Por lo demás, este aparente contraste, esta profunda unión entre el genio (también el talento, y hasta la virtud) y la envoltura de los vicios donde, como ocurrió con Vinteuil, suele estar contenido, conservado, se podían leer, como en una vulgar alegoría, en la misma reunión de los invitados entre los que volví a encontrarme cuando acabó la música. Aquella reunión, aunque limitada entonces al salón de madame Verdurin, se parecía a otras muchas cuyos ingredientes ignora el público grueso y que los periodistas filósofos, si están un poco enterados, llaman parisienses, o panamistes[16], o dreyfusistas, sin saber que se pueden ver lo mismo en San Petersburgo, en Berlín, en Madrid y en todos los tiempos; si aquella noche estaban en casa de madame Verdurin personalidades como el subsecretario de Bellas Artes, hombre verdaderamente artista, bien educado y snob, algunas duquesas y tres embajadores con sus mujeres, el motivo próximo, inmediato, de su presencia radicaba en las relaciones existentes entre monsieur de Charlus y Morel, relaciones que inspiraban al barón el deseo de dar la mayor resonancia posible a los triunfos artísticos de su joven ídolo y de obtener para él la cruz de la Legión de Honor; la causa más lejana que hizo posible aquella reunión era que una muchacha que sostenía con mademoiselle Vinteuil unas relaciones paralelas a las de Charlie y el barón dio a la luz toda una serie de obras geniales y que fueron tan sensacional revelación que no tardó en abrirse una suscripción, bajo el patrocinio del ministro de Instrucción Pública, para levantar una estatua a Vinteuil. Por otra parte, sirvieron a estas obras, tanto como las relaciones de mademoiselle Vinteuil con su amiga, las del barón con Charlie, una especie de atajo por el cual iba el mundo a llegar a esas obras sin el rodeo, si no de una incomprensión que persistiría durante mucho tiempo, al menos de una ignorancia total que hubiera podido durar años. Cada vez que se produce un hecho accesible a la vulgaridad de espíritu del periodista filósofo, es decir, generalmente un hecho político, los periodistas filósofos están convencidos de que algo ha cambiado en Francia, de que ya no se volverán a ver tales veladas, de que ya no se admirará a Ibsen, a Renan, a Dostoyevski, a D’Annunzio, a Tolstói, a Wagner, a Strauss. Pues los periodistas filósofos sacan argumentos de los entretelones equívocos de esas manifestaciones oficiales para encontrar algo de decadente en el arte que ellas glorifican, y que generalmente es el más austero de todos. Pues entre los nombres más venerados por el periodista filósofo no hay ninguno que no haya dado lugar, con toda naturalidad, a esas fiestas extrañas, aunque su extrañeza fuera menos flagrante y más oculta. En cuanto a aquella fiesta, los elementos impuros que en ella se conjugaban me impresionaban desde otro punto de vista: cierto que yo estaba en mejor situación que nadie para disociarlos, porque aprendí a conocerlos separadamente; pero sobre todo unos, los que se referían a mademoiselle Vinteuil y a su amiga, al hablarme de Combray, me hablaban también de Albertina, es decir, de Balbec, ya que por haber visto en otro tiempo a mademoiselle Vinteuil en Montjouvain y haberme enterado de la intimidad de su amiga con Albertina, iba a encontrar ahora, al volver a casa, en lugar de la soledad, a Albertina esperándome; y los que se referían a Morel y a monsieur de Charlus, al hablarme de Balbec, donde vi nacer sus relaciones en el andén de Doncieres, me hablaban de Combray de sus dos lados, pues monsieur de Charlus era uno de aquellos Guermantes, condes de Combray, que vivían en Combray sin tener allí alojamiento, entre cielo y tierra, como Gilberto el Malo en su vidriera, y Morel era hijo de aquel viejo criado que me hizo conocer a la dama de rosa y, tantos años después, reconocer en ella a madame Swann.

—Bien interpretado, ¿verdad? —dijo monsieur Verdurin a Saniette.

—Pero temo —contestó este tartamudeando— que el mismo virtuosismo de Morel oscurezca un poco el sentimiento general de la obra.

—¡Oscurecer! ¿Qué quiere usted decir con eso? —bramó monsieur Verdurin, mientras los invitados se aglomeraban, dispuestos, como leones, a devorar al hombre derribado.

—¡Oh!, no me refiero sólo a él…

—Ya no sabe ni lo que dice. ¿Referirse a qué?

—Tendría que…, que… oír… otra vez para juzgar rigurosamente.

—¡Rigurosamente! ¡Está loco! —dijo monsieur Verdurin llevándose las manos a la cabeza—. Habría que llevárselo.

—Quiero decir con exactitud; usted… tiene razón… con una exactitud rigurosa. Digo que no puedo juzgar en rigor.

—Y yo le digo a usted que se marche —gritó monsieur Verdurin ciego de ira, señalándole la puerta con el dedo, echando llamas por los ojos¡No permito que se hable así en mi casa!

Saniette se marchó haciendo eses como un borracho. Algunas personas pensaron que no había sido invitado para echarle de aquella manera. Y una señora muy amiga suya hasta entonces, a quien Saniette había prestado la víspera un libro precioso, se lo devolvió al día siguiente sin una palabra, apenas envuelto en un papel en el que mandó a su mayordomo escribir, sin más, la dirección de Saniette; no quería «deber nada» a una persona que estaba visiblemente lejos de gozar del favor del pequeño núcleo. Por lo demás, Saniette ignoró esta impertinencia, pues no habían transcurrido cinco minutos desde la algarada de monsieur Verdurin, cuando un criado llegó a decir al patrón que monsieur Saniette había caído fulminado por un ataque en el patio del hotel. Pero la velada no terminó. «Diga que le lleven a su casa, no será nada», ordenó el patrón, cuyo hotel «particular», como diría el director del hotel de Balbec, quedó así asimilado a esos grandes hoteles donde se apresuran a ocultar las muertes repentinas para no impresionar a la clientela y donde meten provisionalmente al difunto en una despensa para sacarlo después clandestinamente, así fuera en vida el más brillante y el más generoso de los hombres, por la puerta de servicio. De todos modos, tanto como muerto no lo estaba Saniette. Vivió todavía unas semanas, pero sin recobrar el conocimiento más que pasajeramente.

Terminada la música, y al despedirse de él los invitados, monsieur de Charlus repitió el mismo error que cuando llegaron. No les dijo que se acercaran a la patrona, hicieran extensivo a ella y a su marido al agradecimiento que le expresaban a él. Fue un largo desfile, pero un desfile solamente ante el barón, y no es que él no se diera cuenta, pues me dijo a los pocos minutos:

—La forma misma de la manifestación artística ha tomado después un aspecto «sacristía» bastante curioso.

Y hasta se prolongaban las gracias con diferentes comentarios que permitían quedarse un poco más con el barón, mientras que los que no le habían felicitado todavía por el éxito de su fiesta esperaban impacientes. (Más de un marido tenía ganas de marcharse; pero su mujer, snob aunque duquesa, protestaba: «No, no, aunque tuviéramos que esperar una hora, no podemos marcharnos sin dar las gracias a Palamède, que tanto trabajo se ha tomado. Hoy en día no hay nadie más que él que pueda dar fiestas así». A nadie se le hubiera ocurrido hacerse presentar a madame Verdurin, como no se les ocurriría hacerse presentar a la acomodadora de un teatro en el que una gran dama recibiera una noche a toda la aristocracia).

—¿Estuvo ayer en casa de Eliana de Montmorency, primo? —preguntó madame de Mortemart, con el deseo de prolongar la conversación.

—Pues no; quiero bien a Eliana, pero no comprendo el sentido de sus invitaciones. Debo de ser un poco obtuso —añadió monsieur de Charlus con una sonrisa satisfecha, mientras madame de Mortemart presentía que iba a tener las primicias de «una de Palamède» como las solía tener de Oriana—. Sí que recibí hace unos quince días una tarjeta de la simpática Eliana. Sobre el nombre, discutido, de Montmorency, había esta amable invitación: «Primo, hágame el honor de pensar en mí el viernes próximo a las nueve y media». Debajo, estas dos palabras, no tan graciosas: «Quatuor Checo». Me parecieron ininteligibles, en todo caso sin más relación con la frase precedente que esas cartas al dorso de las cuales se ve que el autor había empezado otra carta con las palabras: «Querido amigo», sin más, y no tomó otro papel, bien por distracción, bien por economía. Quiero bien a Eliana y no se lo tuve en cuenta: me limité a no hacer caso de las palabras, extrañas e inoportunas, de quatuor checo, y como soy hombre de orden, puse encima de la chimenea la invitación a pensar en madame de Montmorency el viernes a las nueve y media. Aunque tengo fama de obediente, puntual y pacífico, como dice Buffon del camello —y la risa aumentó en torno a monsieur de Charlus, quien sabía que, al contrario, le tenían por el hombre más difícil de tratar—, me retrasé unos minutos (el tiempo de cambiar de traje), y sin demasiado remordimiento, pensando que las nueve y media querían decir las diez. Y a las diez en punto, vistiendo una buena bata, calzado con unas gruesas zapatillas, me senté a la chimenea a pensar en Eliana como ella me pedía, y con una intensidad que no empezó a disminuir hasta las diez y media. Díganle, por favor, que obedecí estrictamente a su audaz petición. Supongo que quedará contenta.

Madame de Mortemart estaba muerta de risa, y monsieur de Charlus con ella.

—¿Irá usted mañana —añadió, sin pensar que había rebasado, y con mucho, el tiempo que podían concederle— a casa de nuestros primos La Rochefoucauld?

—¡Oh, imposible!, me han invitado, como a usted, lo veo, a la cosa más imposible de concebir y de realizar que se llama, a creer en la tarjeta de invitación, un the dansant. Cuando era joven tenía fama de diestro, pero dudo que pudiera tomar el té bailando sin faltar a las conveniencias. Y nunca me ha gustado comer ni beber suciamente. Me dirá usted que ya no tengo que bailar. Pero aun confortablemente sentado para tomar el té —de cuya calidad desconfío, además, desde el momento en que lo titulan danzante—, temería que otros invitados más jóvenes que yo, y quizá menos diestros que lo era yo a su edad, derramasen su taza sobre mi frac, lo que me quitaría el placer de vaciar la mía.

Y monsieur de Charlus ni siquiera se contentaba con omitir en la conversación a madame Verdurin y hablar de toda clase de temas (que parecía complacerse en desarrollar y en variar, por el cruel placer, placer que siempre había sentido, de tener indefinidamente de pie, «haciendo cola», a los amigos que esperaban su turno con una paciencia agotadora). Hasta criticaba toda la parte de la velada que había corrido a cargo de madame Verdurin:

—Pero, a propósito de taza, ¿qué tazas semiesféricas son esas, parecidas a las que traían con los sorbetes de casa de Poiré Blanche cuando yo era muchacho? Alguien me dijo hace un momento que eran para «café helado». Pero en cuanto a eso de café helado, yo no he visto ni café ni helado. ¡Qué cositas más curiosas con un destino mal definido!

Para decir esto, monsieur de Charlus colocó en torno a su boca las manos enguantadas de blanco y redondeó prudentemente los ojos señaladores como si temiera que le oyeran y hasta que le vieran los dueños de la casa. Pero no era fingimiento, pues al poco rato fue a hacer a la misma patrona las mismas críticas, y aun añadió insolente:

—¡Y sobre todo nada de tazas de café helado! Déselas a una amiga suya si quiere estropearle la casa. Pero que no las ponga en el salón, pues pudiera ocurrir que en un apuro alguien creyera que se había equivocado de habitación, porque son exactamente unos orinales.

