Antes de que Albertina me obedeciera y se quitara los zapatos, yo le entreabría la camisa. Sus dos pequeños senos, altos, eran tan redondos que, más que parte integrante de su cuerpo, parecían haber madurado en él como dos frutos; y su vientre (disimulando el lugar que en el hombre se afea como con el soporte que queda fijo en una estatua desalojada de su sitio) se cerraba, en la unión de los muslos, con dos valvas de una curva tan suave, tan serena, tan claustral como la del horizonte cuando se ha puesto el sol. Se quitaba los zapatos, se acostaba junto a mí.
Oh grandes actitudes del Hombre y de la Mujer cuando se disponen a unir, en la inocencia de los primeros días y con la humildad del barro, lo que la creación ha separado, cuando Eva se queda sorprendida y sumisa ante el Hombre junto al cual se despierta, como él mismo, solo todavía, ante Dios que le ha formado. Albertina anudaba sus brazos tras su cabello negro, alzada la cadera, caída la pierna en una inflexión de cuello de cisne que se alarga y se curva para volver sobre sí mismo. Cuando estaba completamente de lado, había cierto aspecto de su rostro (tan bueno y tan bello de frente) que yo no podía soportar, ganchudo como ciertas caricaturas de Leonardo, pareciendo revelar la maldad, la codicia, la bellaquería de una espía cuya presencia en mi casa me hubiera horrorizado y que parecía desenmascarada por aquellos perfiles. Me apresuraba a coger la cara de Albertina en mis manos y la volvía a poner de frente.
—Sé bueno, prométeme que mañana, si no vienes, trabajarás —decía mi amiga volviendo a ponerse la camisa.
—Sí, pero no te pongas todavía la bata.
A veces acababa por dormirme junto a ella. La habitación se había enfriado, hacía falta leña. Yo intentaba encontrar el timbre a mi espalda, no lo conseguía, palpando todos los barrotes de cobre que no eran aquellos entre los que pendía, y le decía a Albertina, que se había bajado de la cama para que Francisca no nos viera juntos:
—No, vuelve a subir un momento, no encuentro el timbre.
Instantes dulces, alegres, inocentes en apariencia y en los que se acumula, sin embargo, la posibilidad insospechada del desastre: lo que hace de la vida amorosa la más contradictoria de todas, aquella en que la imprevisible lluvia de azufre y de pez cae después de los momentos más gozosos y en la que en seguida, sin tener el valor de sacar la lección de la desgracia, volvemos a construir inmediatamente en las laderas del cráter del que no podrá salir más que la catástrofe. Yo tenía la despreocupación de los que creen duradera su felicidad. Precisamente porque esta dulzura ha sido necesaria para parir el dolor —y volverá, por otra parte, a calmarla intermitentemente—, los hombres pueden ser sinceros con otro, y hasta consigo mismos, cuando se jactan de la bondad de una mujer con ellos, aunque, a lo sumo, en el seno de sus relaciones circule constantemente, de manera secreta, inconfesada a los demás, o revelada involuntariamente con preguntas, con indagaciones, una inquietud dolorosa. Pero esta inquietud no podría nacer sin la dulzura previa; incluso después es necesaria la dulzura intermitente para hacer soportable el sufrimiento y evitar las rupturas, y el disimulo del infierno secreto que es la vida común con esa mujer, hasta la ostentación de una intimidad que dicen dulce, expresa un punto de vista verdadero, una relación general entre el efecto y la causa, uno de los modos que han hecho posible la producción del dolor.
Ya no me extrañaba que Albertina estuviera allí y no fuera a salir al día siguiente más que conmigo o bajo la protección de Andrea. Aquellos hábitos de vida en común, aquellas grandes líneas que delimitaban mi existencia y en cuyo interior no podía penetrar nadie más que Albertina, y también (en el plano futuro, todavía desconocido para mí, de mi vida interior, como el que traza un arquitecto para unos monumentos que no se elevarán hasta mucho más tarde) las líneas lejanas, paralelas a estas y más amplias, que trazaban en mí, como una ermita aislada, la fórmula un poco rígida y monótona de mis amores futuros, habían sido en realidad trazadas en Balbec aquella noche en que, cuando Albertina me reveló en el trenecillo quién la había educado, quise a todo trance sustraerla a ciertas influencias e impedirle que estuviera fuera de mi presencia durante unos días. Los días sucedieron a los días, aquellos hábitos se hicieron maquinales, pero, como esos ritos cuyo significado intenta descubrir la historia, yo hubiera podido decir (y no hubiera querido), a quien me preguntara qué significaba aquella vida retirada en que me secuestraba yo hasta el punto de no ir ya al teatro, que tenía por origen la ansiedad de una noche y la necesidad de probarme a mí mismo, los días que la siguieron, que la mujer de cuya lamentable infancia acababa de enterarme no tendría ya la posibilidad de exponerse a las mismas tentaciones, si es que lo deseaba. Ya sólo de tarde en tarde pensaba en estas posibilidades, pero, sin embargo, seguían vagamente presentes en mi conciencia. El hecho de destruirlas día por día —o de procurar destruirlas— era sin duda la causa de que me fuera tan dulce besar aquellas mejillas que no eran más bellas que otras muchas; bajo toda dulzura carnal un poco profunda, está la permanencia de un peligro.
Había prometido a Albertina que, si no salía con ella, me pondría a trabajar. Pero al día siguiente, como si la casa, aprovechando nuestro sueño, hubiera viajado milagrosamente, me despertaba en otro tiempo diferente, en otro clima. No se trabaja cuando se desembarca en un país nuevo a cuyas condiciones hay que adaptarse. Y cada día era para mí un país diferente. Mi misma pereza, ¿cómo reconocerla bajo las nuevas formas que adoptaba? A veces, en días que decían irremediablemente malos, nada más que vivir en la casa situada en medio de una lluvia monótona y continua tenía la resbaladiza dulzura, el silencio calmante, todo el interés de una navegación; otra vez, en un día claro, permanecer inmóvil en mi cama era dejar que giraran las sombras alrededor de mí como de un tronco de árbol. Otras, a las primeras campanadas de un convento vecino, raras como las devotas matinales, vislumbraba uno de esos días tempestuosos, desordenados y agradables, blanqueando apenas el cielo con sus nubes indecisas que el viento tibio fundía y dispersaba, uno de esos días en que los tejados mojados por una ráfaga intermitente que seca un soplo o un rayo de sol dejan caer en un arroyo una gota de lluvia y, a la espera de que gire de nuevo el viento, alisan al momentáneo sol que les irisa sus tejas cuello de pichón; uno de esos días con tantos cambios de tiempo, tantos incidentes aéreos, tantas tormentas, que el perezoso no cree haberlos perdido porque se ha interesado en la actividad que ha desplegado, a falta de él, la atmósfera, actuando de cierta manera en su lugar; días parecidos a esos tiempos de disturbios o de guerra que al escolar que falta a la escuela no le parecen vacíos, porque en los alrededores del Palacio de justicia o leyendo los periódicos se hace la ilusión de sacar de los acontecimientos producidos, a falta del trabajo no cumplido, un provecho para su inteligencia y una justificación para su ociosidad; días, en fin, comparables a esos en que ocurre en nuestra vida alguna crisis excepcional y de la que el que no ha hecho nunca nada cree que, si termina bien, va a sacar hábitos de trabajo: por ejemplo, la mañana en que sale para un duelo que va a tener lugar en condiciones particularmente peligrosas; entonces, en el momento en que acaso va a perderla, ve de pronto el valor de una vida que hubiera podido aprovechar para comenzar una obra o simplemente para divertirse, y de la que no ha sabido sacar ningún fruto. «Si no me mataran —se dice—, ¡cómo me pondría inmediatamente a trabajar, y también cómo iba a divertirme!». Y es que la vida ha tomado súbitamente para él un valor más grande, porque pone en ella todo lo que parece que la vida puede dar, y no lo poco que él le hace dar habitualmente. La ve según su deseo, no como su experiencia le ha enseñado que él sabía hacerla, es decir, tan mediocre. Se ha llenado de pronto de trabajos, de viajes, de excursiones alpinas, de todas las cosas bellas que, se dice él, podrá hacer imposible el funesto resultado de ese duelo, sin pensar que lo eran ya antes de que surgiera tal duelo, y lo eran por las malas costumbres que, sin el duelo, hubieran continuado. Vuelve a casa sin siquiera una herida. Pero encuentra los mismos obstáculos para los placeres, para las excursiones, para los viajes, para todo aquello de que, por un momento, se había creído despojado por la muerte; para esto, basta la vida. En cuanto al trabajo —pues las circunstancias excepcionales exaltan lo que existía previamente en el hombre, el trabajo en el laborioso, la pereza en el ocioso—, se otorga unas vacaciones.
Yo hacía lo que él, lo que había hecho siempre desde mi vieja resolución de ponerme a escribir, una resolución tomada tiempo atrás, pero que me parecía de ayer, porque había considerado cada día, uno tras otro, como no transcurrido. Lo mismo hacia con este, dejando pasar sin hacer nada sus chaparrones y sus claros y prometiéndome empezar a trabajar al día siguiente. Pero bajo un cielo sin nubes ya no era el mismo; el dorado sol de las campanas no contenía solamente luz, como la miel, sino la sensación de la luz (y también el sabor insípido de las mermeladas, porque en Combray se había parado como una avispa en nuestra mesa después de retirar el servicio). En aquel día de sol resplandeciente, permanecer todo el día con los ojos cerrados era cosa permitida, usual, saludable, grata, propia de la estación, como tener las persianas cerradas contra el calor. En un tiempo así oía yo, al principio de mi segunda estancia en Balbec, los violines de la orquesta entre las aguas azules de la marea alta. ¡Cuánto más mía era Albertina hoy! Había días en que el toque de una campana que daba la hora llevaba en la esfera de su sonoridad una placa tan fresca, con tan fuerte relieve de agua o de luz, que era como una traducción para ciegos o, si se quiere, como una traducción musical del encanto de la lluvia o del encanto del sol. De tal suerte que, en aquel momento, con los ojos cerrados, en mi cama, me decía que todo puede transformarse y que un universo solamente audible podría ser tan variable como el otro. Remontando perezosamente cada día como en una barca, y viendo aparecer ante mí siempre nuevos recuerdos encantados, que yo no escogía, que un momento antes me eran invisibles y que mi memoria me presentaba uno tras otro sin que pudiese elegirlos, proseguía perezoso mi paseo al sol por aquellos espacios lisos.
