído, pero que, al demostrarme que Albertina no había dejado nunca de mentirme, me causó quizá el mismo dolor (sobre todo porque, como ya dije antes, ya no tenía celos de mademoiselle Vinteuil). En fin, Albertina, tomando la delantera, habló así:

—Quieres decir que esta noche te has enterado de que te mentí cuando te dije que había sido medio educada por la amiga de mademoiselle Vinteuil. Es verdad que te mentí un poco. Pero es que me sentía tan desdeñada por ti, te veía tan entusiasmado con la música de Vinteuil que, como una compañera mía —esto es verdad, te lo juro— fue amiga de mademoiselle Vinteuil, creí tontamente que me iba a hacer interesante para ti inventando que había conocido mucho a esas muchachas. Notaba que te aburría, que te parecía una tontaina, y pensé que diciéndote que me había tratado con esas personas, que podría muy bien darte detalles sobre las obras de Vinteuil, adquiriría un poquito de prestigio para ti, que esto nos acercaría. Cuando miento, es siempre por cariño a ti. Y ha sido necesaria esta fatal fiesta de los Verdurin para que te enterases de la verdad, y a lo mejor te la han exagerado. Apuesto a que la amiga de mademoiselle Vinteuil te ha dicho que no me conocía. Me ha visto lo menos dos veces en casa de mi amiga. Pero, naturalmente, yo no soy bastante elegante para una gente que ahora es tan célebre. Prefieren decir que no me han visto en su vida.

Pobre Albertina; cuando creyó que decirme que había estado tan relacionada con la amiga de mademoiselle Vinteuil retardaría el momento de que la dejara plantada, que la acercaría a mí, había llegado a la verdad, como suele ocurrir con tanta frecuencia, por otro camino distinto del que quiso tomar. Verla más enterada sobre música de lo que yo hubiera creído no me habría impedido en modo alguno romper con ella aquella tarde, en el trenecito de Balbec; y, sin embargo, fue, desde luego, aquella frase, dicha por ella con este fin, lo que determinó inmediatamente mucho más que la imposibilidad de romper. Sólo que Albertina incurría en un error de interpretación, no en cuanto al efecto que iba a tener aquella frase, sino en cuanto a la causa en virtud de la cual iba a producir tal efecto, causa que era el enterarme no de su cultura musical, sino de sus malas relaciones. Lo que me acercó repentinamente a ella, más aún que acercarme: lo que me fundió con ella no fue la espera de un placer —y un placer es todavía decir demasiado, una ligera diversión—, fue la sacudida de un dolor.

Tampoco esta vez tuve tiempo de guardar un silencio demasiado largo que pudiera hacerle suponerme asombrado. Emocionado de que fuera tan modesta y se creyera desdeñada en el medio Verdurin, le dije con ternura:

—Pero, querida, no se me había ocurrido hasta ahora, yo te daría con muchísimo gusto unos centenares de francos para que vayas a hacer la dama elegante donde quieras y para que invites a una magnífica comida a monsieur y a madame Verdurin.

¡Pobre de mí! Albertina era varias personas. La más misteriosa, la más simple, la más atroz, se mostró en la respuesta que me dio con un gesto de repugnancia y con unas palabras que no distinguí bien (ni siquiera las del comienzo, porque no terminó). No las reconstruí hasta un poco después, cuando adiviné su pensamiento. Oímos retrospectivamente cuando hemos comprendido.

—¡Muchas gracias! ¡Gastar un céntimo por esos viejos! Prefiero que me dejes una vez libre para ir me faire casser

Y enrojeció súbitamente, con aire de terror, tapándose la boca con la mano como si pudiera volver a tragarse las palabras que acababa de decir y que yo no había entendido en absoluto.

—¿Qué estás diciendo, Albertina?

—No, nada, me estaba medio durmiendo.

—Nada de eso, estás bien despierta.

—Pensaba en la cena Verdurin, es muy amable por tu parte.

—Déjate de historias, hablo de lo que has dicho.

Me dio mil versiones, pero ninguna de ellas encajaba no ya con sus palabras, que, interrumpidas, quedaban vagas para mí, sino tampoco con esta misma interrupción y el súbito rubor que la había acompañado.

—Vamos, nena, no es eso lo que querías decir; si lo fuera, ¿por qué ibas a interrumpirte?

—Porque me pareció indiscreta mi petición.

—¿Qué petición? —Dar una comida.

—Te digo que no, no es eso, entre nosotros no tenemos que andarnos con discreciones.

—Pues sí, al contrario, no se debe abusar de las personas queridas. En todo caso te juro que era eso.

Por una parte, siempre me era imposible dudar de un juramento suyo; por otra, sus explicaciones no eran satisfactorias para mi razón. Insistí:

—Bueno, ten por lo menos el valor de acabar tu frase, te quedaste en casser

—¡Oh, no, déjame!

—Pero ¿por qué?

—Porque es horriblemente vulgar, me daría muchísima vergüenza decir eso delante de ti. No sé en qué estaba pensando; esas palabras que ni siquiera sé lo que quieren decir y que se las oí un día en la calle a una gente de lo más tirado, se me vinieron a la boca sin saber por qué. No tienen nada que ver conmigo ni con nadie, estaba soñando alto.

Me di cuenta de que no sacaría nada más de Albertina. Me había mentido cuando, un momento antes, me juró que lo que la había detenido era un temor mundano a la indiscreción, temor transformado ahora en la vergüenza de decir delante de mí una expresión demasiado vulgar. Esto era seguramente otra mentira. Pues cuando Albertina y yo estábamos juntos, no había expresión tan perversa, palabra tan grosera que no pronunciáramos mientras nos acariciábamos. De todos modos, era inútil insistir en aquel momento. Pero mi memoria seguía obsesionada con aquella palabra, casser. Albertina solía decir «casser du bois», «casser du sucre sur quelqu’un», o, simplemente, «ah! ce que je lui en ai cassé!», por decir «¡cómo le insulté!». Pero esto lo decía corrientemente delante de mí, y si fuera lo que había querido decir, ¿por qué se iba a callar bruscamente, por qué se puso tan colorada, se tapó la boca con las manos, cambió por completo la frase y cuando vio que yo había oído perfectamente casser dio una explicación falsa? Pero desde el momento en que yo renunciaba a continuar un interrogatorio en el que no iba a recibir respuesta, lo mejor era aparentar que no pensaba en ello, y volviendo con el pensamiento a los reproches que Albertina me había hecho por ir a casa de la Patrona, le dije muy torpemente, lo que era una especie de disculpa idiota:

—Precisamente quise pedirte que fueras esta noche a la fiesta de los Verdurin —frase doblemente torpe, pues si de verdad quería hacerlo, ¿por qué no se lo propuse, si la vi todo el tiempo?

Furiosa por mi mentira y envalentonada por mi timidez, me dijo:

—Aunque me lo hubieras pedido mil años seguidos, no habría ido. Esa gente ha estado siempre contra mí, han hecho todo lo posible por contrariarme. En Balbec no hubo gentileza que yo no hiciera por madame Verdurin, y hay que ver el pago que me ha dado. Así me llamara a su lecho de muerte no iría. Hay cosas que no se perdonan. En cuanto a ti, es la primera indelicadeza que me haces. Cuando Francisca me dijo que habías salido (y bien contenta que estaba de decírmelo), yo hubiera preferido que me partieran la cabeza en dos. Procuré que no se me notara nada, pero en mi vida sentí afrenta semejante.

Mas mientras ella me hablaba, yo proseguía dentro de mí, en el sueño muy vivo y creador del inconsciente (sueño en el que acaban de grabarse las cosas que solamente nos rozan, en el que las manos dormidas cogen la llave que abre, en vano buscada hasta entonces), la búsqueda de lo que Albertina había querido decir con la frase interrumpida cuyo final hubiera yo deseado saber. Y de pronto cayeron sobre mí dos palabras atroces, en las que no había pensado ni por lo más remoto: le pot[24]. No puedo decir que me vinieran de una sola vez, como cuando, en una larga sumisión pasiva a un recuerdo incompleto, mientras procuramos suavemente, prudentemente, completarlo, permanecemos pegados, adheridos a él. No, en contra de mi manera habitual de recordar, en esto hubo, creo, dos vías paralelas de búsqueda: una de ellas se apoyaba no sólo en la frase de Albertina, sino en su mirada irritada cuando le propuse regalarle dinero para una gran comida, una mirada que parecía decir: «Gracias, ¡gastar dinero en cosas que nos fastidian, cuando sin dinero podría hacer otras que me divierten!». Y acaso fue el recuerdo de esta mirada lo que me hizo cambiar de método para encontrar el final de lo que había querido decir. Hasta entonces me había quedado hipnotizado en la última palabra, casser; ¿casser qué?, ¿casser du bois? No. ¿Du sucre? No. Casser, casser, casser. Y de pronto volver a su mirada con encogimiento de hombros en el momento de mi proposición de que diera una comida me hizo volver también a las palabras de su frase. Y así vi que no había dicho casser, sino me faire casser. ¡Qué horror! ¡Era esto lo que ella hubiera preferido! ¡Doble horror!, pues ni la última de las furcias, y que accede a esto, o lo desea, emplea con el hombre que se presta a ello esa horrible expresión. Se sentiría demasiado envilecida. Sólo con una mujer, si le gustan las mujeres, dice eso para disculparse de que después se va a entregar a un hombre. Albertina no había mentido cuando me dijo que estaba medio soñando. Distraída, impulsiva, sin pensar que estaba conmigo, se encogió de hombros y comenzó a hablar como lo hubiera hecho con una de esas mujeres, acaso con una de mis muchachas en flor. Y vuelta súbitamente a la realidad, colorada de vergüenza, tragándose lo que había querido decir, desesperada, no quiso pronunciar una sola palabra más. Yo no podía perder un segundo si no quería que ella se diera cuenta de mi desesperación. Pero ya, después del sobresalto de la rabia, se me saltaban las lágrimas. Como en Balbec la noche subsiguiente a su revelación de su amistad con los Vinteuil, tenía que inventar inmediatamente, como explicación de mi disgusto, una causa plausible, capaz de producir en Albertina un efecto tan profundo que me diera a mí una tregua de unos días antes de tomar una decisión. Por eso, en el momento en que me decía que jamás había recibido afrenta semejante a la que yo le infligí saliendo, que hubiera preferido morir antes que oírselo decir a Francisca, y cuando, irritado por su risible susceptibilidad, iba a decirle yo que lo que había hecho era insignificante, que no tenía nada de ofensivo para ella que yo hubiese salido; como mientras tanto, paralelamente, había encontrado una respuesta mi búsqueda subconsciente de lo que ella había querido decir después de la palabra casser, y como la desesperación en que me hundía mi descubrimiento era imposible de ocultar por completo, en vez de defenderme, me acusé:

—Mi pequeña Albertina —le dije en un tono dulce que mis primeras lágrimas ganaban—, podría decirte que no tienes razón, que lo que he hecho no es nada, pero mentiría; sí la tienes, has comprendido la verdad, pobrecita mía, y la verdad es que hace seis meses, que hace tres, cuando todavía te quería tanto, no hubiera hecho eso. No es nada y es muchísimo por el inmenso cambio en mi corazón que revela. Y puesto que has adivinado ese cambio que yo esperaba ocultarte, tengo que decirte esto: mi pequeña Albertina —le dije con una profunda dulzura, con una honda tristeza—, la vida que llevas aquí es aburrida para ti, es mejor que nos separemos, y como las mejores separaciones son las que se efectúan con mayor rapidez, te pido que, para abreviar la gran pena que voy a sentir, me digas adiós esta noche y te marches mañana sin que yo te vea, cuando esté dormido.