—Pero, primo —decía la invitada, bajando ella también la voz y mirando a monsieur de Charlus con gesto interrogativo no por miedo de molestar a madame Verdurin, sino de molestarle a él—, quizá esa señora no sabe todavía muy bien todas esas cosas… —madame de Mortemart presentía que iba a tener las primicias de «una de Palamède» como las solía tener de Oriana—. Sí que recibí hace unos quince días una tarjeta de la simpática Eliana. Sobre el nombre, discutido, de Montmorency, había esta amable invitación: «Primo, hágame el honor de pensar en mí el viernes próximo a las nueve y media». Debajo, estas dos palabras, no tan graciosas: «Quatuor Checo». Me parecieron ininteligibles, en todo caso sin más relación con la frase precedente que esas cartas al dorso de las cuales se ve que el autor había empezado otra carta con las palabras: «Querido amigo», sin más, y no tomó otro papel, bien por distracción, bien por economía. Quiero bien a Eliana y no se lo tuve en cuenta: me limité a no hacer caso de las palabras, extrañas e inoportunas, de quatuor checo, y como soy hombre de orden, puse encima de la chimenea la invitación a pensar en madame de Montmorency el viernes a las nueve y media. Aunque tengo fama de obediente, puntual y pacífico, como dice Buffon del camello —y la risa aumentó en torno a monsieur de Charlus, quien sabía que, al contrario, le tenían por el hombre más difícil de tratar—, me retrasé unos minutos (el tiempo de cambiar de traje), y sin demasiado remordimiento, pensando que las nueve y media querían decir las diez. Y a las diez en punto, vistiendo una buena bata, calzado.

—Se las enseñaremos.

—¡Oh! —reía la invitada—, no podría encontrar mejor profesor. ¡Tiene suerte! Con usted se puede estar seguro de que no habrá una nota falsa.

—En todo caso, no la ha habido en la música.

—¡Oh, ha sido sublime! Estos goces no se olvidan jamás. A propósito de ese violinista genial —continuó, creyendo, en su inocencia, que monsieur de Charlus se interesaba por el violín «en sí»—, ¿conoce usted a uno al que oí el otro día tocar maravillosamente una sonata de Fauré y que se llama Frank?

—Sí, es un horror —contestó monsieur de Charlus, sin importarle la grosería de una respuesta que significaba que su prima no tenía el menor gusto—. En cuestión de violinistas, le aconsejo que se atenga al mío.

Iban a recomenzar entre monsieur de Charlus y su prima las miradas, a la vez bajas e inquisitivas, pues madame de Mortemart, sonrojada y queriendo reparar con su celo su coladura, iba a proponer a monsieur de Charlus dar una fiesta para que tocara Morel. Mas para ella el fin de aquella velada no era dar a conocer un talento, aunque ella lo pretendiera así, como era, en realidad, el que se propusiera monsieur de Charlus.

Madame de Mortemart sólo buscaba una ocasión para dar una fiesta muy elegante, y ya calculaba a quién iba a invitar y a quién no. Esta selección, cuidado predominante de las gentes que dan fiestas (incluso aquellos que los periódicos mundanos tienen el atrevimiento o la estupidez de llamar «la crema»), altera en seguida la mirada —y la letra— más profundamente de lo que pudiera hacerlo la sugestión de un hipnotizador. Incluso antes de pensar en lo que Morel tocaría (preocupación considerada secundaria, y con razón, pues aun cuando todo el mundo tuviera, por monsieur de Charlus, el cuidado de callarse durante la música, en cambio a nadie se le ocurriría escucharla), madame de Mortemart, decidida a no incluir a madame de Valcourt entre las «elegidas», tomó por esto mismo el aire de conjura, de conspiración, que tanto rebaja hasta a las mujeres del gran mundo que más fácilmente podrían reírse del qué dirán.

—¿No podría dar yo una fiesta para que oyeran a su amigo? —dijo en voz baja madame de Mortemart, que mientras hablaba a monsieur de Charlus no pudo menos de mirar, como fascinada, a madame de Valcourt (la excluida) con el fin de cerciorarse de que esta se encontraba a suficiente distancia para no oírla—. «No, no puede entender lo que digo», concluyó mentalmente madame de Mortemart, tranquilizada por su propia mirada, que había tenido, en cambio, sobre madame de Valcourt un efecto por completo diferente del que se proponía: «Vaya —se dijo madame de Valcourt viendo aquella mirada—, María Teresa debe de estar preparando con Palamède algo en lo que yo no debo tomar parte».

—Querrá usted decir mi protegido —rectificó monsieur de Charlus, que no tenía más piedad para el saber gramatical que para los dones musicales de su prima. Después, sin hacer caso de las tácitas súplicas de esta, que se disculpaba ella misma sonriendo.

—Pues sí… —dijo con voz fuerte y que podía ser oída por todo el salón—, aunque siempre es peligroso ese género de exportación de una personalidad fascinante a un medio que por fuerza le hace sufrir una depreciación de su poder trascendental y que, en todo caso, habría que apropiarse.

Madame de Mortemart pensó que el mezzo voce, el pianíssimo, habían sido trabajo perdido, después del vozarrón por el que había pasado la respuesta. Se equivocó, porque madame de Valcourt no oyó nada, por la sencilla razón de que no entendió una sola palabra. Su inquietud disminuyó, y se habría esfumado rápidamente si madame de Mortemart, temiendo que le hubiera salido mal la combinación y tuviera que invitar a madame de Valcourt, con la que tenía una relación demasiado estrecha para darle de lado si la otra se enteraba «de antemano», no hubiese levantado de nuevo los párpados en dirección a Edith, como para no perder de vista un peligro amenazador, pero bajándolos de nuevo en seguida para no comprometerse demasiado. Esperaba escribirle al día siguiente de la fiesta una de esas cartas, complemento de la mirada reveladora, que se creen hábiles y que son como una confesión sin reticencias y firmada. Por ejemplo: «Querida Edith, estoy enojada con usted, no estaba muy segura de que viniera anoche (¿cómo lo iba a estar, se diría Edith, si no me había invitado?), pues ya sé que no le gustan mucho esta clase de reuniones, que más bien le aburren. Pero nos hubiera honrado mucho tenerla con nosotros (madame de Mortemart no empleaba nunca este término, “honrado”, a no ser en las cartas en que procuraba dar a una mentira una apariencia de verdad). Ya sabe que en esta casa está siempre en la suya. Por otra parte, hizo bien en no venir, pues fue un verdadero fracaso, como todas las cosas improvisadas en dos horas, etc». Pero ya la mirada furtiva lanzada sobre ella había hecho comprender a Edith todo lo que ocultaba el complicado lenguaje de monsieur de Charlus. Una mirada tan fuerte que, después de caer sobre madame de Valcourt, el secreto evidente y la intención de tapujo que contenía rebotaron sobre un joven peruano a quien sí pensaba invitar madame de Mortemart. Pero el peruano, notando hasta la evidencia los misterios que se tramaban, sin fijarse en que no eran por él, sintió en seguida un odio tremendo hacia madame de Mortemart y se juró hacerle mil malas pasadas, tales como mandar que le enviaran cincuenta cafés helados a su casa un día que no recibiera, hacer publicar en los periódicos, un día en que recibiera, una nota diciendo que la fiesta se había aplazado y unas falsas reseñas de las siguientes con nombres, conocidos por todos, de personas a las que, por diversas razones, no sólo no las reciben en el gran mundo, sino que ni siquiera permiten que se las presenten. Madame de Mortemart hacía mal en preocuparse por madame de Valcourt. Monsieur de Charlus iba a encargarse de desnaturalizar, mucho más de lo que lo hubiera hecho la presencia de esta, la fiesta proyectada.

—Pero, primo —dijo contestando aquello del «medio», cuyo sentido le había permitido adivinar su estado momentáneo de hiperestesia—, le evitaremos todo trabajo. Yo me encargo de pedir a Gilberto que se ocupe de todo.

—No, de ninguna manera, y mucho menos porque no se le va a invitar. No se hará nada sin mí. Se trata, ante todo, de las personas que tienen oídos y no oyen.

La prima de monsieur de Charlus, que contaba con la atracción de Morel para dar una fiesta en la que podría decir que, a diferencia de tantos parientes, «había tenido a Palamède», trasladó bruscamente su pensamiento de este prestigio de monsieur de Charlus a muchas personas con las que iba a indisponerla si él se ponía a excluir y a invitar. La idea de que no iba a ser invitado el príncipe de Guermantes (por el cual, en parte, deseaba ella excluir a madame de Valcourt, a la que él no recibía) la asustaba. El susto se le notó en los ojos.

—¿Le hace daño la luz un poco demasiado viva? —preguntó monsieur de Charlus con una aparente seriedad cuya profunda ironía no percibió madame de Mortemart.

—No, nada de eso, estaba pensando en la dificultad que podría provocar, no para mí, naturalmente, sino para los míos, que Gilberto supiera que yo había dado una fiesta sin invitarle, cuando él no reúne nunca cuatro gatos sin…

—Pero, precisamente, empezaremos por suprimir los cuatro gatos, que no harían más que maullar; creo que el ruido de las conversaciones le ha impedido comprender que no se trataba de quedar bien con una fiesta, sino de proceder a los ritos propios de toda verdadera celebración.

Dicho esto, monsieur de Charlus, juzgando no que la persona siguiente había esperado demasiado, sino que no estaba bien exagerar los favores otorgados a la que había pensado mucho menos en Morel que en sus propias «listas» de invitación, como un médico que da por terminada la consulta cuando cree que ha esperado el tiempo suficiente, hizo ver a su prima que debía retirarse no diciéndole adiós, sino dirigiéndose a la persona que venía inmediatamente después.

—Buenas noches, madame de Montesquiou, ha sido maravilloso, ¿verdad? No he visto a Elena; dígale que toda abstención general, aun la más noble, lo que equivale a decir la suya, tiene excepciones, si son extraordinarias, como en el caso de hoy. Lo raro está bien, pero anteponer a lo raro, que no es más que negativo, lo precioso, está mejor aún. Para su hermana, cuya sistemática ausencia estimo yo más que nadie cuando lo que la espera no la merece, en cambio, en una manifestación memorable como esta su presencia hubiera sido una precedencia y hubiera dado a su hermana de usted, ya tan prestigiosa, un prestigio más.

Después pasó a otra. Me sorprendió ver allí, tan amable y adulador con monsieur de Charlus como seco estuviera con él otras veces, pidiéndole que le presentara a Charlie y diciéndole que esperaba que fuera a verle, a monsieur d’Argencourt, aquel hombre tan terrible para la especie de hombres a que pertenecía monsieur de Charlus. El caso es que ahora vivía rodeado de ellos. No, ciertamente, porque se hubiera convertido. Pero desde hacía algún tiempo había casi abandonado a su mujer por una del gran mundo a la que adoraba. Esta mujer, inteligente, le hacía compartir su inclinación hacia las personas inteligentes y tenía muchas ganas de que monsieur de Charlus fuera a su casa. Pero, sobre todo, monsieur d’Argencourt, muy celoso y un poco impotente, dándose cuenta de que satisfacía mal a su conquista y queriendo a la vez preservarla y distraerla, sólo podía hacerlo sin peligro rodeándola de hombres inofensivos, que desempeñaban para él el cometido de guardianes del serrallo. Estos pensaban que se había vuelto muy simpático y le proclamaban mucho más inteligente de lo que antes creyeran, con gran satisfacción de su amante y de él.

