—¿También en literatura? —me preguntaba Albertina.
—También en literatura —y volviendo a pensar en la monotonía de las obras de Vinteuil, explicaba a Albertina que los grandes literatos no han hecho nunca más que una sola obra, o más bien han refractado a través de diversos medios una misma belleza que aportan al mundo—. Si no fuera tan tarde, pequeña —le decía—, te demostraría eso en todos los escritores que lees mientras yo duermo, te demostraría la misma identidad que en Vinteuil. Esas frases-tipo que tú empiezas a reconocer como yo, mi pequeña Albertina, las mismas en la Sonata, en el septuor, en las demás obras, serían, por ejemplo, en Barbey d’Aurevilly, una realidad oculta, revelada por una señal material, el rojo fisiológico de la Embrujada, de Amado de Spens, de la Clotte, la mano de Le rideau cramoisi, los antiguos usos, las antiguas costumbres, las antiguas palabras, los oficios antiguos y singulares tras los que está el pasado, la historia oral hecha por los patriarcas del terruño, las nobles ciudades normandas perfumadas de Inglaterra y bonitas como un pueblo de Escocia, la causa de maldiciones contra las que nada se puede, la Vellini, el Pastor, una misma sensación en un paso, ya sea la mujer buscando a su marido en Une vieille maitresse, o el marido, en L’ensorcelée, recorriendo la landa, y la Embrujada misma al salir de misa. También son frases-tipos de Vinteuil esta geografía del escultor en las novelas de Thomas Hardy.
Las frases de Vinteuil me hicieron pensar en la pequeña frase y le dije a Albertina que había sido como el himno nacional del amor de Swann y de Odette.
—Son los padres de Gilberta, a los que creo que conocías. Me dijiste que era de esas. ¿No intentó tener relaciones contigo? Me habló de ti.
—Sí, como sus padres mandaban el coche a buscarla al colegio cuando hacía muy mal tiempo, creo que una vez me llevó y me besó —me dijo al cabo de un momento, riendo y como si fuera una confidencia divertida—. De pronto me preguntó si me gustaban las mujeres —pero si creía sólo recordar que Gilberta la había llevado en el coche, ¿cómo podía decir con tanta precisión que Gilberta le había hecho aquella extraña pregunta?—. Hasta se me ocurrió la idea de engañarla y le contesté que sí —cualquiera diría que Albertina temía que Gilberta me hubiera contado aquello y no quería que yo comprobase que me mentía—. Pero no hicimos nada —era extraño, si habían llegado a aquellas confidencias, que no hicieran nada, sobre todo habiéndose besado antes en el coche, al decir de Albertina—. Me llevó así cuatro o cinco veces, quizá algunas más, y eso fue todo.
Me costó mucho no hacerle ninguna pregunta, pero dominándome para aparentar que no daba a todo aquello ninguna importancia, volví a los canteros de Thomas Hardy:
—¿Recuerdas bien en Jude l’obscur, has visto en La bien-aimée los bloques de piedra que el padre extrae de la isla y van en barco a amontonarse en el taller del hijo para convertirse en estatuas; en Les yeux bleus, el paralelismo de las tumbas, y también la línea paralela del barco, y los vagones contiguos donde están los dos enamorados y la muerte; el paralelismo entre La bien-aimée, donde el hombre ama a tres mujeres; Les yeux bleus, donde la mujer ama a tres hombres, etc., y, en fin, todas esas novelas superponibles unas a otras, como las casas verticalmente superpuestas en el pedregoso suelo de la isla? No puedo hablarte así en un minuto de los más grandes, pero verías en Stendhal cierto sentido de la altitud unido a la vida espiritual: el lugar elevado donde está preso Julián Sorel, la torre en lo alto de la cual está encerrado Fabricio, el campanario donde el cura Blanes se dedica a la astrología y de donde Fabricio ve un panorama tan hermoso. Tú me dijiste que habías visto ciertos cuadros de Ver Meer; te darías cuenta de que son fragmentos de un mismo mundo, de que es siempre, cualquiera que sea el genio que lo recree, la misma mesa, el mismo tapiz, la misma mujer, la misma nueva y única belleza, enigma en esta época en la que nada se le parece ni le explica, si no tratamos de emparentarlo por los temas, pero separando la impresión especial que produce el color. Pues bien, esa belleza nueva es siempre idéntica en todas las obras de Dostoyevski: la mujer de Dostoyevski (tan particular como una mujer de Rembrandt), con su rostro misterioso cuya belleza afable se transforma de pronto, como si hubiera representado la comedia de la bondad, en una insolencia terrible (aunque, en el fondo, parece ser más bien buena), ¿no es siempre la misma, ya se trate de Nastasia Philipovna escribiendo cartas de amor a Aglae y confesándole que la odia, o, en una visita enteramente idéntica a esta —también a aquella en que Nastasia Philipovna insulta a los padres de Gania—, Grúshenca, tan gentil con Caterina Ivánovna como terrible la había creído esta, descubriendo después bruscamente su maldad insultando a Caterina Ivánovna (y aunque Grúshenca fuera buena en el fondo)? Grúshenca, Nastasia: figuras tan originales, tan misteriosas, no sólo como las cortesanas de Carpaccio, sino como la Betsabé de Rembrandt. Observa que seguramente no supo que ese rostro deslumbrante, doble, con bruscos eclipses del orgullo, hace ver a la mujer como no es («Tú no eres esa», dice Muishkin a Nastasia en la visita a los padres de Gania, y Aliosha podía decírselo a Grúshenca en la visita a Caterina Ivánovna). Y, en cambio, cuando quiere tener «ideas de cuadros», son siempre estúpidos y darían a lo sumo los cuadros en que Muishkin pretende que veamos un condenado a muerte en el momento en que, etc., la Virgen en el momento en que, etc. Pero volviendo a la belleza nueva que Dostoyevski ha dado al mundo, así como en Ver Meer hay creación de cierta alma, de cierto color de las telas y de los lugares, en Dostoyevski no hay sólo creación de seres, sino de moradas, y la casa del asesinato en Los hermanos Karamázov, con su dvornik, ¿no es tan maravillosa como la obra maestra de la casa del crimen en Dostoyevski, esa oscura, y tan larga, y tan alta, y tan vasta casa de Rogoyin donde este mata a Nastasia Philipovna? Esa belleza nueva y terrible de una casa, esa belleza nueva y mixta de un rostro de mujer, eso es lo que Dostoyevski ha aportado de único al mundo, y las comparaciones que unos críticos literarios pueden hacer entre él y Gógol, o entre él y Paul de Kock, no tienen ningún interés, porque son ajenas a esa belleza secreta.
Además, te he dicho que de una novela a otra es la misma escena, pero es que dentro de una misma novela, si es muy larga, se reproducen las mismas escenas, los mismos personajes. Podría demostrártelo muy fácilmente en Guerra y paz, y cierta escena en un coche…
—No quería interrumpirte, pero como veo que dejas Dostoyevski, y tengo miedo de olvidarlo, oye, querido, ¿qué querías decir el otro día cuando me dijiste: «Es como la parte Dostoyevski de madame de Sévigné»? Te confieso que no lo entendí. Me parecen tan diferentes.
—Ven acá, nena mía, te voy a dar un beso por recordar tan bien lo que yo te digo, después volverás a la pianola. Y confieso que lo que te dije era bastante idiota. Pero lo dije por dos razones. La primera es una razón particular. Madame de Sévigné, como Elstir, como Dostoyevski, en vez de presentar las cosas en el orden lógico, es decir, empezando por la causa, nos muestra en primer lugar el efecto, la ilusión que nos impresionó; así presenta Dostoyevski sus personajes. Sus actos nos parecen tan engañosos como esos efectos de Elstir en los que el mar parece que está en el cielo. Cuando después nos enteramos de que aquel hombre ladino es en el fondo muy bueno, o al contrario, nos quedamos muy sorprendidos.
—Sí, pero dime un ejemplo en madame de Sévigné.
—Confieso —le contesté riendo— que es muy traído por los cabellos, pero, en fin, podría encontrar ejemplos.
—Pero ¿es que Dostoyevski asesinó a alguien? Todas las novelas suyas que yo conozco se podrían titular Historia de un crimen. Es una obsesión, no es natural que hable siempre de eso.
—No creo, pequeña, conozco mal su vida. Desde luego, como todo el mundo, conoció el pecado, en una forma o en otra, y probablemente en una forma que las leyes prohíben. En este sentido debía de ser un poco criminal, como sus héroes, que, por lo demás, no lo son del todo, pues se les condena con circunstancias atenuantes. Y quizá no valía la pena de que fuera criminal. Yo no soy novelista; es posible que a los creadores les tienten ciertas formas de vida que no han experimentado personalmente. Si voy contigo a Versalles como hemos convenido, te enseñaré el retrato del hombre honrado por excelencia, del mejor de los maridos, Choderlos de Lados, que escribió el libro más terriblemente perverso, y justamente enfrente del de madame de Genlis, que escribió cuentos morales y no se contentó con engañar a la duquesa de Orleans, sino que la martirizó alejando de ella a sus hijos. De todos modos reconozco que en Dostoyevski esta preocupación del asesinato tiene algo de extraordinario y me lo hace muy extraño. Ya me deja bastante estupefacto oír decir a Baudelaire:
Si le viol, le poison, le poignard, l’incendie
N’ont pas encor brodé de leurs plaisants dessins
Le canevas banal de nos piteux destins,
C’est que notre âme, hélas!, n’est pas assez hardie[25].
»Pero de Baudelaire puedo al menos creer que no es sincero. Mientras que Dostoyevski… Todo eso me parece lejísimos de mí, a menos que haya en mí partes que ignoro, pues nos vamos conociendo sucesivamente. En Dostoyevski encuentro pozos demasiado profundos, pero en algunos puntos aislados del alma humana. Pero es un gran creador. En primer lugar, el mundo que pinta parece verdaderamente creado por él. Todos esos bufones que reaparecen siempre, todos esos Lébedev, Karamázov, Ivolguin, Segrev, ese increíble cortejo, es una humanidad más fantástica que la que puebla La ronda de roche, de Rembrandt. Y, sin embargo, quizá sólo es fantástica, de la misma manera, por la luz y por el traje, y en el fondo es corriente. En todo caso, es a la vez una humanidad llena de verdades, profunda y única, propia exclusivamente de Dostoyevski.
