Después de comer, le dije a Albertina que tenía ganas de aprovechar el estar levantado para ir a ver a unos amigos, a madame de Villeparisis, a madame de Guermantes, a los Cambremer, ya veríamos, a quienes encontrara en casa. El único nombre que callé fue el de los Verdurin, que eran los únicos a quienes pensaba ir a ver. Le pregunté si no quería ir conmigo. Alegó que no tenía vestido. «Además, llevo un peinado muy feo. ¿Quieres que siga con este peinado?». Y se despidió tendiéndome la mano de aquella manera brusca, con el brazo estirado, los hombros erguidos, que tenía en otro tiempo en la playa de Balbec y que nunca más había tenido desde entonces. Con este movimiento olvidado, el cuerpo que animó volvió a ser el de aquella Albertina que apenas me conocía aún. Restituyó a Albertina, ceremoniosa bajo un aire brusco, su novedad prístina, su atractivo de ser desconocido y hasta su escenario. Vi el mar detrás de esta muchacha a la que nunca había visto saludarme así desde que ya no estaba a la orilla del mar. «Mi tía dice que este me envejece», añadió de mal talante. «¡Ojalá fuera verdad lo que dice su tía!», pensé. Que Albertina, con su aspecto de niña, hiciera parecer más joven a madame Bontemps era lo que esta deseaba, esto y que Albertina no le costara nada, mientras llegaba el día en que, casándose conmigo, le rentaría. En cambio yo, lo que deseaba era que Albertina pareciera menos joven, menos bonita, que se volvieran menos en la calle para mirarla. Pues la vejez de una dueña no tranquiliza tanto a un amante celoso como la vejez de la cara de la amada. Lo único que sentía era que el peinado que Albertina había adoptado a instancias mías pudiera parecerle una reclusión más. Y este nuevo sentimiento doméstico contribuyó también, aun lejos de Albertina, a atarme a ella.
Dije a Albertina, poco animada, según me dijo, a acompañarme a casa de los Guermantes o de los Cambremer, que no estaba seguro de a dónde iría, y salí con intención de ir a casa de los Verdurin. Pensando en el concierto que iba a oír en ella. Este pensamiento me recordó la escena de la tarde: «¡So zorra, gran zorra!» —escena de amor defraudado, quizá de amor celoso, pero tan bestial como la que, aparte la palabra, puede hacer a una mujer un orangután enamorado de ella, si así puede decirse—; cuando ya en la calle iba a llamar a un fiacre, oí unos sollozos que un hombre sentado en un poyete procuraba reprimir. Me acerqué a él; el hombre, con la cabeza entre las manos, parecía joven, por la blancura que emergía del abrigo, se suponía que iba de frac y con corbata blanca. Al oírme descubrió el rostro inundado de lágrimas, pero al reconocerme miró a otro lado. Era Morel. Comprendió que le había reconocido y, conteniendo las lágrimas, me dijo que se había detenido un momento porque estaba desesperado.
—Hoy mismo —me dijo— he insultado brutalmente a una persona a la que he querido mucho. Es una cobardía, porque me ama.
—Quizá lo olvide con el tiempo —repuse, sin pensar que hablando así daba a entender que había oído la escena de la tarde. Pero Morel estaba tan embargado por su preocupación que ni siquiera se le ocurrió que yo hubiera podido oír algo.
—Quizá lo olvide ella —me dijo—, pero yo no podré olvidarlo. Estoy avergonzado, asqueado de mí mismo. Pero lo dicho dicho queda, nada puede hacer que no haya sido dicho. Cuando me encolerizan ya no sé lo que hago. ¡Y es tan malsano para mí!, tengo los nervios trastornados —pues Morel, como todos los neurasténicos, se preocupaba mucho por su salud.
Así como aquella tarde yo había presenciado la cólera amorosa de un animal furioso, esta noche, a las pocas horas, habían pasado siglos, y un sentimiento nuevo, un sentimiento de vergüenza, de pesar, de dolor, demostraba que se había recorrido una gran etapa en la evolución de la bestia destinada a transformarse en criatura humana. A pesar de todo, yo seguía oyendo aquel «¡gran zorra!», y temía un próximo retroceso al estado salvaje. Además, entendía muy mal lo que había ocurrido, y era muy natural, pues el propio monsieur de Charlus ignoraba por completo que desde hacía unos días, y especialmente aquel día, incluso antes del vergonzoso episodio que no tenía relación directa con el estado del violinista, Morel había recaído en su neurastenia. El mes anterior, Morel había adelantado todo lo posible, mucho más despacio de lo que él hubiera querido, en la seducción de la sobrina de Jupien, con la que, en calidad de novio, podía salir a su gusto. Pero en cuanto llegó un poco lejos en sus proyectos de violación, y sobre todo cuando habló a su novia de liarse con otras muchachas que ella le proporcionaría, encontró resistencias que le exasperaron. Inmediatamente (ya porque fuera demasiado casta o, por el contrario, porque se hubiera entregado) a Morel se le pasó el deseo. Decidió romper, pero pensando que el barón, aunque vicioso, era mucho más moral, temió que, si rompía, monsieur de Charlus rompiera con él. En consecuencia, decidió, quince días antes, no volver a ver a la muchacha, dejar que monsieur de Charlus y Jupien se las arreglaran entre ellos (empleaba un verbo más cambronnesco), y antes de anunciar la ruptura «Salir de naja» con destino desconocido.
Amor cuyo desenlace le dejaba un poco triste, de suerte que, aunque su conducta con la sobrina de Jupien coincidiera exactamente, en los menores detalles, con la que había expuesto en teoría al barón cuando estaban cenando en Saint-Mars-le-Vetu, es probable que fueran muy diferentes y que unos sentimientos menos atroces, no previstos en su conducta teórica, embellecieran su conducta real. El único punto en que, por el contrario, la realidad era peor que el proyecto es que en el proyecto no le parecía posible permanecer en París después de semejante traición. Ahora, salir huyendo le parecía mucho para una cosa tan sencilla. Era dejar al barón, que seguramente estaría furioso, y malograr su situación. Perdería todo lo que le sacaba a monsieur de Charlus. La idea de que esto era inevitable le daba ataques de nervios, se pasaba las horas gimoteando, para no pensar tomaba morfina, aunque con prudencia. Después se le ocurrió de repente una idea que seguramente fue tomando poco a poco vida y forma desde hacía algún tiempo, y era que la alternativa, la elección entre la ruptura y el enfado completo con monsieur de Charlus quizá no era forzada. Perder todo el dinero del barón era mucho perder. Durante algunos días, Morel estuvo indeciso y sumido en ideas negras, como las que le daba ver a Bloch; después decidió que Jupien y su sobrina habían intentado hacerle caer en una trampa, que debían darse por contentos de haber escapado tan bien. Consideraba que, después de todo, la culpa era de la muchacha, tan torpe que no supo sujetarle con los sentidos. No sólo le parecía absurdo sacrificar su situación con monsieur de Charlus, sino que lamentaba hasta las dispendiosas comidas que había ofrecido a la muchacha desde que eran novios, cuyo costo hubiera podido decir exactamente, como hijo que era de un criado que todos los meses presentaba a mi tío el «libro» de cuentas. Pues libro, en singular, que para el común de los mortales significa obra impresa, pierde este sentido para las altezas y para los criados. Para estos significa el libro de cuentas; para las altezas, el registro en que se inscribe a las personas. (Una vez que la princesa de Luxembourg me dijo en Balbec que no había traído el libro, yo iba a prestarle Le Pecheur d’Islande y Tartarin de Tarascon, cuando comprendí lo que había querido decir: no que iba a pasar el tiempo menos agradablemente, sino que me iba a ser más difícil incluir mi nombre en su casa).
A pesar del cambio del punto de vista de Morel en cuanto a las consecuencias de su conducta, y aunque esta le hubiera parecido abominable dos meses antes, cuando amaba apasionadamente a la sobrina de Jupien, y desde hacía quince días no cesara de repetirse que esta misma conducta era natural y loable, no dejaba de agravar en él el estado de nerviosismo que hacía poco había significado la ruptura. Y estaba muy inclinado a «traspasar su ira» si no (salvo en un acceso momentáneo) a la joven que le inspiraba todavía aquel resto de miedo, último rastro del amor, al menos al barón. Pero se guardó de decirle nada antes de la comida, pues poniendo sobre todas las cosas su propio virtuosismo profesional, cuando tenía que tocar piezas difíciles (como aquella noche en casa de los Verdurin) evitaba (en lo posible, y ya era bastante con la escena de la tarde) todo lo que podía alterar su ejecución. De la misma manera, un cirujano apasionado por el automovilismo deja de conducir cuando tiene que operar. Esto explicaba que mientras estaba hablándome moviera suavemente los dedos, uno tras otro para ver si habían recuperado su agilidad. Un esbozado fruncimiento del entrecejo parecía significar que aún persistía un poco de nerviosismo. Mas, para no aumentarlo, Morel distendía el rostro, como quien evita ponerse nervioso por no dormir o por no poseer fácilmente a una mujer, de miedo de que la misma fobia retarde más aún el momento del sueño o del placer. Y deseoso de recuperar la serenidad al entregarse como de costumbre, mientras tocaba, a lo que iba a tocar en casa de los Verdurin y deseoso a la vez, mientras le viera, de que pudiese comprobar su dolor, le pareció lo más sencillo rogarme que me fuera inmediatamente. El ruego era inútil, pues irme era para mí un alivio. Temía que, yendo como íbamos a la misma casa, con pocos minutos de intervalo, me pidiera que le llevara, y yo recordaba demasiado la escena de la tarde para no sentir cierta repugnancia de llevar a Morel a mi lado en el trayecto. Es muy posible que el amor y después la indiferencia o el odio de Morel hacia la sobrina de Jupien fueran sinceros. Desgraciadamente no era la primera vez (ni sería la última) que obraba así, que plantaba bruscamente a una muchacha a la que había jurado amor eterno llegando hasta mostrarle un revólver cargado y decirle que se pegaría un tiro si era lo bastante cobarde para abandonarla. No por eso dejaba de abandonarla en seguida y de sentir, en vez de remordimiento, una especie de rencor. No era la primera vez que obraba así ni iba a ser la última, de suerte que muchas cabezas de muchachas —menos olvidadizas de él que de ellas mismas sufrieron— como sufrió mucho tiempo todavía la sobrina de Jupien, —que siguió amando a Morel sin dejar de despreciarle—, dispuestas a estallar bajo el arrebato de un dolor interno, porque cada una de ellas llevaba clavado en el cerebro, como un fragmento de una escultura griega, un aspecto del rostro de Morel, duro como el mármol y bello como la antigüedad, con sus cabellos en flor, sus ojos penetrantes, su nariz recta —formando protuberancia en un cráneo no destinado a recibirla, y que no se podía operar—. Pero, a la larga, estos fragmentos tan duros acaban por caer a un lugar donde no causan demasiados estragos, de donde ya no se mueven; ya no se nota su presencia: es el olvido, o el porvenir indiferente.
Yo llevaba en mí dos productos de mi jornada. Por una parte, gracias a la calma producida por la docilidad de Albertina, la posibilidad y, en consecuencia, la resolución de romper con ella. Por otra parte, resultado de mis reflexiones durante el tiempo que pasé esperándola sentado ante el piano, la idea de que el arte, al que procuraría dedicar mi libertad reconquistada, no era algo que valiera la pena de dedicarle un sacrificio, algo exterior a la vida, ajeno a su vanidad y a su vacío, pues la apariencia de individualidad real que dan las obras de arte no es más que el efecto engañoso de la habilidad técnica. Si aquella tarde dejó en mí otros residuos, acaso más profundos, sólo mucho más tarde llegarían a mi conocimiento. En cuanto a los dos que yo pesaba claramente, no iban a ser duraderos; pues aquella misma noche mis ideas sobre el arte iban a recobrarse de la disminución experimentada por la tarde, mientras que, en cambio, iba a perder la calma y, en consecuencia, la libertad que me permitiría consagrarme a él.
Cuando mi coche, siguiendo el muelle, estaba cerca de casa de los Verdurin, le hice parar. Y es que vi a Brichot apearse del tranvía en la esquina de la Rue Bonaparte, limpiarse los zapatos con un periódico viejo y ponerse unos guantes gris perla. Me dirigí a él. Desde hacía algún tiempo había empeorado su afección de la vista y había sido dotado —como un laboratorio— de lentes nuevos. Potentes y complicados como instrumentos astronómicos, parecían atornillados a sus ojos; enfocó sobre mí sus luces excesivas y me reconoció. Los lentes eran maravillosos. Pero detrás de ellos percibí, minúscula, pálida, convulsa, expirante, una mirada lejana colocada bajo aquel potente aparato como, en los laboratorios demasiado generosamente subvencionados para lo que en ellos se hace, se coloca un insignificante animalillo agonizante bajo los aparatos más perfeccionados. Ofrecí el brazo al semiciego para que pudiera andar seguro.
—Esta vez no nos encontramos junto al gran Cherburgo —me dijo—, sino junto al pequeño Dunkerque —frase que me pareció muy tonta, pues no entendí lo que quería decir, pero no me atreví a preguntárselo a Brichot por miedo, más que a su desprecio, a sus explicaciones. Le contesté que tenía ganas de ver el salón donde Swann se encontraba en otro tiempo todas las noches con Odette—. Pero ¿conoce usted esas viejas historias? —me dijo—. Sin embargo, ha pasado desde entonces lo que el poeta llama bien llamado: grande spatium mortalis aevi.
Por entonces me impresionó mucho la muerte de Swann. ¡La muerte de Swann! Swann no representa en esta frase el papel de un simple genitivo. Me refiero a la muerte particular, a la muerte enviada por el destino al servicio de Swann. Pues decimos la muerte para simplificar, pero hay casi tantas muertes como personas. No poseemos un sentido que nos permita ver, corriendo a toda velocidad, en todas las direcciones, a las muertes, a las muertes activas dirigidas por el destino hacia este o hacia el otro. Muchas veces son muertes que no quedarán enteramente liberadas de su misión hasta pasados dos o tres años. Se apresuran a poner un cáncer en el costado de un Swann, después se van a otros quehaceres y no vuelven hasta que, realizada la operación de los cirujanos, hay que poner de nuevo el cáncer. Después llega el momento de leer en Le Gaulois que la salud de Swann ha inspirado inquietud, pero que su indisposición está en perfectas vías de curación. Entonces, minutos antes del último suspiro, la muerte, como una religiosa que nos cuidara en vez de destruirnos, viene a asistir a nuestros últimos momentos y corona con una aureola suprema al ser helado para siempre cuyo corazón ha dejado de latir, y es esta diversidad de muertes, el misterio de sus circuitos, el color de su fatal echarpe lo que da algo tan impresionante a las líneas de los periódicos: «Con gran pesar nos enteramos de que ayer, en su hotel de París, ha fallecido monsieur Charles Swann a consecuencia de una dolorosa enfermedad. Parisiense de una inteligencia apreciada por todos, estimado por sus relaciones tan selectas como fieles, será unánimemente llorado, tanto en los medios artísticos y literarios, en los que se complacía su exquisito gusto, que, a su vez, a todos encantaba, como en el Jockey-Club, del que era uno de los miembros más antiguos y más considerados. Pertenecía también al Círculo de la Unión y al Círculo Agrícola. Había presentado recientemente su dimisión de miembro del Círculo de la Rue Royale. Su fisonomía inteligente y su destacada notoriedad suscitaban la curiosidad del público en todo great event de la música y de la pintura, y especialmente en los vernissages, a los que asistía fielmente hasta sus últimos años, cuando ya salía muy poco de casa. Los funerales tendrán lugar, etc».
En este punto, si no se es «alguien», la falta de título conocido acelera aún más la descomposición de la muerte. Desde luego se es duque de Uzes de una manera anónima, sin distinción de individualidad. Pero la corona ducal mantiene unidos por algún tiempo los elementos de esa individualidad, como los de esos helados de formas bien definidas que le gustaban a Albertina, mientras que los nombres de burgueses ultramundanos se disgregan y se funden, «pierden el molde» en cuanto mueren. Hemos visto a madame de Guermantes hablar de Cartier como del mejor amigo del duque de La Trémoïlle, como de un hombre muy buscado en los medios aristocráticos. Para la generación siguiente, Cartier es ya una cosa tan informe que casi se le engrandecería emparentándole con el joyero Cartier, cuando él hubiera sonreído de que unos ignorantes pudieran confundirle con este. En cambio Swann era una notable personalidad intelectual y artística, y aunque no «creó» nada, tuvo la suerte de durar un poco más. Y, sin embargo, querido Charles Swann, a quien tan poco conocí cuando yo era tan joven y usted estaba ya cerca de la tumba, si se vuelve a hablar de usted y si pervivirá quizá, es porque el que usted debía de considerar como un pequeño imbécil le ha erigido en héroe de una de sus novelas. Si en el cuadro de Tissot que representa el balcón del Círculo de la Rue Royale, donde está usted entre Galliffet, Edmundo de Polignac y Saint-Maurice, se habla tanto de usted, es porque hay algunos rasgos suyos en el personaje de Swann.
Volviendo a realidades más generales, de esta muerte predicha y, sin embargo, imprevista de Swann le oí hablar a él mismo en casa de la duquesa de Guermantes, la noche en que tuvo lugar la fiesta de la prima de esta. Es la misma muerte cuya singularidad específica y sobrecogedora volví a encontrar una noche ojeando el periódico y cuya noticia me paró en seco, como trazada en misteriosas líneas inoportunamente intercaladas. Bastaban para hacer de un vivo algo que ya no podía responder a lo que se le dijera, nada más que un nombre, un nombre escrito, trasladado de pronto del mundo real al reino del silencio. Me daba todavía entonces el deseo de conocer mejor la morada donde antaño vivieron los Verdurin y donde Swann, que entonces no era solamente unas letras escritas en un periódico, tantas veces había comido con Odette. Debemos añadir (y por esto la muerte de Swann fue para mí más dolorosa que otras, aunque estos motivos fueran ajenos a la singularidad individual de su muerte) que yo no había de ver a Gilberta, como le prometí en casa de la princesa de Guermantes; que Swann no llegó a decirme aquella «otra razón» a la que aludió aquella noche y por la que me eligió como confidente de su conversación con el príncipe; que emergían en mí mil preguntas (como burbujas subiendo del fondo del agua) que quería hacerle sobre las cosas más dispares: sobre Ver Meer, sobre el mismo monsieur de Mouchy, sobre un tapiz de Boucher, sobre Combray, preguntas seguramente poco urgentes, puesto que las había ido aplazando de un día a otro, pero que me parecían capitales desde que, ya sellados sus labios, no recibiría respuesta.
—Pues no —continuó Brichot—, no era aquí donde Swann se encontraba con su futura mujer, o al menos no fue aquí hasta los últimos tiempos, después del siniestro que destruyó parcialmente la primera casa de madame Verdurin.
Desgraciadamente, por miedo a ostentar ante Brichot un lujo que le parecía inoportuno, puesto que el universitario no participaba de él, me había apeado del coche demasiado precipitadamente, y el cochero no comprendió que le despaché a toda prisa para poder alejarme de él antes de que Brichot me viera. La consecuencia fue que el cochero se acercó a preguntarme si tenía que venir a recogerme; le dije muy de prisa que sí y redoblé mis respetos con el universitario que había venido en ómnibus.
—¡Ah!, ha venido en coche —me dijo con gesto grave.
—Por pura casualidad; no me ocurre nunca, voy siempre en ómnibus o a pie. Pero acaso esto me valdrá el gran honor de llevarle esta noche si accede por mí a subir a este cacharro. Iremos un poco apretados, pero es usted tan amable conmigo.
«No me privo de nada proponiéndole esto —pensé—, pues de todas maneras tendré que volver por causa de Albertina». Su presencia en mi casa a una hora donde nadie podía ir a verla me permitía disponer de mi tiempo tan libremente como por la tarde, cuando, sabiendo que iba a volver del Trocadero, no tenía prisa de volver a verla. Pero, en fin, también como por la tarde, sentía que tenía una mujer y que al volver a casa no disfrutaría la exaltación fortificante de la soledad.