Aquellos conciertos matinales de Balbec no eran antiguos. Y, sin embargo, en aquel momento relativamente cercano me importaba poco Albertina. Es más, los primeros días de la llegada no me había enterado de su presencia en Balbec. ¿Por quién me enteré? ¡Ah, sí!, por Amado. Hacía un hermoso sol como este. ¡El bueno de Amado! Estaba contento de volver a verme. Pero no quiere a Albertina. No todo el mundo puede quererla. Sí, fue él quien me dijo que Albertina estaba en Balbec. Pero ¿cómo lo sabía? ¡Ah!, la había encontrado, le había parecido de mala pinta. En aquel momento, mi pensamiento, abordando el relato de Amado por una cara distinta a la que él me presentó en el momento de hacérmelo, mi pensamiento, que hasta entonces había navegado sonriente por aquellas aguas propicias, estallaba de pronto, como si hubiera chocado con una mina invisible y peligrosa insidiosamente colocada en aquel punto de mi memoria. Me dijo que la había encontrado, que le había parecido de mala pinta. ¿Qué había querido decir con eso de mala pinta? Yo entendí que la había encontrado de pinta vulgar, pues, para contradecirle de antemano, le dije que era distinguida. Pero no, quizá quería decir del gremio gomorriano. Estaba con una amiga, quizá iban cogidas de la cintura, acaso miraban a otras mujeres, acaso tenían, en efecto, una «pinta» que yo no había visto nunca a Albertina en mi presencia. ¿Quién era la amiga? ¿Dónde había visto Amado a esa odiosa Albertina? Procuraba recordar exactamente lo que Amado me dijo, por ver si tenía relación con lo que yo imaginaba o si se refería solamente a maneras vulgares. Pero era inútil que me lo preguntara: la persona que se hacía la pregunta y la persona que podía ofrecer el recuerdo no eran, desgraciadamente, más que una sola y misma persona: yo, que me desdoblaba momentáneamente, pero sin añadir nada. Era inútil preguntar, me contestaba yo mismo, y no averiguaba nada más. Ya no pensaba en mademoiselle Vinteuil. El acceso de celos que sufría, nacido de una sospecha nueva, era nuevo también, o más bien no era más que la prolongación, la ampliación de aquella sospecha; tenía el mismo escenario, que ya no era Montjouvain, sino el camino en que Amado había visto a Albertina; el mismo objeto, las varias amigas entre las que una u otra podía ser la que estaba con Albertina aquel día. Acaso fuera una tal Isabel, o quizá aquellas dos muchachas que Albertina había mirado en el espejo del casino haciendo como que no las veía. Seguramente tenía relaciones con ellas, y también con Ester, la prima de Bloch. Si un tercero me hubiera revelado tales relaciones, eso habría bastado para medio matarme, pero como era yo quien las imaginaba tenía buen cuidado de dejarlas en la suficiente incertidumbre para atenuar el dolor. Bajo la forma de sospechas, llegamos a absorber diariamente en dosis enormes la idea de que nos engañan, esa misma idea que, inoculada en dosis muy ligeras por el picotazo de una palabra brusca, podría ser mortal. Y sin duda por esto, y por un derivado del instinto de conservación, el mismo celoso no vacila en concebir sospechas atroces a propósito de hechos inocentes, sin perjuicio de negarse a la evidencia ante la primera prueba que le presenten. Por otra parte, el amor es un mal incurable, como esas diátesis en las que el reumatismo sólo concede alguna tregua para dar paso a jaquecas epileptiformes. La sospecha celosa se había calmado, le reprochaba a Albertina no haber estado cariñosa, quizá haberse burlado de mí con Andrea. Pensaba con espanto en la idea que había debido de formarse si Andrea le había repetido todas nuestras conversaciones; el porvenir me parecía terrible. Y estos tristes pensamientos sólo me dejaban cuando una nueva sospecha me lanzaba a otras averiguaciones o cuando, por el contrario, las manifestaciones de cariño de Albertina me hacían insignificante mi felicidad. ¿Quién podría ser aquella muchacha? Tendría que escribir a Amado, que procurar verle, y luego, hablando con Albertina, confesándola, comprobaría lo que me dijera. Mientras tanto, dando por seguro que sería la prima de Bloch, pedí a este, sin que él comprendiera en absoluto con qué fin, que me enseñara una fotografía de aquella prima o, mejor aún, que me la presentara.
¡Cuántas personas, cuántas ciudades, cuántos caminos deseamos conocer por causa de los celos! Los celos son una sed de saber gracias a la cual acabamos por tener sucesivamente, sobre puntos aislados unos de otros, todas las nociones posibles menos la que quisiéramos. Nunca sabemos si va a nacer una sospecha, pues de pronto recordamos una frase que no era clara, una coartada que nos dieron no sin intención. Sin embargo, no hemos vuelto a ver a la persona, pero hay unos celos a posteriori que sólo nacen después de haberla dejado, unos celos de la escalera. Acaso la costumbre que yo había tomado de guardar en el fondo de mí ciertos deseos, deseo de una muchacha de la alta sociedad como las que veía pasar desde mi ventana seguidas de su institutriz, y especialmente de aquella de que me hablara Saint-Loup, aquella que iba a las casas de citas; deseo de las doncellas guapas, y especialmente de la de madame Putbus; deseo de ir al campo al empezar la primavera por ver los espinos, los manzanos en flor, las tormentas; deseo de Venecia, deseo de ponerme a trabajar, deseo de hacer la vida de todo el mundo —acaso la costumbre de conservar en mí, sin satisfacerlos, todos esos deseos, contentándome con la promesa hecha a mí mismo de no olvidar satisfacerlos un día—, acaso esa costumbre añeja del aplazamiento perpetuo, de eso que monsieur de Charlus infamaba con el nombre de «procrastinación», había llegado a ser tan general en mí que se apoderaba también de mis sospechas celosas, y, mientras me hacía decidir mentalmente que no dejaría de tener un día una explicación con Albertina sobre la muchacha, la que fuera (quizá las muchachas, pues esta parte del relato era confusa, borrosa, tanto como decir indescifrable, en mi memoria), con la que (o con las que). Amado la había visto, me hacía aplazar esta explicación. En todo caso, esta noche no hablaría de aquello a mi amiga por no arriesgarme a parecerle celoso y enfadarla.
Pero cuando al día siguiente me envió Bloch la foto de su prima Ester, me apresuré a mandársela a Amado. Y en el mismo momento recordé que Albertina me había negado aquella mañana un placer que hubiera podido cansarla en efecto. ¿Sería quizá que lo reservaba para otro aquella tarde? ¿Para quién? Así de interminables son los celos, pues incluso cuando el ser amado, ya muerto, por ejemplo, no puede provocarlos con sus actos, ocurre que, posteriormente a todo hecho, los recuerdos se comportan de pronto en nuestra memoria como hechos; unos recuerdos que no habíamos aclarado hasta entonces, que nos habían parecido insignificantes, basta nuestra propia reflexión sobre ellos para darles, sin ningún hecho exterior, un sentido nuevo y terrible. No hace falta ser dos, basta estar solo en nuestro cuarto, pensando, para que se produzcan nuevas traiciones de nuestra amada, aunque haya muerto. Por eso en el amor, como en la vida habitual, no se debe temer sólo el porvenir, sino también el pasado, que muchas veces no se realiza para nosotros hasta después del porvenir, y no hablamos solamente del pasado que conocemos inmediatamente, sino del que hemos conservado desde hace mucho tiempo en nosotros y que de pronto aprendemos a leer.
De todos modos, ya cayendo la tarde, yo estaba muy contento de que no iba a tardar la hora en que podría encontrar en la presencia de Albertina la satisfacción que necesitaba. Desgraciadamente, la noche que llegó fue una de aquellas en que no me era otorgada esta satisfacción. En que el beso que Albertina me daría al dejarme, muy diferente del habitual, no me calmaría más que en otro tiempo el de mi madre los días en que estaba enfadada y yo no me atrevía a llamarla de nuevo, pero sentía que no podía dormir. Aquellas noches eran ahora las noches en que Albertina había hecho para el día siguiente algún proyecto que no quería que yo conociese. Si me lo hubiera confiado, yo habría puesto en asegurar su realización un entusiasmo que nadie como Albertina podría inspirarme. Pero no me decía nada y, además, no necesitaba decirme nada; en cuanto entraba, en la puerta misma de mi cuarto todavía con el sombrero o la toca en la cabeza, veía yo el deseo desconocido, disimulado, tenaz, indomable. Y esto solía ocurrir las noches en que yo había esperado su regreso con los más tiernos pensamientos, en que pensaba abrazarme a su cuello con la mayor ternura. Desgraciadamente, estos desacuerdos, como los que yo había tenido muchas veces con mis padres al encontrarlos fríos o irritados cuando yo me acercaba a ellos rebosante de cariño, no son nada comparados con los que se producen entre dos amantes. En este caso, el sufrimiento es mucho menos superficial, mucho más difícil de soportar, radica en una capa más profunda del corazón. Pero aquella noche Albertina no tuvo más remedio que decirme algo del proyecto que había formado; comprendí en seguida que quería ir al día siguiente a hacer a madame Verdurin una visita que, en sí misma, no me hubiera contrariado en absoluto. Pero seguramente era para ver allí a alguien, para preparar allí alguna diversión. A no ser así, no habría tenido tanto empeño en aquella visita. Quiero decir que no habría repetido que no tenía tal empeño. Yo había seguido en mi vida una marcha inversa a la de los pueblos que sólo utilizan la escritura fonética después de considerar los caracteres como una serie de símbolos; yo, que durante tantos años no había buscado la vida y el pensamiento reales de las personas más que en el enunciado directo que me ofrecían voluntariamente, había llegado por su culpa a lo contrario, a no dar importancia más que a los testimonios que no son una expresión racional y analítica de la verdad; las palabras mismas no me decían nada sino con la condición de ser interpretadas a la manera de un aflujo de sangre a la cara de una persona que se turba, también a la manera de un silencio súbito. Un adverbio (por ejemplo, empleado por monsieur de Cambremer cuando creía que yo era «escritor» y, sin haberme hablado todavía, contando una visita que había hecho a los Verdurin, se volvió hacia mí diciéndome: «Estaba precisamente Borelli»), adverbio surgido en una conflagración por el encuentro involuntario, a veces peligroso, de dos ideas que el interlocutor no expresaba y de la que, por unos métodos adecuados de análisis o de electrolisis, podía yo deducirlas, me decía más que un discurso. Albertina dejaba caer a veces en sus palabras una de estas preciosas amalgamas, que yo me apresuraba a «tratar» para transformarlas en ideas claras.
