Vi que monsieur de Charlus iba a decirnos de qué manera había evolucionado ese género de costumbres. Y mientras él hablaba, mientras hablaba Brichot, no se apartó de mí la imagen más o menos consciente de mi casa, donde me esperaba Albertina, imagen unida al motivo acariciante e íntimo de Vinteuil. Volvía siempre a Albertina, como tendría que volver efectivamente a ella al cabo de un momento como a una especie de grillete al que, de una manera o de otra, estaba encadenado, que me impedía salir de París y que en aquel momento, mientras en el salón Verdurin evocaba mi casa, me la hacía sentir no como un espacio vacío, exaltante para la personalidad y un poco triste, sino lleno —semejante en esto al hotel de Balbec cierta noche— de aquella presencia que no se movía, que duraba allí por mí y que estaba seguro de encontrar en el momento que yo quisiera. La insistencia con que monsieur de Charlus volvía siempre al tema —para el cual, por lo demás, su inteligencia, siempre ejercitada en el mismo sentido, tenía cierta penetración— tenía algo de bastante complejamente penoso. Era latoso como un sabio que no ve nada fuera de su especialidad, irritante como un enterado que presume de los secretos que conoce y está deseando divulgarlos, antipático como los que, cuando se trata de sus defectos, se pavonean sin darse cuenta de que desagradan, fijo como un maniático e irresistiblemente imprudente como un culpable. Estas características, que en ciertos momentos se tornaban tan obsesivas como las de un loco o un criminal, me daban, por otra parte, cierta tranquilidad. Pues sometiéndolas a la transposición necesaria para poder sacar de ellas deducciones respecto a Albertina y recordando la actitud de esta con Saint-Loup, conmigo, por penoso que fuera para mí uno de estos recuerdos y por melancólico que fuese el otro, me decía que parecían excluir el tipo de deformación tan acusada, de especialización forzosamente exclusiva, al parecer, que con tanta fuerza se desprendía de la conversación y de la persona de monsieur de Charlus. Pero desgraciadamente este se apresuró a destruir estas razones mías de esperanza de la misma manera que me las había dado, es decir, sin saberlo.
—Sí —dijo—, ya no tengo veinticinco años y he visto cambiar muchas cosas en torno mío; ya no reconozco ni la sociedad, en la que se han roto las barreras, en la que una turbamulta sin elegancia y sin decencia baila el tango hasta en mi familia, ni las modas, ni la política, ni las artes, ni la religión, ni nada. Pero confieso que lo que más ha cambiado es lo que los alemanes llaman la homosexualidad. Dios santo, en mi tiempo, dejando a un lado los hombres que detestaban a las mujeres y los que, gustándoles sólo las mujeres, sólo por interés hacían otra cosa, los homosexuales eran unos buenos padres de familia y no solían tener amante más que como tapadera. Si yo hubiera tenido una hija que casar, habría buscado un yerno entre ellos para estar seguro de que no sería desgraciada. Desgraciadamente, todo ha cambiado. Ahora se reclutan también entre los hombres más mujeriegos. Yo creía tener cierto olfato, y cuando me decía: seguramente no, creía no engañarme. Pues bien, me doy por vencido. Un amigo mío muy conocido por eso tenía un cochero que le proporcionó mi cuñada Oriana, un mozo de Combray que había hecho más o menos todos los oficios, pero sobre todo el de levantar faldas, y que yo habría jurado de los más hostiles a esas cosas. Hacía sufrir a su querida engañándola con dos mujeres a las que adoraba, sin contar las otras, una actriz y una camarera. Mi primo el príncipe de Guermantes, que tiene precisamente la inteligencia irritante de esas gentes que se lo creen todo, me dijo un día: «Pero ¿por qué no se acuesta X… con su cochero? A lo mejor le gustaría a Teodoro (era el nombre del cochero) y quién sabe si hasta no le duele que su patrón no le diga nada». No pude menos de imponer silencio a Gilberto; me molestaba a la vez esa pretendida perspicacia que, cuando se aplica indistintamente, es una falta de perspicacia, y también la tosca malicia de mi primo, que hubiera querido que nuestro amigo X se arriesgara a poner el pie en el pontón para, si era viable, avanzar él a su vez.
—¿Es que el príncipe de Guermantes tiene esas aficiones? —preguntó Brichot con una mezcla de sorpresa y de malicia.
—Caramba —contestó monsieur de Charlus encantado—, es tan sabido que no creo cometer una indiscreción diciéndole que sí… Bueno, pues al año siguiente fui a Balbec y allí me enteré, por un marinero que me llevaba algunas veces a pescar, que mi Teodoro, el cual, entre paréntesis, es hermano de la doncella de una amiga de madame Verdurin, la baronesa Putbus, iba al puerto a levantar, ya a un marinero, ya a otro, con un descaro infernal, para dar una vuelta en barca y para «otra cosa» —ahora fui yo quien preguntó si aquel patrón, en el que reconocí al señor que jugaba a las cartas todo el día con su amante, era como el príncipe de Guermantes—. Pero, hombre, todo el mundo lo sabe, y él ni siquiera se recata.
—Pero estaba con su querida.
—Bueno, ¿y qué importa eso? ¡Cuidado que son inocentes estos niños! —me dijo en un tono paternal, sin sospechar lo que me dolían sus palabras pensando en Albertina—. Su querida es encantadora.
—Pero entonces ¿sus amigos son como él?
—Nada de eso —exclamó tapándose los oídos como si yo, tocando un instrumento, hubiera dado una nota falsa—. Ahora salimos por el otro extremo. ¿Es que no hay derecho a tener amigos? ¡Ah, la juventud todo lo confunde! Habrá que rehacer su educación, hijo mío. Sin embargo —continuó—, confieso que este caso, y conozco otros muchos, por muy tolerante que me empeñe en ser con todas las osadías, me perturba. Soy muy antiguo, pero no comprendo —dijo en el tono de un viejo galicano hablando de ciertas formas de ultramontanismo, o de un monárquico liberal hablando de la Acción Francesa, o de un discípulo de Claude Monet refiriéndose a los cubistas—. No censuro a esos innovadores, más bien los envidio, procuro entenderlos, pero no lo consigo. Si aman tanto a la mujer, ¿por qué, y sobre todo en ese mundo obrero dónde está mal visto, donde se esconden por amor propio, tienen necesidad de eso que ellos llaman un môme[20]? Es que eso representa para ellos otra cosa. ¿Qué?
«¿Qué otra cosa puede representar la mujer para Albertina?», pensé yo, y en esto radicaba, en efecto, mi sufrimiento.