Las invitadas de monsieur de Charlus se fueron bastante pronto. Muchas decían: «Yo no quisiera ir a la sacristía (el saloncito donde el barón, con Charlie a su lado, recibía las felicitaciones), pero convendría que me viera Palamède para que sepa que me he quedado hasta el final». Ninguna se ocupaba de madame Verdurin. Algunas fingieron no reconocerla y despedirse por error de madame Cottard, diciéndome de la mujer del médico: «Desde luego es madame Verdurin, ¿verdad?». Madame d’Arpajon me preguntó al alcance del oído de la dueña de la casa: «Pero ¿ha existido alguna vez un monsieur Verdurin?». Las duquesas rezagadas, al no encontrar ninguna de las cosas raras que esperaban ver en aquel lugar suponiéndole más diferente de lo que ellas conocían, se desquitaban, a falta de cosa mejor, ahogándose de risa ante los cuadros de Elstir; en cuanto a lo demás, más conforme de lo que ellas habían creído a lo que ya conocían, atribuían el honor a monsieur de Charlus diciendo: «¡Qué bien sabe Palamède arreglar las cosas! Sería capaz de organizar una fiesta de hadas en una cochera o en un cuarto de baño, y resultaría precioso». Las más nobles eran las que felicitaban con mayor fervor a monsieur de Charlus por el éxito de una fiesta cuyo secreto resorte no ignoraban algunas, y sin que ello les produjera la menor violencia, pues aquella sociedad —quizá por recuerdo de ciertas épocas de la historia en la que su familia había llegado ya a una identidad de impudor plenamente consciente— llevaba el desprecio de los escrúpulos casi tan lejos como el respeto a la etiqueta. Varias de ellas comprometieron allí mismo a Charlie para tocar en sus casas el septuor de Vinteuil, pero a ninguna de ellas le pasó ni siquiera por la mente la idea de invitar a madame Verdurin. Había llegado esta al colmo de la ira, cuando monsieur de Charlus, que estaba en las nubes y no se daba cuenta, quiso, por decencia, invitar a la patrona a compartir su alegría. Y acaso más por inclinación a la literatura que por un desbordamiento del orgullo, este doctrinario de las fiestas artísticas dijo a madame Verdurin:

—Bueno, ¿está contenta? Creo que no haría falta tanto para estarlo. Ya ve que cuando yo me pongo a dar una fiesta no sale bien a medias. No sé si sus nociones heráldicas le permiten apreciar exactamente la importancia de esta manifestación, el peso que yo he levantado, el volumen de aire que he desplazado por usted. Ha tenido en su casa a la reina de Nápoles, al hermano del rey de Baviera, a los tres pares más antiguos. Si Vinteuil es Mahoma, podemos decir que hemos movido por él las montañas menos movibles. Piense que la reina de Nápoles ha venido desde Neuilly para asistir a su fiesta, lo que es para ella mucho más difícil que venir de las Dos Sicilias —dijo con una intención sarcástica, a pesar de su admiración por la reina—. Es un acontecimiento histórico. Piense que quizá no había salido nunca desde la toma de Gaeta. Es probable que en los diccionarios se ponga como fechas culminantes el día de la toma de Gaeta y el de la fiesta Verdurin. El abanico que posó para aplaudir mejor a Vinteuil merece llegar a ser más célebre que el que rompió madame de Metternich porque silbaban a Wagner.

—Y hasta lo ha olvidado, ese abanico —dijo madame Verdurin, momentáneamente calmada por el recuerdo de la simpatía que le manifestó la reina, y señaló a monsieur de Charlus el abanico en un sillón.

—¡Oh, es emocionante! —exclamó monsieur de Charlus acercándose con veneración a la reliquia—. Y más emocionante porque es horrible; ¡esa violetita es increíble! —y le sacudieron alternativamente espasmos de emoción y de ironía—. No sé si usted siente estas cosas como yo. Swann se habría muerto de espanto si hubiera visto esto. Ya sé que, cueste lo que cueste, compraré este abanico en la subasta de la reina. Porque, como no tiene un céntimo, se subastará —añadió, pues el barón no dejaba nunca de mezclar la maledicencia cruel con la veneración más sincera, aunque una y otra partían de dos naturalezas opuestas, pero que en él se juntaban. Y hasta podían recaer sucesivamente en un mismo hecho. Pues monsieur de Charlus, que en su bienestar de hombre rico se burlaba de la pobreza de la reina, era el mismo que a menudo exaltaba esta pobreza y, cuando hablaban de la princesa Murat, reina de las Dos Sicilias, respondía: «No sé a quién se refiere usted. No hay más que una reina de Nápoles, que es sublime y no tiene coche. Pero en su ómnibus aplasta todos los carruajes de lujo y hasta se arrodillaría la gente en el polvo al verla pasar».

—Lo dejaré a un museo. Mientras tanto habrá que mandárselo para que no tenga que pagar un fiacre para mandar a buscarlo. Lo más inteligente, dado el interés histórico de semejante objeto, sería robar este abanico. Pero sería un trastorno para ella, porque es probable que no tenga otro —añadió echándose a reír—. En fin, ya ve usted que he conseguido que venga. Y no es el único milagro que he hecho. No creo que nadie pueda hoy movilizar a las personalidades que yo he traído aquí. Pero a cada uno lo suyo: Charlie y los demás músicos han tocado como los ángeles. Y a usted, mi querida patrona —añadió condescendiente—, también le corresponde su parte en esta fiesta. No faltará en ella su nombre. La historia ha conservado el del paje que armó a Juana de Arco cuando partió[17]; en realidad, usted ha servido de enlace, ha permitido la fusión entre la música de Vinteuil y su genial ejecutante, ha tenido la inteligencia de comprender la capital importancia de todo un encadenamiento de circunstancias gracias al cual el ejecutante iba a beneficiarse de todo el peso de una personalidad importante, providencial diría yo si no se tratara de mí, a quien usted tuvo la feliz ocurrencia de pedir que asegurara el prestigio de la reunión trayendo ante el violín de Morel los oídos directamente unidos a las lenguas más escuchadas; no, no, esto no es una minucia. Nada es una minucia en una realización tan completa. Todo contribuye a ello. La Durás estaba maravillosa. En fin, todo; por eso —añadió, porque le gustaba morigerar— me opuse a que invitara usted a esas personas-divisores que, ante las personalidades eminentes que yo le traía, hubieran hecho de comas en un número, reduciendo las otras a no ser más que simples décimas. Yo tengo un sentido muy exacto de estas cosas. Comprenderá usted que hay que evitar un mal paso cuando damos una fiesta que debe ser digna de Vinteuil, de su genial intérprete, de usted y, me atrevo a decirlo, de mí. Nada más con que usted hubiera invitado a la Molé, se habría estropeado todo. Era la gotita contraria, neutralizante, que quita toda virtud a una poción. Se habría apagado la electricidad, las pastas no habrían llegado a tiempo, la naranjada le habría dado cólico a todo el mundo. Era precisamente la persona que no podía venir. Simplemente su nombre habría impedido, como en una sesión de magia, que saliera ningún sonido de los cobres; la flauta y el oboe habrían enmudecido súbitamente. El mismo Morel, aunque lograra dar algunas notas, ya no sería el mismo, y en vez del septuor de Vinteuil hubiéramos oído la parodia de Vinteuil por Beckmesser, y la cosa hubiera terminado en abucheo. Yo, que creo mucho en la influencia de las personas, me di perfecta cuenta, en la eclosión de cierto largo que se abría hasta el fondo como una flor, en la satisfacción acrecentada del final, que no era solamente allegro, sino incomparablemente alegre, que la ausencia de la Molé inspiraba a los músicos y dilataba de alegría hasta a los mismos instrumentos de música. De todos modos, el día en que se recibe a los soberanos no se invita a la portera. —Llamándola la Molé (como decía, aunque con simpatía en este caso, la Durás), monsieur de Charlus le hacía justicia. Pues todas aquellas mujeres eran actrices del gran mundo, y la verdad es que la condesa Molé, aun considerada desde este punto de vista, no tenía la inteligencia tan extraordinaria que le atribuía la fama y que hacía pensar en esos actores o en esos novelistas mediocres que en ciertas épocas ocupan una situación de genio, bien por la mediocridad de sus colegas, entre los que no hay ningún artista superior capaz de demostrar lo que es el verdadero talento, o bien por la mediocridad del público, que, aunque existiera una individualidad extraordinaria, sería incapaz de comprenderla. En el caso de madame Molé, es preferible, si no del todo exacto, atenerse a la primera explicación. Siendo el gran mundo el reino de la nada, entre los méritos de las diferentes mujeres del gran mundo no hay más que grados insignificantes, que sólo los rencores o la imaginación de monsieur de Charlus pueden agrandar desorbitadamente. Y la verdad es que si el barón hablaba, como acababa de hacerlo, en ese lenguaje que era una lujosa mezcla de las cosas del arte y del gran mundo, es porque sus rabietas de señora anciana y su cultura de mundano no suministraban a su verdadera elocuencia más que temas insignificantes. Si en la superficie de la tierra no existe el mundo de las diferencias entre todos los países, que nuestra percepción uniformiza, existe mucho menos en el «gran mundo». Pero ¿es que existe en alguna parte? El septuor de Vinteuil parecía haberme dicho que sí. Pero ¿dónde? Como a monsieur de Charlus le gustaba también llevar y traer de uno a otro, indisponer, dividir para reinar, añadió—: No invitando a madame Molé le ha quitado usted la ocasión de decir: «No sé por qué me ha invitado madame Verdurin. Yo no sé qué gente es esa, no los conozco». Ya el año pasado dijo que la estaba usted aburriendo con su persecución. Es una tonta, no la invite más. Después de todo no es una persona tan extraordinaria. Puede muy bien venir a su casa sin hacer dengues, puesto que vengo yo. En fin —concluyó—, me parece que puede usted darme las gracias, pues, tal como ha salido, ha quedado muy bien. No ha venido la duquesa de Guermantes, pero puede que haya sido mejor así. No le guardaremos rencor y pensaremos en ella, de todos modos, para otra vez; por otra parte, no hay más remedio que acordarse de ella, sus mismos ojos nos dicen: «no me olvides», pues son dos miosotis —y yo pensé para mí lo fuerte que tenía que ser el espíritu de los Guermantes (la decisión de ir a este sitio y no ir al otro) para haber podido más en la duquesa que el miedo a Palamède—. Ante un éxito tan completo, se siente uno tentado, como Bernardin de Saint-Pierre, a ver en todo la mano de la providencia. La duquesa de Durás estaba encantada. Tanto que me encargó que se lo dijera a usted —añadió monsieur de Charlus subrayando las palabras, como si madame Verdurin debiera considerar aquello un honor suficiente. Suficiente y hasta casi increíble, pues a monsieur de Charlus le pareció necesario decir para ser creído: «Se lo aseguro arrastrado por la demencia de aquellos a quienes Júpiter quiere perder. Ha comprometido a Morel para ir a su casa, donde repetirá el mismo programa, y pienso hasta pedirle una invitación para monsieur Verdurin».

Esta atención al marido sólo era, sin que a monsieur de Charlus se le pasara siquiera por la mente, el ultraje más sangriento para la esposa, la cual, creyéndose en el derecho de prohibir al ejecutante, en virtud de una especie de decreto de Moscú vigente en el pequeño clan, tocar en ningún sitio sin su autorización expresa, estaba absolutamente decidida a prohibirle que tomara parte en la fiesta de madame Durás.

