Muy de mañana, mirando todavía a la pared y sin haber visto aún el matiz de la raya del día sobre las grandes cortinas de la ventana, sabía ya qué tiempo hacía. Me lo decían los primeros ruidos de la calle, según llegaran amortiguados y desviados por la humedad o vibrantes como flechas en el aire resonante y vacío de una mañana espaciosa, glacial y pura; en el paso del primer tranvía notaba yo si rodaba aterido en la lluvia o iba camino del azur. Y acaso a estos ruidos se había anticipado alguna emanación más rápida y más penetrante que, filtrándose en mi sueño, le infundía una tristeza que presagiaba la nieve o bien hacía entonar en él a cierto pequeño personaje intermitente tan numerosos cánticos a la gloria del sol, que acababan por provocar en mí, dormido aún, con un asomo de sonrisa y dispuestos los párpados cerrados a dejarse deslumbrar, un estrepitoso despertar en música. En aquella época, yo percibía la vida exterior sobre todo desde mi cuarto. Sé que Bloch contó que, cuando iba a verme por la noche, oía un rumor de conversación. Como mi madre estaba en Combray y él no encontraba nunca a nadie en mi habitación, dedujo que hablaba solo. Cuando, mucho más tarde, supo que Albertina vivía entonces conmigo y comprendió que la escondía de todo el mundo, dijo que por fin veía la razón de que, en aquella época de mi vida, nunca quisiera salir. Se equivocaba. Pero era muy disculpable, pues la realidad, aunque sea necesaria, no es completamente previsible; los que se enteran de algún detalle exacto sobre la vida de otro sacan en seguida consecuencias que no lo son y ven en el hecho recién descubierto la explicación de cosas que precisamente no tienen ninguna relación con él.
Cuando ahora pienso que mi amiga, a nuestro regreso de Balbec, fue a vivir bajo el mismo techo que yo, que renunció a la idea de hacer un viaje, que su habitación estaba a veinte pasos de la mía, al final del pasillo, en la sala de tapices de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de dejarme deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, como un alimento nutritivo y con el carácter casi sagrado de toda carne a la que los sufrimientos que por ella hemos padecido han acabado por conferirle una especie de dulzura moral, lo que evoco inmediatamente por comparación no es la noche que el capitán De Borodino me permitió pasar en el cuartel, por un favor que, en suma, sólo curaba un malestar efímero, sino aquella en que mi padre envió a mamá a dormir en la pequeña cama junto a la mía. Hasta tal punto la vida, cuando tiene una vez más que librarnos, contra toda previsión, de sufrimientos que parecían inevitables, lo hace en condiciones diferentes, opuestas a veces, tanto que hay casi un sacrilegio aparente en comprobar la identidad de la gracia concedida.
Cuando Albertina se enteraba por Francisca de que, en la noche de mi cuarto con las cortinas cerradas todavía, no dormía, no se cuidaba de no hacer un poco de ruido, al bañarse, en su tocador. Entonces, en vez de esperar a una hora más tardía, yo solía ir a mi cuarto de baño, contiguo al suyo y que era agradable. En otro tiempo, un director de teatro gastaba centenares de miles de francos en constelar de verdaderas esmeraldas el trono en que la diva hacía un papel de emperatriz. Los bailes rusos nos han enseñado que unos simples juegos de luces sabiamente dirigidos prodigan joyas tan suntuosas y más variadas. Pero esta decoración, ya más inmaterial, no es tan graciosa como la que, a las ocho de la mañana, pone el sol en la que veíamos cuando nos levantábamos al mediodía. Las ventanas de nuestros dos cuartos de baño no eran lisas, para que no pudieran vernos desde fuera, sino esmeriladas de una escarcha artificial y pasada de moda. De pronto, el sol teñía de amarillo aquella muselina de vidrio, la doraba y, descubriendo dulcemente en mí un joven más antiguo que el hábito había ocultado mucho tiempo, me embriagaba de recuerdos, como si estuviera en plena naturaleza ante unos follajes dorados donde ni siquiera faltaba la presencia de un pájaro. Pues oía a Albertina silbar sin tregua:
Les douleurs sont des folles,
Et qui les écoute est encor plus foul[1].
La quería demasiado para no sonreír gozosamente de su mal gusto musical. Por lo demás, aquella canción había entusiasmado el año anterior a madame Bontemps, la cual oyó decir después que era una inepcia, de suerte que, en lugar de pedir a Albertina que la cantara cuando había gente, la sustituyó por:
Une chanson d’adieu sort des sources troublées[2],
Que a su vez resultó «un viejo estribillo de Massenet con el que la pequeña nos machacaba los oídos».
Pasaba una nube, eclipsaba el sol y yo veía extenderse en un tono grisáceo la púdica y frondosa cortina de vidrio. Los tabiques que separaban nuestros dos cuartos de baño (el de Albertina era uno que mamá, como tenía otro en la parte opuesta de la casa, no había utilizado nunca para no hacer ruido cerca de mí) eran tan delgados que podíamos hablarnos mientras nos lavábamos cada uno en el nuestro, siguiendo una charla sólo interrumpida por el ruido del agua, en esa intimidad que en el hotel suele permitir la exigüidad del alojamiento y la proximidad de las habitaciones, pero que es tan rara en París.
Otras veces permanecía acostado, soñando todo el tiempo que quería, pues había orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que yo llamase, lo que, por la incómoda posición de la pera eléctrica encima de mi cama, requería tanto tiempo que muchas veces, cansado de buscarla y contento de estar solo, casi volvía a dormirme unos momentos. No es que yo fuese completamente indiferente a la estancia de Albertina en nuestra casa. El estar separada de sus amigas conseguía evitar a mi corazón nuevos sufrimientos. Lo mantenía en un reposo, en una casi inmovilidad que le ayudarían a curarse. Pero al fin y al cabo aquella calma que me procuraba mi amiga era lenitivo del sufrimiento más que alegría. Y no es que no me permitiera gustarlas numerosas, pero estas alegrías que el dolor demasiado vivo me impidiera sentir, lejos de debérselas a Albertina, que por otra parte ya no me parecía apenas bonita y con la cual me aburría, sintiendo la clara sensación de no amarla, las gustaba, por el contrario, cuando Albertina no estaba conmigo. En consecuencia, para comenzar la mañana, no la llamaba en seguida, sobre todo si hacía bueno. Durante unos instantes, y sabiendo que me hacía más feliz que ella, empezaba por quedarme frente a frente con el pequeño personaje interior que cantaba su saludo al sol y del que ya he hablado. Entre los que componen nuestra persona, no son los más aparentes los que nos son más esenciales. En mí, cuando la enfermedad haya acabado de derribarlos uno tras otro, quedarán todavía dos o tres de ellos que persistirán más que los otros, especialmente cierto filósofo que sólo es feliz cuando, entre dos obras, entre dos sensaciones, ha descubierto un punto común. Pero me he preguntado a veces si el último de todos no sería aquel hombrecito muy parecido a otro que el óptico de Combray puso en su escaparate para indicar el tiempo que hacía y que, quitándose la capucha cuando hacía sol, se la volvía a poner cuando iba a llover. Conozco el egoísmo de ese hombrecito: ya puedo sufrir una crisis de asma que sólo calmaría la venida de la lluvia, a él le tiene sin cuidado, y a las primeras gotas tan impacientemente esperadas pierde su alegría y se baja la capucha malhumorado. En cambio, estoy seguro de que en mi agonía, cuando hayan muerto ya todos mis otros «yos», si sale un rayo de sol mientras yo lanzo el último suspiro, el personajillo barométrico se sentirá tan a gusto y se quitará la capucha para cantar: «¡Ah, por fin hace bueno!».
Llamaba a Francisca. Abría Le Figaro. Buscaba y comprobaba que no venía en él un artículo, o supuesto artículo, que había mandado a este periódico y que no era más que la página recientemente encontrada y un poco arreglada que había escrito tiempo atrás en el coche del doctor Percepied mirando los campanarios de Martinville. Después leía la carta de mamá. Le parecía raro, chocante, que una muchacha viviera sola conmigo. El primer día, al salir de Balbec, cuando me vio tan triste, tal vez mi madre, preocupada por dejarme solo, estaba contenta de saber que Albertina iba con nosotros y de ver que con nuestros equipajes (los equipajes junto a los cuales había pasado yo la noche llorando en el hotel Balbec) habían cargado en el trenecillo los baúles de Albertina, estrechos y negros como ataúdes y que yo no sabía si llevarían a la casa la vida o la muerte. Pero con aquella alegría de llevarme a Albertina en la radiante mañana después del miedo de permanecer en Balbec, ni siquiera me lo había preguntado. Pero si al principio mi madre no se había mostrado hostil a aquel proyecto (hablando amablemente a mi amiga como una madre cuyo hijo acaba de ser gravemente herido y que está agradecida a la joven amante que le cuida con abnegación), sí lo fue una vez realizado por completo y al prolongarse la estancia de la muchacha en nuestra casa y estando ausente de ella mis padres. Pero no puedo decir que mi madre me manifestó nunca esta hostilidad. Como en otro tiempo cuando ya no se atrevía a reprocharme mi nerviosismo, mi pereza, ahora sentía escrúpulos que, en el momento, quizá no adiviné, o no quise adivinar de formular algunas reservas sobre la muchacha con la que le había dicho que me iba a casar, por miedo a ensombrecer mi vida, a que fuera más tarde menos cariñoso con mi mujer, acaso a sembrar en mí, para cuando ella ya no existiera, el remordimiento de haberla apenado casándome con Albertina. Mamá prefería aparentar que aprobaba aquella elección porque tenía el sentimiento de que no podría hacerme desistir de ella. Pero todos los que la vieron en aquella época me han dicho que, aparte el dolor de haber perdido a su madre, se le notaba una perpetua preocupación. Aquella contención de espíritu, aquella discusión interior, le producían a mamá un gran calor en las sienes, y abría continuamente las ventanas para refrescarse. Pero no llegaba a tomar una decisión, por miedo a «influir en mí» en un mal sentido y destruir lo que ella creía mi felicidad. Ni siquiera podía decidirse a impedir que Albertina estuviera temporalmente en nuestra casa. No quería mostrarse más severa que madame Bontemps, que era a quien concernía principalmente aquello, y a la que no le parecía mal, lo que sorprendía mucho a mi madre. En todo caso lamentaba haber tenido que dejarnos solos y marcharse precisamente en aquel momento a Combray, donde quizá tuviera que quedarse (y de hecho se quedó) muchos meses, mientras mi tía abuela la necesitara noche y día. En Combray todo le resultó fácil gracias a la bondad, a la generosidad de Legrandin, que, sin retroceder ante ninguna molestia, fue aplazando de semana en semana su regreso a París, y eso que no conocía mucho a mi tía, simplemente porque había sido amiga de su madre y además porque se dio cuenta de que la enferma desahuciada reclamaba sus cuidados y no podía pasar sin él. El snobismo es una enfermedad grave del alma, pero localizada y que no afecta a toda ella. Pero yo, al contrario de mamá, estaba muy contento de su marcha a Combray, porque (como no podía decir a Albertina que la ocultara) hubiera temido que descubriera su amistad con mademoiselle Vinteuil. Habría sido para mi madre un obstáculo insuperable no sólo para una boda de la que me había pedido que no hablara todavía definitivamente a mi amiga y cuya idea me era cada vez más intolerable, sino para que Albertina pasara algún tiempo en la casa. Excepto una razón tan grave y que ella no conocía, mamá, por el doble efecto de la imitación edificante y liberadora de mi abuela, admiradora de George Sand y que ponía la virtud en la nobleza del corazón y, por otra parte, de mi propia influencia corruptora, ahora era indulgente con unas mujeres cuya conducta habría reprobado severamente antes, e incluso hoy si se tratara de sus amigas burguesas de París o de Combray, pero que, según yo le decía, tenían un alma grande, y les perdonaba mucho porque me querían.
De todos modos, y aun dejando aparte la cuestión de conveniencia, creo que Albertina no se hubiera entendido con mamá, que conservaba de Combray, de mi tía Leontina, de todas sus parientas, unos hábitos de orden de los que mi amiga no tenía ni idea. No cerraría una puerta, y, en cambio, cuando una puerta estaba abierta, entraba tan despreocupada como lo haría un perro o un gato. De suerte que su encanto, un poco incómodo, era estar en la casa, más que como una muchacha, como un animal doméstico que entra en una habitación, que sale, que se encuentra donde menos se espera y que —y esto era para mí un profundo descanso— venía a tenderse en mi cama junto a mí, a hacerse en ella un sitio del que ya no se movía, sin molestar como molestaría una persona. Pero acabó por adaptarse a mis horas de sueño, no sólo a no intentar entrar en mi cuarto, sino a no hacer ruido hasta que yo llamara. Fue Francisca quien le impuso estas reglas. Francisca era de esas domésticas de Combray que saben el valor de su amo y que lo menos que pueden hacer es exigir que les den todo lo que ellas creen que se le debe. Cuando un visitante forastero le daba a Francisca una propina para repartir con la pincha de cocina, apenas el donante había entregado su moneda, Francisca, con una rapidez, una discreción y una energía ejemplares, iba a dar la lección a la pincha, que acudía a dar las gracias no con medias palabras, sino francamente, claro y alto, como Francisca le había dicho que había que hacerlo. El cura de Combray no era un genio, pero también sabía lo que había que saber. Bajo su dirección, se había convertido al catolicismo la hija de unos primos protestantes de madame Sazerat, y la familia se portó perfectamente con él. Se trató de una boda con un noble de Méséglise. Los padres del joven escribieron, para pedir informes, una carta bastante desdeñosa y en la que se aludía con desprecio al origen protestante. El cura de Combray contestó en un tono tan adecuado que el noble de Méséglise, reverencioso y prosternado, escribió una segunda carta muy diferente solicitando como un gran favor casarse con la joven conversa.
En Francisca no fue ningún mérito hacer que Albertina respetara mi sueño. Estaba acostumbrada por la tradición. Por un silencio que guardó, o por la respuesta perentoria que dio a una proposición de entrar en mi cuarto o de mandar a pedirme algo, que debió de formular inocentemente Albertina, comprendió esta con estupor que se encontraba en un mundo extraño, de costumbres desconocidas, regido por unas leyes de vida que no se podía pensar en infringir. Ya había tenido un primer presentimiento de esto en Balbec, pero en París ni siquiera intentó resistir y esperó pacientemente cada mañana mi campanillazo para atreverse a hacer ruido.
La educación que le dio Francisca fue saludable además para nuestra vieja sirviente, calmando poco a poco los gemidos que no cesaba de lanzar desde que volvimos de Balbec. Pues, al subir al tren, se dio cuenta de que había olvidado despedirse de la «gobernanta» del hotel, una persona bigotuda que vigilaba los pisos y que apenas conocía a Francisca, pero que había sido relativamente atenta con ella. Francisca se empeñaba en volver atrás, apearse del tren, tornar al hotel, despedirse de la gobernanta y no marcharse hasta el día siguiente. La sensatez y, sobre todo, mi súbito horror por Balbec me impidieron concederle esta gracia, pero Francisca había contraído un mal humor enfermizo y febril que el cambio de aires no llegó a suprimir y que se prolongaba en París. Pues, según el código de Francisca, tal como aparece ilustrado en los bajorrelieves de Saint-Andrédes-Champs, desear la muerte de un enemigo, y aun dársela, no está prohibido, pero es horrible no hacer lo que se debe, no corresponder a una fineza, no despedirse antes de marcharse, como una verdadera mal educada, de una gobernanta de piso. Durante todo el viaje, el recuerdo, constantemente renovado, de no haberse despedido de aquella mujer puso en las mejillas de Francisca un vermellón alarmante. Y si dejó de beber y de comer hasta París, probablemente fue porque aquel recuerdo le ponía un verdadero «peso en el estómago» (cada clase social tiene su patología) más aún que por castigar.
Entre las causas de que mamá me mandara todos los días una carta, y una carta en la que nunca faltaba alguna cita de madame de Sévigné, estaba el recuerdo de mi abuela. Mamá me escribía: «Madame Sazerat nos ha dado una de esas comiditas de las que ella tiene el secreto y que, como diría tu pobre abuela citando a madame de Sévigné, nos sacan de la soledad sin darnos compañía». En mis primeras respuestas, cometí la tontería de escribir a mamá: «Tu madre te reconocería en seguida en esas citas». Lo que, tres días después, me valió estas palabras: «Pobre hijo mío, si era por hablarme de mi madre, invocas muy inoportunamente a madame de Sévigné; esta te habría contestado como contestó ella a madame de Grignan: ¿No era nada tuyo? Creía que erais parientes».
Entre tanto, yo oía los pasos de mi amiga que salía de su habitación o entraba en ella. Llamé, pues era la hora en que iba a venir Andrea con el chófer, amigo de Morel y prestado por los Verdurin, a buscar a Albertina. Había hablado a esta de la posibilidad lejana de casarnos; pero no lo había hecho nunca formalmente; ella misma, por discreción, cuando le dije: «No sé, pero quizá sea posible», movió la cabeza con una melancólica sonrisa diciendo: «No, no será posible», lo que significaba: «Soy demasiado pobre». Y entonces, a la vez que decía: «Es muy poco seguro», cuando se trataba de proyectos para el futuro, en aquel momento hacía todo lo posible por distraerla y hacerle la vida agradable, quizá tratando también, inconscientemente, de despertar en ella el deseo de casarse conmigo. Ella misma se reía de todo aquel lujo. «Qué cara pondría la madre de Andrea al verme convertida en una dama rica como ella, lo que ella llama una señora que tiene caballos, carruajes, cuadros». «Pero ¿no te he contado nunca que decía esto? ¡Oh, es un tipo! Lo que me extraña es que eleve los cuadros a la dignidad de los caballos y de los carruajes».
Ya veremos más adelante que Albertina, a pesar de los estúpidos hábitos de hablar que aún conservaba, había progresado extraordinariamente. Lo que me era completamente igual, pues las superioridades intelectuales de una mujer me han interesado siempre muy poco. Sólo me hubiera gustado, quizá, el curioso talento de Celeste.
A pesar mío, sonreía un momento cuando, por ejemplo, al enterarse de que no estaba Albertina, me abordaba con estas palabras:
—¡Divinidad del cielo depositada en una cama! Yo le decía:
—Pero vamos a ver, Celeste, ¿por qué «divinidad del cielo»?
—Bueno, si usted cree que tiene algo de los que viajan sobre nuestra miserable tierra, se equivoca.
—Pero ¿por qué «depositada» en una cama? Ya ve que estoy acostado.
—Usted no está nunca acostado. ¿Cuándo se ha visto una persona acostada así? Lo que ha hecho es posarse ahí. En este momento, su pijama, tan blanco, y ese modo de mover el cuello, le da un aire de paloma.
Albertina, hasta en el orden de las cosas tontas, se expresaba de manera muy diferente que la muchachita que había sido en Balbec hacía sólo unos años. Llegaba a decir, a propósito de un hecho político que ella reprobaba: «Eso me parece formidable», y no recuerdo si fue por entonces cuando, refiriéndose a un libro que encontraba mal escrito, aprendió a expresarse así: «Es interesante, pero está como escrito por un cerdo».