—Acepto con mucho gusto —me contestó Brichot—. En la época a que usted se refiere, nuestros amigos vivían en la Rue Montalivet, en un magnífico piso bajo con entresuelo que daba a un jardín, desde luego menos suntuoso, pero que yo prefiero al hotel de los Embajadores de Venecia.
Brichot me informó de que aquella noche había en el «Quai Conti» (así decían los fieles hablando del salón Verdurin desde que se trasladó allí) un gran «tra la la» musical organizado por monsieur de Charlus. Añadió que en la época antigua de que yo hablaba el pequeño núcleo era otro y el tono diferente, y no sólo porque los fieles eran más jóvenes. Me contó algunas bromas de Elstir (lo que él llamaba «puras pantalonadas»), como un día en que, a última hora, fingió que desertaba, acudió disfrazado de camarero y, al pasar las fuentes, le dijo al oído ciertas cosas picantes a la mojigata baronesa Putbus, que enrojeció de espanto y de ira; después desapareció antes de terminar la comida e hizo llevar al salón una bañera llena de agua; cuando los comensales se levantaron de la mesa, Elstir emergió de la bañera completamente desnudo diciendo palabrotas; hubo otras comidas a las que los invitados asistían con trajes de papel dibujados, cortados y pintados por Elstir, que eran obras maestras; Brichot se vistió una vez de gran señor de la corte de Carlos VII, con zapatos de punta retorcida, y otra de Napoleón I, con el gran cordón de la Legión de Honor hecho por Elstir con lacre. En fin, Brichot, evocando en su mente el salón de entonces, con sus grandes ventanas, con sus canapés bajos desteñidos por el sol del mediodía y que había habido que reemplazar, declaraba, sin embargo, que lo prefería al de hoy. Naturalmente, yo comprendía muy bien que Brichot entendía por «salón» —como la palabra iglesia no significa solamente el edificio religioso, sino la comunidad de los fieles— no sólo el entresuelo, sino las personas que lo frecuentaban, las diversiones especiales que iban a buscar allí, diversiones que, en su memoria, adoptaban la forma de aquellos canapés en los que, cuando iban a ver a madame Verdurin por la tarde, esperaban los visitantes a que ella saliera, mientras fuera las flores rosa de los castaños de Indias, y en la chimenea los claveles en jarrones parecían espiar fijamente, en un pensamiento de graciosa simpatía para el visitante, expresado por la sonriente bienvenida de sus colores rosas, la entrada tardía de la dueña de la casa. Pero si aquel «salón» le parecía superior al actual, era quizá porque nuestro espíritu es el viejo Proteo: no puede permanecer esclavo de ninguna forma y, hasta en los dominios mundanos, se marcha pronto de un salón que ha llegado lenta y difícilmente a su punto de perfección y se va a otro menos brillante, como las fotografías «retocadas» que Odette había encargado al fotógrafo Otto, en las que estaba vestida de princesa y ondulada por Lenthéric, no le gustaban a Swann tanto como una pequeña «foto de álbum» hecha en Niza en la que Odette, con una capelina de paño, el pelo mal peinado saliendo de un sombrero de paja bordado de pensamientos con un lazo de terciopelo negro, elegante con veinte años menos, parecía una criadita de veinte años más (pues las mujeres parecen más viejas cuanto más antiguas son las fotografías). Quizá también se complacía en alabarme lo que yo no iba a conocer, en demostrarme que él había gozado placeres que yo no podría gozar. Y, desde luego, lograba su propósito con sólo citar los nombres de dos o tres personas que ya no vivían y a las que, con su manera de hablar de ellos, daba algo de misterioso; yo sentía que todo lo que me habían contado de los Verdurin era demasiado burdo; y hasta hablando de Swann, al que conocí, me reprochaba no haber puesto más atención en él, no haberla puesto con bastante desinterés, no haberle escuchado bien cuando me recibía mientras su mujer volvía para el almuerzo y él me enseñaba cosas bellas, ahora que yo sabía que era comparable a uno de los más exquisitos conversadores de otro tiempo.
Al llegar a casa de madame Verdurin, divisé a monsieur de Charlus navegando hacia nosotros con todo su enorme cuerpo, arrastrando tras él, sin querer, a uno de esos apaches o mendigos que a su paso surgían ahora infaliblemente hasta de los rincones que parecían más desiertos, donde aquel poderoso monstruo, bien a su pesar, iba siempre escoltado, aunque a alguna distancia, como el tiburón por su piloto, contrastando, en fin, de tal manera con el altivo forastero del primer año de Balbec, con su aspecto sereno, su afectación de virilidad, que me pareció descubrir un astro, acompañado de su satélite, en una fase muy distinta de su revolución y cerca ya de su apogeo, o un enfermo ya invadido por el mal que hace unos años era sólo un granito fácilmente disimulado y cuya gravedad no se sospechaba. Aunque la operación sufrida por Brichot le había devuelto un poquito de la vista que había creído perder para siempre, no sé si vio al granuja que le seguía los pasos al barón. De todos modos importaba poco, pues desde la Raspeliere, y a pesar de la amistad que el universitario tenía con él, la presencia de monsieur de Charlus le producía cierto malestar. Para cada hombre, la vida de cualquier otro hombre prolonga, en la oscuridad, senderos insospechados. La mentira, de la que están hechas todas las conversaciones, aunque tan a menudo logre engañar, no oculta un sentimiento de inamistad, o de interés, o una visita que se quiere aparentar no deseada, o una escapada con una querida sin que lo sepa la mujer, tan perfectamente como una buena fama tapa unas malas costumbres sin dejarlas adivinar. Pueden permanecer ignoradas toda la vida; hasta que una noche la casualidad de un encuentro las descubre; y aun a veces no se entiende bien la cosa, y es preciso que un tercero enterado nos dé la incógnita palabra que todos ignoran. Pero sabidas esas costumbres, nos asustan porque vemos en ellas la locura, mucho más que por razones morales. Madame de Surgis le Duc no tenía en absoluto un sentimiento moral desarrollado, y hubiera admitido en sus hijos cualquier cosa envilecida y explicada por el interés, comprensible para todos los hombres. Pero les prohibió seguir tratando a monsieur de Charlus cuando se enteró de que, en cada visita, el barón era fatalmente impulsado como por una especie de relojería de repetición, a pellizcarles la barbilla y a que, el uno y el otro, se la pellizcaran a él. Madame Surgis experimentó esa inquieta sensación del misterio físico que nos hace preguntarnos si el vecino con el que estamos en buenas relaciones no es antropófago, y a las reiteradas preguntas del barón: «¿Veré pronto a los muchachos?», contestaba la madre, consciente de los rayos que acumulaba contra ella, que estaban muy ocupados con sus estudios, los preparativos de viaje, etc. La irresponsabilidad, dígaselo que se diga, agrava las faltas y hasta los crímenes. Landrú, suponiendo que realmente haya matado a mujeres, si lo ha hecho por interés, contra el que se puede resistir, puede ser indultado, pero no si lo ha hecho por un sadismo irresistible.
Las pesadas bromas de Brichot al principio de su amistad con el barón, cuando ya se trató, no de soltar lugares comunes, sino de comprender, fueron sustituidas por un sentimiento penoso disfrazado de jovialidad. Se tranquilizaba recitando páginas de Platón, versos de Virgilio, porque, ciego también de espíritu, no comprendía que entonces amar a un joven era (las eutrapelias de Sócrates lo revelan mejor que las teorías de Platón) como hoy sostener a una bailarina y después casarse. Ni el mismo monsieur de Charlus lo hubiera comprendido, él que confundía su manía con la amistad, que no se le parece en nada, y a los atletas de Praxiteles con dóciles boxeadores. No quería ver que desde hacía mil novecientos años («un cortesano devoto bajo un príncipe devoto hubiera sido un ateo bajo un príncipe ateo», ha dicho La Bruyere) toda la homosexualidad de costumbre —la de los efebos de Platón como la de los pastores de Virgilio— ha desaparecido, que sólo sobrevive y se multiplica la involuntaria, la nerviosa, la que se oculta a los demás y se disfraza a sí misma. Y monsieur de Charlus hubiera hecho mal en no renegar francamente de la genealogía pagana. A cambio de un poco de belleza plástica, ¡cuánta superioridad moral! El pastor de Teócrito que suspira por un zagal no tendrá después ninguna razón para ser menos duro de corazón y más fino de espíritu que el otro pastor cuya flauta suena por Amarilis. Pues el primero no padece un mal, obedece a las modas del tiempo. Es la homosexualidad sobreviviente a pesar de los obstáculos, avergonzada, humillada, la única verdadera, la única a la que pueda corresponder en el mismo ser un refinamiento de las cualidades morales. Temblamos ante la relación que lo físico pueda tener con estas cuando pensamos en el pequeño cambio del gusto puramente físico, en la ligera tara de un sentido, que explican que el universo de los poetas y de los músicos, tan cerrado para el duque de Guermantes, se entreabra para monsieur de Charlus. Que esta tenga gusto en su casa, el gusto de un ama de casa amiga de los bibelots, no es sorprendente; ¡pero la estrecha brecha que se abre hacia Beethoven y hacia el Veroneso! Mas esto no dispensa a las personas sanas de tener miedo cuando un loco que ha compuesto un sublime poema les explica con las razones más convincentes que está encerrado por error, por maldad de su mujer, les suplica que intervengan cerca del director del asilo y, lamentándose de las promiscuidades que le imponen, concluye así: «Mire, ese que va a venir a hablarme en el recreo, y que no tengo más remedio que rozarme con él, cree que es Jesucristo. Bastaría esto para demostrarme con qué locos rematados me encierran; ese no puede ser Jesucristo, porque Jesucristo soy yo». Un momento antes, el visitante estaba dispuesto a ir a denunciar el error al médico alienista. Al oír estas palabras, y aun pensando en el admirable poema en que aquel hombre trabaja cada día, el visitante se aleja, como se alejaban de monsieur de Charlus los hijos de madame de Surgis, no porque les hiciera ningún mal, sino por tantas invitaciones que acababan pellizcándoles la barbilla. El poeta es de compadecer por tener que atravesar, y sin que le guíe ningún Virgilio, los círculos de un infierno de azufre y de pez y arrojarse al fuego que cae del cielo, para salvar a algunos habitantes de Sodoma. Ningún encanto en su obra; la misma severidad en su vida que en los clérigos exclaustrados que siguen la regla del más casto celibato para que no digan que han colgado los hábitos por otra causa que la pérdida de una creencia. Y ni siquiera es siempre así cuando se trata de escritores. ¿Qué médico de locos no habrá tenido, a fuerza de tratarlos, su crisis de locura? Y menos mal si puede afirmar que no es una locura anterior y latente lo que le había llevado a ocuparse de ellos. En el psiquiatra, el objeto de sus estudios suele reflejarse en él. Pero antes de esto, ¿qué oscura inclinación, qué fascinador espanto le hizo elegir ese objeto?
Haciendo como que no veía al turbio individuo que le seguía de cerca (cuando el barón se aventuraba por los bulevares o atravesaba los andenes de la estación de Saint-Lazare, se contaban por docenas esos buscones que, con la esperanza de conseguir una moneda, no le soltaban), y por miedo a que el otro no se animara a hablarle, el barón bajaba devotamente sus negras cejas que, contrastando con sus mejillas empolvadas, le daban la traza de un gran inquisidor pintado por el Greco. Pero este clérigo daba miedo y parecía un sacerdote privado de las licencias, porque los diversos compromisos a que le había obligado la necesidad de ejercer su afición y de ocultarla produjeron el efecto de que se le viera en la cara precisamente lo que quería esconder, una vida de crápula contada por la degeneración moral. En efecto, esta se lee fácilmente cualquiera que sea su causa, pues no tarda en materializarse y prolifera en un rostro, especialmente en las mejillas y en torno a los ojos, tan físicamente como el amarillo ocre cuando se padece del hígado, o las repugnantes rojeces de una enfermedad de la piel. Además, no era sólo en las mejillas colgantes de aquella cara pintada, en el pecho tetudo, en la grupa saliente de aquel cuerpo descuidado e invadido por el opulento abdomen donde sobrenadaba ahora, extendido como el aceite, el vicio que monsieur de Charlus guardara antes tan íntimamente en lo más secreto de sí mismo. Ahora se desbordaba en sus palabras.
—«De modo, Brichot, que pasea usted de noche con un guapo mozo, dijo al abordarnos mientras el granuja se alejaba defraudado. ¡Muy bonito! Ya le contarán a sus jóvenes alumnos de la Sorbona lo poco serio que es usted. Por otra parte la compañía de la juventud le sienta bien, señor profesor, está usted lozano como una rosita. Y usted, querido, ¿qué tal le va?, me dijo abandonando su tono burlón. No se le ve a menudo en el quai Conti, hermosa juventud.
»—¿Veremos a su prima esta noche? ¡Oh!, es muy bonita. Y lo sería más aún si cultivara más el arte tan raro, que posee naturalmente, de vestirse bien.
Aquí debo decir que monsieur de Charlus «poseía», y en esto era exactamente lo contrario, el antípoda de mí, el don de observar minuciosamente, de distinguir los detalles de una toilette lo mismo que de una «tela». En cuanto a los vestidos y a los sombreros, algunas malas lenguas o algunos teóricos demasiado absolutos dirán que en un hombre la inclinación hacia los atractivos masculinos tiene como compensación el gusto innato, el estudio, la ciencia de la toilette femenina. Y, en efecto, esto ocurre a veces, como si al acaparar los hombres todo el deseo físico, toda la ternura profunda de un Charlus, recayera, en cambio, en el otro sexo todo lo que es gusto «platónico» (adjetivo muy impropio) o, simplemente, todo lo que es gusto, con los más sabios y los más seguros refinamientos. En esto monsieur de Charlus merecería el apodo que le pusieron más adelante, la Modista. Pero su gusto, su espíritu de observación, se extendía a otras muchas cosas. Hemos visto que la noche en que fui a verle después de una comida en casa de la duquesa de Guermantes no me di cuenta de las obras maestras que tenía en su casa sino a medida que él me las fue enseñando. El barón advertía en seguida detalles en los que no hubiera reparado nadie, y esto lo mismo en las obras de arte que en los platos de una comida (y entre la pintura y la cocina se incluía todo lo que media entre una y otra). Siempre he lamentado que monsieur de Charlus, en vez de limitar sus dotes artísticas a pintar un abanico para regalárselo a su cuñada (hemos visto a la duquesa de Guermantes llevarlo en la mano y abrirlo, más que para abanicarse, para presumir con él, haciendo ostentación del afecto de Palamède) y al perfeccionamiento de su ejecución pianística para acompañar al violín de Morel sin cometer faltas, siempre he lamentado, digo, y todavía lamento, que monsieur de Charlus no haya escrito nada. Claro que de la elocuencia de su conversación, ni siquiera de su correspondencia, no puedo sacar la conclusión de que hubiera sido un escritor de talento. Son méritos que no están en el mismo plano. Hemos visto casos de aburridos decidores de trivialidades y autores de obras maestras, y reyes de la conversación que, puestos a escribir, eran peores que el más mediocre. De todos modos, creo que si monsieur de Charlus hubiera intentado la prosa, comenzando por los temas artísticos que conocía bien, habría brotado la llama, habría brillado la chispa, y el hombre de mundo habría llegado a ser un maestro de las letras. Se lo dije muchas veces, pero nunca quiso probar, quizá simplemente por pereza, o porque le acaparaban el tiempo las fiestas brillantes y las diversiones sórdidas, o por la necesidad Guermantes de prolongar indefinidamente los charloteos. Lo lamento más porque, en su más brillante conversación, nunca la inteligencia se separaba del carácter, nunca los hallazgos de aquella de las insolencias de este. Si hubiera escrito libros, en vez de detestarle sin dejar de admirarle, como ocurría en un salón donde, en sus momentos más curiosos de inteligencia, maltrataba a la vez a los débiles, se vengaba de quien no le había ofendido, intentaba bajamente indisponer a unos amigos; si hubiera escrito libros, su valor espiritual habría quedado aislado, decantado del mal, nada habría estorbado a la admiración y muchos rasgos habrían hecho surgir la amistad.
En todo caso, aun cuando me equivoque sobre lo que hubiera podido realizar en la menor página, habría hecho un raro servicio escribiendo, pues además de distinguirlo todo, sabía el nombre de todo lo que distinguía. Si hablando con él no aprendí a ver (la tendencia de mi pensamiento y de mi sentimiento estaba en otra parte), al menos he visto cosas que sin él me hubieran pasado inadvertidas; pero su nombre, que me habría ayudado a encontrar su perfil, su color, ese nombre lo he olvidado siempre bastante pronto. Si hubiera escrito libros, aunque fueran malos, que no lo creo, ¡qué delicioso diccionario, qué inagotable repertorio! Después de todo, ¿quién sabe? En vez de aplicar su saber y su gusto, quizá, por ese demonio que suele oponerse a nuestros destinos, hubiera escrito insípidas novelas de folletín, inútiles relatos de viajes y de aventuras.
—Sí, sabe vestirse —prosiguió monsieur de Charlus refiriéndose a Albertina—. Mi única duda es si se viste como corresponde a su belleza particular, y además soy un poco responsable de eso, por unos consejos no bastante pensados. Lo que le he dicho algunas veces yendo a la Raspeliere y que era dictado —y de ello me arrepiento— por el carácter del país, por la proximidad de las playas, más bien que por el carácter individual del tipo de su prima, la ha llevado un poco excesivamente al estilo ligero. Le he visto, lo reconozco, unas tarlatanas muy bonitas, unas preciosas echarpes de gasa, un sombrerito rosa al que no le iba mal una pequeña Pluma rosa. Pero creo que su belleza, que es real y sólida, exige más que cositas graciosas. ¿Le va bien el sombrerito a esa enorme cabellera que un kakochnyk realzaría?
Hay pocas mujeres a las que convengan los vestidos antiguos, que dan un aire de disfraz y de teatro. Pero la belleza de esa muchacha ya mujer es una excepción y merecería un vestido antiguo de terciopelo de Génova —pensé en seguida en Elstir y en los vestidos de Fortuny— que yo no temería enriquecer más aún con incrustaciones o colgantes de maravillosas piedras pasadas de moda (es el mayor elogio que se puede hacer de ellas), como el peridoto, la marcasita y el incomparable labrador. Por otra parte, ella misma parece tener el instinto del contrapeso que reclama una belleza un poco sólida. Recuerde, para ir a comer a la Raspeliere, todo aquel acompañamiento de cajas bonitas, de bolsos pesados en los que, cuando se case, podrá meter más que el blanco de los polvos o el carmín de la cara; también —en un cofrecillo de lapislázuli no demasiado índigo— el blanco de las perlas y el carmín de los rubíes, supongo que no reconstituidos, pues puede hacer una buena boda.
—Bueno, barón —interrumpió Brichot, temiendo que a mí me disgustaran las últimas palabras, pues tenía ciertas dudas sobre la pureza de mis relaciones y la autenticidad de mi parentesco con Albertina—, ¡cómo se ocupa usted de las señoritas!
—¿Quiere callarse delante de este niño, mala persona? —bromeó monsieur de Charlus bajando, como para imponer silencio a Brichot, una mano que no dejó de poner sobre mi hombro.
«Les he importunado, daban ustedes la impresión de divertirse como dos locuelas, y no tenían necesidad de una vieja abuela aguafiestas como yo. No iré a confesarme por esto, porque casi habían llegado». El barón estaba de un humor tanto más alegre cuanto que desconocía por completo la escena de la tarde: Jupien había juzgado más útil proteger a su sobrina de un retorno ofensivo que ir a advertir a M. de Charlus. De modo que este seguía creyendo en el matrimonio y se alegraba por ello. Se diría que para estos grandes solitarios es un consuelo aliviar con una paternidad ficticia su trágico celibato. «Pero le doy mi palabra, Brichot, añadió volviéndose risueño hacia nosotros, de que tengo escrúpulos viéndole en una compañía tan galante. Parecían ustedes dos enamorados. Y cogidos del brazo… ¡Vaya unas libertades que se toma, Brichot!».