Eso, esos bufones, es cosa que ya no tiene empleo, como ciertos personajes de la comedia antigua, y, sin embargo, ¡qué bien revelan aspectos verdaderos del alma humana! Lo que me fastidia es la manera solemne con que se habla y se escribe sobre Dostoyevski. ¿Te has fijado en el papel que el amor propio y el orgullo desempeñan en sus personajes? Dijérase que, para él, el amor y el odio más encarnizado, la bondad y la tristeza, la timidez y la insolencia, no son más que dos estados de una misma naturaleza; el amor propio, el orgullo, impiden a Aglaya, a Nastasia, al capitán a quien mi tía tira de la barba, a Krasotin, el enemigo-amigo de Aliosha, mostrarse tales como son en realidad. Pero hay otras muchas grandezas. Yo conozco muy pocos libros suyos, pero ¿no es un motivo escultórico y simple, digno del arte más antiguo, un friso interrumpido y luego continuado en el que se representan la venganza y la expiación, el crimen del padre de los Karamázov dejando embarazada a la pobre loca, el movimiento misterioso, animal, inexplicable, con el que la madre, involuntario instrumento de las venganzas del destino, obedeciendo tan oscuramente a su instinto de madre, quizá a una mezcla de resentimiento y de gratitud física por el violador, va a dar a luz en casa del padre de los Karamázov? Esto es el primer episodio, misterioso, grande, augusto, como una creación de la mujer en las esculturas de Orvieto. Y como réplica el segundo episodio, más de veinte años después, la muerte del padre de los Karamázov, la infamia que cae sobre la familia Karamázov por obra del hijo de la loca, Smerdiákov, seguida poco después de un mismo acto tan misteriosamente escultórico e inexplicado, de una belleza tan oscura y natural como el alumbramiento en el jardín del padre de los Karamázov: Smerdiákov ahorcándose, después de realizar su crimen. En cuanto a Dostoyevski, yo no le dejaba tanto como tú crees al hablar de Tolstói, que le imitó mucho. Y en Dostoyevski hay concentrado, todavía contraído y gruñón, mucho de lo que se desarrollará en Tolstói. En Dostoyevski hay esa tosquedad anticipada de los primitivos que los discípulos aclararán.
—Es desesperante que seas tan perezoso, hijo mío. Fíjate cómo ves la literatura de una manera más interesante que como nos la hacían estudiar; aquellos ejercicios que nos hacían hacer sobre Esther: «Monsieur», ¿te acuerdas? —me dijo riendo, más que por reírse de sus maestros y de ella misma, por el gusto de revivir en su memoria, en nuestra memoria común, un recuerdo ya un poco antiguo.
Pero, mientras me hablaba, yo pensaba en Vinteuil, y era la otra hipótesis, la hipótesis materialista, la de la nada, la que surgía en mí. Volvía la duda, pensaba que, después de todo, las frases de Vinteuil pudieran parecer la expresión de ciertos estados de alma análogos al que yo sentí saboreando la magdalena mojada en la taza de té; nada me aseguraba que la vaguedad de tales estados fuera una prueba de su profundidad, sino solamente que todavía no hemos sabido analizarlos, que, por consiguiente, no eran más reales que los demás. Sin embargo, aquella felicidad, aquel sentimiento de certidumbre en la felicidad, cuando tomaba la taza de té, cuando respiraba en los Champs-Elysées un olor a árboles viejos, no era una ilusión. En todo caso, me decía el espíritu de duda, aun cuando esos estados son en la vida más profundos que otros, y son por eso mismo inanalizables, porque ponen en juego demasiadas fuerzas de las que todavía no nos hemos dado cuenta, el encanto de ciertas frases de Vinteuil hace pensar en ellas porque también él es inanalizable, pero esto no demuestra que tenga la misma profundidad; la belleza de una frase de música parece fácilmente la imagen o, al menos, la pariente de una impresión inintelectual que hemos tenido, pero simplemente porque es inintelectual. Y entonces, ¿por qué creemos especialmente profundas esas frases obsesivas en ciertos quatuors y en aquel «concierto» de Vinteuil? Pero no era solamente música de Vinteuil lo que me tocaba Albertina; a veces la pianola era para nosotros como una linterna mágica científica (histórica y geográfica), y, según que Albertina tocara Rameau o Boro din, yo veía extenderse sobre las paredes de aquella habitación de París, en la que había inventos más modernos que en la de Combray, ya un tapiz del siglo XVIII sembrado de amores sobre un fondo de rosas, ya la estepa oriental donde las sonoridades se pierden en las distancias ilimitadas, en el suelo alfombrado de nieve. Y aquellas decoraciones fugitivas eran, por lo demás, únicas en mi cuarto, pues aunque cuando las heredé de mi tía Leontina me propuse tener colecciones como Swann, comprar cuadros, esculturas, se me iba todo el dinero en caballos, en un automóvil, en toilettes para Albertina. Pero ¿no había en mi habitación una obra de arte más valiosa que todas? Era la misma Albertina. La miraba. Me resultaba extraño pensar que era ella, ella, a la que durante tanto tiempo me pareció imposible hasta conocerla, y que hoy, animal salvaje domesticado, rosal al que yo puse el rodrigón, el marco, el espaldar de su vida, estaba allí sentada, cada día, en su casa, junto a mí, ante la pianola, apoyada en mi biblioteca. Sus hombros, que yo había visto bajos, inclinados en los clubs de golf, se apoyaban en mis labios. Sus bonitas piernas, que el primer día imaginé yo, con razón, maniobrando durante toda su adolescencia los pedales de una bicicleta, subían y bajaban sucesivamente sobre los de la pianola, en los que Albertina, ahora de una elegancia que me hacía sentirla más mía, porque era yo quien se la había dado, posaba sus zapatos de brocado de oro. Sus dedos, antes familiarizados con el manillar, se posaban ahora en las teclas como los de una Santa Cecilia; su cuello, lleno y fuerte visto desde mi cama, a aquella distancia y a la luz de la lámpara parecía más rosado, menos, sin embargo, que su rostro inclinado de perfil, al que mi mirada, saliendo de las profundidades de mí mismo, cargada de recuerdos y ardiente de deseo, daba tal brillantez, tal intensidad de vida, que su relieve parecía alzarse y girar con la misma fuerza casi mágica que aquel día en que, en el hotel de Balbec, yo, nublada la vista por el deseo de besarla, prolongaba cada superficie de aquel rostro más allá de lo que podía ver, y así, cada superficie me ocultaba los rasgos —párpados que cerraban a medias los ojos, cabellera que tapaba las mejillas— y me hacía sentir mejor el relieve de aquellos planos superpuestos; los ojos (como en un mineral de ópalo donde está todavía envainado se ven sólo pulidas las dos placas), más resistentes que el metal a la vez que más brillantes que la luz, presentaban, en medio de la materia ciega que gravitaba sobre ellos, como las alas de seda malva de una mariposa bajo un cristal; y el cabello, negro y crespo, mostrando otros aspectos según que se volviera hacia mí para preguntarme qué quería que tocara, ya un ala magnífica, fina en la punta, ancha en la base, negra, plumosa y triangular; ya compacto el relieve de sus bucles en una cordillera poderosa y variada, llena de picos, de divisorias, de precipicios, con su orografía tan rica y tan múltiple, pareciendo superar la variedad que realiza habitualmente la naturaleza y responder más bien al deseo de un escultor que acumula las dificultades para hacer valer la soltura, el vuelo, los matices, la vida de su ejecución, hacía resaltar más la animada curva y como la rotación del rostro liso y rosa, interrumpiéndola para cubrirla con el barniz mate de una madera pintada. Y en contraste con tanto relieve, también por la armonía que los unía a ella, que había adaptado su actitud a su forma y a su utilización, la pianola que la ocultaba a medias como una caja de órgano, la biblioteca, todo aquel rincón de la estancia parecía reducido a no ser otra cosa que el santuario iluminado, la cuna de aquel ángel músico, obra de arte que, pasado un momento, por una dulce magia, iba a salir de su hornacina y a ofrecer a mis besos su preciosa y rosada sustancia. Pero no; Albertina no era en modo alguno para mí una obra de arte. Yo sabía lo que era admirar a una mujer de una manera artística, yo había conocido a Swann. Por mí mismo, además, era incapaz de hacerlo, fuera quien fuere la mujer de quien se tratara, pues no tenía ninguna clase de espíritu de observación exterior, no sabía nunca qué era lo que veía, y me maravillaba cuando Swann daba retrospectivamente una dignidad artística —comparándola para mí, como se complacía en hacerlo galantemente ante ella misma, con un retrato de Luini; viendo en su toilette el vestido o las alhajas de un cuadro de Giorgione— a una mujer que me había parecido insignificante. En mí no había nada de esto. A decir verdad, incluso cuando comenzaba a mirar a Albertina como un ángel músico maravillosamente patinado y que me felicitaba de poseer, no tardaba en volver a serme indiferente; en seguida me aburría a su lado, pero esto duraba poco: sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible, sólo amamos lo que no poseemos, y en seguida volvía a darme cuenta de que no poseía a Albertina. Veía pasar en sus ojos, ya la esperanza, ya el recuerdo, ya la añoranza de alegrías que yo no adivinaba, a las que, en este caso, prefería ella renunciar antes que decírmelas, y como no llegaba a captar en sus pupilas más que aquel resplandor, no veía más de lo que ve el espectador que no ha podido entrar en el teatro y que, pegado al cristal de la puerta, no puede ver lo que pasa en el escenario. (No sé si era este el caso en ella, pero es extraño, como un testimonio en los más incrédulos de una creencia en el bien, esa perseverancia en la mentira que tienen todos los que nos engañan. Por más que se les diga que su mentira causa más pena que la confesión, por más que lo comprendan, volverán a mentir al cabo de un momento, para seguir concordando con lo que antes nos dijeron que eran o con lo que nos dijeron que éramos para ellos. Así, un ateo que tiene apego a la vida se deja matar por no desmentir la idea que se tiene de su valentía). A veces, en aquellas horas, veía flotar sobre ella, en sus miradas, en su gesto, en su sonrisa, el reflejo de esos espectáculos interiores cuya contemplación la hacía distinta aquellas noches, alejada de mí, a quien eran negados.
—¿En qué piensas, querida?
—En nada.