La prohibición de entrar en mi cuarto antes de que yo llamase le hacía mucha gracia. Como llegó también a adoptar nuestra costumbre familiar de las citas y empleaba las de las piezas de teatro que ella había representado en el convento y que yo le había dicho que me gustaban, me comparaba siempre con Asuero:
Et la mort est le prix de tout audacieux
Qui sans être appelé se présente à ses yeux.
………………………
Rien ne met à l’abri de cet ordre fatal,
Ni le rang, ni le sexe; et le crime est égal.
Moi-même…
Je suis à cette loi comme une autre soumise:
Et sans le prévenir il faut pour lui parler
Qu’il me cherche ou du moins qu’il me fasse appeler.[3],
Físicamente también había cambiado. Sus rasgados ojos azules —más alargados— no tenían la misma forma; sí el mismo color, pero parecía como si hubieran pasado al estado líquido. Tanto que, cuando los cerraba, era como cuando se corren las cortinas y ya no se ve el mar. Cada noche, al dejarla, yo recordaba sobre todo esta parte de ella. En cambio, cada mañana, su pelo alborotado, por ejemplo, me causó durante mucho tiempo la misma sorpresa, como si fuera una cosa nueva que no había visto nunca. Y, sin embargo, ¿hay algo más bello, después de la mirada sonriente de una muchacha, que esa corona ondulada de violetas negras? La sonrisa es más bien cosa de amistad; pero los pequeños tirabuzones brillantes de la cabellera florecida, más parientes de la carne y como su transposición en leves olas, prenden más el deseo.
Apenas en mi cuarto, saltaba sobre la cama y a veces definía mi tipo de inteligencia, juraba, en sincero arrebato, que prefería morir a dejarme: esto ocurría los días en que me había afeitado antes de llamarla. Era de esas mujeres que no saben explicar la razón de lo que sienten. El placer que les causa una piel fresca lo explican por las cualidades morales del que creen que les ofrece una felicidad para el futuro, que es capaz, además, de perder atractivo y de resultar menos necesario a medida que se deja crecer la barba.
Le preguntaba a dónde pensaba ir.
—Creo que Andrea quiere llevarme a las Buttes-Chaumont, que no conozco.
Entre tantas otras palabras, me era imposible adivinar si estas escondían una mentira. Por otra parte, tenía confianza en que Andrea me diría todos los lugares a donde iba con Albertina. En Balbec, cuando me sentí muy cansado de Albertina, había pensado decirle a Andrea esta mentira: «¡Ay, Andreíta, lástima no haberla conocido antes! Sería de usted de quien me hubiera enamorado. Pero ahora mi corazón está preso en otro sitio. De todos modos podremos vernos mucho, pues mi amor a otra me causa grandes disgustos y usted me ayudará a consolarme». Estas mismas palabras embusteras resultaban verídicas pasadas tres semanas. Acaso Andrea creyó en París que era en efecto una mentira y que la amaba, como seguramente lo habría creído en Balbec. Pues la verdad cambia para nosotros de tal modo que a los demás les es difícil reconocerse en ella. Y como yo sabía que Andrea me iba a contar todo lo que hicieran Albertina y ella, le pedí, y lo aceptó, que viniera a buscarla casi todos los días. Así, yo podría quedarme en casa sin preocupación. Y aquel prestigio de Andrea de ser una de las muchachas de la pandilla me hacía confiar en que ella conseguiría de Albertina todo lo que yo quisiera. Y ahora sí que podría decirle con toda verdad que ella sería capaz de tranquilizarme.
Por otra parte, al elegir a Andrea (que había renunciado a su proyecto de volver a Balbec y se encontraba en París) como guía de mi amiga, pensaba en lo que Albertina me contó del afecto que su amiga me tenía en Balbec, en un momento en que, por el contrario, yo temía serle desagradable, y si lo hubiera sabido entonces, acaso fuera a Andrea a quien amara.
—Pero ¿es que no lo sabías? —me dijo Albertina—; pues nosotras bromeábamos mucho con esto. ¿Y no notaste que empezó a adoptar tus maneras de hablar, de razonar? Sobre todo cuando acababa de dejarte, era impresionante. No necesitaba decirnos que te había visto. En cuanto llegaba, si venía de estar contigo, se le notaba en el primer segundo. Nosotras nos mirábamos y nos reíamos. Andrea era como un carbonero que quiere hacer creer que no es carbonero, y está todo negro. Un molinero no necesita decir que es molinero, se ve perfectamente toda la harina que lleva encima y el sitio de los sacos que ha cargado. Lo mismo pasaba con Andrea, enarcaba las cejas como tú y después doblaba el cuello tan largo; en fin, no puedo decirte. Cuando cojo un libro que ha estado en tu cuarto, ya puedo leerlo fuera, que de todos modos se sabe que viene de tu casa, porque conserva algo de tus repugnantes fumigaciones. Es una nadería, no sabría decirte en qué consiste, pero, en el fondo, es una nadería bastante simpática. Cada vez que alguien hablaba bien de ti, que parecía tenerte en mucho, Andrea estaba feliz.
A pesar de todo, para evitar que se preparara algo a espaldas mías, yo aconsejaba renunciar aquel día a las Buttes-Chaumont e ir más bien a Saint-Cloud o a otro sitio.
Desde luego, y yo lo sabía, no era que amase a Albertina en absoluto. El amor no es quizá otra cosa que la propagación de esos oleajes con que una emoción sacude el alma. Algunos sacudieron la mía hasta el fondo cuando Albertina me habló en Balbec de mademoiselle Vinteuil, pero ahora se habían aquietado. Ya no amaba a Albertina, pues no me quedaba nada del dolor que sentí en el tren de Balbec al enterarme de cómo había sido la adolescencia de Albertina, quizá con visitas a Montjouvain. Todo aquello, pensé durante mucho tiempo, se había curado. Pero en algunos momentos ciertas maneras de hablar de Albertina me hacían suponer —no sé por qué— que, en su vida, todavía tan corta, había debido de recibir muchos cumplidos, muchas declaraciones, y que las había recibido con placer, es decir, con sensualidad. A propósito de cualquier cosa, decía: «¿Es verdad?, ¿es de veras?». Claro que si hubiera dicho como una Odette: «¿Es verdad esa mentira tan gorda?», no me habría preocupado, pues la misma ridiculez de la fórmula se habría explicado por una estúpida trivialidad mental de mujer. Pero su tono interrogador: «¿Es verdad?», causaba, por una parte, la extraña impresión de una criatura que no puede darse cuenta de las cosas por sí misma, que apela a nuestro testimonio como si ella no tuviera las mismas facultades que nosotros (si le decían: «Hace una hora que salimos», o: «Está lloviendo», preguntaba: «¿Es verdad?»). Desgraciadamente, además, esta falta de facilidad para darse cuenta por sí misma de los fenómenos exteriores no debía de ser el verdadero origen de sus «¿Es verdad?, ¿de veras?». Más bien parecía que estas palabras fueran, desde su nubilidad precoz, respuestas a: «No he conocido nunca a una persona tan bonita como tú», «estoy enamoradísimo de ti, me encuentro en un estado de excitación terrible». Afirmaciones a las cuales contestaba, con una modestia coquetamente consentidora, con aquellos «¿Es verdad?, ¿de veras?», que conmigo ya no le servían a Albertina más que para contestar con una pregunta a una afirmación como: «Te has quedado dormida más de una hora».
—¿De veras?
Sin sentirme en absoluto enamorado de Albertina, sin incluir en el número de los placeres los momentos que pasábamos juntos, seguía preocupándome el empleo de su tiempo; cierto que había huido de Balbec para estar seguro de que Albertina no podría ver a esta o a la otra persona con la que yo tenía miedo de que hiciera el mal riendo, acaso riéndose de mí; cierto que había intentado hábilmente romper de una vez, con mi partida, todas sus malas relaciones. Y Albertina tenía tal fuerza de pasividad, tal facultad de olvidar y someterse, que, en efecto, sus relaciones quedaron rotas y curada la fobia que me obsesionaba. Pero esta puede adoptar tantas formas como el incierto mal que la suscita. Mientras mis celos no reencarnaron en seres nuevos, tuve un intervalo de calma después de los pasados sufrimientos. Pero el menor pretexto puede hacer renacer una enfermedad crónica, de la misma manera que la menor ocasión puede servir para que la persona causante de estos celos ejerza su vicio (después de una tregua de castidad) con otros seres diferentes. Yo había logrado separar a Albertina de sus cómplices y exorcizar así mis alucinaciones; se podía hacerle olvidar a las personas, abreviar sus amistades, pero su inclinación al placer era crónica y acaso sólo esperaba una ocasión para ejercerse. Ahora bien, París ofrecía tantas como Balbec. En cualquier ciudad que fuere no necesitaba buscar, pues el mal no estaba en Albertina sola, sino en otras para quienes toda ocasión de placer es buena. Una mirada de una, en seguida captada por la otra, junta a las dos hambrientas. Y a una mujer diestra le es fácil aparentar que no ve y a los cinco minutos ir hacia la persona que ha entendido y la espera en una calle transversal, y le da en dos palabras una cita. ¿Quién lo sabrá jamás? ¡Y era tan sencillo para Albertina decirme, para que la cosa continuara, que deseaba volver a ver cualquier punto de las cercanías de París que le había gustado! Bastaba, pues, que volviera muy tarde, que su paseo durara un tiempo inexplicable, aunque quizá muy fácil de explicar (sin que interviniera ninguna razón sensual), para que renaciera mi mal, unido esta vez a representaciones que no eran de Balbec, y que procuraría destruir lo mismo que las anteriores, como si la destrucción de una causa efímera pudiera implicar la de un mal congénito. No me daba cuenta de que, en aquellas destrucciones donde tenía por cómplice la capacidad de Albertina para cambiar, su facilidad para olvidar, casi para odiar, al objeto reciente de su amor, yo causaba a veces un profundo dolor a uno o a otro de aquellos seres desconocidos con los que Albertina había gozado sucesivamente, y de que aquel dolor lo causaba en vano, pues serían abandonados, pero sustituidos, y, paralelamente al camino jalonado por tantos abandonos que ella cometería a la ligera, proseguiría para mí otro camino implacable, interrumpido apenas por muy breves descansos; de suerte que, bien pensado, mi sufrimiento no podía acabar más que con Albertina o conmigo. Ya en los primeros tiempos de nuestra llegada a París, insatisfecho de lo que Andrea y el chófer me decían sobre los paseos con mi amiga, los alrededores de París me resultaban tan odiosos como los de Balbec, y me fui unos días de viaje con Albertina. Pero en todas partes la misma incertidumbre de lo que Albertina hacía, igual de numerosas las posibilidades de que lo que hacía fuera malo, más difícil aún la vigilancia, tanto que me volví con ella a París. En realidad, al dejar Balbec, había creído dejar Gomorra, arrancar de Gomorra a Albertina; pero ¡ay de mí!, Gomorra estaba dispersa en los cuatro extremos del mundo. Y mitad por mis celos, mitad por mi ignorancia de aquellos goces (cosa muy rara), había preparado sin querer aquel juego al escondite en el que Albertina se me escapaba siempre. Le preguntaba a quemarropa:
—¡Ah!, a propósito, Albertina, ¿lo he soñado, o me dijiste una vez que conocías a Gilberta Swann?
—Sí, bueno, me habló en clase, porque ella tenía los cuadernos de historia de Francia, y estuvo muy simpática, me los prestó y se los devolví también en clase, no la he visto más que allí.
—¿Es de ese género de mujeres que a mí no me gustan?
—Nada de eso, todo lo contrario.
Pero más que entregarme a esta clase de conversaciones indagadoras, solía dedicar a imaginar el paseo de Albertina las fuerzas que no empleaba en hacerlo, y hablaba a mi amiga con ese ardor que conservan intactos los proyectos no cumplidos. Manifestaba tal deseo de ir a ver de nuevo una vidriera de la Sainte-Chapelle, tal pesar por no poder hacerlo con ella sola, que me decía tiernamente:
—Pero, chiquito mío, si eso te hace tanta ilusión, haz un pequeño esfuerzo, ven con nosotros. Esperaremos todo lo que quieras para que te prepares. Además, si te gusta estar conmigo sola, no tengo más que mandar a Andrea a su casa, ya vendrá otra vez.
Pero estos ruegos para que saliera reforzaban la calma que me permitía quedarme en casa.
No pensaba que la apatía de descargarme así sobre Andrea o sobre el chófer del cuidado de calmar mi agitación, encomendándoles a ellos el de vigilar a Albertina, anquilosaba en mí, haciéndolos inertes, todos esos movimientos imaginativos de la inteligencia, todas esas inspiraciones que ayudan a adivinar, a impedir lo que va a hacer una persona. Esto era más peligroso aún porque, por naturaleza, el mundo de los posibles ha estado siempre más abierto para mí que el de la contingencia real. Esto nos ayuda a conocer el alma, pero nos dejamos engañar por los individuos. Mis celos nacían en imágenes, cuando se trataba de un sufrimiento, no de una probabilidad. Ahora bien, puede haber en la vida de los hombres y en la de los pueblos (y debía de haberlo en la mía) un día en que se siente la necesidad de tener en sí un prefecto de policía, un diplomático de clara visión, un jefe de seguridad que, en vez de pensar en lo que esconde un espacio que se extiende a los cuatro puntos cardinales, razona con precisión y se dice: «Si Alemania declara esto, es que quiere hacer tal otra cosa, no otra cosa indefinida, sino exactamente esta o aquella, que acaso ha comenzado ya. Si tal persona ha huido, no ha huido hacia los puntos a, b, d, sino hacia el punto c, y el lugar donde tenemos que desarrollar nuestras pesquisas es, etc». Desgraciadamente, esta facultad no estaba muy desarrollada en mí, la dejaba atrofiarse, perder fuerzas, desaparecer, acostumbrándome a estar tranquilo desde el momento en que otros se ocupaban de vigilar por mí.
En cuanto a la razón de mi deseo de quedarme, me hubiera sido muy desagradable decírsela a Albertina. Le decía que el médico me mandaba quedarme en cama. No era verdad. Y aunque lo hubiera sido, sus prescripciones no me habrían impedido acompañar a mi amiga. Le pedía permiso para no ir con ella y con Andrea. Sólo diré una de las razones, que era una razón de prudencia. Cuando salía con Albertina, si se separaba de mí aunque sólo fuera un momento, estaba inquieto: me figuraba que había hablado a alguien o simplemente había mirado a alguien. Si Albertina no estaba de muy buen humor, me imaginaba que le chafaba o le hacía aplazar un proyecto. La realidad no es más que un incentivo para una meta desconocida en cuyo camino no podemos llegar muy lejos. Es preferible no saber, pensar lo menos posible, no dar a los celos el menor detalle concreto. Desgraciadamente, a falta de la vida exterior, la vida interior tiene también sus incidentes; a falta de los paseos de Albertina, los azares encontrados en las reflexiones que me hacía me proporcionaban a veces esos pequeños fragmentos de realidad que, como un imán, atraen hacia ellos un poco de lo desconocido, doloroso desde este momento. Aun viviendo bajo el equivalente de una campana neumática, continúan actuando las asociaciones de ideas, los recuerdos. Pero esos choques internos no se producían inmediatamente; en cuanto Albertina salía para su paseo, las exaltantes virtudes de la soledad me vivificaban, aunque sólo fuera por unos momentos. Tomaba mi parte de los placeres del día que comenzaba; el deseo arbitrario —la veleidad caprichosa y puramente mía— de gustarlos no habría bastado para ponerlos a mi alcance si el tiempo especial que hacía no me hubiera no sólo evocado las imágenes pasadas, sino afirmado la realidad actual, inmediatamente accesible a todos los hombres a quienes una circunstancia contingente y, por tanto, desdeñable no obligaba a quedarse en su casa. Algunos días muy claros hacía tanto frío, era tan amplia la comunicación con la calle, que parecía que se hubieran abierto las paredes de la casa, y cada vez que pasaba el tranvía, su timbre resonaba como un cuchillo de plata golpeando una casa de vidrio. Pero, sobre todo, yo oía en mí con entusiasmo un sonido nuevo del violín interior. Sus cuerdas se tensan o se aflojan por simples diferencias de la temperatura, de la luz exterior. En nuestro ser, instrumento que la uniformidad del hábito ha hecho silencioso, el canto nace de esas diferencias, de esas variaciones, fuente de toda música: por el tiempo que hace ciertos días, pasamos de repente de una nota a otra. Volvemos a encontrar el son olvidado cuya necesidad matemática hubiéramos podido adivinar y que, en los primeros momentos, cantamos sin reconocerlo. Sólo estas modificaciones internas, aunque venidas de fuera, renovaban para mí el mundo exterior. Unas puertas de comunicación condenadas desde hacía mucho tiempo se abrían de nuevo en mi cerebro. La vida de algunas ciudades, la alegría de ciertos paseos, recuperaban en mí su sitio. Estremecido todo yo en torno a la cuerda vibrante, habría sacrificado mi vida de otro tiempo y mi vida futura, suprimidas por la goma de borrar del hábito, por aquel estado tan especial.
Si no iba a acompañar a Albertina en su larga excursión, mi espíritu vagabundearía más aún que si la acompañaba y, por haber renunciado a gustar con mis sentidos aquella madrugada, gozaba en imaginación de todas las madrugadas semejantes, pasadas o posibles, más exactamente de cierto tipo de madrugadas de las que todas las del mismo género no eran sino una intermitente aparición y que yo reconocía en seguida; pues el aire vivo volvía por sí solo las páginas que había que volver y yo encontraba claramente indicado ante mí, para poder seguirlo desde la cama, el evangelio del día. Aquella madrugada ideal me llenaba el espíritu de realidad permanente, idéntica a todas las mañanas semejantes, y me comunicaba una alegría que mi estado de debilidad no amenguaba: como el bienestar resulta para nosotros, mucho más que de nuestra buena salud, del excedente inaplicado de nuestras fuerzas, podemos alcanzarlo lo mismo aumentando estas que restringiendo nuestra actividad. El excedente de la mía, mantenido en potencia en mi cama, me hacía vibrar, saltar interiormente, como una máquina que no pudiendo cambiar de sitio gira sobre sí misma.