¿Había que atribuir estas palabras a que su pensamiento, envejecido, era menos dueño de sus reflejos y en momentos de automatismo dejaba escapar un secreto tan celosamente guardado durante cuarenta años? ¿O sería más bien aquel desprecio que tenían en el fondo todos los Guermantes por la opinión de los plebeyos y que en el hermano de monsieur de Charlus, el duque, presentaba otra forma cuando, sin importarle nada que mi madre pudiera verle, se afeitaba, con la camisa abierta, frente a su ventana? ¿Habría contraído monsieur de Charlus, en los calurosos trayectos de Doncieres a Doville, la peligrosa costumbre de ponerse cómodo y, cuando se echaba hacia atrás el sombrero de paja para refrescarse la enorme frente, aflojarse, al principio sólo unos momentos, la careta que, desde tanto tiempo hacía, llevaba rigurosamente fija sobre su verdadero rostro? Las maneras conyugales de monsieur de Charlus con Morel hubieran sorprendido justificadamente a quien supiera que ya no le amaba. Pero a monsieur de Charlus le había cansado la monotonía de los placeres que su vicio ofrece. Buscó instintivamente nuevas experiencias, y, cansado también de lo desconocido que encontraba, pasó al polo opuesto, a lo que había creído que detestaría siempre, a la imitación de un «matrimonio» o de una «paternidad». A veces tampoco le bastaba esto y, en busca de la novedad, iba a pasar la noche con una mujer, de la misma manera que un hombre normal puede querer una vez en su vida acostarse con un mancebo, por una curiosidad semejante, aunque a la inversa, y en ambos casos igualmente malsana. La vida del barón como «fiel» del pequeño clan, a la que se sumó únicamente por Charlie, dio al traste con los esfuerzos durante tanto tiempo sostenidos para guardar las falsas apariencias, de la misma manera que un viaje de exploración o una temporada en las colonias hace perder a algunos europeos los principios que los guiaban en Francia. Y, sin embargo, la interna revolución de un espíritu que al principio ignorase la anomalía que llevaba en sí, aterrado luego cuando la reconoce y familiarizado, por último, con ella hasta el punto de no darse cuenta de que no puede confesar a los demás lo que ha acabado por confesarse a sí mismo, fue aún más eficaz, para liberar a monsieur de Charlus de los últimos miramientos sociales, que el tiempo pasado en casa de los Verdurin. Y es que no hay destierro en el Polo Sur, en la cumbre del Mont-Blanc que nos aleje de los demás tanto como una estancia prolongada en el seno de un vicio interior, es decir, de un pensamiento diferente del de aquellos. Vicio (así lo calificaba en otro tiempo monsieur de Charlus) al que el barón prestaba ahora la figura inofensiva de un simple defecto, muy extendido, más bien simpático y casi gracioso, como la pereza, la distracción o la glotonería. Dándose cuenta de las curiosidades que suscitaba la singularidad de su persona, monsieur de Charlus sentía cierto placer en satisfacerlas, en incitarlas, en mantenerlas. De la misma manera que un determinado publicista judío se erige cada día en campeón del catolicismo, probablemente no con la esperanza de que le tomen en serio, sino para no defraudar la espera de los burlones benévolos, monsieur de Charlus fustigaba humorísticamente en el pequeño clan las malas costumbres, como quien habla en inglés macarrónico o imitando a Mounet-Sully, sin esperar a que se lo pidan y por pagar su escote espontáneamente ejerciendo en sociedad un talento de aficionado; y así, monsieur de Charlus amenazaba a Brichot con denunciar a la Sorbona que ahora se paseaba con mancebos, de la misma manera que el cronista circunciso habla sin venir a cuento de la «hija primogénita de la Iglesia» y del «Sagrado Corazón de Jesús», es decir, sin sombra de tartufismo, sino con un poquito de histrionismo. Y sería curioso buscar la explicación no sólo en el cambio de las palabras mismas, tan diferentes de las que se permitía antes, sino también en el de las entonaciones y los gestos, ahora muy parecidos unas y otros y lo que más duramente fustigaba antes monsieur de Charlus; ahora casi lanzaba involuntariamente los grititos que voluntariamente lanzan los invertidos cuando se interpelan llamándose «querida» —más auténticos en él precisamente por involuntarios—; como si esas afectadas carantoñas, durante tanto tiempo combatidas por monsieur de Charlus, no fueran en realidad sino una genial y fiel imitación de las maneras que los Charlus, cualesquiera que las suyas fueran, acaban por adoptar cuando llegan a cierta fase de su mal, como un paralítico general o un atáxico acaban fatalmente por presentar determinados síntomas. En realidad —y esto era lo que revelaba aquel amaneramiento puramente interior—, entre el severo Charlus todo vestido de negro, con el pelo en cepillo, que yo había conocido, y los jóvenes pintados, llenos de alhajas, no había más que la diferencia puramente exterior que hay entre una persona agitada que habla de prisa y se mueve sin parar y un neurópata que habla despacio y conserva una calma perpetua, pero padece la misma neurastenia a los ojos de un clínico que sabe que uno y otro están devorados por las mismas angustias y adolecen de las mismas taras. De todos modos, en otras señales muy diferentes se veía que monsieur de Charlus había envejecido, como en la frecuencia con que empleaba en su conversación ciertas expresiones que habían proliferado y surgían a cada momento (por ejemplo, «la concatenación de circunstancias») y en las cuales se apoyaba la palabra del barón de frase en frase como en un rodrigón.
—¿Ha llegado ya Charlie? —preguntó Brichot a monsieur de Charlus cuando íbamos a llamar a la puerta del hotel.
—¡Ah!, no lo sé —contestó el barón levantando las manos y entornando los ojos, como quien no quiere que le acusen de indiscreción, tanto más cuanto que, probablemente, Morel había reprochado al barón cosas dichas por este y que él, tan cobarde como vanidoso y tan inclinado a renegar de monsieur de Charlus como a presumir de su amistad, creía graves aunque fueran insignificantes—. Yo no sé nada de lo que hace Morel.
Si las conversaciones de dos personas que tienen entre sí una relación amorosa están llenas de mentiras, estas surgen no menos naturalmente en las conversaciones de un tercero con un amante sobre la persona amada por este, y eso cualquiera que sea el sexo de esta persona.
—¿Hace mucho tiempo que le ha visto? —pregunté a monsieur de Charlus con la doble intención de no parecer que rehuía hablarle de Morel y que creía que vivía completamente con este.
—Vino por casualidad cinco minutos esta mañana, cuando yo estaba todavía medio dormido, a sentarse a los pies de mi cama, como si quisiera violarme.
Pensé inmediatamente que monsieur de Charlus había visto a Charlie hacía una hora, pues cuando se le pregunta a una querida cuánto tiempo hace que ha visto al hombre que se sabe que es su amante —y que ella quizá supone que sólo se cree que lo es—, si ha merendado con él, contesta: «Le vi un momento antes de almorzar». Entre estos dos hechos no hay más que una diferencia: que el uno es falso y el otro cierto. Pero el primero es tan inocente, o, si se prefiere, tan culpable como el otro. Por eso no se comprendería por qué la querida (y aquí monsieur de Charlus) elige siempre el hecho falso, si no se supiera que esas respuestas son determinadas, independientemente de la persona que las da, por cierto número de factores tan desproporcionado, al parecer, con la insignificancia del hecho, que se renuncia a consignarlos. Mas, para un físico, el lugar que ocupa la más pequeña bola de saúco se explica por el conflicto o el equilibrio de leyes de atracción y de repulsión que gobiernan unos mundos mucho más grandes. Recordemos el deseo de parecer naturales y audaces, el gesto instintivo de ocultar una cita secreta, una mezcla de pudor y de ostentación, la necesidad de confesar lo que nos es tan agradable y de demostrar que nos aman, una penetración de lo que sabe o supone —y no dice— el interlocutor, penetración que, rebasando la suya o no llegando a ella, nos hace sobrestimarla unas veces y subestimarla otras, el deseo involuntario de jugar con el fuego y la voluntad de asumir la parte del fuego. De la misma manera, leyes diferentes, actuando en sentido contrario, dictan las respuestas más generales relacionadas con la inocencia, el «platonismo» o, por el contrario, la realidad carnal de las relaciones que se tienen con la persona a quien se dice haber visto por la mañana cuando la verdad es que se la vio por la noche. No obstante, diremos, en general, que monsieur de Charlus, a pesar de la agravación de su mal, agravación que le impulsaba constantemente a revelar, a insinuar, a veces simplemente a inventar detalles comprometedores, durante este período de su vida procuraba afirmar que Charlie no era de la misma clase de hombres que era él, Charlus, y que entre ellos no había más que amistad. Esto no impedía (aunque acaso fuera verdad) que a veces se contradijera (como sobre la hora a que le había visto la última vez), bien diciendo entonces, por olvido, la verdad, o profiriendo una mentira, por presumir, o por sentimentalismo, o porque le pareciera inteligente despistar al interlocutor.
—Para mí —continuó el barón— es un buen compañerito al que tengo mucho afecto, como estoy seguro —¿es que lo dudaba y por eso sentía la necesidad de decir que estaba seguro?— de que él me lo tiene a mí, pero entre nosotros no hay nada más, no hay eso, entiéndanlo bien, no hay eso —recalcó el barón tan naturalmente como si se tratara de una mujer—. Sí, fue esta mañana a tirarme de los pies. Y, sin embargo, sabe muy bien que me revienta que me vean en la cama. ¿A usted no? ¡Oh!, es horrible, es una cosa desagradable, está uno tan feo que da miedo, yo sé muy bien que ya no tengo veinticinco años y no voy a presumir de doncellita, pero de todos modos siempre conserva uno su poco de coquetería.
Es posible que el barón fuera sincero cuando hablaba de Morel como de un compañerito, y que dijera la verdad, quizá creyendo mentir, cuando decía: «Yo no sé lo que hace, no conozco su vida». En efecto, debemos decir (anticipándonos en una semana en el relato que emprenderemos al terminar este paréntesis abierto mientras monsieur de Charlus, Brichot y yo nos dirigimos a casa de madame Verdurin), debemos decir que, poco después de aquella noche, al barón le causó gran sorpresa y gran dolor una carta que abrió por error y que iba dirigida a Morel. Esta carta, que de rechazo me iba a causar a mí terribles disgustos, era de la actriz Léa, célebre por su afición excesiva a las mujeres. Y su carta a Morel (del que monsieur de Charlus ni siquiera sospechaba que la conociera) estaba escrita en el tono más apasionado. Su grosería nos impide reproducirla aquí, pero podemos decir que Léa le hablaba sólo en femenino, diciéndole: «¡Vamos, tontísima!», «queridita mía», «tú por lo menos lo eres», etc. Y en aquella carta se aludía a otras varias mujeres que parecían ser tan amigas de Morel como de Léa. Por otra parte, la burla de Morel sobre monsieur de Charlus y de Léa sobre un oficial que la sostenía y del que decía: «¡Me suplica en sus cartas que sea juiciosa! ¡Vamos!, mi gatito blanco», revelaba a monsieur de Charlus una realidad no menos insospechada por él que las relaciones tan especiales de Morel con Léa. Al barón le perturbaban sobre todo aquellas palabras «tú lo eres». Después de haberlo ignorado al principio, por fin, desde hacía ya bastante tiempo, sabía que él mismo «lo era». Y ahora esta noción que había adquirido estaba de nuevo en tela de juicio. Cuando descubrió que él «lo era», creyó enterarse de que su gusto, como dice Saint-Simon, no era gusto por las mujeres. Y ahora resultaba que, para Morel, esta expresión, «serlo», se extendía a un sentido que monsieur de Charlus no conocía, pues, según aquella carta, Morel demostraba que él «lo era» teniendo el mismo gusto que ciertas mujeres con las mujeres mismas. En consecuencia, los celos de monsieur de Charlus ya no tenían por qué limitarse a los hombres que Morel conocía, sino que alcanzarían también a las mujeres. Es decir, que los seres que «lo eran» no eran sólo los que él había creído, sino toda una inmensa parte del planeta compuesta de mujeres y de hombres, de hombres que amaban no sólo a los hombres, sino también a las mujeres, y el barón, ante el nuevo significado de una palabra que le era tan familiar, se sentía torturado por una inquietud de la inteligencia tanto como del corazón, ante este doble misterio, que representaba a la vez la prolongación de sus celos y la insuficiencia repentina de una definición.
Monsieur de Charlus no había sido nunca en la vida más que un aficionado. Es decir, que los incidentes de este tipo no podían serle de ninguna utilidad. La penosa impresión que podían producirle la traducía en escenas violentas en las que sabía ser elocuente, o en intrigas taimadas. Pero para una persona del valor de Bergotte, por ejemplo, hubieran podido ser muy valiosos. Y aun es posible que esto explique en parte (puesto que obramos a ciegas, pero buscando, como los animales, la planta que nos conviene) que personas como Bergotte vivan generalmente en compañía de personas mediocres, falsas y malas. La belleza de estas personas le basta a la imaginación del escritor, exalta su bondad, pero no transforma en nada la naturaleza de su compañera, cuya vida situada a miles de metros más abajo, cuyas relaciones inverosímiles, cuyas mentiras que llegan más allá y sobre todo en otra dirección distinta de lo que se hubiera podido creer, aparecen en chispazos de cuando en cuando. La mentira, la mentira perfecta, sobre las personas que conocemos, las relaciones que hemos tenido con ellas, nuestro móvil en una determinada acción formulado por nosotros de manera muy diferente; la mentira sobre lo que somos, sobre lo que amamos, sobre lo que sentimos respecto a la persona que nos ama y que cree habernos formado semejantes a ella porque nos besa todo el día; esa mentira es una de las pocas cosas del mundo que puedan abrirnos perspectivas a algo nuevo, a algo desconocido, que pueden despertar en nosotros sentidos dormidos para la contemplación de un universo que jamás hubiéramos conocido. En cuanto a monsieur de Charlus, debemos decir que, estupefacto al enterarse de cierto número de cosas que Morel le ocultara cuidadosamente, hizo mal en deducir que es un error liarse con gente del pueblo. En efecto, en el último volumen de esta obra veremos a monsieur de Charlus hacer cosas que hubieran asombrado a las personas de su familia y a sus amigos más de lo que a él le asombrara la vida revelada por Léa.
Pero ya es hora de que volvamos al barón dirigiéndose, con Brichot y conmigo, a la puerta de los Verdurin.
—¿Y qué es de aquel amiguito suyo, hebreo, que veíamos en Doville? —dijo volviéndose a mí—. He pensado que, si a usted le es grato, podríamos invitarle una noche.
Y es que monsieur de Charlus, contentándose con vigilar los hechos y los gestos de Morel a través de una agencia policíaca, exactamente igual que lo haría un amigo o un amante, no dejaba de prestar atención a los otros jóvenes. Esta vigilancia que un viejo doméstico encargaba a la agencia era tan poco discreta que los criados creían que los seguían y que una doncella ya no vivía, ya no se atrevía a salir a la calle, pensando siempre que le seguía los pasos un policía. «¡Que haga lo que le dé la gana! ¡Como si fuéramos a perder el tiempo y el dinero en seguirle la pista! ¡Como si nos importara algo lo que haga!», exclamaba irónicamente, pues era tan apasionadamente fiel a su amo que, aunque no compartiera en absoluto los gustos del barón, acababa por hablar como si los compartiera, tan caluroso ardor ponía en servirlos. «Es la flor y nata de las buenas personas», decía monsieur de Charlus de aquel viejo criado, pues a nadie se aprecia tanto como a los que unen a otras grandes virtudes la de ponerlas sin regatear a disposición de nuestros vicios. De todos modos, monsieur de Charlus sólo de los hombres podía sentir celos con relación a Morel. Las mujeres no se los inspiraban en absoluto. Y esto es regla general en los Charlus. El amor que sienta por una mujer el hombre al que aman es otra cosa, una cosa que ocurre en otra especie animal (el león deja tranquilos a los tigres), otra cosa que no les molesta y más bien los tranquiliza. Verdad es que, a veces, a los que hacen de la inversión un sacerdocio, ese amor les repugna. Entonces reprochan a su amigo que se entregue a él, pero se lo reprochan no como una traición, sino como una degeneración. A un Charlus que no fuera el barón le indignaría ver a Morel en relaciones con una mujer, como le indignaría ver anunciado en un cartel que él, el intérprete de Bach y de Haendel, iba a tocar Puccini. A esto se debe, por lo demás, que los jóvenes que condescienden por interés al amor de los Charlus les digan que los cartons no les inspiran más que asco, como dirían a un médico que no beben jamás alcohol y que sólo les gusta el agua del grifo. Pero, en este punto, monsieur de Charlus se apartaba un poco de la regla habitual. Como lo admiraba todo en Morel, sus éxitos con las mujeres no le hacían sombra, y aun le causaban la misma satisfacción que sus triunfos en los conciertos o en el juego del écarté. «Pero ¿sabe, amigo mío?, es un mujeriego —decía en un tono de revelación, de escándalo, quizá de envidia, sobre todo de admiración. Es extraordinario añadía—. Las furcias más famosas no tienen ojos más que para él. Eso se ve en todas partes, lo mismo en el Metro que en el teatro. ¡Es un fastidio! Cada vez que voy con él a un restaurante, el camarero le trae cartitas tiernas de tres mujeres por lo menos. Y siempre bonitas, además. Y no es extraño. Ayer le estaba mirando y las comprendo, está guapísimo, parece una especie de Bronzino, es verdaderamente admirable». Pero a monsieur de Charlus le gustaba mostrar que amaba a Morel, convencer a los demás, quizá convencerse a sí mismo, de que Morel le amaba. Ponía una especie de amor propio en tenerle todo el tiempo con él, a pesar del daño que aquel mozo podía infligir al prestigio mundano del barón. Pues (y es frecuente el caso de hombres bien situados y snobs que, por vanidad, rompen todas sus relaciones porque los vean en todas partes con una querida, semimundana o dama tarada, a la que no se recibe, y con la que, sin embargo, les parece halagador estar en relaciones) monsieur de Charlus había llegado hasta ese punto en que el amor propio pone toda su perseverancia en destruir los fines que ha logrado, bien sea porque bajo la influencia del amor se encuentre un prestigio, que nadie más percibe, en relaciones ostentosas con esa querida, bien porque pierdan interés las relaciones mundanas alcanzadas, y la marea ascendente de las curiosidades ancillaires, tanto más absorbentes cuanto más platónicas, no sólo haya alcanzado, sino hasta rebasado el nivel en que a las otras les era difícil mantenerse.