—Decididamente, barón —dijo Brichot—, si alguna vez el Consejo de Facultades propone crear una cátedra de homosexualidad, le propongo a usted en primer lugar. O no, más bien le cuadraría un instituto de psicología especial. Y como mejor le veo es en un sillón del Colegio de Francia que le permitiera entregarse a unos estudios personales para luego ofrecer los resultados, como hace el profesor de tamul o de sánscrito, ante el reducido número de personas que se interesarían por esto. Tendría usted dos oyentes y el bedel, dicho sea sin intención de echar la más ligera sombra sobre nuestro cuerpo de bedeles, al que creo fuera de toda sospecha.
—No sabe usted nada de eso —replicó el barón en un tono duro y tajante—. Por lo demás, se equivoca al creer que eso interesa a tan pocas personas. Muy al contrario —y sin darse cuenta de la contradicción que había entre la dirección que tomaba invariablemente su conversación y el reproche que iba a dirigir a los demás, dijo a Brichot con un aire escandalizado y contrito—: Todo lo contrario, es alarmante, no se habla más que de eso. Es una vergüenza, pero es tal como le digo, querido. Parece ser que antes de ayer, en casa de la duquesa de Ayen, no se habló de otra cosa en dos horas. Figúrese si ahora se ponen a hablar de eso las mujeres, ¡un verdadero escándalo! Lo más innoble es que están enteradas —añadió con una energía y un calor extraordinarios— por unos indecentes, unos verdaderos cerdos, como ese mentecatito de Chatellerault, del que habría que decir más que de nadie, y que les cuenta las historias de los demás. Me han dicho que habla de mí como para matarle, pero me tiene sin cuidado; pienso que el cieno y las inmundicias que le eche a uno un individuo que ha estado a punto de ser expulsado del Jockey por haber trucado un juego de naipes no pueden caer más que sobre él. Claro es que si yo fuera Juana de Ayen respetaría lo suficiente mi salón para que no entraran en él sujetos semejantes y no se arrastrara por el fango en mi casa a personas de mi propia familia. Pero ya no hay sociedad, ya no hay reglas, ya no hay conveniencias para la conversación, como no las hay para el vestir. ¡Ah, querido, es el fin del mundo! Todo el mundo se ha vuelto malo, todos rivalizan a quién hablará peor de los demás. ¡Es horrible!
Yo, cobarde como ya lo era de niño en Combray cuando escapaba para no tener que ofrecer coñac a mi abuelo, ante los vanos esfuerzos de mi madre suplicándole que no bebiera, no tenía ahora más que un pensamiento: irme de casa de los Verdurin antes de que se realizara la ejecución de Charlus.
—No tengo más remedio que marcharme —le dije a Brichot.
—Le acompaño —contestó—, pero no podemos marcharnos a la inglesa. Vamos a despedirnos de madame Verdurin —concluyó el profesor, y se dirigió al salón como quien, en ciertos juegos de sociedad, va a preguntar: ¿puedo volver ya?
Mientras nosotros hablábamos, monsieur Verdurin, a una señal de su mujer, había traído a Morel. Y el caso es que madame Verdurin, aun cuando, después de pensarlo bien, hubiera juzgado que era más prudente aplazar las revelaciones a Morel, no habría podido. Hay deseos, a veces circunscritos a la boca, que una vez que se les ha dejado crecer exigen su cumplimiento, cualesquiera que puedan ser las consecuencias; no hay manera de resistirse a besar un hombro desnudo que se está mirando desde hace mucho tiempo y sobre el que caen los labios como el pájaro sobre la serpiente, a clavar en un pastel el diente fascinado por el hambre canina, a privarse del asombro, de la perturbación, del dolor o de la alegría que con unas palabras imprevistas vamos a provocar en un alma. Así madame Verdurin, ebria de melodrama, había mandado a su marido a buscar a Morel para hablarle, costara lo que costara. Morel comenzó por deplorar que se hubiera ido la reina de Nápoles sin que le presentaran a ella. Monsieur de Charlus le había repetido tantas veces que era hermana de la emperatriz Isabel y de la duquesa de Alencon, que la soberana tenía para Morel una importancia extraordinaria. Pero el patrón le explicó que no estaban allí Para hablar de la reina de Nápoles y fue derecho al tema. «Bueno —decidió al cabo de algún tiempo—, si quiere vamos a pedir consejo a mi mujer. Palabra de honor que no le he dicho nada. Vamos a ver qué le parece. Mi opinión no vale, pero ya sabe lo que pienso de ella, y además le quiere a usted muchísimo; vamos a someter la causa a su juicio». Y mientras madame Verdurin esperaba con impaciencia las emociones que pronto iba a saborear hablando con el virtuoso, y después, cuando este se marchara, escuchando de su marido un detallado informe del diálogo sostenido entre este y el violinista, sin dejar de repetir entre tanto: «Pero ¿qué diablos estarán haciendo?; espero que Gustavo, ya que le entretiene tanto tiempo, sabrá por lo menos prepararle», monsieur Verdurin volvió a bajar con Morel, que parecía muy impresionado.
—Morel quiere pedirte un consejo —dijo monsieur Verdurin a su mujer como quien no sabe si su proposición será atendida.
Madame Verdurin, en todo el calor de su pasión, en lugar de contestar a monsieur Verdurin, se dirigió a Morel:
—Pienso exactamente lo mismo que mi marido, creo que no puede usted tolerar eso por más tiempo —exclamó con violencia, olvidando la fútil ficción convenida entre ella y su marido: hacer como que no sabía nada de lo que este había dicho al violinista.
—¿Qué? ¿Tolerar qué? —balbució monsieur Verdurin procurando fingir sorpresa y tratando, con una torpeza justificada por su desconcierto, de defender su mentira.
—Lo he adivinado, he adivinado lo que le has dicho —contestó madame Verdurin sin preocuparse lo más mínimo de la verosimilitud de la explicación y muy poco de lo que el violinista pudiera pensar, cuando recordara esta escena, sobre la veracidad de la patrona—. No —añadió madame Verdurin—, creo que no debe usted soportar más esa vergonzosa promiscuidad con un personaje tan malfamado, al que ya no reciben en ninguna parte —añadió sin importarle que esto no fuera verdad y olvidando que ella le recibía casi a diario—. Es usted la comidilla del Conservatorio —añadió dándose cuenta de que este era el argumento más eficaz—; un mes más de esa vida, y su porvenir artístico se malogra, mientras que sin Charlus podría usted ganar más de cien mil francos al año.
—Pero yo no había oído nunca decir nada, me deja estupefacto; se lo agradezco mucho murmuró Morel con lágrimas en los ojos.