Francisca venía a encender la chimenea y para que prendiera el fuego echaba unas ramillas cuyo olor, olvidado durante todo el verano, describía en torno a la chimenea un círculo mágico en el que yo, viéndome a mí mismo leyendo en Combray unas veces, en Doncieres otras, estaba tan contento en mi cuarto de París como si me dispusiera a salir de paseo hacia Méséglise o a encontrarme en el campo con Saint-Loup y sus amigos de servicio. Suele ocurrir que el placer que sienten todos los hombres en volver a ver los recuerdos acumulados por su memoria es más vivo, por ejemplo, en aquellos que, por la tiranía del mal físico y la esperanza cotidiana de su curación, se ven privados, por una parte, de ir a buscar en la naturaleza unos cuadros parecidos a esos recuerdos y, por otra parte, conservan la suficiente confianza en que podrán hacerlo pronto para permanecer respecto a ellos en estado de deseo, de apetito, y no considerarlos sólo como recuerdos, como cuadros. Pero aunque no hubieran sido nunca nada más que eso para mí y yo hubiese podido, al recordarlos, sólo verlos, volvería a ser de pronto, todo yo, en virtud de una sensación idéntica, el niño, el adolescente que los había visto. No era sólo cambio de tiempo en el exterior, o de olores en la habitación, sino diferencia de edad en mí, sustitución de persona. El olor, en el aire frío, de las ramas de leña, era como un fragmento del pasado, un banco de hielo invisible desprendido de un invierno antiguo que avanzaba en mi cuarto, estriado además de tal perfume, de tal resplandor, como en años diferentes en los que me encontraba de nuevo sumergido, invadido, incluso antes de identificarlas, por la alegría de unas esperanzas abandonadas desde hacía mucho tiempo. El sol entraba hasta mi cama y atravesaba el transparente tabique de mi cuerpo enflaquecido, me calentaba, me tornaba ardiente como cristal. Entonces, convaleciente hambriento que saborea ya todos los manjares que no le permiten todavía, me preguntaba si no malograría mi vida casándome con Albertina, haciéndome asumir la obligación, demasiado pesada para mí, de consagrarme a otro ser, obligándome a vivir ausente de mí mismo por su presencia continua y privándome para siempre de los goces de la soledad.
Y no solamente de estos. Aun cuando solamente deseos pidamos a la jornada, hay algunos —no los que provocan las cosas, sino los que suscitan los seres— que se caracterizan por ser individuales. Así, si me bajaba de la cama para ir a descorrer un momento la cortina de la ventana, no era solamente como un músico abre un instante el piano y para comprobar si, en el balcón y en la calle, la luz del sol estaba exactamente al mismo diapasón que en mi recuerdo: era también para mirar a una planchadora que pasaba con su cesta de ropa, a una panadera con su mandil azul, a una lechera con su pechero y sus mangas de tela blanca, el garfio con las marmitas de leche, alguna orgullosa muchachita rubia siguiendo a su institutriz; una imagen, en fin, que ciertas diferencias de líneas quizá cuantitativamente insignificantes bastaban para hacerla tan distinta de cualquier otra como lo es la diferencia de dos notas en una frase musical, y sin cuya visión mi jornada hubiera perdido, empobreciéndose, las metas que podía proponer a mis deseos de felicidad. Mas si el suplemento de alegría aportado por la contemplación de unas mujeres imposibles de imaginar a priori me las hacía más deseables, más dignas de ser exploradas, la calle, la ciudad, la gente, me daban al mismo tiempo el afán de curarme, de salir y de ser libre sin Albertina. Cuántas veces, en el momento en que la mujer desconocida con la que iba a soñar pasaba delante de la casa, unas veces a pie, otras con toda la velocidad de su automóvil, sufrí porque mi cuerpo no pudiera seguir a mi mirada que la alcanzaba y, cayendo sobre ella como disparado desde mi ventana por un arcabuz, detener la huida de aquel rostro en el que me esperaba la ofrenda de una felicidad que, enclaustrado como estaba, no gustaría jamás.
En cambio, de Albertina ya no me quedaba nada que aprender. Cada día me parecía menos bonita. Sólo el deseo que suscitaba en los demás la izaba a mis ojos en un alto pavés cuando, al enterarme, comenzaba a sufrir de nuevo y quería disputársela. Podía causarme sufrimiento, nunca alegría. Y sólo por el sufrimiento subsistía mi fastidioso apego a ella. Tan pronto como desaparecía, y con ella la necesidad de calmar aquel sufrimiento, que requería toda mi atención como una distracción atroz, sentía que no era nada para mí, como nada debía de ser yo para ella. Me dolía la continuación de aquel estado, y a veces deseaba enterarme de algo terrible que ella hubiera hecho y que diera lugar a una ruptura hasta que me curara, lo que nos permitiría reconciliarnos, rehacer de manera diferente y más ligera la cadena que nos unía.
Mientras tanto, yo encomendaba a mil circunstancias, a mil placeres, la tarea de procurarle junto a mí la ilusión de la felicidad que yo no me sentía capaz de darle.
Quería ir a Venecia en cuanto me curara; pero, si me casaba con Albertina, ¿cómo iba a hacerlo, tan celoso de ella que, hasta en París, si alguna vez me decidía a moverme, era para salir con ella? Incluso cuando me quedaba en casa toda la tarde, mi pensamiento la seguía en sus paseos, describiendo un horizonte lejano, azulado, engendrando alrededor del centro que era yo una zona movible de incertidumbre y de vaguedad. «¡Cómo me evitaría Albertina —me decía— las angustias de la separación si, en uno de esos paseos, viendo que ya no le hablaba de matrimonio, se decidiera a no volver y se fuera a casa de su tía sin que yo tuviese que decirle adiós!». Mi corazón, desde que se estaba cicatrizando su herida, comenzaba a no adherirse ya al de mi amiga; en imaginación, podía alejarla de mí sin sufrir. Seguramente, al perderme a mí, se casaría con otro y, libre, tendría quizá aventuras de aquellas que a mí me horrorizaban. Pero hacía tan buen tiempo, estaba yo tan seguro de que volvería por la noche, que aunque me asaltara esta idea de posibles faltas, podía, en un acto libre, aprisionarla en una parte de mi cerebro, donde ya no tenía más importancia de la que hubieran tenido para mi vida real los vicios de una persona imaginaria; poniendo en funcionamiento los goznes lubrificados de mi cerebro, rebasaba, con una energía que en mi cabeza la sentía yo a la vez física y mental como un movimiento muscular y una iniciativa espiritual, el habitual estado en que hasta entonces estuviera confinado y comenzaba a moverme al aire libre, donde sacrificarlo todo para impedir que Albertina se casara con otro y obstaculizar su afición a las mujeres parecía tan irrazonable a mis propios ojos como a los de alguien que no la conociera.
Por otra parte, los celos son una de esas enfermedades intermitentes cuya causa es caprichosa, imperativa, siempre idéntica en el mismo enfermo, a veces diferente por completo en otro. Hay asmáticos que sólo calman sus crisis abriendo las ventanas, respirando aire libre, un aire puro de las alturas, mientras que otros se refugían en el centro de la ciudad, en un cuarto lleno de humo. Apenas existen celosos cuyos celos no admitan ciertas derogaciones. Uno se aviene a aquel engaño con tal de que se lo digan, otro con tal de que se lo oculten, sin que ninguno de ellos sea más absurdo que el otro, puesto que, si el segundo resulta más verdaderamente engañado desde el momento en que le ocultan la verdad, el primero reclama en esta verdad el alimento, la ampliación, la renovación de sus sufrimientos.
Es más: esas dos manías inversas de los celos suelen ir más allá de las palabras, ya imploren o ya rechacen las confidencias. Celosos hay que sólo sienten celos de los hombres con los que su amante tiene relaciones lejos de ellos, pero, en cambio, permiten que se entregue a otro hombre cercano, si lo hace con su autorización y, si no en su misma presencia, al menos bajo el mismo techo. Este caso es bastante frecuente en los hombres de edad enamorados de una mujer joven. Se dan cuenta de la dificultad de gustarle, a veces de la impotencia para contentarla, y antes que ser engañados prefieren permitir que venga a su casa, a una habitación contigua, alguien que consideran incapaz de darle malos consejos, pero no de darle placer. En otros es todo lo contrario: no dejan a su amante salir sola un minuto en una ciudad que conocen, la tienen en una verdadera esclavitud, y en cambio la dejan ir a pasar un mes en un país que no conocen, donde no pueden imaginar lo que hará. Yo tenía con Albertina estas dos clases de manía calmante. No habría tenido celos si el placer lo gozara cerca de mí, alentado por mí, pero bajo mi completa vigilancia, ahorrándome así el temor a la mentira; acaso no los tuviera tampoco si ella se fuera a un lugar bastante desconocido por mí y bastante lejano como para que yo no pudiera imaginar su género de vida ni tener la posibilidad y la tentación de conocerlo. En ambos casos, el conocimiento o la ignorancia igualmente completos suprimirían la duda.
En la declinación del día, el recuerdo me volvía a sumergir en una atmósfera antigua y fresca; la respiraba con la misma delicia que Orfeo el aire sutil, desconocido en esta tierra, de los Campos Elíseos. Pero terminaba la jornada y me invadía la desolación de la noche. Mirando maquinalmente en el reloj cuántas horas faltarían para que volviera Albertina, veía que me quedaba tiempo para vestirme y bajar a pedir a mi propietaria, madame de Guermantes, indicaciones para ciertas bonitas cosas de toilette que quería regalar a mi amiga. A veces encontraba a la duquesa en el patio, disponiéndose a ir de compras a pie, aunque hiciera mal tiempo, con un sombrero plano y una piel. Yo sabía muy bien que, para muchas personas inteligentes, no era más que una señora cualquiera, porque el título de duquesa de Guermantes no significaba nada cuando ya no había ducados ni principados. Pero yo había adoptado otro punto de vista en mi manera de gozar de los seres y de los países. Me parecía que aquella dama envuelta en pieles y desafiando el mal tiempo llevaba consigo todos los castillos de las tierras de que era duquesa, princesa, vizcondesa, como los personajes esculpidos en el dintel de un pórtico tienen en la mano la catedral que ellos han construido o la ciudad que han defendido. Pero aquellos castillos, aquellos bosques, los ojos de mi espíritu sólo podían verlos en la mano enguantada de la dama envuelta en pieles, prima del rey. Los de mi cuerpo sólo veían, los días en que el tiempo amenazaba lluvia, un paraguas con el que la duquesa no temía ir armada. «Por si acaso, es más prudente llevarlo, por si me encuentro lejos y me pide un coche demasiado caro para mí». Las palabras «demasiado caro», «superior a mis medios», salían constantemente en la conversación de la duquesa, como «soy muy pobre», sin que se pudiera saber si hablaba así porque le divertía decir que era pobre, siendo rica, o porque consideraba elegante, siendo tan aristocrática, es decir, haciéndose la campesina, no dar a la riqueza la importancia que le dan las personas que son solamente ricas y desprecian a los pobres. Quizá fuera más bien una costumbre de una época de su vida en la que, siendo ya rica pero no lo bastante teniendo en cuenta lo que costaba sostener tantas propiedades, pasaba ciertos apuros de dinero que no quería disimular. Las cosas de las que solemos hablar en broma son generalmente, al contrario, las que nos fastidian, pero no queremos que se vea que nos fastidian, quizá con la esperanza inconfesada de esa ventaja suplementaria de que precisamente la persona con quien hablamos, al oírnos bromear con eso, crea que no es verdad.
Pero, generalmente, a aquella hora yo sabía que la duquesa estaría en casa, y me alegraba mucho, pues era más cómodo para pedirle con detalle los datos que Albertina deseaba. Y bajaba a su casa casi sin pensar en lo extraordinario que era que yo fuese a ver a aquella misteriosa madame de Guermantes de mi infancia únicamente con el fin de aprovecharla para una simple comodidad práctica, como si fuera un teléfono, ese instrumento sobrenatural ante cuyos milagros nos maravillábamos antes y del que ahora nos servimos sin pensarlo siquiera para llamar al sastre o encargar un helado.
Las cosas de adorno personal entusiasmaban a Albertina. Yo no sabía privarme de regalarle algo cada día. Y cada vez que me hablaba con arrobo de una echarpe, de una estola, de una sombrilla que al pasar por el patio, o desde la ventana, habían vislumbrado sus ojos, rapidísimos en distinguir todo lo referente a la elegancia, en el cuello, sobre los hombros, en la mano de madame de Guermantes, como yo sabía que el gusto naturalmente difícil de Albertina (refinado, además, por las lecciones de elegancia sacadas de la conversación de Elstir) no se conformaría con una simple imitación, aunque lo fuera de una cosa muy bella, que la reemplaza para el vulgo, pero que es completamente distinta, iba en secreto a que la duquesa me explicara dónde, cómo, sobre qué modelo, había confeccionado lo que le gustaba a Albertina, qué tenía que hacer yo para conseguir exactamente lo mismo, en qué consistía el secreto del que lo había hecho, el encanto de su manera (lo que Albertina llamaba «le chic», «la clase»), el nombre exacto —la belleza de la materia tenía su importancia— y la calidad de las telas que yo debía pedir que emplearan.
Cuando, al llegar de Balbec, le dije a Albertina que la duquesa de Guermantes vivía enfrente de nosotros, en el mismo hotel, al oír el gran título y el gran nombre, tomó ese aire más que indiferente, hostil, desdeñoso, que es la señal del deseo impotente en las naturalezas orgullosas y apasionadas. La de Albertina era magnífica, pero las cualidades que ocultaba sólo podían desarrollarse en medio de esas trabas que son nuestros gustos a los que hemos tenido que renunciar, como Albertina al dilettantes: es lo que se llaman odios. El de Albertina a las personas del gran mundo ocupaba, por lo demás, muy poco sitio en ella y me gustaba por un aspecto de espíritu de revolución —es decir, amor desgraciado a la nobleza— inscrito en la cara opuesta del carácter francés donde está el género aristocrático de madame de Guermantes. Este género aristocrático, a Albertina, por imposibilidad de llegar a él, no le hubiera importado, pero, recordando que Elstir le había hablado de la duquesa como de la mujer que mejor se vestía en París, el desdén republicano cedió el sitio en mi amiga a un vivo interés por una elegante. Frecuentemente me preguntaba cosas sobre madame de Guermantes y le gustaba que fuera a pedirle para ella consejos sobre toilette. Hubiera podido pedírselos a madame Swann, y hasta le escribí una vez con este objeto. Pero me parecía que madame de Guermantes la superaba en el arte de vestirse. Si, al bajar un momento a su casa, después de cerciorarme de que no había salido y de pedir que me avisaran en cuanto volviera Albertina, encontraba a la duquesa envuelta en la bruma de un vestido de crespón de China gris, aceptaba este aspecto dándome cuenta de que se debía a causas complejas y no hubiera podido cambiarse, me dejaba invadir por la atmósfera que desprendía, como ciertos atardeceres envueltos en algodón gris perla por una niebla vaporosa; si, por el contrario, aquel vestido era chinesco con llamas amarillas y rojas, la miraba como a una puesta de sol muy luminosa; aquellas toilettes no eran una decoración cualquiera, sustituible a voluntad, sino una realidad dada y poética como la del tiempo que hace, como la luz especial a cierta hora.
De todos los vestidos o de todas las batas que llevaba madame de Guermantes, los que parecían responder mejor a una intención determinada, tener un significado especial, eran esos vestidos pintados por Fortuny según antiguos dibujos de Venecia. ¿Es su carácter histórico, es más bien el hecho de que cada uno es único lo que le da un carácter tan especial que la actitud de la mujer que lo lleva esperándonos, hablando con nosotros, toma una importancia excepcional, como si ese traje fuera el resultado de una larga deliberación y como si esa conversación surgiera de la vida corriente como una escena de novela? En las de Balzac se ven heroínas que visten a propósito esta o la otra toilette el día en que tienen que recibir a este o al otro visitante. Las toilettes de hoy no tienen tanto carácter, excepto los trajes de Fortuny. En la descripción del novelista no puede subsistir ninguna variedad, porque ese vestido existe realmente, y sus menores dibujos quedan tan naturalmente trazados como los de una obra de arte. Antes de vestir este o el otro traje, la mujer ha tenido que elegir entre dos no más o menos parecidos, sino profundamente individuales cada uno, tanto que se podría darles nombre.
Pero el vestido no me impedía pensar en la mujer. En aquella época, madame de Guermantes me parecía más agradable aún que cuando yo la amaba todavía. Esperando menos de ella (ya no iba a verla por sí misma), la escuchaba casi con la tranquila despreocupación que tenemos cuando estamos solos, con los pies en los morillos de la chimenea, como si estuviera leyendo un libro escrito en lenguaje de otro tiempo. Yo tenía la suficiente libertad de espíritu para gustar en lo que la duquesa decía esa gracia francesa tan pura que ya no se encuentra ni en el hablar ni en los escritos del tiempo presente. Escuchaba su conversación como una canción popular deliciosamente francesa, comprendía que se burlara, como yo la había oído hacerlo, de Maeterlinck (al que ahora admiraba por debilidad de espíritu de mujer, sensible a estas modas literarias cuyos rayos llegan tardíamente), como comprendía que Mérimée se burlara de Baudelaire, Stendhal de Balzac, Paul-Louis Courier de Victor Hugo, Meilhac de Mallarmé. Comprendía muy bien que el que se burlaba tenía una idea muy restringida comparado con aquel de quien se burlaba, pero también un vocabulario más puro. El de madame de Guermantes, casi tanto como el de la madre de Saint-Loup, lo era hasta un punto que encantaba. No es en las frías imitaciones de los escritores de hoy que dicen au fait (por en réalité), singulierement (por en particulier), étonné (por frappé de stupeur), etc., donde se encuentra el viejo lenguaje y la verdadera pronunciación de las palabras, sino hablando con una madame Guermantes o una Francisca. Desde los cinco años, yo había aprendido de la segunda que no se dice el Tarn, sino el Tar, que no se dice el Béarn, sino el Béar. Lo que me valió que a los veinte años, cuando entré en la sociedad, no tuve que aprender en ella que no se debía decir, como decía madame Bontemps: madame de Béarn.
Mentiría si dijera que aquel lado terrícola y casi campesino que quedaba en la duquesa ella no lo notaba y no ponía cierta afectación en mostrarlo. Pero en ella, más que afectada sencillez de gran dama que se hace la campesina y orgullo de duquesa que se burla de las damas ricas despreciativas de los campesinos, a quienes no conocen, era inclinación casi artística de una mujer que conoce el encanto de lo que posee y no va a estropearlo con un revoque moderno. De análoga manera, todo el mundo ha conocido en Dives a un normando, propietario de un restaurante llamado «Guillaume le Conquérant», que se guardó muy bien —cosa muy rara— de dar a su establecimiento el lujo moderno de un hotel y que, siendo millonario, conservaba el hablar y la blusa de campesino normando y dejaba que los clientes entraran a la cocina a verle guisar a él mismo, como en el campo, una comida que no por eso dejaba de ser mucho mejor, y mucho más cara, que en los más grandes palaces.
No basta toda la savia local que hay en las viejas familias aristocráticas: hace falta que nazca en ellas un ser bastante inteligente para no desdeñarla, para no borrarla bajo el barniz mundano. Madame de Guermantes, desgraciadamente inteligente y parisiense y que, cuando yo la conocí, sólo el acento conservaba de su tierra, cuando quería pintar su vida de muchacha había encontrado, al menos para su lenguaje (entre lo que hubiera parecido demasiado involuntariamente provinciano, o, al contrario, artificialmente letrado), una de esas aproximaciones que constituyen el atractivo de La Petite Fadette, de George Sand, o de algunas leyendas recogidas por Chateaubriand en las Mémoires d’outre-tombe. Lo que más me gustaba era oírle contar alguna historia en la que aparecían con ella en escena algunos campesinos. Los nombres antiguos, las viejas costumbres, daban un sabor especial a aquellas relaciones entre el palacio y el pueblo.