Pareció estupefacta, sin acabar de creerlo y ya desolada.

—¿Mañana? ¿Quieres que me vaya mañana?

Y pese a lo mucho que sufría hablando de nuestra separación como perteneciente ya al pasado —quizá, en parte, por este mismo sufrimiento—, me puse a dar a Albertina los consejos más precisos sobre ciertas cosas que tendría que hacer después de marcharse de casa. Y de recomendación en recomendación llegué en seguida a entrar en detalles minuciosos.

—Ten la bondad —le dije con infinita tristeza— de enviarme el libro de Bergotte que está en casa de tu tía. No corre ninguna prisa, dentro de tres días, o de ocho, cuando quieras, pero no lo olvides, para que yo no tenga que mandar a pedírtelo, pues me sería muy doloroso. Hemos sido muy felices y ahora nos damos cuenta de que seríamos desgraciados.

—No digas que nos damos cuenta de que seríamos desgraciados —me interrumpió Albertina—, no hables en plural, eres tú solo quien piensa eso.

—Sí, en fin, tú o yo, como quieras, por una o por otra razón. Es tardísimo, tienes que acostarte…, hemos decidido separarnos esta noche.

—Perdón, has decidido y yo te obedezco porque no quiero causarte pena.

—Bueno, lo he decidido yo, pero no por eso es menos doloroso para mí. No digo que será doloroso mucho tiempo, ya sabes que no tengo la facultad de los recuerdos duraderos, pero los primeros días lo pasaré tan mal… Por eso me parece inútil reavivar la cosa con cartas, hay que acabar de una vez.

—Sí, tienes razón —me dijo con un aire desolado, acentuado además por el cansancio de su cara a aquella hora tan tardía—; más vale que le corten a uno la cabeza de una vez que le vayan cortando dedo tras dedo.

—¡Dios mío, estoy aterrado pensando en la hora a que te hago acostarte, qué locura! ¡En fin, por ser la última noche! Ya tendrás tiempo de dormir todo el resto de tu vida —y así, diciéndole que teníamos que despedirnos, procuraba retrasar el momento de la despedida. ¿Quieres que, para distraerte los primeros días, le diga a Bloch que mande a su prima Esther al lugar dónde estés tú? Lo hará por mí.

—No sé por qué dices eso —lo decía intentando arrancar a Albertina una confesión—, a mí no me interesa más que una persona, tú —me contestó, y estas palabras me fueron dulcísimas. Pero qué daño me hizo inmediatamente—: Recuerdo muy bien que le di una foto mía a Esther porque insistió mucho y yo veía que le gustaría, pero en cuanto a tener amistad con ella y deseo de verla, eso nunca —mas Albertina tenía un carácter tan entero que añadió—: Si ella quiere verme, a mí me da lo mismo, es muy simpática, pero no me interesa nada.

De modo que cuando tiempo atrás le hablé de la fotografía de Esther que me había enviado Bloch (y que cuando hablé de ella a Albertina ni siquiera había recibido todavía), mi amiga comprendió que Bloch me había enseñado una fotografía suya que ella había dado a Esther. Cuando me referí a esta fotografía, Albertina no encontró nada que contestar. Y ahora, creyendo, muy equivocadamente, que estaba enterado, le parecía más hábil confesar. Estaba abrumado.

—Y además, Albertina, te pido por favor una cosa: que no intentes nunca volver a verme. Si alguna vez, y puede ocurrir dentro de un año, de dos, de tres, nos encontráramos en la misma ciudad, evítame —y al ver que no contestaba afirmativamente a mi ruego—: Albertina mía, no hagas eso, no vuelvas a verme en esta vida. Me daría demasiada pena. Pues te quería de verdad. Ya sé que cuando te conté el otro día que quería volver a ver a la amiga de quien hablamos en Balbec creíste que era inventado. Pero no, te aseguro que me daba lo mismo, estás convencida de que hace mucho tiempo que decidí dejarte, de que mi cariño era una comedia.

—No, no, estás loco, yo no he creído eso —dijo tristemente.

—Tienes razón, no debes creerlo; te quería de verdad, quizá no de amor, pero de grande, de muy grande amistad, más de lo que puedes creer.

—Sí que lo creo. ¡Y si tú te figuras que yo no te quiero a ti!

—Me da mucha pena dejarte.

—Y a mí mil veces más —me contestó Albertina.

Y desde hacía un momento sentía que no iba a poder contener las lágrimas que me subían a los ojos, y estas lágrimas no eran de la misma tristeza que sentía en otro tiempo cuando decía a Gilberta: «Es mejor que no nos veamos más, la vida nos separa». Seguramente cuando escribía esto a Gilberta, pensaba que cuando amara no a ella, sino a otra, el exceso de mi amor disminuiría el que quizá pudiera yo inspirar, como si hubiera fatal-mente entre dos seres cierta cantidad de amor disponible y el exceso tomado por uno de ellos se le quitara al otro, y que también de la otra estaría condenado a separarme como entonces de Gilberta. Pero la situación era muy diferente por muchas razones, la primera de las cuales, que a su vez había producido las otras, era que la falta de voluntad que mi abuela y mi madre temían en mí, y ante la cual, en Combray, habían capitulado sucesivamente las dos, pues tanta es la energía de un enfermo para imponer su debilidad, aquella falta de voluntad se había ido agravando en una progresión cada vez más rápida. Cuando sentí que mi presencia cansaba a Gilberta, yo tenía aún bastantes fuerzas para renunciar a ella; cuando observé lo mismo en Albertina, ya no las tenía, y no pensaba más que en retenerla a la fuerza. De suerte que, así como cuando escribí a Gilberta que no volvería a verla y, en realidad, con la intención de no verla, en efecto, a Albertina, en cambio, se lo decía por pura mentira y para provocar una reconciliación. De modo que nos presentábamos mutuamente una apariencia muy diferente de la realidad. Y seguramente es siempre así cuando dos seres están frente a frente, porque cada uno de ellos ignora una parte de lo que hay en el otro, y aun lo que sabe no puede comprenderlo del todo y los dos manifiestan lo menos personal que tienen, bien sea porque ellos mismos no lo han dilucidado y lo consideran desdeñable, bien porque les parecen más importantes y más agradables ciertas ventajas insignificantes y que no les son propias, y porque, además, ciertas cosas que les interesan y no tienen, para no ser despreciados, hacen como que no les interesan, y es precisamente lo que aparentan desdeñar más que nada y hasta execrar. Pero, en amor, este quid pro quo llega a un grado supremo porque, excepto cuando somos niños, intentamos que la apariencia que tomamos, más que reflejar exactamente nuestro pensamiento, sea la que este pensamiento considera más adecuada para hacernos lograr lo que deseamos, y que para mí, desde que volví a casa, era poder conservar a Albertina tan dócil como antes, que no me pidiera, en su irritación, mayor libertad, libertad que yo deseaba darle algún día, pero que en aquel momento, cuando yo tenía miedo de sus veleidades de independencia, me hubiera dado demasiados celos. A partir de cierta edad, por amor propio y por habilidad, son las cosas que más deseamos las que aparentamos que no nos interesan. Pero en amor la simple habilidad —que, por otra parte, no es probablemente la verdadera inteligencia— nos obliga bastante pronto a ese genio de duplicidad. De niño, todo lo más dulce que yo soñaba en el amor y que me parecía su esencia misma era expresar libremente, ante la amada, mi cariño, mi gratitud por su bondad, mi deseo de una perpetua vida común. Pero por mi propia experiencia y por la de mis amigos me había dado muy bien cuenta de que la expresión de tales sentimientos está lejos de ser contagiosa. El caso de una vieja amanerada como monsieur de Charlus, que a fuerza de no ver en su imaginación más que a un hermoso mancebo cree ser él mismo un hermoso mancebo y manifiesta cada vez más su afeminamiento en sus risibles alardes de virilidad, este caso entra en una ley que se aplica mucho más allá de los Charlus, una ley tan general que ni siquiera el amor la agota por completo; no vemos nuestro cuerpo que los demás ven, y «seguimos» nuestro pensamiento, el objeto que se encuentra ante nosotros, invisible para los demás (hecho visible a veces por el artista en una obra, y de aquí las desilusiones que suelen sufrir sus admiradores cuando llegan a conocer al autor, en cuyo rostro se refleja tan imperfectamente la belleza interior). Una vez que se ha observado esto, ya no se «deja uno llevar»; aquella tarde me había librado bien de decir a Albertina cuánto le agradecía que no se hubiera quedado en el Trocadero, y aquella noche, por miedo de que me dejara, fingí que deseaba dejarla, simulación que, como veremos en seguida, no me la dictaban las enseñanzas que había creído recibir de mis amores anteriores y que procuraba aplicar a este.

El miedo de que Albertina pudiera decirme: «Quiero ciertas horas para salir sola, poder ausentarme veinticuatro horas», en fin, no sé qué solicitud de libertad que yo no intentaba definir, pero que me espantaba, esta idea me había pasado un instante por la imaginación en la fiesta Verdurin. Pero se había esfumado, contradicha además por el recuerdo de todo lo que Albertina me decía continuamente de lo feliz que era en la casa. La intención de dejarme, si es que Albertina la tenía, no se manifestaba sino de un modo oscuro, en ciertas miradas tristes, en ciertas impaciencias, en frases que no querían de ninguna manera decir esto, sino que, razonando (y ni siquiera hacía falta razonar, pues el lenguaje de la pasión se entiende inmediatamente, hasta la gente del pueblo comprende esas frases que sólo pueden explicarse por la vanidad, el rencor, los celos, frases, por otra parte, no expresadas, pero que en seguida descubren en el interlocutor una facultad intuitiva que, como ese «sentido común» de que habla Descartes, es «la cosa más extendida del mundo»), sólo podían explicarse por la presencia en ella de un sentimiento que ocultaba y que podía llevarla a hacer planes para otra vida sin mí. Y así como esta intención no se expresaba en sus palabras de una manera lógica, así el presentimiento de esta intención, que yo sentía desde aquella noche, permanecía en mí igualmente vago. Seguía viviendo en la hipótesis de que tomaba por verdadero todo lo que me decía Albertina. Pero es posible que mientras tanto persistiera en mí una hipótesis completamente opuesta y en la que no quería pensar; esto es más probable aún porque de no ser así no me hubiera importado en absoluto decir a Albertina que había ido a casa de los Verdurin y no hubiera sido comprensible lo poco que me extrañó su ira. De modo que lo que vivía probablemente en mí era la idea de una Albertina enteramente contraria a la que mi razón creaba, y también a la que sus palabras pintaban, pero una Albertina no absolutamente inventada, porque era como un espejo anterior de ciertos movimientos que se producían en ella, como su mal humor porque yo había ido a casa de los Verdurin. Por otra parte, ya desde tiempo atrás mis angustias frecuentes, mi miedo de decir a Albertina que la amaba, todo esto correspondía a otra hipótesis que explicaba muchas más cosas y que tenía también a su favor que si se adoptaba la primera, la segunda resultaba más probable, pues dejándome llevar a efusiones de cariño con Albertina el resultado era una irritación por su parte (irritación a la que, por lo demás, ella atribuía otra causa).

