—La señorita debió de estar con amigas, pues tiene varias en Versalles. —No, estaba siempre sola.
—Entonces la mirarían, ¡una muchacha tan guapa y sola!
—Claro que la miran, pero ella casi ni se entera; está todo el tiempo con los ojos en la guía y luego los levanta para mirar los cuadros.
La versión del chófer me pareció aún más exacta porque, en efecto, Albertina me envió aquel día de su paseo una postal del Palacio y otra de los Trianones. La atención con que el simpático chófer había seguido cada paso de Albertina me impresionó mucho.
¿Cómo iba a suponer yo que esta rectificación —en forma de amplio complemento de lo que me había dicho la antevíspera— se debía a que, entre aquellos dos días, Albertina, alarmada de que el chófer me hubiera hablado, se había sometido, había hecho las paces con él? Esta sospecha ni siquiera se me ocurrió. Verdad es que lo que me contó el mecánico, borrando todo temor de que Albertina me hubiera engañado, me enfrió muy naturalmente en cuanto a mi amiga y le quitó para mí todo interés al día que pasó en Versalles. Sin embargo, creo que las explicaciones del chófer, que, borrando toda posible culpa de Albertina, me la hacían aún más aburrida, quizá no habrían bastado para calmarme tan pronto. Acaso influyeron más en el cambio de mis sentimientos dos granitos que mi amiga tuvo en la frente durante unos días. Y estos sentimientos me apartaron más aún de ella (hasta el punto de no acordarme de su existencia más que cuando la veía) por la singular confidencia que me hizo la doncella de Gilberta, a la que encontré por casualidad. Me dijo que cuando yo iba todos los días a casa de Gilberta amaba a un joven al que veía mucho más que a mí. Yo lo había sospechado por un momento en aquella época, y hasta había interrogado entonces a esta misma doncella. Pero como sabía que estaba enamorado de Gilberta, lo negó, jurándome que mademoiselle Swann no había visto nunca a aquel joven. Pero ahora, sabiendo que mi amor había muerto hacía ya tiempo, que llevaba años sin contestar a sus cartas —y quizá también porque ella ya no estaba al servicio de la muchacha—, me contó espontáneamente y con todo detalle el episodio amoroso que yo no había sabido. Esto me parecía muy natural. Yo, recordando sus juramentos de entonces, creí que en aquella época no lo sabía. Nada de eso: era ella misma quien, por orden de mademoiselle Swann, iba a avisar al joven en cuanto la que yo amaba estaba sola. La que yo amaba entonces… Pero me pregunté si mi antiguo amor estaba tan muerto como yo creía, pues lo que me contó la doncella me hizo daño. Como no creo que los celos puedan resucitar un amor muerto, supuse que mi triste impresión se debía, al menos en parte, a mi amor propio herido, pues varias personas a las que no quería y que en aquella época, e incluso un poco después —esto ha cambiado mucho desde entonces—, adoptaban conmigo una actitud despectiva, sabían perfectamente, cuando estaba enamorado de Gilberta, que me engañaba. Y esto llegó a hacerme pensar retrospectivamente si en mi amor por Gilberta no habría habido una parte de amor propio, puesto que ahora me dolía tanto ver que unas personas a las que yo no quería sabían que todas aquellas horas de amor que tan feliz me hicieron fueron un verdadero engaño por parte de mi amiga a costa mía. En todo caso, fuera amor o amor propio, Gilberta casi había muerto para mí, pero no del todo, y esta contrariedad acabó de impedir que me preocupara demasiado por Albertina, que tan poco lugar ocupaba en mi corazón. Sin embargo, volviendo a ella (después de tan largo paréntesis) y a su excursión a Versalles, las postales de Versalles (¿se puede, pues, tener simultáneamente el corazón cogido entre dos celos cruzados que se refieren a dos personas diferentes?), me daban una impresión un poco desagradable cada vez que, arreglando papeles, caían mis ojos sobre ellas. Y pensaba que si el mecánico no fuera tan buena persona, la concordancia de su segunda explicación con las postales de Albertina no significaría gran cosa, pues lo primero que se envía de Versalles es el Palacio y los Trianones, a no ser que la postal la elija un refinado, enamorado de una determinada estatua, o un imbécil que escoge la estación del tranvía de caballos o la estación de Chantiers. Y hago mal en decir un imbécil, pues este tipo de postales no siempre las compra un imbécil, al azar, por el interés de ir a Versalles. Durante dos años los hombres inteligentes, los artistas, dieron en decir que Siena, Venecia, Granada, eran una lata, mientras que ante cualquier ómnibus, ante cualquier tren, exclamaban: «¡Qué bello!». Después este gusto pasó como los demás. No sé si no se volvió hasta el «sacrilegio que es destruir las nobles cosas del pasado». En todo caso, se dejó de considerar a priori un vagón de primera clase más bello que San Marcos de Venecia. Sin embargo, se decía: «La vida está aquí, la vuelta al pasado es una cosa falsa», pero sin sacar una conclusión rotunda. Por si acaso, y con plena confianza en el chófer, pero para que Albertina no pudiera plantarle sin que él se atreviera a resistirse por miedo a pasar por espía, ya no la dejaba salir si no era con el refuerzo de Andrea, cuando, durante un tiempo, me había bastado el chófer. Hasta había permitido (lo que después no me hubiera atrevido a hacer) que se ausentara durante tres días sola con el chófer y llegara hasta cerca de Balbec, tanto le gustaba rodar por la carretera a gran velocidad sobre un simple chasis. Tres días que pasé bien tranquilo, aunque la lluvia de postales que me envió no la recibí, debido al detestable funcionamiento de los correos bretones (buenos en verano, pero sin duda desorganizados en invierno) hasta ocho días después del retorno de Albertina y del chófer, tan valientes que la misma mañana del regreso reanudaron, como si tal cosa, el paseo cotidiano. Yo estaba encantado de que Albertina fuera al Trocadero, a aquella matinée «extraordinaria», pero estaba sobre todo tranquilo porque iba con una compañera, con Andrea.
Dejando estos pensamientos, ahora que Albertina había salido me asomé un momento a la ventana. Rompió el silencio el silbato del tropicallero y la corneta del tranvía, haciendo resonar el aire en octavas diferentes como un afinador de pianos ciego. Después se fueron definiendo los motivos entrecruzados y sumándose a ellos otros nuevos. Se oía también otro silbato, reclamo de un vendedor que nunca supe lo que vendía, silbato este exactamente igual que el del tranvía, y, como no se lo llevaba la velocidad, producía el efecto de un solo tranvía no dotado de movimiento o averiado, gritando a pequeños intervalos, como un animal moribundo. Y me parecía que si alguna vez llegara a dejar aquel barrio aristocrático —de no hacerlo por uno verdaderamente popular—, las calles y los bulevares del centro (donde la frutería, la pescadería, etc., estabilizadas en grandes casas de alimentación, hacían inútiles los pregones de los vendedores ambulantes, que además no hubieran logrado hacerse oír) me parecerían muy tristes, inhabitables, despojados, decantados de todas aquellas letanías de los pequeños oficios y de los comestibles ambulantes, privados de la orquesta que venía a encantarme cada mañana. Pasaba por la acera una mujer poco elegante (obediente a una moda fea), demasiado clara en un abrigo saco de piel de cabra; pero no, no era una mujer, era un chófer que, envuelto en su piel de cabra, se dirigía a pie a su garaje. Los botones de los grandes hoteles, uniformados de distintos colores, se dirigían alados a las estaciones, en sus bicicletas, al encuentro de los viajeros del tren de la mañana. El sonar de un violín procedía a veces del paso de un automóvil, a veces de que yo no había puesto bastante agua en mi calentador eléctrico. En medio de la sinfonía detonaba un «aire» pasado de moda: reemplazando a la vendedora de caramelos que solía acompañar su sonsonete con una carraca, el vendedor de juguetes, que llevaba colgado del mirlitón un muñeco y que lo movía en todos sentidos, paseaba otros muñecos y, sin cuidarse de la declamación ritual de Gregorio el Grande, de la declamación reformada de Palestrina y de la declamación lírica de los modernos, entonaba a voz en cuello, partidario rezagado de la pura melodía:
Allons les papas,
allons les mamans,
Contentez vos petits enfants;
C’est moi qui les fais,
c’est moi qui les vends,
Et c’est moi qui boulotte l’argent.
Tra la la.
Tra la la la laire.
Tra la la la la la la.
Allons les petits!
Unos italianos pequeños, con un bonete en la cabeza, no intentaban luchar con esta aria vivace, y sin decir nada ofrecían estatuillas. Y un pequeño pífano obligaba al vendedor de juguetes a alejarse cantando más confusamente, aunque presto: «Aquí los papás, aquí las mamás». ¿Era el pequeño pífano uno de aquellos dragones que yo oía por la mañana en Doncieres? No, pues lo que seguía eran estas palabras: «¡El lañador de loza y porcelana! Arreglo vidrio, mármol, cristal, hueso, marfil y objetos antiguos. ¡El lañador!». En una carnicería que tenía a la izquierda una aureola de sol y a la derecha una vaca entera colgada, un carnicero muy alto y muy delgado, rubio, con un cuello azul cielo, ponía una rapidez vertiginosa y una religiosa conciencia en separar a un lado los filetes exquisitos y a otro la carne de tercera clase, y —aunque después no hiciera otra cosa que disponer, para el escaparate, riñones, solomillo, lomo— en realidad daba mucho más la impresión de un hermoso ángel que el día del juicio final estuviera preparando para Dios, según su cualidad, la separación de buenos y de malos y el peso de las almas. Y de nuevo ascendía en el aire el pífano tenue y fino anunciando no ya las destrucciones que temía Francisca cada vez que desfilaba un regimiento de caballería, sino «reparaciones» prometidas por un «anticuario» ingenuo y burlón y que, en todo caso muy ecléctico, lejos de especializarse, su arte abarcaba las más diversas materias. Las repartidoras de pan se apresuraban a colocar en sus cestas las «flautas» destinadas al almuerzo, mientras las lecheras colgaban con ligereza las botellas de leche de sus ganchos. ¿Era exacta la visión nostálgica que yo tenía de aquellas muchachas? ¿No sería diferente si hubiera podido mantener inmóvil junto a mí por un momento a una de las que sólo veía, desde lo alto de mi ventana, en la tienda o caminando de prisa por la calle? Para valorar lo que me hacía perder la reflexión, es decir, la riqueza que el día me deparaba, habría sido preciso interceptar en el largo desfile de aquel friso animado a alguna muchachita portadora de la ropa o de la leche, hacerla pasar un momento, como la silueta de un decorado móvil entre los montantes, en el marco de mi puerta, y retenerla ante mis ojos no sin pedirle algunas señas que me permitieran volver a encontrarla un día e igual que ahora: esa ficha definitoria que los ornitólogos o los ictiólogos fijan en el vientre de los pájaros o de los peces antes de ponerlos en libertad para poder seguir sus migraciones.
Por eso le dije a Francisca que tenía que mandar a un recado y que me enviara a una de aquellas muchachitas que venían continuamente a buscar y a traer la ropa, el pan o las botellas de leche, y a las que ella solía encomendar algún encargo. En esto me parecía a Elstir, que, obligado a permanecer encerrado en su taller algunos días de primavera en los que, sabiendo que los bosques estaban llenos de violetas, le daban unas ganas locas de verlas, mandaba a la portera a comprarle un ramillete; y entonces no era la mesa en la que había posado el pequeño modelo vegetal, sino toda la alfombra del bosque donde había visto antes, a millares, los tallos serpentinos, vencidos bajo su pico azul, lo que Elstir creía tener ante los ojos, como una zona imaginaria que ponía en su taller el límpido olor de la flor evocadora.
La lavandera no había que pensar que viniera un domingo. En cuanto a la panadera, había llamado, mala suerte, cuando Francisca no estaba allí, había dejado las «flautas» en la cesta, en el descansillo, y se había marchado. La frutera no vendría hasta más tarde. Una vez que entré en la mantequería a comprar queso, me llamó la atención entre las dependientas una verdadera extravagancia rubia, muy alta, aunque infantil, y que, en medio de las demás, parecía estar soñando, en una actitud bastante orgullosa. La vi sólo de lejos y pasó tan de prisa que no hubiera podido decir cómo era, sólo que había debido de crecer demasiado de prisa y que llevaba en la cabeza un toisón que daba idea, mucho más que de las particularidades capilares, de una estilización escultórica de los meandros aislados de unos ventisqueros paralelos. Sólo había distinguido esto y una nariz muy dibujada (cosa rara en una niña) en un rostro flaco y que recordaba el pico de las crías de buitre. Por otra parte, no fueron sólo las compañeras agrupadas a su alrededor lo que me impidió verla, sino también la incertidumbre de los sentimientos que, a primera vista y después, podía yo inspirarle, si de orgullo arisco, o de ironía, o de un desdén que expresaría después a sus amigas. Estas suposiciones que alternativamente hice sobre ella en un segundo, espesaron en torno suyo la atmósfera turbia en que se me perdía, como una diosa en la nube que el rayo hace temblar. Pues la incertidumbre moral dificulta una exacta percepción visual más de lo que pudiera dificultarla un defecto material de la vista. En aquella jovenzuela demasiado flaca que por eso llamaba más la atención, el exceso de lo que otro llamaría quizá encantos era precisamente propio para desagradarme a mí, pero, sin embargo, su resultado fue no dejarme ver nada, y mucho menos recordar, de las otras pequeñas dependientas, que la naricilla arqueada de esta, su mirar pensativo, personal, como de juez —cosa tan poco agradable—, habían sumergido en la noche, como un rayo rubio que entenebrece el paisaje circundante. Y así, de mi visita para encargar queso en la mantequería sólo recordaba (si «recordar» puede decirse tratándose de un rostro tan mal mirado que, no teniéndole delante se le aplica diez veces una nariz diferente), sólo recordaba a la pequeña que me había desagradado. Esto basta para iniciar un amor. Pero habría olvidado a la extravagancia rubia y nunca deseara volver a verla si Francisca no me hubiera dicho que aquella pequeña, aunque muy jovenzuela, era despabilada e iba a dejar a la patrona porque, demasiado coqueta, debía dinero en el barrio. Se ha dicho que la belleza es una promesa de felicidad. Inversamente, la posibilidad del placer puede ser un comienzo de belleza.
Me puse a leer la carta de mamá. A través de sus citas de madame de Sévigné («Si mis pensamientos no son enteramente negros en Combray, son por lo menos de un gris oscuro; pienso en ti constantemente; te añoro con afán; tu salud, tus asuntos, tu lejanía, ¿qué crees tú que puede importar todo esto entre perro y lobo?»), notaba yo que a mi madre la contrariaba que se prolongara la estancia de Albertina en la casa y se afianzaran, aunque no declaradas todavía a la novia, mis intenciones de casarme con ella. No me lo decía directamente por miedo de que yo dejase sus cartas a la vista. Y, por veladas que fuesen, me reprochaba no acusarle recibo de ellas en seguida: «Ya sabes que madame de Sévigné decía: Cuando se está lejos no se burla uno de las cartas que comienzan por: recibí la tuya». Sin hablar de lo que más la preocupaba, se decía contrariada por mis grandes gastos: «¿Adónde va a parar todo ese dinero? Ya me duele bastante que, como Carlos de Sévigné, no sepas lo que quieres y que seas “dos o tres hombres a la vez”, pero procura al menos no ser como él en el derroche y que no pueda decir yo de ti: ha encontrado el medio de gastar sin parecerlo, de perder sin jugar y de pagar sin salir de deudas». Acababa de terminar la carta de mamá cuando entró Francisca a decirme que precisamente estaba allí la pequeña lechera un poco demasiado atrevida de que ella me había hablado.
—Podrá muy bien llevar la carta del señor y hacer los recados si no es demasiado lejos. Ya verá el señor, parece una Caperucita Roja.