Por lo demás, una de las cosas más terribles para el enamorado es que, si los hechos particulares —que sólo se pueden conocer por la experiencia, el espionaje, entre tantas realizaciones posibles— son tan difíciles de encontrar, en cambio, la verdad resulta fácil de penetrar o por lo menos de presentir. Yo la había visto a veces en Balbec fijar en unas muchachas que pasaban una mirada brusca y prolongada, como una palpación, y después, si yo las conocía, me decía: «¿Y si las llamáramos? Me gustaría insultarlas». Y desde hacía algún tiempo, seguramente desde que había captado mis dudas, ninguna proposición de invitar a nadie, ninguna palabra, ni siquiera una desviación de las miradas, ya sin objeto y silenciosas, y tan reveladoras, con el gesto distraído y vacante que las acompañaba, como antes fuera su imantación. Y me era imposible hacerle reproches o preguntas sobre cosas que ella hubiera declarado tan mínimas, tan insignificantes, en las que yo me había fijado sólo por el gusto de buscar tres pies al gato. Ya es difícil decir «¿por qué has mirado a esa que pasa?», pero lo es mucho más preguntar «¿por qué no la has mirado?». Y, sin embargo, yo sabía, o al menos lo habría sabido si no hubiera querido creer más bien las afirmaciones de Albertina, todo lo que aquello incluía, todo lo que demostraba, como cualquier contradicción en la conversación de la que yo no solía darme cuenta hasta mucho tiempo después de haberla dejado, que me hacía sufrir toda la noche, de la que no me atrevía ya a volver a hablar, pero que no por eso dejaba de honrar de cuando en cuando mi memoria con sus visitas periódicas. Y aun tratándose de aquellas simples miradas furtivas o desviadas en la playa de Balbec o en las calles de París, a veces podía yo preguntarme si la persona que las provocaba no sería sólo un objeto de deseos cuando pasaba, sino una antigua conocida, o bien una muchacha de la que sólo había oído hablar, con gran asombro mío al enterarme de que le hubieran hablado de ella: tan lejos estaba, a mi juicio, de los conocimientos posibles de Albertina. Pero la Gomorra moderna es un puzzle de fragmentos procedentes de donde menos se espera. Así vi yo una vez, en Rivebelle, una gran comida a cuyos diez invitados conocía por casualidad, al menos de nombre, y que, siendo muy dispares, se acoplaban allí perfectamente, de suerte que nunca vi reunión tan homogénea, aunque tan mezclada.
Volviendo a las jóvenes transeúntes, Albertina no hubiera mirado nunca a una señora mayor o a un viejo con tanta fijeza o, al contrario, con tanta reserva y como si no viera. Los maridos engañados, aunque no saben nada lo saben todo, sin embargo. Mas para montar una escena de celos hace falta un expediente más materialmente documentado. Por otra parte, si los celos nos ayudan a descubrir cierta inclinación a mentir en la mujer que amamos, centuplican esta inclinación cuando la mujer ha descubierto que estamos celosos. Miente (en unas proporciones en que nunca nos había mentido antes), bien por piedad o por miedo, o se escapa instintivamente en una huida simétrica a nuestras investigaciones. Cierto que hay amores en los que, desde el principio, una mujer ligera se ha presentado como una virtud a los ojos del hombre que la ama. Pero ¡cuántos otros comprenden dos períodos perfectamente contrastados! En el primero, la mujer habla casi fácilmente, con simples atenuaciones, de su inclinación al placer, de la vida galante a que esta inclinación la ha llevado, cosas todas que negará después con la mayor energía al mismo hombre al notar que está celoso de ella y que la espía. Llega a añorar el tiempo de aquellas primeras confidencias, cuyo recuerdo le tortura, sin embargo. Si la mujer le hiciera ahora otras parecidas, le descubriría ella misma el secreto de las faltas que él persigue inútilmente cada día. Y, además, ¡qué abandono demostraría esto, qué confianza, qué amistad! Si no puede vivir sin engañarle, al menos le engañaría siendo amiga, contándole sus placeres, asociándole a ellos. Y echa de menos esa vida que los comienzos de su amor parecían esbozar, que la continuación ha hecho imposible, transformando aquel amor en algo atrozmente doloroso, en algo que, según los casos, hará inevitable o imposible una separación.
A veces la escritura en la que yo descifraba las mentiras de Albertina, sin ser ideográfica, había, simplemente, que leerla al revés; así aquella noche en que me lanzó, con aire negligente, este mensaje destinado a pasar casi inadvertido: «Acaso vaya mañana a casa de los Verdurin, no sé si iré o no, no tengo muchas ganas». Anagrama pueril de esta declaración: «Mañana iré a casa de los Verdurin, con toda seguridad, pues es importantísimo para mí». Esta duda aparente significaba una voluntad decidida y el anunciármelo tenía por objeto quitar importancia a la visita. Albertina empleaba siempre el tono dubitativo para las resoluciones irrevocables. La mía no lo era menos: me las arreglaría para que no se realizara la visita a madame Verdurin. Muchas veces los celos no son más que una inquieta necesidad de tiranía aplicada a las cosas del amor. Seguramente yo había heredado de mi padre este brusco deseo arbitrario de amenazar a las personas que más quería en las esperanzas que abrigaban con una seguridad que yo quería demostrarles engañosa; cuando veía que Albertina había combinado sin contar conmigo, a escondidas de mí, el plan de una salida que yo habría hecho todo lo posible por hacerle más fácil y más agradable si me lo hubiera contado, le decía negligentemente, para hacerla temblar, que pensaba salir aquel día.
Me puse a proponer a Albertina otros paseos que imposibilitarían la visita Verdurin, con palabras teñidas de una fingida indiferencia bajo la cual trataba yo de disimular mi irritación. Pero ella la había notado. Aquella irritación encontraba en Albertina la fuerza eléctrica de una voluntad contraria que la rechazaba duramente; los ojos le echaban chispas. Pero ¿para qué fijarme en lo que decían las pupilas en aquel momento? ¿Cómo no había notado desde hacía tiempo que los ojos de Albertina pertenecían a la familia de los que (hasta en un ser mediocre) parecen hechos de varios fragmentos, debidos a todos los lugares donde el ser quiere estar —y ocultar que quiere estar— aquel día? Unos ojos por mentira siempre inmóviles y pasivos, pero dinámicos, medibles por los metros o kilómetros que han de recorrer para encontrarse en el lugar de cita querido, implacablemente querido, unos ojos que, más aún que sonreír al placer que los tienta, se aureolan con la tristeza y la decepción ante una posible dificultad para acudir a la cita. Aun entre nuestras manos, esos seres son seres fugitivos. Para comprender las emociones que dan y que otros seres, aunque sean más hermosos, no dan, hay que calcular que no están inmóviles, sino en movimiento, y añadir a su persona un signo correspondiente al que en física significa velocidad.
Si les estropeamos el día, nos confiesan el placer que nos habían ocultado: «¡Me hubiera gustado tanto ir a merendar a las cinco con tal persona a la que quiero!». Bueno, pues si, pasados seis meses, llegamos a conocer a aquella persona, nos enteramos de que la muchacha a quien le chafamos el plan y que, cogida en la trampa, nos confesó, para que la dejáramos libre, que todas las tardes merendaba con una persona querida a la hora en que nosotros no la veíamos, nos enteramos de que esta persona no la ha recibido jamás, de que nunca han merendado juntas, pues la muchacha le decía que tenía un compromiso, precisamente con nosotros. De modo que la persona con la que había dicho que iba a merendar, con la que nos había suplicado que la dejáramos ir a merendar, esa persona, razón confesada por necesidad, no era ella, era también otra cosa. Otra cosa, ¿qué? Otra persona, ¿quién?
Desgraciadamente, los ojos fragmentados, mirando lejos y tristes, permitirán quizá medir las distancias, pero no indican las direcciones. Se extiende el campo infinito de los posibles, y si por casualidad la realidad se presentara ante nosotros, estaría tan fuera de los posibles que yendo a chocar, en un brusco aturdimiento, contra ese muro levantado, caeríamos de espaldas. Ni siquiera son indispensables el movimiento y la huida comprobados, basta que los induzcamos. Nos había prometido una carta, estábamos tranquilos, ya no amábamos. La carta no ha llegado, ningún correo la trae, «¿qué pasa?»; renace la ansiedad y renace el amor. Para desgracia nuestra, son sobre todo de esta clase de seres los que nos inspiran el amor. Pues cada nueva ansiedad que sentimos por ellos les quita personalidad para nosotros. Nos habíamos resignado al sufrimiento, creyendo amar fuera de nosotros, y nos damos cuenta de que nuestro amor es función de nuestra tristeza, de que nuestro amor es quizá nuestra tristeza, y de que el objeto de ese amor no es sino en pequeña parte la muchacha de la negra cabellera. Pero, al fin y al cabo, son sobre todo esas criaturas las que inspiran el amor.
Generalmente, el objeto del amor no es un cuerpo sino cuando se funden en él una emoción, el miedo de perderlo, la inseguridad de recuperarlo. Ahora bien, esta clase de ansiedad tiene una gran afinidad para los cuerpos. Les añade una cualidad que supera a la belleza misma, y esta es una de las razones de que algunos hombres, indiferentes ante las mujeres más bellas, amen apasionadamente a algunas que nos parecen feas. A estos seres, a estos seres de fuga, su naturaleza, nuestra inquietud, les ponen alas. E incluso cuando están con nosotros su mirada parece decirnos que van a echar a volar. La prueba de esta belleza, superior a la belleza, que añaden las alas, es que muchas veces, para nosotros, un mismo ser es sucesivamente un ser sin alas y un ser alado. Cuando tenemos miedo de perderle, olvidamos a todos los demás. Seguros de conservarle, le comparamos a esos otros que vamos a preferir en seguida. Y como estas emociones y estas certidumbres pueden alternar de una semana a otra, puede ocurrir que una semana sacrifiquemos a un ser todo lo que nos gusta y que a la semana siguiente sea él el sacrificado, y así sucesivamente durante mucho tiempo. Lo cual sería incomprensible si no supiéramos (por la experiencia que todo hombre tiene de haber dejado, por lo menos una vez en su vida, de amar a una mujer) lo poco que es en sí mismo un ser cuando ya no es o todavía no es permeable a nuestras emociones. Y, naturalmente, cuando decimos «seres de fuga», esto es igualmente aplicable a personas encarceladas, a mujeres cautivas que creemos no serán nunca nuestras. Por eso los hombres detestan a las celestinas, pues facilitan la huida, hacen relucir la tentación; pero, en cambio, si aman a una mujer enclaustrada, suelen buscar a las celestinas para hacerla salir de la prisión y llevársela. En la medida en que las uniones con las mujeres raptadas son menos duraderas que otras, se debe a que todo nuestro amor es el miedo de no llegar a conseguirlas o la inquietud de que huyan y de que, una vez separadas de su marido, arrancadas de su escenario, curadas de la tentación de dejarnos, disociadas, en una palabra, de nuestra emoción, cualquiera que esta sea, esas mujeres ya no son más que ellas mismas, es decir, casi nada, y, durante tanto tiempo codiciadas, pronto las abandona el mismo que tanto miedo tenía de que ellas le dejaran.