Debo decir que lo que me había parecido más grave y me había impresionado más como síntoma de que Albertina se adelantaba a mi acusación, fue que me dijera: «Creo que esta noche va a ir mademoiselle Vinteuil», a lo que yo contesté lo más cruelmente posible: «No me habías dicho que habías encontrado a madame Verdurin». Cuando veía algo desagradable en Albertina, en vez de decirle que estaba triste me volvía malo.

Basándome en esto, en el sistema invariable de respuestas que expresaban exactamente lo contrario de lo que yo sentía, puedo estar seguro de que si aquella noche le dije que iba a dejarla fue —aun antes de darme cuenta de ello— porque tenía miedo de que Albertina reclamara una libertad (yo no sabría decir qué libertad era aquella que me hacía temblar, pero de todos modos una libertad que le hubiera permitido engañarme, o al menos me hubiera impedido a mí estar seguro de que no me engañaba) y yo, por orgullo, por habilidad, quería demostrarle que no temía tal cosa, como hacía ya en Balbec cuando quería que tuviera una alta idea de mi y, más tarde, cuando quería que no tuviera tiempo de aburrirse conmigo.

En fin, sería inútil detenerse en la objeción que se pudiera oponer a esta segunda hipótesis —la informulada—, que todo lo que Albertina me decía significaba siempre, por el contrario, que su vida preferida era la vida en mi casa, el reposo, la lectura, la soledad, el odio a los amores sáficos, etc. Pues si Albertina, por su parte, hubiera querido juzgar lo que yo sentía por lo que le decía, habría sabido exactamente lo contrario de la verdad, porque yo no manifestaba nunca el deseo de dejarla sino precisamente cuando no podía pasar sin ella, y en Balbec le confesé dos veces que amaba a otra mujer, una vez a Andrea, otra a una persona misteriosa, y fueron las dos veces en que los celos me devolvieron el amor a Albertina. Es decir, que mis palabras no reflejaban en absoluto mis sentimientos. Si el lector no tiene de esto más que una impresión bastante ligera, es porque, como narrador, le expongo mis sentimientos a la vez que le repito mis palabras. Pero si le ocultara los primeros y conociera sólo las segundas, mis actos, tan poco en relación con ellas, le darían tantas veces la impresión de extraños cambios que me creería poco menos que loco. Proceder que no sería, por lo demás, mucho más falso que el que yo he adoptado, pues las imágenes que me movían a obrar, tan opuestas a las expresadas en mis palabras, eran en aquel momento muy oscuras; yo no conocía sino imperfectamente la naturaleza según la cual obraba; hoy conozco claramente su verdad subjetiva. En cuanto a su verdad objetiva, es decir, si las intuiciones de esta naturaleza captaban más exactamente que mi razonamiento las verdaderas intenciones de Albertina, si hice bien en fiarme de esta naturaleza o si, por el contrario, esta naturaleza enturbió las intenciones de Albertina en vez de aclararlas, me es difícil decirlo.

Aquel vago temor que había sentido yo en casa de los Verdurin de que Albertina me dejara se disipó al principio, cuando volví a casa, con la sensación de ser un prisionero, en modo alguno de encontrar una prisionera. Mas, disipado el temor, me volvió con más fuerza cuando al decirle a Albertina que había ido a casa de los Verdurin le cubrió el rostro una apariencia de enigmática irritación que, por lo demás, no era la primera vez que afloraba a él. Yo sabía muy bien que no era más que la cristalización de la carne de agravios razonados, de ideas claras para quien las concibe y las calla, síntesis que resulta visible pero no racional y que aquel que recoge su precioso residuo en el rostro del ser amado procura a su vez, para entender lo que pasa en este, reducirlo, mediante el análisis, a sus elementos intelectuales. La ecuación aproximativa a aquel desconocido que era para mí el pensamiento de Albertina me había dado sobre poco más o menos: «yo conocía sus sospechas, estaba seguro de que procuraría comprobarlas, y para que yo no pudiera estorbarle hizo todo su trabajito a escondidas». Pero si Albertina vivía con estas ideas, que nunca me había expresado, ¿no tomaría horror a esta existencia, no le faltarían fuerzas para vivirla, no decidiría en cualquier momento renunciar a ella, si era culpable, al menos en deseo, y se sentía adivinada, acorralada, sin poder nunca entregarse a sus gustos, sin que con ello desarmara mis celos; o, si era inocente de intención y de hecho, y a pesar de ello tenía derecho desde hacía tiempo a sentirse desanimada al ver que desde Balbec, donde tanta perseverancia puso en no quedarse sola nunca con Andrea, hasta hoy, en que había renunciado a ir a casa de los Verdurin y a quedarse en el Trocadero, no había logrado recuperar mi confianza? Sobre todo cuando yo no podía decir que su actitud no fuera perfecta. Si en Balbec, cuando se hablaba de muchachas de mala nota, había a veces visto en ella risas, gestos, imitaciones de sus maneras, que me torturaban por lo que yo suponía que aquello significaba para sus amigas, la verdad es que desde que conocía mi opinión sobre este asunto siempre que se aludía a este tipo de cosas dejaba de tomar parte en la conversación no sólo con la palabra, sino con la expresión del rostro. Fuera por no contribuir a las malevolencias que se decían sobre esta o aquella, o por cualquier otra razón, lo único que se notaba entonces en sus rasgos, tan movibles, es que en cuanto se tocaba el tema mostraban su distracción conservando exactamente la expresión que tenía un instante antes. Y esta inmovilidad del gesto, aunque ligera, pesaba como un silencio. Era imposible saber si censuraba, si aprobaba, si conocía o no aquellas cosas. Cada uno de sus rasgos no estaba en relación más que con otro de sus rasgos. La boca, la nariz, los ojos formaban una armonía perfecta, aislada del resto; parecía un pastel, parecía que no hubiera entendido lo que acababa de decir, igual que si se hubiera dicho ante un retrato de La Tour.

Mi propia esclavitud, la esclavitud que todavía sentía cuando al dar al cochero la dirección de Brichot vi la luz de la ventana, dejó de pesarme poco después, cuando vi que Albertina parecía sentir tan vivamente la suya. Y para que le pareciese menos dura, para que no se le ocurriera romperla ella, me pareció lo más hábil darle la impresión de que la esclavitud no sería definitiva, de que yo mismo deseaba ponerle fin. Viendo que la simulación me había salido bien, hubiera podido sentirme contento, en primer lugar porque lo que tanto había temido, el propósito de marcharse que yo le suponía, quedaba descartado, y además porque, aparte el resultado perseguido, el éxito de mi simulación en sí mismo, al demostrar que yo no era absolutamente para Albertina un amante desdeñado, un celoso burlado que ve descubiertos de antemano todos sus ardides, devolvía a nuestro amor una especie de virginidad, lo retrotraía al tiempo de Balbec, cuando Albertina podía aún, en Balbec, creer tan fácilmente que yo amaba a otra. Seguramente no lo hubiera creído ahora, pero sí daba fe a mi simulada intención de separarnos para siempre aquella noche.

Parecía sospechar que la causa pudiera hallarse en casa de los Verdurin. Le dije que había visto a un autor dramático, Bloch, muy amigo de Léa, a quien ella había dicho cosas extrañas (pensaba hacerle creer con esto que sabía más de lo que decía sobre las primas de Bloch). Pero, por una necesidad de calmar la perturbación que me causaba mi simulación de ruptura, le dije:

—Albertina, ¿me puedes jurar que nunca me has mentido?

Miró fijamente al vacío y me contestó:

—Sí, es decir, no. Hice mal en decirte que Andrea había estado muy colada por Bloch; no le habíamos visto.

—Pero, entonces, ¿por qué me lo dijiste?

—Porque tenía miedo de que creyeras otras cosas de ella, nada más que por eso —volvió a mirar al vacío y me dijo—: Hice mal en ocultarte el viaje de tres semanas que había hecho con Léa. Pero es que te conocía tan poco…

—¿Fue antes de Balbec? —Antes del segundo, sí.

¡Y aquella misma mañana me había dicho que no conocía a Léa! Veía quemarse de pronto en una llamarada una novela que me había costado millones de minutos escribir. ¿Para qué? ¿Para qué? Claro que yo comprendía muy bien que Albertina me revelaba aquellos dos hechos porque pensaba que los había sabido indirectamente por Léa, y no había ninguna razón para que no existieran otros cien parecidos. Comprendía también que en las palabras de Albertina cuando la interrogaban no había nunca ni un átomo de verdad, que la verdad sólo la dejaba escapar sin querer, como una mezcla que se producía en ella bruscamente, entre los hechos que hasta entonces estaba decidida a ocultar y la creencia de que se habían sabido.

—Pero dos cosas no es nada —le dije—; lleguemos hasta cuatro para que me dejes recuerdos. ¿Qué más me puedes revelar?

Volvió a mirar al vacío. ¿A qué creencias en la vida futura adoptaba Albertina la mentira, con qué dioses de manga menos ancha de lo que ella había creído intentaba arreglarse? No debió de ser fácil, pues su silencio y la fijeza de su mirada duraron bastante tiempo.

—No, nada más —acabó por decir.

Y a pesar de mi insistencia se encerró, fácilmente ahora, en «nada más». ¡Qué mentira! Pues desde el momento en que tenía aquellas aficiones y hasta el día en que quedó encerrada en mi casa, ¡cuántas veces, cuántas casas, cuántos paseos debieron de satisfacerla! Las gomorrianas son a la vez lo bastante raras y lo bastante numerosas para que en cualquier aglomeración no pasen inadvertidas unas de otras. Y luego es fácil encontrarse.