Francisca fue a buscarla y oí que le decía mientras la guiaba:
—Vamos, tienes miedo porque hay un pasillo, pedazo de tonta, te creía más espabilada. ¿Es que voy a tener que llevarte de la mano?
Y Francisca, como buena y honrada sirvienta que quiere hacer respetar a su maestro como lo respeta ella misma, se envolvió en esa majestad que ennoblece a las celestinas en los cuadros de los antiguos maestros, donde, junto a ellas, se esfuman casi en la insignificancia los amantes.
Cuando Elstir miraba las violetas, no tenía que preocuparse de lo que las violetas hacían. La entrada de la lecherita me quitó en seguida mi calma de contemplador; ya no pensé más que en hacer verosímil la fábula de la carta que tenía que llevar y me puse a escribir rápidamente sin apenas atreverme a mirarla, no fuera a parecer que la había llamado para eso. Estaba para mí adornada con ese encanto de lo desconocido que no tendría una profesional encontrada en esas casas donde las profesionales nos esperan. No estaba ni desnuda ni disfrazada, era una auténtica lechera, una de esas que imaginamos tan bonitas cuando no tenemos tiempo de acercarnos a ellas; era un poco de lo que constituye el eterno deseo, el eterno afán de la vida, cuya doble corriente es al fin desviada, dirigida a nosotros. Doble porque se trata de lo desconocido, de un ser que suponemos que debe de ser divino por su estatura, sus proporciones, su mirar indiferente, su altiva calma, mientras que, por otra parte, queremos a esta mujer bien especializada en su profesión, capaz de permitirnos la evasión en ese mundo que el disfraz nos hace ver, novelescamente, diferente.
Por otra parte, si queremos reducir a una fórmula la ley de nuestras curiosidades amorosas, tendríamos que buscarla en la máxima diferencia entre una mujer vista y una mujer tocada, acariciada. Si las mujeres de lo que en otro tiempo se llamaban casas cerradas, si las mismas cocottes (siempre que no sepamos que son cocottes) nos atraen tan poco, no es que sean menos bellas que las otras, es que están siempre dispuestas, que lo que queremos precisamente conseguir nos lo ofrecen ya; es que no son conquistas. Aquí, la diferencia es mínima. Una prostituta nos sonríe ya en la calle lo mismo que nos sonreirá dentro de la casa. Somos escultores. Queremos sacar de una mujer una estatua completamente diferente de la que ella nos ha presentado. Hemos visto una muchacha indiferente, insolente a la orilla del mar, hemos visto una vendedora seria y activa en su mostrador que nos responderá secamente aunque sólo sea para que no se burlen de ella sus compañeras, una verdulera que apenas nos contesta. Bueno, pues inmediatamente queremos experimentar si la orgullosa muchacha de la orilla del mar, si la vendedora encastillada en el qué dirán, si la distraída verdulera no llegarán, como resultado de nuestros manejos, a ceder en su actitud rectilínea, a rodear nuestro cuello con aquellos brazos que llevaban la fruta, a inclinar sobre nuestra boca, con una sonrisa consentidora, unos ojos hasta entonces fríos o distraídos —¡oh belleza de los ojos severos a las horas del trabajo en que la obrera tanto temía la maledicencia de sus compañeras, de los ojos que evitaban nuestras obsesivas miradas y que ahora que la vemos a solas contraen las pupilas bajo el soleado peso de la risa cuando hablamos de hacer el amor!—. Entre la vendedora, la lavandera que no aparta la vista de la plancha, la verdulera, la lechera y esta misma muchachita que va a ser nuestra amante se ha producido la máxima distancia, tensa aún en sus extremos límites y variada por esos gestos habituales de la profesión que, mientras dura la labor, hacen de los brazos algo tan sumamente diferente de esos leves lazos que ya, como arabescos, se enlazan cada noche a nuestro cuello mientras la boca se dispone para el beso. Por eso nos pasamos la vida en inquietos afanes constantemente repetidos tras las muchachas serias y a las que su oficio parece alejar de nosotros. Una vez en nuestros brazos, ya no son lo que eran, ha quedado suprimida la distancia que soñábamos franquear. Pero volvemos a empezar con otras mujeres, dedicamos a estas empresas todo nuestro tiempo, todo nuestro dinero, todas nuestras fuerzas, nos morimos de rabia contra el cochero demasiado lento que acaso va a hacernos perder la primera cita, estamos febriles. Sabemos, sin embargo, que esa primera cita marcará el fin de una ilusión. No importa: mientras la ilusión dura, queremos ver si se puede transformar en realidad, y entonces pensamos en la lavandera que hemos visto tan fría. La curiosidad amorosa es como la que suscitan en nosotros los nombres de países: siempre defraudada, renace y permanece siempre insaciable.
Desgraciadamente, la rubia lechera de mechones estriados, una vez junto a mí, una vez despojada de tanta imaginación y de tantos deseos despertados en mí, quedó reducida a sí misma. Ya no la envolvía en un vértigo la nube estremecida de mis suposiciones. Tomaba un aire muy avergonzado de no tener ya más que una nariz (en vez de diez, de veinte, que yo recordaba sucesivamente sin poder fijar mi recuerdo), una sola nariz más redonda de lo que yo creía, que daba una idea de estupidez y, en todo caso, había perdido la facultad de multiplicarse. Ante este vuelo capturado, inerte yo, anulado, incapaz de realzar en nada su pobre evidencia, no tenía ya imaginación para colaborar con él. Caído en la realidad inmóvil, yo intentaba resurgir; las mejillas, que no había visto en la tienda, me parecieron tan bonitas que me intimidaron, y, para darme aplomo, dije a la lecherita:
—¿Me hace el favor de darme Le Figaro que está ahí? Tengo que mirar el nombre del lugar a donde quiero mandarla.
Y cogiendo en seguida el periódico, descubrió la manga roja de su chaqueta y me tendió el diario conservador con un movimiento ágil y gentil que me gustó por su rapidez familiar, su apariencia suave y su color escarlata. Abriendo Le Figaro, por decir algo y sin alzar los ojos, pregunté a la muchacha:
—¿Cómo se llama esa prenda de punto rojo que lleva usted? Es muy bonita. Me contestó:
—Es un golf.
Pues por un descenso propio de todas las modas, los vestidos y las palabras que hace unos años parecían pertenecer al mundo relativamente elegante de las amigas de Albertina ahora los usaban las obreras.
—¿De veras no le causará mucho trastorno —le dije haciendo como que buscaba en Le Figaro— que la mande aunque sea un poco lejos?
En cuanto aparenté que me parecía penoso el servicio que me iba a hacer, comenzó a encontrar que era molesto para ella.
—Es que dentro de un rato voy a ir a pasear en bici. Para eso no tenemos más que el domingo.
—Pero ¿no tiene frío así, sin nada en la cabeza?
—No iré sin nada en la cabeza, llevaré mi polo, y además, con tanto pelo como tengo, podría pasar sin él.
Alcé los ojos hacia los mechones flavescentes y rizados, y sentí que su remolino me arrastraba, palpitante el corazón, en la luz y en las ráfagas de un huracán de belleza. Seguía mirando el periódico, pero aunque sólo fuera por darme aplomo y ganar tiempo, haciendo como que leía, entendía el sentido de las palabras que estaban bajo mis ojos y me impresionaban: «En el programa de la matinée que hemos anunciado que se celebrará esta tarde en la sala de fiestas del Trocadero, hay que añadir el nombre de mademoiselle Léa, que ha accedido a actuar en Les fourberies de Nérine. Hará, naturalmente, el papel de Nérine, en el que está deliciosa de gracia y de arrebatadora alegría». Fue como si me hubieran arrancado brutalmente del corazón la venda bajo la cual había comenzado a cicatrizarse desde mi regreso de Balbec. Se desbordó a torrentes el flujo de mis angustias. Léa era la actriz amiga de las dos muchachas que Albertina, pareciendo que no las veía, había estado mirando en el espejo del casino una tarde. Verdad es que en Balbec, Albertina, al oír el nombre de Léa, tomó un tono especial de compunción para decirme, casi ofendida de que se pudiera sospechar de semejante virtud: «¡Oh, no!, no es en absoluto una mujer de esas, es una mujer como se debe». Desgraciadamente para mí, cuando Albertina emitía una afirmación de este tipo, era siempre la primera fase de afirmaciones diferentes. Poco después de la primera, venía la segunda: «Yo no la conozco». Tercio, cuando Albertina me hablaba de una persona así, «libre de toda sospecha» y que (secundo) «ella no conocía», olvidaba luego: primero, que había dicho que la conocía, y, en una frase en la que se contradecía sin saberlo, contaba que la conocía. Consumado este primer olvido y emitida la nueva afirmación, se planteaba un segundo olvido, el de que la persona estaba libre de toda sospecha.
—¿Es que Fulana —preguntaba yo— no tiene esas costumbres?
—¡Pues claro, es sabidísimo!
En seguida volvía a tomar el tono compungido con una afirmación que era un vago eco muy atenuado de la primera:
—Debo decir que conmigo ha sido siempre de una corrección perfecta. Naturalmente, ella sabía que yo la hubiera rechazado, y de qué manera. Pero de todas maneras tengo que estarle agradecida por el verdadero respeto que siempre me ha demostrado. Se ve que sabía bien con quién trataba.
La verdad la recordamos porque tiene un nombre, raíces antiguas; pero una mentira improvisada se olvida en seguida. Albertina olvidaba aquella última mentira, la cuarta, y un día en que intentaba ganar mi confianza haciéndome ciertas confidencias, me decía de la misma persona, tan correcta al principio y de la que había dicho que no la conocía:
—Se ha encaprichado por mí. Tres o cuatro veces me ha pedido que la acompañara hasta su casa y subiera. Acompañarla, yo no veía ningún mal en ello, delante de todo el mundo, en pleno día, en la calle. Pero al llegar a su puerta siempre encontraba un pretexto y nunca subí.
Al poco tiempo, Albertina ponderaba los objetos que la misma señora tenía en su casa. De aproximación en aproximación, seguramente habría podido sacarle la verdad, una verdad que acaso no era tan grave como yo me inclinaba a creer, pues quizá, fácil con las mujeres, prefería un amante, y ahora que su amante era yo no pensaría en Léa. En todo caso, en lo que a esta se refiere, no habíamos pasado de la primera afirmación, y yo ignoraba si Albertina la conocía[13].
Mas para el caso era igual. Había que impedir a todo trance que Albertina pudiera encontrar en el Trocadero a aquella persona conocida o conocerla si no la conocía. Digo que no sabía si conocía a Léa o no; sin embargo, debía de saberlo en Balbec por la misma Albertina. Y es que el olvido borraba en mí, tanto como en Albertina, gran parte de las cosas que me había dicho. Pues la memoria, en vez de un ejemplar duplicado, siempre presente ante nuestros ojos, de los diversos hechos de nuestra vida, es más bien un vacío del que de cuando en cuando una similitud actual nos permite sacar, resucitados, recuerdos muertos; pero hay, además, mil pequeños hechos que no han caído en esa virtualidad de la memoria y que permanecerán siempre incontrolables para nosotros. No prestamos ninguna atención a lo que ignoramos de la vida real en torno a la persona amada, olvidamos inmediatamente lo que nos ha dicho de un hecho o de unas personas que no conocemos, así como su actitud al decírnoslo. Por eso cuando, posteriormente, esas mismas personas suscitan nuestros celos, para saber si no se engañan, si es a ellas a quien deben achacar una impaciencia de la amada por salir, un descontento de que se lo hayamos impedido volviendo demasiado pronto, nuestros celos, hurgando en el pasado para sacar deducciones, no encuentran nada en él; siempre retrospectivos, son como un historiador que se pone a escribir una historia para la cual no hay ningún documento; siempre retrasados, se precipitan como un toro furioso allí donde no se encuentra la persona orgullosa y brillante que los irrita con sus picaduras y cuya magnificencia, cuya astucia, admira la multitud cruel. Los celos se debaten en el vacío, inciertos como lo estamos en esos sueños en los que sufrimos por no encontrar en su casa vacía a una persona que hemos conocido bien en la vida, pero que aquí acaso es otra que ha tomado solamente el exterior de otro personaje, inciertos como lo estamos más aún cuando, ya despiertos, intentamos identificar tal o cual detalle de nuestro sueño. ¿Cómo estaba nuestra amiga al decirnos aquello? ¿No parecía muy contenta, hasta silbando, cosa que hace solamente cuando tiene algún pensamiento amoroso y nuestra presencia la importuna y la irrita? ¿No nos dijo una cosa que está en contradicción con lo que nos dice ahora, que conocía o no conocía a tal persona? No lo sabemos, no lo sabremos nunca. Nos esforzamos en buscar los retazos inconsistentes de un sueño, y mientras tanto nuestra vida con nuestra amante continúa, nuestra vida distraída ante lo que ignoramos que es importante para nosotros, atenta a lo que acaso no lo es, obsesionada con seres que no tienen verdadera relación con nosotros, llena de olvidos, de lagunas, de vanas ansiedades, nuestra vida semejante a un sueño.
Me di cuenta de que la lecherita seguía allí. Le dije que, decididamente, aquello estaba muy lejos, que no la necesitaba. Entonces a ella le pareció también que hubiera sido demasiado molesto:
—Dentro de poco empieza un buen partido, no quisiera perderlo.
Me di cuenta de que aquella muchacha debía de decir ya: afición a los deportes, y que a los pocos años diría: vivir su vida. Le dije que, decididamente, no la necesitaba y le di cinco francos. Como no lo esperaba, inmediatamente pensó que si le había dado cinco francos por no hacer nada, le hubiera dado mucho por el recado, y empezó a considerar que su partido no tenía importancia.
—Hubiera podido hacerle el recado. Podemos arreglarnos.