Sólo por hablar con tal facundia, monsieur de Charlus irritaba a madame Verdurin, a quien no le gustaba que se hiciera capilla aparte en el pequeño clan. Cuántas veces, y ya en la Raspeliere, oyendo al barón hablar continuamente a Charlie en vez de limitarse a interpretar su parte en el coro del clan, había exclamado, señalando al barón: «¡Qué charlatán! En clase de charlatanes, ¡este lo es de los buenos!». Pero esta vez era mucho peor. Monsieur de Charlus, emborrachándose con sus propias palabras, no comprendía que reconociendo el papel de madame Verdurin y fijándole unas estrechas fronteras suscitaba ese sentimiento de odio que no era en ella más que una forma especial, una forma social de la envidia. Madame Verdurin quería verdaderamente a los asiduos, a los fieles del pequeño clan, y quería que fueran enteramente para su patrona. Como esos celosos que permiten que les engañen, pero bajo su propio techo, incluso ante sus propios ojos, es decir, que no los engañen, concedía a los hombres que tuvieran una amante, o un amante, siempre que esto no tuviera ninguna consecuencia social fuera de casa de ella, siempre que se anudara y se perpetuara al abrigo de los miércoles. En otro tiempo, cualquier risa furtiva de Odette con Swann le arañaba el corazón; desde hacía poco le ocurría lo mismo con cualquier aparte entre Morel y Charlus; sólo encontraba un consuelo para sus penas: matar la felicidad de los demás. No hubiera podido soportar mucho tiempo la del barón. Y este imprudente precipitaba la catástrofe restringiendo, al parecer, el papel de la patrona en su propio pequeño clan. Ya estaba viendo a Morel ir al gran mundo sin ella, bajo la égida del barón. Sólo había un remedio: hacerle a Morel optar entre el barón y ella, y aprovechando el ascendiente que ella había tomado sobre Morel dando prueba, a sus ojos, de una clarividencia extraordinaria, gracias a los informes que se procuraba, a las mentiras que inventaba, todo lo cual le servía a ella para corroborar lo que Morel se inclinaba a creer por sí mismo y lo que iba a ver hasta la evidencia, gracias a las trampas por ella preparadas y en las que iban a caer los incautos, aprovechando este ascendiente, hacer que optara por ella en vez de por el barón. En cuanto a las mujeres del gran mundo que asistieron a su fiesta y que ni siquiera se hicieron presentar, cuando se dio cuenta de sus vacilaciones o de su desparpajo, dijo: «¡Ah!, ya veo de lo que se trata, es una clase de viejas brujas que no nos conviene, aquí no vuelven más». Pues antes se hubiera muerto que decir que habían estado con ella menos atentas de lo que esperaba.

—¡Ah, mi querido general! —exclamó bruscamente monsieur de Charlus dejando plantada a madame Verdurin al ver al general Deltour, secretario de la presidencia de la República, que podía tener gran importancia para la cruz de Charlie, y que, después de pedir consejo a Cottard, se eclipsaba rápidamente—: Buenas noches, mi querido y encantador amigo. ¿De modo que se me escapa así sin decirme adiós? —dijo el barón con una sonrisa de llaneza y de suficiencia, pues sabía muy bien que para la gente era siempre una satisfacción hablar con él un momento más. Y como en el estado de exaltación en que se hallaba hacía él solo, en un tono sobreagudo, las preguntas y las respuestas—: ¿Qué tal, está usted contento? ¿Verdad que ha sido hermoso? El andante, ¿verdad?, es lo más emocionante que se ha escrito jamás. Desafío a cualquiera a escucharlo hasta el final sin lágrimas en los ojos. Muy simpático por su parte haber venido. Dígame, esta mañana he recibido un telegrama perfecto de Froberville comunicándome que, por parte de la Gran Cancillería, han quedado allanadas las dificultades, como dicen.

Monsieur de Charlus seguía levantando la voz, una voz tan penetrante, tan diferente de su voz habitual como lo es de su hablar corriente la de un abogado informando con énfasis: fenómeno de amplificación vocal por sobreexcitación y euforia nerviosa, análogo al que subía a un diapasón tan alto la voz y la mirada de madame de Guermantes en las comidas que daba.

—Pensaba enviarle mañana por la mañana unas letras para decirle mi entusiasmo, a la espera de poder expresárselo de viva voz, pero estaba usted tan acaparado… El apoyo de Froberville no es nada desdeñable, pero yo, por mi parte, tengo la promesa del ministro dijo el general.

—¡Ah, perfecto! Por lo demás, ya ha visto usted qué es lo que merece un talento como este. Hoyos estaba encantado; no he podido ver a la embajadora; ¿estaba contenta? Quién no lo estaría, a no ser los que tienen oídos y no oyen, cosa que no importa teniendo como tienen lengua para hablar.

Madame Verdurin, aprovechando que el barón se había alejado para interpelar al general, hizo seña a Brichot. Brichot, que no sabía lo que iba a decirle madame Verdurin, quiso hacerle reír y, sin sospechar lo que iba a hacerle sufrir, dijo a la patrona:

—El barón está encantado de que no hayan venido mademoiselle Vinteuil y su amiga. Le escandalizan muchísimo. Ha dicho que las costumbres que tienen son como para dar miedo. No se imagina usted lo pudibundo y severo que es el barón en cuestión de costumbres.

Contra lo que esperaba Brichot, madame Verdurin no se rio.

—Es inmundo —repuso—. Propóngale que venga a fumar un cigarrillo con usted para que mi marido pueda llevarse a su Dulcinea sin que Charlus lo note, y le haga ver el abismo que le amenaza —Brichot parecía vacilar un poco—. Le diré —continuó madame Verdurin para disipar los últimos escrúpulos de Brichot— que no me siento segura con eso en mi casa. Sé que ha tenido historias sucias y que la Policía le vigila —y como tenía cierto don de improvisación cuando la inspiraba la malevolencia, madame Verdurin no se conformó con esto—: Parece ser que ha estado en la cárcel. Sí, sí, me lo han dicho personas bien enteradas. Además sé, por alguien que vive en su calle, que no nos imaginamos los forajidos que lleva a su casa —y como Brichot, que iba a menudo a casa del barón, protestara, madame Verdurin, animándose, exclamó—: ¡Se lo aseguro! ¡Se lo digo yo! —expresión con la que solía reforzar una afirmación lanzada un poco al azar—. Un día u otro morirá asesinado, como todos sus congéneres. Acaso no llegue a eso porque está en las garras de ese Jupien que ha tenido el desparpajo de enviarme y que es un antiguo forzado, le digo que lo sé, y de buena tinta. Parece ser que tiene agarrado a Charlus por unas cartas horribles. Lo sé por una persona que las ha visto, y que me dijo: «Si usted llega a ver eso, se desmaya». De esa manera le hace andar Jupien derecho y le hace soltar todo el dinero que quiere. Yo preferiría mil veces la muerte antes que vivir en el terror en que vive Charlus. En todo caso, si la familia de Morel se decide a denunciarle, no me haría ninguna gracia que me acusaran de complicidad. Si sigue, allá él, pero yo habré cumplido mi deber. ¿Qué quiere usted? No siempre es divertido —y exaltada ya a la espera de la conversación que su marido iba a tener con el violinista, madame Verdurin me dijo—: Pregúntele a Brichot si yo no soy una amiga valerosa y si no sé sacrificarme por salvar a los compañeros.

Aludía a las circunstancias en que ella había hecho que Brichot rompiera con su planchadora, luego con madame de Cambremer, rupturas tras las cuales Brichot se había quedado casi completamente ciego y, según decían, se había hecho morfinómano.

—Una amiga incomparable, inteligente y valiente —repuso el universitario con ingenua emoción—. Madame Verdurin me impidió cometer una gran estupidez —me dijo Brichot cuando ella se alejó—. No vacila en cortar por lo sano. Es intervencionista, como diría nuestro amigo Cottard. Pero confieso que pensar que el pobre barón ignora todavía el golpe que le espera me da mucha pena. Está completamente loco por ese mozo. Si madame Verdurin se sale con la suya, será un hombre desgraciadísimo. Pero no es seguro que no fracase. Me temo que sólo va a conseguir que se peleen, unas peleas que al final no los separarán y no harán más que indisponerlos con ella.

Esto le había ocurrido a menudo a madame Verdurin con los fieles. Pero era visible que, en ella, sobre la necesidad de conservar la amistad de los fieles predominaba cada vez más la de que esta amistad no fuera nunca amenazada por la que pudieran sentir unos por otros. El homosexualismo no la desagradaba, siempre que no afectara a la ortodoxia, pero ella, como la Iglesia, prefería todos los sacrificios a una concesión a expensas de la ortodoxia. Empecé a temer que su irritación contra mí procediera de que se hubiera enterado de que yo impedí a Albertina ir aquel día a su casa, y que emprendiera con ella, si es que no lo había iniciado ya, la misma labor para separarla de mí que iba a realizar su marido con el violinista para separarle de Charlus.

—Vamos, vaya a buscar a Charlus, invente un pretexto, ya es hora —dijo madame Verdurin—, y sobre todo procure no dejarle volver antes de que yo le mande a buscar a usted. ¡Ah, qué nochecita! —añadió madame Verdurin, revelando así la verdadera causa de su ira—. ¡Haber hecho tocar esas obras maestras delante de esos leños! No me refiero a la reina de Nápoles, que es inteligente, una mujer agradable —léase: ha estado muy amable conmigo—. ¡Pero las otras! ¡Ah, es para ponerse furiosa! Qué quiere usted, yo no tengo ya veinte años. Cuando era joven me decían que había que saber aburrirse, y yo me forzaba; pero ahora, eso sí que no, es más fuerte que yo, ya estoy en edad de hacer lo que quiero, la vida es muy corta; aburrirme, alternar con imbéciles, fingir, hacer como que los encuentro inteligentes, ¡eso sí que no, no puedo! Vamos, Brichot, no hay tiempo que perder.

—Ya voy, señora, ya voy —acabó por decir Brichot cuando el general Deltour se marchaba. Pero primero el universitario me llevó un momento aparte—: El deber moral —me dijo— no es tan claramente imperativo como nos enseñan nuestras éticas. Que los cafés teosóficos y las cervecerías kantianas digan lo que quieran: ignoramos deplorablemente la naturaleza del bien. Yo mismo que, sin jactancia alguna, he comentado para mis alumnos, con toda inocencia, la filosofía del llamado Emmanuel Kant, no veo ninguna indicación precisa, para el caso de casuística mundana ante el que me encuentro, en esa Crítica de la razón práctica en la que el gran exclaustrado del protestantismo platonizó, al modo de Germania, para una Alemania prehistóricamente sentimental y áulica, para todos los fines útiles de un misticismo pomeriano. Sigue siendo El banquete, pero esta vez dado en Koenigsberg, a la manera de allá, indigesto y casto, con chucrut y sin niños bonitos. Es evidente, por una parte, que yo no puedo negar a nuestra excelente anfitriona el pequeño favor que me pide, de conformidad plenamente ortodoxa con la moral tradicional. Tendremos que evitar ante todo, pues no hay muchos que hagan decir más tonterías, dejarnos engañar con palabras. Pero, en fin, no vacilemos en confesar que si las madres de familia tomaran parte en el voto, el barón correría el peligro de ser lamentablemente derrotado como profesor de virtud. Desgraciadamente, su vocación de pedagogo la sigue con el temperamento de un corrompido. Observe que no hablo mal del barón; ese hombre tan simpático, que sabe trinchar un asado como nadie, tiene, con el genio del anatema, tesoros de bondad[18]. Pero temo que gaste con Morel un poco más de lo que la sana moral manda, y, sin saber en qué medida se muestra el joven penitente dócil o rebelde a ejercicios especiales que su catecismo le impone como mortificación, no hay necesidad de ser un gran teólogo para estar seguro de que pecaríamos, como dice el otro, por mansedumbre ante ese Rosa Cruz que parece venirnos de Petróneo después de pasar por Saint-Simon, si le otorgáramos con los ojos cerrados, en buena y debida forma, permiso para satanizar. Sin embargo, entreteniendo a ese hombre mientras madame Verdurin, por el bien del pecador y muy justamente tentada por semejante curación, me parece que le tiendo una trampa, como quien diría, y me resisto a ello como ante una especie de cobardía —dicho esto, no vaciló en tenderla, y cogiéndome por el brazo—: Vamos, barón, ¿y si fuéramos a fumar un cigarrillo? Este joven no conoce todavía todas las maravillas del hotel.

Yo me disculpé diciendo que tenía que volver a casa.

—Espere un momento más —dijo Brichot—. Ya sabe que tiene que llevarme, no olvido su promesa.

—¿De veras no quiere que mande enseñarle la plata? Sería sencillísimo —me dijo monsieur de Charlus—. Ya sabe lo que me prometió: ni una palabra a Morel de su condecoración. Quiero darle la sorpresa de anunciárselo más tarde, cuando la gente haya empezado a marcharse, aunque él diga que eso no es importante para un artista, pero que su tío lo desea —yo me sonrojé, pues los Verdurin sabían por mi abuelo quién era el tío de Morel—. ¿De modo que no quiere usted que diga que le enseñen la plata? —me dijo monsieur de Charlus—. Pero usted la conoce, la ha visto diez veces en la Raspeliere.