Recuerdo con horror una noche que en su época me pareció solamente ridícula. Me había invitado un amigo a comer en el restaurante con su querida y otro amigo suyo que llevó también la suya. No tardaron ellas en entenderse, pero tan impacientes por poseerse que ya desde la sopa se buscaban los pies, y a veces tropezaban con el mío. En seguida se enlazaron las piernas. Mis dos amigos no veían nada; yo estaba en ascuas. Una de las dos amigas, que no podía más, se metió debajo de la mesa diciendo que se le había caído una cosa. Después a una le dio jaqueca y pidió subir al lavabo. La otra se dio cuenta de que era la hora de ir a buscar a una amiga al teatro. Y me quedé yo solo con mis dos amigos, que no sospechaban nada. La de la jaqueca volvió a bajar, pero diciendo que la dejaran marcharse sola a esperar a su amante en su casa, para tomar un poco de antipirina. Se hicieron muy amigas, paseaban juntas; una de ellas, vestida de hombre, reclutaba jovencitas y las llevaba a casa de la otra para iniciarlas. La otra tenía un muchachito, hacía como que estaba descontenta de él y encargaba de castigarle a su amiga, que no se andaba con chiquitas. Puede decirse que no había lugar, por público que fuera, donde no hiciesen lo que hay de más secreto.

—Pero en aquel viaje Léa estuvo siempre muy correcta conmigo —me dijo Albertina—. Hasta más reservada que muchas señoras del gran mundo.

—¿Es que hay mujeres del gran mundo que no estuvieran reservadas contigo, Albertina? —Nunca.

—Entonces, ¿qué quieres decir?

—Bueno, que era menos libre en su modo de hablar. —¿Por ejemplo?

—No hubiera empleado, como muchas mujeres a las que todo el mundo recibe, la palabra reventante o la expresión chiflarse en el mundo.

Me pareció que caía también en cenizas una parte de la novela que aún subsistía. Las palabras de Albertina, cuando pensaba en ellas, sustituían mi desaliento por una ira furiosa, que desapareció a su vez ante una especie de enternecimiento. También yo, desde que entré y dije mi propósito de romper, mentía. Por otra parte, aun pensando a saltos, a punzadas, como se dice de los dolores físicos, en aquella vida orgiástica que había llevado Albertina antes de conocerme, admiraba más la docilidad de mi cautiva y dejaba de odiarla. Pero esta simulación me daba un poco de la tristeza que me hubiera dado la intención verdadera, porque para poder fingirla tenía que representármela. Verdad es que durante nuestra vida común yo no había dejado nunca de dar a entender a Albertina que, probablemente, aquella vida sería provisional, para que Albertina siguiera encontrándole cierto encanto. Pero esta noche había ido más lejos por miedo de que unas vagas amenazas de separación no fueran suficientes, contradichas como serían sin duda en el ánimo de Albertina por la idea de que era un gran amor a ella lo que me llevó —parecía decir— a inquirir en casa de los Verdurin. Aquella noche pensé que, entre las demás causas que hubieran podido decidirme bruscamente, sin darme cuenta siquiera más que a medida que se desarrollaba, a representar aquella comedia de ruptura, había sobre todo una: que cuando en un impulso como los que tenía mi padre amenazaba a un ser en su seguridad, como yo no tenía como él el valor de cumplir una amenaza, para que la persona amenazada no creyera que todo se iba a quedar en palabras iba bastante lejos en la; apariencias de la realización y no me replegaba hasta que el adversario, creyendo verdaderamente en mi sinceridad, se echaba a temblar.

Por otra parte, sentimos que en esas mentiras hay algo de verdad; que si la vida no aporta cambios a nuestros amores somos nosotros mismos quienes queremos aportarlos, o al menos fingirlos, y hablamos de separación: hasta tal punto sentimos que todos los amores y todas las cosas evolucionar rápidamente hacia el adiós. Queremos llorar las lágrimas de este adiós antes de que sobrevenga. En la escena por mí representada había, sin duda, aquella vez una razón de utilidad. Quise de pronto conservarla, porque la sentía dispersa en otros seres, sin poder impedir que se uniera con ellos Mas si hubiera renunciado a todos por mí, acaso yo habría decidido más firmemente aún no dejarla nunca, pues si lo; celos hacen cruel la separación, la gratitud la hace imposible En todo caso, me daba cuenta de que estaba librando la gran batalla, una batalla en la que tenía que vencer o sucumbir. Hubiera ofrecido a Albertina en una hora todo lo que poseía, porque pensaba: todo depende de esta batalla. Pero estas batallas se parecen menos a las de antaño, que duraban varias horas, que a una batalla contemporánea, que no termina ni al día siguiente, ni al otro, ni a la semana siguiente. Ponemos en ella todas nuestras fuerzas porque siempre creemos que serán las últimas que vamos a necesitar. Y pase más de un año sin que llegue la «decisión».

Acaso se sumaba a esto una inconsciente reminiscencia de las escenas mentirosas organizadas por monsieur de Charlus, cerca del cual estaba yo cuando se apoderó de mí el miedo de que Albertina me dejara. Pero más tarde le oí contar a mi madre una cosa que entonces ignoraba y que me hace creer que todos los elementos de aquella escena los encontré en mí mismo, en una de esas oscuras reservas de la herencia que ciertas emociones, obrando en esto como algunos medicamentos análogos al alcohol y al café obran sobre el ahorro de nuestras reservas de fuerzas, nos hacen disponibles: cuando mi tía Octavia se enteraba por Eulalia de que Francisca, segura de que su señora ya no iba a salir, había tramado en secreto alguna salida que mi tía debía ignorar, esta, la víspera, simulaba decidir que al día siguiente procuraría dar un paseo. Y obligaba a Francisca, incrédula al principio, no sólo a preparar de antemano sus cosas, a sacar al aire las que llevaban mucho tiempo cerradas, sino hasta a encargar el coche, a disponer casi al cuarto de hora todos los detalles del día. Y sólo cuando Francisca, convencida, o al menos, vacilante, se veía obligada a confesar a mi tía sus propios planes, renunciaba esta públicamente a los suyos para no impedir, decía, los de Francisca. De la misma manera, para que Albertina no pudiera creer que yo exageraba y para hacerle llegar lo más lejos posible en la idea de que nos separábamos, sacando yo mismo las deducciones de lo que acababa de anunciar, me puse yo a anticipar el tiempo que comenzaría al día siguiente y que duraría siempre, el tiempo de nuestra separación, dirigiendo a Albertina las mismas recomendaciones que si no nos fuéramos a reconciliar en seguida. Como los generales que piensan que para engañar al enemigo con un falso ataque hay que llevarlo a fondo, yo puse en este mío casi tantas fuerzas de mi sensibilidad como si fuera verdadero. Aquella escena de separación ficticia acababa por darme casi tanta pena como si fuera real, quizá porque uno de los dos actores, Albertina, la creía real y acentuaba así la figuración del otro. Vivíamos el momento, un momento que, aunque penoso, era soportable, retenidos en tierra por el lastre del hábito y por la certidumbre de que el día siguiente, aunque fuera cruel, contendría la presencia del ser que nos interesa. Y he aquí que yo, insensatamente, destruía toda aquella grávida vida. Verdad es que no la destruía sino ficticiamente, pero bastaba esto para desolarme; quizá porque las palabras tristes que se pronuncian, aunque sean mentirosas, llevan en sí mismas su tristeza y nos la inyectan profundamente, quizá porque se sabe que simulando adioses se evoca con anticipación una hora que llegará fatalmente más tarde; además, no se está muy seguro de no poner en marcha el mecanismo que dará esa hora. En todo bluff hay una parte de incertidumbre, por pequeña que sea, sobre lo que va a hacer el que engaña. ¡Y si la comedia de separación acabara en separación! No podemos pensar en tal posibilidad, aunque sea inverosímil, sin que se nos encoja el corazón. La ansiedad es mayor porque la separación se produciría entonces en el momento en que nos sería insoportable, cuando acaba de herirnos el dolor por la mujer que nos va a dejar antes de habernos curado, al menos aliviado. Y además ni siquiera tenemos ya el punto de apoyo de la costumbre en la que descansamos hasta de la pena. Acabamos de privarnos voluntariamente de este punto de apoyo, le hemos dado a este día una importancia excepcional, le hemos separado de los días contiguos y flota sin raíces como un día de partida; nuestra imaginación, antes paralizada por el hábito, se despierta; hemos incorporado de pronto a nuestro amor cotidiano sueños sentimentales que le agrandan muchísimo, que nos hacen indispensable una presencia con la que precisamente no estamos ya completamente seguros de poder contar. Y si nos hemos entregado al juego de poder pasar sin esta presencia, es sin duda con el fin de asegurarla para el porvenir. Pero es un juego peligroso y nos sale al revés: sufrimos con otro sufrimiento porque hemos hecho algo nuevo, desacostumbrado, y es como esos tratamientos que, a la larga, curarán el mal que padecemos, pero que por lo pronto lo agravan.

Yo tenía lágrimas en los ojos, como los que, solos en su cuarto, imaginándose según los giros caprichosos de su figuración la muerte de un ser querido, tan minuciosamente se representan el dolor que sentirían que acaban por sentirlo. Así, multiplicando las recomendaciones a Albertina sobre lo que debía hacer respecto a mí cuando nos separáramos, me parecía que sentía tanta pena como si no fuéramos a reconciliarnos en seguida. Y además, ¿estaba tan seguro de lograrlo, de hacer volver a Albertina a la idea de la vida común y de que, si lo lograba por aquella noche, no renacería en Albertina el estado de espíritu que aquella escena había disipado? Me sentía, pero no me creía dueño del porvenir, porque comprendía que esta sensación nacía solamente de que ese porvenir no existía aún y, por consiguiente, no me punzaba su necesidad. En fin, mintiendo, ponía quizá en mis palabras más verdad de lo que yo creía. Acababa de tener un ejemplo de esto cuando dije a Albertina que la olvidaría pronto; era, en efecto, lo que me había ocurrido con Gilberta, a la que ahora me abstenía de ir a ver por evitar no un sufrimiento, sino una obligación pesada. Y, ciertamente, había sufrido al escribir a Gilberta que no la vería más. Y a ver a Gilberta no iba más que de cuando en cuando, mientras que todas las horas de Albertina me pertenecían. Y en amor es más fácil renunciar a un sentimiento que perder una costumbre. Pero todas esas palabras dolorosas sobre nuestra separación, si tenía yo la fuerza de pronunciarlas porque las sabía falsas, en cambio eran sinceras en boca de Albertina cuando la oí exclamar: «¡Ah!, prometido, no te volveré a ver nunca. Todo antes que verte llorar así, querido. No quiero darte pena. Puesto que es necesario, no volveremos a vernos». Estas palabras eran sinceras, mientras que por mi parte no hubieran podido serlo, porque como Albertina no sentía por mí nada más que amistad, por una parte el renunciamiento que prometían le costaba menos, y por otra, mis lágrimas, que tan poca cosa hubieran sido en un gran amor, le parecían casi extraordinarias y la trastornaban traspuestas a los dominios de aquella amistad en la que ella se quedaba, de aquella amistad más grande que la mía, según ella acababa de decir —según ella acababa de decir, porque en una separación es el que no ama de amor quien dice las cosas tiernas, pues el amor no se expresa directamente—, y que quizá no era completamente inexacto, pues las mil bondades del amor acaban por despertar en el ser que las inspira y no lo siente un afecto, una gratitud, menos egoístas que el sentimiento que las ha provocado y que quizá, pasados años de separación, cuando ya en el antiguo enamorado no quede nada de aquel sentimiento, subsistirán siempre en la amada.