A veces, para contestar a este reproche que le hacía de no decirme nada, tan pronto me decía cosas que ella no ignoraba que yo sabía tan bien como todo el mundo (como esos hombres de Estado que no nos anunciarían la más pequeña noticia, pero en cambio nos hablan de la que hemos podido leer en los periódicos de la víspera), tan pronto me contaba, sin ninguna precisión, como una especie de falsas confidencias, unos paseos en bicicleta que hacía en Balbec el año antes de conocerme. Y como si yo hubiera adivinado exactamente en otro tiempo, deduciendo de aquello que debía de ser una muchacha muy libre puesto que hacía aquellos viajes tan largos, al evocar aquellos paseos se insinuaba entre los labios de Albertina la misma misteriosa sonrisa que me sedujo los primeros días en el malecón de Balbec. Me hablaba también de las excursiones que había hecho con amigas por el campo holandés, de sus regresos a Amsterdam a horas tardías de la noche, cuando una multitud compacta y alegre de personas, casi todas conocidas suyas, llenaban las calles, las orillas de los canales, cuyas luces innumerables y fugitivas creía yo ver reflejarse en los ojos brillantes de Albertina, como en los cristales inciertos de un carruaje rápido. Comparada con mi curiosidad dolorosa, insaciable, por los lugares donde Albertina había vivido, por lo que había podido hacer tal o cual noche, por las sonrisas y las miradas que había dirigido, por las palabras que había dicho, por los besos que había recibido, la sedicente curiosidad estética merecería más bien el nombre de indiferencia. ¡Cuántas gentes, cuántos lugares (incluso que no la concernían directamente, vagos lugares de placer donde pudo gustarlo, los lugares donde hay mucha gente, donde le rozan a uno) había introducido Albertina en mi corazón desde el umbral de mi imaginación o de mi recuerdo, donde no me importaban! —como una persona que hace entrar en el teatro a su séquito, toda una compañía, haciéndola pasar por el control delante de ella—. Ahora mi conocimiento de todo aquello era interno, inmediato, espasmódico, doloroso. El amor es el espacio y el tiempo hechos sensibles al corazón.
Y, sin embargo, enteramente fiel, quizá no hubiese soportado infidelidades que sería incapaz de concebir. Pero lo que me torturaba imaginar en Albertina era mi propio deseo de gustar a otras mujeres, de iniciar otras aventuras; era suponerle aquella mirada que el otro día no pude menos de dirigir, aunque iba con ella, a unas jóvenes ciclistas sentadas en las mesas del Bois de Boulogne. Como no hay conocimiento, casi se puede decir que no hay celos más que de sí mismo. La observación cuenta poco. Sólo del placer sentido por uno mismo se puede sacar saber y dolor.
A veces, en los ojos de Albertina, en el brusco arrebato de su tez, sentía yo como un rayo de calor pasar furtivamente en regiones más inaccesibles para mí que el cielo, y donde evolucionaban los recuerdos de Albertina, desconocidos para mí. Entonces aquella belleza que, pensando en los años sucesivos en que había conocido a Albertina, ya en la playa de Balbec, ya en París, le había encontrado desde hacía poco, y que consistía en que mi amiga se iba desarrollando en tantos planos y contenía tantos días transcurridos, aquella belleza tomaba para mí un algo desgarrador. Entonces, bajo aquel rostro sonrojado, sentía escondido como un abismo el inacabable espacio de las noches en que yo no conocía a Albertina. Ya podía sentarla en mis rodillas, tener su cabeza entre mis manos, ya podía acariciarla, pasar amorosamente mis manos sobre ella: como si manejara una piedra que encierra la salsedumbre de los océanos inmemoriales o la luz de una estrella, sentía que tocaba solamente la envoltura cerrada de un ser que por el interior accedía al infinito. ¡Cuánto sufría por esta posición a que nos ha reducido el olvido de la naturaleza, que al instituir la separación de los cuerpos no pensó en hacer posible la interpenetración de las almas! Y me daba cuenta de que Albertina no era para mí (pues si su cuerpo estaba en poder del mío, su pensamiento escapaba al dominio de mi pensamiento) la maravillosa cautiva con la que había creído enriquecer mi morada, sin dejar de ocultar perfectamente su presencia incluso a los que iban a verme y no la sospechaban al final del pasillo en el cuarto vecino, como aquel personaje que la princesa de China tenía encerrado en una botella sin que nadie lo supiese; invitándome apremiante, cruel e ineludible a la búsqueda del pasado, era más bien como una gran diosa del Tiempo. Y si hube de perder por ella años, mi fortuna —y con tal de poder pensar, lo que, desgraciadamente, no es seguro, que ella no ha perdido—, no tengo nada que lamentar. Seguramente hubiera sido preferible la soledad, más fecunda, menos dolorosa. Pero la vida de coleccionista que me aconsejaba Swann y que monsieur de Charlus me reprochaba no conocer, diciéndome con una mezcla de ingenio, de insolencia y de gusto: «¡Qué feo está eso en usted!», ¿qué esculturas, qué cuadros largamente perseguidos, poseídos al fin, o incluso, en el mejor de los casos, contemplados con desinterés, me hubieran dado acceso —como la pequeña herida que cicatrizaba bastante rápidamente, pero que la torpeza inconsciente de Albertina, de personas indiferentes o de mis propios pensamientos no tardan en abrir de nuevo— a aquel salirse fuera de sí mismo, a aquel camino de comunicación privado, pero que da a la carretera general donde acontece lo que no conocemos hasta el día que lo sufrimos: la vida de los demás?
A veces hacía una luna tan hermosa, que, llevando ya Albertina una hora en la cama, iba a decirle que se asomara a la ventana. Estoy seguro de que iba a su cuarto por eso y no para cerciorarme de que estaba allí. Nada indicaba que pudiera y deseara escaparse. Hubiera sido necesaria una colusión inverosímil con Francisca. En la oscuridad del cuarto sólo veía una diadema de pelo negro sobre la blanca almohada. Pero oía la respiración de Albertina. Su sueño era tan profundo que yo vacilaba en acercarme a la cama; me sentaba al borde de la misma; el sueño seguía corriendo con el mismo murmullo. Lo que no sé decir es la suprema alegría de su despertar. La besaba, la sacudía. En seguida dejaba de dormir, pero sin mediar siquiera el intervalo de un instante rompía a reír y me decía echándome los brazos al cuello: «Precisamente estaba pensando si no vendrías», y reía tiernamente a todo reír. Dijérase que, cuando dormía, su cabeza estaba llena de alegría, de ternura y de risa, y que yo, al despertarla, había hecho brotar, como cuando se abre una fruta, el jugo rezumante que nos calma la sed.
Pero se acababa el invierno; y llegó la estación bella y muchas veces, cuando Albertina acababa de darme las buenas noches, todavía completamente oscuros mi cuarto, mis cortinas, la pared sobre las cortinas, ya en el jardín de las monjas vecinas oía, rica y preciosa en el silencio como un armónium de iglesia, la modulación de un pájaro desconocido que cantaba ya maitines al modo lidio y ponía en mis tinieblas la rica nota esplendorosa del sol que él veía.
Empezaron a menguar las noches, y antes de las horas antiguas de la madrugada veía ya atravesar las cortinas de mi ventana la claridad cotidianamente acrecida del día. Si me resignaba a que Albertina siguiera llevando aquella vida en la que, a pesar de sus denegaciones, le notaba que se sentía prisionera, era sólo porque cada día estaba seguro de que al día siguiente podría empezar, al mismo tiempo que a trabajar, a levantarme, a salir, a preparar la marcha a una finca que compraríamos y en la que Albertina podría hacer más libremente, y sin preocupación para mí, la vida de campo o de mar, de navegación o de caza, que le gustara. Sólo que al otro día acontecía que aquel tiempo pasado que yo amaba y detestaba alternativamente en Albertina (como, cuando se trata del presente, cada cual, por interés, o por finura, o por piedad, trabaja en tejer una cortina de mentiras que tomamos por realidad), una de las horas que lo constituían, y aun una de las horas que yo había creído conocer, me presentaba de pronto, retrospectivamente, un aspecto que no se intentaba ocultar y que era muy diferente de aquel con que la había visto. Detrás de una mirada, en lugar del buen pensamiento que creí ver en otro tiempo, aparecía un deseo insospechado hasta entonces, alienándome una parte más de aquel corazón de Albertina que yo creyera asimilado al mío. Por ejemplo, cuando Andrea se marchó de Balbec en el mes de julio, Albertina no me dijo nunca que iba a volver a verla pronto; y yo pensaba que había vuelto a verla incluso antes de lo que ella creía, pues, por la gran tristeza que tuve en Balbec aquella noche del 14 de septiembre, me hizo el sacrificio de no quedarse allí y volver en seguida a París. Cuando llegó, el 15, le pedí que fuera a ver a Andrea y le pregunté: «¿Se alegró de verte?». Ahora vino madame Bontemps a casa a traer una cosa a Albertina; la vi un momento y le dije que Albertina había salido con Andrea:
—Han ido al campo.
—Sí —me contestó madame Bontemps—, Albertina no es difícil en eso del campo. Hace tres años tenía que ir todos los días a las Buttes-Chaumont —este nombre de Buttes-Chaumont, a donde Albertina no me había dicho nunca que había ido, me cortó la respiración. No hay enemigo más diestro que la realidad. Dirige sus ataques al punto de nuestro corazón donde no los esperábamos y donde no habíamos preparado la defensa. ¿Mintió Albertina entonces a su tía diciéndole que iba todos los días a las Buttes-Chaumont, o me mintió a mí después diciéndome que no las conocía?—. Afortunadamente —añadió madame Bontemps—, esa pobre Andrea se va a marchar pronto a un campo más sano, al verdadero campo, que buena falta le hace, porque tiene muy mala pinta. Verdad es que este verano no tuvo el tiempo de aire sano que se necesita. Piense que se marchó de Balbec a finales de julio pensando volver en septiembre, pero como su hermano se dislocó la rodilla, no pudo volver.
¡Entonces, Albertina la esperaba en Balbec y me lo ocultó! Verdad es que, siendo así, mayor fue su bondad al proponerme volverse conmigo. A menos que…
—Sí, recuerdo que Albertina me habló de eso… —no era verdad—. ¿Y cuándo ocurrió ese accidente? Todo eso está un poco enredado en mi cabeza.
—Por un lado, vino justamente a punto, porque un día después empezaba el alquiler de la casa, y la abuela de Andrea habría tenido que pagar un mes para nada. El muchacho se rompió la pierna el catorce de septiembre, así que Andrea tuvo tiempo de telegrafiar a Albertina, el quince por la mañana, que no iría a Balbec, y Albertina de avisar a la agencia. Un día más y corría el alquiler hasta el quince de octubre.
De modo que cuando Albertina, cambiando de parecer, me dijo: «Vámonos esta noche», seguramente lo que veía era un piso que yo no conocía, el de la abuela de Andrea, en el que podría encontrar, cuando volviéramos, a la amiga que, sin que yo lo sospechara, había pensado ella volver a ver pronto en Balbec. Y yo había atribuido a un arranque de su buen corazón aquellas palabras, tan amables, de volver conmigo, cuando eran simplemente el reflejo de un cambio acaecido en una situación que no conocemos, y que es todo el secreto de la variación de conducta de las mujeres que no nos aman. Nos niegan obstinadamente una cita para el día siguiente porque están cansadas, porque su abuelo les exige que coman con él. «Pues ven después», insistimos. «Me tiene hasta muy tarde. A lo mejor me acompaña a la vuelta». Es simplemente que tienen una cita con alguien que les gusta. De pronto, este alguien ya no está libre, y vienen a decirnos que sienten mucho habernos causado pena, que mandarán a paseo al abuelo y vendrán con nosotros, porque es lo único que les interesa. Yo hubiera debido reconocer estas frases en lo que me dijo Albertina el día que salí de Balbec. Pero quizá no debía limitarme a reconocer sólo estas frases: para interpretar este lenguaje, convenía recordar dos rasgos particulares del carácter de Albertina.