Pero obligado a la vez a fingir la sorpresa y a disimular la vergüenza, estaba más sofocado y sudaba más que si acabara de tocar todas las sonatas de Beethoven una tras otra, y le asomaban a los ojos lágrimas que con toda seguridad no le arrancara el maestro de Bonn. El escultor interesado por aquellas lágrimas sonrió y me señaló a Charlie con el rabillo del ojo.
—Si no ha oído decir nada, es usted el único. Ese señor tiene una fama malísima y ha estado metido en unas historias muy feas. Yo sé que la Policía le vigila, y después de todo es lo mejor que puede ocurrirle para no acabar como todos sus congéneres, asesinado por algún apache —añadió madame Verdurin, pues al pensar en Charlus le vino el recuerdo de madame de Durás y, ciega de rabia, procuraba ahondar más aún las heridas que estaba infligiendo al desdichado Charlie y vengar las que ella había recibido aquella noche—. Además, ni siquiera materialmente le puede servir de nada, está completamente arruinado desde que se encuentra en las manos de un agente que le saca el dinero con chantajes y que ni siquiera podrá sacar el precio de su música, y menos podrá sacar usted el de la suya[21], pues todo es hipotético: hotel, castillo, etc.
Morel dio fácilmente crédito a esta mentira porque monsieur de Charlus le solía tomar por confidente de sus relaciones con apaches, raza esta que al hijo de un criado, por muy libertino que sea, le produce un sentimiento de horror equivalente a su adhesión a las ideas bonapartistas.
En su astuta mente había germinado ya una combinación análoga a lo que en el siglo XVIII se llamó un trueque de alianzas. Decidido a no volver a hablar a monsieur de Charlus, volvería al día siguiente por la noche a ver a la sobrina de Jupien, con el propósito de ir a arreglarlo todo. Desgraciadamente para él, este proyecto iba a fracasar, pues monsieur de Charlus tenía aquella misma noche con Jupien una cita a la que el antiguo chalequero no se atrevió a faltar a pesar de lo sucedido. Otros se precipitaron en cuanto a Morel, como se verá, y cuando Jupien contó al barón, llorando, sus cuitas, este, no menos afligido, le dijo que iba a adoptar a la pequeña abandonada, que le daría uno de los títulos de que disponía, probablemente el de mademoiselle d’Oloron, que perfeccionaría su educación y le proporcionaría una buena boda. Estas promesas entusiasmaron a Jupien y dejaron indiferente a su sobrina, porque seguía enamorada de Morel, el cual, por estupidez o por cinismo, entraba bromeando en la tienda cuando Jupien estaba ausente. «¿Qué te pasa? —le decía—, ¿por qué tienes esas ojeras? ¿Penas de amor? Mira, los años pasan, y pasan distintos. Después de todo, si se pueden probar unos zapatos, con mayor razón se puede probar una mujer, y si no le va a uno a la medida del pie…». Morel no se enfadó más que una vez, y fue porque ella lloró, lo que le pareció cobarde, un proceder indigno. No siempre soportamos bien las lágrimas que hacemos derramar.
Pero nos hemos anticipado mucho, pues todo esto no ocurrió hasta después de la fiesta de los Verdurin, que interrumpimos y a la que tenemos que volver en el punto en que estábamos.
—Nunca lo hubiera pensado… —suspiró Morel respondiendo a madame Verdurin.
—Naturalmente, no se lo dicen a la cara, pero eso no impide que sea la comidilla del Conservatorio —replicó malévolamente madame Verdurin, queriendo dar a entender a Morel que no se trataba únicamente de monsieur de Charlus, sino también de él—. Quiero creer que usted lo ignora, y, sin embargo, la gente no se recata de hablar. Pregúntele a Ski lo que estaban diciendo el otro día en la función de Chevillard, a dos pasos de nosotros, cuando entró usted en mi palco. Vamos, que le señalan con el dedo. Debo decirle que, por mi parte, no me importa mucho. Lo que me parece, sobre todo, es que eso hace a un hombre ridiculísimo, el hazmerreír de todo el mundo para toda la vida.
—No sé cómo agradecérselo —dijo Charlie como se lo diríamos a un dentista que acaba de hacernos muchísimo daño y no queremos que se nos note, o a un testigo demasiado sanguinario que nos ha obligado a un duelo por unas palabras insignificantes diciéndonos: «No puede usted tragarse eso».
—Creo que usted tiene carácter, que es usted un hombre —siguió madame Verdurin— y que sabrá hablar alto y claro, por más que él diga a todo el mundo que usted no se atreverá, que le tiene bien seguro.
Charlie, buscando una dignidad prestada para cubrir la suya hecha jirones, encontró en su memoria, por haberlo leído o haber oído decirlo, y declaró enseguida:
—No me criaron a mí para comer ese pan. Esta misma noche romperé con monsieur de Charlus… La reina de Nápoles se ha marchado, ¿verdad? Si no fuera así, antes de romper con él le habría pedido…
—No es necesario romper por completo con él —dijo madame Verdurin, con el deseo de no desorganizar el pequeño núcleo—. No hay inconveniente en que le vea aquí, en nuestro pequeño grupo, donde le apreciamos a usted, donde no hablarán mal de usted. Pero exija su libertad y no se deje arrastrar por él a todas esas pécoras que son muy amables cuando está delante; me gustaría que oyera usted lo que dicen detrás. De todos modos, no lo la-mente: no sólo se quita usted una mancha que le quedaría para toda la vida, hasta desde el punto de vista artístico; aunque no mediara esa vergonzosa presentación por mano de Charlus, yo diría que rebajarse así en ese medio de falso gran mundo le daría un tono poco serio, una fama de aficionado, de pequeño músico de salón, cosa terrible a su edad. Comprendo que para todas esas bellas damas es muy cómodo quedar bien con sus amigas exhibiéndole a usted, pero lo pagaría su porvenir de artista. No digo que no vaya a casa de una o de dos. Hablaba usted de la reina de Nápoles —que, en efecto, se ha marchado, tenía una velada—, y esa sí que es una excelente mujer. Y le diré que, a mi parecer, hace poco caso de Charlus, creo que ha venido sobre todo por mí. Sí, sí, tenía ganas de conocernos a monsieur Verdurin y a mí. Ese sí es un sitio donde usted podrá tocar, y además le diré que, llevado por mí, como los artistas me conocen y han sido siempre muy simpáticos conmigo, y me consideran un poco como de los suyos, como su patrona, es diferente. Pero sobre todo ¡no se le ocurra ir a casa de madame Durás! ¡No vaya a cometer