Si no había en ello ninguna afectación, ningún propósito de fabricar un lenguaje propio, entonces aquella manera de pronunciar era un verdadero museo de historia de Francia por la conversación. «Mi tío abuelo Fitt-jam» no tenía nada de extraño, pues es sabido que los Fitz James gustan de proclamar que son grandes señores franceses y no quieren que se pronuncie su nombre a la inglesa. Por otra parte, es de admirar la enternecedora docilidad de las gentes que hasta entonces se habían creído en el deber de esforzarse por pronunciar gramaticalmente ciertos nombres y que, de pronto, al oír a la duquesa de Guermantes decirlos de otro modo, se esfuerzan en la pronunciación que no habían podido suponer. Así, la duquesa, que había tenido un bisabuelo adicto al conde de Chambord, para pinchar a su marido por haberse hecho orleanista, se complacía en decir: «Nosotros los antiguos de Frochedorf». El visitante que había creído acertar diciendo hasta entonces «FROHSDORF» cambiaba inmediatamente y decía «Frochedorf».
Una vez que pregunté a madame de Guermantes quién era un joven exquisito que ella me había presentado como sobrino suyo y cuyo nombre entendí mal, no lo distinguí mejor cuando la duquesa, desde el fondo de su garganta, emitió muy fuerte, pero sin articular: «Es el… i Eon, el… b… hermano de Roert. Pretende que tiene la forma del cráneo de los antiguos galos». Entonces comprendí que había dicho: Es el petit Léon (el príncipe de Léon, cuñado, en efecto, de Roberto de Saint-Loup). En todo caso, no sé si tiene el cráneo de los galos —añadió—, pero su manera de vestirse, muy elegante por lo demás, no es muy de allá. Un día que fuimos de peregrinación desde Josselin, donde estaba yo en casa de los Rohan, llegaron campesinos de casi todos los puntos de Bretaña. Un gran diablo de aldeano de Léon miraba pasmado el pantalón beige del cuñado de Roberto.
—¿Por qué me miras así? Apuesto a que no sabes quién soy —le dijo Léon. Y como el campesino dijera que no—. Pues soy tu príncipe.
—¡Ah! —contestó el campesino descubriéndose y disculpándose—, le había tomado por un inglés.
Y si, aprovechando este punto de partida, llevaba yo a madame de Guermantes al tema de los Rohan (con los que su familia había emparentado varias veces), su conversación se impregnaba un poco del melancólico encanto de las romerías y, como diría ese verdadero poeta que es Pampille, «del áspero sabor de los crêpes de trigo negro hechos en un fuego de juncos».
Del marqués del Lau (cuyo triste fin es conocido, cuando, sordo él, se hacía llevar a casa de madame H…, ciega) contaba los años menos trágicos, cuando en Guermantes, al volver de caza, se ponía en zapatillas para tomar el té con el rey de Inglaterra, al que no se sentía inferior y con el que, como se ve, no andaba con contemplaciones. La duquesa destacaba esto con tanto colorido que le ponía el penacho mosqueteril de los nobles un poco gloriosos del Périgord.
Además, madame de Guermantes, que seguía de tal modo apegada a la tierra, lo que constituía su mayor fuerza, aun la simple calificación de las personas la hacía por provincias, situaba en ellas a las gentes como nunca sabría hacerlo una parisiense de origen, y los simples nombres de Anjou, de Poitou, de Périgord, reconstruían en su conversación paisajes en torno a un retrato a lo Saint-Simon.
Volviendo a la pronunciación y al vocabulario de madame de Guermantes, en esto es donde la nobleza resulta verdaderamente conservadora, con todo lo que esta palabra tiene a la vez de un poco pueril, de un poco peligroso, de refractario ala evolución, pero también de divertido para el artista. Yo quería saber cómo se escribía antiguamente la palabra Jean. Lo supe al recibir una carta del sobrino de madame de Villeparisis, que firma —como fue bautizado, como figura en el Gotha-Jehan de Villeparisis, con la misma hermosa H inútil, heráldica, tal como se la admira, miniada en vermellón o en ultramar, en un libro de horas o en una vidriera.
Desgraciadamente, yo no tenía tiempo de prolongar indefinidamente estas visitas, pues quería, en lo posible, no volver después de mi amiga. Pero sólo con cuentagotas podía obtener de madame de Guermantes los datos sobre sus toilettes, que me eran útiles para encargar para Albertina otras toilettes del mismo estilo, en la medida en que podía llevarlas una muchacha.
—A propósito, duquesa, el día en que iba usted a comer a casa de madame de Saint-Euverte, antes de ir a casa de la princesa de Guermantes, llevaba usted un vestido rojo, con zapatos rojos, estaba usted asombrosa, parecía una gran flor de sangre, un rubí en llamas; ¿cómo se llamaba aquel vestido? ¿Puede llevarlo una muchacha soltera?
La duquesa, dando a su rostro ajado la radiante expresión que tenía la princesa de Laumes cuando Swann le decía galanterías, miró llorando de risa, con un aire burlón, interrogativo y feliz, a monsieur de Bréauté, siempre allí a aquella hora y que entibiaba bajo su monóculo una sonrisa indulgente para aquella jerigonza de intelectual, por la exaltación física de hombre joven que le parecía ocultar. La duquesa parecía decir: «¿Qué le pasa? Está loco». Después, dirigiéndose a mí con gesto mimoso:
—Yo no sabía que pareciera un rubí en llamas o una flor de sangre, pero recuerdo, en efecto, que he tenido un vestido rojo: era de raso rojo, como se llevaba en aquel momento. Sí, en rigor una muchacha soltera puede llevar eso, pero usted me ha dicho que la suya no sale de noche. Es un vestido de gran gala, no se puede poner para hacer visitas.
Lo extraordinario es que de aquella noche, al fin y al cabo no tan lejana, madame de Guermantes no se acordara más que de su toilette y hubiera olvidado una cosa que, sin embargo, como veremos, debiera interesarle mucho. Parece ser que en las personas de acción (y las personas del gran mundo son personas de acciones minúsculas, microscópicas, pero personas de acción) la mente, sobrecargada por la atención a lo que va a ocurrir al cabo de una hora, confía muy poco a la memoria. Por ejemplo, no era por engañar y parecer al cabo de la calle cuando monsieur de Norpois, si le hablaban de pronósticos emitidos por él sobre una alianza con Alemania, que ni siquiera se había realizado, decía:
—Debe de estar usted equivocado, no lo recuerdo en absoluto, creo que no es así, pues en esa clase de conversaciones yo soy siempre muy lacónico y nunca habría predicho el éxito de uno de esos coups d’éclat que no suelen ser más que coups de tete y habitualmente degeneran en coups de force. Es innegable que en un futuro lejano se podría llegar a un acercamiento franco-alemán, muy beneficioso para los dos países y en el que creo que Francia no perdería nada, pero yo no he hablado nunca de eso, porque la pera no está madura aún, y si usted quiere conocer mi opinión, creo que si propusiéramos a nuestros antiguos enemigos volver a contraer con nosotros unas justas nupcias, nos expondríamos a un gran fracaso y no recibiríamos más que golpes.
Al decir esto, monsieur de Norpois no mentía, simplemente había olvidado. Y es que se olvida pronto lo que no se ha pensado con profundidad, lo que ha sido dictado por la imitación, por las pasiones circundantes. Estas pasiones cambian y con ellas cambia nuestro recuerdo. Los hombres políticos, menos aún que los diplomáticos, no recuerdan el punto de vista en que se situaron en un determinado momento, y algunas de sus palinodias se deben, más que al exceso de ambición, a la falta de memoria. En cuanto a las personas del gran mundo, recuerdan poca cosa.
Madame de Guermantes me sostuvo que no recordaba que estuviera madame de Chaussepierre en la fiesta donde ella llevaba aquel vestido rojo, que seguramente me equivocaba. Y, sin embargo, Dios sabe lo que desde entonces habían ocupado los Chaussepierre el pensamiento del duque y hasta de la duquesa. He aquí la razón. Cuando murió el presidente del jockey, monsieur de Guermantes era el vicepresidente más antiguo. Algunos miembros del círculo que no tienen relaciones y cuyo único placer es votar con bolas negras a los que no les invitan hicieron campaña contra el duque de Guermantes, que, seguro de su elección y bastante negligente en cuanto a aquella presidencia, que era relativamente poca cosa para su posición mundana, no se ocupó de nada. Se hizo valer que la duquesa era dreyfusista (el asunto Dreyfus había terminado hacía ya tiempo, pero transcurridos veinte años se hablaba todavía de él, y sólo habían pasado dos), que recibía a los Rothschild, que favorecía demasiado desde hacía algún tiempo a grandes potentados internacionales, como el duque de Guermantes, medio alemán. La campaña encontró un terreno muy favorable, pues los clubs están siempre celosos de las gentes muy destacadas y detestan a las grandes fortunas. La de Chaussepierre no era pequeña, pero no podía deslumbrar a nadie: no gastaba un céntimo, el piso del matrimonio era modesto, la mujer iba vestida de lana negra. Loca por la música, daba muchas pequeñas fiestas en las que había muchas más cantantes que en casa de los Guermantes. Pero nadie hablaba de aquello, no había refrescos, y ni siquiera estaba presente el marido, en la oscuridad de la Rue de la Chaise. En la ópera, madame de Chaussepierre pasaba inadvertida, siempre con gentes cuyo nombre evocaba el medio más «ultra» de la intimidad de Carlos X, pero eran gentes sin ningún relieve, poco mundanas. El día de la elección, con sorpresa general, la oscuridad triunfó sobre el deslumbramiento: Chaussepierre, segundo vicepresidente, fue nombrado presidente del jockey, y el duque de Guermantes se quedó en la calle, es decir, de primer vicepresidente. Claro que ser presidente del jockey no representa gran cosa para príncipes de primera categoría como eran los Guermantes. Pero no serlo cuando corresponde, ser preterido a un Chaussepierre, a cuya mujer no sólo no le devolvía Oriana el saludo dos años antes, sino que llegaba hasta mostrarse ofendida de que la saludara aquella desconocida, era duro para el duque. Quería aparentar que estaba por encima de aquel fracaso, asegurando, además, que se lo debía a su vieja amistad con Swann. Pero en realidad estaba furibundo. Un detalle curioso: nunca se había oído al duque de Guermantes la expresión bastante trivial bel et bien[4], pero desde la elección del jockey, desde que se hablaba del asunto Dreyfus, surgía bel et bien: «asunto Dreyfus, asunto Dreyfus, se dice pronto y el término es impropio; no es un asunto de religión, es bel et bien4 un asunto político». Podían pasar cinco años sin que se oyera bel et bien si durante ese tiempo no se hablaba del asunto Dreyfus, pero si pasados esos cinco años volvía el nombre de Dreyfus, en seguida surgía automáticamente el bel et bien. Por lo demás, el duque ya no podía soportar que se hablara de ese asunto «que tantos males ha causado», decía, aunque en realidad él no era sensible más que a uno, a su fracaso en la presidencia del jockey.
Por eso, la tarde a que me refiero, en la que recordé a madame de Guermantes el vestido rojo que llevaba en la fiesta de su prima, monsieur de Bréauté fue bastante mal recibido cuando, queriendo decir algo, por una asociación de ideas que permaneció oscura y que él no desveló, comenzó moviendo la lengua en la punta de su boca de culo de pollo:
—A propósito del asunto Dreyfus… —¿por qué el asunto Dreyfus?: se trataba solamente de un vestido rojo y ciertamente el pobre Bréauté, que no pensaba nunca más que en decir cosas agradables, no ponía en ello ninguna malicia, pero el nombre de Dreyfus le hizo fruncir el jupiterino entrecejo al duque de Guermantes—, me han contado un chiste bastante bonito, muy fino desde luego, de nuestro amigo Cartier —advertimos al lector que el tal Cartier, hermano de madame de Villefranche, no tenía la menor relación con el joyero del mismo nombre—, lo que no me extraña nada, pues tiene ingenio para dar y vender.
—¡Ah! —interrumpió Oriana—, no seré yo quien lo compre. No puedo decirles lo que su Cartier me ha cargado siempre, y no puedo comprender el grandísimo encanto que Carlos de la Trémoïlle y su mujer le encuentran a ese pelma con el que me encuentro en su casa cada vez que voy.
—Mi erida duesa —contestó Bréauté, que pronunciaba difícilmente la q—, es usted muy severa con Cartier. Desde luego está demasiado metido en casa de los La Trémoïlle, pero al fin y al cabo es para Arlos una especie de, cómo diré, una especie de fiel Achate, lo que ha llegado a ser un pájaro bastante raro en los tiempos que corren. En todo caso, les diré el chiste que me han contado. Parece ser que Cartier dijo que si Zola había buscado que le procesaran y le condenaran, era por experimentar una sensación que aún no conocía, la de estar en la cárcel.
—Por eso huyó antes que lo detuvieran —interrumpió Oriana—. Eso no tiene pies ni cabeza. Además, aunque fuera verosímil, me parece francamente idiota. ¡Si a eso le llama usted ingenioso!
—Pero, mi erida Oriana —replicó Bréauté, que al ver que le contradecían comenzaba a echarse atrás—, esas palabras no son mías, no hago más que repetirlas tal como me las dijeron, así que tómelas por lo que valen. En todo caso, han dado lugar a que monsieur Cartier recibiera un buen sofión de ese excelente La Trémoïlle, que con mucha razón no quiere nunca que se hable en su salón de lo que llamaré, ¿cómo decirlo?, los asuntos en discusión y que aquel día estaba más contrariado aún por la presencia de madame Alfonso Rothschild. Cartier tuvo que aguantar una buena reprimenda de La Trémoïlle.
—Naturalmente —intervino el duque de muy mal humor—, los Alfonso Rothschild, aunque tienen el tacto de no hablar nunca de ese abominable asunto, son dreyfusistas en el fondo del alma, como todos los judíos. Este es un argumento ad hominem —el duque empleaba la expresión ad hominem un poco al buen tun tun— que no se pone bastante de relieve para demostrar la mala fe de los judíos. Si un francés roba o asesina, yo no me creo en el deber, porque sea francés como yo, de considerarle inocente. Pero los judíos no admitirán jamás que uno de sus conciudadanos sea un traidor, aunque lo sepan perfectamente, y les importan un bledo las catastróficas repercusiones —el duque pensaba, por supuesto, en la maldita elección de Chaussepierre— que ese crimen de uno de los suyos puede provocar hasta… En fin, Oriana, no dirás que no es gravísimo para los judíos el hecho de que todos ellos sostengan a un traidor. No dirás que es porque son judíos.
—Claro que sí —contestó Oriana, sintiendo, un poco irritada, cierto deseo de resistir al Júpiter tonante y también de poner «la inteligencia» por encima del asunto Dreyfus—. Pero es precisamente porque, siendo judíos y conociéndose a sí mismos, saben que se puede ser judío y no ser forzosamente traidor y antifrancés, como parece ser que opina monsieur Drumont. Claro que si hubiera sido cristiano, los judíos no se habrían interesado por él, pero lo han hecho porque se dan cuenta de que, si no fuera judío, no le creerían traidor tan fácilmente y a priori, como diría mi sobrino Roberto.
—Las mujeres no entienden nada de política —exclamó el duque mirando fijamente a la duquesa—. Pues ese horrible crimen no es simplemente una causa judía, sino bel et bien un inmenso asunto nacional que puede traer las más terribles consecuencias para Francia, de donde se debería expulsar a todos los judíos, aunque reconozco que las sanciones aplicadas hasta ahora lo han sido (de una manera innoble que debería ser revisada) no contra ellos, sino contra sus adversarios más eminentes, contra los hombres de primer orden, excluidos para desgracia de nuestro pobre país.
Me daba cuenta de que aquello iba por mal camino y me precipité a volver al tema de los vestidos.
—¿Recuerda usted, duquesa —dije—, la primera vez que estuvo usted amable conmigo…?
—La primera vez que estuve amable con él —repitió riendo y mirando a monsieur de Bréauté, que encogía la punta de la nariz sonriendo tiernamente por halagar a madame de Guermantes, y emitiendo con su voz de afilar un cuchillo unos sonidos vagos y enroñecidos—. …Llevaba usted un vestido amarillo con grandes flores negras.
—Pero, hijito, estamos en las mismas, son vestidos de gala.
—¡Y su sombrero de florecillas azules que tanto me gustó! Pero, en fin, todo eso es retrospectivo. Yo quisiera encargar a la muchacha de que se trata un abrigo de pieles como el que usted llevaba esta mañana. ¿No sería posible que yo le viera?
—Claro que sí, Aníbal tiene que marcharse dentro de un momento. Se vendrá usted conmigo a casa y mi doncella le enseñará todo eso. Ahora que, hijito mío, encantada de prestarle todo lo que quiera, pero si le encarga a una modista cualquiera modelos de Callot, de Doucet, de Paquin, nunca será lo mismo.
—Pero yo no quiero de ninguna manera ir a una modista cualquiera, sé muy bien que no será lo mismo, pero me gustaría saber por qué no será lo mismo.
—Ya sabe usted que yo no sé explicar nada, soy una tonta, hablo como una campesina. Es cuestión de toque, de detalle. Para las pieles, por lo menos, puedo darle unas letras para mi peletero, que así no le robará. Pero, de todos modos, eso le costará ocho o nueve mil francos.
—¿Y aquella bata que huele tan mal, la que llevaba usted la otra noche, oscura, afelpada, con manchas de color y estrías de oro como un ala de mariposa?
—¡Ah!, es un vestido de Fortuny. Su amiguita puede muy bien ponerse eso en casa. Tengo muchas, se las enseñaré, y hasta puedo darle alguna si le place. Pero me gustaría, sobre todo, que viera la de mi prima Talleyrand. Le escribiré que se la preste.
—Y aquellos zapatos tan bonitos que llevaba, ¿también eran de Fortuny?
—No, ya sé a cuáles se refiere, son unos de cabritilla dorada que encontramos en Londres yendo de compras con Consuelo de Manchester. Era una piel extraordinaria. Nunca he podido comprender cómo la habían dorado, era exactamente como una piel de oro. No hay como eso con un pequeño diamante en el medio. La pobre duquesa de Manchester ha muerto, pero si le interesa escribiré a madame de Warwick o a madame Malborough para que intenten encontrar algo parecido. Estoy pensando si me queda todavía de esa piel. Es posible que lo pudieran hacer aquí. Miraré esta noche y le mandaré recado.