Dos rasgos del carácter de Albertina me vinieron en aquel momento a la mente, uno para consolarme, otro para desolarme, pues en nuestra memoria encontramos de todo; es una especie de farmacia, de laboratorio químico, donde tan pronto ponemos la mano en una droga calmante como en un veneno peligroso. El primer rasgo, el consolador, fue esa costumbre de complacer con una misma acción a dos personas, esa utilización múltiple de lo que hacía, característica en Albertina. Era, en efecto, muy propio de su carácter sacar de un solo viaje, al volver a París (el hecho de que Andrea no volviera podía hacerle incómoda la permanencia en Balbec, sin que esto significara que no podía prescindir de ella), una ocasión de conmover a dos personas a las que quería sinceramente: a mí, haciéndome creer que era por no dejarme solo, porque no sufriese, por fidelidad a mí; a Andrea, convenciéndola de que, al no volver ella a Balbec, no quería quedarse allí ni un momento más, de que sólo por ella había prolongado la estancia y de que corría inmediatamente a su lado. Y la partida de Albertina conmigo sucedió de una manera tan inmediata, por una parte a mi pena, a mi deseo de volver a París, por otra al telegrama de Andrea, que era muy natural que Andrea y yo, ignorando respectivamente, ella mi pena, yo su telegrama, pudiéramos creer que la partida de Albertina se debía únicamente a la causa que cada uno de nosotros conocía, a las que siguió, en efecto, a tan pocas horas de distancia y tan inopinadamente. Y en este caso, yo podía creer aún que el verdadero propósito de Albertina fue acompañarme, sin desdeñar por eso la ocasión de ofrecer un motivo a la gratitud de Andrea.
Mas, desgraciadamente, casi inmediatamente recordé otro rasgo del carácter de Albertina: la vivacidad con que se apoderaba de ella la tentación irresistible de un placer. Y recordé su impaciencia de llegar al tren una vez que decidió partir, lo bruscamente que trató al director del hotel, que, tratando de retenernos, podía hacernos perder el ómnibus, su gesto de connivencia, que tanto me conmovió cuando, ya en el trenecillo, monsieur de Cambremer nos preguntó si no podíamos aplazar el regreso una semana. Sí, lo que Albertina veía ante sus ojos en aquel momento, lo que la ponía tan impaciente por marchar, lo que la reclamaba con tanta prisa, era un piso inhabitado que yo había visto una vez, perteneciente a la abuela de Andrea, un piso lujoso al cuidado de un viejo servidor, un piso que daba de lleno al mediodía, pero tan vacío, tan silencioso, que el sol parecía poner fundas en el canapé, en las butacas de las habitaciones donde Albertina y Andrea pedían al criado respetuoso, inocente quizá, acaso cómplice, que las dejara descansar. Yo lo veía ahora todo el tiempo vacío, con una cama o un canapé, una doncella engañada o cómplice, y al que cada vez que Albertina se mostraba apresurada y seria iba a reunirse con su amiga, que seguramente llegaba antes que ella porque estaba más libre. Nunca había pensado en aquel piso que ahora tenía para mí una horrible belleza. Lo desconocido de la vida de los seres es como lo desconocido de la naturaleza; que cada descubrimiento científico no hace más que retrasar, pero sin anularlo. Un celoso exaspera a la mujer amada privándola de mil placeres sin importancia. Pero los que están en el fondo de su vida los guarda allí donde al celoso no se le ocurre buscarlos cuando su inteligencia se cree más perspicaz y cuando otros le dan los mejores informes. Pero, en fin, Andrea, al menos, se iba a marchar, mas yo no quería que Albertina pudiera despreciarme por haberme engañado ella y Andrea. Un día u otro se lo diría. Y así, demostrándole que me enteraba de todo lo que ella me ocultaba, la obligaría quizá a hablarme más francamente. Pero no quería hablarle aún de esto, en primer lugar porque, tan cerca de la visita de su tía, habría comprendido de dónde me venía la información, habría cegado esta fuente y no habría temido otras desconocidas. Además, porque no quería arriesgarme, mientras no estuviera seguro de conservar a Albertina todo el tiempo que quisiera, a acosarla demasiado, porque esto podría despertarle el deseo de dejarme. Verdad es que si yo razonaba, si buscaba la verdad, si pronosticaba el porvenir por sus palabras, que aprobaban siempre todos mis proyectos, que expresaban lo mucho que le gustaba aquella vida, lo poco que le importaba su encierro, yo no podía dudar que se quedaría siempre conmigo. Y esto no dejaba de fastidiarme mucho, pues sentía que perdía la vida, el mundo, de los que nunca había disfrutado, a cambio de una mujer en la que ya no podía encontrar nada nuevo. Ni siquiera podía ir a Venecia, porque allí, cuando me quedara en la cama, me torturaría el temor de las insinuaciones que pudieran hacerle el gondolero, la gente del hotel, los venecianos. Mas si, por el contrario, razonaba sobre la otra hipótesis, la que se fundaba, no en las palabras de Albertina, sino en silencios, en miradas, en sonrojos, en enfurruñamientos, y hasta en accesos de rabia, que me hubiera sido muy fácil demostrarle que eran infundados, pero que prefería hacer como que no los notaba, entonces pensaba que aquella vida le resultaba insoportable, que estaba siempre privada de lo que le gustaba y que, fatalmente, me dejaría algún día. Si había de hacerlo, lo único que yo deseaba era poder elegir el momento, un momento en que no me fuera demasiado penoso, y además una estación en la que ella no pudiera ir a ninguno de los lugares donde yo imaginaba sus extravíos: ni a Amsterdam, ni a casa de Andrea, ni de mademoiselle Vinteuil. Verdad es que las encontraría más tarde, pero de aquí a entonces me habría calmado y aquello me sería ya indiferente. En todo caso, para pensar esto había que esperar a que curara la pequeña recaída causada por el descubrimiento de las razones que, con unas horas de distancia, movieron a Albertina a marcharse y a no marcharse inmediatamente; había que dar tiempo a que desaparecieran los síntomas que no podían menos de atenuarse si no me enteraba de nada nuevo, pero que eran todavía demasiado agudos para no hacer más dolorosa, más difícil, una operación de ruptura, ahora considerada inevitable, pero nada urgente, y que era preferible practicar «en frío». La elección del momento era cosa mía; pues si ella quería marcharse antes de que yo lo decidiera, siempre estaría yo a tiempo, cuando me comunicara que estaba harta de aquella vida, de rebatir sus razones, de darle más libertad, de prometerle algún gran placer próximo que ella deseara, incluso, si no me quedaba más recurso que su corazón, de confesarle mi pena. Estaba, pues, bien tranquilo a este respecto, pero no era muy lógico conmigo mismo. Pues en una hipótesis en la que yo no tenía precisamente en cuenta cosas que ella decía y que anunciaba, suponía que, cuando se tratara de su marcha, me daría con anticipación sus razones, me permitiría rebatirlas y vencerlas.
Me daba cuenta de que mi vida con Albertina no era más que, por una parte, cuando no tenía celos, aburrimiento; por otra parte, cuando los tenía, sufrimiento. Suponiendo que en esto hubiera felicidad, no podía dudar. En el mismo estado de sensatez que me inspiraba en Balbec, la noche en que fuimos felices, después de la visita de madame de Cambremer, quería dejarla, porque sabía que prolongando la cosa no ganaría nada. Pero ahora todavía me imaginaba que el recuerdo que conservara de ella sería como una especie de vibración, prolongada por un pedal, del minuto de nuestra separación. Por eso quería elegir un minuto dulce para que fuera este minuto el que siguiera vibrando en mí. No debía pedir demasiado, no debía esperar demasiado, tenía que ser oportuno. Pero después de esperar tanto sería locura no saber esperar unos días más, hasta que se presentara un minuto aceptable, en vez de arriesgarme a verla marcharse con aquella misma desesperación que yo sentía de pequeño cuando mamá se alejaba de mi cama sin darme las buenas noches, o cuando, después, me decía adiós en la estación. A todo evento, multiplicaba mis atenciones a Albertina. En cuanto a los vestidos de Fortuny, nos decidimos por fin por uno azul y oro forrado de rosa recién terminado. Y yo encargué, además, los otros cinco a los que ella había renunciado con pesar al preferir aquel. Sin embargo, al llegar la primavera, dos meses después de que su tía me dijera aquello, una noche me dejé llevar por la ira. Y fue precisamente la noche en que Albertina se puso por primera vez el vestido azul y oro de Fortuny que, evocando Venecia, me hacía sentir más aún lo que sacrificaba por Albertina sin que esta me lo agradeciera en absoluto. No había visto nunca Venecia, pero soñaba continuamente con Venecia, desde aquellas vacaciones de Pascua que, niño aún, debía haber pasado allí, y, más atrás aún, por los grabados de Tiziano y las fotografías de Giotto que Swann me dio en Combray. El vestido de Fortuny que Albertina llevaba aquella noche me parecía como la sombra tentadora de aquella invisible Venecia. Estaba invadido de ornamentación árabe como Venecia, como los palacios de Venecia tapados, a la manera de las sultanas, por un velo de piedra calada, como las encuadernaciones de la Biblioteca Ambrosiana, como las columnas cuyos pájaros orientales, que significan alternativamente la muerte y la vida, se repetían en el tornasolado de la estofa, de un azul profundo que, a medida que mis ojos se fijaban en él, se transformaba en oro maleable por esas mismas transmutaciones que ante la góndola que avanza transforman en metal llameante el azul del Gran Canal. Y las mangas estaban forradas de un rosa cereza, tan particularmente veneciano que se llama rosa Tiepolo.
Aquel día Francisca dejó escapar delante de mí que Albertina no estaba contenta de nada; que cuando yo le mandaba a decir que iba a salir con ella, o que no iba a salir, que vendría a buscarla el automóvil, o que no vendría, casi se encogía de hombros y apenas contestaba por educación; un día en que la noté de mal humor y yo estaba nervioso por el calor que hacía, no pude contenerme y le reproché su ingratitud:
—Sí, puedes preguntárselo a todo el mundo —le dije a voz en grito, fuera de mí—, puedes preguntárselo a Francisca, todo el mundo lo dice.
Pero en seguida recordé que Albertina me había dicho una vez el miedo que le daba cuando me enfurecía, y me aplicó los versos de Esther:
Jugez combien ce front irrité contre moi
Dans mon âme troublée a dû jeter d’émoi
Hélas!, sans frissonner quel coeur audacieux
Soutiendrait les éclairs qui partent de vos yeux[26]?