Pero la empujé hacia la puerta, necesitaba estar solo; había que impedir a todo trance que Albertina se encontrara en el Trocadero con las amigas de Léa. Había que evitarlo, había que evitarlo a todo trance; a decir verdad, yo no sabía aún de qué manera, y en los primeros momentos abría las manos, las miraba, hacía chascar las articulaciones de los dedos, bien porque la mente que no puede encontrar lo que busca se empereza y se concede un alto de un momento en el que las cosas más indiferentes se le aparecen claras, como esas hierbas de las laderas que desde el vagón vemos temblar al viento cuando el tren se detiene en pleno campo (inmovilidad no siempre más fecunda que la del animal capturado que paralizado por el miedo o fascinado mira sin moverse), bien porque yo tuviese ya dispuesto mi cuerpo —con mi inteligencia dentro y en esta los medios de acción sobre tal o cual persona— como si no fuera ya más que un arma de la que partiría el disparo que iba a separar a Albertina de Léa y de sus dos amigas. Cierto que cuando Francisca vino por la mañana a decirme que Albertina iba a ir al Trocadero me dije: «Albertina puede hacer lo que le dé la gana», y creí que hasta la noche, con aquel tiempo radiante, lo que Albertina hiciera no tendría para mí importancia perceptible. Pero no era solamente el sol mañanero, como yo pensé, lo que me dio aquella indiferencia; era porque, después de obligar a Albertina a renunciar a los proyectos que acaso podía iniciar o incluso realizar con los Verdurin, y de reducirla a ir a una matinée que yo mismo había elegido y para la que ella no había podido preparar nada, sabía que lo que hiciera sería forzosamente inocente. De la misma manera, si Albertina había dicho poco después: «Si me mato, me importa poco», era porque estaba segura de que no se mataría. Aquella mañana había ante mí, ante Albertina (mucho más que el claro sol del día), ese medio que no vemos, pero a través del cual, traslúcido y cambiante, percibíamos: yo, sus actos; ella, la importancia de su propia vida; es decir, esas creencias invisibles, pero no más asimilables a un puro vacío de lo que lo es el aire que nos rodea; crean en torno a nosotros una atmósfera variable, excelente a veces, y respirable con frecuencia, y merecerían ser observadas y anotadas con tanto cuidado como la temperatura, la presión barométrica, la estación, pues nuestros días tienen su originalidad física y moral. La creencia —no advertida aquella mañana por mí, pero que, sin embargo, me había vuelto gozosamente hasta el momento en que abrí Le Figaro— de que Albertina no haría nada que no fuera inofensivo, aquella creencia acababa de desaparecer. Ya no vivía yo en el hermoso día, sino en un día creado dentro del primero por la inquietud de que Albertina reanudara relaciones con Léa, y más fácilmente aún con las dos muchachas si, como me parecía probable, iban a aplaudir a la actriz en el Trocadero, donde no les sería difícil encontrarse con Albertina en un entreacto. Ya no pensaba en mademoiselle Vinteuil; el nombre de Léa me había hecho volver a ver, renovando mis celos, la imagen de Albertina en el casino cerca de las dos muchachas. Pues yo no tenía en la memoria más que series de Albertinas separadas unas de otras, incompletas, perfiles, instantáneas; en consecuencia, mis celos se confinaban en una expresión discontinua, a la vez fugitiva y fija, y en los seres que la habían llevado al rostro de Albertina. Recordaba a esta cuando, en Balbec, la miraban demasiado las dos muchachas u otras mujeres de este género; recordaba lo que me hacía sufrir verla recorrer con miradas activas, como las de un pintor que quiere tomar un apunte, el rostro enteramente cubierto por ella y que, sin duda debido a mi presencia, sufría aquel contacto sin aparentar que se daba cuenta de él con una pasividad acaso clandestinamente voluptuosa. Y antes de que se tranquilizara y me hablara, mediaba un segundo durante el cual Albertina no se movía, sonreía en el vacío, con el mismo aire de naturalidad fingida y de placer disimulado que si la estuvieran retratando, o incluso para elegir ante el objetivo una pose más vivaz —la misma que había adoptado en Doncieres cuando paseábamos con Saint-Loup: sonriendo y pasándose la lengua por los labios, parecía estar excitando a un perro—. Desde luego en tales momentos no era en absoluto la misma que cuando miraba con interés a las muchachitas que pasaban. En este caso, por el contrario, sus ojos entornados y dulces se clavaban, se pegaban a la muchacha que pasaba, tan adherentes, tan corrosivos, que parecía que al retirarlos iban a llevarse la piel. Pero en este momento aquella mirada, que al menos le daba algo de seriedad, hasta el punto de parecer enferma, me pareció dulce comparada con la mirada atónita y feliz que dirigía a las dos muchachas, y hubiera preferido la sombría expresión del deseo que quizá sentía algunas veces a la gozosa expresión causada por el deseo que ella inspiraba. Por más que disimulara la conciencia que tenía de este deseo, esa conciencia la bañaba, la envolvía, vaporosa, voluptuosa, patente en el rosa muy vivo de su cara. Pero quién sabe si todo lo que Albertina tenía ahora en suspenso dentro de ella, lo que irradiaba en torno suyo y tanto me hacía sufrir, quién sabe si fuera de mi presencia seguiría callándolo, si, cuando no estuviera yo a su lado, no respondería audazmente a las insinuaciones de las dos muchachas. Estos recuerdos me causaban gran dolor, eran como una confesión total de los gustos de Albertina, una confesión general de su infidelidad, contra la que no podían prevalecer los juramentos particulares de Albertina en los que yo quería creer, los resultados negativos de mis incompletas averiguaciones, las seguridades de Andrea, dadas quizá en connivencia con Albertina. Albertina podía negarme sus traiciones particulares; con Palabras que se le escapaban, más fuertes que las declaraciones contrarias, simplemente con aquellas miradas, había confesado lo que quería ocultar, mucho más que hechos particulares, lo que antes se hubiera dejado matar que reconocerlo: su inclinación. Pues ninguna persona quiere descubrir su alma.
A pesar del dolor que estos recuerdos me causaban, ¿cómo negar que era el programa de la matinée del Trocadero lo que había despertado mi necesidad de Albertina? Era de esas mujeres cuyas faltas podrían, llegado el caso, pasar por encantos, y, como sus faltas, la bondad que las sucede y nos devuelve esa dulzura que con ellas nos vemos obligados a reconquistar, como un enfermo que nunca está bien dos días seguidos. Por otra parte, más aún que sus faltas cuando las amamos, hay sus faltas antes de conocerlas, y la primera de todas su naturaleza. En efecto, lo que hace dolorosos estos amores es que les preexiste una especie de pecado original de la mujer, un pecado que nos hace amarlas, de suerte que cuando lo olvidamos las necesitamos menos y que para volver a amarlas hay que volver a sufrir. En este momento lo que más me preocupaba era que no se encontrara con las dos muchachas y saber si conocía o no a Léa, aunque no debieran interesarnos los hechos particulares sino por su significado general, y a pesar de la puerilidad, tan grande como la del viaje o la del deseo de conocer mujeres que hay en fragmentar la curiosidad en lo que del invisible torrente de las realidades crueles que siempre nos serán desconocidas ha cristalizado fortuitamente en nuestro espíritu. Por otra parte, aunque lográramos destruirlo, sería inmediatamente reemplazado por otra cosa. Ayer yo temía que Albertina fuera a casa de madame Verdurin. Ahora sólo me preocupaba Léa. Los celos, que tienen una venda en los ojos, no sólo son impotentes para ver nada en las tinieblas que los rodean, son también uno de esos suplicios en los que hay que recomenzar siempre la tarea, como la de las Danaides, como la de Ixión. Aunque no estuvieran allí las dos muchachas, ¡qué impresión podía hacerle a Albertina, embellecida por su papel, glorificada por el éxito!, ¡qué sueños dejaría en Albertina, qué deseos que, aun refrenados en mi casa, le darían la contrariedad de una vida en la que no podía satisfacerlos!
Además, ¿quién sabe si no conocía a Léa y no iría a verla a su camerino? Y aunque no la conociera, ¿quién me aseguraba que habiéndola visto, desde luego, en Balbec no la reconocería y no le haría desde el escenario una seña que autorizara a Albertina a que le abrieran la puerta de entre bastidores? Un peligro parece muy evitable cuando ha sido conjurado. Este no lo había sido todavía, yo tenía miedo de que no se pudiera conjurar, y por eso me parecía más terrible. Y, sin embargo, la violencia de mi dolor en este momento parecía en cierto modo darme la prueba de mi amor a Albertina, aquel amor que casi desaparecía cuando intentaba realizarlo. Ya no pensaba en ninguna otra cosa, sólo en los medios de impedir que se quedara en el Trocadero, y habría ofrecido mucho dinero a Léa porque no fuera. Así, pues, si la preferencia se demuestra por la acción que realizamos más que por la idea que nos formamos, yo habría amado a Albertina. Pero este renacimiento de mi dolor no daba en mí más consistencia a la imagen de Albertina. Causaba mis males como una divinidad que permanece invisible. Con mil conjeturas, procuraba hacer frente a mi dolor sin por eso realizar mi amor.
En primer lugar había que estar seguro de que Léa iba a ir verdaderamente al Trocadero. Después de despedir a la lechera dándole dos francos, telefoneé a Bloch, que también conocía a Léa, para preguntárselo. No sabía nada y pareció extrañarle que esto pudiera interesarme. Pensé que tenía que darme prisa, que Francisca estaba ya vestida y yo no, y mientras me lavaba le hice tomar un automóvil; tenía que ir al Trocadero, sacar una entrada, buscar a Albertina en la sala y entregarle unas letras mías. En ellas le decía que estaba muy inquieto porque acababa de recibir una carta de aquella dama por la cual había sufrido tanto una noche en Balbec, como ella sabía. Le recordé que al día siguiente ella, Albertina, me había reprochado que no mandara a buscarla. Por eso me permitía pedirle que me sacrificara la matinée y viniera a buscarme para ir a tomar juntos el aire a ver si me reponía. Pero como tardaría bastante tiempo en vestirme y prepararme, me gustaría mucho que aprovechara la presencia de Francisca para ir a comprar a los Trois-Quartiers (pues este almacén, por ser más pequeño, me inquietaba menos que el Bon Marché) el camisolín de tul blanco que necesitaba.
Probablemente, mi carta no era inútil. En realidad, yo no sabía nada de lo que había hecho Albertina desde que yo la conocía, ni tampoco antes. Pero en su conversación (Albertina habría podido decir, si yo le hubiese hablado de ellas, que había entendido mal) había ciertas contradicciones, ciertos retoques que me parecían tan decisivos como un flagrante delito, pero menos utilizables contra Albertina, que muchas veces, cogida en fraude como un niño, con aquella brusca retirada estratégica, había rechazado cada vez mis duros ataques y restablecido la situación. Duros para mí. No por refinamiento de estilo, sino para reparar sus imprudencias, Albertina recurría a esos bruscos saltos de sintaxis que se parecen un poco a lo que los gramáticos llaman anacoluto o no sé cómo. Un día, hablando de mujeres, se le escapó decir: «Recuerdo que, hace poco, yo …»; y como bruscamente, después de un «cuarto de suspiro», el «yo» se transformaba en «ella»: era una cosa que ella había visto como paseante inocente, y en modo alguno realizada. No era ella el sujeto de la acción. Me hubiera gustado recordar exactamente el principio de la frase para deducir yo mismo el final, ya que ella recogía velas. Pero como yo esperaba este final, recordaba mal el comienzo, que acaso mi interés le había hecho desviar, y me quedaba ansioso de su verdadero pensamiento, de su recuerdo verídico. Desgraciadamente, con los comienzos de una mentira de nuestra amada ocurre como con los comienzos de nuestro propio amor o de una vocación. Se forman, se conglomeran, pasan inadvertidos a nuestra propia atención. Cuando queremos recordar cómo comenzamos a amar a una mujer, ya la amamos; en los deliquios de antes, no nos decíamos: esto es el preludio de un amor, pongamos atención; y avanzaban por sorpresa, sin que apenas los notáramos. De igual modo, salvo en casos relativamente bastante raros, puede decirse que sólo por comodidad del relato he enfrentado aquí a veces un dicho mentiroso de Albertina con su aserción primera (sobre el mismo asunto). Esta primera aserción, como yo no leía en el futuro y no adivinaba la afirmación contradictoria que la iba a acompañar después, solía pasarme inadvertida, oyéndola con los oídos, pero sin aislarla de la continuidad de las palabras de Albertina. Después, ante la mentira patente, o presa de una duda ansiosa, habría querido recordar, pero en vano: mi memoria no había sido advertida a tiempo y había creído inútil guardar copia.
Recomendé a Francisca que, cuando hiciera salir a Albertina del teatro, me avisara por teléfono y la trajera, contenta o no.
—No faltaría más que eso, que no estuviera contenta de venir a ver al señor —contestó Francisca.
—Pero yo no sé si le gusta tanto verme.
—Bien ingrata tenía que ser —replicó Francisca, en quien Albertina renovaba, al cabo de tantos años, el mismo suplicio de envidia que en otro tiempo le causara Eulalia con relación a mi tía.
Ignorando que la situación de Albertina conmigo no la había buscado ella, sino que la había querido yo (lo que yo prefería ocultarle, por amor propio y por hacerla rabiar), Francisca admiraba y execraba su habilidad, y cuando hablaba de ella a los otros criados, la llamaba «comedianta», «trapacera», que hacía de mí lo que quería. Aún no se atrevía a declararle la guerra, le ponía buena cara y hacía valer ante mí como un mérito los servicios que le hacía en sus relaciones conmigo, pensando que era inútil decirle nada y que nada conseguiría, pero al acecho de una ocasión; y si alguna vez llegaba a descubrir una fisura en la situación de Albertina, se prometía ensancharla y separarnos completamente.
—¿Ingrata? No, Francisca, soy yo el que me considero ingrato, no sabe usted lo buena que es conmigo —¡me era tan dulce pasar por ser amado!—. Vaya en seguida.
—Allá voy, y presto.
La influencia de su hija empezaba a alterar un poco el vocabulario de Francisca. Así pierden su pureza todas las lenguas por adjunción de términos nuevos. De esta decadencia del habla de Francisca, que yo había conocido en sus buenos tiempos, era yo indirectamente responsable. La hija de Francisca no habría hecho degenerar hasta la más baja de las jergas el lenguaje clásico de su madre si se hubiera limitado a hablar el dialecto con ella. Nunca se había privado de hacerlo, y cuando estaban las dos conmigo, si tenían cosas secretas que decirse, en vez de ir a encerrarse en la cocina, se buscaban, hablando en dialecto en mitad de mi cuarto, una protección más infranqueable que la puerta mejor cerrada. A lo más que llegaba yo era a suponer que madre e hija no siempre vivían en buena armonía, a juzgar por la frecuencia con que repetían la única palabra que yo podía distinguir: m’esasperate (a menos que fuese yo el objeto de aquella exasperación). Desgraciadamente, la lengua más desconocida acabamos por aprenderla cuando oímos hablarla siempre. Yo lamenté que fuera el dialecto, pues llegué a saberlo, y lo mismo habría aprendido el persa si Francisca hubiera tenido la costumbre de expresarse en esta lengua. Cuando se dio cuenta de mis progresos, de nada sirvió que ella y su hija hablaran más de prisa. A la madre le disgustó muchísimo que yo entendiese el dialecto, pero después estaba muy contenta de oírme hablarlo. En realidad, este contento era más bien burla, pues aunque acabé por pronunciar aproximadamente como ella, ella encontraba entre nuestras dos pronunciaciones unos abismos que la encantaban y dio en lamentar no ver ya a algunas personas de su tierra en las que no había pensado nunca desde hacía años y que, al parecer, se habrían tronchado de risa, una risa que a ella le hubiera gustado oír, al oírme hablar tan mal el dialecto. Sólo pensarlo la llenaba de alegría y de pesar, y nombraba a tal o cual paisano suyo que habría llorado de risa. En todo caso, ninguna alegría atenuó la tristeza de que, aun pronunciando mal, la entendiera bien. Las llaves resultan inútiles cuando aquel a quien se quiere impedir que entre puede servirse de una llave universal o de una ganzúa. El dialecto era ya una defensa vulnerable, y Francisca se puso a hablar con su hija un francés que al poco tiempo era el francés de las bajas épocas.
Yo estaba ya preparado y Francisca no había telefoneado todavía. ¿Debería irme sin esperar? Pero ¿y si Francisca no encontraba a Albertina, si esta no estaba entre bastidores, si, aunque la encontrara, no accedía a venir? Pasada media hora sonó el timbre del teléfono, y en mi corazón latían tumultuosamente la esperanza y el miedo. Era, a la orden de un empleado del teléfono, un escuadrón volante de sonidos que, con una velocidad instantánea, me traían las palabras del telefonista, no las de Francisca, a quien una timidez y una melancolía ancestrales, aplicadas a un objeto desconocido por sus padres, impedían aproximarse a un receptor, aunque dispuesta a visitar a enfermos contagiosos. Había encontrado en el promenoir a Albertina sola, y como sólo había ido a decir a Andrea que no se iba a quedar volvió en seguida con Francisca.
—¿No estaba enfadada?
—¡Vaya! ¡Pregunte a esta señora si la señorita estaba enfadada!…
—Esta señora me dice que le diga que no, en absoluto, que todo lo contrario; por lo menos, si no estaba contenta, no se le notaba. Ahora van a ir a los Trois-Quartiers y vendrán a las dos.