semejante pifia! Conozco a artistas que han venido a hacerme sus confidencias sobre ella. Claro, saben que pueden fiarse de mí —dijo en el tono suave y sencillo que sabía tomar súbitamente dando a sus rasgos una expresión de modestia, a sus ojos una expansión adecuada—. Vienen a contarme sus pequeñas historias; hasta los que tienen fama de más callados se pasan a veces horas charlando conmigo, y no sabe usted lo interesantes que son. El pobre Chabrier decía siempre: «La única que sabe hacerles hablar es madame Verdurin». Pues bien, a todos, a todos sin excepción, los he visto llorar por haber ido a tocar en casa de madame Durás. En esa casa se reían de las humillaciones que, por indicación de la dueña, les infligen los criados, y después no podían encontrar quien los contratara. Los directores decían: «¡Ah, sí!, es el que toca en casa de madame Durás». ¡Se acabó! Nada como eso para cortar una carrera. El gran mundo no da a los artistas un tono serio; ya se puede tener todo el talento que se quiera, es triste decirlo, pero basta una madame Durás para dar fama de amateur. Y para los artistas —ya sabe usted que los conozco, que llevo cuarenta años tratándolos, lanzándolos, interesándome por ellos—, para un artista, si se dice de él un amateur, se acabó. Y en el fondo comenzaban a decirlo de usted. ¡Cuántas veces he tenido que ponerme seria, asegurar que usted no tocaría en este o en el otro salón ridículo! ¿Sabe lo que me contestaban?: «No tendrá más remedio, Charlus ni siquiera le consultará, no le pide su opinión». Sé de una persona que quiso halagarle diciéndole: «Admiramos mucho a su amigo Morel». ¿Sabe usted lo que contestó, con ese tono insolente que usted conoce? Pues le contestó: «Pero ¿cómo quiere usted que sea amigo mío? No somos de la misma clase. Diga usted que es obra mía, mi protegido» —en este momento bullía bajo la abombada frente de la diosa música lo único que algunas personas no pueden guardar para ellas, una palabra que no sólo es abyecta, sino que es imprudente repetirla. Pero la necesidad de repetirla es más fuerte que el honor, que la prudencia. A esta necesidad cedió la patrona, previos unos ligeros movimientos de la frente esférica y preocupada—. Y hasta le han contado a mi marido que había dicho «mi doméstico», pero esto no puedo asegurarlo —añadió. Necesidad pareja a la que llevó a monsieur de Charlus, poco después de haber jurado a Morel que nunca sabría nadie de dónde había salido, a decir a madame Verdurin: «Es hijo de un criado». Ahora, ya pronunciada esta palabra, la misma necesidad la haría circular de unas personas a otras, que la confiarían bajo el sello de un secreto que sería prometido y no guardado, como ellas mismas habían hecho. Estas palabras acababan, como en el juego de prendas, por volver a madame Verdurin, indisponiéndola con el interesado, que había acabado por enterarse. Ella lo sabía, pero no podía retener la palabra que le quemaba la lengua. «Doméstico» no podía menos de molestar a Morel. Sin embargo, madame Verdurin dijo «doméstico», y si añadió que no podía asegurarlo, fue porque con este matiz daba apariencia de verdad al resto y por parecer imparcial. Esta imparcialidad la impresionó a ella misma hasta tal punto que comenzó a hablar tiernamente a Charlie—. Pues mire usted —dijo—, yo no se lo reprocho, le arrastra a usted a su abismo, pero no es culpa suya, puesto que él mismo cae en él, él mismo cae en él —repitió bastante alto, maravillada del acierto de la imagen que le había salido más de prisa que su atención, la cual sólo después de dicha la cogía y procuraba sacarle partido—. No, lo que le reprocho —dijo en un tono dulce, como una mujer embriagada con su éxito— es su falta de delicadeza con usted. Hay cosas que no se dicen a todo el mundo. Por ejemplo, hace un momento apostó que le iba a hacer sonrojarse de gusto anunciándole (por jactancia, naturalmente, pues su recomendación bastaría para impedirle obtenerla) que le iban a dar la cruz de la Legión de Honor. Todavía esto puede pasar, aunque nunca me gustó mucho —añadió con un gesto delicado y digno— que se engañe a los amigos; pero, mire usted, hay naderías que nos dan pena. Por ejemplo, cuando nos cuenta, muerto de risa, que si usted desea la cruz es por su tío, y que su tío era un criado.
—¡Le ha dicho eso! —exclamó Charlie creyendo, por estas palabras hábilmente traídas, que era verdad todo lo que había dicho madame Verdurin.
La patrona estaba rebosante de alegría, la alegría de una antigua querida que a punto de ser abandonada por su joven amante consigue romper su boda. Y quizá no había calculado la mentira, ni siquiera mentido a sabiendas. Quizá una lógica sentimental, algo más elemental aún, una especie de reflejo nervioso que la impulsaba, para animar su vida y proteger su felicidad, a «mezclar las cartas» en el pequeño clan, hacía subir impulsivamente a sus labios, sin que ella tuviera tiempo de controlar su veracidad, aquellas afirmaciones diabólicamente útiles, ya que no rigurosamente exactas.
—Si nos lo hubiera dicho a nosotros solos no importaría —repuso la patrona—; nosotros ya sabemos que de lo que él dice hay que tomar y dejar, y además todos los oficios son buenos, cada uno tiene su valor, cada cual es lo que vale. Pero lo que nos duele es que vaya con esas cosas a madame de Portefin —madame Verdurin la citaba adrede, porque sabía que Charlie quería a madame de Portefin—. Cuando le oyó, mi marido me dijo: «Hubiera preferido que me dieran una bofetada». Pues Gustavo le quiere a usted tanto como yo —así se supo que monsieur Verdurin se llamaba Gustavo—. En el fondo es un sentimental.
—Pero yo no te he dicho nunca que le quería —murmuró monsieur Verdurin fingiendo una hosquedad bonachona—. El que le quiere es el Charlus.
—¡Oh!, no, ahora comprendo la diferencia; vivía traicionado por un miserable, mientras que usted, usted sí que es bueno —exclamó Charlie con sinceridad.
—No, no —murmuró madame Verdurin para consolidar su victoria (pues veía salvados sus miércoles) sin abusar de ella—, miserable es mucho decir; hace daño, mucho daño, pero inconscientemente; le advierto que esa historia de la Legión de Honor no duró mucho. Y sería muy desagradable para mí repetirle todo lo que ha dicho de su familia —dijo madame Verdurin, que se hubiera visto muy apurada para hacerlo.