No me atreví a decirle que lo que hubiera podido interesarme no eran los vulgares cubiertos de una vajilla burguesa, aunque fuera la más rica, sino algún specimen, aunque sólo fuera un buen grabado de los de madame Du Barry. Yo estaba demasiado preocupado y —aun cuando no lo hubiera estado por aquella revelación relativa a la venida de mademoiselle Vinteuil—, en la alta sociedad, me encontraba siempre demasiado distraído y nervioso para poner mi atención en unos objetos más o menos bonitos. Sólo hubiera podido fijarla la llamada de alguna realidad que se dirigiera a mi imaginación, como habría podido hacerlo aquella noche una vista de Venecia, en la que tanto había pensado por la tarde, o algún elemento general, común a varias apariencias y más verdadero que ellas, que despertara por sí mismo en mí un espíritu interior y habitualmente adormecido, pero cuya ascensión a la superficie de mi conciencia me daba una gran alegría. Ahora bien, al salir del salón llamado sala de teatro y atravesar con Brichot y monsieur de Charlus los otros salones, volví a ver, mezclados con otros, ciertos muebles que había visto en la Raspeliere sin prestarles ninguna atención, y entre la disposición del hotel y la del castillo, encontré cierto aire de familia, una identidad permanente, y comprendí a Brichot cuando me dijo sonriendo:

—Fíjese en ese fondo de salón, por lo menos eso puede, en rigor, dar la idea de la Rue Montalivet, hace veinticinco años, grande mortalis aevi spatium…

Por su sonrisa, dedicada al difunto salón que evocaba, comprendí que lo que Brichot prefería, quizá sin darse cuenta, en el antiguo salón, más que los grandes ventanales, más que la alegre juventud de los patronos y de sus fieles, era aquella parte irreal (que yo mismo deducía de algunas similitudes entre la Raspeliere y el Quai Conti) de la que, en un salón como en todo, lo exterior, lo actual, lo controlable por todo el mundo, no es más que una prolongación, aquella parte que se ha desprendido del mundo exterior para refugiarse en nuestra alma, a la que da una plusvalía, donde se ha asimilado a su sustancia habitual, trasmutándose en ese traslúcido alabastro de nuestros recuerdos —casas destruidas, personas de antaño, compoteros de fruta de las cenas que recordamos— cuyo color somos incapaces de indicar, porque sólo nosotros lo vemos, lo que nos permite decir verídicamente a los demás, cuando se habla de esas cosas pasadas, que no pueden hacerse idea de las mismas, que aquello no se parece en nada a lo que ellos han visto, y no podemos considerarlo dentro de nosotros mismos sin cierta emoción, pensando que su supervivencia por algún tiempo aún, el reflejo de las lámparas que se extinguieron y el olor de las ramas que ya no han de florecer depende de la existencia de nuestro pensamiento. Y seguramente por esto el salón de la Rue Montalivet le restaba valor, para Brichot, a la mansión actual de los Verdurin. Mas, por otra parte, le daba a este, para el profesor, una belleza que no podía tener para un recién llegado. La parte de los antiguos muebles que habían traído aquí, a veces en la misma disposición de la Raspeliere, daba al salón actual ciertos aspectos del antiguo que a veces lo revivían hasta la alucinación y en seguida parecían casi irreales al evocar, en el seno de la realidad ambiente, fragmentos de un mundo destruido que parecíamos ver en otra parte. Canapé surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales, unas sillas pequeñas tapizadas de seda rosa, tapete brochado a juego elevado a la dignidad de persona desde el momento en que, como una persona, tenía un pasado, una memoria, conservando en la sombra fría del salón del Quai Conti el halo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de la Rue Montalivet (a la hora que él conocía tan bien como la propia madame Verdurin) y por las encristaladas puertas de Doville, a donde la habían llevado y desde donde miraba todo el día, más allá del florido jardín, el profundo valle de la[19] mientras llegaba la hora de que Cottard y el violinista jugaran su partida; ramo de violetas y de pensamientos al pastel, regalo de un gran artista amigo ya muerto, único fragmento superviviente de una vida desaparecida sin dejar huella, resumen de un gran talento y de una larga amistad, recuerdo de su mirada atenta y dulce, de su bella mano llena y triste cuando pintaba; un arsenal bonito, desorden de los regalos de los fieles que siguió por doquier a la dueña de la casa y acabó por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo de carácter, de una línea del destino; profusión de ramos de flores, de cajas de bombones que, aquí como allí, sistematizaba su expansión con arreglo a un modo de floración idéntico: curiosa interpolación de los objetos singulares y superfluos que aún parecen salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que siguen siendo toda la vida lo que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo; en fin, todos esos objetos que no sabríamos diferenciar de los demás, pero que para Brichot, veterano de las fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese aterciopelado de las cosas a las que añade su doble espiritual, dándoles así una especie de profundidad; todo esto, disperso, hacía cantar para él, como teclas sonoras que despertaran en su corazón semejanzas amadas, reminiscencias confusas y que en el salón mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá, definían, delimitaban muebles y tapices como lo hace en un día claro un cuadrado de sol seccionando la atmósfera, los muebles, los tapices, y de un cojín a un jarrón, de un taburete al rastro de un perfume, perseguían con un modo de iluminación en el que predominaban los colores, esculpían, evocaban, espiritualizaban, daban vida a una forma que era como la figura ideal, inmanente en sus viviendas sucesivas, del salón de los Verdurin.

—Vamos a procurar —me dijo Brichot al oído— llevar al barón a su tema favorito. Está en él prodigioso.

Por una parte, yo deseaba pedirle a monsieur de Charlus noticias relativas a la venida de mademoiselle Vinteuil y de su amiga, pues por estas noticias me había decidido a dejar a Albertina. Por otra parte, no quería dejar a esta sola por mucho tiempo, no porque (no sabiendo cuándo iba a volver yo, y además a unas horas en que una visita para ella o una salida suya habrían llamado mucho la atención) pudiera hacer mal uso de mi ausencia, sino porque no le pareciera demasiado larga.

—Venga de todos modos —me dijo el barón, cuya excitación mundana comenzaba a amainar, pero que sentía esa necesidad de prolongar, de hacer durar las conversaciones, que yo había notado ya en la duquesa de Guermantes como en él, y que, muy característica de esta familia, se extiende más generalmente a los que por no ofrecer a su inteligencia otra realización que la conversación, es decir, una realización imperfecta, se quedan insatisfechos aun después de haber pasado juntos varias horas y se agarran cada vez más ávidamente al interlocutor agotado, reclamando de él, por error, una saciedad que los placeres sociales no pueden dar—. Venga —repitió—. Este es el momento agradable de la fiesta, cuando todos los invitados se han ido, la hora de doña Sol; esperemos que esta acabe menos tristemente. Lástima que tenga usted prisa, prisa probablemente para hacer cosas que haría mejor en no hacer. Todo el mundo tiene siempre prisa, y nos vamos en el momento en que deberíamos llegar. Somos en esto como los filósofos de Couture, sería el momento de hacer balance de la velada, de hacer lo que en estilo militar se llama la crítica de las operaciones. Le pediríamos a madame Verdurin que nos sirvieran una pequeña cena a la que nos cuidaríamos de no invitarla y le pediríamos a Charlie —siempre Hernani— que volviera a tocar para nosotros solos el sublime adagio. ¡Qué hermoso es el tal adagio! Pero ¿dónde está el joven violinista? Quisiera felicitarle, es el momento de las expansiones tiernas y de los abrazos. Reconozca, Brichot, que han tocado como los ángeles, sobre todo Morel. ¿Reparó usted en el momento en que se separa el mechón? Pues entonces, querido, no ha visto usted nada. Hubo un fa sostenido que puede hacer morir de envidia a Enesco, a Capet y a Thibaud; yo soy muy sereno, pero confieso que ante una sonoridad como esa se me encogió de tal modo el corazón que tenía que contener las lágrimas. La sala jadeaba; era sublime, mi querido Brichot —exclamó el barón, sacudiendo violentamente al universitario por el brazo—. Sólo el joven Charlie conservaba una inmovilidad de piedra, no se le oía ni respirar, parecía esas cosas del mundo inanimado de que habla Théodore Rousseau, que hacen pensar pero no piensan. Y de pronto —exclamó monsieur de Charlus con énfasis y mimando como en una escena de teatro— entonces…, ¡el mechón! Y mientras tanto, la pequeña contradanza, tan graciosa, del allegro vivace. Sabe usted que este mechón fue el signo de la revelación hasta para los más obtusos. La princesa de Taormina, sorda hasta entonces, pues no hay peores sordos que los que tienen oídos y no oyen, la princesa de Taormina, ante la evidencia del mechón milagroso, comprendió que se trataba de música y no de una partida de póker. ¡Ah, fue un momento solemnísimo!

—Perdone que le interrumpa, monsieur de Charlus —le dije para llevarle al tema que me interesaba—; me dijo usted que iba a venir la hija del autor. Me hubiera interesado mucho. ¿Está usted seguro de que se contaba con ella?

—¡Ah!, no lo sé —con esto monsieur de Charlus obedecía, quizá sin querer, a esa consigna universal de no informar a los celosos, bien sea por mostrarse absurdamente «buen compañero», por regla de honor, y aunque se la deteste, hacia la que suscita los celos, bien por maldad, adivinando que los celos redoblarían el amor, bien por esa necesidad de ser desagradable a los demás que consiste en decir la verdad a la mayor parte de los hombres, pero callársela al celoso, pensando que la ignorancia aumentará su suplicio; y para mortificar a las personas se guían por lo que ellos, acaso equivocadamente, creen más doloroso—. Mire —continuó—, esta es un poco la casa de las exageraciones, son unas personas encantadoras, pero al fin y al cabo les gusta inventar celebridades del tipo que sea. Pero no tiene usted buena cara y va a coger frío en esta sala tan húmeda —dijo acercándome una silla—. Como no está usted bien, debe tener cuidado, voy a buscarle su abrigo. No, no vaya usted, se perderá y cogerá frío. Así se cometen las imprudencias; usted no tiene ya cuatro años, pero necesitaría una vieja doncella como yo para cuidarle.

—No se moleste, barón, yo iré —dijo Brichot, y se alejó en seguida: como quizá no se daba exacta cuenta del afecto muy sincero que me tenía monsieur de Charlus y de las encantadoras remisiones de sencillez, de amabilidad que comportaban sus crisis delirantes de grandeza y de persecución, temía que monsieur de Charlus, encomendado por madame Verdurin a su vigilancia como un preso, se propusiera simplemente, con el pretexto de pedir mi abrigo, reunirse con Morel y malograra así el plan de la patrona.

«Entretanto Ski había vuelto a sentarse al piano, sin que nadie se lo pidiera, y, componiendo, con un sonriente fruncimiento de cejas, una mirada lejana y una ligera mueca de la boca (lo que para él era el aire artista), insistía con Morel para que tocase algo de Bizet». «Pero ¿no le gusta eso, ese lado infantil de la música de Bizet? Pero, querido —añadió arrastrando la erre a su modo característico—, es delicioso». Morel, al que no le gustaba Bizet, lo manifestó con exageración, y (como en el pequeño clan, cosa increíble, tenía fama de ingenio). Ski fingió tomar por paradojas las diatribas del violinista y se echó a reír. Su risa no era, como la de monsieur Verdurin, el ruido asmático de un fumador. Ski empezaba por adoptar un aire perspicaz, después dejaba escapar como sin querer un solo toque de risa, como un primer toque de campanas, seguido de un silencio en el que la mirada parecía sopesar concienzudamente la gracia de lo que decían, luego una segunda campanada de risa, para acabar a continuación en un jubiloso ángelus.

Le dije a monsieur de Charlus que sentía que monsieur Brichot se hubiera molestado.