Comprendí que las dos serían las tres, pues las dos habían pasado ya. Pero uno de los defectos particulares de Francisca, permanentes, incurables, de esos que llamamos enfermedades, era no poder nunca mirar ni decir la hora exacta. Cuando Francisca, mirando el reloj, si eran las dos decía: es la una, o son las tres, nunca pude comprender si el fenómeno que se producía residía en la vista de Francisca, o en su pensamiento, o en su lenguaje; lo cierto es que este fenómeno se producía siempre. La humanidad es muy vieja. La herencia, los cruces han dado una fuerza insuperable a malos hábitos, a reflejos viciosos. Una persona estornuda o jadea porque pasa cerca de un rosal; a otra le sale una erupción cuando huele pintura fresca; a muchos les da un cólico cuando tienen que salir de viaje, y hay nietos de ladrones que, siendo millonarios y generosos, no pueden resistir la tentación de robarnos cincuenta francos. En cuanto a saber por qué Francisca no podía decir nunca la hora exacta, nunca me dio ella ninguna luz al respecto. Pues a pesar de la ira que sus respuestas inexactas solían producirme, Francisca no intentaba ni disculparse de su error ni explicarlo. Permanecía muda, parecía no oírme, lo que me exasperaba más aún. Yo hubiera querido oír unas palabras de justificación, aunque sólo fuera para rebatirlas; pero nada, un silencio indiferente. En todo caso, ahora no había duda: Albertina volvería con Francisca a las tres, Albertina no vería a Léa ni a sus amigas. Y ahora que se había conjurado el peligro de que reanudara relaciones con ellas, perdió inmediatamente toda importancia para mí y, ante la facilidad con que se conjuró, me extrañaba haber creído que no se iba a conjurar. Sentí un vivo impulso de gratitud hacia Albertina que, ya lo veía, no había ido al Trocadero por las amigas de Léa y que al dejar la matinée y volver a una simple indicación mía me demostraba que me pertenecía, hasta para el futuro, más de lo que yo me figuraba. Y mi gratitud fue aún mayor cuando un ciclista me trajo una esquela de Albertina pidiéndome que tuviera paciencia y con las cariñosas expresiones que le eran familiares: «Mi queridísimo Marcelo, llegaré un poco después que ese ciclista al que le quisiera quitar la bicicleta para estar más pronto a tu lado. ¿Cómo puedes creer que pudiera enfadarme y que haya algo más divertido para mí que estar contigo? Sería estupendo salir los dos, y más estupendo todavía no salir nunca más que juntos. ¡Qué cosas se te ocurren! ¡Qué Marcelo! ¡Qué Marcelo! Tuya, toda tuya, Albertina».
Hasta los vestidos que yo le compraba, el yate de que le había hablado, los vestidos de Fortuny, todo esto que tenía en aquella obediencia de Albertina, no su compensación, sino su complemento, me parecían privilegios que yo ejercía; pues los deberes y las cargas de un amo forman parte de su dominio y lo definen, lo atestiguan tanto como sus derechos. Y estos derechos que ella me reconocía daban precisamente a mis cargas su verdadero carácter: yo tenía una mujer mía que, a la primera palabra que yo le enviaba de improviso, me mandaba con deferencia un recado telefónico diciéndome que venía en seguida, que se dejaba traer en seguida. Era más dueño de lo que había creído. Más dueño, o sea, más esclavo. Ya no tenía ninguna prisa de ver a Albertina. La seguridad de que estaba haciendo una compra con Francisca, de que iba a venir con esta dentro de un momento, un momento que yo hubiera aplazado de buena gana, alumbraba como un astro radiante y sereno un tiempo que ahora me hubiera gustado mucho más pasarlo solo. Mi amor a Albertina me había hecho levantarme y prepararme para salir, pero me impediría gozar de mi salida. Pensaba yo que, en un domingo como aquel, debían de estar paseando por el Bois las menestralas, las modistillas, las cocottes. Y con estas palabras de modistillas, de menestralas (como me solía ocurrir con un nombre propio, un nombre de muchacha leído en la reseña de un baile) con la imagen de una blusa blanca, de una falda corta, porque detrás de todo esto ponía yo una persona desconocida y que podría amarme, fabricaba yo solo mujeres deseables y me decía: «¡Qué bien deben de estar!». Pero ¿de qué me serviría que estuviesen muy bien, si no iba a salir solo? Aprovechando el estar solo aún, y cerrando a medias las cortinas para que el sol no me impidiera leer las notas, me senté al piano y abrí al azar la Sonata de Vinteuil, que estaba en el atril, y me puse a tocar; como la llegada de Albertina estaba todavía un poco lejos, pero, en cambio, era completamente segura, tenía a la vez tiempo y tranquilidad de espíritu. Bañado en la espera plena de seguridad de su regreso con Francisca y en la confianza en su docilidad como en la beatitud de una luz interior tan cálida como la del exterior, podía disponer de mi pensamiento, apartarlo un momento de Albertina, aplicarlo a la Sonata. Ni siquiera me paraba a observar en esta cómo la combinación del motivo voluptuoso y del motivo ansioso respondía mejor ahora a mi amor a Albertina, tan exento de celos durante mucho tiempo que había podido confesar a Swann mi ignorancia de este sentimiento. No, tomando la Sonata de otra manera, considerándola en sí misma como obra de un gran artista, la corriente sonora me llevaba hacia los días de Combray —no quiero decir de Montjouvain y de la parte de Méséglise, sino los paseos por la parte de Guermantes— en que deseaba ser yo mismo un artista.
Al abandonar, de hecho, esta ambición, ¿había renunciado a algo real? ¿Podía la vida consolarme del arte? ¿Había en el arte una realidad más profunda en la que nuestra verdadera personalidad encuentra una expresión que no le dan las acciones de la vida? ¿Y es que todo gran artista parece tan diferente de los demás y nos da tal sensación de la individualidad que en vano buscamos en la existencia cotidiana? Mientras pensaba esto, me impresionó un compás de la Sonata, un compás que conocía bien, sin embargo, pero a veces la atención ilumina de modo diferente cosas que conocemos desde hace mucho tiempo y en las que, de pronto, vemos lo que nunca habíamos visto. Tocando este compás, y aunque Vinteuil expresara en él un sueño completamente ajeno a Wagner, no pude menos de murmurar: Tristán, con la sonrisa del amigo de una familia al encontrar algo del abuelo en una entonación, en un gesto del nieto que no le ha conocido. Y como quien mira entonces una fotografía que permite precisar el parecido, coloqué en el atril, encima de la Sonata de Vinteuil, la partitura de Tristán, de la que precisamente tocaban aquel día unos fragmentos en el concierto Lamoureux. No tenía yo, al admirar al maestro de Bayreuth, ninguno de los escrúpulos de los que, como Nietzsche, se creen en el deber de huir, en el arte como en la vida, de la belleza que los tienta, que se arrancan de Tristán como reniegan de Parsifal y, por ascetismo espiritual, de mortificación en mortificación, siguiendo el más cruento de los caminos de cruz, llegan a elevarse hasta el puro conocimiento y a la adoración perfecta del Postillon de Longjumeau. Me daba cuenta de todo lo que hay de real en la obra de Wagner, al ver esos temas insistentes y fugaces que visitan un acto, que no se alejan sino para volver, y, lejanos a veces, adormecidos, desprendidos casi, en otros momentos, sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijérase la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo.
La música, muy diferente en esto a la compañía de Albertina, me ayudaba a entrar en mí mismo, a descubrir en mí algo nuevo: la variedad que en vano había buscado en la vida, en el viaje, cuya nostalgia me daba, sin embargo, aquella corriente sonora que hacía morir a mi lado sus olas soleadas. Diversidad doble. Lo mismo que el espectro exterioriza para nosotros la composición de la luz, la armonía de un Wagner, el color de un Elstir nos permiten conocer esa esencia cualitativa de las sensaciones de otro en las que el amor a otro no nos hace penetrar. Diversidad también dentro de la obra misma, por el único medio que hay de ser efectivamente diverso: reunir diversas individualidades. Allí donde un músico cualquiera pretendería que pinta un escudero, un caballero, cuando les hace cantar la misma música, Wagner, por el contrario, pone bajo cada denominación una realidad diferente, y cada vez que aparece su escudero es una figura particular, a la vez complicada y simplista, que con un entrechoque de líneas jocundo y feudal se inscribe en la inmensidad sonora. De aquí la plenitud de una música llena, en efecto, de tantas músicas cada una de las cuales es un ser. Un ser o la impresión que da un aspecto momentáneo de la naturaleza. Hasta lo que es en ella lo más independiente del sentimiento que nos hace experimentar conserva su realidad exterior y perfectamente definida; el canto de un pájaro, el toque de corneta de un cazador, el son que toca un pastor con su flauta, perfilan en el horizonte su silueta sonora. Cierto que Wagner iba a acercarse a ella, a apoderarse de ella, a hacerla entrar en una orquesta, a someterla a las más altas ideas musicales, pero respetando, sin embargo, su originalidad primera como un tallista las fibras, la esencia especial de la madera que esculpe.
Pero a pesar de la riqueza de esas obras en las que se encuentra la contemplación de la naturaleza al lado de la acción, al lado de individuos que no son solamente nombres de personajes, pensaba yo hasta qué punto participan, sin embargo, sus obras de ese carácter de ser siempre incompletas —aunque maravillosamente— que es el carácter de todas las grandes obras del siglo XIX; de ese siglo XIX cuyos más grandes escritores han fallado sus libros, pero mirándose trabajar como si fueran a la vez el obrero y el juez, han sacado de esta autocontemplación una belleza exterior nueva y superior a la obra, imponiéndole retroactivamente una unidad, una grandeza que no tiene. Sin detenernos en el que vio a posteriori en sus novelas una Comedia humana, ni en los que a unos poemas o a unos ensayos disparatados les llamaron La leyenda de los siglos y La biblia de la humanidad, ¿no podemos, sin embargo, decir de este que tan bien encarna el siglo XIX que las mayores bellezas de Michelet hay que buscarlas, más que en su obra misma, en las actitudes que toma ante ella; no en su Historia de Francia o en su Historia de la Revolución, sino en sus prefacios a estos dos libros? Prefacios, es decir, páginas escritas después de los libros y en los que los juzga, y a los que hay que añadir acá y allá algunas frases que comienzan generalmente por un «ame atreveré a decirlo?», que no es una precaución de sabio, sino una cadencia de músico. El otro músico, el que me embelesaba en este momento, Wagner, sacando de sus cajones un trozo delicioso para ponerlo como tema retrospectivamente necesario en una obra en la que no pensaba en el momento de componerlo, componiendo después una primera ópera mitológica, luego otra, otras más, y dándose cuenta de pronto de que acababa de hacer una Tetralogía, debió de sentir un poco de la misma embriaguez que Balzac cuando este, echando a sus obras la mirada de un extraño y de un padre a la vez, encontrando en una la pureza de Rafael, en otra la sencillez del Evangelio, se le ocurrió de pronto, proyectando sobre ella una iluminación retrospectiva, que serían más bellas reunidas en un ciclo en el que reaparecieran los mismos personajes, y dio a su obra, así acoplada, una pincelada, la última y la más sublime. Unidad interior, no falsa, pues se hubiera derrumbado como tantas sistematizaciones de escritores mediocres que, con gran refuerzo de títulos y de subtítulos, aparentan haber perseguido un solo y trascendental propósito. No falsa, quizá hasta más real por ser ulterior, por haber nacido en un momento de entusiasmo, descubierta entre fragmentos a los que no les falta más que juntarse; unidad que se ignoraba, luego es vital y no lógica, unidad que no ha proscrito la variedad, que no ha enfriado la ejecución. Es como un fragmento compuesto aparte (pero aplicado esta vez al conjunto), nacido de una inspiración, no exigido por el desarrollo artificial de una tesis y que viene a incorporarse al resto. Antes del gran movimiento de orquesta que precede al retorno de Isolda, la misma obra ha atraído a sí el son de flauta medio olvidado de un pastor. Y, sin duda, así como la progresión de la orquesta al acercarse la nave, cuando se apodera de estas notas de la flauta, las transforma, las asocia a su exaltación, rompe su ritmo, ilumina su tonalidad, acelera su movimiento, multiplica su instrumentación, así el propio Wagner exultó de alegría cuando descubrió en su memoria el son del pastor, lo agregó a su obra, le dio todo su significado. Por lo demás, esta alegría no le abandonó nunca. En él, cualquiera que sea la tristeza del poeta, queda consolada, superada —es decir, desgraciadamente, un poco destruida—, por el gozo del creador. Pero entonces esta habilidad vulcánica me perturbaba tanto como la identidad que antes observara entre la frase de Vinteuil y la de Wagner. ¿Será esa habilidad la que da a los grandes artistas la ilusión de una originalidad profunda, irreductible, reflejo, en apariencia, de una realidad sobrehumana, pero producto de un trabajo industrioso? Si el arte no es más que esto, no es más real que la vida, y yo no tenía por qué lamentar tanto no dedicarme a él. Seguía tocando Tristán. Separado de Wagner por el tabique sonoro, le oía exultar, invitarme a compartir su gozo, oía redoblar la risa inmortalmente joven y los martillazos de Sigfrido; por otra parte, cuanto más maravillosamente trazadas eran aquellas frases, la habilidad técnica del obrero no servía más que para hacerlas dejar más libremente la tierra, pájaros semejantes no al cisne de Lohengrin, sino a aquel aeroplano que vi en Balbec transformar su energía en elevación, planear sobre las olas y perderse en el cielo. Quizá, como los pájaros que suben más alto, que vuelan más de prisa, que tienen unas alas más poderosas, hacían falta esos aparatos verdaderamente materiales para explorar el infinito, esos ciento veinte caballos marca Mystere, en los que, sin embargo, por alto que planeemos, no podemos del todo gustar el silencio de los espacios porque nos lo impide el estruendo del motor.
No sé por qué el curso de mis pensamientos, que había seguido hasta entonces recuerdos de música, se desvió hacia los que han sido en nuestra época los mejores ejecutantes, y entre los cuales, favoreciéndole un poco, incluía a Morel. Mi pensamiento dio en seguida una vuelta brusca y me puse a pensar en el carácter de Morel, en ciertas particularidades de este carácter. Por lo demás —y esto podía coincidir, pero no confundirse con la neurastenia que le reconcomía—, Morel tenía la costumbre de hablar de su vida, pero la presentaba en una imagen tan oscura que era difícil distinguir nada en ella. Se ponía, por ejemplo, a la entera disposición de monsieur de Charlus con la condición de tener las noches libres, pues quería ir después de cenar a un curso de álgebra. Monsieur de Charlus accedía, pero quería verle después.
—Imposible, es una antigua pintura italiana —esta broma, así transcrita, no tiene ningún sentido; pero monsieur de Charlus había hecho leer a Morel L’éducation sentimentale, en cuyo penúltimo capítulo dice esta frase Federico Moreau, y Morel no pronunciaba nunca la palabra «imposible» sin añadir estas otras: «es una antigua pintura italiana»—, porque la clase suele acabar muy tarde, y ya es bastante molestia para el profesor, que, naturalmente, se sentiría desairado…
—Pero ni siquiera hay necesidad de ese curso, el álgebra no es la natación ni siquiera el inglés, eso se aprende lo mismo en un libro —replicaba monsieur de Charlus, que había adivinado en seguida en el curso de álgebra una de esas imágenes en las que no hay manera de ver nada claro.
Era quizá un lío con una mujer, o, si Morel quería ganar dinero con medios sucios y se había afiliado a la policía secreta, una expedición con agentes de seguridad o, quién sabe, acaso peor aún, la espera de un chulo que pudieran necesitar en una casa de prostitución.
—Hasta más fácilmente en un libro —contestaba Morel a monsieur de Charlus—, pues en la clase no se entiende nada.
—Entonces, ¿por qué no lo estudias mejor en mi casa, donde tienes mucha más comodidad? —hubiera podido contestar monsieur de Charlus, pero se libraba muy bien de hacerlo, porque sabía que el curso de álgebra imaginado se habría cambiado inmediatamente en una obligatoria lección de baile o de dibujo, sólo que conservando la misma condición necesaria de reservar las horas de la noche.