En cuanto a los demás jóvenes, monsieur de Charlus pensaba que la existencia de Morel no era un obstáculo para que le gustaran, y que su misma resonante fama de violinista o su naciente notoriedad de compositor y de periodista podrían, en ciertos casos, ser para ellos un incentivo. Si al barón le presentaban un joven compositor de facha agradable, buscaba ocasión en los talentos de Morel para hacer una cortesía al recién llegado. «Debería usted traerme alguna composición suya —le decía— para que Morel la toque en el concierto o en gira. ¡Hay tan poca música agradable escrita para violín que es una suerte encontrar alguna nueva! Y los extranjeros aprecian mucho esto. Hasta en provincias hay pequeños círculos musicales que aman la música con un fervor y una inteligencia admirables». Con no más sinceridad (pues todo esto sólo servía de cebo, y era raro que Morel se prestara a realizaciones), como Bloch dijera que era un poco poeta —«a sus horas», añadió con la risa sarcástica con que acompañaba una trivialidad cuando no encontraba una frase original—, monsieur de Charlus me dijo:
—Oiga, ¿por qué no le dice a ese joven israelita, ya que hace versos, que me traiga algunos para dárselos a Morel? Para un compositor siempre es difícil encontrar algo bonito que poner en música. Hasta se podría pensar en un libreto. No dejaría de ser interesante y le daría cierto valor el mérito del poeta, mi protección, toda una serie de circunstancias auxiliares, la primera de las cuales es el talento de Morel. Pues ahora compone mucho y escribe también y muy bonitamente, ya le hablaré a usted de eso. En cuanto a su talento de ejecutante (en esto ya sabe usted que es ya todo un maestro), ya verá esta noche cómo toca ese chico la música de Vinteuil. A mí me pasma; ¡tener a su edad una comprensión como la suya sin dejar de ser tan crío, tan colegial! Bueno, esta noche no es más que un pequeño ensayo. La gran fiesta será dentro de unos días. Pero hoy será mucho más elegante. De modo que nos encantará que venga —dijo, empleando este nos sin duda porque el rey dice: queremos—. Como el programa es tan magnífico, he aconsejado a madame Verdurin que dé dos fiestas: una dentro de unos días, con todas sus relaciones, y la otra esta noche, en que la patrona está, como se dice en términos judiciales, incapacitada. Las invitaciones las hago yo, ya he convocado a algunas personas agradables de otro medio, que pueden ser útiles a Charlie y que a los Verdurin les gustará conocer. Está muy bien hacer tocar las cosas más bellas a los mejores artistas, pero la fiesta queda asfixiada como entre algodón si el público se compone de la mercera de enfrente y del tendero de la esquina. Ya sabe usted lo que yo pienso del nivel intelectual de la gente del gran mundo, pero pueden desempeñar ciertos papeles bastante importantes, entre otros el asignado a la prensa en lo que se refiere a los acontecimientos públicos, el de ser un órgano de divulgación. Ya comprende usted lo que quiero decir. He invitado, por ejemplo, a mi cuñada Oriana; no es seguro que venga, pero, en cambio, sí lo es que, si viene, no entenderá absolutamente nada. Pero no se le pide que entienda, cosa que está por encima de sus facultades, sino que hable, cosa admirablemente apropiada al caso y que no dejará de hacer. Consecuencia: al día siguiente, en lugar del silencio de la mercera y del tendero, conversación animada en casa de los Mortemart, donde Oriana cuenta que ha oído cosas maravillosas, que un tal Morel, etcétera; indescriptible rabia de las personas no invitadas, que dirán: «Seguramente a Palamède le pareció que no éramos dignos; de todos modos, vaya una gente la de la casa donde ocurrió el suceso», contrapartida tan útil como las alabanzas de Oriana, porque el nombre «Morel» se repite constantemente y acaba por grabarse en la memoria como una lección leída diez veces seguidas. Todo esto constituye una serie de circunstancias que puede tener su importancia para el artista, para la dueña de la casa, servir, en cierto modo, de megáfono a una manifestación que así podrá resultar audible para un público lejano. Verdaderamente vale la pena: ya verá usted cuánto ha adelantado. Y, además, ha revelado un nuevo talento, amigo mío, escribe como un ángel. Le digo que como un ángel.
Lo que no contaba monsieur de Charlus es que desde hacía algún tiempo hacía hacer a Morel, como los grandes señores del siglo XVII que no se dignaban firmar ni siquiera escribir, sus libelos, unos pequeños sueltos bajamente calumniosos y dirigidos contra la condesa Molé. Si ya parecían insolentes a quienes los leían, cuánto más crueles no serían para la mujer que encontraba, tan hábilmente colados que nadie más que ella podía notarlos, pasajes de cartas suyas, textualmente citados, pero tomados en un sentido en que podían enloquecerla como la más terrible venganza. La pobre mujer se quedó muerta. Pero, como diría Balzac, en París se hace todos los días una especie de periódico hablado más terrible que el otro. Más adelante veremos que esta prensa verbal aniquiló el poder de un Charlus pasado de moda, y erigió muy por encima de él a un Morel que no valía ni la millonésima parte de su antiguo protector. Al menos esta moda intelectual es inocente y cree de buena fe en la insignificancia de un genial Charlus y en la indiscutible autoridad de un estúpido Morel. El barón era menos inocente en sus implacables venganzas. De aquí, sin duda, aquel amargo veneno que, cuando estaba furioso, le invadía la boca y le ponía cara de ictericia.
—Usted que conoce a Bergotte, yo había pensado que quizá podría, refrescándole la memoria sobre las prosas de ese jovenzuelo, colaborar conmigo, ayudarme a crear una cadena de circunstancias que pueda favorecer un talento doble, de músico y de escritor, hasta llegar algún día a tener tanto prestigio como Berlioz. Ya comprende usted lo que convendría decir a Bergotte. Los ilustres suelen tener otra cosa en qué pensar, la gente los adula y no se interesan más que por ellos mismos. Pero Bergotte, que es verdaderamente sencillo y servicial, debe hacer publicar en Le Gaulois, o qué sé yo dónde, esas croniquitas, mitad de humorista y mitad de músico, que son verdaderamente muy bonitas, y me gustaría mucho que Charlie añadiera a su violín esa brizna de pluma de Ingres. Ya sé que exagero fácilmente cuando se trata de él, como todas las viejas madrazas del Conservatorio. Pero ¿no lo sabía usted, querido? Es que usted no conoce mi lado papanatas. Me estoy de plantón horas enteras a la puerta de los tribunales de exámenes. Lo paso de primera. En cuanto a Bergotte, me aseguró que estaba verdaderamente muy bien.
En efecto, monsieur de Charlus, que le conocía desde hacía mucho tiempo por Swann, había ido a verle y a pedirle que le consiguiera a Morel publicar en un periódico una especie de crónicas medio humorísticas sobre música. Esta visita le produjo a monsieur de Charlus cierto remordimiento, pues, admirando mucho a Bergotte, se daba cuenta de que nunca iba a verle por él mismo, sino para aprovechar en beneficio de Morel, de madame Molé o de otros la consideración, medio intelectual, medio social, en que Bergotte le tenía. Servirse del gran mundo sólo para esto no le chocaba a monsieur de Charlus, pero servirse así de Bergotte le parecía peor, porque se daba cuenta de que Bergotte no era utilitario como la gente del gran mundo y merecía más consideración. Sólo que estaba muy ocupado y sólo encontraba tiempo libre cuando deseaba mucho una cosa, por ejemplo, tratándose de Morel. Además, muy inteligente, le interesaba poco la conversación de un hombre inteligente, sobre todo la de Bergotte, que era para su gusto demasiado hombre de letras y de otro clan y no se situaba en su punto de vista. En cuanto a Bergotte, se daba perfectamente cuenta de aquel utilitarismo de las visitas de monsieur de Charlus, pero no se lo reprochaba; pues era incapaz de una bondad sostenida, pero amigo de dar gusto, comprensivo, incapaz de gozar dando una lección. En cuanto al vicio de monsieur de Charlus, él no lo compartía en ningún grado, pero encontraba en él más bien un elemento que daba color al personaje, considerando que, para un artista, el fas et nefas consiste no en ejemplos morales, sino en recuerdos de Platón o de Sodoma.
—Me hubiera gustado mucho que viniera esta noche, pues habría oído a Charlie en las cosas que mejor toca. Pero creo que no sale, no quiere que le molesten, y tiene razón. Y a usted, hermosa juventud, no se le ve apenas en el Quai Conti. ¡La verdad es que no abusa! —le dije que salía sobre todo con mi prima—. ¡Mírenle, sale sólo con su prima, qué casto! —dijo monsieur de Charlus a Brichot. Y dirigiéndose nuevamente a mí—: Pero no le pedimos cuentas de lo que hace, hijito. Es usted libre de hacer lo que le divierte. Lo único que sentimos es no tomar parte en ello. Además, tiene usted muy buen gusto, su prima es encantadora, pregúntele a Brichot, no le quitaba ojo en Doville. La vamos a echar de menos esta noche. Pero quizá ha hecho bien en no traerla. La música de Vinteuil es admirable, pero esta mañana me dijo Charlie que iban a venir la hija del autor y su amiga, dos personas de malísima reputación. Eso es siempre desagradable para una muchacha. Y hasta me molesta un poco por mis invitados, pero como casi todos están en edad canónica, la cosa no traerá consecuencias para ellos. A menos que esas dos señoritas no puedan venir, pues tenían que estar sin falta toda la tarde en un ensayo de estudios que madame Verdurin daba y al que no ha invitado más que a los pelmazos, a la familia, a la gente que no debía venir esta noche. Y hace un momento, antes de la comida, Charlie me dijo que las que llamamos las dos señoritas Vinteuil, y a las que esperaban sin falta, no habían venido.
A pesar del horrible dolor que me causaba relacionar (como el efecto, lo único conocido antes, con su causa por fin descubierta) el deseo de Albertina de ir a aquella reunión con la presencia anunciada (pero que yo ignoraba) de mademoiselle Vinteuil y de su amiga, conservé la claridad mental de observar que a monsieur de Charlus, que unos minutos antes nos había dicho que no había visto a Charlie desde la mañana, ahora se le escapó decir que le había visto antes de la comida. Pero mi sufrimiento era visible.
—¿Qué le pasa? —me dijo el barón—. Está usted verde, vamos a entrar, está cogiendo frío, tiene usted mala cara.
No era mi primera duda sobre la virtud de Albertina la que acababan de despertar en mí las palabras de monsieur de Charlus. Otras me habían punzado ya; cada una nos hace creer que se ha colmado la medida, que ya no podremos soportarla, pero le encontramos sitio, y una vez introducida en nuestro medio vital, entra en colisión con tantos deseos de creer, con tantas razones para olvidar, que nos acomodamos a esa nueva duda bastante pronto y acabamos por no ocuparnos de ella. Queda sólo como un dolor a medio curar, una simple amenaza de sufrimiento y que, frente al deseo, del mismo orden que él, ha llegado a ser como el centro de nuestros pensamientos, irradia en ellos, a distancias infinitas, sutiles tristezas, y, como el deseo, placeres de un origen incognoscible, donde quiera que algo pueda asociarse a la idea de la persona amada. Pero cuando entra en nosotros una nueva duda, el dolor se despierta todo entero, y es inútil que nos digamos casi inmediatamente: «Ya me las arreglaré, habrá un sistema para no sufrir, eso no debe de ser cierto»; por lo pronto ha habido un primer momento en que hemos sufrido como si creyésemos. Si no tuviéramos más que miembros, como las piernas y los brazos, la vida sería soportable. Desgraciadamente llevamos en nosotros ese pequeño órgano que llamamos corazón sujeto a ciertas enfermedades en el curso de las cuales es infinitamente impresionable en todo lo que se refiere a la vida de una determinada persona y en las que una mentira —esa cosa tan inofensiva con la que vivimos tan alegremente, sea nuestra o de los demás—, si viene de esa persona, produce crisis intolerables en este pequeño corazón, que debiera ser posible extirpar quirúrgicamente. No hablemos del cerebro, pues por más que nuestro pensamiento se ponga a razonar sin fin en esas crisis, no influye en ellas más que lo que puede influir nuestra atención en un dolor de muelas. Verdad es que esa persona es capaz de habernos mentido, pues nos había jurado decirnos siempre la verdad. Pero sabemos por nosotros mismos lo que valen esos juramentos cuando se los hacemos a otros. Y hemos querido darles crédito cuando venían de ella, que tenía precisamente el mayor interés en mentirnos y que, por otra parte, no la elegimos por sus virtudes. Cierto también que, pasado el tiempo, ya casi no necesitaría mentirnos, precisamente cuando al corazón no le importaría ya la mentira, porque ya no nos interesa su vida. Lo sabemos y, a pesar de saberlo, nos matamos por esa persona, bien porque nos hagamos condenar a muerte asesinándola, bien porque gastemos con ella en unos años toda nuestra fortuna, lo que nos obliga a suicidarnos porque ya no nos queda nada. Además, por tranquilos que nos creamos cuando estamos enamorados, siempre tenemos el amor en nuestro corazón en estado de equilibrio inestable. La menor cosa basta para situarlo en la posición de felicidad; estamos radiantes, colmamos de ternura no a la persona que amamos, sino a los que nos han realzado ante ella, a los que la han protegido contra toda mala tentación; nos creemos tranquilos, y basta una palabra —«Gilberta no vendrá», «mademoiselle Vinteuil está invitada»— para que se derrumbe toda la felicidad preparada hacia la que nos lanzábamos, para que el sol se ponga, para que gire la rosa de los vientos y estalle la tempestad interior a la que un día ya no seremos capaces de resistir. Ese día, el día en que el corazón se ha tornado tan frágil, los amigos que nos admiran sufren porque tales naderías, porque ciertos seres puedan hacernos daño, hacernos morir. Pero ¿qué pueden hacer? Si un poeta se está muriendo de una neumonía infecciosa, ¿nos imaginamos a esos amigos explicando al neumococo que ese poeta tiene talento y que debe dejarle que se cure? La duda, en lo que se refería a mademoiselle Vinteuil, no era absolutamente nueva. Pero incluso en esta medida, mis celos de la tarde, suscitados por Léa y sus amigas, la habían abolido. Una vez excluido este peligro del Trocadero, yo sentí, yo creí haber reconquistado para siempre una paz completa. Pero lo nuevo para mí era, sobre todo, cierto paseo del que Andrea me dijo: «Fuimos acá y allá, no encontramos a nadie», cuando la verdad era que mademoiselle Vinteuil había citado a Albertina en casa de madame Verdurin. Ahora yo habría dejado con mucho gusto a Albertina salir sola, ir a donde quisiera, con tal de que pudiera yo recluir en alguna parte a mademoiselle Vinteuil y a su amiga y estar seguro de que Albertina no las vería. Y es que los celos son generalmente parciales, con localizaciones intermitentes, bien porque sean la prolongación dolorosa de una ansiedad provocada tan pronto por una persona como por otra a quien nuestra amiga pudiera amar, bien por la exigüidad de nuestro pensamiento, que sólo puede realizar lo que se representa y deja el resto en una vaguedad que, relativamente, no puede hacer sufrir.
Cuando íbamos a entrar en el patio del hotel nos alcanzó Saniette, que en el primer momento no nos había reconocido.
—Y los estaba mirando desde hacía un momento —nos dijo con una voz jadeante—. ¿No es curioso que haya dudado? Ustedes son personas a las que podemos confesar como amigas —su rostro grisáceo parecía iluminado por el reflejo plomizo de una tormenta. Su respiración jadeante, que todavía aquel verano sólo se producía cuando monsieur Verdurin se metía con él, ahora era permanente—. Por lo visto vamos a oír una obra inédita de Vinteuil ejecutada por artistas excelentes, y singularmente por Morel.
—¿Por qué singularmente? —preguntó el barón, que interpretó este adverbio como una crítica.
—Nuestro amigo Saniette —se apresuró a explicar Brichot asumiendo el papel de intérprete— gusta de hablar, como excelente literato que es, el lenguaje de una época en la que «singularmente» equivale a nuestro «muy especialmente».
Al entrar en la antesala de madame Verdurin, monsieur de Charlus me preguntó si trabajaba, y al decirle que no, pero que en aquel momento me interesaban mucho los objetos antiguos de plata y porcelana, me dijo que en ninguna parte los encontraría tan bellos como en casa de los Verdurin; que, por lo demás, ya había podido verlos en la Raspeliere, puesto que, so pretexto de que los objetos son también amigos, hacían la tontería de llevarlo todo consigo; que sacármelo todo un día de recepción sería menos cómodo, pero que, sin embargo, él pediría que me enseñaran lo que yo quisiera. Le rogué que no lo hiciese. Monsieur de Charlus se desabrochó el abrigo y se quitó el sombrero; observé que se le iba encaneciendo el pelo en algunos sitios. Pero como un arbusto precioso que el otoño no sólo colorea, sino que protege algunas de sus hojas con envolturas de guata o aplicaciones de yeso, aquellos mechones blancos salteados en lo alto de la cabeza no hacían sino acentuar el abigarramiento que ya tenía en la cara. Y, sin embargo, esta cara de monsieur de Charlus seguía ocultando a casi todo el mundo, aun bajo las capas de expresiones diferentes, de afeites y de hipocresía que tan mal le maquillaban, el secreto que a mí me parecía manifestarse a gritos. Me sentía casi azorado por miedo de que monsieur de Charlus me sorprendiera leyéndolo en sus ojos como en un libro abierto, en su voz, que parecía repetirlo en todos los tonos con pertinaz impudicia. Pero las personas guardan bien sus secretos porque todos los que las rodean son sordos y ciegos. Los que se enteraban de la verdad por uno o por otro, por los Verdurin, por ejemplo, la creían, pero, sin embargo, la creían solamente cuando no conocían a monsieur de Charlus. Su rostro, lejos de confirmar las malas referencias, las disipaba. Pues nos hacemos una idea tan grande de ciertas entidades que no podemos identificarla con los rasgos familiares de una persona conocida. Y creeremos difícilmente en los vicios, como no creeremos nunca en el genio de una persona con la que ayer mismo hemos ido a la ópera.
Monsieur de Charlus estaba dando su abrigo con recomendaciones propias de un habitual. Pero el criado al que se lo daba era nuevo, muy joven. Y ahora a monsieur de Charlus le ocurría a menudo eso que se llama perder el norte y ya no se daba cuenta de lo que se hace y lo que no se hace. El laudable deseo que tenía en Balbec de demostrar que ciertos sujetos no le asustaban, de no recatarse de decir sobre alguien: «Es un guapo mozo», de decir, en una palabra, las mismas cosas que hubiera podido expresar cualquiera que no fuese como él, ahora solía traducir este deseo diciendo, por el contrario, cosas que nunca habría podido decir alguien que no fuera como él, cosas tan dentro de él que olvidaba que no forman parte de la preocupación habitual de todo el mundo. Por eso, mirando al criado nuevo, levantó el índice con gesto amenazador, y creyendo hacer una excelente gracia:
—Le prohíbo que me guiñe el ojo así —dijo el barón, y volviéndose a Brichot—: Tiene una cara monilla este pequeño, una nariz graciosa —y completando la broma, o cediendo a un deseo, le apuntó con el índice, vaciló un momento y luego, sin poder contenerse, le adelantó irresistiblemente hacia el criadito y le tocó la punta de la nariz diciendo—: ¡Pif!
Después, seguido por Brichot, por mí y por Saniette, quien nos dijo que la princesa Sherbatoff había muerto a las seis, entró en el salón. «¡Vaya casa!», se dijo el muchacho, y preguntó a sus compañeros si el barón era carne o pescado.
—Son sus maneras —le contestó el mayordomo, que le creía un poco «chalado», un poco «dingo[15a]»—, pero es uno de los amigos de la señora que siempre he estimado más, tiene buen corazón.
—¿Volverá usted este año a Incarville? —me pregutó Brichot—. Creo que nuestra patrona ha vuelto a alquilar la Raspehere, aunque ha tenido sus más y sus menos con los propietarios. Pero todo eso no es nada, nubes de verano —añadió en el mismo tono optimista que los periódicos que dicen: «Ha cometido faltas, desde luego, pero ¿quién no las comete?».
Ahora bien, yo recordaba el estado de sufrimiento en que dejé Balbec y no deseaba de ninguna manera volver. Aplazaba siempre para el día siguiente mis proyectos con Albertina.
—Claro que volverá, queremos que vuelva, nos es indispensable —declaró monsieur de Charlus con el autoritario e incomprensivo egoísmo de la amabilidad.
Monsieur Verdurin, a quien dimos el pésame por la princesa Sherbatoff, nos dijo:
—Sí, ya sé que está muy mal.
—No, es que ha muerto a las seis —exclamó Saniette.
—Usted siempre exagera —dijo brutalmente a Saniette monsieur Verdurin, que, como no se había suspendido la reunión, prefería la hipótesis de la enfermedad, imitando así sin saberlo al duque de Guermantes. Saniette, aunque con miedo de tener frío, pues la puerta exterior se abría continuamente, esperaba con resignación que le cogieran sus prendas—. ¿Qué hace usted ahí, en esa actitud de perro doméstico? —le interpeló monsieur Verdurin.
—Estaba esperando que alguno de los que cuidan los abrigos se hiciera cargo del mío.