Me avergoncé de mi violencia, y para deshacer lo hecho, pero sin que fuera una derrota, sino una paz armada y temible, al mismo tiempo que me parecía útil demostrar que no temía una ruptura para que a ella no se le ocurriera la idea:
—Perdóname, mi pequeña Albertina, estoy avergonzado de mi violencia, desesperado. Si ya no podemos entendernos, si hemos de separarnos, no debe ser así, no sería digno de nosotros. Nos separaremos si es necesario, pero ante todo quiero pedirte perdón muy humildemente y de todo corazón. Pensé que para reparar esto y cerciorarme de sus proyectos de quedarse, al menos hasta que Andrea se marchara, que iba a ser a las tres semanas, convendría buscar desde el día siguiente algún placer más grande que los que le había ofrecido, y para un tiempo bastante lejano; y ya que iba a borrar el disgusto que le había causado, quizá debiera aprovechar aquel momento para demostrarle que conocía su vida mejor de lo que ella creía. El mal humor que le causara lo borrarían después mis atenciones, pero la advertencia quedaría en su ánimo.
—Sí, Albertina mía, perdóname si he estado violento. No soy tan culpable como tú crees. Hay gente mala que procura indisponernos, no quería hablarte de esto para no atormentarte, pero a veces me han vuelto loco ciertas denuncias —y queriendo aprovechar que iba a demostrarle que estaba enterado de lo de la marcha de Balbec—: Por ejemplo, tú sabías que mademoiselle Vinteuil iba a ir a casa de madame Verdurin la tarde que fuiste al Trocadero. Enrojeció. —Sí, lo sabía.
—¿Me puedes jurar que no era para reanudar relaciones con ella?
—Claro que te lo puedo jurar. ¿Por qué «reanudar»? Nunca las tuve, te lo juro. Estaba desolado de oír a Albertina mentirme así, negarme la evidencia que su sonrojo me había confesado muy bien. Su falsedad me desesperaba. Y, sin embargo, como esta falsedad contenía una protesta de inocencia que, sin darme cuenta, estaba dispuesto a admitir, me hizo menos daño que su sinceridad cuando le pregunté si podía jurarme que en su deseo de ir a aquella fiesta de los Verdurin no entraba para nada el deseo de volver a ver a mademoiselle Vinteuil, y me contestó: —No, eso no te lo puedo jurar. Me gustaba mucho volver a ver a mademoiselle Vinteuil. Un segundo antes me daba rabia que disimulara sus relaciones con mademoiselle Vinteuil y ahora me mataba la confesión de la alegría que le hubiera dado verla. Desde luego, cuando Albertina me dijo, al volver yo de casa de los Verdurin: «¿No esperaban a mademoiselle Vinteuil?», me reanimó todo el sufrimiento demostrándome que estaba enterada de su venida. Pero después me hice este razonamiento: «Sabía que iba allegar, pero como debió de comprender, a posteriori, que la revelación de que conocía a una persona de tan mala fama como mademoiselle Vinteuil fue lo que me desesperó en Balbec hasta darme la idea del suicidio, no quiso hablarme de esa persona». Y ahora se veía obligada a confesarme que la venida de mademoiselle Vinteuil le daba alegría. Por lo demás, aquel misterioso deseo suyo de ir a casa de los Verdurin debía haber sido para mí una prueba suficiente. Pero no pensé bastante en ello. Y aunque ahora me decía: «¿Por qué no confiesa más que a medias? Es peor que malo y que triste, es estúpido», estaba tan abrumado que no tuve valor para insistir en un asunto en el que no pisaba terreno firme, pues no podía presentar ningún documento revelador, y para recuperar el dominio me apresuré a pasar al tema de Andrea, en el que podía derrotar a Albertina con la aplastante revelación del telegrama de Andrea.
—Ya ves —le dije—, ahora me atormentan, me persiguen hablándome también de tus relaciones, pero con Andrea.
—¿Con Andrea? —exclamó. Estaba sofocada de rabia y con los ojos encandilados por el asombro o por el deseo de parecer asombrada—. ¡Muy bonito! ¿Y se puede saber quién te ha dicho esas lindezas? ¿Podría yo hablar con esas personas, preguntarles en qué se basan para decir esas infamias?
—No sé, pequeña, son cartas anónimas, pero de personas que quizá te sería fácil encontrar —para demostrarle que yo no creía que las buscara—, porque deben de conocerte bien.
La última (y te cito precisamente esta porque se trata de una insignificancia y no es nada penoso citarla) me ha exasperado, sin embargo, lo confieso. Me dicen en ella que si, el día que salimos de Balbec, primero quisiste quedarte y después decidiste marcharte fue porque, en el intervalo, recibiste una carta de Andrea diciéndote que no volvería.
—Sé muy bien que Andrea me escribió que no volvería, y hasta me telegrafió; no puedo enseñarte el telegrama porque no lo guardé, pero no fue aquel día. Y después de todo, aunque hubiera sido aquel día, ¿qué me importaba a mí que Andrea volviera a Balbec o no volviera?
Aquello de «¿qué me importaba a mí?», era una prueba de rabia y de que sí le importaba algo; pero no necesariamente de que Albertina se hubiera venido conmigo únicamente por el deseo de ver a Andrea. Cada vez que veía que una persona a la que había dicho otro motivo de un acto suyo descubría el motivo real, Albertina se enfurecía, aunque fuera la persona por la que había realizado realmente aquel acto. Que Albertina creyera que yo no estaba enterado de lo que ella hacía por anónimos recibidos a pesar mío, sino por informes ávidamente solicitados por mí, era cosa que no se hubiera podido deducir de las palabras que me dijo, en las que parecía aceptar la versión de los anónimos, sino de su aire de furia contra mí, con todas las apariencias de una explosión de sus malos humores anteriores, y, en esta misma hipótesis, el espionaje al que debía de creer que me había entregado, no sería más que la última etapa de una vigilancia de todos sus actos de la que ella no había dudado desde hacía tiempo. Su furia se extendió hasta la misma Andrea, y pensando, sin duda, que ahora yo no estaría ya tranquilo ni siquiera cuando saliese con Andrea, me dijo:
—Además, Andrea me exaspera. Es pesadísima. Va a volver mañana. No quiero salir más con ella. Se lo puedes comunicar a los que te han dicho que volví a París por ella. Si te dijera que al cabo de tantos años de conocerla no sabría decirte cómo es su cara, ¡tanto la he mirado!
El caso es que el primer año de Balbec me dijo: «Andrea es encantadora». Claro que esto no quería decir que tuviera relaciones amorosas con ella, y entonces siempre le oí hablar con indignación de todas las relaciones de esta clase. Pero ¿no podía haber cambiado, incluso sin darse cuenta de que había cambiado, no creyendo que sus juegos con una amiga fuesen lo mismo que las relaciones inmorales, bastante poco precisas en su cabeza, que ella censuraba en las demás? ¿No era posible esto, si el mismo cambio, y la misma inconsciencia del cambio, se habían producido en sus relaciones conmigo, conmigo a quien con tanta indignación había rechazado en Balbec unos besos que en seguida iba a darme ella misma cada día y que, así lo esperaba yo, me daría aún por mucho tiempo, que me iba a dar dentro de un momento?
—Pero, querida, ¿cómo quieres que se lo comunique si no los conozco?
Esta respuesta era tan rotunda que hubiera debido anular las objeciones y las dudas que yo veía cristalizadas en las pupilas de Albertina. Pero las dejó intactas. Yo me callé y ella seguía mirándome con esa atención persistente que se presta a una persona que no ha acabado de hablar. Volví a pedirle perdón. Me contestó que no había nada que perdonar, estaba otra vez muy tierna. Pero me parecía que bajo su rostro triste y alterado se había formado un secreto. Yo sabía bien que no podía dejarme sin prevenirme; además, no podía ni desearlo (faltaban ocho días para probarse los nuevos vestidos de Fortuny), ni hacerlo decentemente, pues a finales de la semana volvía mi madre y también mi tía. Y si era imposible que se marchara, ¿por qué le repetí varias veces que al día siguiente iríamos a ver unos cristales de Venecia que quería regalarle y me produjo aquel alivio oírla decir que sí, que muy bien? Cuando pudo despedirse y la besé, no fue como de costumbre, se volvió y —apenas habían pasado unos instantes desde el momento en que pensé en aquella dulzura que me daba todas las noches lo que me había negado en Balbec— no me devolvió el beso. Dijérase que, enfadada conmigo, no quería darme una muestra de cariño que más tarde pudiera parecerme como una falsedad para desmentir el enfado.
Dijérase que adaptaba sus actos a este enfado, pero lo hacía con mesura, fuera por no anunciarlos, fuera porque, rompiendo conmigo relaciones carnales, quería, sin embargo, seguir siendo mi amiga. La besé otra vez, apretando contra mi corazón el azul tornasolado y dorado del Gran Canal y los pájaros acoplados, símbolos de muerte y de resurrección. Pero otra vez ella, en vez de devolverme el beso, se apartó con esa especie de obstinación instintiva y nefasta de los animales que presienten la muerte. Este presentimiento que ella parecía expresar me ganó a mí también y me infundió un miedo tan ansioso que cuando Albertina llegó a la puerta no tuve valor para dejarla salir y la llamé.
—Albertina —le dije—, no tengo nada de sueño. Si tú tampoco tienes ganas de dormir, podías quedarte un poco más, si quieres, pero yo no tengo empeño, y sobre todo no quiero cansarte.
Me parecía que si hubiera podido hacerla desnudarse y verla en su camisón blanco, con el cual parecía más rosada, más cálida, con el que me enardecía más los sentidos, la reconciliación habría sido más completa. Pero vacilé un momento, porque el borde azul del vestido añadía a su rostro una belleza, una iluminación, un cielo sin los cuales me habría parecido más dura. Volvió despacio y me dijo muy dulce y con el mismo semblante abatido y triste:
—Puedo quedarme todo el tiempo que quieras, no tengo sueño.
Su respuesta me calmó, pues mientras ella estuviera allí yo sentía que podía mirar al porvenir, y esta respuesta contenía también amistad, obediencia, pero de cierta clase, una clase que me parecía tener por límite aquel secreto que yo sentía detrás de su mirada triste, de sus maneras cambiadas, mitad sin ella creerlo, mitad, sin duda, para ponerlas de antemano en armonía con aquello que yo ignoraba. De todos modos, me pareció que solamente verla toda de blanco, con su cuello desnudo, ante mí, como la había visto en Balbec en su cama, me daría la audacia suficiente para que se sintiera obligada a ceder.
—Ya que eres tan buena quedándote un poco para consolarme, deberías quitarte el vestido; es demasiado caliente, demasiado rígido, no me atrevo a acercarme a ti por no arrugar esa hermosa tela, y además hay entre nosotros esos pájaros fatídicos. Desnúdate, querida.