En lo que, según pudo observar monsieur de Charlus, se equivocaba, al menos en parte: Morel se dedicaba a veces en casa del barón a resolver ecuaciones. Monsieur de Charlus no dejó de objetar que el álgebra servía de muy poco para un violinista. Morel replicó que era una distracción para pasar el tiempo y combatir la neurastenia. Claro es que monsieur de Charlus hubiera podido intentar enterarse de lo que eran en realidad aquellos misteriosos e ineluctables cursos de álgebra que no se daban más que por la noche. Pero monsieur de Charlus estaba demasiado ocupado en desenredar las madejas del gran mundo para ponerse a desenredar las de las ocupaciones de Morel. Las visitas que recibía o hacía, el tiempo que pasaba en el círculo, las invitaciones a comer, el teatro le impedían pensar en aquello, así como en aquella maldad, violenta y solapada a la vez, que, según decían, había manifestado Morel y que disimulaban en los medios sucesivos, en las diferentes ciudades por donde había pasado, y en las que se hablaba de él con un estremecimiento, bajando la voz y sin atreverse a contar nada.
Desgraciadamente, me tocó oír aquel día uno de aquellos arrebatos de nerviosismo malévolo, cuando, dejando el piano, bajé al patio para ir al encuentro de Albertina, que no llegaba. Al pasar por delante del taller de Jupien, donde estaban solos Morel y la que yo creía que iba a ser pronto su mujer, Morel hablaba a voz en grito, descubriendo un acento que yo no le conocía, un acento campesino, habitualmente contenido y sumamente extraño. No lo eran menos las palabras, defectuosas como francés, pero Morel lo sabía todo imperfectamente. «¡Fuera de aquí, so zorra, so zorra, so zorra!», repetía ala pobre muchacha, que, al principio, seguramente no entendía lo que quería decir, y trémula y digna, seguía inmóvil delante de él. «¡Te he dicho que te largues, so zorra, so zorra!; anda, vete a buscar a tu tío para que yo le diga lo que eres, so puta». En este preciso momento se oyó en el patio la voz de Jupien, que volvía hablando con un amigo, y como yo sabía que Morel era muy cobarde, me pareció innecesario sumar mis fuerzas a las de Jupien y su amigo, que en un momento estarían en el taller, y subí para no encontrarme con Morel, que aunque tanto reclamara la presencia de Jupien (probablemente para asustar y dominar a la pequeña con un chantaje sin ninguna base), se apresuró a salir en cuanto le oyó en el patio. Las palabras aquí recogidas no son nada, no explicarían mi agitación en aquel momento. En estas escenas que la vida nos ofrece juega con una fuerza incalculable lo que los militares llaman, en materia de ofensiva, la ventaja de la sorpresa, y a pesar de la serena dulzura que sentía porque Albertina, en vez de quedarse en el Trocadero, iba a volver a mi lado, me martilleaba en el oído el acento de aquellas palabras diez veces repetidas —«so zorra, so zorra»— que tanto me alteraron.
Me fui calmando poco a poco. Iba a volver Albertina. La oiría llamar a la puerta en seguida. Sentía que mi vida no era ya lo que hubiera podido ser, y que tener una mujer con la que, naturalmente, reglamentariamente, habría de salir cuando ella regresara, una mujer a cuyo embellecimiento iban a desviarse cada vez más las fuerzas y la actividad de mi ser, me convertía en una planta enriquecida, pero cargada con el peso del opulento fruto que se lleva todas sus reservas. Contrastando con la ansiedad que sentía una hora antes, la calma que me daba el regreso de Albertina era más grande que la que había sentido por la mañana, antes de que se fuera. Anticipándome al futuro del que puede decirse que era dueño, por la docilidad de mi amiga, más resistente, como colmada y estabilizada por la presencia inminente, importuna, inevitable y dulce, era la calma que nace de un sentimiento familiar y de una felicidad doméstica, dispensándonos de buscarla en nosotros mismos. Familiar y doméstica: así fue también, no menos que el sentimiento que tanta paz me dio mientras esperaba a Albertina, la felicidad que sentí luego paseando con ella. Se quitó el guante, no sé si para tocar mi mano o para deslumbrarme enseñándome en su dedo meñique, junto a la que le había regalado madame Bontemps, una sortija que ostentaba la ancha y líquida lámina de una hoja de rubíes.
—¿Otra sortija, Albertina? ¡Qué generosa es tu tía!
—No, esta no me la ha regalado mi tía —dijo riendo—. Me la he comprado yo, porque, gracias a ti, puedo hacer grandes ahorros. Ni siquiera sé a quién pertenecía. Un viajero que no tenía dinero la dejó al dueño de un hotel de Mans donde yo me hospedé. No sabía qué hacer con ella y la hubiera vendido por mucho menos de lo que vale. Pero aun así era muy cara para mí. Ahora que, gracias a ti, me he vuelto señora elegante, le mandé a preguntar si aún la tenía. Y aquí está.
—Muchas sortijas son esas, Albertina. ¿Dónde te vas a poner la que yo te voy a regalar? Desde luego, esta es muy bonita; no puedo distinguir el cincelado que rodea el rubí, parece una cabeza de hombre gesticulante. Pero no veo muy bien.
—Aunque vieras muy bien no adelantarías mucho. Tampoco yo distingo nada.
Recuerdo que en otro tiempo, leyendo unas memorias, una novela, donde un hombre sale siempre con una mujer, merienda con ella, solía yo desear hacer lo mismo. A veces creí cumplir este deseo, por ejemplo, yendo a cenar con la amante de Saint-Loup. Pero por más que llamara en mi ayuda a la idea de que en aquel momento estaba representando al personaje envidiado en la novela, esta idea me convencía de que debía sentir placer al lado de Raquel, pero no lo sentía. Y es que siempre que queremos imitar algo que fue verdaderamente real olvidamos que ese algo nació no de la voluntad de imitar, sino de una fuerza inconsciente, y real también ella; pero esta impresión particular que no me diera todo mi deseo de gozar un placer delicado saliendo con Raquel, la sentía ahora sin haberla buscado en absoluto, la sentía por razones muy distintas, sinceras, profundas; por citar una, la razón de que mis celos me impedían estar lejos de Albertina, y, pudiendo yo salir, dejarla ir de paseo sin mí. No la había sentido hasta ahora, porque el conocimiento no viene de las cosas exteriores que queremos observar, sino de sensaciones involuntarias; pues aunque en otro tiempo una mujer estuviera en el mismo coche que yo, no estaba realmente junto a mí mientras no la recreara en todo momento una necesidad de ella como la que yo sentía de Albertina, mientras la caricia constante de mi mirada no le diera sin tregua esos colores que hay que renovar perpetuamente, mientras los sentidos, que aunque satisfechos se acuerdan, no ponían bajo estos colores sabor y consistencia, mientras los celos, unidos a los sentidos y a la imaginación, no mantienen a esa mujer en equilibrio junto a nuestro lado por una atracción compensada tan poderosa como la ley de la gravitación. Nuestro coche descendía rápido los bulevares, las avenidas, cuyos hoteles sencillos, rosada congelación de sol y de frío, me recordaban mis visitas a madame Swann dulcemente alumbradas por los crisantemos mientras llegaba la hora de las lámparas.
Apenas tenía tiempo de divisar, tan separado de ella tras el cristal del auto como lo estaría tras la ventana de mi habitación, a una joven frutera, a una lechera, de pie delante de su puerta, iluminada por el hermoso tiempo, como una heroína que mi deseo bastaba para complicarla en peripecias deliciosas, en el umbral de una novela que no iba a conocer. Pues no podía pedir a Albertina que me dejara allí, y quedaban atrás, invisibles ya, aquellas jóvenes, sin que mis ojos hubieran tenido apenas tiempo de distinguir sus rostros y acariciar su lozanía en el rubio vapor que las bañaba. La emoción que me sobrecogía al ver a la hija de un tabernero en la caja o a una lavandera charlando en la calle, era como la emoción de encontrar a unas diosas. Desde que ya no existe el Olimpo, sus habitantes viven en la tierra. Y cuando los pintores pintan un cuadro mitológico, toman de modelo para Venus o Ceres a muchachas del pueblo que ejercen los oficios más vulgares, con lo que, lejos de conocer un sacrilegio, no hacen más que restituirles la caridad, los atributos divinos de que fueron despojadas.
—¿Qué te ha parecido el Trocadero, locuela? —Estoy contentísima de haberlo dejado para venir contigo. Creo que es de Davioud.
—¡Cuánto aprende mi Albertinita! En efecto, es de Davioud, pero yo lo había olvidado.
—Mientras tú duermes, yo leo tus libros, gran perezoso. Como monumento es bastante feo, ¿verdad?
—Mira, pequeña, estás cambiando tan de prisa y te estás volviendo tan inteligente —era verdad, pero además no me disgustaba que, a falta de otras, tuviera la satisfacción de pensar que el tiempo que pasaba conmigo no era tiempo completamente perdido para ella— que te diría a lo mejor cosas que generalmente se consideran falsas, pero que corresponden a una verdad que yo busco. ¿Sabes qué es el impresionismo?
—Muy bien.
—Bueno, pues verás lo que quiero decir: ¿te acuerdas de la iglesia de Marcouville l’Orgueilleuse que a Elstir no le gustaba porque era nueva? ¿No se contradice un poco con su propio impresionismo cuando excluye así los monumentos de la impresión global en que están comprendidos, los lleva fuera de la luz en que se funden y examina como arqueólogo su valor intrínseco? ¿Acaso cuando está pintando un hospital, una escuela, un letrero en una pared no tienen el mismo valor que una catedral inestimable que está al lado, en una imagen indivisible? Recuerda aquella fachada recocida por el sol, el relieve de aquellos santos de Marcouville sobrenadando en la luz. ¿Qué importa que un monumento sea nuevo si parece viejo, y aunque no lo parezca? La poesía que contienen los viejos barrios ha sido extraída hasta la última gota, pero algunas casas recién construidas por pequeños burgueses atildados, en barrios nuevos, con su piedra demasiado blanca y recién labrada, ¿no desgarran el aire tórrido del mediodía en julio, a la hora en que los comerciantes vuelven a almorzar a las afueras, con un grito tan agrio como el olor de las cerezas esperando que se sirva el almuerzo en el comedor oscuro, donde los prismas de cristal para apoyar los cuchillos proyectan luces multicolores y tan bellas como las vidrieras de Chartres?
—¡Qué bueno eres! Si alguna vez llego a ser inteligente, será gracias a ti.
—¿Por qué, en un día hermoso, apartar los ojos del Trocadero, cuyas torres en cuello de jirafa recuerdan la cartuja de Pavía?
—También me ha recordado, dominando así sobre su alto, una reproducción de Mantegna que tú tienes, creo que es San Sebastián, donde hay en el fondo una ciudad en anfiteatro y donde yo juraría que está el Trocadero.
—¡Está bien observado! Pero ¿cómo has visto la reproducción de Mantegna? Eres pasmosa.
Habíamos llegado a los barrios más populares, y una Venus anciliar detrás de cada mostrador lo convertía en una especie de altar suburbano al pie del cual me hubiera gustado pasar la vida.
Como se hace la víspera de una muerte prematura hacía yo la cuenta de los placeres de que me privaba el punto final puesto por Albertina a mi libertad. En Passy fue en la calzada misma, a causa del atasco, donde me maravillaron con su sonrisa unas muchachas enlazadas de la cintura. No tuve tiempo de verlas bien, pero era poco probable que yo inventara aquella sonrisa; no es raro encontrar en toda multitud, en toda multitud joven, un perfil noble. De suerte que esas aglomeraciones populares de los días festivos son para el voluptuoso tan preciosas como para el arqueólogo el desorden de una tierra donde una excavación descubre unas medallas antiguas. Llegamos al Bois. Pensaba que, si Albertina no hubiera salido conmigo, podría estar yo en aquel momento escuchando en el circo de los Champs-Elysées la tempestad wagneriana haciendo gemir todas las cuerdas de la orquesta, atrayendo hacia ella, como ligera espuma, el son de flauta que yo había tocado hacía un momento, echándolo a volar, amasándolo, deformándolo, dividiéndolo, arrastrándolo a un torbellino in crescendo. Al menos procuré que el paseo fuera corto y que volviéramos temprano, pues, sin decírselo a Albertina, había decidido ir por la noche a casa de los Verdurin. Me habían mandado recientemente una invitación que eché al cesto con todas las demás. Pero cambié de intención para aquella noche, porque quería tratar de averiguar qué personas esperaba encontrar Albertina en aquella casa. A decir verdad, yo había llegado con Albertina a ese momento en que (si todo continúa lo mismo, si las cosas ocurren normalmente) una mujer ya no nos sirve más que de transición hacia otra mujer. Todavía está en nuestro corazón, pero muy poco; tenemos prisa de ir todas las noches en pos de desconocidas, y sobre todo de desconocidas conocidas de ella que podrán contarnos su vida. Y es que ya hemos poseído, ya hemos agotado todo lo que ella ha querido entregarnos de sí misma. Su vida es también ella misma, pero precisamente la parte que no conocemos, las cosas sobre las que la hemos interrogado en vano y que sólo de labios nuevos podremos recoger.
Ya que mi vida con Albertina me impedía ir a Venecia, viajar, podía al menos, si estuviera solo, conocer a las modistillas dispersas al sol de aquel hermoso domingo, y en cuya belleza ponía yo en gran parte la vida desconocida que las animaba. ¿No están los ojos que vemos transidos de una mirada de la que desconocemos las imágenes, los recuerdos, las esperas, los desdenes que lleva en sí y de los que no podemos separarlos? Esa existencia del ser que pasa ¿no da, según lo que es, un valor variable al fruncimiento de sus cejas, a la dilatación de las ventanas de su nariz? La presencia de Albertina me privaba de ir a ellas, y acaso así me impedía dejar de desearlas. El que quiere mantener en sí el deseo de seguir viviendo y la creencia en algo más delicioso que las cosas habituales, debe pasear, pues las calles, las avenidas, están llenas de diosas. Pero las diosas no se dejan abordar. Aquí y allá, entre los árboles, a la puerta de un café, una sirvienta velaba como una ninfa a la orilla del bosque sagrado, mientras en el fondo tres muchachas estaban sentadas junto al inmenso arco de sus bicicletas posadas junto a ellas, como tres inmortales acodadas en la nube o en el corcel fabuloso sobre el cual realizan sus viajes mitológicos. Observé que cada vez que Albertina miraba un instante a todas aquellas muchachas con profunda atención, se volvía en seguida a mirarme a mí. Pero a mí no me atormentaba demasiado ni la intensidad de esta contemplación ni su brevedad, que la intensidad compensaba; pues, en efecto, Albertina, fuera por fatiga, fuera su manera particular de mirar a un ser atento, miraba así con intensidad, en una especie de meditación, lo mismo a mi padre que a Francisca; y en cuanto a la rapidez con que se volvía a mirarme a mí, podía ser motivada por el hecho de que Albertina, conociendo mis sospechas, y aunque no fueran justificadas, quisiera evitar darles motivo. Por lo demás, esa atención que me hubiera parecido criminal en Albertina (y lo mismo si fuera dirigida a muchachos), la ponía yo, sin creerme culpable ni por un momento —y pensando casi que Albertina lo era al impedirme con su presencia pararme y apearme—, en todas las muchachas que pasaban. Nos parece inocente desear y atroz que el otro desee. Y este contraste entre lo que nos concierne a nosotros y lo que concierne a la que amamos no se manifiesta sólo en el deseo, sino también en la mentira. Nada más corriente que esta, trátese, por ejemplo, de disimular los fallos cotidianos de una salud que queremos hacer pasar por fuerte, de ocultar un vicio o de ir, sin herir a otro, a la cosa que preferimos. Esa mentira es el instrumento de conservación más necesario y más empleado. Y, sin embargo, tenemos la pretensión de suprimirlo en la vida de la mujer que amamos, le espiamos, le olfateamos, le detestamos en todo. Nos subleva, basta para provocar una ruptura, nos parece que oculta las mayores faltas, a no ser que las oculte tan bien que no las sospechemos. Extraño estado este en el que hasta tal punto somos sensibles a un agente patógeno que su pululación universal hace inofensivo a los demás y tan grave para el desdichado que ya no tiene inmunidad contra él.