Sólo un momento sentí hacia ella una especie de odio, que no hizo más que avivar mi necesidad de retenerla. Como aquella noche sólo sentía celos de mademoiselle Vinteuil y pensaba con la mayor indiferencia en el Trocadero, no sólo considerando que la había enviado allí para evitar a los Verdurin, sino aun viendo en el Trocadero a aquella Léa por causa de la cual hice volver a Albertina para que no la conociera, dije sin pensar el nombre de Léa, y ella, desconfiada y creyendo que acaso me habían dicho más, se adelantó y dijo con volubilidad, no sin bajar un poco la frente: «La conozco muy bien; el año pasado fuimos con unas amigas a verla trabajar; después de la representación subimos a su camerino; se vistió delante de nosotras. Era muy interesante». Entonces mi imaginación tuvo que dejar a mademoiselle Vinteuil y, en un esfuerzo desesperado, en esa carrera al abismo de las imposibles reconstituciones, se fijó en la actriz, en aquella noche en que Albertina subió a su camerino. Por una parte, después de todos los juramentos que me había hecho, y en un tono tan verídico; después del sacrificio tan completo de su libertad, ¿cómo creer que hubiera nada malo en todo aquello? Y, sin embargo, mis sospechas ¿no eran antenas dirigidas hacia la verdad, puesto que, si Albertina había sacrificado por mí a los Verdurin para ir al Trocadero, la verdad era que mademoiselle Vinteuil debía estar en casa de los Verdurin, y puesto que si había renunciado, por otra parte, al Trocadero para salir conmigo, y si yo la hice volver por aquella Léa que parecía preocuparme sin motivo, ahora, en una frase que yo no le pedí, confesaba Albertina que la había conocido en escala mayor que la de mis temores, en circunstancias muy sospechosas, pues quién pudo llevarla a subir así a su camerino? Si yo dejaba de sufrir por mademoiselle Vinteuil cuando sufría por Léa, los dos verdugos de mi jornada, era, bien por la incapacidad de mi espíritu para representarse a la vez varias escenas, bien por la interferencia de mis emociones nerviosas, de las que mis celos no eran más que un eco. Yo podía deducir que Albertina no había sido de Léa más que de mademoiselle Vinteuil, y que si yo creía en Léa era porque aún sufría por ella. Pero el hecho de que mis celos se extinguieran —para despertarse a veces, sucesivamente— no significaba tampoco que no correspondiesen cada vez a una verdad presentida, que de aquellas mujeres no debía decir ninguna, sino todas. Digo presentida porque no podía ocupar todos los puntos del espacio y del tiempo que hubiera sido necesario; y además, ¿qué instinto hubiera podido darme la concordancia entre unas y otras para permitirme sorprender a Albertina aquí a tal hora con Léa, o con las muchachas de Balbec, o con la amiga de madame Bontemps que ella había rozado, o con la chica del tenis que le había dado con el codo, o con Mlle. Vinteuil?

—Mi pequeña Albertina, eres muy buena prometiéndomelo. De todos modos, al menos los primeros meses, yo evitaré los lugares donde estés tú. ¿Sabes si irás este verano a Balbec?, porque, si vas, yo me las arreglaré para no ir.

Ahora, si seguía progresando así, adelantándome al tiempo en mi invención mentirosa, lo hacía tanto por atemorizar a Albertina como por hacerme daño a mí mismo. Como un hombre que, al principio, no ha tenido sino motivos poco importantes para enfadarse y se remonta por completo con sus propias palabras y se deja llevar por una furia engendrada no por agravios recibidos, sino por su misma ira que va subiendo de tono, así rodaba yo cada vez más por la pendiente de mi tristeza hacia una desesperación cada vez más profunda y con la inercia de un hombre que, sintiendo que le gana el frío, no intenta luchar y hasta encuentra una especie de placer en tiritar. Y, en fin, si un momento antes tuve, como esperaba, la fuerza de rehacerme, de reaccionar y de dar marcha atrás, ahora el beso de Albertina al darme las buenas noches tendría que consolarme mucho más que de la pena que me causó acogiendo tan mal mi regreso de la que yo sentí imaginando, para fingir luego arreglarlas, las formalidades de una separación imaginaria y previendo las consecuencias. En todo caso, aquellas buenas noches no debía ser ella quien me las diera, pues eso me hubiera hecho más difícil el viraje con el que le propondría renunciar a nuestra separación. Por eso no dejaba de recordarle que había llegado hacía ya tiempo la hora de despedirnos, lo que, dejándome la iniciativa, me permitía retardarla un momento más. Y así sembraba de alusiones a la noche ya tan avanzada, a nuestro cansancio, las cuestiones que planteaba a Albertina.

—No sé a dónde iré —contestó a la última con aire preocupado—. Quizá vaya a Turena, a casa de mi tía.

Y este primer proyecto que esbozó me dejó helado, como si comenzara a realizarse efectivamente nuestra separación definitiva. Miró la habitación, la pianola, las butacas de raso azul.

—Todavía no puedo hacerme a la idea de que ya no veré todo esto ni mañana, ni pasado mañana, ni nunca. ¡Pobre cuartito este! Me parece imposible; no me cabe en la cabeza.

—Tenía que ser, aquí eras desgraciada.

—No, no era desgraciada, es ahora cuando lo voy a ser.

—No, seguro que es mejor para ti.

—¡Para ti quizá!

Me puse a mirar fijamente al vacío como si, sumido en una gran duda, me debatiera contra una idea que se me hubiera ocurrido. Por fin dije de pronto:

—Oye, Albertina, dices que eres más feliz aquí, que vas a ser desgraciada.

—Seguro.

—Eso me perturba. ¿Quieres que intentemos seguir unas semanas más? A lo mejor, semana a semana, podemos llegar muy lejos; ya sabes que lo provisional puede llegar a durar siempre.

—¡Oh, qué bueno serías!

—Pero entonces es insensato habernos hecho tanto daño durante horas para nada; es como prepararse para un viaje y después no hacerlo. Estoy muerto de pena.

La senté sobre mis rodillas, cogí el manuscrito de Bergotte que ella deseaba tanto y escribí en la cubierta: «A mi pequeña Albertina, en recuerdo de una renovación de contrato?».

—Ahora —le dije— vete a dormir hasta mañana por la noche, querida mía, pues debes de estar destrozada. —Lo que estoy, sobre todo, es muy contenta.

—¿Me quieres un poquito?

—Cien veces más que antes.

Hubiera hecho mal en sentirme dichoso con la pequeña comedia. Aunque no hubiera llegado a aquella forma verdaderamente teatral a que yo la llevé, aunque no hubiéramos hecho más que hablar simplemente de separación, ya habría sido grave. Estas conversaciones creemos hacerlas no solamente sin sinceridad, lo que así es, en efecto, sino libremente. Pero, sin proponérnoslo, suelen ser el primer murmullo, susurrado a pesar nuestro, de una tempestad que no sospechamos. En realidad, lo que entonces decimos es lo contrario de nuestro deseo (que es vivir siempre con la mujer que amamos), mas es también esa imposibilidad de vivir juntos la causa de nuestro sufrimiento cotidiano, sufrimiento que preferimos al de la separación, pero que acabará, a pesar nuestro, por separarnos. Sin embargo, esto no suele ocurrir de repente. Por lo general —como se verá, no en mi caso con Albertina— acontece algún tiempo después de las palabras en las que no creíamos, ponemos en acción un ensayo informe de separación voluntaria, no dolorosa, temporal. Para que luego esté más a gusto con nosotros, para, por otra parte, sustraernos nosotros momentáneamente a tristezas y a fatigas continuas, pedimos a la mujer que vaya a hacer sin nosotros o que nos deje a nosotros hacer sin ella un viaje de unos días, —los primeros desde hace mucho tiempo que pasaremos sin ella—, cosa que nos hubiera parecido imposible. No tarda en volver a ocupar su sitio en nuestro hogar. Y esta separación, corta pero realizada, no es tan arbitrariamente decidida ni es, con tanta seguridad como nos figurábamos, la única. Vuelven a empezar las mismas tristezas, se acentúa la misma dificultad de vivir juntos, sólo que la separación ya no es cosa tan difícil; hemos comenzado por hablar de ella, luego se ha realizado en una forma amable. Pero esto no son sino pródromos que no hemos reconocido. Y a la separación momentánea y sonriente sucederá la separación atroz y definitiva que hemos preparado sin saberlo.

—Ven a mi cuarto dentro de cinco minutos para que pueda verte un poco, pequeño mío. Serás buenísimo si lo haces. Pero después me dormiré en seguida, pues estoy muerta.

Y, en efecto, fue una muerta lo que vi cuando entré en su cuarto. Se había dormido nada más acostarse; las sábanas, arrolladas a su cuerpo como un sudario, habían tomado, con sus bellos pliegues, una rigidez de piedra. Dijérase que, como en ciertos juicios finales de la Edad Media, sólo la cabeza surgía de la tumba, esperando en su sueño la trompeta del arcángel. Una cabeza, la suya, sorprendida por el sueño, casi doblada, hirsuto el cabello. Y al ver aquel cuerpo insignificante allí tendido, me preguntaba qué tabla de logaritmos era para que todos los actos en que había podido intervenir, desde un tocarse con el codo hasta un rozarse con la ropa, pudieran causarme, extendidas al infinito de todos los puntos que aquel cuerpo había ocupado en el tiempo y en el espacio y súbitamente revividas en mi recuerdo, unas angustias tan dolorosas y que, sin embargo, yo sabía determinadas por movimientos, por deseos de ella, que en otra, en ella misma cinco años antes, cinco años después, me hubieran sido tan indiferentes. Era una mentira, pero una mentira a la que yo no tenía el valor de buscar otra solución que mi muerte. Así, con la pelliza que todavía no me había quitado desde que volví de casa de los Verdurin, permanecía ante aquel cuerpo retorcido, ante aquella figura alegórica, ¿alegórica de qué? ¿De mi muerte? ¿De mi amor? En seguida empecé a oír su respiración rítmica. Me senté al borde de su cama para hacer aquella cura calmante de brisa y de contemplación. Después me retiré muy despacio para no despertarla.