—No, no sería cómodo desarmar aquí este vestido. Me desnudaré luego en mi cuarto.
—Entonces, ¿no quieres siquiera sentarte en mi cama?
—Eso sí.
Pero se quedó un poco lejos, cerca de mis pies… Charlamos. De pronto oímos la cadencia regular de una queja. Eran las palomas que comenzaban a arrullarse.
—Eso es que ya es de día —dijo Albertina; y con el entrecejo casi fruncido, como si perdiera, por vivir conmigo, los placeres de la estación bella—: Si vuelven las palomas, es que ha comenzado la primavera.
La semejanza entre su zureo y el canto del gallo era tan profunda y tan oscura como, en el septuor de Vinteuil, el parecido entre el tema del adagio construido sobre el mismo tema clave que el primero y el último fragmento, pero tan variado por las diferencias de tonalidad, de medida, etc., que el público profano, si abre un libro sobre Vinteuil, se sorprende al leer que los tres están compuestos sobre las mismas cuatro notas, cuatro notas que él puede tocar con un dedo al piano sin encontrar ninguno de los tres fragmentos. Y, asimismo, aquel melancólico fragmento ejecutado por las palomas era una especie de canto del gallo en tono menor que no se elevaba hacia el cielo, que no ascendía verticalmente, sino que, acompasado como el rebuzno de un asno, envuelto de dulzura, iba de una paloma a otra en una misma línea horizontal, nunca se levantaba, nunca transformaba su queja lateral en aquella gozosa llamada que tantas veces habían lanzado el allegro de la introducción y el final. Sé que yo pronunciaba entonces la palabra «muerte» como si Albertina fuera a morir. Parece que los acontecimientos son más vastos que el momento en el que ocurren y en el que no caben enteros. Cierto que rebasan hacia el porvenir por la memoria que de ellos conservamos, pero también requieren un lugar en el tiempo que los precede. Cierto que se dirá que entonces no los vemos tales como serán, pero ¿acaso no los modifica también el recuerdo?
Cuando vi que ella no me besaba, comprendiendo que todo aquello era tiempo perdido, que sólo a partir del beso comenzarían los minutos calmantes y verdaderos, le dije:
—Buenas noches, es muy tarde —porque así me besaría y luego seguiríamos.
Pero me dijo:
—Buenas noches, a ver si duermes bien —exactamente como las dos primeras veces, y se contentó con darme un beso en la cara.
Esta vez no me atreví a volver a llamarla. Pero el corazón me latía tan fuerte que no pude volver a acostarme. Como un pájaro que va de un extremo a otro de su jaula, yo pasaba sin parar de la inquietud de que Albertina pudiera marcharse a una calma relativa. Esta calma la producía el razonamiento que comenzaba varias veces por minuto: «De todos modos no se puede marchar sin avisarme, no me ha dicho que se marcharía», y me quedaba casi tranquilo. Pero en seguida volvía a pensar: «¡Pero y si mañana me encontrara con que se ha ido! Mi misma inquietud tiene que fundarse en algo; ¿por qué no me ha besado?». Y el corazón me dolía horriblemente. Después se me calmaba un poco cuando empezaba otra vez el mismo razonamiento, pero acababa por dolerme la cabeza con aquel ejercicio tan incesante y tan monótono del pensamiento. Y es que en algunos estados morales, y especialmente en la inquietud, como no nos presentan más que dos alternativas, hay algo tan atrozmente limitado como un simple dolor físico. Yo repetía perpetuamente el razonamiento que justificaba mi inquietud y el que la refutaba y me tranquilizaba, en un espacio tan exiguo como el enfermo que palpa sin cesar, con un movimiento interno, el órgano que le hace sufrir, se aleja un instante del punto doloroso y vuelve inmediatamente a él. De pronto, en el silencio de la noche, oí un ruido insignificante en apariencia, pero que me dejó helado de espanto: el ruido de la ventana de Albertina abriéndose violentamente. Al no oír nada después, me pregunté por qué me habría asustado tanto aquel ruido. No tenía en sí mismo nada de extraordinario, pero yo le daba probablemente dos significados que me producían el mismo espanto. En primer lugar, era cosa convenida en nuestra vida común, porque yo temía las corrientes de aire, no abrir nunca de noche las ventanas. Se lo explicamos a Albertina cuando vino a vivir a casa, y aunque estaba convencida de que era por mi parte una manía, y una manía malsana, me prometió no infringir nunca aquella prohibición. Y era tan temerosa en todo lo que sabía que yo quería, aunque ella no lo aprobara, que yo estaba seguro de que antes dormiría con el tufo de un fuego de chimenea que abrir la ventana, de la misma manera que ni por el acontecimiento más importante me hubiera despertado por la mañana. Aquello no era más que uno de los pequeños convenios de nuestra vida, pero desde el momento en que lo violaba sin habérmelo anunciado, ¿no querría decir que ya no iba a respetar nada y violaría también todo lo demás? Por otra parte, aquel ruido había sido violento, casi de mala educación, como si hubiera abierto roja de ira y diciendo: «Esta vida me asfixia, ¡hala, yo necesito aire!». No me dije exactamente todo esto, pero seguí pensando, como en un presagio más misterioso y más fúnebre que el grito de una lechuza, en aquel ruido de la ventana abierta por Albertina. Agitado como quizá no lo había estado desde el día de Combray en que Swann comió en casa, estuve toda la noche andando por el pasillo, esperando, con el ruido que hacía, llamar la atención de Albertina, que se apiadara de mí y me llamara, pero no oí ningún ruido en su habitación. En Combray le había pedido a mi madre que viniera. Pero no temía que mi madre se enfadara, sabía que testimoniándole mi cariño no disminuiría el suyo. Y dejé pasar tiempo sin llamar a Albertina. Hasta que me di cuenta de que era demasiado tarde. Debía de estar dormida desde hacía mucho rato. Me volví a la cama. Al día siguiente, al despertarme, como, ocurriera lo que ocurriera, nunca venían a mi cuarto sin que yo llamara, llamé a Francisca. Y al mismo tiempo pensé: «Le hablaré a Albertina de un yate que quiero encargarle». Al coger el correo, le dije a Francisca sin mirarla:
—Tengo que decirle una cosa a mademoiselle Albertina; ¿se ha levantado?
—Sí, se levantó temprano.
Sentí alborotándome en el lecho, como con una ráfaga de viento, mil inquietudes que ya no pude mantener en suspenso. Tan grande era el tumulto que se me cortaba el aliento como en una tempestad.
—¿Sí? Pero ¿dónde está ahora? —Debe de estar en su cuarto.
—¡Ah, bien!, la veré luego.
Respiré, se me pasó la ansiedad; Albertina estaba allí y casi me era indiferente que estuviera allí. De todos modos, ¿no era absurdo suponer que pudiera no estar? Me volví a dormir, pero, a pesar de mi seguridad de que no me dejaría, fue un sueño ligero, y de una ligereza solamente relativa a ella. Pues los ruidos que sólo podían provenir de los trabajos en el patio, aunque los oía vagamente durmiendo, me dejaban tranquilo, mientras que la más leve vibración que viniera de su cuarto, o cuando ella salía, o entraba sin ruido, apretando suavemente el timbre, me hacía estremecerme, me recorría todo el cuerpo, me dejaba el corazón alborotado, aunque lo oyera en un sopor profundo, lo mismo que mi abuela, en los últimos días que precedieron a su muerte, sumida en una inmovilidad que nada alteraba y que los médicos llamaban el coma, temblaba un instante como una hoja cuando oía los tres timbrazos con que yo acostumbraba llamar a Francisca y que, aunque aquella semana los daba más ligeros, para no turbar el silencio de la cámara mortuoria, nadie, aseguraba Francisca, podía confundirlos con la llamada de ninguna otra persona, por mi especial manera de pulsar el timbre, manera que yo mismo ignoraba. ¿También yo había entrado en la agonía? ¿Era la llegada de la muerte?
Aquel día y al siguiente salimos juntos, porque Albertina ya no quería salir con Andrea. Ni siquiera le hablé del yate. Aquellos paseos me calmaron por completo. Pero Albertina siguió besándome, por la noche, de la misma manera nueva, de modo que estaba furioso. No podía menos de ver en esto un modo de demostrarme que estaba enfadada, lo que me parecía ridículo en extremo después de las atenciones que le prodigaba. Y no recibiendo de ella las satisfacciones carnales que deseaba, encontrándola fea en su enfado, sentí más vivamente la privación de todas las mujeres y de todos los viajes cuyo deseo despertaban en mí aquellos primeros días del buen tiempo. Gracias sin duda al recuerdo difuso de olvidadas citas que, colegial aún, había tenido con mujeres bajo el follaje ya espeso, esta región de la primavera en que el viaje de nuestra morada, errante a través de las estaciones, la había detenido bajo un cielo clemente, y cuyos caminos huían todos hacia comidas en el campo, paseos en barca, excursiones gozosas, me parecía el país de las mujeres tanto como de los árboles, y en el que el placer que se ofrecía en todo a cada paso era ya permitido a mis convalecientes fuerzas. La resignación a la pereza, la resignación a la castidad, a no conocer el placer más que con una mujer a la que no amaba, la resignación a quedarme en mi cuarto, a no viajar, todo esto era posible en el antiguo mundo donde estábamos todavía la víspera, en el mundo vacío del invierno, pero ya no lo era en este universo nuevo, frondoso, donde me desperté como un joven adán al que se le plantea por primera vez el problema de la existencia, de la felicidad y sobre el que no pesa la acumulación de las soluciones negativas anteriores. La presencia de Albertina me pesaba, la miraba, dura y hosca, y sentía que era una lástima no haber roto. Yo quería ir a Venecia, quería, entre tanto, ir al Louvre, ver cuadros venecianos y, en el Luxembourg, los dos Elstir que, según me dijeron, acababa de vender a este museo la princesa de Guermantes, aquellos cuadros que tanto había admirado yo en casa de la duquesa de Guermantes, los Placeres de la danza y Retrato de la familia X… Pero tenía miedo de que ciertas posturas lascivas del primero despertasen en Albertina un deseo, una nostalgia de diversiones populares, le hicieran decir que quizá una vida que ella no había hecho, una vida de fuegos artificiales y de merenderos, tenía algo de bueno. Ya de antemano temía que el 14 de julio me pidiera ir a un baile popular, y soñaba con un acontecimiento imposible que suprimiera esta fiesta. Y, además, en los Elstir había desnudos de mujeres en paisajes frondosos del Midi que podían hacer pensar a Albertina en ciertos placeres, aunque el propio Elstir —pero ¿no iría ella más lejos que la obra?— no hubiera visto en ellos más que la belleza escultural, mejor dicho, la belleza de blancos monumentos que toman unos cuerpos de mujer sentados en la hierba. Me resigné, pues, a renunciar a aquello y quise ir a Versalles. Albertina, que no había querido salir con Andrea, se había quedado en su cuarto leyendo, envuelta en un peinador de Fortuny. Le pregunté si quería ir a Versalles. Tenía esto de simpático que siempre estaba dispuesta a todo, quizá por la costumbre de haber vivido la mitad del tiempo en casa ajena, y así se decidió en dos minutos a venirse con nosotros a París. Me dijo:
—Si no nos bajamos del coche, puedo ir así.