Como por mis largos períodos de reclusión veía tan rara vez a esas muchachas, su vida me parecía —así ocurre a todos aquellos en quienes la facilidad de las realizaciones no ha amortiguado el poder de concebir— algo tan diferente de lo que yo conocía, y tan deseable, como las ciudades más maravillosas que el viaje promete.
La decepción experimentada con las mujeres que había conocido o en las ciudades donde había estado no me impedía dejarme captar por las nuevas y creer en su realidad. Por eso, así como ver Venecia —Venecia, que aquel tiempo primaveral me hacía añorar y que la boda con Albertina me impediría conocer—, así como ver Venecia en un panorama que acaso Ski consideraría más bello de tonos que la ciudad real no reemplazaría en absoluto para mí el viaje a Venecia, cuyo trayecto determinado sin la menor intervención por mi parte me parecía indispensable recorrer, de la misma manera la muchachita que una celestina me procurara artificialmente, por bonita que fuera, no podría sustituir en modo alguno para mí a la que, desgarbada, pasaba en este momento bajo los árboles riendo con una amiga. Aunque la que podía encontrar en una casa de citas fuera más bonita, no era lo mismo, porque no miramos los ojos de una muchacha que no conocemos como miraríamos una pequeña placa de ópalo o de ágata. Sabemos que el rayito de luz que los irisa o los puntitos brillantes que les hacen centellear son lo único que podemos ver de un pensamiento, de una voluntad, de una memoria donde residen la casa familiar que no conocemos, los amigos queridos que envidiamos. Llegar a apoderarnos de todo esto, tan difícil, tan reacio, es lo que da valor a la mirada, mucho más que su sola belleza material (lo que puede explicar que un joven suscite toda una novela en la imaginación de una mujer que ha oído decir que era el príncipe de Gales, y ya no le interese nada cuando se entera de que estaba engañada). Encontrar a la muchacha en la casa de citas es encontrarla desposeída de esa vida ignorada que la penetra y que aspiramos a poseer poseyéndola a ella; es acercarnos a unos ojos que ya no son, en realidad, sino simples piedras preciosas, a una nariz cuyo gesto está tan desprovisto de significado como el de una flor. No, de lo que Albertina me privaba precisamente era de aquella muchacha desconocida que pasaba, cuando, para seguir creyendo en su realidad, me parecía tan indispensable como hacer un largo trayecto en tren para creer en la realidad de Pisa que yo veía que no sería más que un espectáculo de exposición universal, aguantar sus resistencias adaptando a ellas mis proyectos, encajando una afrenta, volviendo a la carga, esperándola a la salida del taller, conociendo episodio por episodio en la vida de aquella pequeña, atravesando lo que envolvía para ella el placer que yo buscaba y la distancia que sus hábitos diferentes y su vida especial ponían entre ella y yo, y la atención, el favor que yo quería alcanzar y captar. Pero estas mismas similitudes del deseo y del viaje me hicieron prometerme inquirir un poco más de cerca la naturaleza de esa fuerza, invisible pero tan fuerte como las creencias, o, en el mundo físico, como la presión atmosférica, que tanto realzaba las ciudades y las mujeres mientras yo no las conocía y que al acercarme a ellas se derrumbaban, cayendo en la más trivial realidad. Más lejos, otra muchachita estaba arrodillada arreglando su bicicleta. Una vez reparada, subió a ella, pero no a horcajadas como un hombre. La bicicleta se tambaleó por un momento, el cuerpo joven pareció prolongado por un velo, por una inmensa ala, y la tierna criatura medio humana, medio alada, ángel o hada, se alejó, continuando su viaje.
De esto, precisamente de esto, me privaba la presencia de Albertina, mi vida con Albertina. ¿Me privaba de esto? ¿No debía pensar, por el contrario, que me regalaba esto? Si Albertina no viviera conmigo, si fuera libre, imaginaría, y con razón, a todas aquellas mujeres como objetos posibles, como objetos probables de su deseo, de su placer. Me parecerían como esas bailarinas que, en una danza diabólica, representando las Tentaciones para un ser, lanzan sus flechas al corazón de otro. Las modistillas, las muchachitas, las comediantas, ¡cómo las odiaría! Objeto de horror, quedarían excluidas para mí de la belleza del universo. Esclavo de Albertina, no sufriendo por ellas, las restituía a la belleza del mundo. Inofensivas, ya sin el aguijón que en el corazón ponen los celos, podía admirarlas, acariciarlas con la mirada, otro día, quizá, más íntimamente. Encerrando a Albertina, había devuelto al mismo tiempo al universo todas esas alas irisadas que zumban en los paseos, en los bailes, en los teatros, y que volvían a ser tentadoras para mí porque ella no podía ya sucumbir a su tentación. Eran la belleza del mundo. Antes habían hecho la de Albertina. Si la encontré maravillosa fue porque la vi como un pájaro misterioso, después como una gran actriz de la playa, deseada, conseguida quizá. Una vez cautivo en mi casa el pájaro que viera una noche caminar a pasos contados por el malecón, rodeado de la cofradía de las otras muchachas como gaviotas venidas de no se sabe dónde, Albertina perdió todos sus colores, con todas las probabilidades que las otras tenían de ostentarlos ellas. Albertina había ido perdiendo su belleza. Eran necesarios paseos como aquellos, en los que yo la imaginaba, sin mí, abordada por una muchacha o por un muchacho, para que yo volviera a verla en el esplendor de la playa, por más que mis celos estaban en un plano distinto al de la declinación de los placeres de mi imaginación. Pero a pesar de estos bruscos rebrotes en los que, deseada por otros, volvía a encontrarla bella, yo podía muy bien dividir en dos períodos su estancia en mi casa: el primero cuando era aún, aunque cada día menos, la tentadora actriz de la playa; el segundo cuando, convertida en una gris prisionera, reducida a su propio y deslucido ser, sólo aquellos destellos en que yo rememoraba el pasado le devolvían algún resplandor.
A veces, en los momentos en que me era más indiferente, me volvía el recuerdo de una tarde lejana, cuando aún no la conocía: en la playa, no lejos de una dama con la que yo estaba muy mal, y con la que ahora estaba seguro de que Albertina había tenido relaciones, esta se echaba a reír mirándome con insolencia. Rodeaba la escena el mar pulido. En el sol de la playa, Albertina, en medio de sus amigas, era la más bella. Era una muchacha espléndida quien, en el cuadro habitual de las aguas inmensas, me infligió, ella, tan cara a la dama que la admiraba, aquella afrenta. Una afrenta definitiva, pues la dama volvía quizá a Balbec, comprobaba tal vez, en la playa encendida y rumorosa, la ausencia de Albertina; pero ignoraba que la muchacha viviera en mi casa, sólo para mí. Las aguas inmensas y azules, el olvido de las preferencias que aquella dama tenía por esta muchacha y que pasaban a otras, habían caído sobre la ofensa que me hiciera Albertina, encerrándola en un deslumbrador e infrangible estuche. Entonces me mordía el corazón el odio a aquella mujer; a Albertina también, pero era un odio mezclado de admiración a la bella muchacha adulada, la de la cabellera maravillosa, y cuya carcajada en la playa era un insulto. La vergüenza, los celos, el recuerdo de los deseos primeros y del espléndido escenario restituyeron a Albertina su belleza, su valor de otro tiempo. De esta suerte alternaba, con el aburrimiento un poco molesto que sentía junto a ella, un deseo estremecido, lleno de imágenes magníficas y de añoranzas, según que estuviera junto a mí en mi cuarto o le devolviera su libertad en mi memoria, en el malecón, en aquellos alegres atuendos de playa, al son de los instrumentos de música del mar: Albertina, ora fuera de su medio, poseída y sin gran valor; ora restituida a él, escabulléndose en un pasado que yo no podría conocer, hiriéndome junto a aquella dama, su amiga, tanto como la salpicadura de la ola o el mazazo del sol, Albertina en la playa o Albertina en mi cuarto, en una especie de amor anfibio.
En otro lugar, una pandilla numerosa jugaba a la pelota. Todas aquellas niñas querían aprovechar el sol, pues los días de febrero, incluso cuando son tan brillantes, duran poco y el esplendor de su luz no retrasa su ocaso. Antes de que se consumara, tuvimos un tiempo de penumbra, pues llegados hasta el Sena, donde Albertina admiró, y con su presencia me impidió admirar, los reflejos de rojos velos sobre el agua invernal y azul, una casa de tejas acurrucada a lo lejos como una amapola única en el claro horizonte del que Saint-Cloud parecía, más lejos, la petrificación fragmentaria, quebradiza y acanalada, bajamos del coche y anduvimos mucho tiempo. En algunos momentos le di el brazo, y me parecía que el anillo formado por el suyo debajo del mío unía en un solo ser nuestras dos personas y fundía uno con otro nuestros dos destinos.
A nuestros pies, nuestras sombras paralelas, luego juntas, formaban un dibujo precioso. Ya me parecía maravilloso, en la casa, que Albertina viviera conmigo, que fuera ella quien se acostara en mi cama. Pero era como la exportación de esto al exterior, en plena naturaleza, que, junto al lago del Bois que tanto me gustaba, al pie de los árboles, fuera precisamente su sombra, la sombra pura y simplificada de su pierna, de su busto, lo que el sol pintara a la aguada junto a la mía sobre la arena del paseo. Y en la fusión de nuestras sombras encontraba yo un encanto sin duda más inmaterial, pero no menos íntimo que en la aproximación, en la fusión de nuestros cuerpos. Volvimos a subir al coche. Y el coche tomó para el retorno unos caminitos sinuosos donde los árboles de invierno, vestidos de hiedra y de zarzas, como ruinas, parecían conducir a la mansión de un mago. Apenas salidos de su bóveda oscura volvimos a encontrar, para salir del Bois, el pleno día, tan claro aún que creí tener tiempo bastante para hacer todo lo que quería antes de la comida, cuando, poco después, cerca ya del Arco del Triunfo, vi con sorpresa y susto, sobre París, la luna llena y prematura, como la esfera de un reloj parado que nos hace creernos en retraso. Habíamos dicho al cochero que nos volviera a casa. Para Albertina era también volver a mi casa. La presencia de las mujeres que tienen que dejarnos para volver a su casa, por amadas que sean, no da esa paz que yo gozaba en la presencia de Albertina sentada en el coche al lado mío, presencia que nos encaminaba no a las horas de separación, sino a la reunión más estable y más recogida en mi casa, que era también la suya, símbolo material de mi posesión de ella. Claro es que para poseer hay que haber deseado. Sólo poseemos una línea, una superficie, un volumen, cuando nuestro amor lo ocupa. Pero Albertina no había sido para mí, durante nuestro paseo, como fuera Raquel en otro tiempo, vano polvo de carne y de tela. En Balbec, la imagen de mis ojos, de mis labios, de mis manos, había construido tan sólidamente su cuerpo, lo había pulido tan tiernamente, que ahora, en este coche, para tocar este cuerpo, para contenerlo, no tenía necesidad de apretarme contra Albertina, ni siquiera de verla: me bastaba oírla y, si se callaba, saberla junto a mí; mis sentidos trenzados juntos la envolvían toda entera, Y cuando llegada ante la casa se apeó con toda naturalidad, me detuve un momento para decir al chófer que volviera a buscarme, pero mis ojos la envolvían aún mientras ella se perdía ante mí bajo la bóveda, y era siempre aquella misma calma inerte y doméstica que yo gozaba viéndola así, grávida, colorada, opulenta y cautiva, volver tan naturalmente conmigo, como una mujer que era mía y, protegida por las paredes, desaparecer en nuestra casa. Desgraciadamente, parecía encontrarse allí presa y pensar como aquella madame de La Rochefoucauld que, al preguntarle si no estaba contenta de hallarse en una mansión tan bella como Liancourt, contestó que «no hay cárcel bella», a juzgar por el talante triste y cansado que tenía aquella noche mientras cenábamos los dos solos en su cuarto. Al principio no lo noté; y era yo el que sufría pensando que, de no ser por Albertina (pues con ella me atormentarían demasiado los celos en un hotel donde estaría todo el día en contacto con tanta gente), podría en aquel momento estar comiendo en Venecia en uno de esos comedorcitos bajos de techo como la cala de un barco y desde los cuales se ve el Gran Canal por unas ventanitas ojivales rodeadas de arabescos.
Debo añadir que Albertina admiraba mucho un gran bronce de Barbedienne que a Bloch le parecía, y con mucha razón, muy feo. Quizá no tenía tanta en extrañarse de que yo lo conservara. Yo no me había propuesto nunca, como él, tener decoraciones artísticas, componer habitaciones; era demasiado perezoso para eso, demasiado indiferente para lo que tenía costumbre de tener ante mis ojos. Como no me importaba, estaba en el derecho de no matizar interiores. A pesar de esto, quizá hubiera podido retirar aquel bronce. Pero las cosas feas y relamidas son muy útiles, pues para las personas que no nos comprenden, que no comparten nuestro gusto y de las que podemos estar enamorados, tienen un prestigio que no tendría una cosa bella cuya belleza no es llamativa. Y las personas que no nos comprenden son precisamente las únicas con las que puede sernos útil ostentar un prestigio que con las personas superiores nos lo procura nuestra inteligencia. Aunque Albertina comenzaba a tener gusto, tenía aún cierto respeto por aquel bronce, y este respeto se traducía en una consideración a mí que, viniendo de Albertina, y porque la amaba, me importaba mucho más que conservar un bronce un poco deshonroso.
Pero de pronto dejaba de pesarme la idea de mi esclavitud, y deseaba prolongarla aún, porque me parecía notar que Albertina sentía duramente la suya. Claro que cada vez que yo le preguntaba si no se aburría en mi casa, me contestaba siempre que no sabía dónde podría ser más feliz. Pero muchas veces desmentía estas palabras un aire de nostalgia, de descontento.
Es claro que si tenía las aficiones que yo le atribuía, aquella imposibilidad de satisfacerlas debía de ser tan irritante para ella como tranquilizante para mí, tranquilizante hasta el punto de que la hipótesis de haberla acusado injustamente me habría parecido la más verosímil si, aceptándola, no me fuera tan difícil explicar aquel extraordinario empeño que ponía Albertina en no estar nunca sola, en no estar nunca libre, en no pararse un momento ante la puerta cuando volvía a casa, en procurar ostensiblemente que cada vez que iba a telefonear la acompañara alguien que pudiera repetir sus palabras —Francisca, Andrea—, en dejarme siempre solo con esta, sin que pareciera que lo hacía a propósito, cuando habían salido juntas, para que pudiera contarme detalladamente su salida. Con esta maravillosa docilidad contrastaban ciertos movimientos de impaciencia, en seguida reprimidos, que me hicieron pensar si no habría formado Albertina el proyecto de sacudir su cadena. Suposición apoyada por hechos accesorios. Por ejemplo, un día en que salí solo encontré a Gisela cerca de Passy y hablamos de diversas cosas. En seguida le dije, muy contento, que veía constantemente a Albertina. Gisela me preguntó dónde podría encontrarla, pues precisamente tenía que decirle una cosa.
—¿Qué?
—Cosas de las compañeritas suyas.
—¿Qué compañeras? Quizá pudiera yo informar a usted, lo que no la impediría verla.
—¡Oh!, son compañeras de otro tiempo, no recuerdo los nombres —contestó Gisela vagamente, batiéndose en retirada.