Era tan tarde que, a la mañana, recomendé a Francisca que anduviera muy despacito cuando pasara delante de su cuarto. Y Francisca, convencida de que habíamos pasado la noche en lo que ella llamaba orgías, recomendó irónicamente a los otros criados que «no despertaran a la princesa». Y una de las cosas que yo temía era que un día Francisca no pudiera contenerse más, que se insolentara con Albertina y que esto trajera complicaciones a nuestra vida. Francisca ya no estaba en edad, como cuando sufría de ver a Eulalia bien tratada por mi tía, de soportar valientemente sus celos. Ahora le paralizaban el semblante hasta tal punto que a veces pensaba yo si no habría sufrido, por alguna crisis de rabia, y sin que yo me diera cuenta, algún pequeño ataque. Y yo, que así pedí que respetaran el sueño de Albertina, no pude conciliar el mío. Intentaba comprender cuál era el verdadero estado de ánimo de Albertina. ¿Había evitado yo, como triste comedia que representé, un peligro real, y Albertina, a pesar de decirse tan feliz en la casa, había tenido a veces la idea de desear su libertad, o, por el contrario, debía creer sus palabras? ¿Cuál de las dos hipótesis era la verdadera? Si a veces me ocurría, si, sobre todo, me iba a ocurrir dar a un caso de mi vida pasada las dimensiones de la historia cuando quería entender un hecho político, en cambio aquella mañana no dejé de identificar, a pesar de tantas diferencias y por el afán de comprenderlo, el alcance de nuestra escena de la víspera con un incidente diplomático que acababa de ocurrir.

Quizá tenía derecho a razonar así. Pues era muy probable que me hubiera guiado el ejemplo de monsieur de Charlus en la escena mentirosa que tantas veces le había visto representar con tanta autoridad; pero esa escena ¿era en él otra cosa que una inconsciente traslación al campo de la vida privada de la profunda tendencia de su raza alemana, provocadora por astucia y, por orgullo, guerrera si es necesario?

Como diversas personas, entre ellas el príncipe de Mónaco, sugirieran al Gobierno francés la idea de que si no prescindía de monsieur Delcassé la amenazadora Alemania iría efectivamente a la guerra, el Gobierno pidió al ministro de Asuntos Exteriores que dimitiera. Luego el Gobierno francés admitía la hipótesis de una intención de hacernos la guerra si no cedíamos. Pero otras personas pensaban que había sido sólo un simple bluff, y que si Francia se hubiera mantenido firme, Alemania no habría sacado la espada. Claro que el escenario era no sólo diferente, sino casi inverso, puesto que Albertina no había proferido nunca la amenaza de romper conmigo; pero un conjunto de impresiones había llevado a mi ánimo la creencia de que pensaba hacerlo, como el Gobierno francés había tenido aquella creencia respecto a Alemania. Por otra parte, si Alemania deseaba la paz, provocar en el Gobierno francés la idea de que quería la guerra era una habilidad discutible y peligrosa. Cierto que si lo que provocaba en Albertina bruscos deseos de independencia era la idea de que yo no me decidiría nunca a romper con ella, mi conducta había sido bastante hábil. Y ¿no era difícil creer que no los tenía, negarse a ver en ella toda una vida secreta dirigida a la satisfacción de su vicio, aunque sólo fuera por la rabia con que se enteró de que yo había ido a casa de los Verdurin, exclamando: «Estaba segura», y acabando de descubrirlo todo con aquellas palabras: «Debía estar allí mademoiselle Vinteuil»? Todo esto corroborado por el encuentro de Albertina y de madame Verdurin que me había revelado Andrea. Pero —pensaba yo cuando me esforzaba en ir contra mi instinto— quizá esos bruscos deseos de independencia, suponiendo que existieran, eran debidos, o acabarían por serlo, a la idea contraria, es decir, a saber que yo no había tenido nunca la idea de casarme con ella, que era cuando aludía, como involuntariamente, a nuestra separación próxima cuando decía la verdad, que, de todas maneras, la dejaría un día u otro, creencia que mi escena de aquella noche no había podido sino afianzar y que podría acabar por determinarla a esta resolución: «Si ha de ocurrir fatalmente un día u otro, más vale acabar en seguida». Los preparativos de guerra que el más falso de los adagios preconiza para que triunfe la voluntad de paz crean, por el contrario, en primer lugar, la creencia en cada uno de los adversarios de que el otro quiere la ruptura, creencia que determina la ruptura, y cuando esta ha tenido lugar, la otra creencia en cada uno es que es el otro el que la ha querido. Aunque la amenaza no fuera sincera, su éxito anima a repetirla. Pero es difícil determinar el punto exacto a que puede llegar el éxito del bluff; si el uno va demasiado lejos, el otro, que hasta entonces había cedido, se adelanta a su vez; el primero, no sabiendo cambiar de método, habituado a la idea de que aparentar que no se teme la ruptura es la mejor manera de evitarla (lo que yo hice aquella noche con Albertina), y, además, prefiriendo por orgullo sucumbir antes que ceder, persevera en su amenaza hasta el momento en que ya nadie puede retroceder. Y así, el bluff puede ir unido a la sinceridad, alternar con ella, y lo que ayer fue un juego puede mañana ser una realidad. También puede ocurrir que uno de los adversarios esté realmente decidido a la guerra, que, por ejemplo, Albertina tuviera, más tarde o más temprano, la intención de no seguir aquella vida, o, al contrario, que, sin que nunca se le ocurriera tal idea, mi imaginación la inventara de punta a cabo. Tales fueron las diversas hipótesis en que pensé mientras ella dormía aquella mañana. Pero en cuanto a la última, puedo decir que, en los tiempos subsiguientes, nunca amenacé a Albertina con dejarla a no ser respondiendo a una idea de mala libertad suya, idea que no me decía, pero que a mí me parecía implícita en ciertos descontentos misteriosos, en ciertas palabras, en ciertos gestos que no tenían más explicación posible que esa idea y de los que se negaba a darme ninguna. Y muchas veces los observaba yo sin aludir a una separación posible, esperando que provinieran de un rapto de mal humor que acabaría aquel día. Pero el mal humor duraba a veces sin tregua durante semanas enteras en las que Albertina parecía querer provocar un conflicto, como si en aquel momento hubiera, en una región más o menos lejana, ciertos placeres que ella sabía, de los que la privaba su clausura en mi casa e influyeran en ella hasta que acabaran, como esos cambios atmosféricos que, aun encontrándonos junto a la chimenea, influyen en nuestros nervios, aunque se produzcan tan lejos como las islas Baleares.

Aquella mañana, mientras Albertina dormía y yo intentaba adivinar lo que en ella se ocultaba, recibí una carta de mi madre en la que me decía que estaba preocupada por no saber de mis decisiones en relación con aquella frase de madame de Sévigné: «Por mi parte, estoy convencida de que no se casará, pero entonces, ¿por qué entretener a esa muchacha con la que nunca se va a casar? ¿Por qué arriesgarse a que rechace otros partidos que ya no podrán menos de parecerle despreciables? ¿Por qué perturbar el ánimo de una persona cuando sería tan fácil evitarlo?». Esta carta de mi madre me volvía a la tierra. ¿Para qué voy a buscar un alma misteriosa, a interpretar un rostro, a sentirme rodeado de sentimientos que no me atrevo a penetrar?, me dije. Estaba soñando, es muy sencillo. Soy un muchacho indeciso y se trata de una de esas bodas que tardamos algún tiempo en saber si se harán o no. En Albertina no hay nada de particular. Este pensamiento me dio un alivio profundo, pero pasajero. En seguida me dije: «Claro es que, si se considera el aspecto social, se puede reducir todo al más corriente de los sucesos: desde fuera, quizá yo lo vería así. Pero sé muy bien que la verdad es, o al menos lo es también, todo lo que yo he pensado, lo que he leído en los ojos de Albertina, los temores que me torturan, el problema que me planteo constantemente ante Albertina». La historia del novio vacilante y de la boda rota puede corresponder a esto, como cierta reseña de teatro hecha por un periodista sensato puede dar el tema de una obra de Ibsen. Pero hay algo más que los hechos que se cuentan. Ese algo más acaso existe, si se sabe verlo, en todos los novios vacilantes y en todas las bodas aplazadas, porque acaso hay misterio en la vida cotidiana. Yo podía desdeñar ese misterio en la vida de los demás, pero la de Albertina y la mía la vivía por dentro. Después de aquella noche, Albertina no me dijo, como no me lo había dicho antes: «Ya sé que no tienes confianza en mí, procuraré disipar tus sospechas». Pero esta idea, que nunca expresó, hubiera podido servir de explicación de sus menores actos. No sólo se las arreglaba para no estar sola ni un momento, de modo que yo no pudiese ignorar lo que había hecho si no creía sus propias declaraciones, sino que, hasta cuando quería telefonear a Andrea, o al garaje, o al picadero, o a otro sitio, decía que era demasiado aburrido estar sola para telefonear, con el tiempo que las telefonistas tardaban en dar la comunicación, y se las arreglaba para que estuviese yo con ella en aquel momento, o, a falta mía, Francisca, como si temiera que yo imaginara comunicaciones telefónicas censurables destinadas a dar misteriosas citas.

Desgraciadamente, esto no me tranquilizaba. Amado me había mandado la fotografía de Esther diciéndome que no era ella. ¿Entonces, otras más? ¿Quiénes? Devolví la fotografía a Bloch. La que yo hubiera querido ver era la que Albertina había dado a Esther. ¿Cómo estaba en ella? Quizá descotada; quién sabe si se habrían retratado juntas. Pero no me atrevía a hablar de esto a Albertina (pues se me habría notado que no había visto la foto), ni a Bloch, porque no quería que se diera cuenta de que me interesaba Albertina.

Y aquella vida, que cualquiera que conociera mis sospechas y su esclavitud hubiera considerado cruel para mí y para Albertina, desde fuera, para Francisca, era una vida de placeres inmerecidos que aquella marrullera, y, como decía Francisca, que, más envidiosa de las mujeres, empleaba más el masculino que el femenino, aquella charlatante, había sabido hábilmente buscarse. Y como Francisca, en contacto conmigo, había enriquecido su vocabulario con palabras nuevas, pero arreglándolas a su manera, decía de Albertina que no había conocido jamás una persona de tal perfidité, que sabía sacarme los dineros haciendo tan bien la comedia (lo que Francisca, que tan fácilmente tomaba lo particular por lo general como lo general por lo particular, y que tenía ideas bastante vagas sobre la distinción de los géneros en el arte dramático, llamaba «saber hacer la pantomima»). Tal vez de este error sobre nuestra vida, la de Albertina y la mía, era yo un poco responsable por las vagas confirmaciones que, cuando hablaba con Francisca, dejaba hábilmente escapar, fuera por deseo de pincharla o por parecerle, si no amado, al menos contento. Y, sin embargo, aunque yo hubiese querido que Francisca no sospechara mis celos, la vigilancia que ejercía sobre Albertina, no tardó ella en adivinarlos, guiada, como el espiritista que con los ojos tapados encuentra un objeto, por esa intuición que Francisca tenía de las cosas que podían hacerme sufrir, intuición que no se dejaba engañar por las mentiras que yo podía decir para desviarla, y también por el odio a Albertina que impulsaba a Francisca —más aún que a creer a sus enemigos más felices, más ruines comediantes de lo que eran— a descubrir lo que podía perderlos y precipitar su caída. Desde luego, Francisca no le hizo nunca escenas a Albertina. «Yo me preguntaba si Albertina, sintiéndose vigilada, no realizaría ella misma aquella separación con que yo la había amenazado, pues la vida, al cambiar, convierte en realidades nuestras fábulas. Cada vez que yo oía abrir una puerta, me estremecía, como se estremecía mi abuela, durante su agonía, cada vez que yo llamaba. No creía yo que Albertina saliera sin habérmelo dicho, pero lo pensaba mi inconsciente, como palpitaba el inconsciente de mi abuela al oír los timbrazos cuando ya estaba sin conocimiento. Una mañana hasta sentí de pronto la brusca inquietud de que no sólo hubiera salido, sino de que se hubiera marchado: acababa de oír una puerta que me pareció la puerta de su cuarto. A paso de lobo fui hasta su cuarto, entré, me paré en el umbral. En la penumbra, percibí las sábanas infladas en semicírculo; debía de ser Albertina que, curvado el cuerpo, dormía con los pies y la cabeza pegados a la pared. Sólo el cabello de aquella cabeza, abundante y negro, rebasando la cama, me hizo comprender que era ella, que no había abierto la puerta, que no se había movido, y sentí aquel semicírculo inmóvil y vivo, que contenía toda una vida humana y que era lo único que tenía valor para mí; sentí que aquel cuerpo estaba allí, en mi poder dominador».