—No, no, está encantado, le quiere a usted mucho, todo el mundo le quiere mucho. El otro día decían: ya no se le ve nunca, se aísla. De todos modos, Brichot es muy buena persona —añadió monsieur de Charlus, seguramente sin sospechar, al ver la manera afectuosa y franca con que le hablaba el profesor de moral, que en su ausencia no se recataba de burlarse de él—. Es un hombre de gran valía que sabe muchísimo, y eso no le ha apergaminado, no le ha convertido en un ratón de biblioteca como a tantos otros que huelen a tinta. Ha conservado una amplitud de espíritu, una tolerancia nada frecuente en los de su clase. A veces, al ver cómo comprende la vida, cómo sabe dar con gracia a cada cual lo que se le debe, se pregunta uno dónde ha podido aprender todo eso un simple profesorcillo de la Sorbona, un antiguo regente de colegio. A mí mismo me asombra.

Más me asombraba a mí ver cómo la conversación de aquel Brichot, que el menos refinado de los invitados de madame de Guermantes hubiera encontrado tan tonto y tan basto, le gustaba al más difícil de todos, a monsieur de Charlus. Pero habían contribuido a este resultado, entre otras influencias, aquellas, distintas por lo demás, en virtud de las cuales Swann se había sentido a gusto durante mucho tiempo en el pequeño clan, cuando estaba enamorado de Odette, mientras que, por otra parte, desde que se casó, encontraba agradable a madame Bontemps, que fingía adorar al matrimonio Swann, iba continuamente a ver a la mujer, se deleitaba con las historias del marido y hablaba de ellos con desdén. Como el escritor que da la palma de la inteligencia no al hombre más inteligente, sino al hombre de mundo que hace una reflexión atrevida y tolerante sobre la pasión de un hombre por una mujer, reflexión que lleva a la amante literata del escritor a coincidir con él en que, de todos los que van a su casa, el menos tonto es, después de todo, aquel viejo verde que tiene experiencia en cosas de amor, así monsieur de Charlus encontraba a Brichot más inteligente que a sus otros amigos, porque no sólo era amable con Morel, sino que sacaba oportunamente de los filósofos griegos, de los poetas latinos, de los cuentistas orientales, unos textos que decoraban la inclinación del barón con un florilegio extraño y encantador. Monsieur de Charlus había llegado a esa edad en que un Victor Hugo gusta de rodearse sobre todo de Vacqueries y de Meurices. El barón prefería a los que aceptaban su punto de vista sobre la vida.

—Yo le veo mucho —añadió con una voz aguda y cadenciosa, sin que un solo movimiento, excepto el de los labios, le alterara el rostro grave y enharinado, en el que había bajado adrede sus párpados de eclesiástico—. Voy a sus clases, esa atmósfera de barrio latino es para mí un cambio de vida, hay allí una adolescencia estudiosa, pensante, de jóvenes burgueses más inteligentes, más cultos que, en nuestro medio, mis compañeros. Es otra cosa, que seguramente conoce usted mejor que yo, son jóvenes burgueses —dijo destacando la palabra, anteponiéndole varias b y subrayándola con una especie de hábito de elocución que correspondía a una inclinación a los matices propia de monsieur de Charlus, pero que quizá lo aplicaba, además, por no resistir al placer de manifestarme cierta insolencia. En todo caso, esta insolencia no disminuyó en nada la grande y afectuosa piedad que me inspiraba monsieur de Charlus (desde que madame Verdurin descubriera su propósito delante de mí), más bien me hizo gracia, y aun en una circunstancia en que yo no hubiese sentido por él tanta simpatía no me habría molestado. Yo había heredado de mi madre la condición de carecer de amor propio hasta un grado fácilmente rayano en falta de dignidad. Seguramente no me daba apenas cuenta, y a fuerza de ver, ya en el colegio, que mis compañeros más estimados no toleraban que les faltaran, no perdonaban un mal proceder, acabé por mostrarme, en mis palabras y en mis actos, bastante orgulloso. Hasta tenía fama de serlo en extremo, porque, como no era nada miedoso, me veía con frecuencia metido en duelos, pero como rebajaba su prestigio moral burlándome yo mismo de ellos, inclinaba a la gente a creerlos ridículos. Pero la naturaleza que combatimos no deja por eso de persistir en nosotros. Por eso a veces, leyendo la nueva obra maestra de un hombre de talento, nos complacemos en encontrar en ella todas las reflexiones nuestras que habíamos despreciado, alegrías, tristezas que habíamos contenido, todo un mundo de sentimientos desdeñado por nosotros y de cuyo valor nos informa de pronto el libro donde los reconocemos. Había acabado por aprender de la experiencia de la vida que estaba mal sonreír afectuosamente, y no tenérselo en cuenta, cuando alguien se burlaba de mí. Pero aunque había dejado de expresar esta falta de amor propio y de rencor hasta el punto de ignorar casi completamente esa condición mía, no por eso dejaba de estar inmerso en el medio vital primitivo. La cólera y la maldad las sentía de manera muy distinta en crisis furibundas. Además, el sentimiento de justicia me era desconocido hasta una absoluta carencia de sentido moral. Yo era por entero, en el fondo de mi corazón, del más débil, del más desdichado. No tenía ninguna opinión sobre la medida en que el bien y el mal podían entrar en las relaciones de Morel y de monsieur de Charlus, pero me resultaba intolerable la idea de los sufrimientos que le preparaban al barón. Hubiera querido prevenirle y no sabía cómo hacerlo—. Ver todo ese pequeño mundo laborioso es muy entretenido para un viejo como yo. No los conozco —añadió levantando la mano en un gesto de reserva, para que no pareciera que se jactaba, para demostrar su pureza y que no planeara sobre los estudiantes la sospecha—, pero son muy correctos, a veces llegan hasta reservarme un asiento, como a un viejo caballero que soy. Sí, sí, querido, no proteste, tengo más de cuarenta años —dijo el barón, que había rebasado los sesenta—. En ese anfiteatro donde habla Brichot hace un poco de calor, pero siempre es interesante.

Aunque el barón prefería mezclarse con la juventud de las escuelas, y hasta verse empujado por ella, a veces Brichot, para evitarle las largas esperas, le hacía entrar con él. Por más que Brichot estuviera en su casa en la Sorbona, cuando el bedel encargado de abrir las aulas le precedía y el maestro admirado por la juventud avanzaba, no podía contener cierta timidez, y a la vez que deseaba aprovechar aquel momento en que se sentía tan importante para mostrarse amable con Charlus, estaba, sin embargo, un poco azorado; para que el bedel le dejara pasar, decía con una voz amanerada y un aire apresurado: «Sígame, barón, ya le colocaremos», y luego, sin ocuparse más de él, se dirigía al estrado avanzando solo alegremente por el pasillo entre una doble fila de jóvenes profesores que le saludaban; Brichot, para que no pareciese que presumía ante aquellos jóvenes, sabiendo que era para ellos un gran pontífice, les dirigía muchos guiños, muchos gestos de connivencia, a los que su preocupación por ser marcial y buen francés daba el aspecto de una especie de estímulo cordial, de un viejo gruñón que dice: «¡Mil diablos, sabremos batirnos!». Y estallaban los aplausos de los alumnos. A veces Brichot aprovechaba la presencia de monsieur de Charlus en sus clases para tener una atención con alguien, casi para corresponder a finezas recibidas por él. Decía a un pariente o a uno de sus amigos burgueses: «Por si le puede interesar a su mujer o a su hija, le diré que el barón de Charlus, príncipe de Agrigente, descendiente de los Condé, asistirá a mi clase. Para un niño es un recuerdo digno de conservar haber visto a uno de los últimos descendientes de nuestra aristocracia que tienen categoría. Si vienen, le reconocerán en el que estará sentado al lado de mi cátedra. Además, no habrá otro: un hombre grueso, con el pelo blanco, bigote negro y la medalla militar». «¡Ah, se lo agradezco!», decía el padre. Y aunque su mujer tuviera que hacer, por no desairar a Brichot, la obligaba a ir a aquella clase, y la muchacha, aunque molesta por el calor y la multitud, devoraba curiosamente con los ojos al descendiente de los Condé, extrañándose de que no llevara gorguera y no se pareciese a los hombres de nuestros días. Monsieur de Charlus no tenía ojos para ella; pero a más de un estudiante, que no sabía quién era el caballero, le chocaba su amabilidad y se tornaba importante y seco, y el barón salía transido de sueños y de melancolía.

—Perdóneme que vuelva a lo mío —me apresuré a decir a monsieur de Charlus al oír los pasos de Brichot—, pero ¿podría usted avisarme por neumático si se entera de que mademoiselle Vinteuil y su amiga vienen a París, diciéndome exactamente cuánto tiempo van a estar y sin decir a nadie que yo se lo he pedido?

Yo ya no creía apenas que fuera a venir, pero quería precaverme para el futuro.

—Sí, haré eso por usted. En primer lugar porque le debo un gran agradecimiento. Al no aceptar lo que le propuse hace tiempo, me hizo un gran favor a costa suya, me dejó mi libertad. Verdad es que he abdicado de ella de otro modo —añadió en un tono melancólico que trascendía el deseo de hacer confidencias—; hay en esto lo que yo considero siempre el hecho principal, una concatenación de circunstancias que usted descuidó aprovechar, quizá porque el destino le advirtió en aquel preciso momento que no debía desviar mi camino. Pues siempre «el hombre propone y Dios dispone». Si el día que salimos juntos de casa de madame de Villeparisis hubiera aceptado usted, quién sabe si no habrían ocurrido nunca muchas cosas que han pasado —yo, azorado, desvié la conversación agarrándome al nombre de madame de Villeparisis y diciendo la tristeza que me había causado su muerte—. ¡Ah!, sí —murmuró secamente monsieur de Charlus en el tono más insolente, tomando nota de mis condolencias sin aparentar que creía ni por un segundo en su sinceridad.

Pero yo, al ver que en todo caso el tema de madame de Villeparisis no le era doloroso, quise saber por él, tan calificado en todos los aspectos, por qué razón el mundo aristocrático había tenido tan apartada a madame de Villeparisis. No sólo no me dio la solución de este pequeño problema mundano, sino que ni siquiera parecía conocerlo. Entonces comprendí que la situación de madame de Villeparisis, si grande había de parecerle más adelante a la posteridad, y hasta, en vida de la marquesa, a la ignorante plebe, no menos grande pareció a toda la otra parte del mundo, a la que correspondía madame de Villeparisis, a los Guermantes. Era su tía, veían sobre todo el nacimiento, los entronques, la importancia que su familia conservaba por su ascendiente sobre esta o la otra cuñada. Veían aquello más por el «lado familia» que por el «lado gran mundo». Y aquel era más brillante en madame de Villeparisis de lo que yo había creído. Me impresionó enterarme de que el nombre de Villeparisis era falso. Pero hay otros ejemplos de grandes damas que han hecho una boda desigual y han conservado una situación preponderante. Monsieur de Charlus empezó por decirme que madame de Villeparisis era sobrina de la famosa duquesa de ***, la persona más célebre de la gran aristocracia durante la monarquía de julio, pero que no había querido tratar al rey ciudadano y a su familia. ¡Había deseado yo tanto saber de aquella duquesa! Y madame de Villeparisis, la buena madame de Villeparisis, con aquellas mejillas que me parecían mejillas de burguesa; madame de Villeparisis, que tantos regalos me mandaba y a la que hubiera podido ver fácilmente todos los días; madame de Villeparisis era su sobrina, educada por ella, en su casa, en el hotel de ***.