Como yo procuraba, en lo posible, dejar a la duquesa antes de que volviera Albertina, a aquella hora solía encontrar en el patio, al salir de casa de madame de Guermantes, a monsieur de Charlus y a Morel, que iban a tomar el té a casa de… Jupien, supremo favor para el barón. No me cruzaba con ellos todos los días, pero iban todos los días. Es de observar que cuanto más absurda es una costumbre, mayor suele ser la constancia en seguirla. Las cosas extraordinarias no se hacen, generalmente, más que a saltos. Pero las vidas insensatas en las que el maníaco se priva voluntariamente de todos los placeres y se inflige los mayores males, esas vidas son las que menos cambian. Si tuviéramos la curiosidad de comprobarlo, cada diez años volveríamos a ver a un desgraciado durmiendo a las horas en que podría vivir, saliendo a las horas en que no hay otra cosa que hacer que dejarse asesinar en la calle, tomando bebidas heladas cuando tiene calor, siempre cuidándose un catarro. Bastaría, una vez, un pequeño impulso de energía para cambiar definitivamente estas costumbres. Pero precisamente esas vidas suelen ser propias de personas incapaces de energía. Los vicios son otro aspecto de esas existencias monótonas que la voluntad podría hacer menos atroces. En el hecho de que monsieur de Charlus fuera todos los días con Morel a tomar el té en casa de Jupien, se podían considerar ambos aspectos. Una sola tormenta se había producido en aquella costumbre cotidiana. Un día dijo a Morel la sobrina del chalequero: «Eso, vengan mañana, les pagaré el té»; a monsieur de Charlus le pareció esta expresión, y lo era en realidad, demasiado vulgar para una persona a la que pensaba hacer casi su nuera; pero como le gustaba ofender y se exaltaba con su propia cólera, en vez de decir simplemente a Morel que le rogaba diera a este respecto una lección de elegancia, todo el camino de vuelta transcurrió en escenas violentas. En el tono más insolente, más orgulloso:
—El toucher, que, por lo que veo, no va forzosamente unido al tact[5], te ha impedido el desarrollo normal del olfato, puesto que has tolerado que esa fétida expresión de pagar el té, supongo que a quince céntimos, hiciera subir su olor de letrina hasta mis regias narices. ¿Has visto alguna vez que cuando has terminado un solo de violín te recompensaran con un pedo, en lugar de un aplauso frenético o de un silencio aún más elocuente porque lo determina el miedo a no poder contener (no lo que tu novia te prodiga), sino el sollozo que has hecho asomar al borde de los labios?
Cuando a un funcionario le inflige su jefe semejantes reproches, al día siguiente, invariablemente, queda cesante. Mas para monsieur de Charlus era demasiado doloroso despedir a Morel, y, temiendo haber llegado demasiado lejos, se puso a hacer de la muchacha unos elogios minuciosos, muy inteligentes, involuntariamente salpicados de impertinencias.
—Es encantadora. Como tú eres músico, supongo que te ha seducido por la voz, pues la tiene muy bonita en las notas altas, en las que parece estar esperando el acompañamiento de tu si sostenido. Su registro grave me gusta menos, y esto debe de estar en relación con su cuello delgado y raro, que empieza tres veces, pues parece que acaba y vuelve a empezar; en ella, más que los detalles mediocres, es la silueta lo que me gusta. Y como es modista y debe de saber manejar las tijeras, me tendrá que dar un bonito patrón de ella misma en papel.
Charlie no escuchaba estos elogios, tanto menos cuanto que los atractivos que celebraban en su novia le habían pasado siempre inadvertidos. Pero contestó a monsieur de Charlus:
—Desde luego, pequeño mío, le echaré una buena para que no vuelva a hablar así.
Si Morel llamaba «pequeño mío» a monsieur de Charlus, no es que el apuesto violinista ignorara que el barón le triplicaba la edad. Tampoco lo decía como lo hubiera dicho Jupien, sino con esa sencillez que, en ciertas relaciones, postula que la supresión de la diferencia de edad ha precedido tácitamente al cariño (cariño fingido en Morel, sincero en otros). Así, por aquella época, monsieur de Charlus recibió una carta concebida en los siguientes términos: «Mi querido Palamède, ¿cuándo te veré? Me aburro mucho después de ti y pienso muchas veces en ti, etc. Muy tuyo, Pedro». Monsieur de Charlus se devanó los sesos por averiguar qué persona de su familia se permitía escribirle con tanta familiaridad, persona que debía, por tanto, conocerle mucho, y él, sin embargo, no conocía su letra. Durante unos días desfilaron por el cerebro de monsieur de Charlus todos los príncipes a los que el Almanaque del Gotha concede unas líneas. Hasta que, de pronto, le iluminó una dirección escrita al dorso: el autor de la carta era el botones de un casino de juego al que monsieur de Charlus iba algunas veces. El tal botones no creyó descortés escribir en aquel tono a monsieur de Charlus, quien, por el contrario, tenía gran prestigio a sus ojos. Pero pensaba que no estaba bien no tutear a una persona que le había besado varias veces, demostrándole con ello su cariño —así lo imaginaba en su inocencia—. En el fondo, a monsieur de Charlus le encantó aquella familiaridad. Hasta llegó a acompañar a monsieur de Vaugoubert, a la salida de una fiesta, para enseñarle la casa. Y, sin embargo, Dios sabe que a monsieur de Charlus no le gustaba salir con monsieur de Vaugoubert.
Pues este, con el monóculo en el ojo, miraba a todos los jóvenes que pasaban. Más aún, sintiéndose emancipado cuando estaba con monsieur de Charlus, empleaba un lenguaje que el barón detestaba. Ponía en femenino todos los nombres de hombres y, como era muy tonto, le parecía muy ingeniosa esta broma y se reía a carcajadas. Como además tenía muchísimo apego a su puesto diplomático, sus deplorables y estrepitosas maneras en la calle las interrumpía continuamente el miedo cuando se cruzaba con personas del gran mundo, pero sobre todo con funcionarios.
—A esa pequeña telegrafista —decía tocando con el codo al enfurruñado barón— la he conocido, pero se ha vuelto muy formal, la muy antipática. ¡Oh, ese repartidor de Galeries Lafayette, qué maravilla! Diablo, por ahí va el director de Asuntos Comerciales. ¡Con tal de que no se haya fijado en mi gesto! Sería capaz de decírselo al ministro, que me dejaría excedente, sobre todo porque, al parecer, es del gremio.
Monsieur de Charlus estaba furioso. Por fin, para abreviar aquel paseo que le exasperaba, se decidió a sacar la carta y a dársela a leer al embajador, pero recomendándole discreción, pues para poder hacer creer que Charlie le amaba, fingía que este era celoso. Y añadió con un impagable gesto de bondad:
—Hay que procurar siempre, en lo posible, no causar pena.
Antes de volver al taller de Jupien, le interesa al autor hacer constar cuánto le contrariaría que el lector se equivocara ante tan extrañas descripciones. Por una parte (y este es el aspecto menos importante del asunto), resulta que este libro parece presentar a la aristocracia más degenerada, proporcionalmente, que las demás clases sociales. Aunque así fuera, no habría por qué extrañarse. Las familias más antiguas acaban por declarar, en la nariz roja y caballuda, en el mentón deformado, unos signos específicos en los que todo el mundo admira la «raza». Pero entre estos rasgos persistentes y cada vez más acusados hay algunos no visibles, y son las tendencias y los gustos. Una objeción más grave, si fuera fundada, sería decir que todo esto nos es ajeno y que hay que sacar la poesía de la verdad muy próxima. Existe, en efecto, el arte extraído de la realidad más familiar, y acaso su campo es el más grande. Pero también es cierto que puede nacer un gran interés, a veces por la belleza, de actos derivados de una forma de espíritu tan lejana de todo lo que sentimos, de todo lo que creemos, que ni siquiera podemos llegar a comprenderlos, que se presentan ante nosotros como un espectáculo sin causa. ¿Hay algo más poético que Jerjes, hijo de Darío, mandando azotar el mar que se había tragado sus barcos?
Morel, haciendo uso del poder que sus encantos le daban sobre la muchacha, transmitió a esta, llamándola a capítulo, la censura del barón, y la expresión «pagar el té» desapareció del taller del chalequero tan absolutamente como desaparece para siempre de un salón una persona íntima a la que se recibía diariamente y con la que, por una u otra razón, se han enfadado los dueños de la casa o les interesa ocultar esa amistad y no frecuentarla más que fuera de aquella. Monsieur de Charlus se quedó muy satisfecho, pues aquello representaba para él una prueba de su ascendiente sobre Morel y la desaparición de la única pequeña mancha en las perfecciones de la muchacha.
Además, como a todos los de su especie, sin dejar de ser sinceramente amigo de Morel y de su casi prometida, ardiente partidario de su unión, le encantaba el poder de suscitar a su capricho unos piques más o menos inofensivos, permaneciendo él al margen y por encima de los mismos tan olímpicamente como si fuera hermano suyo. Morel había dicho a monsieur de Charlus que amaba a la sobrina de Jupien y quería casarse con ella, y al barón le era dulce acompañar a su joven amigo a unas visitas en las que él desempeñaba el papel de futuro suegro indulgente y discreto. Nada le era más grato.
Personalmente creo que «pagar el té» venía del propio Morel y que la joven costurera, por ceguera de amor, adoptó una expresión del hombre adorado, expresión que, por su fealdad, chocaba con el bonito hablar de la muchacha. Este hablar, las bonitas maneras que lo acompañaban, la protección de monsieur de Charlus, daban lugar a que muchos clientes para los que había trabajado la recibieran como amiga, la invitaran a comer, la introdujeran entre sus relaciones, todo lo cual no lo aceptaba la pequeña si no era con el permiso del barón y las noches que a ella le convenían. «¿Una costurerilla en el gran mundo? —se dirá—. ¡Qué cosa más inverosímil!». Bien pensado, no era menos inverosímil que el hecho de que Albertina fuera a verme a media noche y ahora viviera conmigo. Y quizá fuera inverosímil en otra, pero no en Albertina, sin padre ni madre, haciendo una vida tan libre que al principio yo la tomé en Balbec por amante de un corredor, teniendo como pariente más próximo a madame Bontemps, que, ya en casa de madame Swann, sólo admiraba en su sobrina sus malas maneras y ahora cerraba los ojos, sobre todo si esto podría librarla de ella facilitándole una buena boda que se traduciría en un poco de dinero para la tía (en la más alta sociedad, algunas madres muy nobles y muy pobres que han casado a sus hijos con un buen partido se dejan mantener por los jóvenes esposos, aceptan pieles, un automóvil, dinero, de una nuera a la que no quieren, pero a la que introducen en sociedad). Acaso llegue un día en que las costureras alternarán en el gran mundo, lo que a mí no me parecería mal en absoluto. Como la sobrina de Jupien es una excepción, no puede todavía permitir preverlo, pues una golondrina no hace verano. En todo caso, si el pequeño ascenso de la sobrina de Jupien escandalizó a algunas personas, no fue, por cierto, a Morel, pues en algunos puntos su estupidez era tan grande que no sólo encontraba «más bien tonta» a aquella muchacha mil veces más inteligente que él, quizá sólo porque ella le amaba, sino que suponía que eran aventureras, modistas de baja categoría disfrazadas de señoras, las personas muy bien situadas que la recibían y de lo que ella no se envanecía. Por supuesto, no eran Guermantes, ni siquiera personas que las conociesen, sino burguesas ricas, elegantes, de espíritu lo bastante libre como para pensar que nadie se deshonra recibiendo a una costurera, de espíritu lo bastante esclavo también como para sentir cierta satisfacción por proteger a una muchacha a la que S. A. el barón de Charlus, sin tener con ella ninguna relación amorosa, iba a ver todos los días.
La idea de aquella boda le era muy grata al barón, pues pensaba que así no le quitarían a Morel. Parece ser que la sobrina de Jupien había tenido, casi niña, un «desliz» y a monsieur de Charlus, sin dejar de cantarlos elogios de la muchacha, no le hubiera desagradado contárselo al amigo, que se habría puesto furioso, y meter así cizaña. Pues monsieur de Charlus, aunque profundamente malévolo, se parecía a muchas buenas personas que hacen el elogio de este o del otro para demostrar su propia bondad, pero que se guardarían como del fuego de pronunciar palabras, tan raramente emitidas, que pudieran hacer reinar la paz. A pesar de ello, el barón se guardó de la menor insinuación, y por dos razones. «Si le cuento —pensaba— que su novia no está sin mancha, sufrirá su amor propio y me tomará rabia. Y, además, ¿quién me dice que no está enamorado de ella? Si no digo nada, ese fuego de paja se apagará en seguida, yo gobernaré a mi gusto sus relaciones, él no la amará sino en la medida en que yo lo desee. Si le cuento la pasada falta de su prometida, ¿quién me dice que mi Charlie no está lo bastante enamorado para sentir celos? Entonces, por mi propia culpa, transformaré un amorío sin consecuencias y muy fácil de manejar en un gran amor, cosa difícil de gobernar». Por estas dos razones, monsieur de Charlus guardaba un silencio que sólo tenía las apariencias de la discreción, pero que, por otra parte, era meritorio, pues a las personas de este tipo les es casi imposible callarse.
Por otra parte, la muchacha era deliciosa, y monsieur de Charlus, satisfecho el gusto estético que podía tener para las mujeres, hubiera querido tener centenares de fotografías suyas. Menos tonto que Morel, se enteraba con gusto de las damas elegantes que la recibían y a las que su olfato social sabía catalogar. Pero, velando por conservar su dominio, se guardaba muy bien de decírselo a Charlie, el cual, un verdadero ignorante de estas cosas, seguía creyendo que, aparte la «clase de violín» y los Verdurin, no existían más que los Guermantes, las pocas familias casi reales enumeradas por el barón, y que todo lo demás no era sino una «hez», una «turba». Charlie tomaba al pie de la letra estas expresiones de monsieur de Charlus.
¡Cómo es posible que monsieur de Charlus, vanamente esperado todos los días del año por tantos embajadores y tantas duquesas; que monsieur de Charlus, que no comía con el príncipe de Croy porque se le da la precedencia; que monsieur de Charlus pase en casa de la sobrina de un chalequero todo el tiempo que quita a esas grandes damas, a esos grandes señores! En primer lugar, razón suprema, estaba allí Morel. Y aunque no estuviera, no veo ninguna inverosimilitud, o ustedes juzgan como lo haría un subalterno de Amado. Sólo los camareros creen que un hombre muy rico lleva siempre trajes nuevos y resplandecientes y que un señor muy elegante da comidas de sesenta cubiertos y no va más que en automóvil. Se equivocan. Ocurre frecuentemente que un hombre muy rico lleva siempre la misma chaqueta raída, que un caballero muy elegante es un señor que en el restaurante sólo se trata con los empleados y, al volver a casa, juega a las cartas con sus criados. Esto no quita para que se niegue a pasar después del príncipe Murat.
Entre las razones que a monsieur de Charlus le hacían desear la boda de los dos jóvenes, figuraba esta: que la sobrina de Jupien sería en cierto modo una prolongación de la personalidad de Morel y, por consiguiente, del poder y del conocimiento que el barón tenía de él. En cuanto a «engañar», en el sentido conyugal, a la futura esposa del violinista, a monsieur de Charlus no se le ocurría ni por un momento sentir por ello el menor escrúpulo. Pero tener que guiar a un «joven matrimonio», sentirse un protector temido y todopoderoso de la mujer de Morel, que consideraba al barón como a un Dios, demostraría que el querido Morel le había infundido esta idea, y contendría así algo de Morel, haría cambiar el tipo de dominio de monsieur de Charlus y nacer en su «cosa». Morel un ser más, el esposo, es decir, le daría un atractivo más, algo nuevo, algo curioso que amar en él. Acaso este dominio sería ahora mayor que nunca. Pues allí donde Morel solo, desnudo por decirlo así, resistía muchas veces al barón, pues se sentía seguro de reconquistarlo, una vez casado temería por su matrimonio, por su casa, por su porvenir y ofrecería a monsieur de Charlus mayor superficie, más medios de captación. Todo esto, y hasta, llegado el caso, las noches en que se aburriera, la posibilidad de encizañar a los esposos (al barón no le habían desagradado nunca los cuadros de batallas) le gustaba mucho a monsieur de Charlus. Pero no tanto como pensar en que el joven matrimonio iba a depender de él. El amor de monsieur de Charlus por Morel adquiría una deliciosa novedad cuando pensaba: es tan mío que su mujer también será mía; no harán nada que pueda molestarme, obedecerán a mis caprichos, y de este modo ella será una señal (que yo no he conocido hasta ahora) de lo que casi había olvidado y que tan sensible es a mi corazón: que para todo el mundo, para los que verán que los protejo, que los alojo, y para mí mismo, Morel es mío. A monsieur de Charlus esta evidencia para los demás y para sí mismo le entusiasmaba más que todo el resto. Pues la posesión de lo que se ama es un goce más grande aún que el amor. Muy frecuentemente los que ocultan a todos esta posesión sólo lo hacen por miedo a que les quiten el objeto amado.
Y esta prudencia de callarse amengua su felicidad.
El lector recuerda quizá que Morel dijo un día al barón que deseaba seducir a una muchacha, especialmente a aquella, y que para lograrlo le prometería casarse con ella, pero después de violarla la dejaría plantada. Pero ante las declaraciones de amor a la sobrina de Jupien que Morel le hizo, monsieur de Charlus olvidó aquello. Más aún, es posible que también lo hubiera olvidado Morel. Acaso mediaba una distancia verdadera entre la naturaleza de Morel —tal como él la confesaba cínicamente, quizá hasta hábilmente exagerada— y el momento en que esta se impusiera. Cuando trató más a la muchacha, le gustó, la amó, y tan mal se conocía que llegó a figurarse quizá que la amaba para siempre. Persistían, desde luego, su deseo inicial, su proyecto nefando, pero enmascarados por tantos sentimientos superpuestos que nada demuestra que el violinista no fuera sincero al decir que aquel vicioso deseo no era el verdadero móvil de su acción.
Y hasta hubo un período, de corta duración, en el que, sin confesárselo exactamente, aquella boda le parecía necesaria. En aquel momento, Morel sufría calambres de la mano bastante fuertes y pensaba en la eventualidad de tener que dejar el violín. Como fuera de su arte era perezosísimo, se imponía la necesidad de que le mantuvieran, y prefería que lo hiciera la sobrina de Jupien antes que monsieur de Charlus, pues esta combinación le permitía mayor libertad, y también una variada elección de mujeres diferentes, tanto por las aprendizas siempre nuevas que él encargaría a la sobrina de Jupien de corromper, como por las bellas damas ricas con las que la prostituiría. Ni por un momento entraba en los cálculos de Morel que su futura mujer pudiera negarse a condescender a tales complacencias y fuera perversa hasta tal punto. Por lo demás, todo esto pasó a segundo plano, dejando el sitio al amor puro, porque se le quitaron los calambres. Bastaría el violín y las aportaciones de monsieur de Charlus, cuyas exigencias amainarían seguramente una vez que él, Morel, estuviera casado con la muchacha. Urgía este matrimonio, por su amor y por el interés de su libertad. Hizo pedir a Jupien la mano de su sobrina, y Jupien la consultó. Lo cual no era necesario: la pasión de la muchacha por el violinista fluía de toda ella, como su cabellera cuando se la soltaba, como la alegría de sus ojos. En Morel, casi todo lo que le era agradable o provechoso le despertaba emociones morales y palabras igualmente morales, a veces hasta lágrimas. Y, sinceramente —si se puede aplicar a Morel esta palabra—, dirigía a la sobrina de Jupien discursos tan sentimentales (sentimentales son también los que tantos jóvenes aristócratas que no tienen gana de hacer nada en la vida dirigen a alguna encantadora hija de riquísimos burgueses) como descaradamente bajas eran las teorías que expusiera a monsieur de Charlus sobre el tema de la seducción, de la desfloración. El entusiasmo virtuoso ante una persona que le ofrecía un placer y los solemnes compromisos que tomaba con ella, sólo tenían en Morel una contrapartida. Si la persona dejaba de ofrecerle aquel placer, o incluso, por ejemplo, si la obligación de cumplir las promesas hechas le contrariaba, le tomaba inmediatamente una viva antipatía que él justificaba a sus propios ojos y que, pasados ciertos trastornos neurasténicos, le permitía demostrarse a sí mismo, una vez recuperada la euforia de su sistema nervioso, que, aun considerando las cosas desde un punto de vista puramente virtuoso, se sentía exento de toda obligación.