Pero yo conocía su arte de insinuación, el partido que sabía sacar de un montaje teatral significativo, y no puedo creer que se resistiera a hacer comprender cada día a Albertina el papel humillado que esta representaba en la casa, a pincharla pintándole con sabia exageración el encierro a que mi amiga estaba sometida. Una vez encontré a Francisca, calados los gruesos anteojos, revolviendo en mis papeles y volviendo a poner entre ellos uno en el que yo había anotado un relato sobre Swann y su imposibilidad de pasar sin Odette. ¿Lo habría dejado ella como por descuido en el cuarto de Albertina? Por otra parte, por encima de todas las medias palabras de Francisca, que no habían sido más que su orquestación susurrante y pérfida, en bajo, debió de elevarse, más alta, más clara, más insistente, la voz acusadora y calumniadora de los Verdurin, irritados de ver que Albertina me retenía involuntariamente, y yo a ella voluntariamente, lejos del pequeño clan.

En cuanto el dinero que yo gastaba con Albertina, no podía ocultárselo a Francisca, como no podía ocultarle ningún gasto. Francisca tenía pocos defectos, pero estos pocos habían creado en ella, para servirlos, verdaderas dotes que muchas veces le faltaban fuera del ejercicio de tales defectos. El principal era la curiosidad aplicada al dinero que nosotros gastáramos en beneficio de otras personas que no fueran ella. Si yo tenía una cuenta que pagar, una propina que dar, ya podía apartarme para hacerlo: Francisca encontraba siempre un plato que colocar, una servilleta que recoger, algo que le permitiera acercarse. Y si la despedía con ira, aquella mujer que ya casi no veía, que apenas sabía contar, orientada por la misma inclinación de un sastre que, nada más vernos, aprecia instintivamente la tela de nuestro traje y hasta no puede menos de tocarla, o como un pintor sensible a un efecto de colores, Francisca, a poco tiempo que le diera, veía a hurtadillas, calculaba instantáneamente lo que yo daba. Si, para que no pudiera decir a Albertina que yo corrompía a su chófer, me anticipaba y, disculpándome por la propina, decía: «Para que el chófer esté contento, le he dado diez francos», Francisca, implacable y segura de su mirada de águila vieja, me replicaba: «No, señor, le ha dado cuarenta y tres francos de propina. Le dijo al señor que eran cuarenta y cinco francos, el señor le dio cien francos y él no le devolvió más que doce». Había tenido tiempo de ver y de contar la cifra de la propina, que yo mismo ignoraba.

Si Albertina se proponía devolverme la tranquilidad, lo consiguió en parte; de todos modos, mi razón no pedía más que demostrarme que me había equivocado sobre los malos proyectos de Albertina, como quizá me había equivocado sobre sus instintos viciosos. En el valor de los argumentos que mi razón me suministraba ponía yo, sin duda, mi deseo de que me parecieran buenos. Mas para ser equitativo y poder ver la verdad, ¿no debía decirme, a menos de admitir que la verdad no se conoce nunca si no es por el presentimiento, por una emanación telepática, que si mi razón, tratando de curarme, se dejaba llevar de mi deseo, en cambio, en lo que se refería a mademoiselle Vinteuil, a los vicios de Albertina, a sus intenciones de tener otra vida, a sus proyectos de separación, que eran los corolarios de sus vicios, había podido mi instinto, para intentar enloquecerme, dejarse extraviar por mis celos? Por otra parte su secuestro, que Albertina se las arreglaba ingeniosamente para hacer ella misma absoluto, al suprimir mi sufrimiento, suprimió al mismo tiempo mis sospechas y, cuando la noche me traía otra vez mis inquietudes, pude encontrar de nuevo en la presencia de Albertina la calma de los primeros días. Sentada junto a mi cama, hablaba conmigo de una de aquellas prendas o de aquellos objetos que yo le regalaba continuamente para que su vida fuera más dulce y su cárcel más bella, aun temiendo a veces que ella pensara como aquella madame de La Rochefoucauld, cuando, al preguntarle alguien si no estaba contenta de vivir en una mansión tan hermosa como Liancourt, le contestó que no conocía ninguna cárcel hermosa.

Así, si una vez pregunté a monsieur de Charlus sobre la antigua plata francesa, es porque cuando hicimos el proyecto de tener un yate —proyecto que Albertina juzgó irrealizable, y yo también cada vez que, volviendo a creer en su virtud, disminuían mis celos y no comprimían otros deseos en los que no entraba Albertina y cuya satisfacción requería también dinero— pedimos consejo a Elstir, por si acaso nos lo daba y sin que, por lo demás, creyera Albertina que nos lo iba a dar nunca. Pero el gusto del pintor era tan refinado y difícil para la ornamentación de los yates como para el vestir de las mujeres. No admitía más que muebles ingleses y plata antigua. Albertina, al principio, no pensó más que en las toilettes y en los muebles. Ahora le interesaba la plata, y esto la llevó, desde que volvimos de Balbec, a leer obras sobre el arte de la platería, sobre los punzones de los antiguos orfebres. Pero la plata antigua —que fue fundida por dos veces cuando en la época de los tratados de Utrech el propio rey, imitado en esto por los grandes señores, dio su vajilla, y en 1789— es rarísima. Por otra parte, en vano los modernos orfebres han reproducido aquella plata por los dibujos de Pont-aux-Choux; Elstir encontraba esta antigüedad nueva indigna de entrar en la casa de una mujer de buen gusto, aunque fuera una casa flotante. Yo sabía que Albertina había leído la descripción de las maravillas que hizo Roettiers para madame du Barry. Se moría de ganas de verlas, si todavía quedaban algunas piezas, y yo de regalárselas. Hasta había comenzado unas bonitas colecciones, que colocaba con exquisito gusto en una vitrina y que yo no podía mirar sin una tierna emoción y sin temor, porque el arte con que las disponía era ese arte, lleno de paciencia, de ingeniosidad, de nostalgia, de necesidad de olvidar, al que se entregan los cautivos.

En cuanto a las toilettes, lo que más le gustaba en aquel momento era todo lo que hacía Fortuny. Por cierto que, sobre estos vestidos de Fortuny —yo le había visto uno a madame de Guermantes—, cuando Elstir nos hablaba de los magníficos trajes de los contemporáneos de Carpaccio y de Tiziano, nos anunció su próxima aparición renaciendo, suntuosos, de sus cenizas, pues todo ha de volver, como está escrito en las bóvedas de San Marcos y como lo proclaman, bebiendo en las urnas de mármol y de jaspe de los capiteles bizantinos, los pájaros que significan a la vez la muerte y la resurrección. En cuanto las mujeres empezaban a llevar aquellos vestidos, Albertina recordó las promesas de Elstir; deseaba uno y teníamos que ir a elegirlo. Ahora bien, aquellos vestidos, aunque no eran esos trajes verdaderamente antiguos con los que las mujeres de hoy parecen un poco disfrazadas y que es bonito guardar como piezas de colección (yo buscaba uno así para Albertina), tampoco tenían la frialdad de la imitación de lo antiguo. Eran más bien a la manera de las decoraciones de Sert, de Bakst y de Benoist, que en aquel momento evocaban en los bailes rusos las épocas de arte más amadas con obras impregnadas de su espíritu y, sin embargo, originales; de la misma manera los trajes de Fortuny, fielmente antiguos pero poderosamente originales, evocaban como un decorado, y aun con más fuerza de evocación que un decorado, pues este había que imaginarlo, la Venecia toda llena de Oriente donde aquellos trajes se llevaron, evocando, mejor que una reliquia en el sagrario de San Marcos, el sol y los turbantes, el color fragmentado, misterioso y complementario. Todo lo de aquel tiempo había perecido, mas todo renacía, evocado y combinado por el esplendor del paisaje y por el movimiento de la vida, por el resurgimiento parcelario y sobreviviente de las estofas de las dogaresas. Una o dos veces estuve por pedir consejo en este punto a madame de Guermantes. Pero a la duquesa no le gustaban los vestidos que parecen para un baile de trajes. Ella misma nunca estaba mejor que de terciopelo negro con diamantes. Y para vestidos como los de Fortuny, no era muy útil su consejo. Además, yo tenía el escrúpulo de que, si se lo pedía, podía pensar que no iba a verla más que cuando la necesitaba, pues llevaba tiempo rehusando bastantes invitaciones suyas por semana. Por cierto que sólo de ella las recibía con tal profusión. Ella y otras mujeres fueron siempre muy amables conmigo; pero mi enclaustramiento había decuplicado, sin duda alguna, esta amabilidad. Parece ser que en la vida mundana la mejor manera de que le busquen a uno es rehusar, reflejo insignificante de lo que ocurre en amor. Un hombre, para agradar a una mujer, calcula todos los rasgos gloriosos que puede citar a su favor: cambia constantemente de traje, se cuida la cara; y la mujer por la que hace todo esto no tiene para él una sola de las atenciones que le prodiga otra a la que, engañándola y presentándose ante ella desaliñado y sin ningún artificio atrayente, se ha ganado para siempre. De la misma manera, si un hombre se lamentara de no recibir en sociedad bastantes atenciones, no le aconsejaría yo que hiciera más visitas y que tuviera mejores coches y mejores caballos: le aconsejaría no asistir a ninguna invitación, vivir encerrado en su cuarto, no dejar entrar en él a nadie, pues entonces harían cola ante su puerta. O, más bien, no se lo diría. Pues es una manera segura de ser solicitado, pero que, como la de ser amado, sólo sale bien cuando no se ha puesto en práctica para eso, sino, por ejemplo, cuando estamos siempre en casa porque nos encontramos o creemos encontrarnos gravemente enfermos, o cuando tenemos encerrada en él a una mujer que nos interesa más que la sociedad (o por los tres motivos a la vez) y la sociedad, sin saber la existencia de esa mujer y simplemente porque esquivamos sus atenciones, nos preferirá a todos los que se ofrecen solícitos y se aferrará a nosotros.