Dije: «¿Cómo no lo adiviné?». Pero ¿no lo había adivinado desde el primer día en Balbec? ¿No había adivinado en Albertina a una de esas muchachas bajo cuya envoltura carnal palpitan más seres ocultos, no ya que en un juego de naipes todavía en su caja, en una catedral cerrada o en un teatro antes de que entremos en él, sino en la multitud inmensa y renovada? Y no sólo tantos seres, sino el deseo, el recuerdo voluptuoso, la inquietud busca tantos seres. En Balbec no me había preocupado porque ni siquiera había supuesto que un día llegaría a estar sobre unas pistas incluso falsas. No importa, esto había dado para mí a Albertina la plenitud de un ser colmado hasta el borde por la superposición de tantos seres, de tantos deseos y recuerdos voluptuosos de seres. Y ahora que me dijo un día «mademoiselle Vinteuil», yo hubiera querido no quitarle el vestido para ver su cuerpo, sino ver, a través de su cuerpo, todo aquel cuaderno de sus recuerdos y de sus próximas y ardientes citas.
¡Qué extraordinario valor toman de pronto las cosas, a veces las más insignificantes, cuando un ser al que amamos (o al que sólo faltaba esta duplicidad para que le amáramos) nos las oculta! El sufrimiento, por sí mismo, no nos inspira forzosamente sentimientos de amor o de odio por la persona que lo causa: un cirujano que nos hace daño sigue siéndonos indiferente. Pero una mujer que durante algún tiempo nos ha dicho que éramos todo para ella, sin que ella fuera todo para nosotros, una mujer que nos complace verla, besarla, tenerla sobre nuestras rodillas, a poco que sintamos, por una brusca resistencia, que no disponemos de ella, se produce en nosotros una gran extrañeza. A veces la decepción despierta en nosotros el recuerdo olvidado de una angustia antigua, aunque sabemos que no fue provocada por esta mujer, sino por otra cuyas traiciones se escalonan en nuestro pasado. Y, por cierto, ¿cómo tenemos el valor de desear vivir, cómo podemos hacer nada para preservarnos de la muerte, en un mundo en que el amor no es provocado más que por la mentira y consiste solamente en la necesidad de que calme nuestros sufrimientos la criatura que nos ha hecho sufrir? Para salir de la desesperación que sentimos cuando descubrimos esa mentira y esa resistencia, hay el triste remedio de procurar actuar, a pesar de ella, con ayuda de los seres que sabemos más dentro de su vida que nosotros mismos, sobre la que nos resiste y nos miente, a engañar nosotros mismos, a suscitar su odio. Pero el sufrimiento de un amor así es igual que el que lleva a un enfermo a buscar en un cambio de postura un bienestar ilusorio. Desgraciadamente, esos medios de acción no nos faltan. Y el horror de esos amores nacidos sólo de la inquietud proviene de que, en nuestra jaula, damos vueltas y más vueltas a palabras insignificantes; sin contar que los seres por quienes sentimos esos amores rara vez nos gustan físicamente de una manera completa, porque no es nuestro gusto deliberado, sino el azar de un minuto de angustia (minuto indefinidamente prolongado por una debilidad de carácter que cada noche repite experiencias y se rebaja a calmantes) quien ha elegido por nosotros.
Desde luego mi amor a Albertina no era el más pobre de esos en que por falta de voluntad podemos caer, pues no era enteramente platónico; Albertina me daba satisfacciones carnales, y además era inteligente. Pero todo esto era suplementario. Lo que me ocupaba el espíritu no era cualquier cosa inteligente que ella hubiera podido decir, sino alguna palabra que suscitaba en mí una duda sobre sus actos; intentaba recordar si me había dicho esto o aquello, en qué tono, en qué momento, en respuesta a qué palabra, reconstituir toda la escena de su diálogo conmigo, en qué momento había querido ir a casa de los Verdurin, qué palabras mías le habían hecho poner cara de enfado. Tratárase del acontecimiento más importante y no me hubiera esforzado yo tanto por restablecer la verdad o reconstruir la atmósfera y el color exacto. Sin duda estas inquietudes, llegadas a un grado en que se nos hacen insoportables, a veces logramos calmarlas completamente por una noche. Cuando tanto trabaja nuestra mente por adivinar qué clase de fiesta es aquella a la que tiene que ir nuestra amiga, resulta que nos invitan también a nosotros, que nuestra amiga sólo para nosotros tiene ojos, la llevamos a casa y, disipadas nuestras inquietudes, gozamos de un reposo tan completo, tan reparador como el que disfrutamos a veces en ese sueño profundo que sigue a las largas caminatas. Y no cabe duda de que un reposo así vale la pena de pagarlo caro. Pero ¿no hubiera sido más sencillo no comprar nosotros mismos, voluntariamente, la ansiedad, y más cara todavía? Por otra parte, bien sabemos que, por profundos que puedan ser esos descansos momentáneos, la inquietud será de todos modos la más fuerte. Y aun ocurre que la renueva la frase que se proponía tranquilizarnos. Las exigencias de nuestros celos y la ceguera de nuestra credulidad son más grandes de lo que podía suponer la mujer que amamos. Cuando nos jura espontáneamente que tal o cual hombre no es para ella más que un amigo, nos perturba enterándonos de que es para ella un amigo —cosa que no sospechábamos—. Mientras nos cuenta, para demostrarnos su sinceridad, que esa misma tarde tomaron el té juntos, a cada palabra que dice, el invisible, el insospechado va tomando forma ante nosotros. Nos confiesa que él le pidió que fuera su amante y sufrimos el martirio de que ella pudiera escuchar sus proposiciones. Nos dice que las rechazó. Pero dentro de un momento, recordando su relato, nos preguntaremos si esa negativa es verdadera, pues entre las diferentes cosas que nos dijo hay esa falta de vinculación lógica y necesaria que es, más que los hechos que se cuentan, el signo de la verdad. Y además tuvo ese terrible tono desdeñoso. —«Le dije que no, rotundamente»—, que se encuentra en todas las clases de la sociedad cuando una mujer miente. Sin embargo, tenemos que agradecerle que se negara, animarla con nuestra bondad a que siga haciéndonos en el futuro esas confidencias tan crueles. A lo sumo, hacemos esta observación: «Pero si ya te había hecho proposiciones, ¿por qué te has prestado a tomar el té con él? —Para que no se enfadara y no me dijera que no era buena».
Y no nos atrevemos a contestarle que negándose hubiera sido quizá más buena para nosotros.
Por otra parte, Albertina me asustaba diciéndome que yo hacía bien en decir, para no perjudicarla, que no era su amante, porque además, añadía, «la verdad es que no lo eres». En efecto, quizá no lo era completamente, pero entonces, ¿había que pensar que todas las cosas que hacíamos juntos las hacía también ella con todos los hombres de los que me juraba que no era amante? ¡Querer conocer a todo trance lo que Albertina pensaba, a quién veía, a quién amaba! ¡Qué extraño era que yo sacrificase todo a esta necesidad, cuando antes, con Gilberta, la había sentido igualmente de saber nombres propios, hechos que ahora me eran tan indiferentes! Me daba muy bien cuenta de que los actos de Albertina, en sí mismos, ya no tenían interés. Es curioso que un primer amor, al abrirnos, por la fragilidad que deja en nuestro corazón, el camino para los amores siguientes, no nos dé al menos, siendo idénticos los síntomas y los sufrimientos, el medio de curarlos. Por otra parte, ¿hay necesidad de saber un hecho? ¿No conocemos en primer lugar, en general, la mentira y la discreción misma de esas mujeres que tienen algo que ocultar? ¿Hay posibilidad de error? Tienen a virtud callar, cuando tanto desearíamos hacerles hablar. Y sentimos que han asegurado a su cómplice: «Nunca diré nada. No será por mí por quien se enterarán, yo no digo nunca nada».
Damos nuestra fortuna, nuestra vida a un ser, y, sin embargo, sabemos muy bien que en un plazo de diez años, más tarde o más temprano, negaríamos a ese ser nuestra fortuna, preferiríamos conservar la vida. Pues entonces ese ser quedaría desprendido de nosotros, solo, es decir, nulo. Lo que nos une a los seres son esas mil raíces, esos innumerables hilos que constituyen los recuerdos de la noche anterior, las esperanzas de la mañana siguiente; esa trama continua de hábitos de la que no podemos desprendernos. Así como hay avaros que atesoran por generosidad, nosotros somos pródigos que gastamos por avaricia, y, más que a un ser, sacrificamos nuestra vida a todo lo que ha podido fijar en torno suyo de nuestras horas, de nuestros días, de eso junto a lo cual la vida no vivida aún, la vida relativamente futura, nos parece una vida más lejana, más separada de nosotros, menos íntima, menos nuestra. Lo que haría falta es liberarse de esos lazos que tienen mucha más importancia que ese ser, pero crean en nosotros deberes momentáneos hacia él, deberes por los que no nos atrevemos a dejarle por miedo de que nos juzgue mal, mientras que más tarde nos atreveríamos, pues desprendido de nosotros ya no sería nosotros, y, en realidad, no nos creamos deberes más que con nosotros mismos (aunque por una contradicción aparente pudieran llegar al suicidio).
Si no amaba a Albertina (de lo que no estaba seguro), el lugar que ocupaba junto a mí no tenía nada de extraordinario: sólo vivimos con lo que no amamos, con lo que no hemos hecho vivir con nosotros más que para matar el insoportable amor, trátese de una mujer, de un país, o también de una mujer que lleva en sí un país. Y hasta tendríamos mucho miedo de volver a amar si la ausencia se produjera de nuevo. Yo no había llegado a este punto con Albertina. Sus mentiras, sus confesiones me dejaban la tarea de acabar de averiguar la verdad: sus mentiras, tan numerosas, porque no se contentaba con mentir como todo ser que se cree amado, sino que, además de esto, era mentirosa por naturaleza (y tan variable además que, aun diciéndome alguna vez la verdad, por ejemplo, sobre lo que pensaba de las gentes, hubiera dicho cada vez cosas distintas); sus confesiones, porque siendo tan raras, tan incompletas, dejaban entre ellas, cuando se referían al pasado, grandes intervalos en blanco que yo tenía que llenar, y para esto empezar por averiguar su vida.