Así, por ejemplo, al final de su estancia en Balbec, perdió no sé en qué todo su dinero, no se atrevió a decírselo a monsieur de Charlus y se puso a buscar alguien a quien pedírselo. Había aprendido de su padre (que a pesar de esto le había prohibido volverse nunca un «sablista») que en semejante caso conviene escribir a la persona a quien se piensa dirigirse «que se le va a hablar de negocios», que «se le pide una entrevista para negocios». Esta fórmula mágica le gustaba tanto a Morel que hubiera llegado, creo, a desear perder dinero nada más que por el gusto de pedir una cita «para negocios». En el transcurso de la vida había visto que la fórmula no era tan eficaz como él creía. Comprobó que algunas personas, a las que sin este motivo no hubiera escrito nunca, no le contestaban a los cinco minutos de recibir la carta «para hablar de negocios». Si transcurría la tarde sin recibir respuesta, a Morel no se le ocurría que, aun poniéndose en lo mejor, acaso el señor solicitado no había vuelto, quizá había tenido que escribir otras cartas, eso si no estaba de viaje o había caído enfermo, etc. Si, por una suerte extraordinaria, Morel recibía una cita para la mañana siguiente, abordaba al solicitado con estas palabras: «Precisamente me extrañaba no recibir respuesta, pensaba si pasaría algo; ¿así que bien de salud?, etc.». En Balbec, y sin decirme que tenía que hablarle de un «negocio», me pidió un día que le presentara a aquel mismo Bloch con el que, una semana antes, había estado tan desagradable en el tren. Bloch no vaciló en prestarle —o más bien en hacer que le prestara monsieur Nissim Bernard— cinco mil francos. Desde aquel día, Morel adoró a Bloch. Se preguntaba con lágrimas en los ojos qué podría hacer por una persona que le había salvado la vida. Por fin yo me encargué, en nombre de Morel, de pedir a monsieur de Charlus mil francos mensuales, dinero que este entregaría inmediatamente a Bloch, con lo que la deuda se saldaría bastante pronto. El primer mes, Morel, todavía bajo la impresión de la bondad de Bloch, le mandó inmediatamente los mil francos; pero después debió de parecerle que sería más agradable dar otro empleo a los cuatro mil francos restantes, pues empezó a hablar muy mal de Bloch. Sólo verle le sugería ideas negras, y como Bloch olvidara exactamente lo que había prestado a Morel y le reclamara tres mil quinientos francos en vez de cuatro mil, con lo que el violinista ganaría quinientos francos, este quiso contestar que ante pareja falsedad no sólo no daría un céntimo más, sino que su prestatario debía darse por contento con que no presentara una denuncia contra él. Al decir esto, los ojos le echaban llamas. Y no se conformó con decir que Bloch y monsieur Nissim Bernard no tenían por qué quejarse de él; dijo más: que debían darse por satisfechos de que él no se quejara de ellos. Finalmente, como monsieur Nissim Bernard dijera, según parece, que Thibaud tocaba tan bien como Morel, este pensó que debía llevarle a los tribunales, pues tales palabras le perjudicaban en su profesión, pero como en Francia ya no hay justicia, sobre todo contra los judíos (el antisemitismo de Morel era el efecto natural de haberle prestado cinco mil francos un israelita), ya decidió salir siempre de casa con un revólver cargado.
El mismo estado nervioso subsiguiente a un vivo cariño se iba a producir muy pronto en Morel con relación a la sobrina del chalequero. Verdad es que en este cambio intervino, quizá sin saberlo, monsieur de Charlus, porque solía decir, sin pensarlo por lo más remoto, y por pura broma, que en cuanto se casaran ya no los vería más y los dejaría volar con sus propias alas. Esta idea, en sí misma, no bastaba en absoluto para separar a Morel de la muchacha, pero se le quedaba dentro, dispuesta, llegado el día, a combinarse con otras ideas afines a ella y que, una vez realizada la mezcla, podían resultar un poderoso agente de ruptura.
Por lo demás, yo no veía muy a menudo a monsieur de Charlus y a Morel. Cuando salía de casa de la duquesa, ellos solían haber entrado ya en el taller de Jupien, pues me encontraba tan a gusto con ella que llegaba a olvidar no sólo la ansiosa espera del regreso de Albertina, sino hasta la hora de este regreso.
Entre los días en que me detenía en casa de madame de Guermantes, señalaré uno destacado por un pequeño incidente cuya triste significación me pasó inadvertida por completo y sólo la comprendí mucho tiempo después. Aquel atardecer, madame de Guermantes me dio unas celindas que había recibido del Midi. Cuando subí a casa, Albertina había vuelto ya; me crucé en la escalera con Andrea, a la que pareció molestar el olor de las flores que yo llevaba.
—Pero ¿ya han vuelto? —le dije.
—Hace sólo un momento, pero Albertina tenía que escribir y me ha despedido.
—¿No cree usted que tendrá algún plan censurable?
—Nada de eso, creo que está escribiendo a su tía. Pero, como no le gustan los olores fuertes, no creo que le encanten esas celindas que usted lleva.
—Entonces he tenido una mala ocurrencia. Le diré a Francisca que las ponga en el rellano de la escalera de servicio.
—Como si Albertina no fuera a notar en usted el olor a celindas; este y el de la tuberosa creo que es el más mareante. Además, creo que Francisca ha ido a un recado.
—Entonces, ¿cómo voy a entrar si hoy no tengo la llave?
—Pues llame, ya abrirá Albertina. Y además puede que Francisca haya vuelto.
Me despedí de Andrea. A la primera llamada salió a abrirme Albertina, lo que fue bastante complicado, pues como Francisca había salido, Albertina no sabía dónde se daba la luz. Por fin me abrió, pero las celindas la pusieron en fuga. Las dejé en la cocina y mientras tanto mi amiga interrumpió su carta (no entendí por qué) y tuvo tiempo de ir a mi cuarto, desde donde me llamó, y de tenderse en mi cama. Una vez más, en el momento mismo, todo aquello me pareció muy natural, quizá un poco confuso, insignificante en todo caso[6].
Aparte este incidente único, todo ocurría normalmente cuando yo subía de casa de la duquesa después de volver Albertina; como no sabía si yo querría salir con ella antes de comer, generalmente encontraba en la antesala su sombrero, su abrigo y su sombrilla, que había dejado allí por si acaso. Cuando yo veía estas cosas al entrar, la atmósfera de la casa me resultaba respirable. Sentía que en lugar de un aire rarificado la llenaba la felicidad. Estaba salvado de mi tristeza: ver aquellas pequeñas cosas me hacía poseer a Albertina, corría hacia ella.
Los días en que yo bajaba a casa de madame de Guermantes, para que el tiempo me pareciera menos largo durante aquella hora que precedía al regreso de mi amiga, hojeaba un álbum de Elstir, un libro de Bergotte, la Sonata de Vinteuil. Entonces —como las obras mismas que parecen dirigirse solamente a la vista y al oído exigen que, para gustarlas, nuestra inteligencia despierta colabore íntimamente con estos dos sentidos—, sin darme cuenta, extraía de mí los sueños que Albertina suscitaba en otro tiempo, cuando aún no la conocía y que la vida cotidiana había extinguido. Los echaba en la frase del músico o en la imagen del pintor como un hoyo, nutría con ellos la obra que leía. Y desde luego me parecía esta más viva. Pero Albertina ganaba también transportada así de uno a otro de los dos mundos a los que tenemos acceso y en los que podemos situar sucesivamente un mismo objeto, escapando así de la aplastante presión de la materia para actuar en los fluidos espacios del pensamiento. De pronto, y por un momento, me encontraba capaz de sentimientos ardientes por la fastidiosa muchacha. En aquel momento tenía la apariencia de una obra de Elstir o de Bergotte, y yo sentía por ella una exaltación momentánea, viéndola en la perspectiva de la imaginación y del arte.
En seguida me avisaban que acababa de volver; tenían orden de no decirme su nombre si no estaba solo, si estaba conmigo, por ejemplo, Bloch, al que yo obligaba a quedarse un momento más para que no pudiera encontrarse con mi amiga. Pues yo ocultaba que vivía en la casa, y hasta que la viera alguna vez en ella: hasta tal punto temía que alguno de mis amigos se enamoriscara de Albertina, la esperara fuera, o que, al encontrarse en el pasillo o en la antesala, pudiera ella hacer una seña y dar una cita. Después oía el roce de la falda de Albertina dirigiéndose a mi cuarto, pues por discreción, y sin duda también por aquellos cuidados con que en nuestras comidas de la Raspeliere se las ingeniaba para no darme celos, no venía a la mía sabiendo que no estaba solo. Pero no era sólo por esto, lo comprendí de pronto. Recordaba; había conocido una primera Albertina; después, de pronto, se convirtió en otra, la actual. Y yo no podía hacer responsable de este cambio a nadie más que a mí mismo. Todo lo que ella me hubiera confesado fácilmente, con mucho gusto después, cuando éramos buenos camaradas, dejó de brotar en cuanto creyó que la amaba o, acaso sin decirse el nombre de Amor, en cuanto adivinó un sentimiento inquisitorial que quiere saber, que sufre, sin embargo, de saber, que se empeña en saber más. Desde aquel día me lo ocultó todo. Se alejaba de mi habitación si creía que estaba no ya, muchas veces, con una amiga, sino con un amigo, ella cuyos ojos tan vivamente se interesaran en otro tiempo cuando yo hablaba de una muchacha:
—Hay que procurar que venga, me encantaría conocerla. —Pero es de esas que tú llamas de mal género.
—Precisamente por eso será mucho más divertido.
En aquel momento, acaso hubiera podido yo saberlo todo. Y hasta cuando, en el pequeño casino de Balbec, separó sus senos de los de Andrea, no creo que lo hiciera por mi presencia, sino por la de Cottard, porque debía de pensar que Cottard le había dado mala fama. Y, sin embargo, ya entonces había comenzado a callar, ya no salían de sus labios las palabras confiadas, ya sus gestos eran reservados. Después fue apartando de ella todo lo que hubiera podido disgustarme. Con la complicidad de mi ignorancia, daba a las partes de su vida que yo no conocía un carácter inofensivo. Y ahora la transformación era ya completa; si yo no estaba solo, se iba derecha a su cuarto no solamente por no molestar, sino para demostrarme que los demás no le importaban. Sólo una cosa no haría ya nunca por mí, una cosa que sólo hubiera hecho en el tiempo en que me hubiese sido indiferente, y la habría hecho fácilmente por eso mismo: confesar. Me vería obligado para siempre, como un juez, a sacar conclusiones inseguras de imprudencias de lenguaje que acaso no eran inexplicables sin recurrir a la culpabilidad. Y ella me sentiría siempre celoso y juez.
Nuestras relaciones tomaban un cariz de proceso y ella la timidez de una culpable. Ahora cambiaba de conversación cuando se trataba de personas, hombres o mujeres, que no fueran personas mayores. Yo debiera haberle preguntado lo que quería saber cuando ella no sospechaba todavía que tenía celos. Hay que aprovechar ese tiempo. Es entonces cuando nuestra amiga nos cuenta sus placeres y hasta los medios con que los oculta a los demás.
Ahora ya no me hubiera confesado, como lo hizo en Balbec, mitad porque era cierto, mitad por disculparse de no manifestar más su cariño a mí, pues ya entonces la cansaba y había visto por mis atenciones con ella que no necesitaba tener conmigo tantas como con otros para conseguir más que de ellos; ahora ya no me hubiera confesado como entonces: «A mí me parece estúpido demostrar que se ama, para mí es lo contrario: cuando me gusta una persona, aparento no hacerle caso. Así, nadie sabe nada». ¡Y era la misma Albertina de hoy, con sus presunciones de franqueza y de ser indiferente a todos, la que me dijo esto! ¡Ahora ya no me hubiera enunciado esta regla! Cuando hablaba conmigo, se limitaba a aplicarla diciéndome de esta o de la otra persona que podía inquietarme: «¡Ah!, no sé, no la he mirado, es demasiado insignificante». De cuando en cuando, precaviéndose ante ciertas cosas de que yo podría enterarme, hacía una de esas confesiones que su mismo acento, antes de que se conozca la realidad que pretenden desvirtuar, hacer pasar por inocentes, denuncia ya como mentirosas.
Escuchando los pasos de Albertina, con la confortadora satisfacción de pensar que ya no saldría aquella noche, me admiraba yo de que entrar cada día en casa de aquella muchacha que en otro tiempo pensé no poder conocer nunca fuera precisamente entrar en la mía. El placer hecho de misterio y de sensualidad, fugitivo y fragmentario, que sentí en Balbec la tarde en que vino a dormir al hotel, se había completado, se había estabilizado, llenaba mi casa, antes vacía, de una permanente provisión de dulzura doméstica, casi familiar, que irradiaba hasta en los pasillos, y de la cual se alimentaban con tranquila satisfacción todos mis sentidos, ya efectivamente, ya cuando estaba solo, en imaginación y esperando el regreso. Cuando oía cerrarse la puerta de la habitación de Albertina, si estaba conmigo algún amigo le hacía salir, y no le dejaba hasta estar bien seguro de que ya se encontraba en la escalera, y hasta, si era necesario, bajaba yo unos peldaños.
Albertina venía hacia mí por el pasillo.
—Mientras me quito los trapos, te mandó a Andrea, que ha subido un momento para saludarte.
Y envuelta en el gran velo gris que colgaba del gorro de chinchilla que yo le había regalado en Balbec, se iba a su habitación, como adivinando que Andrea, encargada por mí de cuidar de ella, iba a poner alguna realidad, dándome muchos detalles, contándome que había encontrado a una persona conocida, en las vagas regiones por las que ellas habían paseado todo el día y que yo no había podido imaginar.
Los defectos de Andrea eran ahora más acusados; ya no era tan agradable como cuando yo la conocí. Ahora había en ella, a flor de piel, una especie de inquietud acre, pronta a estallar, como una turbonada en el mar, a poco que yo hablara de algo agradable para Albertina y para mí. Esto no impedía que Andrea pudiera ser mejor para mí, quererme más —y de ello tuve muchas veces la prueba— que otras personas más amables. Pero la menor traza de alegría que se manifestara, si no era ella quien la causaba, le producía una impresión nerviosa, desagradable como el ruido de un portazo. Admitía los sufrimientos en que ella no tenía parte, no los placeres; si me veía enfermo, le daba pena, me compadecía, me habría cuidado. Pero si tenía una satisfacción tan insignificante como despertarme con aire de beatitud cerrando un libro y diciendo: «¡Ah!, he pasado dos horas deliciosas leyendo. ¡Qué libro más entretenido!», estas palabras, que habrían alegrado a mi madre, a Albertina, a Saint-Loup, suscitaban en Andrea una especie de reprobación, quizá sólo de malestar nervioso. Mis satisfacciones le producían una especie de irritación que no podía disimular. A estos defectos se sumaban otros más graves: un día en que le hablé de aquel joven tan entendido en cosas de carreras, de juegos, de golf, y tan inculto en todo lo demás, que había conocido con la pequeña banda en Balbec, Andrea empezó a decir: «Pues su padre robó y tuvieron que procesarle. Ellos presumen mucho, pero yo me complazco en decírselo a todo el mundo. Me gustaría que me denunciaran por calumnia. ¡Menuda declaración haría yo!». Los ojos le echaban chispas. Bueno, pues me enteré de que el padre no había cometido ninguna incorrección, y Andrea lo sabía como todo el mundo. Pero creyéndose despreciada por el hijo, buscó algo para perjudicarle, para avergonzarle, e inventó toda una novela de declaraciones judiciales para las que había sido imaginariamente citada y, a fuerza de repetirse los detalles de las mismas, acaso ya no sabía si eran o no ciertas. Y así, tal como se había vuelto (y aun sin sus odios fugaces e insensatos), yo no hubiera querido verla, sólo por aquella maligna susceptibilidad que rodeaba de un cinturón acre y glacial su verdadera índole, más calurosa y mejor. Pero lo que sólo ella podía contarme sobre mi amiga me interesaba demasiado para desperdiciar una ocasión, tan rara, de saberlo. Andrea entraba, cerraba la puerta; habían encontrado a una amiga, y resultaba que Albertina no me había hablado nunca de tal amiga.
—¿Qué dijeron?
—No lo sé, pues aproveché que Albertina no estaba sola para ir a comprar lana.
—¿A comprar lana?
—Sí, me lo pidió Albertina.
—Razón de más para no ir, lo hizo quizá para alejarla. —Pero me lo había pedido antes de encontrar a su amiga.
—¡Ah! —contestaba yo recobrando la respiración.
En seguida me volvía la sospecha: «Pero quién sabe si no había citado de antemano a su amiga y preparado un pretexto para quedarse sola cuando quisiera». Por otra parte, ¿estaba yo bien seguro de que la vieja hipótesis (aquella en que Andrea no me decía más que la verdad) no era la buena? A lo mejor, Andrea estaba de acuerdo con Albertina.
Despierta nuestro amor una persona, me decía yo en Balbec, cuando sentimos celos, más que por ella misma, por sus actos; nos damos cuenta de que si nos los dijera todos, dejaríamos fácilmente de amarla. Por mucha habilidad que se ponga en disimular los celos, la persona que los inspira los descubre en seguida y los utiliza a su vez con habilidad. Procura engañarnos sobre lo que podría hacernos desgraciados, y nos engaña fácilmente, pues para el que no está en antecedentes, ¿por qué una frase insignificante había de revelar las mentiras que oculta? No la distinguimos de las demás; dicha con miedo, la escuchamos sin atención. Después, ya solos, volvemos a pensar en aquella frase, y no nos parece del todo adecuada a la realidad. Pero ¿acaso recordamos bien aquella frase? Parece nacer espontáneamente en nosotros una duda en cuanto a esa frase y en cuanto a la exactitud de nuestro recuerdo, una duda como esas que, en ciertos estados nerviosos, nos impiden recordar si hemos echado el cerrojo y no lo recordamos, aunque lo intentemos cincuenta veces. Dijérase que podemos repetir indefinidamente el acto sin que le acompañe jamás un recuerdo preciso y liberador. Por lo menos podemos volver a cerrar la puerta cincuenta y una veces, mientras que la frase inquietante pertenece al pasado, en una audición incierta que no está a nuestro alcance repetir. Entonces ponemos nuestra atención en otras que no ocultan nada, y el único remedio, remedio que no queremos, sería ignorarlo todo para no sentir el deseo de saber más.