Me dejó, creyendo haber hablado con tanta prudencia que no podía menos de parecerme todo muy claro. ¡Pero la mentira es tan poco exigente, necesita tan poca cosa para manifestarse! Si se hubiera tratado de compañeras de otro tiempo, de las que no sabía ni siquiera los nombres, ¿por qué tenía «precisamente» que hablar de ellas a Albertina? Este adverbio, bastante pariente de una expresión cara a madame Cottard: «esto llega a tiempo», sólo podía aplicarse a una cosa particular, oportuna, acaso urgente, relacionada con personas determinadas. Por otra parte, nada más en la manera de abrir la boca, como cuando se va a bostezar, con un aire vago, al decirme (retrocediendo casi con su cuerpo, como dando marcha atrás a partir de aquel momento en nuestra conversación): «¡Oh!, no sé, no recuerdo los nombres», esto hacía tan bien de su cara y, acoplándose a ella, de su voz, una cara de mentira, que el aire muy distinto, directo, animado, de antes, el de «precisamente tengo», significaba una verdad. No interrogué a Gisela. ¿De qué me hubiera servido? Desde luego no mentía de la misma manera que Albertina. Y las mentiras de Albertina me eran más dolorosas. Pero había entre ellas un punto común: el hecho mismo de la mentira, que en ciertos casos es una evidencia. No de la realidad que se oculta bajo esta mentira. Sabido es que cada asesino, en particular, cree haberlo combinado todo tan bien que no le descubrirán; al final, casi todos los asesinos son descubiertos. En cambio los mentirosos lo son rara vez, y, entre los mentirosos, especialmente la mujer que amamos. Ignoramos dónde ha ido, qué ha hecho. Pero en el momento mismo en que está hablando, en que está hablando de otra cosa bajo la cual hay lo que no dice, percibimos instantáneamente la mentira y se agudizan nuestros celos, porque notamos la mentira y no llegamos a saber la verdad. En Albertina, la sensación de mentira la daban muchas particularidades que ya hemos visto en el transcurso de este relato, pero principalmente que, cuando mentía, su relato pecaba, bien por insuficiencia, omisión, inverosimilitud, bien, al contrario, por exceso de pequeños hechos destinados a hacerlo verosímil. La verosimilitud, a pesar de la idea que se hace el mentiroso, no es enteramente la verdad. Cuando, escuchando algo verdadero, oímos algo que es solamente verosímil, que acaso lo es más que lo verdadero, que quizá es incluso demasiado verosímil, el oído un poco músico siente que no es aquello, como ocurre con un verso cojo, o una palabra leída en alta voz por otro. El oído lo siente, y si estamos enamorados, el corazón se alarma. ¡Qué no pensaremos cuando la vida se nos cambia toda porque no sabemos si una mujer pasó por la Rue de Berri o por la Rue Washington, qué no pensaremos cuando esos pocos metros de diferencia y la misma mujer queden reducidos a la cienmillonésima (es decir, a una magnitud que no podemos percibir), si tenemos siquiera el acierto de permanecer unos años sin ver a esa mujer, y lo que era Gulliver en mucho más alto se torne un liliputiense que ningún microscopio —al menos del corazón, pues el de la memoria indiferente es mucho más potente y menos frágil— podrá ya percibir! Como quiera que sea, aunque había un punto común —la mentira misma— entre el mentir de Albertina y el de Gisela, sin embargo, Gisela no mentía de la misma manera que Albertina, ni tampoco de la misma manera que Andrea, pero sus mentiras respectivas encajaban tan bien unas en otras, aun siendo como eran tan diferentes, que la camarilla tenía la impenetrable solidez de ciertas casas de comercio, de librería o de prensa, por ejemplo, en las que el desdichado autor no llegará jamás, pese ala diversidad de las personalidades que las componen, a saber si le estafan o no. El director del periódico o de la revista miente con un aspecto de sinceridad tanto más solemne porque tiene necesidad de disimular, en muchas ocasiones, que hace exactamente lo mismo y se dedica a las mismas prácticas mercantiles que las que él denunciara en los otros directores de periódico o de teatro, en los otros editores cuando tomó por bandera, levantada contra ellos, el estandarte de la Sinceridad. Haber proclamado (en calidad de jefe de un partido político, o de lo que sea) que mentir es horrible, suele obligar a mentir más que los otros, sin por eso quitarse la careta solemne, sin dejar la tiara augusta de la sinceridad. El asociado del «hombre sincero» miente de otra manera y más ingenuamente. Engaña a su autor como engaña a su mujer, con trucos de vaudeville. El secretario de redacción, hombre probo y grosero, miente muy sencillamente, como un arquitecto que nos promete que nuestra casa estará terminada en una época en la que ni siquiera estará comenzada. El redactor jefe, alma angélica, revolotea en torno a los otros tres, y sin saber de qué se trata les presta, por escrúpulo fraternal y tierna solidaridad, el precioso concurso de una palabra sagrada. Esas cuatro personas viven en perpetuas disensiones, que cesan cuando llega el autor. Por encima de las querellas particulares, cada uno recuerda el gran deber militar de acudir en ayuda del «cuerpo» amenazado. Sin darme cuenta, yo representaba desde hacía tiempo con la «camarilla» el papel de ese autor. Si cuando Gisela me dijo «precisamente» hubiera pensado yo en esta o en la otra compañera de Albertina dispuesta a viajar con ella cuando mi amiga, con un pretexto cualquiera, me dejara, y en decir a Albertina que había llegado la hora o que iba a llegar muy pronto, Gisela se habría dejado cortar en pedazos antes que decírmelo; luego era completamente inútil preguntarle nada.
No eran encuentros como el de Gisela lo único que acentuaban mis dudas. Por ejemplo, yo admiraba las pinturas de Albertina. Y las pinturas de Albertina, conmovedoras distracciones de la cautiva, me emocionaron tanto que la felicité.
—No, es muy malo, pero nunca he tomado ni una sola lección de dibujo.
—Pues una noche me mandaste a decir en Balbec que te habías quedado para ir a una lección de dibujo.
Le recordé el día y le dije que me había dado perfecta cuenta de que a aquella hora no se iba a lecciones de dibujo. Albertina se sonrojó.
—Es verdad —dijo—, no iba a una lección de dibujo. Al principio te mentía mucho, lo reconozco. Pero ya no te miento nunca.
¡Me hubiera gustado tanto saber cuáles eran las numerosas mentiras del principio! Pero sabía de antemano que sus confesiones serían nuevas mentiras. Así que me contenté con besarla. Le pregunté sólo una de aquellas mentiras. Me contestó:
—Pues sí, por ejemplo: que el aire del mar me hacía daño.
Ante aquella mala voluntad, no insistí.
Para que la cadena le resultase más ligera, me pareció lo más hábil hacerle creer que iba a romperla yo mismo. En todo caso, este falso proyecto no podía comunicárselo en aquel momento: había vuelto demasiado simpática del Trocadero; lejos de afligirla con una amenaza de ruptura, lo más que podía hacer era callar los sueños de perpetua vida común que concebía mi corazón agradecido. Mirándola, me costaba trabajo contenerme de comunicárselos a ella, y quizá ella lo notaba. Desgraciadamente, la expresión de esos sueños no es contagiosa. El caso de una vieja amanerada —como monsieur de Charlus, que, a fuerza de no ver en su imaginación más que a un orgulloso mancebo, cree ser él mismo un orgulloso mancebo, y más cuanto más amanerado y risible se vuelve—, este caso es más general, y es el infortunado caso de un enamorado que no se da cuenta de que mientras él ve ante sí un rostro bello su amada ve la figura de él, que no es más bella, sino al contrario, cuando la deforma el placer producido por la contemplación de la belleza. Y el amor ni siquiera agota toda la generalidad de este caso; no vemos nuestro propio cuerpo, que los otros ven, y «seguimos» nuestro pensamiento, el objeto invisible para los demás, que está delante de nosotros. Este objeto lo hace ver a veces el artista en su obra. A esto se debe que los admiradores de la obra se sientan desilusionados por el autor, en cuyo rostro se refleja imperfectamente esa belleza interior.
Todo ser amado, y, hasta en cierta medida, todo ser es para nosotros Jano: nos presenta la cara que nos place si ese ser nos deja, la cara desagradable si le sabemos a nuestra perpetua disposición. En cuanto a Albertina, su compañía duradera tenía algo de penoso de otro modo que no puedo decir en este relato. Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen. Pero tómese como comparación los altos y los bajos, los peligros, la inquietud, el temor de que se crean más tarde cosas falsas y verosímiles que no podremos ya explicar, sentimientos experimentados cuando se tiene en su intimidad un loco. Por ejemplo, yo compadecía a monsieur de Charlus por vivir con Morel (en seguida el recuerdo de la escena de la tarde me hizo sentir el lado izquierdo de mi pecho mucho más abultado que el otro); prescindiendo de las relaciones que tenían o no, monsieur de Charlus debía de ignorar, al principio, que Morel estaba loco. La belleza de Morel, su vulgaridad, su orgullo, debieron de disuadir al barón de inquirir más lejos, hasta los días de las melancolías en que Morel acusaba a monsieur de Charlus de su tristeza, sin poder dar explicaciones, le insultaba por su desconfianza con razonamientos falsos pero muy sutiles, le amenazaba con resoluciones desesperadas en medio de las cuales persistía la preocupación más sinuosa del interés más inmediato. Todo esto no es más que comparación. Albertina no estaba loca. Me enteré de que aquel día había ocurrido una muerte que me causó mucha pena, la de Bergotte. Ya sabemos que estaba enfermo desde hacía mucho tiempo, no de la enfermedad que tuvo primero y que era natural. La naturaleza no sabe apenas dar más que enfermedades bastante cortas, pero la medicina se ha abrogado el arte de prolongarlas. Los remedios, la remisión que procuran, el malestar que su interrupción hace renacer, forman un simulacro de enfermedad que el hábito del paciente acaba por estabilizar, por estilizar, lo mismo que los niños siguen tosiendo regularmente en accesos una vez ya curados de la tos ferina. Las medicinas van produciendo menos efecto, se aumenta la dosis, y ya no hacen ningún bien, pero han comenzado a hacer mal gracias a esa indisposición duradera. La naturaleza no les hubiera permitido tan larga duración. Es una gran maravilla que la medicina, igualando casi a la naturaleza, pueda obligar a guardar cama, a seguir tomando, so pena de muerte, un medicamento. A partir de aquí, la enfermedad artificialmente injertada ha echado raíces, ha pasado a ser una enfermedad secundaria pero cierta, con la sola diferencia de que las enfermedades naturales se curan, pero nunca las que crea la medicina, pues esta ignora el secreto de la curación.
Había años en que Bergotte ya no salía de su casa. Por lo demás, no era amigo de la sociedad, o lo fue un solo día para luego despreciarla como a todo lo demás y de la misma manera, que era su manera: no despreciar porque no se puede obtener, sino después de obtener. Vivía tan sencillamente que nadie sospechaba lo rico que era, y si lo hubieran sabido, le habrían creído avaro, cuando la verdad es que no hubo jamás persona tan generosa. Lo era, sobre todo, con mujeres, más bien con joven citas, que se avergonzaban de recibir tanto por tan poco. Se disculpaba ante sí mismo porque sabía que nunca podía producir tan bien como en la atmósfera de sentirse enamorado. El amor es demasiado decir, el placer un poco enraizado en la carne ayuda al trabajo de las letras porque anula los demás placeres, por ejemplo, los placeres de la sociedad, que son los mismos para todo el mundo. Y aunque este amor produzca desilusiones, al menos agita también la superficie del alma, que sin esto podría llegar a estancarse. El deseo no es, pues, inútil para el escritor, primero porque le aleja de los demás hombres y de adaptarse a ellos, después porque imprime movimiento a una máquina espiritual que, pasada cierta edad, tiende a inmovilizarse. No se llega a ser feliz, pero se hacen observaciones sobre las causas que impiden serlo y que sin esas bruscas punzadas de la decepción permanecerían invisibles. Los sueños no son realizables, ya lo sabemos; sin el deseo, acaso no los concebiríamos, y es útil concebirlos para verlos fracasar y que su fracaso nos instruya. Por eso Bergotte se decía: «Yo gasto más con las muchachitas que los multimillonarios, pero los placeres o las decepciones que me dan me hacen escribir un libro que me produce dinero». Económicamente, este razonamiento era absurdo, pero seguramente Bergotte encontraba cierto atractivo en transmutar así el oro en caricias y las caricias en oro. Hemos visto, cuando la muerte de mi abuela, que la vejez cansada ama el reposo. Y en el mundo no hay más que conversación. Una conversación estúpida, pero tiene el poder de suprimir las mujeres, que no son más que preguntas y respuestas. Fuera del mundo, las mujeres tornan a ser lo que tanto descansa al viejo cansado, un objeto de contemplación. En todo caso, ahora ya no se trata de nada de esto. He dicho que Bergotte no salía ya de casa, y cuando pasaba una hora levantado en su cuarto, la pasaba envuelto en chales, en mantas, en todo eso con que se tapa uno cuando tiene mucho frío o toma el tren. Se disculpaba de esto con los pocos amigos a los que permitía visitarle, y señalando sus mantas y sus chales, decía jovialmente: «Qué quiere usted, querido amigo, ya lo dijo Anaxágoras, la vida es un viaje». Así se iba enfriando progresivamente, pequeño planeta que ofrecía una imagen anticipada del grande cuando, poco a poco, se vaya retirando de la tierra el calor y después, con el calor, la vida. Entonces se habrá acabado la resurrección, pues por mucho que brillen las obras de los hombres en las generaciones futuras, falta que haya hombres. Si ciertas especies de animales resisten más tiempo al frío invasor, cuando ya no haya hombres, y suponiendo que la gloria de Bergotte dure hasta entonces, se extinguirá de pronto para siempre. No serán los últimos animales quienes la lean, pues es poco probable que, como los apóstoles en Pentecostés, puedan entender el lenguaje de los diversos pueblos humanos sin haberlo aprendido.
En los meses que precedieron a su muerte, Bergotte padecía insomnios, y, lo que es peor, cuando se dormía tenía pesadillas, por lo cual, si se despertaba, evitaba volver a dormirse. Durante mucho tiempo le habían gustado los sueños, incluso los malos, porque gracias a ellos, gracias a la contradicción que presentan con la realidad vivida en el estado de vigilia, nos dan, lo más tarde al despertar, la sensación profunda de haber dormido. Pero las pesadillas de Bergotte no eran esto. Antes, cuando hablaba de pesadillas, se refería a cosas desagradables que ocurrían en su cerebro. Ahora era como si vinieran de fuera, como si una mujer malévola se empeñara en despertarle pasándole por la cara un trapo mojado; intolerables cosquillas en las caderas; un cochero furibundo que —porque Bergotte había murmurado, dormido, que conducía mal— se arrojaba sobre el escritor y le mordía los dedos, se los cortaba. Y en cuanto había en su sueño bastante oscuridad, la naturaleza hacía una especie de ensayo sin trajes del ataque de apoplejía que se lo iba a llevar: Bergotte entraba en coche al patio del nuevo hotel de los Swann e intentaba apearse. Un vértigo fulminante le dejaba clavado en el asiento, el portero intentaba ayudarle a bajar, pero él seguía sentado, sin poder levantarse, sin poder estirar las piernas. Procuraba agarrarse al poste de piedra que había delante de él, pero no le ofrecía el suficiente apoyo para ponerse de pie.