—¡Oh!, aunque no dudara más que un instante, basta para probar que es un traidor exclamó Morel.
En este momento volvimos al salón.
—¡Ah! —exclamó monsieur de Charlus viendo a Morel y dirigiéndose hacia el músico con la animación de los hombres que han organizado sabiamente toda la noche con vistas a una cita con una mujer y que, muy exaltados, no sospechan que ellos mismos han armado la trampa donde van a cogerlos y apalearlos, delante de todo el mundo, unos hombres apostados por el marido—. Vaya, no es demasiado pronto.
—¿Está usted contento, joven gloria, y sin tardar mucho joven caballero de la Legión de Honor? Pues va a ostentar en seguida su cruz —dijo monsieur de Charlus a Morel en un tono tierno y triunfante, pero refrendando, con estas mismas palabras alusivas a la condecoración, las mentiras de madame Verdurin, que a Morel le parecieron así una verdad indiscutible.
—Déjeme, le prohíbo acercarse a mí —gritó Morel al barón—. Esto no debe de ser para usted un ensayo, no soy el primero que intenta pervertir.
Lo único que me consolaba era pensar que iba a ver cómo monsieur de Charlus pulverizaba a Morel y a los Verdurin. Por muchísimo menos había sido yo objeto de sus iras de loco, nadie estaba libre de ellas, no le intimidaría ni un rey. Pero ocurrió algo extraño. Vimos a monsieur de Charlus mudo, estupefacto, midiendo su desgracia sin comprender la causa, no encontrando una palabra, mirando sucesivamente a todos los presentes con gesto interrogador, indignado, suplicante, y que parecía preguntarles, más que lo que había ocurrido, lo que él debía contestar. Quizá lo que le enmudecía (al ver que madame Verdurin volvía los ojos y que nadie acudía en su ayuda) era el sufrimiento presente y, sobre todo, el terror de los sufrimientos que le esperaban; o bien que, no habiéndose exaltado de antemano con la imaginación y forjado una furia, no teniendo dispuesta la ira (pues, sensitivo, nervioso, histérico, era un verdadero impulsivo, pero un falso valiente, y hasta, como siempre había querido yo, y esto me lo hacía bastante simpático, un falso malévolo, y no tenía las reacciones normales del hombre de honor ultrajado), le habían sorprendido y herido bruscamente cuando estaba sin armas; o bien, en un medio que no era el suyo, se sentía menos a sus anchas y menos valiente que en el Faubourg. El caso es que, en aquel salón que él despreciaba, el gran señor (al que la superioridad sobre los plebeyos no era más esencialmente inherente que lo fuera a un antepasado suyo ante el tribunal revolucionario), en una parálisis de todos los miembros y de la lengua, no supo hacer otra cosa que dirigir a todos lados unas miradas de espanto, de indignación por la violencia que le infligían, unas miradas tan suplicantes como interrogadoras. Y, sin embargo, monsieur de Charlus poseía todos los recursos no sólo de la elocuencia, sino de la audacia, cuando, presa de una ira que hervía en él desde hacía tiempo, dejaba a cualquiera hecho un guiñapo, con las palabras más cruentas, ante las gentes del gran mundo escandalizadas y que nunca creyeron que se pudiera llegar tan lejos. En estos casos, monsieur de Charlus ardía, se agitaba en verdaderos ataques nerviosos que hacían temblar a todo el mundo. Pero es que en estos casos tenía la iniciativa, atacaba, decía lo que quería (como Bloch sabía burlarse de los judíos y enrojecía si alguien los nombraba delante de él). A aquellas personas a quienes odiaba, las odiaba porque creía que le despreciaban. De haber sido amables con él, en lugar de enfurecerse contra ellas las hubiera besado. En una circunstancia tan terriblemente imprevista, aquel gran discurseador sólo supo balbucir:
—¿Qué quiere decir esto? ¿Qué pasa?
Ni siquiera se le oía. Y como la eterna pantomima del terror pánico ha cambiado tan poco, aquel viejo caballero al que ocurría una aventura desagradable en un salón parisiense repetía sin querer las actitudes esquemáticas en las que la escultura griega de las primeras edades estilizaba el espanto de las ninfas perseguidas por el dios Pan.
El embajador caído en desgracia, el alto funcionario que pasa a la reserva, el hombre de mundo recibido fríamente, el enamorado despedido, examinan, a veces durante meses, el hecho que ha matado sus esperanzas; le dan vueltas y más vueltas como a un proyectil disparado de no se sabe dónde ni por qué, casi un aerolito. Quisieran conocer los elementos que forman ese extraño objeto caído sobre ellos, saber qué malas voluntades se pueden reconocer en él. Los químicos disponen de análisis; los enfermos de un mal cuyo origen desconocen pueden llamar al médico, y los hechos criminales son más o menos dilucidados por el juez de instrucción. Pero rara vez descubrimos los móviles de los hechos desconcertantes de nuestros prójimos. Y monsieur de Charlus —anticipándonos a los días que siguieron a aquella noche sobre la que hemos de volver— sólo una cosa clara vio en la actitud de Charlie. Morel, que había amenazado muchas veces al barón con contar la pasión que le inspiraba, debía de haber aprovechado para ello aquel momento en que se creía suficientemente «llegado» para volar con sus propias alas. Y por pura ingratitud se lo habría contado todo a madame Verdurin. Pero ¿cómo esta se había dejado engañar?, (pues el barón, decidido a negar, se había convencido a sí mismo de que los sentimientos que le reprocharían eran imaginarios). Acaso algún amigo de madame Verdurin, tal vez él mismo, enamorado de Charlie, había preparado el terreno. En consecuencia, monsieur de Charlus, los días siguientes, escribió unas cartas terribles a varios «fieles» completamente inocentes y que le creyeron loco; después fue a hacerle a madame Verdurin un largo relato enternecedor, relato que no produjo en absoluto el efecto que él deseaba. Pues, por una parte, madame Verdurin repetía al barón: «Pues no se ocupe más de él, despréciele, es un niño». Pero el barón no ansiaba más que una reconciliación. Por otra parte, para conseguirla privando a Charlie de todo lo que creía seguro, monsieur de Charlus pedía a madame Verdurin que no volviera a recibirle, a lo que esta opuso una negativa que le valió unas cartas irritadas y sarcásticas de monsieur de Charlus. Yendo de una suposición a otra, el barón no dio jamás con la verdadera; es decir, que el golpe no había partido en modo alguno de Morel. Verdad es que hubiera podido enterarse pidiendo a este unos minutos de conversación. Pero consideraba esto contrario a su dignidad y a los intereses de su amor. Había sido ofendido y esperaba explicaciones. Por lo demás, a la idea de una entrevista que pudiera disipar una mala interpretación va siempre unida otra idea que, por la razón que sea, nos impide prestarnos a esa entrevista. El que se ha rebajado y ha demostrado su debilidad en veinte ocasiones dará prueba de orgullo en la ocasión número veintiuno, precisamente la única en que sería útil no atrincherarse en una actitud arrogante y disipar un error que, al no ser desmentido, se va arraigando en el adversario. En cuanto al aspecto mundano del incidente, corrió el rumor de que a monsieur de Charlus le habían echado de casa de los Verdurin cuando intentaba violar a un joven músico. Y no le extrañó a nadie que monsieur de Charlus no volviera a aparecer en casa de los Verdurin; cuando por casualidad se encontraba en alguna parte con alguno de los «fieles» de los que sospechara y a los que había insultado, este le guardaba rencor al barón y el barón ni siquiera le saludaba, lo que no sorprendía a nadie, pues se comprendía muy bien que ningún miembro del pequeño clan quisiera hablar al barón.