Dudó un momento entre dos abrigos de Fortuny para cubrir su vestido de casa —como hubiera dudado entre dos amigos que llevar—, tomó uno azul oscuro, admirable, y clavó un agujón en un sombrero. En un minuto estuvo dispuesta, antes que yo cogiera mi abrigo, y fuimos a Versalles. Aquella misma rapidez, aquella docilidad absoluta, me dejaron más tranquilo, como si en realidad tuviera necesidad de estarlo, aunque sin ningún motivo preciso de inquietud. «La verdad es que no tengo nada que temer, hace lo que le pido, a pesar del ruido de la ventana de la otra noche. En cuanto le hablé de salir, se puso el abrigo azul sobre la bata y se vino; no haría esto una insurrecta, una persona que ya no estuviera bien conmigo», me decía camino de Versalles. Nos quedamos mucho tiempo. El cielo estaba todo él de ese azul radiante y un poco pálido como a veces lo ve sobre su cabeza el paseante acostado en un campo, pero tan nítido, tan profundo, que da la sensación de haber sido pintado con un azul sin mezcla alguna, y con una riqueza tan inagotable que se podría profundizar más y más en su sustancia sin encontrar un átomo de otra cosa que ese mismo azul. Yo pensaba en mi abuela, que en el arte humano, en la naturaleza, amaba todo lo grande y que se recreaba mirando ascender en aquel mismo azul la torre de San Hilario. De pronto volví a sentir la nostalgia de mi libertad perdida, al oír un ruido que de momento no reconocí y que a mi abuela le hubiera también gustado tanto. Era como el zumbido de una avispa.
—Mira —me dijo Albertina—, un aeroplano. Va muy alto, muy alto.
Yo miraba en torno mío, pero, como el paseante acostado en un campo, no veía más que la claridad intacta del azul purísimo, sin ninguna mancha negra. Seguía oyendo, sin embargo, el zumbido de las alas, que de pronto entraron en el campo de mi visión. Allá arriba, unas minúsculas alas oscuras y brillantes fruncían el terso azul del cielo inalterable. Pude por fin adscribir el zumbido a su causa, a aquel pequeño insecto que trepidaba muy arriba, seguramente a unos buenos dos mil metros de altura; le veía runrunear. Cuando no hacía aún mucho tiempo que la velocidad había acortado las distancias en la superficie de la tierra, el silbato de un tren que pasaba a dos kilómetros tenía esa misma belleza que ahora, por algún tiempo todavía, nos emociona en el zumbar de un aeroplano a dos mil metros al pensar que las distancias recorridas en ese viaje vertical son las mismas que en el suelo, y que en esa otra dirección nos parecen distintas porque las creemos inaccesibles; un aeroplano a dos mil metros no está más lejos que un tren a dos kilómetros, e incluso está más cerca, porque el trayecto idéntico se efectúa en un medio más puro, sin separación entre el viajero y su punto de partida, de la misma manera que en el mar o en las llanuras en un tiempo sereno el movimiento de la nave ya lejana o el simple soplo del céfiro surcan el océano de las olas o de los trigales. Volvimos muy tarde, en una noche en que, acá y allá, un pantalón rojo junto a una falda al borde del camino revelaban parejas enamoradas. Nuestro coche entró por la puerta Maillot. Los monumentos de París habían sido sustituidos por el dibujo, puro, lineal, sin espesor, de los monumentos de París, como si fuera la imagen de una ciudad destruida; mas a la orilla de esta se elevaba tan suave la orla azul pálido sobre la cual se destacaba que los ojos, sedientos, buscaban todavía por doquier un poco de aquel delicioso matiz que les era medido demasiado avaramente: hacía luna. Albertina la contempló admirada. No me atrevía a decirle que yo la gozaría mejor si estuviera solo o buscando a una desconocida. Le recité versos o frases de prosa sobre la luna, haciéndole ver cómo, de plateada que fuera en otro tiempo, se tornó azul con Chateaubriand, con el Victor Hugo de Eviradnus y de Fete chez Thérese, para volver a ser amarilla y metálica con Baudelaire y Leconte de Lisle. Después, recordándole la estampa que representa la luna en creciente de Booz endormi, se lo recité entero.
No sé decir, cuando pienso en ello, hasta qué punto estaba su vida llena de deseos alternados, fugitivos, contradictorios a menudo. Claro es que la mentira complicaba más la cosa, pues, como no se acordaba exactamente de nuestras conversaciones, cuando me había dicho: «¡Ah!, era una muchacha muy linda y que jugaba bien al golf», y preguntándole yo el nombre de aquella muchacha, me había contestado con aquel aire displicente, universal, superior, que sin duda tiene siempre partes libres, pues cada mentiroso de esta categoría la toma cada vez por un instante cuando no quiere responder a una pregunta, y nunca le falla: «¡Ah!, no sé —lamentando no poder informarme—, nunca supe su nombre, la veía en el golf, pero no sabía cómo se llamaba»; si, pasado un mes, le decía: «Albertina, aquella muchacha de que me hablaste, que jugaba tan bien al golf…». «¡Ah!, sí —me contestaba sin pensar—. Emilia Daltier, no sé qué habrá sido de ella». Y la mentira, como una fortificación de campaña, pasaba de la defensa del nombre, ahora tomado, a las posibilidades de encontrarla. «¡Ah!, no sé, nunca supe su dirección. No recuerdo a nadie que pueda dártela. ¡Oh!, no, Andrea no la ha conocido, no era de nuestro grupo, tan dividido ahora». Otras veces la mentira era como una confesión fea: «¡Ah!, si yo tuviera trescientos mil francos de renta…». Se mordía los labios. «¿Qué harías entonces?». «Te pediría permiso —decía besándome— para quedarme en tu casa. ¿Dónde podría ser más feliz?». Pero aun teniendo en cuenta estas mentiras, era increíble lo sucesiva que era su vida, lo fugitivos que eran sus mayores deseos. Estaba loca por una persona y al cabo de tres días no quería recibir su visita. No podía esperar una hora a que yo le comprase lienzos y colores, pues quería volver a pintar. Se pasaba dos días impaciente, casi con lágrimas en los ojos, lágrimas que se secaban en seguida, como las de un niño a quien le quitan la nodriza. Y esta inestabilidad de sus sentimientos con los seres, las cosas, las ocupaciones, las artes, los países, era en verdad tan universal que si ha amado el dinero, lo que no creo, no ha podido amarlo más tiempo que lo demás. Cuando decía: «¡Ah!, si yo tuviera trescientos mil francos de renta…», aunque expresara un pensamiento malo pero muy poco duradero, no podría abrigarlo más tiempo que el deseo de ir a Les Rochers, cuya imagen había visto en la edición de madame de Sévigné de mi abuela, o el de encontrar a una amiga de golf, de subir en aeroplano, de ir a pasar las navidades con su tía o de volver a pintar.
—La verdad es que ni tú ni yo tenemos hambre; hubiéramos podido pasar por casa de los Verdurin —dijo—, es su hora y su día. —Pero ¿no estás enfadada con ellos?
—Bueno, se dicen muchas cosas de ellos, pero en el fondo no son tan malos. Madame Verdurin ha sido siempre muy amable conmigo. Y, además, no se puede estar siempre enfadado con todo el mundo. Tienen defectos, pero ¿quién no los tiene?
—No estás bastante vestida, tendríamos que volver a que te vistieras, y se haría muy tarde.
—Sí, tienes razón, vámonos a casa —contestó Albertina con aquella admirable docilidad que siempre me impresionaba.
Paramos en una gran pastelería situada fuera de la ciudad y que estaba muy de moda en aquel momento. Se disponía a salir una señora que pidió su abrigo a la dueña. Cuando se marchó, Albertina miró varias veces a la pastelera como queriendo llamar la atención de esta que estaba ordenando tazas, platos, pastas, pues ya era tarde. Sólo se acercaba a mí cuando le pedía algo. Y cuando se acercaba para servirnos, Albertina, sentada junto a mí, alzaba verticalmente hacia ella una mirada rubia que la obligaba a levantar mucho los ojos, pues como la pastelera, que era altísima, estaba muy junto a nosotros, a Albertina no le quedaba el recurso de suavizar la pendiente con la oblicuidad de la mirada. Se veía obligada a hacer llegar sus miradas, sin levantar demasiado la cabeza, hasta aquella desmesurada altura en que estaban los ojos de la pastelera. Albertina, por atención a mí, bajaba rápidamente aquellas miradas, y como la pastelera no le había prestado ninguna atención volvía a empezar. Era como una serie de vanas elevaciones implorantes hacia una divinidad inaccesible. Después, la pastelera no tuvo más que hacer que colocar las cosas en una gran mesa vecina. Allí, la mirada de Albertina podía ser ya natural. Pero la pastelera no fijó ni una vez la suya en mi amiga. A mí no me extrañó, pues sabía que aquella mujer, a la que conocía un poco, tenía amantes, aunque estaba casada, pero ocultaba perfectamente sus intrigas, lo que sí me extrañaba mucho, porque era prodigiosamente tonta. Miré a aquella mujer mientras acabábamos de merendar. Absorbida por sus arreglos, su actitud era casi de mala educación con Albertina a fuerza de no corresponder ni con una sola mirada a las de mi amiga, que, por lo demás, no tenían nada de inconvenientes. La mujer, venga arreglar, venga arreglar las cosas, sin la menor distracción. Hubiérase encomendado la colocación de las cucharillas, de los cuchillos para fruta, no a una mujer alta y bella, sino, por economía de trabajo humano, a una simple máquina, y no habríamos visto un aislamiento tan completo de la atención de Albertina, y, sin embargo, la mujer no bajaba la vista, no se absorbía, dejaba brillar sus ojos, sus encantos, exclusivamente atenta a su trabajo. Verdad es que si la pastelera no hubiera sido una mujer singularmente tonta (y yo lo sabía no sólo por su fama, sino por experiencia) aquel desinterés habría podido ser un refinamiento de habilidad. Y yo sé muy bien que hasta el ser más estúpido, si entra en juego su deseo o su interés, y sólo en este caso, puede adaptarse inmediatamente, en medio de la nulidad de su vida estúpida, al engranaje más complicado; pero hubiera sido una suposición demasiado sutil aplicada a una mujer tan boba como la pastelera. Esta bobería llegaba a un punto inverosímil de mala educación. Ni una sola vez miró a Albertina, a la que, sin embargo, no podía no ver. Esto era poco agradable para mi amiga, pero en el fondo yo estaba encantado de que Albertina recibiera aquella pequeña lección y viera que muchas veces las mujeres no le hacían caso. Salimos de la pastelería, subimos al coche y, ya camino de casa, lamenté de pronto haber olvidado llevar aparte a la pastelera y rogarle, por si acaso, que no dijera a la señora que se marchó cuando nosotros llegábamos mi nombre y mi dirección, que la pastelera debía de saber perfectamente porque le había hecho encargos muchas veces. Quería evitar que aquella señora pudiera enterarse indirectamente de la dirección de Albertina. Pero me pareció demasiado largo volver atrás por tan poca cosa, y además hubiera sido dar a aquello demasiada importancia ante la imbécil y mentirosa pastelera. Pero pensé que habría que volver a merendar allí la semana siguiente para hacerle esta advertencia, y que es un fastidio olvidar siempre la mitad de lo que tenemos que decir y hacer en varias veces las cosas más sencillas.