—Le preguntaban al duque de Doudeauville —me dijo monsieur de Charlus hablando de las tres hermanas—: «¿A cuál de las tres prefiere usted?». Y como Doudeauville contestara: «A madame de Villeparisis», la duquesa de *** le replicó: «¡Cochino!». Pues la duquesa era muy ingeniosa —dijo monsieur de Charlus dando a la palabra la importancia y la pronunciación acostumbradas en los Guermantes. En cuanto a que a él le pareciera tan «ingeniosa» esta palabra, no me extrañaba, pues en otras muchas ocasiones había observado la tendencia centrífuga, objetiva, de los hombres que les lleva a abdicar, cuando aprecian el ingenio de los demás, de las severidades que tendrían para el propio, y a observar, a anotar como algo precioso lo que ellos desdeñarían crear—. Pero ¿qué es eso? Si lo que trae es mi abrigo —dijo monsieur de Charlus al ver que Brichot había tardado tanto para tal resultado—. Debía haber ido yo mismo. En fin, póngaselo sobre los hombros. ¿Sabe que eso es muy comprometido, amiguito? Es como beber en el mismo vaso, sabré sus pensamientos. Pero no, así no, vamos, déjeme a mí —y al ponerme el abrigo me lo ceñía a los hombros, me lo subía por el cuello y me rozaba con la mano la barbilla, pidiéndome perdón—. A su edad no sabe taparse, hay que arreglarle como a un niño; he errado la vocación, Brichot, nací para niñera.

Yo quería marcharme, pero monsieur de Charlus manifestó la intención de ir a buscar a Morel y Brichot nos retuvo a los dos. Por otra parte, como estaba tan seguro de encontrar en casa a Albertina, como lo estuve aquella misma tarde de que volvería del Trocadero, no tenía ninguna prisa por verla, como no la tuve entonces sentado al piano después de haberme telefoneado Francisca. Y aquella calma me permitió, cada vez que en el transcurso de la conversación hacía ademán de levantarme, obedecer a la instancia de Brichot, el cual temía que, si yo me marchaba, Charlus no se quedara allí hasta que madame Verdurin viniera a llamarnos.

—Vamos —dijo al barón—, quédese un poco con nosotros, ya le dará el espaldarazo un poco más tarde —añadió Brichot clavando en mí su ojo casi muerto, al que las numerosas operaciones sufridas habían hecho recobrar un poco de vida, pero que, sin embargo, no tenía ya la movilidad necesaria en la expresión oblicua de la malignidad.

—¡El espaldarazo, qué bruto! —exclamó el barón en un tono agudo y entusiasmado—. Le digo, querido, que se cree siempre en un reparto de premios, sueña con sus estudiantitos. Me pregunto si no se acostará con ellos.

—Usted desea ver a mademoiselle Vinteuil —me dijo Brichot, que había oído el final de nuestra conversación—. Le prometo que le avisaré si viene, lo sabré por madame Verdurin —añadió Brichot, previendo sin duda que el barón estaba a punto de ser excluido del pequeño clan.

—¿Es que me cree menos bien que usted con madame Verdurin para enterarme sobre la venida de esas personas de tan terrible fama? —dijo monsieur de Charlus—. Es archisabido. Madame Verdurin hace mal en dejarlas venir, eso se queda para los medios equívocos. Son amigas de una banda terrible, deben de reunirse todas en unos lugares nefandos.

A cada una de estas palabras, un nuevo sufrimiento se añadía a mi sufrimiento, cambiándolo de forma. Y de pronto, recordando ciertas impaciencias de Albertina, impaciencias que, por otra parte, disimulaba en seguida, me espantó la idea de que hubiera concebido el propósito de dejarme. Esta sospecha me hacía más necesario aún prolongar nuestra vida común hasta que yo recobrara la calma. Y para quitarle a Albertina la calma, si acaso se le ocurría, de adelantarse a mi proyecto de ruptura y para que su cadena le pareciese más ligera hasta que yo pudiera realizarlo sin sufrir, me pareció lo más hábil (quizá estaba contagiado por la presencia de monsieur de Charlus, por el recuerdo inconsciente de las comedias que le gustaba representar), me pareció lo más hábil hacer creer a Albertina que tenía la intención de dejarla; al volver a casa iba a simular la despedida, la ruptura.

—Desde luego, no; no me creo mejor situado que usted con madame Verdurin —declaró Brichot recalcando las palabras, pues temía haber despertado las sospechas del barón. Y al ver que yo quería marcharme, quiso retenerme con el cebo de la diversión prometida: Cuando el barón habla de la mala fama de esas dos señoras, parece no haber pensado en una cosa: que una reputación puede ser a la vez malísima e inmerecida. Por ejemplo, en la serie más notoria que llamaré paralela, es indudable que se producen muchos errores judiciales y que la historia ha registrado sentencias de condena por sodomía contra hombres ilustres que eran completamente inocentes. El reciente descubrimiento de un gran amor de Miguel Ángel por una mujer es un hecho nuevo que debería valer al amigo de León X el beneficio de una instancia de revisión póstuma. El asunto Miguel Ángel me parece muy indicado para apasionar a los snobs y movilizar a la Villette cuando haya pasado otro asunto en el que la anarquía ha estado bien considerada y ha llegado a ser el pecado de moda de nuestros buenos dilettantes [sic], pero cuyo nombre no se puede pronunciar por miedo a las disputas.

Desde que Brichot comenzó a hablar de las reputaciones masculinas, a monsieur de Charlus le salió a la cara esa clase especial de impaciencia que vemos en un experto médico o militar cuando personas que no entienden nada de terapéutica o de estrategia se ponen a decir tonterías sobre terapéutica o sobre estrategia.

—No sabe usted nada de eso de que habla —acabó por decirle a Brichot—. Cíteme una sola reputación inmerecida. Diga nombres. Sí, ya lo sé, conozco todo eso —replicó violentamente monsieur de Charlus a una tímida interrupción de Brichot—: Los que en otro tiempo hicieron eso por curiosidad, o por afecto único a un amigo muerto, y el que, temiendo haber ido demasiado lejos si le hablan de la belleza de un hombre contesta que eso es chino para él, que él no sabe distinguir un hombre guapo de un hombre feo, como no sabe distinguir dos motores de automóvil porque la mecánica no es lo suyo. Todo eso son tonterías. Bueno, no quiero decir que una reputación mala (o que se ha convenido en llamar así) e injustificada sea una cosa absolutamente imposible. Pero es tan excepcional, tan rara, que prácticamente no existe. Sin embargo, yo, que soy un curioso, un averígualotodo, he conocido algunos casos, y no eran mitos. Sí, en el transcurso de mi vida he comprobado (quiero decir científicamente comprobado, no me conformo con palabras) dos reputaciones injustificadas. Generalmente surgen por una similitud de nombres, o por ciertas señales exteriores, la abundancia de sortijas, por ejemplo, que las personas incompetentes creen absolutamente característico de eso que usted dice, como creen que un campesino no dice dos palabras sin añadir jorniguié o un inglés goddam. Eso son convencionalismos para teatro de los bulevares.

Me extrañó mucho que monsieur de Charlus citara entre los invertidos al «amigo de la actriz» que yo había visto en Balbec y que era el jefe de la pequeña sociedad de los cuatro amigos. «Pero, entonces, ¿esa actriz? —Le sirve de pantalla, y por otra parte tiene relaciones con ella, quizá más que con hombres, con los que apenas las tiene—. ¿Las tiene con los otros tres?». «¡En absoluto! ¡No son amigos para eso! Dos de ellos son muy mujeriegos. Uno es lo otro, pero en cuanto a su amigo no es seguro, y en todo caso se ocultan uno de otro».

Lo que le extrañará es que esas reputaciones injustificadas son para el público las más seguras. Usted mismo, Brichot, que pondría la mano en el fuego por la virtud de este o del otro hombre que viene aquí y que los enterados conocen como el lobo blanco, debe de creer, como todo el mundo, lo que se dice de tal hombre destacado que encarna esas aficiones para la masa, cuando la verdad es que no tiene ni dos sous de eso. Digo dos sous porque si pusiéramos veinticinco luises veríamos descender hasta cero el número de los santitos. No siendo así, la proporción de santos, si usted ve santidad en eso, oscila, por regla general, entre tres y cuatro de cada diez.

Así como Brichot había aplicado al sexo masculino la cuestión de las malas reputaciones, yo, inversamente apliqué al sexo femenino, pensando en Albertina, las palabras de monsieur de Charlus. Estaba aterrado por su estadística, aun teniendo en cuenta que debía de haber aumentado las cifras a la medida de lo que él deseaba, y también por los informes de gentes chismosas, acaso mentirosas, en todo caso engañadas por su propio deseo, que, sumado al de monsieur de Charlus, falseaba sin duda los cálculos del barón.

—¡Tres de cada diez! —exclamó Brichot—. Invirtiendo la proporción, yo habría tenido que multiplicar por cien el número de culpables. Si es el que usted dice, barón, y si no se equivoca, tendremos que confesar que es usted uno de esos raros videntes de una verdad que nadie en torno a ellos sospecha. Así hizo Barres sobre la corrupción parlamentaria unos descubrimientos que fueron comprobados posteriormente, como la existencia del planeta de Leverrier. Madame Verdurin citaría de preferencia a ciertos hombres que yo prefiero no nombrar y que han adivinado en el Servicio de Información del Estado Mayor ciertas actuaciones, inspiradas, quiero creerlo, por un celo patético, pero que de todos modos yo no me imaginaba. ¡Tres de cada diez! —repitió Brichot estupefacto. Y hay que decir que monsieur de Charlus incluía entre los invertidos a la mayor parte de sus contemporáneos, pero exceptuando a los hombres con los que él había tenido relaciones y cuyo caso, a poco que hubiera habido de romántico en estas relaciones, le parecía más completo. De la misma manera, algunos libertinos que no creen en la virtud de las mujeres sólo le atribuyen un poco a la que fue querida suya, diciendo de ella sinceramente y en tono misterioso: «No, no, se equivoca usted, no es una furcia». Esta inesperada estima se la dicta en parte su amor propio, más satisfecho de que tales favores hayan sido reservados a ellos solos, en parte su ingenuidad, que se traga fácilmente todo lo que su amante ha querido hacerle creer, en parte ese sentido de la vida en virtud del cual cuando nos aproximamos a los seres, a las existencias, las etiquetas y los compartimientos hechos de antemano son demasiado simplistas—. ¡Tres de cada diez! Pero cuidado, barón, si usted quisiera presentar a la posteridad el cuadro que nos ha dicho, menos afortunado usted que esos historiadores que el futuro ratificará, podría rechazarlo la posteridad, que no juzga más que con documentos a la vista y querría conocer su atestado. Y como ningún documento autentifica ese género de fenómenos colectivos que los únicos enterados tienen mucho interés en dejar en la sombra, se produciría gran indignación en el campo de las buenas almas y usted pasaría sin remisión por calumniador o por loco. Después de haber obtenido en este mundo el máximo y el principado en el concurso de las elegancias, conocería las tristezas de un blackboulage de ultratumba. No vale la pena, como dijo, ¡Dios me perdone!, nuestro Bossuet.

—Yo no trabajo para la historia —contestó monsieur de Charlus—, me basta con la vida, que es muy interesante, como decía el pobre Swann.

—¡Ah!, ¿conoció usted a Swann? No lo sabía. ¿Tenía esas aficiones? —preguntó, inquieto, Brichot.

—¡Será grosero! ¿Cree usted que yo no conozco más que gente de esa? Pues no, no creo —dijo Charlus bajando los ojos y tratando de pesar el pro y el contra. Y pensando que, puesto que se trataba de Swann, cuyas tendencias, tan opuestas, habían sido siempre conocidas, una semiconfesión tenía que ser inofensiva para el interesado y halagüeña para el que la dejaba escapar en una insinuación—: No digo que allá en tiempo lejano, en el colegio, una vez por casualidad —dijo el barón como sin querer, como si pensara en voz alta; luego, recogiendo velas, concluyó riendo—: Pero de eso hace ya doscientos años, ¿cómo quiere usted que me acuerde?, déjeme en paz.

—En todo caso, guapo, lo que se dice guapo, no lo era —dijo Brichot, que siendo feísimo se creía bien parecido y fácilmente encontraba feos a los demás.

—Cállese —le replicó el barón—, no sabe usted lo que dice; en aquel tiempo tenía una tez de melocotón y —añadió poniendo cada silaba en otra nota distinta— era hermoso como un amor. Y siguió siendo encantador. A las mujeres les gustaba con locura.