En cuanto al presente, hasta donde yo podía interpretar las palabras sibilinas de Francisca, Albertina me mentía no ya sobre asuntos particulares, sino sobre todo un conjunto, y «un buen día» vería yo lo que Francisca aparentaba saber, lo que no quería decirme, lo que yo no me atrevía a preguntarle. Por otra parte, Francisca, seguramente por los mismos celos que en otro tiempo tuvo de Eulalia, hablaba de las cosas más inverosímiles, tan vagas que, a lo sumo, se podía suponer en ellas la insinuación, muy inverosímil, de que la pobre cautiva (a la que le gustaban las mujeres) prefería una boda con alguien que no parecía ser yo. Si así fuera, ¿cómo lo habría sabido Francisca, a pesar de sus radiotelepatías? Desde luego, lo que Albertina me contaba no podía en modo alguno sacarme de dudas, pues era cada día tan opuesto como los colores de un trompo casi parado. Además, se notaba que era el odio lo que hacía hablar a Francisca. No había día en que no me dijera, yen que yo no soportase, en ausencia de mi madre, palabras como:
«Desde luego usted es bueno y nunca olvidaré la gratitud que le debo —esto probablemente para que yo me cree derechos a su gratitud—, pero la casa está infectada desde que la bondad ha metido aquí a la bribonería, desde que la inteligencia protege a la más tonta que nunca se vio, desde que la finura, los modales, el espíritu, la dignidad en todo, el aire y la realidad de un príncipe se dejan imponer la ley y engatusar, mientras que a mí, que llevo cuarenta años en la familia, me humilla el vicio, lo más vulgar y lo más bajo».
Lo que más rabia le daba a Francisca de Albertina era que la mandara otra persona que no fuéramos nosotros y un aumento de trabajo en la casa, un cansancio que, al alterar la salud de nuestra vieja sirvienta (que a pesar de eso no quería que nadie le ayudara, pues ella no era «una inútil»), bastaría para explicar aquella irritación, aquellas iras rencorosas. Naturalmente, hubiera querido que desapareciera Albertina-Ester. A esto aspiraba Francisca y esto la hubiera consolado y dejado tranquila. Pero creo que no era solamente esto. Un odio así sólo podía nacer en un cuerpo cansado. Y, más aún que atenciones, Francisca necesitaba sueño.
Mientras Albertina iba a cambiarse de ropa, y para avisar cuanto antes, cogí el receptor del teléfono e invoqué a las divinidades implacables, pero no hice más que suscitar su furia, que se tradujo en estas palabras: «No está libre». En efecto, Andrea estaba hablando con alguien. Mientras esperaba que acabara de hablar, me preguntaba yo por qué, habiendo tantos pintores que intentan renovar los retratos femeninos del siglo XVIII en los que la ingeniosa escenografía es un pretexto para las expresiones de la espera, del enfado, del interés, del ensueño, ninguno de nuestros modernos Boucher y de los que Saniette llamaba Watteau de vapor[7], no pintaban, en lugar de La carta, El clavicordio, etc., esa escena que se podría llamar: «Ante el teléfono», y en la que tan espontáneamente nacería en los labios de la que está escuchando una sonrisa más verdadera, puesto que no la ven. Por fin Andrea pudo oírme: «¿Vendrá a buscar a Albertina mañana?», y al pronunciar este nombre de Albertina pensaba yo en la envidia que me inspiró Swann cuando me dijo, el día de la fiesta de la princesa de Guermantes: «Venga a ver a Odette», y yo pensé que, a pesar de todo, había fuerza en un nombre que para todo el mundo y para la misma Odette sólo en boca de Swann tenía aquel sentido absolutamente posesivo. Cada vez que estaba enamorado, me parecía que debía de ser tan dulce un acto de posesión como aquel —resumido en un vocablo— sobre toda una existencia. Pero, en realidad, cuando se puede decirlo, o bien la cosa es ya indiferente, o bien la costumbre, si no ha embotado el cariño, las dulzuras se han tornado dolores. Yo sabía que sólo yo podría decir así «Albertina» a Andrea. Y, sin embargo, sentía que para Albertina, para Andrea y para mí mismo yo no era nada. Y comprendía la imposibilidad con que se estrella el amor. Nos imaginamos que tiene por objeto un ser que puede estar acostado ante nosotros, encerrado en un cuerpo. ¡Ay! Es la prolongación de ese ser a todos los puntos del espacio y del tiempo que ese ser ha ocupado y ocupará. Si no poseemos su contacto con tal lugar, con tal hora, no poseemos a ese ser. Ahora bien, no podemos llegar a todos esos puntos. Si por lo menos nos los señalaran, acaso podríamos llegar hasta ellos. Pero andamos a tientas y no los encontramos. De aquí la desconfianza, los celos, las persecuciones. Perdemos un tiempo precioso en una pista absurda y pasamos sin sospecharlo al lado de la verdadera.
Pero ya una de las divinidades irascibles con sirvientes vertiginosamente ágiles se irritaba no de que hablase, sino de que no dijese nada. «¡Vamos a ver, está libre! Con el tiempo que lleva en comunicación, le voy a cortar». Pero no lo hizo, y suscitando la presencia de Andrea, la envolvió, como gran poeta que es siempre una señorita telefonista, en la atmósfera especial de la casa, en el barrio, en la vida misma de la amiga de Albertina.
—¿Es usted? —me dijo Andrea, cuya voz era proyectada hasta mí con instantánea rapidez por la diosa que tiene el privilegio de hacer los sonidos más veloces que el rayo.
—Escuche —contesté—, vayan donde quieran, a cualquier sitio menos a casa de madame Verdurin. Mañana hay que alejar a todo trance a Albertina de esa casa.
—Pero precisamente tiene que ir mañana.
—¡Ah!
Pero tenía que interrumpir un momento y hacer unos gestos amenazadores, pues Francisca, que seguía sin querer aprender a telefonear —como si fuera una cosa tan desagradable como la vacuna o tan peligrosa como el aeroplano—, lo que nos hubiera descargado de algunas comunicaciones que ella podía conocer sin inconveniente, en cambio entraba en mi cuarto tan pronto como yo estaba sosteniendo una lo bastante secreta para que me interesase particularmente ocultársela. Cuando por fin salió de la habitación, no sin remolonear para llevarse diversos objetos que estaban allí desde la víspera y allí hubieran podido seguir una hora más sin estorbar en absoluto, y para echar al fuego un leño perfectamente innecesario por el calor que me daba la presencia de la intrusa y el miedo de que la telefonista me cortara, dije a Andrea:
—Perdóneme, me han interrumpido. ¿Es absolutamente seguro que Albertina tiene que ir?
—Absolutamente, pero puedo decirle que a usted le molesta que vaya.
—No, al contrario; es posible que yo vaya con ustedes.
—¡Ah! —exclamó Andrea como contrariada y como asustada de mi audacia, que por lo demás no hizo sino afirmarse.
—Bueno, la dejo, y perdone que la haya molestado para nada.
—Eso no —dijo Andrea y (como ahora el uso del teléfono era ya corriente y en torno a él se había formado un adorno de frases especiales, como antes en torno a los tés) añadió—: Me ha sido muy grato oír su voz.
Yo hubiera podido decirle lo mismo, y más verídicamente que ella, pues había sido muy sensible a su voz, que hasta entonces no había notado tan diferente de las demás. Entonces recordé otras voces, sobre todo voces de mujeres, unas despaciosas, por la precisión de una pregunta y la atención de la mente, otras atropelladas, hasta cortadas, por el torrente lírico de lo que cuentan; recordé una por una la voz de cada muchacha que había conocido en Balbec, después la de Gilberta, después la de mi abuela, después la de madame de Guermantes; las encontré todas diferentes, adaptadas a un lenguaje particular de cada una, tocando todas un instrumento diferente, y pensé qué mísero concierto deben de dar en el Paraíso los tres o cuatro ángeles músicos de los antiguos pintores, cuando veía elevarse hacia Dios, por docenas, por centenares, por millares, la armoniosa y multisonora salutación de todas las Voces. No dejé el teléfono sin dar las gracias, con unas palabras propiciatorias a Aquella que reina sobre la velocidad de los sonidos, por haberse dignado usar en favor de mis humildes palabras de un poder que las hacía cien veces más rápidas que el trueno. Pero mis acciones de gracias no tuvieron otra respuesta que cortarlas.
Cuando Albertina volvió a mi cuarto vestía una bata de raso negro que contribuía a acentuar su palidez, a hacer de ella la parisiense lívida, ardiente, anémica por la falta de aire, la atmósfera de las multitudes y acaso el hábito del vicio, y cuyos ojos parecían más inquietos porque no los animaba el rojo de las mejillas.
—Adivina —le dije— a quién acabo de telefonear: a Andrea.
—¿A Andrea? —exclamó Albertina en un tono vivo, sorprendido, emocionado, impropio de una noticia tan sencilla—. Espero que se le habrá ocurrido decirte que el otro día encontramos a madame Verdurin.
—¿A madame Verdurin? No recuerdo —contesté aparentando que pensaba en otra cosa, a la vez para parecer indiferente a aquel encuentro y para no vender a Andrea, que me había dicho a dónde iría Albertina al día siguiente.
Pero quizá Andrea me traicionaría, quizá al día siguiente contaría a Albertina que yo le había pedido que le impidiera a toda costa ir a casa de los Verdurin. Acaso le había contado ya que yo le había hecho varias veces recomendaciones análogas. Aunque me asegurara que nunca se las repitió, el valor de esta afirmación perdía peso en mi ánimo por la impresión de que, desde hacía algún tiempo, ya no veía en la cara de Albertina la confianza que durante tanto tiempo había tenido en mí.
En el amor, el sufrimiento cesa a ratos, pero para volver de una manera diferente. Lloramos al ver que la persona que amamos no tiene ya con nosotros aquellos arrebatos de simpatía, aquellos gestos amorosos del principio, y nos duele más aún que habiéndolos perdido para nosotros los tenga para otros; después, de este sufrimiento nos distrae un nuevo mal más atroz, la sospecha de que nos ha mentido sobre la noche de la víspera, y seguramente nos ha mentido; esta sospecha se disipa también, el cariño que nos demuestra nuestra amiga nos tranquiliza; pero entonces nos viene a la mente una palabra olvidada: nos dijeron que era ardiente en el placer, y sólo la hemos conocido tibia; intentamos imaginar lo que fueron sus frenesís con otros, y sentimos lo poco que somos para ella, observamos un gesto de aburrimiento, de nostalgia, de tristeza mientras hablamos, vemos como un cielo negro los vestidos descuidados que se pone cuando está con nosotros, guardando para los demás aquellos con los que al principio nos halagaba. Si, por el contrario, está cariñosa, ¡qué momento de alegría! Pero al verla sacar esa lengüita como para llamar a alguien, pensamos en aquellas a quienes tan a menudo dirigía esa llamada, que, tal vez, aun estando conmigo, sin que Albertina pensara en ellas, era ya, por un hábito muy prolongado, un signo maquinal. Luego vuelve el sentimiento de que la aburrimos. Pero, de pronto, este sufrimiento casi desaparece cuando pensamos en lo desconocido maléfico de su vida, en los lugares imposibles de conocer donde ha estado, y acaso también en las horas que no estamos con ella, y eso suponiendo que no proyecte vivir definitivamente en aquellos lugares donde está lejos de nosotros, donde no es nuestra, donde es más feliz que con nosotros. Así son las luces giratorias de los celos.