—¿Qué dice usted? —preguntó severamente monsieur Verdurin—. ¿Qué es eso de «cuidar los abrigos»? ¿Se está volviendo tonto? Se dice «cuidar de los abrigos». ¡A ver si va a haber que volverle a enseñar el francés como a las personas que han sufrido un ataque!
—Cuidar una cosa es la verdadera forma —murmuró Saniette con voz entrecortada—; el abate Le Batteux…
—Me irrita usted —gritó monsieur Verdurin con voz terrible—. ¡Qué manera de jadear! ¿Acaso ha tenido usted que subir seis pisos?
La grosería de monsieur Verdurin produjo el efecto de que los criados del guardarropa hicieran pasar a otros antes que a Saniette, y cuando quiso darles su abrigo y su sombrero, le dijeron:
—Cuando le toque, señor, no tenga tanta prisa.
—Estos son hombres ordenados, competentes. Muy bien, muchachos —dijo monsieur Verdurin con una sonrisa de simpatía, para animarlos en su resolución de dejar a Saniette el último—. Vengan —nos dijo—, ese tipo quiere que cojamos la muerte en su querida corriente de aire. Vamos a calentarnos un poco al salón. ¡Cuidar los abrigos! —repitió cuando estábamos ya en el salón—. ¡Qué imbécil!
—Cae en el preciosismo, no es mal muchacho —dijo Brichot.
—Yo no he dicho que sea mal muchacho, he dicho que es un imbécil —replicó con acritud monsieur Verdurin.
Mientras tanto, madame Verdurin estaba en gran conferencia con Cottard y Ski. Morel acababa de rehusar (porque monsieur de Charlus no podía ir) una invitación en casa de unos amigos a los que, sin embargo, había prometido el concurso del violinista. La razón que Morel alegó para no tocar en la fiesta de los amigos de los Verdurin —razón a la que, como luego veremos, se sumarán otras mucho más graves— resultó importante por las costumbres propias en general de los medios ociosos, pero muy especialmente del pequeño núcleo. Si madame Verdurin sorprendía, entre un nuevo y un asiduo, unas palabras dichas a media voz y que pudieran hacer suponer que se conocían o tenían ganas de tratarse («Bueno, hasta el viernes en casa de los Tal» o «Venga al taller el día que quiera, estoy siempre hasta las cinco, me dará una alegría»), la patrona, nerviosa, suponiéndole al nuevo una «posición» que podía hacer de él una adquisición brillante para el pequeño clan, haciendo como que no había oído nada y conservando en sus bellos ojos, entornados por el hábito de Debussy más que pudieran estarlo por el de la cocaína, la expresión extenuada que sólo le daban las embriagueces de la música, no dejaba por eso de abrigar bajo su hermosa frente, abombada por tantos quatuors y tantas jaquecas consiguientes, unos pensamientos que no eran exclusivamente polifónicos; y sin poder aguantar más, sin poder esperar ni un segundo más la inyección, se lanzaba sobre los dos conversadores, les llevaba aparte y decía al nuevo señalando al fiel: «¿No querrá usted venir a comer con él, el sábado, por ejemplo, o el día que usted quiera, con unas personas tan simpáticas? No hable muy fuerte, porque no pienso invitar a toda esta turba» (palabra que designaba por cinco minutos al pequeño núcleo, desdeñado momentáneamente por el nuevo en el que tantas esperanzas se ponían).
Pero esta necesidad de entusiasmarse, de adquirir así relaciones, tenía su contrapartida. La asistencia asidua a los miércoles provocaba en los Verdurin una disposición opuesta, el deseo de indisponer, de separar. Este deseo se había intensificado, hasta ser casi un deseo furioso, en los meses pasados en la Raspeliere, donde la gente se veía de la mañana a la noche. Monsieur Verdurin se las arreglaba para coger a alguno en falta, para tender telas de araña en las que esta, su compañera, pudiese atrapar alguna mosca inocente. A falta de agravios, se inventaban pasos ridículos. Tan pronto como salía por media hora un asiduo, se burlaban de él con los demás, fingían extrañarse de que no hubiesen notado lo sucios que tenía siempre los dientes, o de que, al contrario, se los limpiara, por manía, veinte veces al día. Si uno se permitía abrir la ventana, el patrón y la patrona cruzaban una mirada de escándalo ante semejante falta de educación. Al cabo de un momento, madame Verdurin pedía un chal, y esto daba pretexto a monsieur Verdurin para decir en tono furioso: «Eso sí que no, voy a cerrar la ventana, no sé quién se ha permitido abrirla», y esto delante del culpable, que se sonrojaba hasta las orejas. Le reprochaban a uno indirectamente la cantidad de vino que había bebido. «¿No le hace daño? Eso se queda para un obrero». Si dos fieles iban juntos de paseo sin haber pedido previamente autorización a la patrona, provocaban comentarios infinitos por muy inocentes que tales paseos fueran. Los de monsieur de Charlus con Morel no lo eran. Sólo el hecho de que el barón no residía en la Raspeliere (debido a la vida de guarnición de Morel) retardó el momento de la saciedad, de los gestos de asco, de las náuseas. Pero este momento no iba a tardar.
Madame Verdurin estaba furiosa y decidida a hacer saber a Morel el papel ridículo y odioso que le hacía representar monsieur de Charlus. «Y además —continuó madame Verdurin (que cuando creía deber a alguien un agradecimiento que le iba a pesar, y no podía matarle por esta obligación, le descubría un defecto grave que la eximía honestamente de demostrarle tal agradecimiento)—, además se da en mi casa unos aires que no me gustan». Y es que madame Verdurin tenía otra razón, más grave que la de haber faltado Morel a la reunión de sus amigos, para estar contra monsieur de Charlus. El barón, muy penetrado del honor que hacía a la patrona llevándole al Quai Conti a unas personas que por ella no habrían ido, ante los primeros nombres propuestos por madame Verdurin como posibles invitados, reclamó la exclusiva más categórica, en un tono perentorio que aunaba el orgullo rencoroso del gran señor caprichoso y el dogmatismo del artista experto en materia de fiestas y que retiraría del juego su moneda y negaría su concurso antes que acceder a concesiones que, según él, comprometían el resultado armónico. Monsieur de Charlus sólo había dado su autorización, y eso con muchas reservas, a Saintine, con el cual madame de Guermantes, por no cargar con su mujer, había pasado de una intimidad cotidiana a un corte radical de relaciones, pero al que monsieur de Charlus, que le encontraba inteligente, seguía tratando. Verdad es que Saintine, antes la flor de la camarilla Guermantes, fue a buscar fortuna y, creía él, Punto de apoyo en un medio burgués híbrido de pequeña nobleza en el que todo el mundo es muy rico y está emparentado con una aristocracia que la gran aristocracia no conoce. Pero madame Verdurin, que conocía las pretensiones nobiliarias del medio de la mujer y no se daba cuenta de la Posición del marido (pues lo que nos da impresión de altura es lo que está casi inmediatamente por encima de nosotros y no lo que nos es casi invisible, hasta tal punto se pierde en el cielo), creyó que debía justificar una invitación a Saintine alegando que se trataba con mucha gente, «que se había casado con mademoiselle…». La ignorancia que este aserto, exactamente contrario a la realidad, demostraba en madame Verdurin puso en los labios pintados de monsieur de Charlus una sonrisa de indulgente desdén y de amplia comprensión. No se dignó contestar directamente, pero como era amigo de levantar en materia mundana teorías en las que unía la fertilidad de su inteligencia y la altivez de su orgullo con la frivolidad hereditaria de sus preocupaciones, dijo:
—Saintine hubiera debido consultarme antes de casarse; hay una eugenesia social como hay una eugenesia fisiológica, y en esto soy yo quizá el único doctor. El caso de Saintine no suscitaba ninguna discusión: era claro que, al hacer la boda que hizo, cargaba con un peso muerto y metía la candela bajo el celemín. Su vida social quedaba terminada. Si se lo hubiera explicado lo habría comprendido, pues es inteligente. En cambio, había una persona que tenía todo lo necesario para alcanzar una posición elevada, dominante, universal; pero estaba amarrada al suelo por un cable fuertísimo. Yo le ayudé a romper la ligadura, mitad por presión, mitad por fuerza, y ahora esa persona ha conquistado, con un gozo triunfal, la libertad, el supremo poder que me debe. Quizá ha sido necesario poner un poco de voluntad, pero ¡qué recompensa! Cuando sabe escucharme a mí, partero de su destino, una persona llega a ser lo que ha de ser. —Era demasiado evidente que monsieur de Charlus no había sabido actuar en el suyo, en su propio destino; actuar es distinto que hablar, aunque sea con elocuencia, y que pensar, aunque sea con ingenio—. Pero yo soy un filósofo que asiste con curiosidad a las reacciones sociales que he predicho, mas no ayudo a ellas. Por eso he seguido tratando a Saintine, que siempre tuvo conmigo la calurosa deferencia que me debe. Hasta he comido en su casa, en su nueva casa, donde ahora, con todo ese lujo, se aburre uno tanto como se divertía antes cuando Saintine, con muchos apuros, reunía en su buhardilla a la mejor sociedad. De modo que se le puede invitar, lo autorizo. Pero a los demás nombres que me proponen les pongo el veto. Y me lo agradecerán ustedes, pues si soy experto en bodas, no lo soy menos en cuestión de fiestas. Sé cuales son las personalidades ascendentes que levantan una reunión, le dan impulso, altura; y sé también el nombre que tira al suelo, que hace caer de narices.
Estas exclusiones de monsieur de Charlus no siempre se fundaban en resentimientos de maniático o en refinamientos de artista, sino en habilidades de actor. Cuando le salía una tirada sobre alguien, sobre algo, deseaba que lo oyera el mayor número posible de personas, pero excluía de la segunda hornada a los invitados de la primera que hubieran podido observar que la copla no había cambiado. Renovaba la sala precisamente porque no renovaba el cartel, y cuando lograba un éxito en la conversación, hubiera sido capaz de organizar giras y de dar representaciones en provincias. Cualesquiera que fueran los variados motivos de estas exclusiones, las de monsieur de Charlus no sólo molestaban a madame Verdurin, que veía en ellas un atentado a su autoridad de patrona, sino que le causaban, además, gran perjuicio mundano, y esto por dos razones. La primera, que monsieur de Charlus, más susceptible aún que Jupien, rompía, sin que ni siquiera se supiese por qué, con las personas más adecuadas para ser amigas suyas. Naturalmente, uno de los primeros castigos que podía infligirles era no dejar que los invitaran a una fiesta en casa de los Verdurin, y estos parias eran muchas veces personas preeminentes, pero que, para monsieur de Charlus, habían dejado de serlo desde el día en que rompió con ellos. Pues su imaginación se las ingeniaba no sólo para atribuir culpas a las personas con quienes rompía, sino para quitarles toda importancia desde el momento en que ya no eran amigos suyos. Si el culpable era, por ejemplo, un hombre de una familia muy antigua, pero cuyo ducado se remonta sólo al siglo XIX, los Montesquiou, por ejemplo, de pronto lo que contaba para monsieur de Charlus era la antigüedad del ducado, y la familia no era nada. «Ni siquiera son duques —exclamaba—. Es el título del abate de Montesquiou que pasó indebidamente a un pariente, no hace ni siquiera ochenta años. El duque actual, si es que hay duque, es el tercero. A mí que me hablen de familias como los Uzes, los La Trémoïlle, los Luynes, que son los décimos, los catorcenos duques, como mi hermano, que es el duque de Guermantes número doce y príncipe de Condom número diecisiete. Los Montesquiou descienden de una antigua familia, bueno, pero ¿qué demostraría eso, aunque fuera verdad? Descienden tanto que están en el número catorce, pero por abajo». Si, por el contrario, estaba en malos términos con un noble titular de un ducado antiguo, emparentado con lo más ilustre, y hasta con familias soberanas, pero cuyo encumbramiento había sido muy rápido sin que la familia se remontara muy atrás, un Luynes, por ejemplo, entonces cambiaba todo: sólo contaba la familia. «¡Dígame, ese monsieur Alberti que no salió de la nada hasta el reinado de Luis XIII! ¿Qué cuernos nos importa que el favor de la corte les permitiera acumular ducados a los que no tenían ningún derecho?». Además, monsieur de Charlus pasaba muy rápidamente del favor al abandono, por aquella inclinación que tenían los Guermantes a exigir a la conversación, a la amistad, lo que no pueden dar, y por el miedo sintomático de ser objeto de maledicencias. Y la caída era tan irremisible como grande había sido el favor. Ahora bien, nunca tan grande por parte del barón como el que tan ostensiblemente dispensara a la condesa Molé. ¿Qué pecado de indiferencia demostró un buen día que era indigna de él? La condesa dijo siempre que nunca había podido llegar a descubrirlo. El caso es que sólo oír su nombre provocaba en el barón las iras más violentas, las filípicas más elocuentes pero más terribles. Madame Verdurin, con quien madame Molé había sido muy amable y que, como veremos, ponía en ella grandes esperanzas, gozaba de antemano con la idea de que la condesa la consideraría entre las personas más nobles, como decía la patrona, «de Francia y de Navarra». Y, en efecto, madame Verdurin propuso en seguida invitar a «madame de Molé». «¡Ah bueno!, el gusto es libre —exclamó monsieur de Charlus—, y si usted, señora, tiene gusto en charlar con madame Pipelet, madame Gibouet, madame Joseph Prudhomme, yo encantado, pero que sea una noche en que yo no esté. Veo desde las primeras palabras que no hablamos la misma lengua, pues yo daba nombres de la aristocracia y usted me cita lo más oscuro de los nombres de la magistratura, de plebeyos astutos, chismosos, de señoruelas que se creen protectoras de las artes porque reproducen en octava baja las maneras de mi cuñada Guermantes, como el grajo que cree imitar al pavo real. Añadiré que es una especie de indecencia introducir en una fiesta que yo me presto a dar en casa de madame Verdurin a una persona que yo he excluido, con motivo, de mi familiaridad, a una pécora sin estirpe, sin lealtad, sin ingenio, que tiene la locura de creer que puede hacer de duquesa de Guermantes y de princesa de Guermantes, acumulación que es ya en sí misma una estupidez, pues la duquesa de Guermantes y la princesa de Guermantes son exactamente lo contrario. Es como una persona que pretendiera ser a la vez Reichenberg y Sarah Bernhardt. En todo caso, aun cuando no fuera contradictorio, sería profundamente ridículo. Que yo pueda sonreírme alguna vez de las exageraciones de la una y entristecerme por las limitaciones de la otra es distinto, estoy en mi derecho. Pero esa ranita burguesa que se infla para igualarse a esas dos grandes damas que en todo caso ostentan la incomparable distinción de la raza es como para morirse de risa. ¡La Molé! Ese es un nombre que no hay que volver a pronunciar, o me veré obligado a retirarme», añadió sonriendo y en el tono de un médico que, queriendo curar al enfermo contra el enfermo mismo, está decidido a no dejarse imponer la colaboración de un homeópata. Por otra parte, algunas personas que monsieur de Charlus desdeñaba podían en realidad ser desdeñables para él y no para madame Verdurin. Monsieur de Charlus, desde la cima de su linaje, podía prescindir de unas personas muy distinguidas cuya asistencia habría situado el salón de madame Verdurin entre los primeros de París. Y madame Verdurin comenzaba a pensar que había perdido ya muchas oportunidades, sin contar el enorme retraso que el error mundano del asunto Dreyfus le había infligido. Aunque no sin beneficiarla. «No sé si les he hablado de lo que disgustaban a la duquesa de Guermantes algunas personas de su mundo que, subordinándolo todo al Affaire, y, por aquello del revisionismo y el antirrevisionismo, excluían a mujeres elegantes y recibían en cambio a otras que no lo eran, y de cómo la criticaban, a su vez, aquellas mismas damas por tibia, mal pensante y dispuesta a subordinar a las etiquetas humanas los intereses de la Patria», podría yo preguntar al lector como a un amigo al que, después de tantas conversaciones, no recordamos si se nos ha ocurrido o hemos encontrado la ocasión de contarle una determinada cosa. Les haya hablado o no de todo esto, la actitud de la duquesa de Guermantes en este momento se puede imaginar fácilmente, y hasta, pasando a un período posterior, puede parecer, en el aspecto mundano, perfectamente justo. Monsieur de Cambremer consideraba el asunto Dreyfus como una máquina extranjera destinada a destruir j el Servicio de Información, a quebrantar la disciplina, a debilitar el ejército, a dividir a los franceses, a preparar la invasión. Como la literatura, aparte algunas fábulas de La Fontaine, era ajena al marqués, delegaba en su mujer el cuidado de proclamar que la literatura cruelmente observadora, causante de la pérdida del respeto, había provocado el consiguiente derrumbamiento. «Monsieur Reinach y monsieur Hervieu están en connivencia», decía. No se podrá acusar al asunto Dreyfus de haber premeditado tan negros designios contra el mundo. Pero ciertamente ha roto los cuadros. Las personas del gran mundo que no quieren que la política se introduzca en él son tan previsoras como los militares que no quieren permitir que penetre en el ejército. Con el gran mundo ocurre como con la inclinación sexual: no se sabe hasta qué perversiones puede llegar una vez que se ha dejado la elección a las razones estéticas. El Faubourg Saint-Germain tomó la costumbre de recibir a señoras de otra sociedad por la razón de que eran nacionalistas; con el nacionalismo desapareció la razón, pero subsistió la costumbre. Madame Verdurin, a favor del dreyfusismo, atrajo a su casa a escritores de valía que momentáneamente no elevaron su situación social porque eran dreyfusistas. Pero las pasiones políticas son como las demás: no duran. Vienen generaciones nuevas que no las comprenden; la misma generación que las ha sentido cambia aquellas pasiones políticas por otras que, al no ser exactamente calcadas de las anteriores, rehabilitan a una parte de los excluidos, porque la causa de exclusivismo ha variado. Durante el asunto Dreyfus, a los monárquicos ya no les importaba que alguno fuera republicano, hasta radical, incluso anticlerical, con tal que fuera antisemita y nacionalista. Si llegara a sobrevenir una guerra, el patriotismo tomaría otra forma, y si un escritor era patriotero, no se fijarían en si había sido o no había sido dreyfusista. Análogamente, madame Verdurin, de cada crisis política, de cada renovación artística, fue cogiendo poco a poco, como el pájaro para su nido, las briznas sucesivas, provisionalmente inútiles, de lo que llegaría a ser su salón. El asunto Dreyfus pasó, Anatole France quedó. La fuerza de madame Verdurin era su sincero amor al arte, el trabajo que se tomaba por sus fieles, las maravillosas comidas que daba para ellos solos, sin que entre los invitados figurasen personas del gran mundo. Todos eran tratados en su casa como lo fue Bergotte en casa de madame Swann. Cuando uno de estos familiares llega un buen día a ser un hombre ilustre y el gran mundo desea verle, su presencia en casa de una madame Verdurin no tiene nada de ese aspecto artificial, adulterado, cocina de banquete oficial o de Saint-Charlemagne hecha por Potel y Chabot, sino de un delicioso menú habitual que habría resultado igualmente perfecto cualquier día en que no hubiera invitados. En casa de madame Verdurin la compañía era excelente, preparada, de primer orden el repertorio; sólo faltaba el público. Y cuando el gusto de este se apartaba del arte razonable y francés de un Bergotte y se encaprichaba sobre todo con músicas exóticas, madame Verdurin, una especie de representante oficial en París de todos los artistas extranjeros, no tardaría en servir a los bailarines rusos, junto con la deslumbradora princesa Yourbeletief, de vieja pero omnipotente hada Carabosse. Esta encantadora invasión, contra cuyas seducciones no protestaron más que los críticos sin gusto, trajo a París, como se sabe, una fiebre de curiosidad menos agria, más pura-mente estética, pero quizá no menos viva que el asunto Dreyfus. También aquí, pero con un resultado mundano muy distinto, iba a estar madame Verdurin en primera fila. Como en la vista del proceso se la vio junto a madame Zola al pie mismo del tribunal, cuando la nueva humanidad que aclamaba a los bailes rusos se aglomeró en la ópera, ornada de grandes galas y bellas plumas desconocidas, se veía siempre a madame Verdurin con la princesa Yourbeletief en una platea. Y así como después de las emociones del palacio de justicia se iba por la noche a casa de madame Verdurin a ver de cerca a Picquart o a Labori, y sobre todo a enterarse de las últimas noticias, a saber lo que se podía esperar de Zurlinden, de Loubet, del coronel Jouaust, ciertos espectadores de los bailes rusos, poco dispuestos a irse a la cama después del entusiasmo desencadenado por Shehrazada o las danzas del Príncipe Igor, se iban a casa de madame Verdurin, donde unas cenas exquisitas, presididas por la princesa Yourbeletief y por la patrona, reunían cada noche a los bailarines, que no habían comido para poder saltar mejor, a su director, a sus decoradores, a los grandes compositores Igor Stravinski y Ricardo Strauss, pequeño núcleo inmutable en torno al cual, como en las cenas de monsieur y de madame Helvétius, no desdeñaban rozarse con otra gente las damas más ilustres de París y las altezas extranjeras. Hasta las gentes del gran mundo que hacían profesión de buen gusto y establecían distinciones ociosas entre los bailes rusos, considerando la escenografía de Las Sílfides más «delicada» que la de Shehrazada, que no estaban lejos de comparar con el arte negro, se mostraban encantados de ver de cerca a aquellos grandes renovadores del gusto, del teatro, que, en un arte quizá un poco más artificioso que la pintura, hicieron una revolución tan profunda como el impresionismo.