Mientras monsieur de Charlus, anonadado por las palabras que acababa de pronunciar Morel y por la actitud de la patrona, parecía una ninfa presa de terror pánico, monsieur y madame Verdurin se retiraron al primer salón, como en señal de ruptura diplomática, dejando solo a monsieur de Charlus, y Morel, en el estrado, metía su violín en el estuche.
—Cuéntanos cómo fue —dijo ávidamente madame Verdurin a su marido.
—No sé qué le dijo usted, pero parecía impresionadísimo —intervino Ski—; se le saltaban las lágrimas.
—Creo que lo que he dicho yo le ha sido completamente indiferente —dijo madame Verdurin fingiendo no haber entendido, con uno de esos manejos que, por lo demás, no engañan a todo el mundo y para obligar al escultor a repetir que Charlie lloraba, lágrimas que enorgullecían demasiado a la patrona para que quisiera arriesgarse a que las ignorara alguno de los fieles que podía no haber oído bien.
—No, no, al contrario, le brillaban unos buenos lagrimones —dijo el escultor en voz baja y con sonriente gesto de confidencia mal intencionado, sin dejar de mirar de reojo para cerciorarse de que Morel seguía en el estrado y no podía oír la conversación.
Pero había una persona que la oía y cuya presencia iba a devolver a Morel, nada más verla, una de las esperanzas que había perdido. Era la reina de Nápoles, que al darse cuenta de que había olvidado el abanico le había parecido más amable volver ella misma a buscarlo, dejando para ello la otra fiesta. Entró calladamente, como confusa, dispuesta a pedir perdón y a hacer una breve visita ahora que no quedaba nadie. Pero en el calor del incidente, que ella comprendió en seguida y que la indignó, no la oyeron entrar.
—Dice Ski que tenía lágrimas en los ojos; ¿te fijaste tú en eso? Yo no he visto esas lágrimas. ¡Ah, sí, es verdad, ahora me acuerdo! —corrigió, temiendo que su denegación fuera creída—. Y Charlus está hecho un guiñapo, debía buscar una silla, le tiemblan las piernas, se va a caer redondo —dijo burlándose despiadadamente.
En este momento corrió Morel hacia ella.
—¿No es esa señora la reina de Nápoles? —preguntó (aunque sabía que era ella) señalando a la soberana que se dirigía hacia Charlus—. Después de lo ocurrido, ya no puedo pedir al barón que me presente a ella.
—Espere, le presentaré yo —dijo madame Verdurin, y seguida por algunos fieles, pero no por mí ni por Brichot, que nos apresuramos a pedir nuestros abrigos y a marcharnos, se dirigió hacia la reina, que estaba hablando con monsieur de Charlus. Había creído este que la realización de su gran deseo de que Morel fuera presentado a la reina de Nápoles sólo podía impedirla la muerte, improbable, de la soberana. Pero nos representamos el futuro como un reflejo del presente proyectado en un espacio vacío, cuando es el resultado, a veces muy inmediato, de causas que en su mayor parte ignoramos. No hacía de aquello ni una hora, y monsieur de Charlus lo habría dado todo porque Morel no fuera presentado a la reina. Madame Verdurin hizo a esta una reverencia. Al ver que la reina no parecía reconocerla, dijo—: Soy madame Verdurin. ¿No me reconoce vuestra majestad?
—Muy bien —dijo la reina, y siguió hablando a monsieur de Charlus con tanta naturalidad y con un aire tan perfectamente distraído que madame Verdurin dudó si era a ella a quien se dirigía aquel «muy bien» pronunciado en un tono maravillosamente distraído que a monsieur de Charlus, experto y goloso catador en materia de impertinencias, le arrancó, en medio de su dolor de amante, una sonrisa de gratitud.
Morel, al ver de lejos los preparativos de la presentación, se acercó. La reina ofreció su brazo a monsieur de Charlus. También con él estaba enfadada, pero sólo porque no hacía frente con más energía a los villanos que le habían insultado. Estaba roja de vergüenza por él, de que los Verdurin osaran tratarle así. La simpatía que con tanta sencillez les había demostrado unas horas antes y la insolente altivez con que ahora se erguía ante ellos nacían del mismo punto de su corazón. La reina era una mujer muy buena, pero la bondad la concebía sobre todo en forma de una lealtad inquebrantable a las personas que quería, a los suyos, a todos los príncipes de su familia, entre los cuales figuraba monsieur de Charlus, y luego a todas las personas de la burguesía o del pueblo más humilde que sabían respetar a los que ella amaba, tener para ellos buenos sentimientos. Si había mostrado simpatía a madame Verdurin, era porque la creía dotada de estos buenos instintos. Desde luego es un concepto estrecho, un poco tory y cada vez más anticuado de la bondad; pero esto no quiere decir que su bondad fuera menos sincera y menos ardiente. Los antiguos no amaban menos al grupo humano al que se consagraban porque ese grupo no rebasara los límites de la ciudad, ni los hombres de hoy aman menos a la patria que los que amarán a los Estados Unidos de toda la tierra. Muy cerca de mí he tenido el ejemplo de mi madre, a la que madame de Cambremer y madame de Guermantes no pudieron nunca decidir a formar parte de ninguna obra filantrópica, de ningún ropero patriótico, a vender papeletas en fiestas benéficas. No quiero decir que tuviera razón en no actuar más que cuando se lo dictaba el corazón y en reservar a su familia, a sus domésticos, a los desdichados que el azar pusiera en su camino, sus riquezas de amor y generosidad; pero sé muy bien que estas riquezas, como las de mi abuela, fueron inagotables y superaron con mucho todo lo que pudieran hacer e hicieron madame de Guermantes o madame de Cambremer. El caso de la reina de Nápoles era muy diferente, pero de todos modos hay que reconocer que ella no concebía los seres simpáticos como se conciben en esas novelas de Dostoyevski que Albertina había cogido de mi biblioteca y había acaparado, es decir, en figura de parásitos adulones, ladrones, borrachos, tan pronto serviles como insolentes, facinerosos, asesinos si llega el caso. Por lo demás, los extremos se tocan, pues el hombre noble, el allegado, el pariente ultrajado que la reina quería defender era monsieur de Charlus, es decir, a pesar de su alcurnia y de todos los parentescos que tenía con la reina, una persona cuya virtud iba escoltada por muchos vicios.