Los celos son también un demonio al que no se puede exorcizar, y reaparece siempre, encarnado bajo una nueva forma. Y aunque pudiéramos llegar a exterminarlas todas, a conservar perpetuamente a la que amamos, el Espíritu del Mal tomaría entonces otra forma aún más patética, el desconsuelo de no haber logrado la fidelidad más que por la fuerza, el desconsuelo de no ser amado.
Por dulce que Albertina fuera algunas noches, ya no tenía aquellos arranques espontáneos que yo le había conocido en Balbec cuando me decía: «Pero ¡qué bueno eres!». Y el fondo de su corazón parecía venir a mí sin la reserva de ninguno de los agravios que ahora tenía y que callaba, porque seguramente los consideraba irreparables, imposibles de olvidar, inconfesados, pero que no por eso dejaban de poner entre ella y yo la prudencia significativa de sus palabras o el intervalo de un infranqueable silencio.
—¿Y se puede saber por qué has telefoneado a Andrea?
—Para preguntarle si no la molestaría que vaya mañana con vosotras a hacer a los Verdurin la visita que les tengo prometida desde la Raspeliere.
—Como quieras. Pero te advierto que esta noche hay una niebla tremenda y que seguramente la habrá también mañana. Te digo esto porque no quisiera que te hiciera daño. Ya Puedes suponer que, por mí, prefiero que vengas con nosotras. Además —añadió con gesto preocupado—, no sé si iré a casa de los Verdurin. Han sido tan amables conmigo que debería ir. Después de ti, son las personas que mejores han sido para mí, pero tienen algunas pequeñas cosas que no me gustan. Tengo que ir sin falta al Bon Marché o a los Trois-Quartiers a comprarme un pechero blanco, pues este vestido es demasiado oscuro.
Dejar a Albertina ir sola a unos grandes almacenes en los que se roza uno con tanta gente, en los que hay tantas puertas que se puede decir que, a la salida, no se encontró el coche que estaba esperando más lejos, era cosa que yo estaba decidido a no consentir, pero, en todo caso, me sentía desgraciado. Y, sin embargo, no me daba cuenta de que debía haber dejado a Albertina hacía mucho tiempo, pues había entrado para mí en ese lamentable período en que un ser, diseminado en el espacio y en el tiempo, ya no es para nosotros una mujer, sino una serie de acontecimientos que no podemos poner en claro, una serie de problemas insolubles, un mar que, como Jerjes, queremos ridículamente azotar para castigarle por lo que se ha tragado. Una vez iniciado este período, somos inevitablemente vencidos. ¡Dichosos los que lo comprenden a tiempo para no prolongar una lucha inútil, agotadora, cerrada en todas direcciones por los límites de la imaginación y en la que los celos se debaten tan vergonzosamente que el mismo que antes, sólo con que la mujer que estaba siempre junto a él mirara un instante a otro, imaginaba una intriga y sufría grandes tormentos, se resigna después a dejarla salir sola, a veces con el hombre que él sabe que es su amante y prefiere esta tortura, al menos conocida, a otra desconocida! Es cuestión de adoptar un ritmo que luego se sigue por costumbre. Nerviosos hay que no podrían perder una comida y después se someten a curas de reposo interminables; mujeres que, hace todavía poco, eran ligeras viven en la penitencia. Celosos hay que, por espiar a su amada, se acortaban el sueño y el descanso y que después —sintiendo que sus deseos de ella, el mundo tan vasto y tan secreto, el tiempo, son más fuertes— la dejan salir sin ellos, viajar después, hasta que se separan. Así, por falta de alimento, mueren los celos, y si duraron tanto fue solamente por haberlo reclamado sin cesar. Yo estaba muy lejos de este estado.
Ahora podía salir con Albertina siempre que quisiera. Como no tardaron en construir cerca de París hangares de aviación, que son para los aeroplanos lo que los puertos para los barcos, y como desde el día en que, cerca de la Raspeliere, el encuentro casi mitológico de un aviador, cuyo vuelo hizo casi que se encabritara mi caballo, era para mí como una imagen de la libertad, solía elegir uno de estos aeródromos para nuestros paseos del atardecer, lo que además complacía a Albertina, muy aficionada a todos los deportes. A los dos nos atraía esa vida incesante de las salidas y de las llegadas que tanto encanto dan a los paseos por las escolleras o simplemente por la arena para los que aman el mar, y en torno a un centro de aviación para los que aman el cielo. A cada momento, entre el reposo de los aparatos inertes y como anclados, veíamos uno penosamente arrastrado por varios mecánicos, como se arrastra sobre la arena una barca solicitada por un turista que quiere dar un paseo por el mar. Después ponían el motor en marcha, el aparato corría, tomaba impulso, hasta que al fin, de pronto, se elevaba lentamente en ángulo recto, en el éxtasis rígido, como inmovilizado, de una velocidad horizontal transformada de pronto en majestuosa y vertical ascensión. Albertina no podía contener su alegría y pedía explicaciones a los mecánicos que, ya a flote el aparato, regresaban. Mientras tanto, el aparato no tardaba en tragarse los kilómetros; el gran esquife, del que no apartábamos los ojos, no era ya en el azul más que un punto casi indistinto, hasta que recobraba poco a poco su materialidad, sus dimensiones, su volumen, cuando, a punto de terminar el paseo, llegaba el momento de volver a puerto. Y Albertina y yo mirábamos con envidia, en el momento en que saltaba a tierra, al paseante que había ido a gozar a sus anchas, en aquellos horizontes solitarios, de la calma y de la limpidez del atardecer. Después, fuera del aeródromo, fuera de algún museo o de alguna iglesia que hubiéramos ido a visitar, volvíamos juntos para la hora de comer. Pero yo no volvía sosegado como volvía en Balbec de paseos menos frecuentes, orgulloso de que duraran toda una tarde y que contemplaba después, destacándose en hermosos macizos de flores sobre el resto de la vida de Albertina como sobre un cielo inhabitado ante el cual soñamos dulcemente, sin pensar. Entonces, el tiempo de Albertina no me pertenecía en cantidades tan grandes como ahora. Sin embargo, me parecía mucho más mía, porque sólo contaba las horas que pasaba conmigo —mi amor las celebraba como un favor—; ahora contaba sólo las horas que pasaba sin mí, mis celos buscaban con inquietud en ellas la posibilidad de una traición.
Y mañana ella desearía, sin duda, que hubiera horas de estas. Habría que elegir entre dejar de sufrir o dejar de amar. Pues así como al principio el amor está formado de deseos, más tarde sólo lo sostiene la ansiedad dolorosa. Sentía que una parte de la vida de Albertina se me escapaba. El amor, en la ansiedad dolorosa como en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. Sólo nace, sólo subsiste si queda una parte por conquistar. Sólo se ama lo que no se posee por entero. Albertina mentía al decirme que seguramente no iría a ver a los Verdurin, como mentía yo al decir que quería ir a su casa. Ella quería solamente impedirme que saliera con ella, y yo, con la brusca notificación de aquel proyecto que no pensaba en absoluto cumplir, quería tocar en ella el punto que adivinaba más sensible, acosar el deseo que ocultaba y obligarla a confesar que mi presencia junto a ella le impediría mañana satisfacerlo. En realidad, lo había hecho al decir bruscamente que no quería ir a casa de los Verdurin.
—Si no quieres ir a casa de los Verdurin —le dije—, en el Trocadero dan una magnífica función de beneficio.
Escuchó con aire doliente mi consejo de ir a aquella función. Volví a ser duro con ella como en Balbec, en los tiempos de mis primeros celos. Su cara reflejaba una decepción, y yo empleaba en censurar a mi amiga las mismas razones con que me censuraban a mí mis padres cuando era pequeño y que a mi infancia incomprendida le habían parecido ininteligentes y crueles.
—No, a pesar de tu gesto de tristeza —le decía a Albertina—, no puedo compadecerte; te compadecería si estuvieras enferma, si te hubiera ocurrido una desgracia, si hubieras perdido a una persona de la familia; lo que quizá no te daría ninguna pena, teniendo en cuenta el derroche de falsa sensibilidad que haces por nada. Además, yo no aprecio la sensibilidad de las personas que nos dicen que nos quieren y no son capaces de hacernos el más pequeño favor y que tan poco piensan en nosotros que olvidan llevar la carta que les hemos encomendado y de la que depende nuestro porvenir.
Estas palabras —pues una gran parte de lo que decimos no es más que una recitación— se las había oído yo mucho a mi madre, la cual (muy amiga de explicarme que no se debía confundir la verdadera sensibilidad con la sensiblería, lo que, decía ella, los alemanes, cuya lengua admiraba mucho mi madre a pesar del horror de mi abuelo por esta nación, llamaban Empfindungy Empfindelei), una vez que yo estaba llorando, llegó a decirme que Nerón era quizá nervioso y no por eso era mejor persona. En realidad, como ocurre con esas plantas que se desdoblan al crecer, al niño sensitivo que yo había sido se enfrentaba ahora un hombre opuesto, lleno de buen sentido, de severidad para la sensibilidad enfermiza de los demás, un hombre parecido a lo que mis padres habían sido para mí. Como todos debemos continuar en nosotros la vida de los nuestros, sin duda el hombre ponderado y burlón que no existía en mí al principio se había incorporado al hombre sensible, y era natural que así fuera, porque así habían sido mis padres. Por otra parte, al formarse este nuevo ser, encontraba su lenguaje ya preparado en el recuerdo del otro, irónico y reparón, con que me habían hablado, en el que ahora hablaba yo a los demás, y que salía de mi boca con toda naturalidad, bien porque yo lo evocase por mimetismo y asociación de recuerdos, o porque también las delicadas y misteriosas incrustaciones del poder genésico hubiesen dibujado en mí, sin intervención mía, como en la hoja de una planta, las mismas entonaciones, los mismos gestos, las mismas actitudes que habían tenido los que me dieron vida. ¿No había llegado mi madre a creer (de tal manera unas oscuras corrientes subconscientes orientaban en mí hasta los más pequeños movimientos de mis dedos ya impulsados a los mismos ciclos que mis padres) que era mi padre quien entraba, tan igual a la suya era mi manera de llamar?
Por otra parte, el acoplamiento de los elementos contrarios es la ley de la vida, el principio de la fecundación y, como veremos, la causa de muchos males. Habitualmente detestamos lo que se nos parece, y nuestros propios defectos, vistos desde fuera, nos exasperan. Cuánto más aún una persona que ha pasado la edad en que se expresan ingenuamente esos defectos y que, por ejemplo, ha adoptado en los momentos más ardientes un semblante de hielo, execra esos mismos defectos si es otro, más joven, o más ingenuo, o más tonto, quien los expresa. Hay sensibles para quienes es exasperante ver en los ojos de otro las lágrimas que ellos mismos retienen. Es la excesiva semejanza lo que hace que, a pesar del afecto, y a veces cuanto mayor es el afecto, reine la división en las familias.