Volviendo a monsieur de Charlus, quizá madame Verdurin no habría sufrido demasiado si el barón no hubiera puesto en el índice más que a madame Bontemps, a quien ella había distinguido en casa de Odette por su amor a las artes y que durante el asunto Dreyfus había ido a su casa algunas veces a cenar con su marido, motejado de tibio por madame Verdurin porque no se pronunciaba por la revisión del proceso, sino que, muy inteligente y muy amigo de estar bien con todos los partidos, le encantaba demostrar su independencia comiendo con Labori, al que escuchaba sin decir nada comprometedor, pero colocando a tiempo un homenaje a la lealtad de Jaures, reconocida en todos los partidos. Pero el barón proscribió igualmente a algunas damas de la aristocracia con las que madame Verdurin había entrado recientemente en relación con motivo de solemnidades musicales, de colecciones, de caridad, y que, pensara monsieur de Charlus lo que pensara de ellas, hubieran sido, mucho más que él mismo, elementos esenciales para formar en casa de madame Verdurin un nuevo núcleo, aristocrático este. Precisamente madame Verdurin contaba con aquella fiesta, a la que monsieur de Charlus le llevaría señoras del mismo mundo, para reunirlas con sus nuevas relaciones, y gozaba de antemano con la sorpresa que recibirían al encontrar en el Quai Conti a sus amigas o parientes invitadas por el barón. Estaba decepcionada y furiosa por su veto. Y faltaba saber si, en estas condiciones, la fiesta sería para ella un beneficio o una pérdida. Pérdida no demasiado grave si al menos las invitadas de monsieur de Charlus asistieran con disposiciones tan calurosas para madame Verdurin que llegaran a ser para ella sus amigas del futuro. En este caso, el mal sería sólo un mal a medias, y un día no lejano madame Verdurin reuniría, aunque para ello hubiera de renunciar al barón, aquellas dos mitades del gran mundo que él quiso separar. Madame Verdurin esperaba, pues, con cierta emoción a las invitadas de monsieur de Charlus. No iba a tardar en conocer el estado de ánimo en que acudían y hasta dónde podrían llegar sus relaciones con ellas. Mientras tanto, madame Verdurin hablaba con los fieles, pero al ver entrar a Charlus con Brichot y conmigo, cortó en seco la conversación.
Con gran asombro nuestro, cuando Brichot le habló de su tristeza por la grave enfermedad de su amiga, madame Verdurin contestó:
—Mire, tengo que confesar que no siento ninguna tristeza. Y es inútil fingir sentimientos que no se tienen…
Seguramente hablaba así por falta de energía, porque la fatigaba la idea de tener que poner cara triste en toda la recepción; por orgullo, porque no pareciera que buscaba disculpas por no haberla suspendido; por respeto humano, sin embargo, y por habilidad, porque no mostrarse apenada era más honorable, si esto se atribuía a una antipatía particular, revelada de pronto, hacia la princesa, que a una insensibilidad universal, y porque era forzoso quedar desarmado por una sinceridad que no era cosa de poner en duda: si madame Verdurin no fuera verdaderamente indiferente a la muerte de la princesa, ¿iba a acusarse, para explicar que recibiera, de una falta mucho más grave? Se olvidaba que madame Verdurin habría podido confesar, al mismo tiempo que su pena, que no había tenido valor para renunciar a un placer; pero si la dureza de la amiga era más chocante, más inmoral, era también menos humillante; por consiguiente, más fácil de confesar que la frivolidad de una anfitriona. En materia de delito, cuando hay peligro para el culpable, es el interés el que dicta las confesiones. En las faltas sin sanción las dicta el amor propio. Por otra parte, fuera porque madame Verdurin, encontrando seguramente muy gastado el pretexto de las gentes que, para que las penas no interrumpan su vida de placeres, van repitiendo que les parece vano llevar exteriormente un luto que llevan en el corazón, prefiriera imitar a esos culpables inteligentes a quienes repugnan los clichés de la inocencia, y cuya defensa —semiconfesión sin saberlo— consiste en decir que no ven ningún mal en hacer lo que les reprochan, y que, además, por casualidad, no han tenido ocasión de hacerlo; o bien porque madame Verdurin, adoptada la tesis de la indiferencia para explicar su conducta y una vez lanzada por la pendiente de su mal sentimiento, encontrara que había cierta originalidad en él, una rara perspicacia en haber sabido aclararlo y una curiosa desfachatez en proclamarlo así, madame Verdurin tuvo empeño en insistir en que no estaba apenada, no sin cierta orgullosa satisfacción de psicóloga paradójica y de dramaturga audaz.
—Sí, es curioso —dijo—, no me ha afectado casi nada. Claro, no puedo decir que no hubiera preferido que viviera, no era mala persona.
—Sí lo era —interrumpió monsieur Verdurin.
—¡Ah!, él no la quería porque pensaba que me perjudicaba recibirla, pero es que eso le ciega.
—Me harás la justicia de reconocer —dijo monsieur Verdurin— que yo no aprobé nunca ese trato. Siempre te dije que tenía mala fama.
—Pues yo nunca lo he oído decir —protestó Saniette.
—¡Cómo que no! —exclamó madame Verdurin—, era universalmente sabido; mala no, sino vergonzosa, deshonrosa. Pero no, no es por eso. Ni yo misma sabría explicar mi sentimiento; no la quería mal, pero me era tan indiferente que, cuando nos enteramos de que estaba muy grave, mi mismo marido se sorprendió y me dijo: «Se diría que no te importa nada». Pero miren, esta noche me propuso suspender el ensayo, y yo he querido, por el contrario, hacerlo, porque me hubiera parecido una comedia mostrar una pena que no siento.
Decía esto porque le parecía que era curiosamente «teatro libre», y también porque era muy cómodo; porque la insensibilidad o la inmoralidad confesada simplifica la vida tanto como la moral fácil; convierte acciones censurables y para las cuales ya no se necesita buscar disculpas en un deber de sinceridad. Y los fieles escuchaban las palabras de madame Verdurin con esa mezcla de admiración y de malestar que antes causaban ciertas obras teatrales comúnmente realistas y de una observación penosa; y más de uno, sin dejar de maravillarse de la nueva forma de su rectitud y de su independencia que daba la querida patrona, y diciéndose que, después de todo, no sería lo mismo, pensaba en su propia muerte y se preguntaba si, el día que sobreviniera, se lloraría o se daría una fiesta en el Quai Conti.
—Me alegro mucho, por mis invitados, de que no se haya suspendido la fiesta —dijo monsieur de Charlus sin darse cuenta de que hablando así molestaba a madame Verdurin.
Mientras tanto a mí, como a todo el que aquella noche se acercó a madame Verdurin, me había chocado un olor bastante poco agradable de rinogomenol. He aquí la explicación. Ya sabemos que madame Verdurin no expresaba nunca sus emociones artísticas de una manera moral, sino fisica, para que pareciesen más inevitables y más profundas. Ahora bien, si le hablaban de la música de Vinteuil, su preferida, permanecía indiferente, como si no esperara de ella ninguna emoción. Pero al cabo de unos minutos de mirada inmóvil, casi distraída, respondía en un tono preciso, práctico, casi descortés, como si dijera: «No me importaría que fumara usted, pero es por la alfombra, que es muy bonita —lo que tampoco me importaría—, pero muy inflamable; me da mucho miedo el fuego y, la verdad, no me gustaría que ardieran todos ustedes porque dejara usted caer una colilla mal apagada». Lo mismo ocurría con Vinteuil: si se hablaba de él, madame Verdurin no manifestaba ninguna admiracion, y al cabo de un momento expresaba fríamente su contrariedad de que se tocara aquella noche su música: «No tengo nada contra Vinteuil; a mi juicio, es el músico más grande del siglo. Pero no puedo escuchar esas cosas sin llorar todo el tiempo —y el tono con que decía “llorar” no tenía nada de patético: con la misma naturalidad hubiera dicho “dormir”, y aun algunas malas lenguas pretendían que este último verbo hubiera sido más verídico, pero sin que nadie pudiera asegurarlo, pues madame Verdurin escuchaba esta música con la cabeza entre las manos, y ciertos ruidos que parecían ronquidos podían, después de todo, ser sollozos—. Llorar no me hace daño, llorar, todo lo que se quiera, pero después me agarran unos catarros imponentes, se me congestiona la mucosa y, pasadas cuarenta y ocho horas, parezco una vieja borracha, y para que funcionen mis cuerdas vocales tengo que pasarme días enteros haciendo inhalaciones. En fin, un discípulo de Cottard…».
—¡Oh!, a propósito, no le había dado el pésame, se ha ido bien pronto, el pobre profesor. —Sí, qué le vamos a hacer, ha muerto, como todo el mundo; había matado a bastante gente para que le llegara la vez de dirigir sus golpes contra sí mismo. Bueno, le iba diciendo que un discípulo suyo, un muchacho delicioso, me trató esta afección. Profesa un axioma bastante original: «Más vale prevenir que curar». Y me engrasa la nariz antes de que empiece la música. Es radical. Ya puedo llorar como un ejército de madres que hubieran perdido a sus hijos: ni el menor catarro. A veces un poco de conjuntivitis, pero nada más: la eficacia es absoluta. Si no fuera por eso, no habría podido seguir escuchando música de Vinteuil. No hacía más que ir de una bronquitis a otra.
No pude contenerme de hablar de mademoiselle Vinteuil.
—¿No está aquí la hija del autor —pregunté a madame Verdurin— con una amiga suya?
—No, precisamente acabo de recibir un telegrama —me dijo evasivamente madame Verdurin—; han tenido que quedarse en el campo.
Y por un momento tuve la esperanza de que quizá ni siquiera habían pensado venir y de que madame Verdurin no había anunciado a aquellas representantes del autor más que para impresionar favorablemente a los intérpretes y al público.
—Pero ¿no han venido siquiera al ensayo de hace un rato? —preguntó con falsa curiosidad el barón, queriendo aparentar que no había visto a Charlie.
Este se acercó a saludarme. Yo le pregunté al oído sobre la excusa de mademoiselle Vinteuil. Parecía muy poco enterado. Le hice seña de que no hablara alto y le advertí que volveríamos a hablar del asunto. Se inclinó prometiéndome que estaría con mucho gusto a mi entera disposición. Observé que estaba mucho más atento, mucho más respetuoso que antes. En este sentido le hablé bien de él —de él, que podría quizá ayudarme a esclarecer mis sospechas— a monsieur de Charlus, que me contestó:
—No hace más que lo que debe; no valdría la pena de que viviera con personas distinguidas, para tener malas maneras.
Las buenas eran para monsieur de Charlus las viejas maneras francesas, sin sombra de rigidez británica. Por eso cuando Charlie, al volver de una gira por provincias o por el extranjero, se presentaba con traje de viaje en casa del barón, este, si no había mucha gente, le besaba sin ceremonia en ambas mejillas, un poco, quizá, para disipar, con tanta ostentación de su cariño, cualquier idea de que pudiera ser un cariño culpable, o quizá por no privarse de un placer, pero, seguramente, más aún por literatura, por conservar y honrar las antiguas maneras de Francia, y de la misma manera que habría protestado contra el estilo muniqués o el estilo moderno conservando los viejos sillones de su bisabuela, o poniendo en la flema británica la ternura de un padre sensible del siglo XVIII que no disimula su alegría de ver a un hijo. ¿Había, en fin, una sombra de incesto en aquel afecto paternal? Más probable es que la manera con que monsieur de Charlus contenía habitualmente su vicio, y sobre la cual recibiremos más adelante algunas aclaraciones, no bastaba a sus necesidades afectivas, vacantes desde la muerte de su mujer; el caso es que, después de haber pensado varias veces en volver a casarse, le hurgaba ahora un maniático afán de adoptar, y ciertas personas de su círculo temían que este afán lo realizara con Charlie. Y no es extraordinario. El invertido que sólo ha podido alimentar su pasión con una literatura escrita para los hombres a los que les gustan las mujeres, que piensa en los hombres leyendo Les Nuits, de Musset, siente la necesidad de entrar de la misma manera en todas las funciones sociales del hombre que no es invertido, de sostener a un amante, como el viejo aficionado alas bailarinas de la ópera siente la necesidad de formalizarse, de casarse o de amancebarse, de ser padre.
Monsieur de Charlus se alejó con Morel, so pretexto de que le explicara lo que iba a tocar, encontrando sobre todo una gran dulzura, mientras Charlie le mostraba su música, en exhibir así públicamente su secreta intimidad. Mientras tanto yo estaba encantado. Pues aunque en el pequeño clan había habitualmente pocas muchachas, en compensación invitaban a bastantes los días de grandes veladas. Había varias, y algunas muy guapas, que yo conocía. Me dirigían desde lejos una sonrisa de bienvenida. Así, de cuando en cuando, se decoraba el aire con una bella sonrisa de muchacha. Es el ornamento múltiple y espaciado de las fiestas nocturnas, como lo es de los días. Recordamos una atmósfera porque en ella sonrieron muchachas.
Por otra parte, habrían sorprendido, de haberlas notado, las palabras furtivas cruzadas por monsieur de Charlus con varios hombres importantes de aquella velada. Estos hombres eran dos duques, un general eminente, un gran escritor, un gran médico, un gran abogado. Y las palabras fueron:
—A propósito, ¿ha sabido usted si el ayuda de cámara, no, me refiero al pequeño que monta en el coche…? Y en casa de su prima Guermantes, ¿no conoce usted a nadie?
—Por ahora no.
—Delante de la puerta de entrada, en el sitio de los coches, había una personilla joven y rubia, de pantalón corto, que me ha parecido muy simpática. Llamó muy graciosamente a mi coche, me hubiera gustado prolongar la conversación.
—Sí, pero la creo completamente hostil, y además hace muchos remilgos; a usted, que quiere que le salgan las cosas al primer golpe, le fastidiaría mucho. Además yo sé que no hay nada que hacer, uno de mis amigos probó.
—Es una lástima, tiene un perfil muy fino y un cabello soberbio.
—¿De veras le parece tan bien? Creo que si la hubiera visto un poco más, le habría desilusionado. No, en el buffet sí que habría visto no hace más de dos meses una verdadera maravilla, un gran mozo de dos metros, con una piel preciosa, y que además le gusta eso. Pero se fue a Polonia.
—¡Ah, un poco lejos!
—¿Quién sabe?, quizá vuelva. En la vida siempre nos volvemos a encontrar.
No hay gran fiesta mundana, observada detenidamente, que no se parezca a esas reuniones a las que los médicos invitan a sus enfermos, los cuales dicen cosas muy sensatas, tienen muy buenas maneras y no se notaría que están locos si no le dijeran a uno al oído señalando a un señor viejo que pasa: «Es Juana de Arco».
—Creo que tenemos el deber de aclararlo —dijo madame Verdurin a Brichot—. Esto que hago no es contra Charlus, al contrario. Es un hombre agradable, y en cuanto a su fama, le diré a usted que es de un tipo que a mí no puede perjudicarme. Ni siquiera yo, que en nuestro pequeño clan, en nuestras comidas de conversación, detesto los flirts, los hombres que dicen tonterías a una mujer en un rincón en vez de hablar de cosas interesantes, con Charlus no tengo que temer lo que me ocurrió con Swann, con Elstir, con tantos otros. Con él estaba tranquila, venía a mis comidas y ya podía haber en ellas todas las mujeres del mundo, se estaba seguro de que la conversación general no iba a ser turbada con flirts, con cuchicheos. Charlus es aparte, con él se está tranquilo, es como un cura. Pero no debe permitirse regentar a los jóvenes que vienen aquí y alborotar nuestro pequeño núcleo, porque entonces sería todavía peor que un hombre mujeriego —y madame Verdurin era sincera al proclamar así su indulgencia con el charlismo. Como todo poder eclesiástico, juzgaba las debilidades humanas menos graves que lo que podía debilitar el principio de autoridad, perjudicar a la ortodoxia, modificar el antiguo credo en su pequeña Iglesia—. Entonces, enseñaré los dientes. Es un señor que impidió a Charlie venir a un ensayo porque él no estaba invitado. De modo que le voy a hacer una advertencia seria, y espero que le baste; si no, no tendrá más que tomar la puerta. Le tiene encerrado, palabra —y empleando exactamente las mismas expresiones que hubiera empleado casi todo el mundo, pues hay algunas, no habituales, que un tema especial, una determinada circunstancia, traen casi necesariamente a la memoria del conversador que cree expresar libremente su pensamiento y no hace sino repetir maquinalmente la lección universal, madame Verdurin añadió—: Ya no hay manera de verle sin que lleve pegado a él esa gran estantigua, esa especie de guardia de corps.
Monsieur Verdurin propuso llamar un momento a Charlie para hablarle, con el pretexto de preguntarle algo, pero madame Verdurin temió que aquello le alterara y después tocara mal. «Sería mejor aplazar esa ejecución para después de la música. Y quizá hasta para otra vez». Pues por mucho que le interesara a madame Verdurin la deliciosa emoción que sentiría sabiendo a su marido en trance de cantarle la cartilla a Charlie en una estancia vecina, tenía miedo de que, si fallaba el golpe, Charlie se enfadara y renunciara al 16.
Lo que perdió a monsieur de Charlus aquella noche fue la mala educación —tan frecuente en ese mundo— de las personas a las que había invitado y que comenzaban a llegar. Concurriendo a la vez por amistad a monsieur de Charlus y por la curiosidad de entrar en un sitio como aquel, cada duquesa iba derecha al barón como si fuera él quien recibía y, a un paso justo de los Verdurin, que lo oían todo, decía: «Dígame dónde está la vieja Verdurin; ¿cree usted que será indispensable que me presenten? Espero que, por lo menos, no saldrá mañana mi nombre en el periódico, sería como para indisponerme con todos los míos. Pero ¿es esa mujer de pelo blanco? Pues no tiene muy mala pinta». Al oír hablar de mademoiselle Vinteuil, ausente por lo demás, más de una decía: «¡Ah!, ¿la hija de la Sonata? ¿Cuál es?». Y como se encontraban con muchas amigas, formaban banda aparte, espiaban, rebosantes de curiosidad, la entrada de los fieles, encontraban a lo sumo la ocasión de señalar unas a otras con el dedo el tocado un poco extraño de una persona que, unos años después, lo pondría de moda en el mundo más encopetado, y, en resumen, lamentaban no encontrar aquel salón tan diferente como esperaban de los que ellas conocían, sintiendo la decepción de una persona del gran mundo que fuera a la boite Bruant con la esperanza de que el chansonnier se metiera con ella y viera que los recibían a la entrada con un saludo correcto en vez del estribillo esperado:
Ah! voyez c’te gueule,
c’te binette.