—A propósito de habitación, pronto tendremos que ocuparnos de tu vestido de Fortuny le dije a Albertina.

Y, desde luego, para ella, que había deseado mucho tiempo aquellos vestidos, que iba a elegirlos detenidamente conmigo, que les tenía reservado sitio no sólo en sus armarios, sino en su imaginación, que para decidirse entre tantos otros apreciaría largamente cada detalle, sería algo más que para una mujer muy rica que tiene más vestidos de los que desea y ni siquiera los mira. Sin embargo, a pesar de la sonrisa con que Albertina me dio las gracias diciéndome: «Eres demasiado bueno», me pareció muy fatigada y hasta triste.

Y aun a veces, mientras terminaban los que ella deseaba, yo hacía que me prestaran algunos, a veces sólo las telas, y se los ponía a Albertina o la envolvía en ellas. Y Albertina se paseaba por mi cuarto con la majestad de una dogaresa y de una modelo.

Pero mi esclavitud en París me resultaba más dura ante aquellos vestidos que me recordaban Venecia. Claro que Albertina estaba mucho más cautiva que yo. Y era curioso ver cómo, a través de los muros de su cárcel, pudo pasar el destino, que transforma a las criaturas, cambiarla en su misma esencia y de la muchacha de Balbec hacer una cautiva aburrida y dócil. Sí, los muros de la cárcel no pudieron impedir el paso de esta influencia; hasta quizá fueron ellos los que la produjeron. Ya no era la misma Albertina, porque ya no estaba, como en Balbec, siempre escapando en su bicicleta, inencontrable porque eran muchas las pequeñas playas a donde iba a dormir en casa de las amigas y donde, además, sus mentiras hacían más difícil encontrarla; porque encerrada en mi casa, dócil y sola, ya no era, como en la playa de Balbec, ni siquiera cuando en Balbec llegaba yo a encontrarla, aquel ser huidizo, prudente y trapacero, cuya presencia se prolongaba en tantas citas que disimulaba hábilmente, unas citas que la hacían amar porque la hacían sufrir, cuando, bajo su frialdad con los demás y sus respuestas triviales, se notaba la cita de la víspera y la del día siguiente, y para mí un pensamiento de desdén y de engaño. Porque ya no le inflaba los vestidos el viento del mar, porque, sobre todo, yo le había cortado las alas y ya no era una Victoria, sino una pesada esclava de la que yo quisiera desprenderme.

Entonces, para cambiar el curso de mis pensamientos, más bien que comenzar con Albertina una partida de cartas o de damas, le pedía que me hiciera un poco de música. Me quedaba en la cama y ella iba a sentarse a la pianola al otro extremo de la habitación, entre los montantes de la biblioteca. Elegía piezas completamente nuevas o que no me había tocado más que una vez o dos, pues empezaba a conocerme y sabía que sólo me gustaba dedicar mi atención a lo que para mí era todavía oscuro y, a través de las ejecuciones sucesivas y gracias ala luz creciente, pero ¡ay!, desnaturalizada y extraña, de mi inteligencia, ir uniendo las líneas fragmentarias e interrumpidas de la construcción, al principio casi enterrada en la bruma. Sabía y creo que comprendía la alegría que, las primeras veces, daba a mi espíritu aquel trabajo de modelación de una nebulosa todavía informe. Y mientras Albertina tocaba, de su múltiple cabellera sólo podía ver yo una coca de pelo en forma de corazón aplicada a lo largo de la oreja como el moño de una infanta de Velázquez. Así como el volumen de aquel ángel músico estaba constituido por los múltiples trayectos entre los diferentes puntos del pasado que su recuerdo ocupaba en mí y los diferentes signos, desde la vista hasta las sensaciones más íntimas del ser, que me ayudaban a descender hasta la infinidad del suyo, la música que Albertina tocaba tenía también un volumen, producido por la desigual visibilidad de las diferentes frases, según que yo lograra más o menos aclararlas y unir unas con otras las líneas de una construcción que al principio me pareciera enteramente hundida en la niebla. Albertina sabía que me complacía no ofreciendo a mi mente sino cosas oscuras todavía y el trabajo de modelar aquellas nebulosas. Adivinaba que a la tercera o a la cuarta ejecución mi inteligencia había llegado ya a todas las partes, las había puesto, por tanto, a la misma distancia, y no teniendo ya nada que hacer respecto a ellas, las había extendido recíprocamente y las inmovilizaba en un plano uniforme. Sin embargo, no pasaba todavía a otra pieza, pues, quizá sin darse muy bien cuenta del trabajo que se operaba en mí, sabía que cuando mi inteligencia había llegado a disipar el misterio de una obra era muy raro que en el transcurso de su labor nefasta no encontrara, en compensación, una u otra reflexión provechosa. Y el día en que Albertina decía: «Este rollo se lo vamos a dar a Francisca para que nos lo cambie por otro», solía haber para mí un trozo de música menos en el mundo, pero una verdad más.

Como Albertina no intentaba en modo alguno ver a mademoiselle Vinteuil y a su amiga, y hasta, de todos los proyectos que hacíamos para el veraneo ella misma eliminó Combray, tan cerca de Montjouvain, tan claro vi que sería absurdo tener celos de ellas que muchas veces era música de Vinteuil lo que pedía a Albertina que me tocara, y sin que me hiciera sufrir. Sólo una vez me produjo celos, indirectamente, la música de Vinteuil. Y fue una noche en que Albertina, sabiendo que se la había oído tocar a Morel en casa de madame Verdurin, me habló de él manifestándome un vivo deseo de ir a oírle. Esto ocurrió precisamente dos días después de conocer yo la carta de Léa a Morel involuntariamente interceptada por monsieur de Charlus. Pensé que acaso Léa había hablado de él a Albertina. Recordé con horror las palabras de «la muy cochina», «la muy viciosa». Pero precisamente porque la música de Vinteuil quedó así dolorosamente unida a Léa —no a mademoiselle Vinteuil y a su amiga—, una vez mitigado el dolor que Léa me produjera, pude oír sin sufrir aquella música; un mal me había curado de la posibilidad de los demás. En la música oída en casa de madame Verdurin, larvas inadvertidas, oscuras larvas entonces indistintas, eran ahora arquitecturas deslumbrantes; y algunas se tornaban amigas, algunas que apenas había distinguido, que a lo mejor me habían parecido feas y que, como ocurre con ciertas personas que nos son antipáticas al principio, jamás hubiera creído que son como son una vez que se las conoce bien. Entre uno y otro estado se operaba una verdadera transmutación. Por otra parte, algunas frases, distintas la primera vez, pero que entonces no había reconocido, las identificaba ahora con frases de otras obras, como aquella de la Variación religiosa para órgano, que en casa de madame Verdurin me pasó inadvertida en el septuor, donde, sin embargo, santa que había descendido las gradas del santuario, se encontraba mezclada con las hadas familiares del músico. Y la frase del júbilo titubeante de las campanas del mediodía, que me había parecido muy poco melódica, demasiado mecánicamente ritmada, ahora era la que más me gustaba, bien porque me hubiese habituado a su fealdad, bien porque hubiera descubierto su belleza. Esta especie de decepción que nos producen al principio las obras maestras podemos, en realidad, atribuirla a una impresión inicial más débil o al esfuerzo necesario para dilucidar la verdad. Dos hipótesis que se plantean en todas las cuestiones importantes: las cuestiones de la realidad del arte, de la realidad, de la eternidad del alma; hay que elegir entre ellas; en la música de Vinteuil, esta elección se planteaba a cada momento bajo muchas formas. Por ejemplo, esta música me parecía cosa más verdadera que todos los libros conocidos. A veces pensaba que esto se debía a que, como lo que sentimos de la vida no lo sentimos en forma de ideas, su traducción literaria, es decir, intelectual, lo expresa, lo explica, lo analiza, pero no lo reconstruyó como la música, en la que los sonidos parecen tomar la inflexión del ser, reproducir esa punta interior y extrema de las sensaciones que es la parte que nos da esa embriaguez específica que encontramos de cuando en cuando, y que cuando decimos: «¡Qué tiempo más hermoso!, ¡qué hermoso sol!», no la comunicamos al prójimo, en el que el mismo sol y el mismo tiempo suscitan vibraciones muy diferentes. En la música de Vinteuil había también algo de esas visiones que es imposible expresar y casi prohibido contemplar, pues cuando al dormirnos recibimos la caricia de su irreal encantamiento, en ese momento mismo en que la razón nos ha abandonado ya, los ojos se cierran y, sin darnos tiempo a conocer no sólo lo inefable, sino lo invisible, nos dormimos. Cuando me entregaba a la hipótesis en la que el arte sería real, me parecía que lo que la música puede dar era incluso más que la simple alegría nerviosa de un hermoso tiempo o de una noche de opio, que era una embriaguez más real, más fecunda, al menos tal como yo lo presentía. Pero no es posible que una escultura, una música que da una emoción que sentimos más elevada, más pura, más verdadera, no corresponda a cierta realidad espiritual, o la vida no tendría ningún sentido. Así, nada más parecido que una bella frase de Vinteuil a ese placer especial que yo había sentido algunas veces en mi vida, por ejemplo, ante las torres de Martinville, ante ciertos árboles de un camino de Balbec o, más sencillamente, al comenzar esta obra, bebiendo cierta taza de té. Como aquella taza de té, tantas sensaciones de luz, los claros rumores, los estrepitosos colores que Vinteuil nos enviaba del mundo donde componía, paseaban ante mi imaginación con insistencia, pero demasiado rápidamente para que pudiera aprehenderlo, algo que podría comparar con la seda embalsamada de un geranio. Sólo que mientras que ese algo vago puede, si no profundizarse, al menos precisarse en el recuerdo, gracias al punto de referencia de ciertas circunstancias que explican por qué cierto sabor puede recordarnos sensaciones luminosas, las sensaciones vagas que nos da Vinteuil, al venir no del recuerdo, sino de una impresión (como la de las torres de Martinville), habría que encontrar, de la fragancia de geranio de su música, no una explicación material, sino el equivalente profundo, la fiesta desconocida y animada (de la que sus obras parecían fragmentos dispersos, vidrios rotos de bordes escarlata), modo según el cual «oía» y proyectaba él fuera de sí el universo. En esta cualidad desconocida de un mundo único y que ningún otro músico nos había hecho ver nunca, radicaba quizá, decía yo a Albertina, la prueba más auténtica del genio, mucho más que en el contenido de la obra misma.