Acaso en mí y en muchos, el segundo hombre que yo había llegado a ser era simplemente una parte del primero, exaltado y sensible para sí mismo, severo Mentor para los demás. Acaso ocurría esto en mis padres según que se los considerara con relación a mí o en sí mismos. Y en cuanto a mi abuela y a mi madre, se veía muy bien que su severidad para mí era deliberada, y hasta les resultaba penosa, y quizá en mi mismo padre la frialdad no era más que un aspecto exterior de su sensibilidad. Pues acaso es la verdad humana de este doble aspecto, aspecto del lado de la vida interior, aspecto del lado de las relaciones sociales, lo que expresaban aquellas palabras, que en otro tiempo me parecieran tan falsas en su contenido como triviales en su forma, cuando decían, hablando de mi padre: «Bajo su frialdad glacial, oculta una sensibilidad extraordinaria; lo que tiene, sobre todo, es el pudor de su sensibilidad». ¿No escondía, en el fondo, incesantes y secretas tempestades aquella calma llena, llegado el caso, de reflexiones sentenciosas, de ironía para las manifestaciones torpes de la sensibilidad, aquella calma suya, pero que también afectaba yo ahora ante todo el mundo, y que sobre todo adoptaba siempre, en ciertas circunstancias, con Albertina?
Creo verdaderamente que «aquel día» iba a decidir nuestra separación e irme a Venecia. Lo que me ató de nuevo a Albertina fue Normandía, no porque ella manifestara alguna intención de ir a este país donde tuve celos de ella (pues yo tenía la suerte de que sus proyectos no tocaran nunca los puntos dolorosos de mi recuerdo), sino porque al decirle yo: «Es como si te hablara de la amiga de tu tía que vivía en Infreville», contestó con rabia, satisfecha como toda persona que discute y que quiere tener la mayor cantidad posible de argumentos, demostrarme que yo me equivocaba y ella no: «Pero mi tía no ha conocido nunca a nadie en Infreville y yo no he estado nunca allí». Había olvidado la mentira que me dijo una noche sobre la señora susceptible a cuya casa no tenía más remedio que ir a tomar el té, aunque para ello hubiera de perder mi amistad y suicidarse. No le recordé su mentira; pero me abrumó. Y de nuevo dejé la ruptura para otra vez. Para ser amado, no se necesita sinceridad, ni siquiera habilidad en la mentira. Yo llamo aquí amor a una tortura recíproca.
Aquella noche no me parecía en absoluto reprensible hablarle como mi abuela, tan perfecta, me hablaba a mí, ni, para decirle que la acompañaría a casa de los Verdurin, haber adoptado la manera brusca de mi padre, que cuando nos comunicaba una decisión lo hacía siempre en el tono que pudiera causarnos la mayor agitación posible, una agitación desproporcionada, en tal grado, con la decisión misma. Lo que le permitía después encontrarnos absurdos porque manifestábamos por tan poca cosa tanta desolación que, en realidad, respondía a la conmoción que él nos había dado. Y si —como la sensatez demasiado inflexible de mi abuela— estas veleidades arbitrarias de mi padre habían venido a completar en mí la naturaleza sensible a la que durante tanto tiempo permanecieron ajenas y a la que en toda mi infancia tanto hicieron sufrir, esta naturaleza sensible las informaba muy exactamente sobre los puntos en que debían actuar eficazmente: no hay mejor guía que un antiguo ladrón o que un individuo de la nación a la que se combate. En ciertas familias mentirosas, un hermano que va a ver a su hermano sin razón aparente y que al marcharse, ya en la puerta, le pide incidentalmente un informe que ni siquiera parece escuchar, demuestra por esto mismo a su hermano que ese informe era la finalidad de su visita, pues el hermano conoce bien esos aires indiferentes, esas palabras dichas como entre paréntesis, en el último segundo, porque él mismo ha hecho a menudo lo mismo. Y hay también familias patológicas, sensibilidades emparentadas, temperamentos fraternales, iniciados en esa tácita lengua común con la que una familia se entiende sin hablar. Así, pues, ¿puede haber alguien más enervante que un nervioso? Y, además, quizá había en mi conducta, en estos casos, una causa más general, más profunda. Es que en esos momentos breves, pero inevitables, en que detestamos a una persona a la que amamos —esos momentos que a veces duran toda la vida con las personas que no amamos— no queremos parecer buenos para que no nos compadezcan, sino, a la vez, lo más malos y lo más dichosos posible para que nuestra felicidad sea verdaderamente odiosa y ulcere el alma del enemigo ocasional o permanente. ¡Ante cuántas personas me he calumniado yo falsamente, sólo para que mis «éxitos» les pareciesen más inmorales y les diesen más rabia! Lo que habría que hacer es seguir el camino inverso, demostrar sin orgullo que se tienen buenos sentimientos, en lugar de ocultarlos tanto. Y sería fácil si supiéramos no odiar nunca, amar siempre. Pues entonces ¡nos haría tan felices decir las cosas que pueden hacer felices a los demás, enternecerlos, hacer que nos amen!
Claro que sentía cierto remordimiento de estar tan irritante con Albertina, y me decía: «Si no la amara, me tendría más gratitud, pues no sería malo con ella; pero no, se compensaría, pues también sería menos bueno». Y para justificarme hubiera podido decirle que la amaba, pero la confesión de este amor, aparte de que no hubiera sido nada buena para Albertina, quizá la hubiese enfriado conmigo más que las durezas y las trapacerías cuya única disculpa era precisamente el amor. ¡Es tan natural ser duro y trapacero con la persona amada! Si el interés que demostramos a los demás no nos impide ser atentos con ellos y complacientes con lo que desean, es porque ese interés es falso. El otro nos es indiferente, y la indiferencia no invita a la maldad.
Pasaba la noche; antes que Albertina fuera a acostarse, no había mucho tiempo que perder si queríamos hacer las paces, volver a besarnos. Ninguno de los dos había tomado aún la iniciativa.
Notando que de todas maneras ya estaba enfadada, aproveché para hablarle de Esther Levy.
—Me ha dicho Bloch —lo que no era cierto— que conocías muy bien a su prima Esther.
—Ni siquiera la reconocería —contestó en un tono indiferente.
—Yo he visto su fotografía —añadí irritado. Al decir esto, no miraba a Albertina, de modo que no vi su expresión, que hubiera sido su única respuesta, pues no dijo nada.
Aquellas noches ya no era el sosiego del beso de mi madre en Combray lo que yo sentía junto a Albertina, sino, por el contrario, la angustia de las noches en que mi madre apenas me decía adiós o ni siquiera subía a mi cuarto, fuera porque estuviese enfadada conmigo o porque la retuvieran los invitados. Aquella angustia, no su transposición al amor, no, aquella angustia misma, que en un tiempo se había especializado en el amor, y que al hacer el reparto, al efectuar la división de las pasiones, fue asignada sólo a él, ahora parecía extenderse de nuevo a todas, indivisa otra vez, lo mismo que en mi infancia, como si todos mis sentimientos, que temblaban de no poder conservar a Albertina junto a mi cama a la vez como una amante, como una hermana, como una hija, también como una madre del cotidiano beso de despedida, como una madre de la que volvía a sentir la pueril necesidad, hubieran empezado a concentrarse, a unificarse en la noche prematura de mi vida, que parecía iba a ser tan corta como un día de invierno. Pero si bien sentía la angustia de mi infancia, el cambio del ser que me hacía sentirla, la diferencia de sentimiento que me inspiraba, la transformación misma de mi carácter, me impedían absolutamente pedirle a Albertina el sosiego como antaño a mi madre. No sabía decir: estoy triste. Me limitaba a hablar, con la muerte en el alma, de cosas indiferentes que no me hacían adelantar nada hacia una solución feliz; me debatía, sin moverme del sitio, en dolorosas trivialidades. Y con ese egoísmo intelectual que, a poca relación que una verdad insignificante tenga con nuestro amor, nos lleva a hacer un gran honor al que la ha encontrado, acaso tan fortuitamente como la echadora de cartas que nos anunció un hecho, un hecho trivial, pero que se ha realizado después, no estaba yo lejos de creer a Francisca superior a Bergotte y a Elstir porque me había dicho en Balbec:
«Esa moza no le va a causar más que disgustos». Cada minuto me recordaba la despedida de Albertina, que al fin se despedía. Pero aquella noche su beso, del que ella misma estaba ausente y que a mí no me encontraba, me dejaba tan ansioso que, con el corazón palpitante, pensaba mirándola ir hacia la puerta: «Si quiero encontrar un pretexto para llamarla, retenerla, hacer las paces, tengo que apresurarme, ya no le faltan más que unos pasos para salir de la habitación, nada más que dos, nada más que uno, agarra el picaporte, abre, es demasiado tarde, ya ha cerrado la puerta». Aunque quizá no demasiado tarde. Como antaño en Combray, cuando mi madre me dejaba sin calmarme con su beso, quería yo correr tras Albertina, sentía que no habría paz para mí antes de volver a verla, que ese volver a verla iba a ser algo inmenso que aún no había sido y que, si no lograba yo solo liberarme de aquella tristeza, tomaría quizá la vergonzosa costumbre de ir a mendigar a Albertina; cuando ella estaba ya en su cuarto, me tiraba de la cama, salía y volvía a salir al pasillo, esperando que ella asomara y me llamase; permanecía inmóvil ante su puerta por no arriesgarme a no oír una débil llamada, volvía un momento a mi cuarto a ver si, por suerte, mi amiga había olvidado el pañuelo, el bolso, cualquier cosa que yo pudiera aparentar que echaría de menos y sirviera de pretexto para ir a llevárselo. No, nada. Volvía a apostarme ante su puerta, pero ya no se veía luz por la rendija. Albertina había apagado, se había acostado, y yo seguía allí quieto, esperando no sé qué oportunidad que no llegaba; y al cabo de mucho tiempo, muerto de frío, volvía a meterme bajo las mantas y me pasaba llorando todo el resto de la noche.