Ah! voyez c’te gueule qu’elle a.
En Balbec, monsieur de Charlus había criticado agudamente delante de mí a madame de Vaugoubert, que a pesar de su gran inteligencia causó, después de la inesperada fortuna, la irremediable caída en desgracia de su marido. Los soberanos ante los cuales estaba acreditado, el rey Teodosio y la reina Eudosia, vinieron a París, pero esta vez en una visita corta; se dieron en su honor fiestas cotidianas, en las cuales la reina, relacionada con madame de Vaugoubert, a la que veía desde hacía diez años en su capital, y que no conocía ni a la esposa del presidente de la República ni a las esposas de los ministros, se apartó de ellas para hacer banda aparte con la embajadora. A la embajadora, que creía inatacable su posición, porque monsieur de Vaugoubert era el autor de la alianza entre el rey Teodosio y Francia, la preferencia que le dispensaba la reina le produjo una satisfacción de orgullo, pero ninguna inquietud por el peligro que la amenazaba y que se cumplió a los pocos meses: el brutal cese de monsieur de Vaugoubert, que, erróneamente, el matrimonio, demasiado confiado, consideraba imposible. Monsieur de Charlus, comentando en el trenecillo la caída de su amigo de la infancia, se extrañaba de que una mujer inteligente no hubiera puesto en juego en semejantes circunstancias toda su influencia sobre los soberanos para obtener de estos que hicieran ver que no tenían ninguna y para que dedicaran a la esposa del presidente de la República y a las de los ministros una amabilidad que las complacería doblemente si creyeran que era una amabilidad espontánea y no aconsejada por los Vaugoubert, con lo que estarían muy cerca de sentirse agradecidas a estos. Pero ¿quién ve el error de los demás?; a poco que las circunstancias ofusquen a una persona, ella misma sucumbe al error. Y a monsieur de Charlus, mientras sus invitados se abrían camino para acercarse a felicitarle, para darle las gracias como si fuera el anfitrión, no se le ocurrió pedirles que dijeran algo a madame Verdurin. Sólo la reina de Nápoles, en quien vivía la misma noble sangre que en sus hermanas la emperatriz Isabel y la duquesa de Alen9on, se puso a hablar con madame Verdurin como si hubiera ido por el gusto de ver a esta más que por la música y por monsieur de Charlus; hizo mil declaraciones a la patrona, le dijo, muy efusiva, que hacía mucho tiempo que deseaba conocerla, la felicitó por la casa y le habló de los temas más diversos como si estuviera de visita. Le hubiera gustado mucho —decía— traer a su sobrina Isabel (la que poco después se iba a casar con el príncipe Alberto de Bélgica) y a la que tanto iba a echar de menos. Al ver instalarse a los músicos en el estrado, se calló y pidió que le señalaran a Morel. No debía de engañarse en cuanto a los motivos de monsieur de Charlus para tener tanto empeño en rodear de tanta gloria al joven virtuoso. Pero su viejo tacto de soberana que llevaba una de las sangres más nobles de la historia, más ricas en experiencia, en escepticismo y en orgullo, le hacía considerar las taras inevitables de las personas que más quería, como su primo Charlus (hijo, como ella, de una duquesa de Baviera), sólo como infortunios que hacían para ellas más valioso el apoyo que ella podía prestarles, y, en consecuencia, le placía más aún prestárselo. Sabía que a monsieur de Charlus le conmovería doblemente que ella se molestara en tal circunstancia. Sólo que esta mujer heroica que, reina soldado, disparó personalmente en las fortificaciones de Gaeta, tan buena ahora como valiente antes, dispuesta siempre a ponerse caballerescamente al lado de los débiles, al ver a madame Verdurin sola y desdeñada, y que, por otra parte, ignoraba que no hubiera debido dejar a la reina, fingió que para ella, la reina de Nápoles, el centro de la velada, el punto atractivo que la hizo asistir a la fiesta, era madame Verdurin. Se disculpó mil veces de no poder quedarse hasta el final, pues, aunque no salía nunca, tenía que ir a otra velada, insistiendo en que, cuando se fuera, no se molestara nadie por ella, renunciando así a unos honores que, por lo demás, madame Verdurin no sabía que había que rendirle.
Sin embargo, hay que hacer a monsieur de Charlus la justicia de reconocer que, si olvidó por completo a madame Verdurin y dejó que la olvidaran hasta el escándalo las personas «de su mundo» que él había invitado, comprendió, en cambio, que, ante la «manifestación musical» misma, no debía permitirles las malas maneras con que se comportaban respecto a la patrona. Ya había subido Morel al estrado y se habían agrupado los artistas, y todavía se oían conversaciones, hasta risas, expresiones, tales como «parece ser que hay que estar iniciado para entender».
Inmediatamente, monsieur de Charlus, muy erguido, como si hubiera entrado en otro cuerpo distinto del que yo le había visto al llegar, andando penosamente, a casa de madame Verdurin, adoptó una expresión de profeta y miró a la concurrencia con una seriedad que significaba que no era momento de reír, con lo que hizo enrojecer súbitamente a más de un invitado cogido en falta como un escolar por su profesor en plena clase. Para mí, la actitud de monsieur de Charlus, tan noble por lo demás, tenía algo de cómica; pues tan pronto fulminaba a sus invitados con miradas flamígeras, como para indicarles como en un vade mecum el religioso silencio que convenía observar, el abandono de toda preocupación mundana, ofrecía él mismo, elevando hacia su hermoso rostro sus manos enguantadas de blanco, un modelo (al que había que adaptarse) de gravedad, casi ya de éxtasis, sin contestar a los saludos de los retrasados, lo bastante indecentes como para no comprender que había llegado la hora del gran arte. Todos quedaron hipnotizados, sin atreverse a proferir un sonido, sin mover una silla; súbitamente —por el prestigio de Palamède— se había infundido a una multitud tan mal educada como elegante el respeto a la música.
Al tomar posición en el pequeño estrado no sólo Morel y un pianista, sino otros instrumentistas, creí que iban a empezar por obras de otros músicos que no fueran Vinteuil. Pues yo creía que sólo había de él una sonata para piano y violín.
Madame Verdurin se sentó aparte, los hemisferios de su frente blanca y ligeramente rosada magníficamente abombados, separado el cabello, mitad a imitación de un retrato del siglo XVIII, mitad por necesidad de frescor de una calenturienta a la que cierto pudor impide decir su estado, aislada, divinidad que presidía las solemnidades musicales, diosa del wagnerismo y de la jaqueca, especie de Norna casi trágica, evocada por el genio en medio de aquellos aburridos ante los que, menos aún que de costumbre, no se dignaría expresar impresiones esperando una música que conocía mejor que ellos. Comenzó el concierto; yo no conocía lo que tocaban, me encontraba en país incógnito. ¿Dónde situarlo? ¿En la obra de qué autor me encontraba? Bien hubiera querido saberlo, y, no teniendo cerca de mí nadie a quien preguntárselo, hubiera querido ser un personaje de aquellas Mil y una noches que yo leía constantemente y donde, en los momentos de incertidumbre, surgía de pronto un genio o una adolescente de arrebatadora belleza, invisible para los demás, pero no para el héroe en trance difícil, al que revela exactamente lo que desea saber. Y en aquel momento fui precisamente favorecido por una de esas apariciones mágicas. Como cuando, en un país que creemos no conocer y que, en efecto, hemos abordado por un lado nuevo, doblamos un camino y nos encontramos de pronto en otro cuyos menores rincones nos son familiares, pero al que no tenemos costumbre de llegar por allí, nos decimos: «Pero si es el caminito que lleva a la puerta del jardín de mis amigos…; estoy a dos minutos de su casa»; y, en efecto, ahí está su hija que viene a saludarnos al paso; así, de pronto, me reconocí yo en medio de aquella música nueva para mí, en plena Sonata de Vinteuil; y la pequeña frase, más maravillosa que una adolescente, envuelta, enjaezada de plata, toda rezumante de brillantes sonoridades, ligeras y suaves como echarpes, vino a mí, reconocible bajo sus nuevas galas. Mi gozo de haber vuelto a encontrarla era mayor por el acento tan amicalmente conocido que tomaba para dirigirse a mí, tan persuasivo, tan simple, pero no sin ostentar aquella su belleza resplandeciente. Por otra parte, esta vez no tenía otra significación que la de indicar el camino, y este camino no era el de la Sonata; se trataba de una obra inédita de Vinteuil en la que este tuvo el simple capricho de reproducir por un momento la pequeña frase con una alusión, justificada en este lugar por unas palabras del programa, que hubiéramos debido tener al mismo tiempo ante los ojos. Apenas recordada así, desapareció la pequeña frase y yo volví a encontrarme en un mundo desconocido; pero ahora ya sabía, y todo no hizo ya sino confirmarme que aquel mundo era uno de los que yo ni siquiera hubiera podido concebir que creara Vinteuil, pues cuando, cansado de la Sonata, que era un universo agotado para mí, quería imaginar otros igualmente bellos pero diferentes, hacía solamente lo que los poetas que llenan su supuesto paraíso de praderas, de flores, de ríos iguales a los de la Tierra. Lo que tenía ante mí me daba el mismo goce que me habría dado la Sonata si no la hubiera conocido; por consiguiente, siendo igualmente bello, era distinto. Mientras que la Sonata surgía en una aurora lilial y campestre, dividiendo su candor vaporoso, mas para suspenderse en la maraña tenue y, sin embargo, consistente de una rústica cuna de madreselvas sobre geranios blancos, la obra nueva nacía, una mañana de tormenta, sobre superficies lisas y planas como las del mar, en medio de un silencio agresivo, en un vacío infinito, y del silencio y de la noche surgía un universo desconocido que, en un rosa de alborada, se iba construyendo progresivamente ante mí. Aquel rojo tan nuevo, tan ausente en la tierna, campestre y cándida Sonata, teñía, como la aurora, todo el cielo de una esperanza misteriosa. Y un canto taladraba el aire, un canto de siete notas, pero el más desconocido, el más diferente de cuantos yo pudiera nunca imaginar, ala vez inefable y chillón, ya no zureo de paloma como en la Sonata, sino que desgarraba el aire algo así como un místico canto del gallo, tan vivo como el matiz escarlata en el que el comienzo estaba sumergido, una llamada, inefable pero sobreaguda, del eterno amanecer. La atmósfera fría, lavada de lluvia, eléctrica —de una calidad tan diferente, a presiones tan distintas, en un mundo tan alejado del de la Sonata, virginal y amueblado de vegetales—, cambiaba a cada instante, borrando la promesa purpúrea de la aurora. Pero al mediodía, con un sol ardiente y pasajero, esta promesa parecía cumplirse en una dicha ordinaria, pueblerina y casi rústica, donde la vacilación de las campanas resonantes y escandalosas (semejantes a las que incendiaban de calor la plaza de la iglesia en Combray, y que Vinteuil, que había debido de oírlas a menudo, quizá las encontró en aquel momento en su memoria como un color llevado de la mano a la paleta) parecía materializar la más densa alegría. A decir verdad, estéticamente no me gustaba este motivo de alegría; le encontraba casi feo, el ritmo se arrastraba tan penosamente por el suelo que se hubiera podido imitarlo, en casi todo lo esencial, sólo con ruidos, golpeando de cierta manera con unos palillos en una mesa. Me parecía que a Vinteuil le había faltado inspiración, y, en consecuencia, a mí me faltó también un poco de fuerza de atención.
Miré a la patrona, cuya inmovilidad huraña parecía protestar contra las damas del Faubourg que marcaban el compás con sus ignaras cabezas. Madame Verdurin no decía: «Ya comprenderán ustedes que esta música la conozco, ¡y bastante! Si tuviera que expresar todo lo que siento, tendrían ustedes para rato». No lo decía, pero sus ojos sin expresión, sus mechones erizados, lo decían por ella. Decían también su coraje, que los músicos podían despacharse a su gusto, no andar con contemplaciones con sus nervios, que no se entregaría en el andante, que no gritaría en el allegro. Miré a los músicos. El violoncellista dominaba el instrumento que apretaba entre las rodillas, inclinando la cabeza, a la que unos rasgos vulgares daban, en los momentos de manierismo, una involuntaria expresión de desagrado; se inclinaba sobre el contrabajo, lo palpaba con la misma paciencia doméstica que si estuviera limpiando una col, mientras que junto a él, la arpista, niña aún, de falda corta, rebasada en todos los sentidos por los rayos horizontales del cuadrilátero de oro, semejantes a los que en la cámara mágica de una sibila figuraban arbitrariamente el éter según las formas consagradas, parecía buscar acá y allá, en el punto asignado, un sonido delicioso, como una pequeña diosa alegórica que, erguida ante el enrejado de oro de la bóveda celeste, estuviera cogiendo estrellas una a una. En cuanto a Morel, un mechón, hasta entonces invisible y confundido en su cabello, acababa de desprenderse y de formar un bucle sobre su frente.
Me volví imperceptiblemente hacia el público para ver lo que monsieur de Charlus parecía pensar de aquel mechón. Pero mis ojos no encontraron más que la cara, o más bien que las manos, puesto que aquella la tenía hundida por completo en estas. ¿Quería la patrona demostrar con esta actitud que se consideraba como en la iglesia y esta música no le parecía diferente de la más sublime de las plegarias? ¿Quería, como ciertas personas en la iglesia, hurtar a las miradas indiscretas, ya, por pudor, su fervor supuesto, ya, por respeto humano, su distracción culpable o un sueño invencible? Un ruido regular que no era musical me hizo pensar por un instante que la última hipótesis era la verdadera, pero en seguida me di cuenta de que el ruido lo producían los ronquidos, no de madame Verdurin, sino de su perra…
Pero en seguida, expulsado, dispersado por otros el motivo triunfal de las campanas, volvió a captarme aquella música; y me di cuenta de que si en aquel septuor[15b] se exponían sucesivamente elementos distintos que al final se combinaban, de la misma manera la Sonata y, según supe más tarde, las demás obras de Vinteuil no habían sido, comparadas con este septuor, más que tímidos ensayos, deliciosos pero muy frágiles al lado de la triunfal y completa obra maestra que en aquel momento se me revelaba. Y, por comparación, no podía menos de recordar que, incluso entonces, había pensado en los demás mundos que hubiera podido crear Vinteuil como en universos cerrados, los mismos universos cerrados que fueron todos mis amores; mas, en realidad, yo debía reconocer que, igual que las primeras veleidades de mi último amor, el de Albertina (en Balbec muy al principio, luego después del juego a las prendas, luego la noche en que durmió en el hotel, después el domingo de bruma en París, y la noche de la fiesta Guermantes, y de nuevo en Balbec, y por último en París con mi vida estrechamente unida a la suya), ahora, si consideraba no ya mi amor a Albertina, sino toda mi vida, mis otros amores no habían sido más que pequeños y tímidos ensayos precursores de las llamadas que reclamaban este amor más grande: el amor a Albertina. Y dejé de seguir la música para volver a preguntarme si Albertina habría visto o no a mademoiselle Vinteuil aquellos días, como interrogamos de nuevo a un sufrimiento interno que la distracción nos ha hecho olvidar por un momento. Pues era en mí donde tenían lugar los posibles actos de Albertina. De todos los seres que conocemos, poseemos un doble. Pero, generalmente, situado en el horizonte de nuestra imaginación, de nuestra memoria, permanece relativamente exterior a nosotros, y lo que ha hecho o pudo hacer no tiene para nosotros más elemento doloroso que el que puede tener un objeto situado a cierta distancia y que sólo puede darnos las sensaciones indoloras de la vista. Lo que afecta a esos seres lo percibimos de una manera contemplativa, podemos deplorarlo en términos adecuados que dan a los demás la idea de nuestro corazón, pero no lo sentimos. Mas desde mi herida de Balbec, el doble de Albertina estaba en mi corazón a una gran profundidad, difícil de extraer. Lo que yo veía de ella me dejaba como un enfermo que tiene los sentidos tan lamentablemente traspuestos que la vista de un color le produciría el efecto de una incisión en plena carne. Afortunadamente, no había cedido aún a la tentación de romper con Albertina; la aburrida perspectiva de tener que encontrarla al volver a casa como a una mujer amada era muy poca cosa comparada con la ansiedad que habría sufrido si la separación se hubiera realizado en aquel momento en que tenía una duda sobre ella y sin dar tiempo a que me fuera indiferente. Y cuando me la representaba así en la casa, haciéndosele largo el tiempo, durmiéndose quizá un momento en su cuarto, me acarició de paso una tierna frase familiar y doméstica del septuor. Acaso —que así se entrecruza y se superpone todo en nuestra vida interior— esta frase se la inspiró a Vinteuil el sueño de su hija —de su hija, causante hoy de todas mis cuitas— cuando este sueño rodeaba de dulzura, en las tranquilas veladas, el trabajo del músico, esa frase que tanto me calmó con el mismo suave segundo plano de silencio que pacifica ciertas rêveries de Schumann, en las cuales, hasta cuando «el poeta habla», se adivina que «el niño duerme». Dormida, despierta, la volvería a encontrar aquella noche cuando me placiera volver a casa, a Albertina, a mi pequeña. Y, sin embargo, pensé, algo más misterioso que el amor de Albertina parecía prometer el principio de aquella obra, aquellos primeros gritos de alborada. Intenté dejar de pensar en mi amiga para pensar sólo en el músico. Precisamente el músico parecía estar allí. Dijérase que el autor, reencarnado, vivía para siempre en su música; se sentía el gozo con que elegía el color de tal timbre, con que lo combinaba con los demás. Pues Vinteuil unía a otros dones más Profundos el que pocos músicos y aun pocos pintores han Poseído: emplear colores no sólo tan permanentes, sino tan Personales que ni el tiempo altera su frescor, ni los alumnos que imitan a quien los encontró, ni los mismos maestros que le superan, hacen palidecer su originalidad. La revolución que se produce cuando aparece uno de esos artistas no incorpora anónimamente sus resultados a la época siguiente; la revolución se desencadena, estalla de nuevo, y sólo cuando se vuelven a tocar las obras del innovador a perpetuidad. Cada timbre iba subrayado de un color que todas las reglas del mundo, aprendidas por los músicos más sabios, no podrían imitar, de suerte que Vinteuil, aunque llegado a su hora y establecido en su lugar en la evolución musical, lo dejaría siempre para ir a ponerse a la cabeza en cuanto se tocara una de sus producciones, que debería parecer surgida después de la de músicos más recientes, con ese carácter, aparentemente contradictorio y realmente engañoso, de duradera novedad. Una página sinfónica de Vinteuil, ya conocida en piano y oída luego en orquesta, descubría, como un tesoro oculto y multicolor, todas las piedras preciosas de Las mil y una noches, como el prisma de la ventana descompone un rayo de luz del verano antes de entrar en un comedor oscuro. Pero ¿cómo comparar con este inmóvil deslumbramiento de la luz lo que era vida, movimiento perpetuo y dichoso? Aquel Vinteuil al que yo había conocido tan tímido y tan triste, cuando había que elegir un timbre, unirle a otro, tenía unas audacias y, en todo el sentido de la palabra, una alegría de la que, al oír una obra suya, no quedaba la menor duda. El gozo que le causaban tales sonoridades, la nueva fuerza que ese gozo le daba para descubrir otras, llevaban también al oyente de hallazgo en hallazgo, o más bien era el mismo creador quien le conducía, sacando de los colores que acababa de encontrar un exaltado júbilo que le daba el poder de descubrir, de lanzarse a otros nuevos que estos podían suscitar, exultante, estremecido como al choque de una chispa cuando lo sublime nace por sí mismo del encuentro de los cobres, jadeante, ebrio, enloquecido, vertiginoso, mientras pinta su gran fresco musical, como Miguel Ángel atado a su escalera cabeza abajo, lanzando tumultuosos brochazos al techo de la capilla Sixtina. Vinteuil había muerto hacía bastantes años; pero, en medio de los instrumentos que amó, le fue dado continuar, por tiempo ilimitado, al menos una parte de su vida. ¿De su vida de hombre solamente? Si el arte no fuera más que una prolongación de la vida, ¿valdría la pena de sacrificarle nada? ¿No era tan irreal como la vida misma? Escuchando mejor aquel septuor, yo no podía pensarlo. Sin duda el rojeante septuor difería singularmente de la blanca Sonata; la tímida interrogación a la que respondía la pequeña frase, de la súplica ansiosa para que se cumpliera la extraña promesa, que tan agria, tan sobrenatural, tan breve había resonado, haciendo vibrar el rojo inerte todavía del cielo matinal sobre la mar. Y, sin embargo, aquellas frases tan diferentes estaban hechas de los mismos elementos; pues así como había cierto universo, perceptible para nosotros en esas parcelas dispersas acá y allá, en determinadas casas, en determinados museos, y que era el universo de Elstir, el que él veía, el que habitaba, así la música de Vinteuil extendía, nota a nota, tecla a tecla, las coloraciones desconocidas, inestimables, de un universo insospechado, fragmentado por las lagunas que dejaban entre ellas las audiciones de su obra; esas dos interrogaciones tan disímiles que presidían el movimiento tan diferente de la Sonata y del septuor, rompiendo una en cortas llamadas una línea continua y pura, volviéndola a soldar la otra en una armazón indivisible de los fragmentos dispersos, una tan calmosa y tímida, casi diferente y como filosófica, otra tan acuciante, tan ansiosa, tan implorante, eran, sin embargo, una misma plegaria, surgida ante diferentes auroras interiores, y sólo refractada a través de los medios diversos de otros pensamientos, de búsquedas de arte progresivas en el transcurso de los años en que quiso crear algo nuevo. Plegaria, esperanza que era en el fondo la misma, reconocible bajo sus disfraces en las diversas obras de Vinteuil y que, por otra parte, sólo se encontraba en las obras de Vinteuil. Los musicógrafos podrían muy bien encontrar a aquellas frases su parentesco, su genealogía, en las obras de otros grandes músicos, pero sólo por razones accesorias, semejanzas exteriores, analogías ingeniosamente halladas por el razonamiento más bien que sentidas por impresión directa. La que daban estas frases de Vinteuil era diferente de cualquier otra, como si, pese a las conclusiones que parecen desprenderse de la ciencia, existiera lo individual. Y precisamente cuando trataba con empeño de ser nuevo, se reconocían, bajo las diferencias aparentes, las similitudes profundas y las semejanzas deliberadas que había en su obra; cuando Vinteuil volvía, en diversas repeticiones, a una misma frase, la diversificaba, se recreaba en cambiar su ritmo, en hacerla reaparecer bajo su primera forma, y estas semejanzas, buscadas, obra de la inteligencia, forzosamente superficiales, no llegaban nunca a ser tan patentes como las semejanzas disimuladas, involuntarias, que estallaban bajo colores diferentes entre las dos distintas obras maestras; pues entonces Vinteuil, esforzándose por ser nuevo, se interrogaba a sí mismo y, con todo el poder de su esfuerzo creador, llegaba a su propia esencia en esas profundidades donde, a cualquier interrogación que se le haga, responde con el mismo acento, el suyo propio. Un acento, ese acento de Vinteuil, separado del acento de los demás músicos por una diferencia mucho mayor que la que percibimos entre la voz de dos personas, hasta entre el balido y el grito de dos especies animales; una verdadera diferencia la que había entre el pensamiento de este o del otro músico y las eternas investigaciones de Vinteuil, la pregunta que se planteó bajo tantas formas, su habitual especulación, pero tan exenta de las formas analíticas del razonamiento como si se ejerciera en el mundo de los ángeles, de suerte que podemos medir su profundidad, pero no traducirla al lenguaje humano, como no pueden hacerlo los espíritus desencarnados cuando, evocados por un medium, los interroga este sobre los secretos de la muerte. Un acento, pues aun teniendo en cuenta esa originalidad adquirida que me había impresionado por la tarde, también ese parentesco que los musicógrafos pudieran encontrar entre músicos, es sin duda un acento único al que se elevan, al que vuelven sin querer esos grandes cantores que son los músicos originales y que es una prueba de la existencia irreductiblemente individual del alma. Tratara de hacer algo más solemne, más grande, o algo vivo y alegre, de hacer lo que veía embellecido al reflejarse en el espíritu del público, Vinteuil, sin quererlo, sumergía todo esto bajo una lámina de fondo que hace su canto eterno e inmediatamente reconocido. Este canto, diferente del de los demás, semejante a todos los suyos, ¿dónde lo aprendió, dónde lo oyó Vinteuil? Cada artista parece así como el ciudadano de una patria desconocida, por él mismo olvidada, diferente de aquella de donde vendrá, aparejando con destino a la tierra, otro gran artista. A lo sumo, Vinteuil parecía haberse aproximado a esa patria en sus últimas obras. En ellas la atmósfera no era ya la misma que en la Sonata, las frases interrogativas eran más apremiantes, más inquietas, las respuestas más misteriosas, el aire deslabazado de la mañana y de la noche parecía influir hasta en las cuerdas de los instrumentos. Por más que Morel tocara maravillosamente, los sonidos de su violín me parecieron muy penetrantes, casi chillones. Aquel agror placía y, como en ciertas voces, se sentía en él una especie de cualidad moral y de superioridad intelectual. Pero esto podía chocar. Cuando se modifica, cuando se depura la visión del universo, resulta más adecuada al recuerdo de la patria interior, y es muy natural que esto se traduzca en el músico en una alteración general de las sonoridades, como del color en el pintor. Y el público más inteligente no se equivoca en esto, puesto que más tarde se consideraron las últimas obras de Vinteuil las más profundas. Pero ningún programa, ningún tema aportaba un elemento intelectual de juicio. Se adivinaba, pues, que se trataba de una transposición, en el orden sonoro, de la profundidad.