Descubiertos los celos, la persona que los inspira los considera una desconfianza que autoriza al engaño. Por otra parte, somos nosotros los que, por averiguar algo, hemos tomado la iniciativa de mentir, de engañar. Cierto que Andrea, que Amado nos prometen no decir nada, pero ¿lo harán? Además, Bloch no ha podido prometer nada, porque nada sabía, y a poco que Albertina hable con cada uno de los tres, con ayuda de lo que Saint-Loup llamaría «atar cabos», sabría que le mentimos cuando nos hacemos los indiferentes a sus actos y moralmente incapaces de hacerla vigilar. Así, el pequeño fragmento de respuesta que acababa de darme Andrea, sucediendo a mi infinita duda habitual, demasiado indeterminada para no ser indolora y que era a los celos lo que son a la pena esos comienzos de olvido que nacen de la vaguedad, suscitaba inmediatamente nuevas indagaciones; explorando una parcela de la gran zona que se extendía en torno mío, sólo había logrado alejar ese sector desconocido que es para nosotros, cuando intentamos efectivamente representárnosla, la vida real de otra persona. Seguía interrogando a Andrea mientras Albertina, por discreción y por darme tiempo para preguntarle (¿adivinaba esto?), se estaba más del necesario para dejar las prendas en la habitación.
—Creo que los tíos de Albertina me quieren —decía yo atolondradamente a Andrea, sin pensar en su carácter.
Inmediatamente se le alteraba la cara, viscosa como un jarabe que se corta, y parecía enturbiada para siempre. Se le ponía la boca amarga. Ya no quedaba en Andrea nada de aquella juvenil alegría que, como toda la pandilla y a pesar de su índole doliente, ostentaba el año de mi primera estancia en Balbec y que ahora (verdad es que Andrea tenía unos años más que entonces) tan fácilmente se eclipsaba en ella. Pero yo iba a hacerla renacer involuntariamente antes que Andrea me dejara para ir a cenar a su casa.
—Una persona me ha hecho hoy grandes elogios de usted —le decía.
Súbitamente le iluminaba la mirada un rayo de alegría, y parecía que de verdad me amaba. Evitaba mirarme, pero reía en el vacío con unos ojos que, de pronto, se habían vuelto redondos.
—¿Quién? —preguntaba con un interés ingenuo y ávido.
Se lo decía y, fuera quien fuera, se ponía contentísima. Después, llegada la hora de marcharse, me dejaba. Albertina volvía a mi cuarto; se había quitado la ropa de la calle y llevaba uno de esos bonitos peinadores de crespón de China o unas batas japonesas cuya descripción había pedido yo a madame de Guermantes y para alguna de las cuales me había dado madame Swann ciertos detalles suplementarios en una carta que comenzaba por estas palabras: «Después de su largo eclipse, al leer su carta sobre mis tea gown, creí recibir noticias de un aparecido». Albertina llevaba unos zapatos negros adornados con brillantes, que Francisca llamaba rabiosamente chanclos, parecidos a los que, por la ventana del salón, había visto ella que llevaba madame de Guermantes por la noche en su casa, lo mismo que poco más tarde llevaba Albertina chinelas, algunas de cabritilla dorada, otras de chinchilla, y que me gustaba ver porque unas y otras eran como señales (y otro calzado no lo hubiera sido) de que vivía en mi casa. Tenía también otras cosas que no le había regalado yo, como una bonita sortija de oro. Admiré en ella las alas desplegadas de un águila.
—Me la ha regalado mi tía —me dijo—. A pesar de todo, a veces es simpática. Este regalo me envejece, porque me lo ha hecho al cumplir los veinte años.
A Albertina todas estas cosas bonitas le hacían mucha más ilusión que ala duquesa, porque, como todo obstáculo a una posesión (como para mí la enfermedad, que tan difíciles y tan deseables me hacía los viajes), la pobreza, más generosa que la opulencia, da a las mujeres mucho más que el vestido que no se pueden comprar: el deseo de ese vestido, deseo que es el conocimiento verdadero, detallado, profundo, de la cosa deseada. Albertina porque no podía comprarse esas cosas, yo porque, comprándoselas, quería darle una alegría, éramos ambos como esos estudiantes que conocen de antemano unos cuadros que anhelan ir a ver a Dresde o a Viena; mientras que las mujeres ricas, en medio de todos sus sombreros y de todos sus vestidos, son como esos visitantes a quienes la visita a un museo, no deseada previamente, les produce sólo una sensación de mareo, de fatiga y de aburrimiento. Un sombrero, un abrigo de cibelina, un peinador de Doucet con las mangas forradas de rosa, adquirían para Albertina, que los había visto, codiciado y, por ese exclusivismo y esa minucia que caracterizan el deseo, los había a la vez aislado de lo demás en un vacío sobre el que se destacaban maravillosamente el forro o la echarpe, y tomaban en todas sus partes —y también para mí, que había ido a casa de madame de Guermantes a pedirle que me explicara en qué consistía la particularidad, la superioridad, la elegancia de la cosa y la inimitable manera del gran autor de la misma— una importancia, un encanto que, ciertamente, no tenían para la duquesa, saciada aun antes de hallarse en estado de apetito, ni siquiera para mí si lo había visto unos años antes acompañando a una mujer elegante en uno de sus fastidiosos recorridos de modista en modista.
La verdad es que Albertina iba siendo poco a poco una mujer elegante. Pues cada cosa que yo le encargaba así era en su género la más bonita, con todo el refinamiento aportado por madame de Guermantes o por madame Swann, y de estas cosas empezaba a tener muchas. Pero esto no importaba, desde el momento en que las había deseado antes y por separado. Cuando hemos estado enamorados de un pintor y después de otro, podemos al final sentir por todo el museo una admiración que no es glacial, pues está hecha de amores sucesivos, cada uno exclusivo en su tiempo y que han acabado por enlazarse y conciliarse.
Por otra parte, Albertina no era frívola, leía mucho cuando estaba sola y me leía a mí cuando estaba conmigo. Se había vuelto muy inteligente. Decía, equivocándose por lo demás:
—Me aterra pensar que, de no ser por ti, habría seguido siendo una tonta. No lo niegues, tú me has abierto un mundo de ideas que yo ni sospechaba, y lo poco que soy ahora te lo debo a ti, nada más que a ti.
Ya sabemos que Albertina había hablado de la misma manera de mi influencia sobre Andrea. ¿Acaso una u otra me amaba? Y, en sí mismas, ¿qué eran Albertina y Andrea? Para saberlo, tendríais que inmovilizaros, dejar de vivir en esa perpetua espera de vosotras en la que pasáis siempre a otras; tendríais que dejar de amaros para estabilizaros, dejar de conocer vuestra interminable y siempre desconcertante llegada, oh muchachas, oh rayo que no cesa en ese torbellino en el que palpitamos al veros reaparecer sin reconoceros apenas, en la velocidad vertiginosa de la luz. Esa velocidad la ignoraríamos acaso y todo nos parecería inmóvil, si una atracción sexual no nos impulsara hacia vosotras, gotas de oro siempre diferentes y que rebasan siempre nuestra espera. Cada vez, una muchacha se parece tan poco a lo que era la vez anterior (haciendo añicos en cuanto la divisamos el recuerdo que conservábamos y el deseo que nos proponíamos) que la estabilidad de naturaleza que le atribuimos es sólo ficticia y por comodidad de lenguaje. Nos han dicho que una linda muchacha es tierna, cariñosa, plena de los más delicados sentimientos. Nuestra imaginación lo cree sin más, y cuando la vemos por primera vez, bajo la corona rizada de su cabello rubio, del disco de su cara rosada, casi nos da miedo de que esa hermana demasiado virtuosa, al enfriarnos por su virtud misma, no pueda nunca ser para nosotros la amante que hemos deseado. Al menos, ¡cuántas confidencias le hacemos en el primer momento, creyendo en esa nobleza de corazón, cuántos proyectos convenimos los dos! A los pocos días nos pesa habernos confiado tanto, pues la muchachita de mejillas color rosa nos dice cosas propias de una lúbrica Furia. En las fases sucesivas que después de una pulsación de algunos días nos presenta la rosada luz interceptada, ni siquiera es seguro que un movimentum ajeno a estas muchachas no haya modificado su aspecto, y esto había podido ocurrir en mis muchachas de Balbec. Nos alaban la dulzura, la pureza de una virgen. Pero después sentimos que nos gustaría más algo más picante y le aconsejamos que sea más atrevida. Ella, en sí misma, ¿era más bien la una o la otra? Quizá no, sino capaz de llegar a tantas posibilidades diversas en la vertiginosa corriente de la vida. Tratándose de cualquiera otra cuyo atractivo residía únicamente en un algo implacable (que esperábamos domeñar a nuestra manera), como, por ejemplo, el terrible saltamontes de Balbec que rozaba en sus saltos los cráneos de los viejos señores aterrados, ¡qué decepción cuando, en la nueva fase ofrecida por esta cara, en el momento en que le decimos ternezas exaltadas por el recuerdo de tanta dureza con los demás, la oímos decir, como para entrar en el juego, que es tímida, que no sabe nunca decir nada sensato a nadie la primera vez, tanto es su miedo, y que sólo cuando pasen quince días podrá hablar tranquilamente con nosotros! El acero se ha tornado algodón, ya no tendremos que romper nada, puesto que pierde por sí misma toda consistencia. Por sí misma, pero quizá por culpa nuestra, porque las tiernas palabras que habíamos dirigido a la Dureza acaso le sugirieron —aun sin cálculo interesado— ser tierna. (Lo que nos desolaba, pero sólo era torpe a medias, pues la gratitud por tanta dulzura nos iba a obligar quizá a más que a embelesarnos ante la crueldad vencida).
No digo que no llegue un día en que, incluso a esas deslumbrantes muchachas, les atribuiremos caracteres muy rotundamente definidos, pero es que entonces habrán dejado de interesarnos, que su llegada no será ya para nuestro corazón la aparición que nuestro corazón esperaba distinta y que le deja perturbado, cada vez, por encarnaciones nuevas. Su invariabilidad vendrá de nuestro desinterés, que las entregará al juicio de la inteligencia. Por lo demás, este juicio no se pronunciará de una manera mucho más categórica, pues después de haber decidido que cierto defecto, predominante en una, estaba, por fortuna, ausente en la otra, verá que este defecto tenía como contrapartida una cualidad preciosa. De suerte que del falso juicio de la inteligencia, la cual sólo entra en juego cuando dejamos de interesarnos, saldrán definidos caracteres estables de muchachas, caracteres que no nos dirán más que los sorprendentes rostros aparecidos cada día cuando, en la velocidad mareante de nuestra espera, nuestras amigas se presentaban cada día, cada semana, demasiado diferentes para permitirnos —pues la carrera era incesante— clasificar, asignar puestos. En cuanto a nuestros sentimientos, hemos hablado demasiado de ellos para repetirlo; muchas veces un amor no es más que la asociación de una imagen de muchacha (que sin esto nos resultaría muy pronto insoportable) con las palpitaciones de corazón inseparables de una espera interminable, vana, y de un engaño en que la señorita nos ha hecho caer. Todo esto sólo es cierto cuando se trata de jóvenes imaginativos ante muchachas cambiantes. En el tiempo a que ha llegado nuestro relato, parece ser, lo supe después, que la sobrina de Jupien había cambiado de opinión sobre Morel y sobre monsieur de Charlus. Mi mecánico, para reforzar el amor de la muchacha por Morel, había atribuido al violinista, con grandes alabanzas, delicadezas infinitas que ella estaba muy inclinada a creer. Por otra parte, Morel le hablaba continuamente del papel de verdugo que monsieur de Charlus ejercía sobre el violinista y que ella, como no adivinaba el amor, atribuía a maldad. Además, no tenía más remedio que observar que monsieur de Charlus asistía tiránicamente a todas sus entrevistas. Y, para corroborar todo esto, oía a algunas mujeres del gran mundo hablar de la atroz perversidad del barón. Pero desde hacía poco su juicio había cambiado por completo. Había descubierto en Morel (sin dejar por eso de amarle) profundidades de maldad y de perfidia, compensadas, por lo demás, con una dulzura frecuente y una verdadera sensibilidad, y en monsieur de Charlus una insospechada e inmensa bondad, unida a unas durezas que ella no conocía. De suerte que no pudo formular un juicio sobre lo que eran, cada uno por su parte, el violinista y su protector, como no podía formularlo yo sobre Andrea, a la que veía todos los días, ni sobre Albertina, que vivía conmigo.
Las noches en que esta no me leía en voz alta, me tocaba el piano, o jugaba conmigo partidas de damas o entablábamos conversaciones, partidas y conversaciones que yo interrumpía para besarla. Nuestras relaciones eran tan sencillas que resultaban sedantes. El mismo vacío de su vida daba a Albertina una especie de solicitud y de obediencia para las únicas cosas que yo le pedía. Detrás de aquella muchacha, como detrás de la luz púrpura que caía a los pies de mis cortinas en Balbec mientras resonaba el concierto de los músicos, se nacaraban las ondulaciones azuladas del mar. ¿No era, en efecto (ella, en el fondo de la cual residía habitualmente una idea de mí tan familiar que, después de su tía, quizá era yo la persona que menos distinguía de sí misma), la muchacha que vi la primera vez en Balbec, bajo su polo plano, con sus ojos insistentes y alegres, desconocida todavía, delgada como una silueta perfilada sobre las olas? Estas efigies que se conservan intactas en la memoria, cuando las encontramos de nuevo, nos asombra su desemejanza con el ser que conocemos; nos damos cuenta del trabajo de moldeo que el hábito realiza cotidianamente. En el encanto que Albertina tenía en París junto a la chimenea, vivía aún el deseo que me había inspirado el cortejo insolente y florido que se extendiera antes a lo largo de la playa, y así como Raquel conservaba para Saint-Loup, incluso después de dejarla, el prestigio de la vida de teatro, en esta Albertina enclaustrada en mi casa, lejos de Balbec, de donde yo la había arrancado precipitadamente, subsistían la emoción, la preocupación social, la vanidad inquieta, los deseos errantes de la vida de las playas. Estaba tan bien enjaulada que algunas noches ni siquiera mandaba a buscarla a su cuarto para venir al mío, ella a quien todo el mundo seguía, a la que, corriendo en su bicicleta, tanto me costaba alcanzar y que ni siquiera el botones podía traérmela, dejándome sin apenas esperanza de que viniera, y esperándola, sin embargo, toda la noche. ¿No era Albertina en Balbec, frente al hotel, como una gran actriz de la playa encendida, suscitando celos cuando avanzaba en aquel escenario natural, no hablando con nadie, empujando a los habituales, dominando a sus amigas, y aquella actriz tan codiciada no era ella, que, retirada por mí de la escena, encerrada en mi casa, estaba aquí, al abrigo de los deseos de todos los que ahora podían buscarla en vano, tan pronto en mi cuarto como en el suyo, en el que se ocupaba en algún trabajo de dibujo y de cincelado?
En los primeros días de Balbec, Albertina parecía estar en un plano paralelo al plano en que yo vivía, pero se fue aproximando a este (cuando estuve en casa de Elstir), hasta unirse a él, a medida que se fueron estrechando nuestras relaciones en Balbec, en París, en Balbec otra vez. Por otra parte, ¡qué diferencia entre los dos cuadros de Balbec, en la primera temporada y en la segunda, compuestos por las mismas villas de donde salían las mismas muchachas ante el mismo mar! En las amigas de Albertina de la segunda temporada, en aquellas muchachas que yo conocía tan bien, con unas cualidades y unos defectos tan claramente grabados en sus rostros, ¿podía yo volver a encontrar a aquellas lozanas y misteriosas desconocidas que antaño no podían, sin que me palpitara el corazón, hacer chirriar sobre la arena la puerta de su chalet y rozar al pasar los trémulos tamarindos? Desde entonces, sus grandes ojos se habían empequeñecido, seguramente porque ya no eran niñas, pero también porque aquellas encantadoras desconocidas, actrices del novelesco primer año y sobre las cuales no cesaba yo de indagar detalles, ya no tenían misterio para mí. Se habían vuelto obedientes a mis caprichos, simples muchachas en flor, y no estaba yo poco orgulloso de haber cogido, a hurtadillas de todos, su rosa más bella.
Entre las dos decoraciones de Balbec, tan diferentes una de otra, había el intervalo de varios años en París, en cuyo largo recorrido se encontraban tantas visitas de Albertina. La veía en los diferentes años de mi vida, ocupando con relación a mí diferentes posiciones que me hacían notar la belleza de los espacios interpuestos, el largo tiempo pasado que había transcurrido sin verla, y sobre cuya diáfana profundidad se modelaba con misteriosas sombras y acusado relieve la rosada persona que tenía ante mí. Por otra parte, este relieve estaba determinado no sólo por las sucesivas imágenes que Albertina había sido para mí, sino también por las grandes cualidades de inteligencia y de corazón, por los defectos de carácter, unas y otros insospechados por mí, que Albertina, en una germinación, en una multiplicación de sí misma, en una eflorescencia carnosa de colores oscuros, había añadido a una naturaleza antes casi nula, ahora difícil de profundizar. Pues los seres, incluso aquellos con los que hemos soñado tanto que nos parecían una imagen, una figura de Benozzo Gozzoli que se destaca sobre un fondo verdoso, y cuyas variaciones estábamos dispuestos a creer que se debían únicamente al punto en que estábamos situados para mirarlas, a la distancia que nos separaba de ellas, a la luz, esos seres, a la vez que cambian en relación a nosotros, cambian también en sí mismos; una figura que antes fuera sólo un perfil sobre el mar era más rica ahora, más sólida, más acusado su volumen.
Por otra parte, no era sólo el mar al atardecer lo que vivía para mí en Albertina, sino a veces el mar dormido en la arena las noches de luna. Porque a veces, cuando me levantaba para ir a buscar un libro al despacho de mi padre, mi amiga, que me había pedido permiso para echarse en la cama mientras tanto, estaba tan cansada por la larga excursión de la mañana y de la tarde, al aire libre, que, aunque yo hubiera pasado sólo un momento fuera de mi cuarto, al volver encontraba a Albertina dormida y no la despertaba. Tendida cuan larga era, en una actitud de una naturalidad que no se podía inventar, me parecía como un tallo florido que alguien dejara allí; y así era: el poder de soñar que yo sólo tenía en ausencia suya, volvía a encontrarlo en aquellos momentos a su lado, como si, dormida, se hubiera convertido en una planta. De este modo, su sueño realizaba, en cierta medida, la posibilidad del amor: solo, podía pensar en ella, pero me faltaba ella, no la poseía; presente, le hablaba, pero yo estaba demasiado ausente de mí mismo para poder pensar. Cuando ella dormía, yo no tenía que hablar, sabía que ella no me miraba, ya no tenía necesidad de vivir en la superficie de mí mismo.
Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertina se había desprendido, uno tras otro, de aquellos diferentes caracteres de humanidad que me decepcionaron el día mismo en que la conocí. Ya no quedaba en ella más que la vida inconsciente de los vegetales, de los árboles, vida más diferente de la mía, más ajena y que, sin embargo, me pertenecía más. Ya no se escapaba su yo a cada momento, como cuando hablábamos, por las puertas del pensamiento inconfesado y de la mirada. Había recogido dentro de sí todo lo que era exteriormente; se había refugiado, encerrado, resumido en su cuerpo. Teniéndola bajo mis ojos, en mis manos, me daba la impresión de poseerla por entero, una impresión que no sentía cuando estaba despierta. Su vida me estaba sometida, exhalaba hacia mí su tenue aliento.