—Parece que no está usted bien, querido primo —dijo la reina a monsieur de Charlus—. Apóyese en mi brazo. Tenga la seguridad de que le sostendrá siempre. Es bastante firme para eso —y levantando altivamente los ojos ante ella (donde se encontraban entonces, según me contó Ski, madame Verdurin y Morel)—: Ya sabe que en otro tiempo, en Gaeta, este brazo tuvo a raya a la plebe. Sabrá servirle a usted de fortaleza —y así, llevando del brazo al barón y sin dejar que le presentaran a Morel, salió la gloriosa hermana de la emperatriz Isabel.
Conociendo el carácter terrible de monsieur de Charlus, las persecuciones con que aterrorizaba hasta a parientes suyos, se podría creer que después de aquella noche iba a desencadenar su furia y a ejercer represalias contra los Verdurin. Pues no ocurrió así, y la causa principal de que no ocurriera fue seguramente que el barón cogió frío a los pocos días, contrajo una de esas neumonías infecciosas muy frecuentes entonces y durante mucho tiempo los médicos le creyeron y se creyó él mismo a dos dedos de la muerte, permaneciendo varios meses entre esta y la vida. ¿Fue simplemente metástasis física y la sustitución por un mal diferente de la neurosis que hasta entonces le había llevado hasta a orgías de cólera? Pues es demasiado sencillo creer que, como nunca había tomado en serio a los Verdurin en el aspecto social, no podía guardarles rencor como si se tratara de gentes de su clase; también demasiado sencillo recordar a este propósito que los nerviosos, irritados a cada paso contra enemigos imaginarios e inofensivos, se vuelven, en cambio, inofensivos cuando alguien toma contra ellos la ofensiva, y que es más fácil calmarlos echándoles agua fría a la cara que procurando demostrarles la inanidad de sus agravios. Pero probablemente la explicación de esta falta de rencor no hay que buscarla en una metástasis, sino más bien en la enfermedad misma, pues causaba al barón tan grandes fatigas que le quedaba poco tiempo para pensar en los Verdurin. Estaba medio muerto. Hablábamos de ofensivas; hasta las que no tendrán sino efectos póstumos requieren, para «montarlas convenientemente», el sacrificio de una parte de nuestras fuerzas. A monsieur de Charlus le quedaban demasiado pocas para el trabajo de una preparación. Se suele hablar de enemigos de por vida que, in articulo mortis, los dos al mismo tiempo, abren los ojos para verse recíprocamente y los vuelven a cerrar felices. Este caso debe de ser raro, excepto cuando la muerte nos sorprende en plena vida. Cuando ya no queda nada que perder, se evitan riesgos que en plena vida se asumirían despreocupadamente. El espíritu de venganza forma parte de la vida: aparte algunas excepciones que, dentro de un mismo carácter, son, como se verá, humanas contradicciones, nos abandona, por lo general, en el umbral de la muerte. Monsieur de Charlus, después de pensar un instante en los Verdurin, se volvía contra la pared y ya no pensaba en nada. No es que hubiera perdido su elocuencia, sino que la de ahora le pedía menos esfuerzos. Todavía le manaba, pero había cambiado. Desprovista de las violencias que tan a menudo la adornaran, ahora ya no era más que una elocuencia casi mística embellecida por palabras dulces, por parábolas del Evangelio, por una aparente resignación a la muerte. Hablaba sobre todo los días en que se creía salvado. Una recaída le hacía callar. Esta cristiana dulzura en que se había transmutado su magnífica violencia (como en Esther el genio, tan diferente, de Andromaque) causaba admiración a los que le rodeaban. Se la hubiera causado hasta a los Verdurin, que no hubieran podido menos de venerar a un hombre al que por sus defectos habían odiado. Claro que sobrenadaban unos pensamientos que no tenían nada de cristianos. Pedía al arcángel Gabriel que viniera a anunciarle, como al profeta, cuándo llegaría el Mesías. Y añadía, interrumpiéndose con una dulce sonrisa dolorosa: «Pero que no venga el Arcángel a pedirme, como a Daniel, que espere “siete semanas y sesenta y dos semanas, pues me moriré antes”». El Mesías que monsieur de Charlus esperaba era Morel. Por eso pedía también al arcángel Rafael que se lo trajera como trajo al joven Tobías. Y mezclando otros medios más humanos (como los papas enfermos, que al mismo tiempo que mandan decir misas no dejan de llamar a su médico), insinuaba a sus visitantes que si Brichot le traía en seguida a su joven Tobías, acaso el arcángel Rafael consintiera en devolverle la vista como al padre de Tobías, o en la piscina probática de Betsaida. Mas, a pesar de estos retornos a lo humano, no era menos deliciosa la pureza moral de las palabras de monsieur de Charlus. Vanidad, maledicencia, arrebatos de maldad y de orgullo, todo esto había desaparecido. Moralmente, monsieur de Charlus se había elevado muy por encima del nivel en que antes viviera. Pero este perfeccionamiento moral, sobre cuya realidad su arte oratorio era capaz, por otra parte, de engañar un poco a sus enternecidos auditores, este perfeccionamiento desapareció al desaparecer la enfermedad que había actuado por él. Como veremos, monsieur de Charlus volvió a bajar la cuesta con una rapidez progresivamente creciente. Pero la actitud de los Verdurin hacia él era ya sólo un recuerdo un poco lejano que unas iras más inmediatas impidieron que se reavivara.
Volviendo atrás, en la fiesta de los Verdurin, cuando los dueños de la casa se quedaron solos, monsieur Verdurin dijo a su mujer:
—¿Sabes por qué no ha venido Cottard? Está con Saniette, que ha fallado la jugada de Bolsa en que se metió para rehacerse. Cuando se enteró de que no le quedaba un franco y tenía cerca de un millón de deudas, le dio un ataque.