Los músicos no se acuerdan de esa patria perdida, pero todos permanecen siempre inconscientemente armonizados al unísono con ella en cierto modo; cada uno delira de alegría cuando canta al modo de su patria, la traiciona a veces por amor a la gloria, pero entonces, buscando la gloria, la huye, y sólo desdeñándola la encuentra, cuando entona ese canto singular cuya monotonía —pues cualquiera que sea el tema que trata permanece idéntico a sí mismo— demuestra en el músico la fijeza de los elementos que componen su alma. Pero entonces, ¿no es verdad que esos elementos, todo ese residuo real que nos vemos obligados a guardar para nosotros mismos, que la conversación no puede transmitir ni siquiera del amigo al amigo, del maestro al discípulo, del amante a la amada, esa cosa inefable que diferencia cualitativamente lo que cada uno ha sentido y que tiene que dejar en el umbral de las frases donde no puede comunicar con otro si no limitándose a puntos exteriores comunes a todos y sin interés, el arte, el arte de un Vinteuil como el de un Elstir, le hace surgir, exteriorizando en los colores del espectro la composición íntima de esos mundos que llamamos los individuos y que sin el arte no conoceríamos jamás? Unas alas, otro aparato respiratorio, que nos permitiesen atravesar la inmensidad, no nos servirían de nada, pues trasladándonos a Marte o a Venus con los mismos sentidos, darían a lo que podríamos ver el mismo aspecto de las cosas de la tierra. El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es; y esto podemos hacerlo con un Elstir, con un Vinteuil, con sus semejantes, volamos verdaderamente de estrella en estrella.
La frase con que acaba de terminar el andante era de una ternura a la que yo me entregué por entero; antes del movimiento siguiente hubo un momento de descanso en el que los ejecutantes dejaron sus instrumentos y los oyentes intercambiaron impresiones. Un duque, para demostrar que era entendido, dijo: «Es muy difícil tocar el violín». Algunas personas más agradables hablaron un momento conmigo. Pero ¿qué eran sus palabras, que, como toda palabra humana exterior, me dejaban tan indiferente, al lado de la celestial frase musical con la que yo acababa de hablar? Yo era verdaderamente como un ángel que, arrojado de las delicias del paraíso, cae en la más insignificante realidad. Y así como algunos seres son los últimos testigos de una forma de vida que la naturaleza ha abandonado, me preguntaba si no sería la música el ejemplo único de lo que hubiera podido ser la comunicación de las almas de no haberse inventado el lenguaje, la formación de las palabras, el análisis de las ideas. La música es como una posibilidad que no se ha realizado; la humanidad ha tomado otros caminos, el del lenguaje hablado y escrito. Pero este retorno a lo no analizado era tan fascinante que, al salir de tal paraíso, el contacto de los seres más o menos inteligentes me parecía de una insignificancia extraordinaria. De los seres podía haberme acordado durante la música, mezclarlos con ella; o más bien había unido a ella el recuerdo de una sola persona, de Albertina. Y la frase que terminaba en andante me parecía tan sublime que pensaba cuán lamentable era que Albertina no supiera, y, de saberlo, no lo comprendiera, qué honor era para ella estar incorporada a algo tan grande que nos unía y cuya patética voz parecía haber tomado ella. Pero una vez interrumpida la música, los seres que allí estaban parecían muy insignificantes. Se sirvieron refrescos. Monsieur de Charlus interpelaba de cuando en cuando a un criado: «¿Cómo está? ¿Recibió mi neumático [15]? ¿Vendrá usted?». En estas interpelaciones había sin duda la libertad del gran señor que cree honrar a un inferior y que es más pueblo que el burgués, pero también la pillería del culpable que cree que si hace ostentación de una cosa le juzgarán por eso mismo inocente de ella. Y añadía, en el tono Guermantes de madame de Villeparisis: «Es un buen chico, tiene muy buen carácter, yo le suelo emplear en mi casa». Pero estas precauciones se volvían contra el barón, pues sus amabilidades tan íntimas con los criados, los neumáticos que les mandaba llamaban la atención. Y para estos, el halago era menor que el azoramiento con sus compañeros.
Mientras tanto, los músicos habían reanudado el septuor. De cuando en cuando reaparecía alguna frase de la Sonata, pero, variada cada vez con un ritmo y con un acompañamiento diferentes, aun siendo la misma era distinta, como las cosas que vuelven en la vida; y era una de esas frases que, sin que se pueda comprender qué afinidad les asigna como residencia única y necesaria el pasado de un determinado músico, sólo se encuentran en su obra, y aparecen constantemente en ella, de la que son como las hadas, las driadas, las divinidades familiares; yo distinguí primero en el septuor dos o tres que me recordaron la Sonata. Después —envuelta en la neblina violeta que se levantaba, sobre todo en el último período de la obra de Vinteuil, hasta el punto de que, incluso cuando introducía en algún pasaje una danza permanecía cautiva en un ópalo— percibí otra frase de la Sonata, tan lejana aún que apenas la reconocía; se acercó vacilante, desapareció como asustada, volvió luego, se unió con otras, procedentes, como más tarde supe, de otras obras, atrajo a otras que resultaban a su vez atrayentes y persuasivas una vez domeñadas, y entraban en la ronda, en la ronda divina pero invisible para la mayoría de los oyentes, quienes, sin otra cosa ante ellos que un velo confuso a través del cual no veían nada, puntuaban arbitrariamente con exclamaciones admirativas un aburrimiento continuo que creían mortal. Después aquellas frases se alejaron, menos una que vi pasar de nuevo hasta cinco o seis veces, sin poder verle el rostro, pero tan tierna, tan diferente —sin duda como la pequeña frase de la Sonata para Swann— de lo que ninguna mujer me había hecho desear, que aquella frase, aquella frase que me ofrecía con una voz tan dulce una felicidad que verdaderamente hubiera valido la pena obtener, es quizá —criatura invisible cuyo lenguaje no conocía yo, pero entendía muy bien— la única desconocida que jamás me fue dado encontrar. Después aquella frase se esfumó, se transformó, como la pequeña frase de la Sonata, y volvió a ser la misteriosa llamada del principio. A él se opuso otra frase de carácter doloroso, pero tan profundo, tan vago, tan interno, casi tan orgánico y visceral, que en cada una de sus reapariciones no se sabía si lo que reaparecía era un tema o una neuralgia. Enseguida los dos motivos lucharon entre sí en un cuerpo a cuerpo en el que a veces desaparecía por completo uno de ellos y luego ya no se veía más que un trozo del otro. En realidad, sólo cuerpo a cuerpo de energías; pues si aquellos seres se enfrentaban, lo hacían libres de su ser físico, de su apariencia, de su nombre, y teniendo en mí un espectador interior —despreocupado también él de los nombres y del particular— para interesarse por su combate inmaterial y dinámico y seguir con pasión sus peripecias sonoras. Por fin triunfó el motivo jubiloso; ya no era una llamada casi inquieta lanzada detrás de un cielo vacío, era un gozo inefable que parecía venir del paraíso, un gozo tan diferente del de la Sonata que de un ángel dulce y grave de Bellini tocando la tiorba podría pasar a ser, vestido de una túnica escarlata, un arcángel de Mantegna tocando un buccino. Yo sabía que este nuevo matiz del gozo, esa llamada a una alegría supraterrestre, no la olvidaría nunca. Pero ¿sería alguna vez realizable para mí? Esta cuestión me parecía tanto más importante cuanto que aquella frase era lo que mejor podría caracterizar —porque rompía con el resto de la vida, con el mundo visible— las impresiones que a lejanos intervalos volvía a encontrar yo en mi vida como puntos de referencia, como piedras miliares para la construcción de una verdadera vida: la impresión que sintiera ante los campanarios de Mairtinville, ante una hilera de árboles cerca de Balbec. En todo caso, volviendo al acento particular de aquella frase, ¡cuán singular era que el presentimiento más diferente de lo que asigna la vida vulgar, la aproximación más atrevida a las alegrías del más allá se hubiera materializado precisamente en el triste pequeño burgués de buenas costumbres con el que nos encontramos en Combray en el mes de María! Pero, sobre todo, ¿por qué aquella revelación, la más extraña que yo recibiera hasta entonces, de un tipo de gozo desconocido la recibí de él, puesto que, según decían, cuando murió no dejó más que su Sonata, pues el resto permanecía inexistente en notaciones indescifrables? Indescifrables, pero que, sin embargo, a fuerza de paciencia, de inteligencia y de respeto, acababan por ser descifrables para la única persona que había vivido cerca de Vinteuil lo suficiente para conocer bien su manera de trabajar, para adivinar sus indicaciones de orquesta: la amiga de mademoiselle Vinteuil. En vida misma del gran músico, aprendió de la hija el culto que esta tenía por su padre. Y por este culto las dos jóvenes, en esos momentos en que se vive en contra de las verdaderas inclinaciones, las dos muchachas pudieron encontrar un placer demencial en las profanaciones que se han contado. (La adoración a su padre era la condición misma del sacrilegio de la hija; y, sin duda, hubieran debido privarse de la voluptuosidad de este sacrilegio, pero esa voluptuosidad no las definía por entero). Y, por otra parte, las profanaciones se fueron rarificando, hasta desaparecer por completo, a medida que aquellas relaciones carnales y enfermizas, aquel turbio y humoso fuego fue siendo reemplazado por la llama de una amistad elevada y pura. A la amiga de mademoiselle Vinteuil la punzaba a veces el importuno pensamiento de que quizá había precipitado la muerte de Vinteuil. Al menos, pasando años en poner en limpio el galimatías que dejó Vinteuil, indagando la lectura verdadera de aquellos jeroglíficos desconocidos, la amiga de Vinteuil tuvo el consuelo de asegurar una gloria inmortal y compensadora al músico cuyos últimos años ensombreciera ella. De relaciones no consagradas por las leyes nacen lazos de parentesco tan múltiples, tan complejos, como los que crea el matrimonio y más sólidos. Aun sin detenernos en unas relaciones de índole tan especial, ¿no vemos todos los días que el adulterio, cuando se funda en el verdadero amor, no altera los sentimientos de familia, los deberes de parentesco, sino que los vivifica? En este caso, el adulterio introduce el espíritu en la letra, que en muchos casos el matrimonio habría matado. Una buena hija que, por simple conveniencia, lleve luto por el segundo marido de su madre no tendrá lágrimas bastantes para llorar al hombre que su madre había elegido por amante. Por lo demás, mademoiselle Vinteuil no obró por sadismo, lo que no la disculpaba, pero más tarde sentí cierta dulzura en pensarlo. Me decía que mademoiselle Vinteuil, cuando profanaba con su amiga el retrato de su padre, debía de darse cuenta de que todo aquello era enfermizo, insania, y no la verdadera y gozosa perversidad que ella había querido. Esta idea de que era sólo una simulación de maldad le malograba el placer. Pero si pasado el tiempo se le pudo ocurrir tal idea, debió de disminuir su sufrimiento en la medida en que había aminorado su placer. «No era yo —debió de decirse—, estaba enajenada. Yo, yo misma, todavía puedo rezar por mi padre, no desesperar de su bondad». Pero es posible que esta idea, que seguramente se le había ocurrido en el placer, no se le ocurriera en el sufrimiento. Yo hubiera querido meterla en su mente. Estoy seguro de que le habría hecho bien y de que yo hubiera podido restablecer entre ella y el recuerdo de su padre una comunicación bastante dulce.
Como en los ilegibles cuadernos donde un químico genial, sin saber tan próxima la muerte, hubiera anotado descubrimientos que quizá permanecerían siempre ignorados, así la amiga de mademoiselle Vinteuil sacó, de papeles más ilegibles que papiros cubiertos de escritura cuneiforme, la fórmula eternamente verdadera, fecunda para siempre, de aquel gozo desconocido, la esperanza mística del ángel escarlata de la mañana. Y yo, para quien, aunque quizá menos que para Vinteuil, había sido también mademoiselle Vinteuil causa de tantos sufrimientos y acababa de serlo aquella misma noche despertando de nuevo mis celos por Albertina, y sobre todo iba a serlo en el futuro, en compensación, gracias a ella pude recibir la extraña llamada que ya nunca dejaría de oír como la promesa de que existía algo más, sin duda realizable por el arte, que el vacío que había encontrado en todos los placeres y hasta en el amor mismo, y que si mi vida me parecía tan vana, al menos no lo había cumplido todo.
Lo que, gracias a la labor de mademoiselle Vinteuil, pudimos conocer de Vinteuil, era en realidad toda la obra de Vinteuil; al lado del septuor, algunas frases de la Sonata, las únicas que el público conocía, resultaban tan triviales que no era fácil comprender cómo habían podido suscitar tanta admiración. Así nos sorprende que, durante algunos años, trozos tan insignificantes como la Romanza de la estrella, la Oración de Isabel pudieran tener un concierto de entusiastas fanáticos que se extenuaban aplaudiendo y gritando bis cuando terminaba lo que, sin embargo, para nosotros, que conocemos Tristán, El oro del Rin, Los maestros cantores, no es más que insípida pobreza. Hay que suponer que estas melodías sin carácter contenían ya, sin embargo, en cantidades infinitesimales, y por esto mismo quizá más asimilables, algo de la originalidad de las obras maestras que sólo retrospectivamente cuentan para nosotros, pero que, por su misma perfección, acaso no podían ser comprendidas entonces; han podido prepararles el camino en los corazones. El caso es que, aunque ofrecieran un anticipo confuso de las bellezas futuras, dejaban estas completamente inéditas. Lo mismo ocurría con Vinteuil; si al morir no hubiera dejado —exceptuando ciertas partes de la Sonata— más que lo que había podido terminar, lo que se hubiera conocido de él habría sido, comparado con su verdadera grandeza, tan poca cosa como para Victor Hugo, por ejemplo, si hubiera muerto después de Le pas d’armes du roi Jean, La fiancée du timbalier y Sarah la baigneuse, sin haber escrito nada de La légende des siecles y de Les contemplations; lo que es para nosotros su verdadera obra habría permanecido puramente virtual, tan desconocido como esos universos a los que no llega nuestra percepción, de los que no tendremos jamás idea.