Escuchaba el murmullo de aquella emanación misteriosa, dulce como un céfiro marino, mágica como un claro de luna, que era su sueño. Mientras este duraba, yo podía soñar en ella, y mirarla, sin embargo, y cuando su sueño era más profundo, tocarla, besarla. Lo que yo sentía entonces era un amor tan puro, tan inmaterial, tan misterioso como si estuviera ante esas criaturas inanimadas que son las bellezas de la naturaleza. Y, en efecto, cuando dormía un poco profundamente, dejaba de ser sólo la planta que había sido; su sueño, a la orilla del cual meditaba yo con una fresca voluptuosidad de la que no me hubiera cansado jamás y que hubiera podido gustar indefinidamente, era para mí todo un paisaje. Su sueño ponía a mi lado algo tan sereno, tan sensualmente delicioso como esas noches de luna llena en la bahía de Balbec, quieta entonces como un lago, donde apenas se mueven las ramas, donde, tendidos en la arena, escucharíamos sin fin el romper de las olas.
Al entrar en la habitación, me quedé de pie en el umbral, sin atreverme a hacer ruido, y sólo oía el de su aliento expirando en sus labios, a intervalos intermitentes y regulares, como un reflujo, pero más suave, más leve. Y al recoger mi oído aquel rumor divino, me parecía que, condensada en él, estaba toda la persona, toda la vida de la encantadora cautiva, allí tendida bajo mis ojos. Por la calle pasaban, ruidosamente, los carruajes, y su frente seguía tan inmóvil, tan pura, tan ligero su aliento, reducido a la simple espiración del aire necesario. Luego, al ver que no iba a turbar su sueño, avanzaba prudentemente, me sentaba en la silla que había al lado de la cama y después en la cama misma.
He pasado noches deliciosas hablando, jugando con Albertina, pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir. Hablando, jugando a las cartas, tenía esa naturalidad que una actriz no hubiera podido imitar; pero la naturalidad que me ofrecía su sueño era más profunda, una naturalidad de segundo grado. Le caía el cabello a lo largo de su cara rosada y se posaba junto a ella en la cama, y a veces un mechón aislado y recto producía el mismo efecto de perspectiva que esos árboles lunares desmedrados y pálidos que vemos muy derechos en el fondo de los cuadros rafaelescos de Elstir. Si Albertina tenía los labios cerrados, en cambio, tal como yo estaba situado, sus párpados parecían tan disjuntos que yo hubiera podido preguntarme si estaba verdaderamente dormida. Pero aquellos párpados entornados daban a su rostro esa continuidad perfecta que los ojos no interrumpen. Hay rostros que adquieren una belleza y una majestad inhabituales a poco que les falte la mirada.
Yo contemplaba a Albertina tendida a mis pies. De cuando en cuando la recorría una agitación ligera e inexplicable, como el follaje que una brisa inesperada sacude unos instantes. Se tocaba el pelo, pero no se contentaba con esto y volvía a llevarse la mano a la cabeza con movimientos tan seguidos, tan voluntarios, que yo estaba convencido de que iba a despertarse. Nada de eso: volvía a quedarse tranquila en el no perdido sueño. Y permanecía inmóvil. Había posado la mano en el pecho con un abandono del brazo tan ingenuamente pueril que, mirándola, me tenía que esforzar por no sonreír con esa sonrisa que nos inspiran los niños pequeños, su inocencia, su gracia.
Conociendo como conocía varias Albertinas en una sola, me parecía ver reposando junto a mí otras muchas más. Sus cejas arqueadas como yo no las había visto nunca rodeaban los globos de sus párpados como un suave nido de alción. Razas, atavismos, vicios reposaban en su rostro. Cada vez que movía la cabeza, creaba una mujer nueva, a veces insospechada para mí. Me parecía poseer no una, sino innumerables muchachas. Su respiración, que iba siendo poco a poco más profunda, le levantaba regularmente el pecho, y, encima, sus manos cruzadas, sus perlas desplazadas de diferente modo por el mismo movimiento, como esas barcas, esas amarras que el movimiento de las olas hace oscilar. Entonces, notando que su sueño era total, que no iba a tropezar con escollos de conciencia ahora cubiertos por la pleamar del sueño profundo, deliberadamente me subía sin ruido a la cama, me acostaba al lado de ella, le rodeaba la cintura con mi brazo, posaba los labios en su mejilla y sobre su corazón; después, en todas las partes de su cuerpo, mi única mano libre, que la respiración de la durmiente levantaba también, como las perlas; hasta yo mismo cambiaba ligeramente de posición por su movimiento regular: me había embarcado en el sueño de Albertina.
A veces me hacía gustar un placer menos puro. Para ello no tenía necesidad de ningún movimiento, extendía mi pierna contra la suya, como una rama que se deja caer y a la que se imprime de cuando en cuando una ligera oscilación, parecida al intermitente batir del ala de los pájaros que duermen en el aire. Elegía para mirarla ese lado de su rostro que no se veía nunca y que tan bello era. En rigor, se comprende que las cartas que nos escribe alguien sean más o menos parecidas entre ellas y tracen una imagen bastante diferente de la persona que conocemos para que constituyan una segunda personalidad. Pero es muy extraño que una mujer esté soldada, como Rosita a Doodica, a otra mujer cuya diferente belleza hace suponer otro carácter, y que para ver a una de ellas haya que ponerse de perfil, de frente para la otra. Su respiración, ahora más fuerte, podía dar la ilusión del jadeo del placer y cuando el mío llegaba a su término podía besarla sin haber interrumpido su sueño. En aquellos momentos me parecía que acababa de poseerla más completamente, como una cosa inconsciente y sin resistencia de la muda naturaleza. No me inquietaban las palabras que a veces dejaba escapar dormida; su significado era hermético para mí y, además, aunque se dirigieran a alguna persona desconocida, era sobre mi mano, sobre mi mejilla, donde su mano, aveces animada por un leve estremecimiento, se crispaba un instante. Yo gustaba su sueño con un amor desinteresado y sedante, de la misma manera que permanecía horas escuchando el batir de las olas.
Acaso es necesario que los seres sean capaces de hacernos sufrir mucho para que, en los momentos de remisión, nos procuren esa misma calma sedante que nos ofrece la naturaleza. No tenía que contestarle como cuando hablábamos, y aunque pudiera callarme, como también lo hacía, cuando ella hablaba, de todos modos, oyéndola hablar no entraba tan profundamente en ella. Mientras continuaba oyéndola, recogiendo, de instante en instante, el murmullo, suave como una brisa imperceptible, de su puro aliento, tenía ante mí, para mí, toda una existencia fisiológica; hubiera permanecido mirándola, escuchándola, tanto tiempo como antaño permaneciera tendido en la playa bajo la luna. A veces se diría que el mar se iba encrespando, que se percibía la tempestad hasta en la bahía, y yo me acercaba más a ella para escuchar el fragor de su aliento.
A veces, cuando Albertina tenía demasiado calor, y ya casi dormida, se quitaba el quimono y lo echaba en una butaca. Mientras ella dormía, yo pensaba que todas sus cartas estaban en el bolsillo interior de aquel quimono, donde las ponía siempre. Una firma, una cita hubiera bastado para probar una mentira o disipar una sospecha. Cuando veía a Albertina profundamente dormida, me apartaba del pie de su cama, donde llevaba mucho tiempo contemplándola sin hacer un movimiento, y aventuraba un paso, presa de una ardiente curiosidad, sintiendo el secreto de aquella vida que se ofrecía, desmayada y sin defensa, en una butaca. Quizá daba aquel paso también porque mirar dormir sin movernos acaba por cansarnos. Y así, muy despacito, volviéndome continuamente para ver si no se despertaba Albertina, iba hasta la butaca. Allí me paraba, me quedaba mucho tiempo mirando el quimono como me había quedado mucho tiempo mirando a Albertina. Pero nunca (y quizá hice mal) toqué el quimono, nunca metí la mano en el bolsillo, nunca miré las cartas. Viendo que no me decidiría, acababa por retroceder a paso de lobo, volvía junto a la cama de Albertina y a mirarla dormir, a ella que no me decía nada, cuando yo estaba viendo sobre el brazo de la butaca aquel quimono que acaso me hubiera dicho muchas cosas.
Y de la misma manera que algunas personas alquilan por cien francos diarios una habitación en el hotel de Balbec para respirar el aire del mar, a mí me parecía muy natural gastar más por ella, puesto que tenía su aliento junto a mi mejilla, en mi boca, que yo entreabría sobre la suya y a la que, por mi lengua, pasaba su vida.
Pero a este placer de verla dormir, tan dulce como sentirla vivir, le ponía fin otro placer: el de verla despertarse. Era, en un grado más profundo y más misterioso, el placer mismo de que viviera en mi casa. Sin duda me era dulce que a la tarde, cuando se apeaba del coche, entrara en mi departamento. Y me era más dulce aún que, cuando, desde el fondo del sueño, subía los últimos peldaños de la escalera de los sueños, fuera en mi cuarto donde ella renacía a la conciencia y a la vida, que se preguntara un instante «¿dónde estoy?», y al ver los objetos que la rodeaban, la lámpara cuyo resplandor le hacía apenas entornar los ojos, pudiera contestarse que estaba en su casa al darse cuenta de que se despertaba en la mía. En este primer momento delicioso de incertidumbre, me parecía que tomaba posesión de ella más completa, porque, cuando saliera, en lugar de entrar en su cuarto, era mi cuarto, en cuanto Albertina lo reconociera, el que iba a albergarla, a contenerla, sin que los ojos de mi amiga manifestaran ninguna turbación, permaneciendo tan serenos como si no se hubiera dormido. La indecisión del despertar se revelaba por su silencio, no por su mirada.
Al recuperar la palabra, decía: «Mi» o «mi querido», seguidos uno y otro de mi nombre de pila, lo que, dando al narrador el mismo nombre que al autor de este libro hubiera sido: «Mi Marcelo», «mi querido Marcelo». Desde entonces yo no permitía ya que, en familia, una pariente me dijera «querido», quitando así el valor de ser únicas a las palabras deliciosas que me decía Albertina. Al decírmelas, hacía una muequecita que ella misma transformaba en beso. Con la misma rapidez que antes se había dormido se despertaba ahora.
No más que mi cambio en el tiempo, no más que el hecho de mirar a una muchacha sentada junto a mí bajo la lámpara que alumbraba de manera distinta a como alumbraba el sol cuando ella caminaba a lo largo del mar, este enriquecimiento real, este proceso autónomo de Albertina, no eran la causa importante de la diferencia que había entre mi manera de verla ahora y mi manera de verla al principio en Balbec. Hubieran podido pasar más años entre las dos imágenes sin determinar un cambio tan completo; este cambio se produjo, esencial y súbito, cuando me enteré de que mi amiga había sido casi educada por la amiga de mademoiselle Vinteuil. Si en otro tiempo me exaltaba creyendo ver misterio en los ojos de Albertina, ahora sólo era feliz en los momentos en que de aquellos ojos, hasta de aquellas mejillas, espejeantes como ojos, unas veces tan dulces y en seguida tan hoscas, lograba yo expulsar todo misterio. La imagen que buscaba, la imagen en que me recreaba, contra la cual hubiera querido morir, ya no era la Albertina que tenía una vida desconocida, era una Albertina conocida por mí en todo lo posible (por eso aquel amor no podía durar, a menos de seguir siendo desgraciado, pues, por definición, no satisfacía la necesidad de misterio), era una Albertina que no reflejaba un mundo lejano, que no deseaba más —había, en efecto, momentos en que parecía ser así— que estar conmigo, del todo semejante a mí, una Albertina imagen de lo que precisamente era mío y no de lo desconocido.
Cuando un amor nace así de una hora de angustia por un ser, de la incertidumbre de si podremos retenerlo o se nos escapará, ese amor lleva la marca de la revolución que lo ha creado, recuerda muy poco lo que habíamos visto hasta entonces cuando pensábamos en ese mismo ser. Y mis primeras impresiones ante Albertina, a la orilla del mar, podían en una pequeña parte subsistir en mi amor a ella; en realidad, esas impresiones anteriores ocupan muy poco sitio en un amor de esa clase, en su fuerza, en sus sufrimientos, en su necesidad de dulzura y de refugio en un recuerdo apacible, tranquilo, donde quisiéramos quedarnos y no saber ya nada más de la que amamos, aunque hubiera algo odioso que saber, aun conservando las impresiones anteriores, un amor así está hecho de algo muy distinto.
A veces yo apagaba la luz antes de que ella entrara. Y a oscuras, apenas guiada por la luz de un tizón, se acostaba a mi lado. Sólo mis manos, sólo mis mejillas la reconocían sin que la viesen mis ojos, que a veces tenían miedo de encontrarla cambiada. De suerte que, a favor de este amor ciego, se sentía más querida que habitualmente.
Me desnudaba, me acostaba y, sentada Albertina en una esquina de la cama, reanudábamos nuestra partida o nuestra conversación interrumpida por los besos; y en el deseo, lo único que nos hace encontrar interés en la existencia y en el carácter de otra persona, si, en compensación, vamos abandonando a los diferentes seres sucesivamente amados, permanecemos tan fieles a nuestra naturaleza que una vez, viendo en el espejo, mientras besaba a Albertina llamándola «niñita mía», la expresión triste y apasionada de mi propio rostro, semejante a lo que fuera en otro tiempo cerca de Gilberta, de la que ya no me acordaba, a lo que sería quizá después junto a otra si alguna vez llegara a olvidar a Albertina, me hizo pensar que por encima de las consideraciones de persona (decidiendo el instinto que consideremos a la actual como única verdadera) estaba yo cumpliendo los deberes de una devoción ardiente y dolorosa consagrada como una ofrenda a la juventud y a la belleza de la mujer. Y, sin embargo, a este deseo que honraba con un «exvoto» a la juventud, también a los recuerdos de Balbec, se unía, en la necesidad que yo sentía de tener así todas las noches a Albertina junto a mí, algo que hasta entonces había sido ajeno a mi vida, al menos a mi vida amorosa, si no era enteramente nuevo en mi vida. Era un poder de calma de tal entidad como no lo había sentido desde las lejanas noches de Combray en que mi madre, inclinada sobre mi cama, venía a traerme el reposo en un beso. Seguramente en aquel tiempo me habría extrañado mucho que me dijeran que no era enteramente bueno y, sobre todo, que intentara nunca privar a alguien de un placer. Sin duda me conocía muy mal entonces, pues mi satisfacción de ver a Albertina viviendo en mi casa era, mucho más que un placer positivo, el de haber retirado del mundo donde cualquiera podía disfrutarla a su vez a la muchacha en flor que, si no me daba gran alegría, al menos no se la daba a los demás. La ambición, la gloria me hubieran dejado indiferente. Era aún más incapaz de sentir odio. Y, sin embargo, amar carnalmente era para mí gozar de un triunfo sobre tantos competidores. No me cansaré de decirlo, era, más que nada, un modo de tranquilizarme.
Ya podía haber dudado de Albertina antes de que volviera, haberla imaginado en el cuarto de Montjouvain: una vez en bata, sentada frente a mí, o bien, como era más frecuente, acostado yo al pie de mí cama, depositaba mis dudas en ella, se las entregaba para que me descargase de ellas, en la abdicación de un creyente que se pone a rezar. Podía haber pasado toda la noche apelotonada graciosamente como una bola sobre mi cama, jugando conmigo como una gata; podía su naricilla rosada, que ella encogía aún en la punta con una mirada coqueta que le imprimía la sutileza singular de ciertas personas un poco gruesas, darle un aspecto travieso y ardiente; podía dejar caer un mechón de su larga cabellera negra sobre la mejilla de rosada cera y, entornando los ojos, descruzando los brazos, parecer como que me decía: «Haz de mí lo que quieras»; cuando en el momento de dejarme se me acercaba para decirme adiós, era su dulzura ya casi familiar lo que yo besaba en ambos lados de su cuello fuerte, que entonces no me parecía nunca bastante moreno ni de piel bastante granulada, como si estas sólidas cualidades tuviesen relación con alguna bondad leal en Albertina.
—¿Vendrás mañana con nosotros, malísimo? —me preguntaba antes de dejarme.
—¿A dónde vais a ir?
—Depende del tiempo y de ti. ¿Has escrito siquiera algo antes, queridito? ¿No? Entonces no valía la pena no haber ido de paseo. A propósito, cuando volví hace un momento, ¿reconociste mi paso, adivinaste que era yo?
—Naturalmente. ¿Cómo iba a equivocarme, cómo no iba a reconocer entre mil los pasos de mi codornicilla? Permítame mi codornicilla descalzarla para irse a la cama, eso me gustará muchísimo. Estás tan bonita y tan color de rosa en toda esa blancura de encajes.
Esta era mi respuesta; en medio de las efusiones carnales, se reconocerán otras propias de mi madre y de mi abuela. Pues, poco a poco, yo me iba pareciendo a toda mi familia, a mi padre, que —claro que de manera diferente que yo, pues si las cosas se repiten, lo hacen con grandes variaciones— tanto se interesaba por el tiempo que hacía; y no sólo a mi padre, sino cada vez más a mi tía Leontina. A no ser así, Albertina no hubiera podido ser para mí más que un motivo para salir, para no dejarla sola, sin mi control. Mi tía Leontina, tan mojigata y con la que yo hubiera jurado que no tenía ni un solo punto común, tan apasionado yo por los placeres, al revés, en apariencia, de aquella maniática que nunca había conocido ninguno y se pasaba todo el día rezando el rosario, tan contrariado yo por no poder realizar una vida literaria, mientras que ella había sido la única persona de la familia que no había podido comprender que leer era otra cosa que pasar el tiempo y «divertirse», lo que, hasta en las pascuas, hacía la lectura permitida en domingo, día en que está prohibida toda ocupación seria, con el fin de que sea únicamente santificado por la oración. Ahora bien, aunque cada día yo encontrase la causa en un malestar especial, lo que tantas veces me hacía quedarme en la cama era un ser, no Albertina, no un ser que yo amaba, sino un ser más poderoso sobre mí que un ser amado: era, transmigrada en mí, despótica hasta el punto de acallar a veces mis sospechas celosas, o al menos de impedirme ir a comprobar si eran fundadas o no, mi tía Leontina. ¿No bastaba que me pareciese con exageración a mi padre hasta el punto de no limitarme a consultar como él el barómetro, sino siendo yo mismo un barómetro vivo; que me dejase mandar por mi tía Leontina para seguir observando el tiempo, pero desde mi cuarto o hasta desde mi cama? Resulta que ahora yo hablaba a Albertina tan pronto como el niño que fui en Combray hablaba a mi madre, tan pronto como mi abuela me hablaba a mí. Cuando hemos pasado de cierta edad, el niño que fuimos y el alma de los muertos de los que salimos vienen a echarnos a puñados sus bienes y sus desventuras, queriendo cooperar en los nuevos sentimientos que experimentamos y en los cuales nosotros, borrando su antigua efigie, los refundimos en una creación original. Así, todo mi pasado desde mis más lejanos años y, por encima de esto, el pasado de mis ascendientes mezclaban a mi impuro amor por Albertina la dulzura de un cariño a la vez filial y maternal. Desde una determinada hora, debemos recibir a todos nuestros antepasados llegados de tan lejos y reunidos en torno nuestro.