—Pero ¿conoció usted a la suya?

—¡Vamos, él la conoció por mí! Yo la había encontrado encantadora, en su semidisfraz, una noche que representó Miss Sacripant; yo estaba con unos compañeros de club, todos habíamos llevado una mujer, y aunque yo no tenía ganas más que de dormir, las malas lenguas dijeron, pues la gente del gran mundo es malísima, que me había acostado con Odette. Lo que pasó es que ella aprovechó la ocasión para venir a fastidiarme y yo creí librarme de ella presentándosela a Swann. Desde aquel día ya no me soltó, no sabía una palabra de ortografía y tenía yo que escribirle las cartas. Y además fui yo después el encargado de pasearla. Ya ve usted, hijo mío, lo que es tener buena reputación. Por lo demás, yo sólo la merecía a medias. Odette me obligaba a organizarle unas partidas terribles, de cinco, de seis.

Y monsieur de Charlus se puso a enumerar, con tanta seguridad como si recitara la lista de los reyes de Francia, los sucesivos amantes de Odette (había estado con Fulano, después con Mengano). Y en realidad el celoso está, como los contemporáneos, demasiado cerca, no sabe nada, y es para los extraños para quienes la crónica de los adulterios toma la precisión de la historia y se alarga en listas, por lo demás indiferentes y que sólo resultan tristes para otro celoso como yo, que no puede menos de comparar su propio caso con aquel de que oye hablar y se pregunta si no existirá una lista tan ilustre para la mujer de la que duda. Pero no puede averiguar nada, es como una conspiración universal, una novatada en la que todos participan cruelmente y que consiste en taparle los ojos mientras su amiga va de uno a otro, con una venda que él se esfuerza perpetuamente en arrancar, sin conseguirlo, pues todo el mundo se empeña en que siga ciego el desdichado, los buenos por bondad, los malos por maldad, los groseros por afición a las burlas malévolas, los educados por buena educación y todos por uno de esos convencionalismos que llaman principios.

—Pero ¿llegó a saber Swann alguna vez que usted había gozado de los favores de Odette?

—¡Vamos, hombre, qué horror! ¡Contar eso a Carlos! Es como para ponérsele a uno los pelos de punta. Pero, querido, me habría matado, sencillamente; era celoso como un tigre. Como tampoco le hubiera dicho yo a Odette, a quien, por lo demás, le habría dado lo mismo, que…, bueno, no me haga decir tonterías. Y lo más fuerte es que fue ella quien le disparó unos tiros de revólver que estuve a punto de recibir yo. La verdad es que me he divertido con ese matrimonio; y, naturalmente, tuve que ser testigo suyo contra D’Osmond, que nunca me lo perdonó. D’Osmond se había llevado a Odette, y Swann, para consolarse, tomó por amante, o por falsa amante, a la hermana de Odette. En fin, no va usted a hacerme contar la historia de Swann, tendríamos para diez años, ¿sabe?, la conozco como nadie. Era yo el que sacaba a Odette cuando no quería ver a Carlos. La cosa me fastidiaba todavía más porque tengo un pariente muy cercano que se llama Crécy, sin ninguna especie de derecho, naturalmente, pero que, en fin, aquello no le gustaba nada. Pues ella se hacía llamar Odette de Crécy, y con todo derecho, pues estaba sólo separada de un Crécy con el que se había casado, un Crécy de verdad, un caballero muy bien, al que le había sacado hasta el último céntimo… Pero usted lo que quiere es hacerme hablar, le vi con él en el trenecillo de Balbec, usted le invitaba allí a comer, y buena falta le debe de hacer al pobre: vivía de una pensión muy pequeña que le pasaba Swann, y supongo que desde la muerte de mi amigo habrán dejado de pagarle esa renta. No comprendo —me dijo monsieur de Charlus— que habiendo estado usted tan a menudo en casa de Carlos no me pidiera antes que le presentara a la reina de Nápoles. Veo que a usted no le interesan las personas como curiosidades, y es cosa que me extraña siempre en cualquiera que haya conocido a Swann, que tenía ese interés tan desarrollado, hasta el punto de que no se puede decir si fui yo en esto su iniciador o él el mío. Me extraña tanto como si viera a una persona que hubiese conocido a Whistler y no supiera lo que es el gusto. Era interesante conocerla sobre todo para Morel, y lo deseaba con pasión, pues Morel es inteligentísimo. Lástima que la reina se haya marchado. Pero, en fin, los reuniré uno de estos días. Es inevitable que la conozca. A no ser que la reina se muriera mañana, y es de esperar que no ocurra así.

De pronto Brichot, que seguía rumiando la proporción de «tres de cada diez» que le había revelado monsieur de Charlus, preguntó a este en un tono sombrío y con una brusquedad que recordaba la de un juez de instrucción empeñado en hacer confesar a un acusado, pero que en realidad respondía al deseo que tenía el profesor de parecer perspicaz y a la turbación que le producía lanzar una acusación tan grave:

—¿Ski es de esos?

Para impresionar con sus pretendidas dotes de intuición, eligió a Ski, diciéndose que, puesto que no había más que tres inocentes de cada diez (sic), corría poco peligro de equivocarse nombrando a Ski, que le parecía un poco raro, tenía insomnios, se perfumaba, en fin, se salía de lo normal.

—Nada de eso —exclamó el barón con una ironía amarga, dogmática y exasperada—. ¡Lo que usted dice es tan falso, tan absurdo, tan superficial! Ski es eso precisamente para las personas que no le conocen. Si lo fuera, no lo parecería tanto como lo parece, dicho sea sin ninguna intención de crítica, pues tiene atractivo y hasta le encuentro algo muy interesante.

—Pues díganos algunos nombres —insistió Brichot.

Monsieur de Charlus replicó con aire aburrido:

—Yo, querido, vivo en lo abstracto, todo eso no me interesa más que desde un punto de vista trascendental —contestó con la recelosa susceptibilidad propia de los de su género y la afectación de grandilocuencia que caracterizaba su conversación—. A mí sólo me interesan las generalidades, le hablo de esto como pudiera hablarle de la ley de la gravedad pero estos momentos de reacción irritada, cuando el barón quería ocultar su verdadera vida, duraban muy poco comparados con las horas de progresión continua en que hacía adivinarla, exhibiéndola con una complacencia molesta, pues la necesidad de la confidencia era en él más fuerte que el temor a la divulgación. Quería decir —continuó— que para una mala reputación justificada hay centenares de buenas reputaciones no menos justificadas. Claro es que el número de los que no las merecen varía según que nos basemos en lo que dicen los de su cuerda o en lo que dicen los otros. Y la verdad es que si la malevolencia de los segundos queda limitada por la gran dificultad que estos deben de tener para creer en el vicio, tan terrible para ellos como el robo o el asesinato, practicado por unas personas cuya delicadeza y cuyo corazón desconocen ellos, la malevolencia de los primeros la estimula exageradamente el deseo de creer…, ¿cómo lo diré?, de creer accesibles a unas personas que les gustan por referencias que les han dado otras personas a quienes ha engañado un deseo semejante, en fin, por el mismo alejamiento en que generalmente les tienen. Yo he oído decir a un hombre, bastante mal visto por causa de esa afición, que creía que cierto caballero del gran mundo tenía ese mismo vicio. ¡Y la única razón para creerlo era que aquel hombre del gran mundo había estado amable con él! En el cálculo del número entran las mismas razones de optimismo. Pero la verdadera razón de la enorme diferencia que existe entre ese número calculado por los profanos y el calculado por los iniciados está en el misterio con que estos rodean sus aventuras con el fin de ocultarlas a los demás, que, sin ningún medio de información, se quedarían literalmente estupefactos si se enteraran solamente de la cuarta parte de la verdad.

—Entonces, en nuestra época es como en la de los griegos —dijo Brichot.

—¿Cómo en la de los griegos? ¿Se figura usted que eso no siguió después? Fíjese en tiempo de Luis XIV: Monsieur, el pequeño Vermandois, Moliere, el príncipe Luis de Baden, Brunswick, Charolais, Boufflers, el Grand Condé, el duque de Brissac.

—¡Pare el carro! Yo sabía Monsieur, Brissac por Saint-Simon, Vendóme, naturalmente, y otros muchos. Pero ese mala lengua de Saint-Simon habla a menudo del Grand Condé y del príncipe Luis de Baden y nunca lo dice.

—También es una pena que tenga yo que enseñarle historia a un profesor de la Sorbona. Pero, mi querido maestro, es usted ignorante como un pez.

—Es usted duro, barón, pero justo. Pues mire, le voy a dar gusto, ahora recuerdo una canción de la época que hicieron en latín macarrónico sobre cierta tormenta que sorprendió al Grand Condé cuando bajaba por el Ródano en compañía de su amigo el marqués de La Moussaye. Condé dijo:

Carus Amicus Mussaeus,

Ah! Deus bonus!,

quod tempus! Landerirette,

Imbres sumus perituri.

Y La Moussaye le tranquilizó diciendo:

Securae sunt nostrae vitae.

Sumus enim Sodomitae,

Igne tantum perituri,

Landeriri.

—Retiro lo que he dicho —dijo Charlus con voz aguda y amanerada—, es usted un pozo de ciencia; me lo escribirá, ¿verdad?, quiero guardar eso en mis archivos de familia, pues mi bisabuela en tercer grado era hermana del príncipe.

—Sí, barón, pero sobre el príncipe Luis de Baden no veo nada. Además, yo creo que, en general, el arte militar…

—¡Qué tontería! En esa época, Vendóme, Villars, el príncipe Eugenio, el príncipe de Conti, y si le hablara de nuestros héroes de Tonkín, de Marruecos, y hablo de los verdaderamente sublimes, y piadosos, y «nueva generación», se quedaría pasmado. ¡Ah!, tendría yo mucho que enseñar a los que hacen investigaciones sobre la nueva generación, que ha echado por la borda las vanas complicaciones de sus mayores, dice monsieur Bourget. Tengo un amiguito ahí, del que se habla mucho, que ha hecho cosas admirables…; pero, en fin, no quiero ser malo, volvamos al siglo XVII. Sabrá usted que Saint-Simon dice del mariscal D’Huxelles —entre tantos otros—: «… voluptuoso en orgías griegas de las que no se tomaba el trabajo de recatarse, y reclutaba jóvenes oficiales que se llevaba a casa, además de criadillos muy bien formados, y sin disimulos, en el ejército y en Estrasburgo». Probablemente habrá leído usted las cartas de Madame; los hombres no la llamaban más que «Putana». Ella habla de esto con bastante claridad.

—Y podía saberlo de buena fuente, por su marido.

Madame es un personaje muy interesante —dijo monsieur de Charlus—. Se la podría tomar por modelo para hacer el retrato ne varietur, la síntesis lírica de La femme d’une Tante. Primero virago; generalmente la mujer de una Tante es un hombre, por lo que le es tan fácil hacerle hijos. Además, Madame no habla de los vicios de Monsieur, pero sí habla continuamente de ese mismo vicio en los demás, como persona enterada y por esa inclinación que tenemos a encontrar en las familias ajenas las mismas taras que padecemos en la nuestra, para demostrarnos a nosotros mismos que no tienen nada de excepcional ni de deshonroso. Le decía que siempre fue así en todo tiempo. Pero el nuestro se distingue muy especialmente en este aspecto. Y a pesar de los ejemplos que he tomado del siglo XVII, si viviera ahora mi bisabuelo Francisco de la Rochefoucauld podría decir, con más razón aún que en el suyo…, vamos, Brichot, ayúdeme: «Los vicios son de todos los tiempos; pero si en los primeros siglos hubieran aparecido ciertas personas que todo el mundo conoce, ¿se hablaría ahora de las prostituciones de Heliogábalo?». Que todo el mundo conoce me gusta mucho. Veo que mi sagaz pariente conocía «las soflamas» de sus contemporáneos más célebres como yo conozco las de los míos. Pero gentes como esas tampoco abundan hoy. Tienen también algo especial.