—Pero ¿por qué jugó? Es idiota, Saniette no entiende nada de eso. Otros más listos que él se dejan las plumas, y él estaba destinado a que le engañara todo el mundo.
—Pues claro, ya hace mucho tiempo que sabemos que es idiota —dijo monsieur Verdurin—. Pero, en fin, el resultado es ese: un hombre al que el casero echará mañana a la calle y que se va a encontrar en la última miseria; su familia no le quiere, no será Forcheville quien haga algo por él. Así que yo había pensado… Bueno, no quiero hacer nada que te desagrade, pero quizá podríamos pasarle una pequeña renta para que no se dé demasiado cuenta de su ruina, para que pueda cuidarse en su casa.
—Estoy completamente de acuerdo, está muy bien que hayas pensado en eso. Pero dices «en su casa»; ese imbécil ha seguido viviendo en una casa demasiado cara y ya no es posible, habría que alquilarle algo de dos habitaciones. Creo que todavía vive en un piso de seis o siete mil francos.
—Seis mil quinientos. Pero le tiene mucho cariño. Después de todo, esto que ha tenido es un primer ataque, no creo que pueda vivir más de dos o tres años. Supongamos que gastamos por él diez mil francos durante tres años. Creo que podríamos hacerlo. Por ejemplo, este año, en vez de volver a alquilar la Raspeliere, podríamos tomar algo más modesto. Creo que con nuestras rentas no es imposible amortizar diez mil francos en tres años.
—Bueno, pero lo malo es que se sabrá, y eso obligaría a hacerlo por otros.
—Puedes creer que no había pensado en eso. Sólo lo haré con la expresa condición de que nadie se entere. ¡Estaría bueno!, no me haría ninguna gracia que nos viéramos obligados a ser los bienhechores del género humano. ¡Nada de filantropías! Lo que podríamos hacer es decirle que lo dejó la princesa Sherbatoff.
—Pero ¿lo creería? La princesa consultó a Cottard para su testamento.
—En último término, pondremos a Cottard en el secreto, tiene costumbre del secreto profesional, y como gana muchísimo dinero no será nunca uno de esos oficiosos a los que hay que soltarles la mosca. Y hasta puede que quiera encargarse de decir que la princesa le había tomado a él de intermediario. De ese modo, nosotros ni siquiera apareceremos para nada. Eso evitaría el fastidio de las escenas de gratitud, de las manifestaciones, de las frases.
Monsieur Verdurin añadió una palabra que significaba evidentemente esa clase de escenas conmovedoras y de frases que deseaba evitar. Pero no me la pudieron decir exactamente, pues no era una palabra francesa, sino uno de esos términos que usan en las familias para designar ciertas cosas, sobre todo las cosas molestas, probablemente porque quieren poder señalarlas ante los interesados sin que estos lo entiendan. Estas expresiones son generalmente un resto contemporáneo de un estado anterior de la familia. En una familia judía, por ejemplo, será un término ritual desviado de su sentido y quizá la única palabra hebrea que la familia, afrancesada ahora, conoce aún. En una familia arraigadamente provinciana, será una palabra del dialecto de la provincia, aunque la familia no hable ya y ni siquiera comprenda el dialecto. En una familia procedente de América del Sur y que no hable más que el francés, será una palabra española. Y en la generación siguiente esa palabra ya no existirá más que como un recuerdo de infancia. Se recordará que, en la mesa, los padres aludían a los criados que servían, sin que estos los entendieran, diciendo tal palabra, pero los niños ignoran lo que quería decir exactamente esa palabra, si era del español, del hebreo, del alemán, del dialecto, y ni siquiera si había pertenecido alguna vez a una lengua cualquiera o era un nombre propio o una palabra enteramente inventada. Sólo se puede aclarar la duda si se tiene un tío abuelo, un pariente viejo que ha debido de emplear el mismo término. Como yo no he conocido a ningún pariente de los Verdurin, no pude reconstruir exactamente la palabra. El caso es que hizo reír a madame Verdurin, pues el empleo de esa lengua menos general, más personal, más secreta que la lengua habitual da a los que la usan entre ellos un sentimiento egoísta nunca exento de cierta satisfacción. Pasado este instante de regocijo, madame Verdurin objetó:
—Pero ¿y si Cottard habla?
—No hablará.
Sí que habló, al menos a mí, pues por él supe lo ocurrido. Lo supe pasados unos años, precisamente en el entierro de Saniette. Sentí no haberlo sabido antes. En primer lugar, esto me hubiera llevado más rápidamente a la idea de que no se debe nunca tener antipatía a los hombres, juzgarlos por el recuerdo de una mala acción, pues no sabemos lo bueno que en otras ocasiones han podido querer sinceramente y quizá han realizado. De suerte que uno se equivoca, aun desde el simple punto de vista de la previsión. Pues la forma mala que hemos visto una vez por todas volverá, desde luego. Pero en el alma hay más, el alma tiene otras formas que también volverán en este hombre, y rechazamos la dulzura de esas formas por el mal proceder que tuvo. Mas, desde un punto de vista más personal, esa revelación de Cottard, si me la hubiera hecho antes, habría disipado mis sospechas sobre el papel que los Verdurin podían desempeñar entre Albertina y yo; por otra parte, las habrían disipado quizá indebidamente, pues si es verdad que monsieur Verdurin tenía virtudes, no por eso dejaba de ser amigo de pinchar hasta la más feroz persecución y celoso de dominación en el pequeño clan hasta el punto de no retroceder ante las peores mentiras, ante la provocación de los odios más injustificados, con tal de romper entre los fieles cualquier lazo que no tuviera por objeto exclusivo reforzar el pequeño grupo. Que fuera un hombre capaz de desinterés, de ciertas generosidades sin ostentación, no quiere decir forzosamente que fuese un hombre sensible, ni un hombre simpático, ni escrupuloso, ni verídico, ni siempre bueno. Una bondad parcial —en la que acaso subsistía un poco de la familia amiga de mi tía abuela— existía probablemente en él antes de conocerla yo por aquel hecho, como existían América o el Polo Norte antes de Colón o de Peary. Sin embargo, en el momento de mi descubrimiento, la índole de monsieur Verdurin me presentó un aspecto nuevo insospechado; y yo saqué la conclusión de que es difícil presentar una imagen fija, lo mismo de un carácter que de las sociedades y de las pasiones. Pues el carácter cambia no menos que ellas, y si queremos estereotipar lo que tiene de relativamente inmutable, vemos cómo presenta sucesivamente al desconcertado objetivo aspectos diferentes (lo que significa que no sabe permanecer inmóvil, sino que se mueve).