Aquella noche el buen tiempo dio un salto hacia adelante, como sube un termómetro con el calor. En las tempranas madrugadas de primavera, oía desde la cama avanzar los tranvías, a través de los perfumes, en el aire, un aire que se iba calentando poco a poco hasta llegar ala solidificación y a la densidad del mediodía. Más fresco, en cambio, en mi cuarto, cuando el aire untuoso acababa de barnizar y de aislar el olor del lavabo, el olor del armario, el olor del canapé, sólo por la nitidez con que, verticales y en pie, se disponían en lonchas yuxtapuestas y distintas, en un claroscuro nacarado que daba un lustre más suave al reflejo de las cortinas y de las butacas de raso azul, me veía, y no por simple capricho de la imaginación, sino porque era efectivamente posible, siguiendo en cualquier barrio parecido a aquel donde vivía Bloch en Balbec las calles enceguecidas de sol, y veía no las aburridas carnicerías y la blanca piedra sillería, sino el comedor de campo a donde podría llegar en seguida, y los olores que encontraría al llegar, el olor del compotero de cerezas y de albaricoques, de la sidra, del queso de gruyere, suspensos en la luminosa congelación de la sombra que surca de venillas delicadas como el interior de un ágata, mientras que los portacuchillos de cristal la irisan de arco iris o salpican el hule de la mesa con ocelos de pluma de pavo real.
Oí con alegría, como un viento que se va inflando en progresión regular, un automóvil bajo la ventana. Sentí su olor a petróleo. Este olor puede parecer lamentable a los delicados (que son siempre materialistas y ese olor les menoscaba el campo) y a ciertos pensadores, también materialistas a su modo, que creyendo en la importancia del hecho se imaginan que el hombre sería más feliz, capaz de una poesía más alta, si sus ojos pudieran ver más colores, sus narices percibir más perfumes, versión filosófica de esa ingenua idea de quienes creen que la vida era más bella cuando, en lugar del frac negro, se llevaban unos trajes suntuosos. Mas, para mí (lo mismo que un aroma, quizá desagradable en sí mismo, de naftalina y de vetiver me exaltaría devolviéndome la pureza azul del mar al día siguiente de mi llegada a Balbec), aquel olor a petróleo que, con el humo que se escapaba de la máquina, tantas veces se había esfumado en el pálido azul aquellos días ardientes en que yo iba de Saint-Jean-de-laHaise a Gourville, como me había seguido en mis paseos de las tardes de verano mientras Albertina pintaba, ahora hacía florecer en torno mío, aunque estuviese en mi cuarto oscuro, los acianos, las amapolas y los tréboles encarnados, me embriagaba como un olor de campo, no un olor circunscrito y fijo, como el que queda detenido ante los majuelos y, retenido por sus elementos untuosos y densos, flota con cierta estabilidad ante el seto, sino un olor ante el cual huían los caminos, cambiaba el aspecto del suelo, acudían los castillos, palidecía el cielo, se decuplicaban las fuerzas, un olor que era como un símbolo de impulso y de poder y que renovaba el deseo que tuve en Balbec de subir en la jaula de cristal y de acero, pero esta vez para ir, no a hacer visitas a casas familiares con una mujer que conocía demasiado, sino a hacer el amor en lugares nuevos con una mujer desconocida, olor que acompañaba en todo momento a la llamada de las bocinas de automóviles que pasaban, a la que yo adaptaba una letra como a un toque militar: «Parisiense, levántate, levántate, ven a comer al campo y a pasear en barca por el río, a la sombra de los árboles, con una muchacha bonita; levántate, levántate». Y todos estos pensamientos me eran tan agradables que me felicitaba de la «severa ley» en virtud de la cual, mientras yo no llamara a ningún «tímido mortal», así fuese Francisca, así fuese Albertina, se le ocurriría venir a molestarme «en el fondo de aquel palacio» donde une majesté terrible Affecte á mes sujets de me rendre invisible[27]. Pero de pronto cambió la decoración; ya no fue el recuerdo de antiguas impresiones, sino de un antiguo deseo, muy recientemente despertado por el vestido azul y oro de Fortuny, lo que exhibió ante mí otra primavera, una primavera sin ningún follaje, sino, al contrario, súbitamente despojada de sus árboles y de sus flores por aquel nombre que acababa de decirme: Venecia; una primavera decantada, reducida a su esencia y que traduce la prolongación, el calentamiento, la expansión gradual de sus días en la fermentación progresiva no de una tierra impura, sino de un agua virgen y azul, primaveral sin corolas y que sólo podría responder al mes de mayo con reflejos, un agua moldeada por él, adaptada exactamente a él en la desnudez radiante y fija de su oscuro zafiro. Ni los nuevos tiempos pueden cambiar la ciudad gótica, ni las estaciones florecer sus brazos de mar. Yo lo sabía, no podía imaginarla, o, imaginándola, lo que quería, con el mismo deseo que en otro tiempo, cuando niño, el ardor mismo de la partida rompió en mí la fuerza de partir; lo que quería era encontrarme frente a frente con mis imaginaciones venecianas, ver cómo aquel mar dividido encerraba entre sus meandros, como repliegues del mar océano, una civilización urbana y refinada, pero que, aislada por su cinturón azul, se había desarrollado aparte, había creado aparte sus escuelas de pintura y arquitectura, fabuloso jardín de frutas y de pájaros de piedra de color florecido en medio del mar que venía a refrescarle, que besaba con sus olas el fuste de las columnas y en el poderoso relieve de los capiteles pone a manchas la luz perpetuamente móvil, como unos ojos de un azul oscuro que velan en la sombra.
Sí, había que partir, era el momento. Desde que Albertina no parecía ya enfadada conmigo, su posesión no era para mí un bien por el que estamos dispuestos a dar todos los demás (quizá porque lo habríamos hecho para liberarnos de una preocupación, de una ansiedad que ahora ya se calmó). Hemos logrado atravesar el cerco de lienzo que por un momento creímos infranqueable. Hemos superado la tormenta, recobrado la serenidad de la sonrisa. Se ha aclarado el misterio angustioso de un odio sin causa conocida y quizá sin término. Nos encontramos frente a frente con el problema, momentáneamente alejado, de una felicidad que sabemos imposible. Ahora que la vida con Albertina volvía a ser posible, me daba cuenta de que de esta vida sólo desdichas podrían venirme, puesto que Albertina no me amaba; más valía dejarla en el dulce sentir de su consentimiento, que yo prolongaría en el recuerdo. Sí, era el momento; tenía que enterarme exactamente de la fecha en que Andrea se iba a ir de París, actuar enérgicamente con madame Bontemps para estar bien seguro de que en aquel momento Albertina no podría ir a Holanda ni a Montjouvain.
«Si supiéramos analizar mejor nuestros amores, veríamos que a veces las mujeres sólo nos gustan como contrapeso, de otros hombres a quienes tenemos que disputárselas, aunque disputárselas nos cause sufrimientos de muerte; suprimido ese contrapeso desaparece el encanto de la mujer. Un ejemplo doloroso y preventivo de esto lo tenemos en esta predilección de los hombres por las mujeres que, antes de conocerlas ellos, han cometido faltas, por esas mujeres alas que ven siempre en peligro, a las que, mientras dura su amor, tienen que reconquistar; otro ejemplo posterior, contrario a este y nada dramático, es el del hombre que, sintiendo que se debilita su inclinación por la mujer amada, aplica espontáneamente las reglas que ha sacado de su experiencia y, para estar seguro de no dejar de amar a la mujer, la pone en un medio peligroso donde tendrá que protegerla cada día. (Lo contrario de los hombres que exigen que una mujer renuncie al teatro, aunque la amaron precisamente porque había sido del teatro).»
Y cuando, de este modo, aquella partida no tuviera más obstáculos, elegir un día de buen tiempo como este —habría muchos— en que Albertina me fuera indiferente, en que me tentaran mil deseos; tendría que dejarla salir sin verla y después levantarme, arreglarme de prisa, dejarle unas letras, aprovechando que, como en aquel momento no podía ella ir a ningún sitio que me perturbara, me sería posible conseguir, en el viaje, no imaginar las cosas malas que ella podría estar haciendo —y que, por lo demás, en aquel momento me parecían indiferentes, y, sin haberla visto, salir para Venecia.
Toqué el timbre para pedir a Francisca que me comprara una guía y un plano, como cuando de niño quise también preparar un viaje a Venecia, realización de un deseo tan violento como el que ahora sentía; olvidaba que desde entonces había realizado otro, y sin ningún placer: el deseo de Balbec, y que Venecia, otro fenómeno visible, probablemente no podría, como no pudo Balbec, realizar un sueño inefable, el del tiempo gótico, actualizado con un mar primaveral y que venía de cuando en cuando a acariciar mi espíritu con una imagen encantada, dulce, inasible, misteriosa y confusa. Acudió Francisca a mi llamada.
—Me apuraba que el señor tardara tanto en llamar —me dijo—. No sabía qué hacer. Esta mañana a las ocho, mademoiselle Albertina me pidió sus baúles, no me atrevía a negárselos y tenía miedo de que el señor me riñera si venía a despertarle. Por más que la quise convencer, por más que le dije que esperara una hora, porque yo pensaba que el señor iba a llamar de un momento a otro, ella no quiso, me dejó esta carta para el señor y a las nueve se fue.
Entonces —hasta tal punto podemos ignorar lo que tenemos en nosotros, pues yo estaba convencido de mi indiferencia por Albertina— se me cortó el aliento, me sujeté el corazón con las dos manos, mojadas de repente de un sudor especial que yo no había tenido desde la revelación que mi amiga me hizo en el trenecillo de Balbec sobre la amiga de mademoiselle Vinteuil, y no pude decir más que:
—¡Ah!, muy bien, Francisca, gracias, claro que hizo muy bien en no despertarme, déjeme un momento, luego la llamaré.