Consultó a los médicos, los cuales, halagados porque Bergotte los llamara, atribuyeron la causa de sus males a sus virtudes de gran trabajador, al cansancio (llevaba veinte años sin hacer nada). Le aconsejaron que no leyera cuentos terroríficos (no leía nada), que tomara más el sol, «indispensable para la vida» (si había estado durante algunos años relativamente mejor, se lo debía a no salir de casa), que se alimentara más (lo que le hizo adelgazar y alimentó sobre todo sus pesadillas). Uno de los médicos, que tenía espíritu de contradicción y de suspicacia, cuando Bergotte le consultaba en ausencia de los otros y, para no molestarle, le consultaba como cosa propia lo que los otros le habían aconsejado, el médico contradictor, creyendo que Bergotte quería que le recetara algo que a él le gustaba, se lo prohibía inmediatamente, y muchas veces con razones tan apresuradamente fabricadas para las necesidades de la causa que, ante la evidencia de las objeciones materiales alegadas por Bergotte, el médico contradictor se veía obligado a contradecirse a sí mismo en la misma frase, pero por razones nuevas reforzaba la misma prohibición. Bergotte volvía a uno de los primeros médicos, hombre que presumía de inteligencia sutil, sobre todo ante un maestro de la pluma, y que si Bergotte insinuaba: «Pero me parece que el doctor X… me dijo —hace tiempo, naturalmente— que eso podía congestionarme el riñón y el cerebro…», sonreía maliciosamente, levantaba el dedo y decía: «He dicho usar, no he dicho abusar. Claro es que todo remedio, si se exagera, es un arma de dos filos». Hay en nuestro cuerpo cierto instinto de lo que nos es beneficioso, como en el corazón de lo que es el deber moral, instinto que no puede suplir ninguna autorización del doctor en medicina o en teología. Sabemos que los baños fríos nos sientan mal, y nos gustan: siempre encontraremos un médico que nos los aconseje, no que nos impida que nos hagan daño. De cada uno de aquellos médicos, Bergotte tomó lo que, por prudencia, se había prohibido él desde hacía años. A las pocas semanas reaparecieron los accidentes de antes y se agravaron los recientes. Enloquecido por un sufrimiento permanente, al que se sumaba el insomnio interrumpido por breves pesadillas, Bergotte dejó de llamar a los médicos y probó con éxito, pero con exceso, diferentes narcóticos, leyendo con fe el prospecto que acompañaba a cada uno de ellos, prospecto que proclamaba la necesidad del sueño, pero insinuaba que todos los productos que lo provocan (menos el del frasco que el prospecto envolvía, pues este no producía nunca intoxicación) eran tóxicos y hacían el remedio peor que la enfermedad. Bergotte los probó todos. Algunos son de distinta familia que aquellos a los que estamos habituados, derivados, por ejemplo, del amilo y del etilo. El producto nuevo, de una composición completamente distinta, se toma siempre con la deliciosa expectación de lo desconocido. Nos palpita el corazón como cuando acudimos a una primera cita. ¿Hacia qué ignorados géneros de sueño, de sueños, nos llevará el recién llegado? Ya está en nosotros, asume la dirección de nuestro pensamiento. ¿De qué manera nos dormiremos? Y una vez dormidos, ¿por qué caminos extraños, a qué cimas, a qué abismos inexplorados nos conducirá el dueño omnipotente? ¿Qué nueva agrupación de sensaciones vamos a conocer en este viaje? ¿Nos llevará al malestar? ¿A la beatitud? ¿A la muerte? La de Bergotte sobrevino al día siguiente de haberse entregado a uno de estos amigos (¿amigo?, ¿enemigo?), omnipotentes. Murió en las siguientes circunstancias: por una crisis de uremia bastante ligera le habían prescrito el reposo. Pero un crítico escribió que en la Vista de Delft de Ver Meer (prestada por el museo de La Haya para una exposición holandesa), cuadro que Bergotte adoraba y creía conocer muy bien, había un lienzo de pared amarilla (que Bergotte río recordaba) tan bien pintado que, mirándole sólo, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma. Bergotte leyó esto, comió unas patatas y se fue a la exposición. En los primeros escalones que tuvo que subir le dio un vértigo. Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Venecia o de una simple casa a la orilla del mar. Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al artículo del crítico, observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el mareo; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger. «Así debiera haber escrito yo —se decía—. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado varias capas de color, que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo». Mientras tanto, se daba cuenta de la gravedad de su mareo. Se le aparecía su propia vida en uno de los platillos de una balanza celestial; en el otro, el fragmento de pared de un amarillo tan bien pintado. Sentía que, imprudentemente, había dado la primera por el segundo. «Pero no quisiera —se dijo— ser el suceso del día en los periódicos de la tarde».
Se repetía: «Detalle de pared amarilla con marquesina, detalle de pared amarilla». Y se derrumbó en un canapé circular; de la misma súbita manera dejó de pensar que estaba en juego su vida y, recobrando el optimismo, se dijo: «Es una simple indigestión por esas patatas que no estaban bastante cocidas, no es nada». Sufrió otro golpe que le derribó, rodó del canapé al suelo, acudieron todos los visitantes y los guardianes. Estaba muerto. ¿Muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo? Desde luego los experimentos espiritistas no aportan la prueba de que el alma subsista, como tampoco la aportan los dogmas religiosos. Lo que puede decirse es que en nuestra vida ocurre todo como si entráramos en ella con la carga de obligaciones contraídas en una vida anterior; en nuestras condiciones de vida en esta tierra no hay ninguna razón para que nos creamos obligados a hacer el bien, a ser delicados, incluso a ser corteses, ni para que el artista ateo se crea obligado a volver a empezar veinte veces un pasaje para suscitar una admiración que importará poco a su cuerpo comido por los gusanos, como el detalle de pared amarilla que con tanta ciencia y tanto refinamiento pintó un artista desconocido para siempre, identificado apenas bajo el nombre de Ver Meer. Todas estas obligaciones que no tienen su sanción en la vida presente parecen pertenecer a otro mundo, a un mundo fundado en la bondad, en el escrúpulo, en el sacrificio, a un mundo por completo diferente de este y del que salimos para nacer en esta tierra, antes quizá de retornar a vivir bajo el imperio de esas leyes desconocidas a las que hemos obedecido porque llevábamos su enseñanza en nosotros, sin saber quién las había dictado —esas leyes a las que nos acerca todo trabajo profundo de la inteligencia y que sólo son invisibles (¡y ni siquiera!), para los tontos—. De suerte que la idea de que Bergotte no había muerto para siempre no es inverosímil.
Le enterraron, pero durante toda la noche fúnebre sus libros, dispuestos de tres en tres en vitrinas iluminadas, velaban como ángeles con las alas desplegadas y parecían, para el que ya no era, el símbolo de su resurrección.
Como he dicho, me enteré de que Bergotte había muerto aquel día. Y admiré la inexactitud de los periódicos que —reproduciendo todos una misma nota— decían que había muerto la víspera. Y la víspera le había encontrado Albertina, según ella me contó la misma noche, y por cierto que el encuentro la retrasó, pues había hablado bastante tiempo con ella. Seguramente fue la última conversación de Bergotte. Albertina le conocía por mí, que no le veía desde hacía mucho tiempo, pero como ella tenía la curiosidad de que la presentaran al viejo maestro, yo le había escrito el año anterior para llevársela. Me concedió lo que le pedía, no sin dolerle un poco, a lo que creo, que sólo volviera a verle por dar gusto a otra persona, lo que confirmaba mi indiferencia hacia él. Estos casos son frecuentes; a veces aquel o aquella a quien imploramos no por el gusto de volver a hablar con él o con ella, sino por una tercera persona, se niega tan obstinadamente que la persona protegida sospecha que hemos presumido de un falso poder. Es más frecuente que el genio o la belleza célebre consientan, pero, humillados en su gloria, heridos en su afecto, ya no tienen para nosotros más que un sentimiento amortiguado, doloroso, un poco desdeñoso. Pasado mucho tiempo, adiviné que había acusado falsamente a los periódicos de inexactitud, pues aquel día Albertina no había encontrado a Bergotte, mas yo no lo sospeché ni por un momento, con tanta naturalidad me lo contó, y hasta mucho después no me enteré del arte encantador que tenía de mentir con sencillez. Lo que decía, lo que confesaba, tenía de tal modo los mismos caracteres que las formas de la evidencia —lo que vemos, lo que sabemos de manera irrefutable— que sembraba así en las parcelas intermedias de su vida los episodios de otra vida cuya falsedad no sospechaba yo entonces y que sólo mucho después percibí. He añadido: «cuando confesaba», y he aquí por qué. A veces, atando hilos, concebía sospechas celosas en las que, junto a ella, figuraba en el pasado —o, peor aún, en el futuro— otra persona. Para aparentar que estaba seguro de lo que decía, nombraba a la persona y Albertina contestaba: «Sí, la encontré hace ocho días a unos pasos de la casa. Por educación, contesté a su saludo. Di dos pasos con ella. Pero nunca hubo nada entre nosotros. Ni nunca habrá nada». Ahora bien, Albertina no había ni siquiera encontrado a aquella persona, por la sencilla razón de que aquella persona no había venido a París desde hacía diez meses. Pero a mi amiga le parecía que negar completamente era poco verosímil. Por eso me encantó aquel breve encuentro ficticio, y me lo contó tan sencillamente que yo veía a la dama detenerse, saludarla, dar unos pasos con ella. Si yo hubiera estado fuera en aquel momento, acaso el testimonio de mis sentidos me habría demostrado que la dama no había dado unos pasos con Albertina. Pero si supe lo contrario, fue por una de esas cadenas de razonamiento (en las que las palabras de las personas en quienes tenemos confianza insertan fuertes eslabones) y no por el testimonio de los sentidos. Para invocar este testimonio hubiera sido necesario que yo estuviera precisamente fuera, y no había sido así. Sin embargo, podemos imaginar que semejante hipótesis no es inverosímil: yo hubiera podido salir y pasar por la calle a la hora en que Albertina me dijo, aquella noche (sin haberme visto), que había dado unos pasos con la dama, y entonces habría sabido que Albertina mentía. Pero aun esto mismo, ¿es bien seguro? Podría haberse apoderado de mi mente una oscuridad sagrada, habría puesto en duda que la hubiera visto sola, apenas habría intentado comprender en virtud de qué ilusión óptica no había visto a la dama, y no me hubiera extrañado mucho haberme equivocado, pues el mundo de los astros es menos difícil de conocer que los actos reales de las personas, sobre todo de las personas que amamos, acorazadas como están contra nuestra duda por unas fábulas destinadas a protegerlas. ¡Durante tantos años pueden estas fábulas hacer creer a nuestro apático amor que la mujer amada tiene en el extranjero una hermana, un hermano, una cuñada que jamás existieron!
También el testimonio de los sentidos es una operación mental en la que la convicción crea la evidencia. Hemos visto muchas veces cómo el sentido del oído llevaba a Francisca no la palabra que se había pronunciado, sino la que ella creía la verdadera, lo que bastaba para que no oyera la rectificación implícita de una pronunciación mejor. No estaba constituido de diferente modo nuestro mayordomo. Monsieur de Charlus llevaba en aquel momento —pues cambiaba mucho— un pantalón muy claro y reconocible entre mil. Ahora bien, nuestro mayordomo, que creía que la palabra pissotière (palabra que designaba lo que monsieur de Rambuteau, muy enfadado, había oído al duque de Guermantes llamar un ridículo) era pistière[14], no oyó en toda su vida a una sola persona decir pissotière, aunque así se pronunciaba muy a menudo delante de él. Pero el error es más obstinado que la fe y no analiza sus creencias. El mayordomo decía constantemente: «El señor barón de Charlus ha tenido que coger una enfermedad, para estar tanto tiempo en una pistière. Eso les pasa a los viejos mujeriegos. Lleva el pantalón propio de ellos. Esta mañana la señora me mandó a un recado a Neuilly. Vi entrar al señor barón de Charlus en la pistière de la Rue de Bourgogne. Al volver de Neuilly, lo menos una hora más tarde, vi su pantalón amarillo en la misma pistière, en el mismo sitio, en el centro, donde se pone siempre para que no le vean». No conozco nada más bello, más noble y más joven que una sobrina de madame de Guermantes. Pero le oí decir a un conserje de un restaurante al que yo iba, al verla pasar: «Mira esa vieja tan recompuesta, ¡qué pinta!, y tiene lo menos ochenta años». En cuanto a la edad, me parece difícil que lo creyera. Pero los botones agrupados en torno a él, que se burlaban cada vez que ella pasaba delante del hotel para ir a ver, no lejos de allí, a sus dos encantadoras tías abuelas, madame de Fezensac y madame de Balleroy, vieron en la cara de aquella joven belleza los ochenta años que por burla o no había atribuido el conserje a la «vieja recompuesta». Se habrían muerto de risa si les hubieran dicho que era más distinguida que una de las cajeras del hotel, la cual, comida de eccema, gorda hasta el ridículo, les parecía una mujer hermosa. Quizá sólo el deseo sexual fuera capaz de evitarles el error, si hubiera surgido al pasar la supuesta vieja recompuesta y si los botones hubieran codiciado de pronto a la joven diosa. Pero, por razones desconocidas y que probablemente serían de índole social, no intervino ese deseo. De todos modos, la cosa es muy discutible. El universo es verdadero para todos nosotros y diferente para cada uno. Si no tuviéramos que limitarnos, para el orden del relato, a razones frívolas, ¡cuántas más serias nos permitirían demostrar la mentirosa fragilidad del principio de este libro, donde, desde mi cama, oía yo despertarse el mundo, ora con un tiempo, ora con otro! Sí, he tenido que aminorar la cosa y mentir, pero no es un universo el que se despierta cada mañana, son millones de universos, casi tantos como pupilas e inteligencias humanas.
Volviendo a Albertina, no he conocido nunca mujer más dotada que ella de una brillante actitud para la mentira animada, con los colores mismos de la vida, a no ser una de sus amigas, también una de mis muchachas en flor, rosada la tez como Albertina, pero que por su perfil irregular, lleno de hoyitos y de prominencias, era igual que ciertos racimos de flores color rosa cuyo nombre he olvidado y que tienen, como ellas, largos y sinuosos entrantes. Aquella muchacha era, desde el punto de vista de la fábula, superior a Albertina, pues no ponía en ella ninguno de los momentos dolorosos, de los dobles sentidos irritados que eran frecuentes en mi amiga. He dicho, sin embargo, que era encantadora cuando inventaba un relato que no dejaba lugar a dudas, pues se veía pintada en su palabra la cosa que decía —aunque era imaginada—. A Albertina la inspiraba sólo la verosimilitud, y no el deseo de darme celos. Pues, acaso sin ser interesada, le gustaba mucho recibir atenciones. Ahora bien, si en el transcurso de esta obra he tenido y tendré muchas ocasiones de demostrar cómo los celos aumentan el amor, lo he hecho desde el punto de vista del amante. Pero a poco orgullo que este tenga, y aunque una separación hubiera de costarle la vida, no responderá a una supuesta traición con un gesto efusivo y se alejará o, sin alejarse, se esforzará por fingir frialdad. De suerte que todo lo que la amante le hace sufrir es en perjuicio de ella. Si, por el contrario, disipa ella con una palabra hábil, con tiernas caricias, las sospechas que le torturaban aunque quisiera hacerse el indiferente, seguramente el amante no experimenta esa intensificación desesperada del amor a la que los celos le llevan, sino que, dejando bruscamente de sufrir, dichoso, enternecido, con el sosiego que sentimos cuando ha pasado la tormenta y ha caído la lluvia y apenas oímos todavía, bajo los grandes castaños, caer a largos intervalos las gotas suspendidas que ya el sol colorea, no sabe cómo expresar su gratitud a la que le ha curado. Albertina sabía que me gustaba recompensarla por sus gentilezas, y acaso esto explicaba que, para demostrar su inocencia, inventara confesiones espontáneas como aquellos relatos de los que yo no dudaba, uno de los cuales fue el encuentro con Bergotte cuando este estaba ya muerto. De las mentiras de Albertina yo sólo había sabido hasta entonces las que, por ejemplo, me contara Francisca en Balbec, y que no he dicho aunque me hicieron tanto daño. Como no quería venir, me dijo: «¿No podría decirle al señor que no me ha encontrado, que había salido?». Pero los «inferiores» que nos quieren como Francisca me quería a mí se complacen en herirnos en nuestro amor propio.