En noches así, a veces recurrí a un ardid qué me valía el beso de Albertina. Sabiendo lo pronto que se dormía en cuanto se acostaba (también lo sabía ella, pues al acostarse se quitaba instintivamente las chinelas que yo le había regalado y la sortija, poniéndolo a su lado como lo hacía en su cuarto antes de acostarse), sabiendo lo profundo que era su sueño y lo tierno que era su despertar, yo inventaba un pretexto para ir a buscar algo y la hacía echarse en mi cama. Cuando volvía la encontraba dormida, y veía ante mí aquella otra mujer en que se convertía cuando estaba por completo de frente. Pero en seguida cambiaba de personalidad, pues me acostaba a su lado y volvía a verla de perfil. Podía cogerle la cabeza, levantarla, posarla contra mis labios, rodear mi cuello con sus brazos; ella seguía durmiendo como un reloj que no se para, como una planta trepadora, un volubilis que sigue echando ramas con cualquier apoyo que se le dé. Sólo su aliento variaba con cada uno de mis toques, como si fuera un instrumento en el que ejecutara yo modulaciones sacando de una de sus cuerdas, de otra después, diferentes notas. Mis celos se calmaban, pues sentía a Albertina convertida en un ser que respira, que no es otra cosa, como lo indicaba el hálito regular con que se expresa esa pura función fisiológica que, toda fluida, no tiene ni el espesor de la palabra, ni el del silencio y, en su ignorancia de todo mal, aliento sacado de una caña hueca más que de un ser humano, verdaderamente paradisíaco para mí, que en aquellos momentos sentía a Albertina sustraída a todo no sólo materialmente, sino moralmente, era el puro canto de los ángeles. Y, sin embargo, me decía de pronto que en aquel aliento debían de sonar quizá muchos nombres humanos llamados por la memoria.
Y aun a veces, a aquella música se añadía la voz humana. Albertina pronunciaba unas palabras. ¡Cuánto hubiera querido yo captar su sentido! Ocurría que a sus labios venía el nombre de una persona de la que habíamos hablado y que suscitaba mis celos, pero sin hacerme sufrir, pues el recuerdo que traía aquel nombre parecía no ser otro que el de las conversaciones que sobre él había tenido conmigo. Pero una noche, despertándose a medias, con los ojos cerrados, me dijo tiernamente dirigiéndose hacia mí: «Andrea». Disimulé mi emoción.
—Estás soñando, yo no soy Andrea —le dije riendo. Ella sonrió también:
—No, quería preguntarte qué te había dicho Andrea antes.
—Yo habría creído más bien que habías estado como ahora acostada a su lado.
—Pues no, nunca —me dijo.
Pero antes de contestarme esto se tapó un momento la cara con las manos. Luego sus silencios no eran más que veladuras, luego sus cariños de superficie no hacían más que retener en el fondo mil recuerdos que me hubieran destrozado, luego su vida estaba llena de esos hechos cuyo relato burlón, cuya crónica humorística constituye nuestros cotilleos cotidianos sobre los demás, sobre los que nos son indiferentes, pero que cuando un ser no está bien claro en nuestro corazón, nos parecen un esclarecimiento tan precioso de su vida que por conocer ese mundo subyacente daríamos de buen grado la nuestra. Entonces veía su sueño como un mundo maravilloso y mágico en el que va surgiendo por momentos, desde el fondo del elemento apenas traslúcido, la confesión de un secreto que no entenderemos. Pero, generalmente, cuando Albertina dormía parecía haber recobrado su inocencia. En la actitud en que yo la había puesto, pero que en seguida ella hacía suya en el sueño, parecía confiarse a mí. Su semblante había perdido toda expresión de astucia o de vulgaridad, y entre ella y yo, levantado su brazo hacia mí, posada en mí su mano, parecía haber un completo abandono, una indisoluble unión. Su sueño no la separaba de mí y dejaba subsistir en ella la noción de nuestro cariño; más bien producía el efecto de abolir todo lo demás; yo la besaba, le decía que iba a dar una vuelta, ella entreabría los ojos y me decía sorprendida —y, en efecto, era ya de noche—: «Pero ¿adónde vas así, querido?», (llamándome por mi nombre de pila), y se volvía a dormir en seguida. Su sueño no era más que una especie de anulación del resto de la vida, nada más que un silencio compacto sobre el que, de cuando en cuando, emprendían el vuelo palabras familiares de cariño. Enlazando unas con otras, se hubiera compuesto la conversación sin mezcla, la intimidad secreta de un puro amor. Este sueño tan tranquilo me encantaba como encanta a una madre, que lo interpreta como una cualidad, el buen sueño de su niño. Y, en efecto, el sueño de Albertina era el sueño de un niño. También su despertar, y tan natural, tan tierno, incluso antes de que ella supiera dónde estaba, que a veces me preguntaba yo con espanto si Albertina había tenido la costumbre, antes de vivir en mi casa, de no dormir sola y de encontrar, al abrir los ojos, a alguien a su lado. Pero su gracia infantil era más fuerte. Yo me maravillaba, también como una madre, de que se despertara siempre de tan buen humor. Al cabo de unos momentos iba recobrando la conciencia, decía palabras encantadoras, no ligadas las unas a las otras, simple piar de pájaro. Por una especie de sustitución, su cuello, habitualmente poco notable, ahora casi demasiado bello, había tomado la in-mensa importancia que sus ojos, cerrados por el sueño, habían perdido, sus ojos, mis interlocutores habituales y a los que, cerrados los párpados, ya no podía dirigirme. De la misma manera que los ojos cerrados dan al rostro una belleza inocente y grave suprimiendo lo que las miradas expresan demasiado, las palabras no sin significación, pero entrecortadas de silencio, que Albertina pronunciaba al despertar tenían una pura belleza no maculada a cada momento, como la conversación, con hábitos verbales, con muletillas, con huellas de defectos. Además, cuando me decidía a despertar a Albertina, podía hacerlo sin temor, pues sabía que su despertar no tendría ninguna relación con la velada que acabábamos de pasar, sino que surgiría de su sueño como de la noche surge la mañana. En cuanto abría los ojos sonriendo, me ofrecía su boca, y antes de que dijera nada, gustaba yo su frescor, sedante como el de un jardín todavía silencioso antes de salir el sol. Al día siguiente de aquella noche en que Albertina me dijo que acaso iría y después que no iría a casa de los Verdurin, me desperté temprano y, todavía medio dormido, mi alegría me dijo que iba a hacer, interpolado en el invierno, un día de primavera. Fuera, los temas populares finamente escritos para instrumentos varios, desde la corneta del que arregla cacharros de cocina, o la trompeta del que pone asientos en las sillas, hasta la flauta del cabrero, que en un buen día parecía un pastor de Sicilia, orquestaban ligeramente el aire matinal, en una «obertura para un día de fiesta». El oído, ese sentido delicioso, nos trae la compañía de la calle, trazándonos todas sus líneas, dibujando todas las formas que por ella pasan, mostrándonos su color. Las «cortinas» de hierro del panadero, del lechero, que ayer se bajaron sobre todas las posibilidades de felicidad femenina, se alzaban ahora, como las ligeras poleas de un navío que apareja y se dispone a zarpar, atravesando el mar transparente, sobre un sueño de jóvenes empleadas. Este ruido de cortina que se levanta hubiera sido quizá mi único placer en un barrio diferente. En este, otros cien me alegraban, otros cien de los que no hubiera querido perder ni uno quedándome dormido demasiado tiempo. En esto radica el encanto de los viejos barrios aristocráticos: en ser al mismo tiempo populares. Así como al lado de las catedrales había a veces, junto al pórtico, diversos pequeños oficios (y a veces conservaron el nombre de estos, como el de la catedral de Ruan, llamado de los «Libreros», porque estos exponían contra él, al aire libre, su mercancía), otros pequeños oficios, pero ambulantes, pasaban delante del noble hotel de Guermantes y recordaban a veces la Francia eclesiástica de otras épocas. Pues el gracioso pregón que lanzaban a las casitas vecinas no tenía, con raras excepciones, nada de una canción. Tanto como de la declamación —apenas esmaltada de insensibles variaciones— difería de Boris Godunov y de Pelléas; pero por otra parte recordaba la salmodia de un sacerdote de unas ceremonias que tienen en las escenas de la calle una contrapartida inocente, ferial, y, sin embargo, semilitúrgica. Nunca me habían gustado tanto aquellos pregones como desde que Albertina vivía conmigo; me parecían como una gozosa señal de su despertar e, interesándome en la vida de la calle, me hacían sentir mejor la sedante virtud de una presencia querida, tan constante como yo la deseaba. Algunos de los alimentos pregonados en la calle, y que yo personalmente detestaba, le gustaban mucho a Albertina, tanto que Francisca mandaba a comprarlos por el criadito, quizá un poco humillado de verse confundido con la multitud plebeya. En aquel barrio tan tranquilo (donde los ruidos no eran ya para Francisca un motivo de tristeza y lo eran de alegría para mí) me llegaban muy distintos, cada uno con su modulación diferente, unos recitativos declamados por aquella gente del pueblo como se declamarían en la música, tan popular, de Boris, donde una entonación inicial apenas es alterada por la inflexión de una nota que se inclina sobre otra música de la multitud que es más bien un lenguaje que una música. El pregón «¡A los buenos bígaros, dos perrillas el bígaro!», hacía que se precipitara la gente hacia los cucuruchos en que vendían esos horribles moluscos que, de no ser por Albertina, me hubieran repugnado, lo mismo que los caracoles que oía vender a la misma hora. También aquí el vendedor hacía pensar en la declamación apenas lírica de Musorgski, pero no solamente en ella. Pues después de decir en tono solamente «hablado»: «¡Caracoles, caracoles frescos, hermosos!», el vendedor de caracoles, con la tristeza y la vaguedad de Maeterlinck, musicalmente traspuestas por Debussy, en uno de esos dolorosos finales en que el autor de Pelléas se parece a Rameau: «Si yo he de ser vencido, ¿serás tú mi vencedor?», añadía con una cantarina melancolía: «A seis perrillas la docena…».
Siempre me fue difícil comprender por qué estas palabras tan claras las suspiraba el hombre en un tono tan poco adecuado, misterioso como el secreto que pone a todo el mundo triste en el viejo palacio al que Melisanda no ha logrado llevar la alegría, y profundo como un pensamiento del anciano Arkel que procura proferir en palabras muy sencillas toda la sabiduría y el destino. Las mismas notas sobre las que se eleva, con creciente dulzura, la voz del viejo rey de Allemonde o de Golaud para decir: «No se sabe qué es lo que hay aquí. Esto puede parecer extraño. Acaso no hay acontecimientos inútiles», o bien: «No te asustes… Era un pobre ser misterioso, como todo el mundo», eran las notas que servían al vendedor de caracoles para repetir, en una cantilena indefinida: «A seis perrillas la docena…». Pero este lamento metafísico no tenía tiempo de expirar al borde del infinito, pues lo interrumpía por una aguda trompeta. Esta vez no se trataba de cosa de comer; las palabras del libreto eran: «Se esquilan perros, se pelan gatos, se cortan rabos y orejas».
Claro que la fantasía, el ingenio de cada vendedor o vendedora, solían introducir variantes en todas estas músicas que yo oía desde mi cama. Sin embargo, una interrupción ritual que ponía un silencio en medio de la palabra, sobre todo cuando se repetía dos veces, evocaba constantemente el recuerdo de las viejas iglesias. El vendedor de prendas de vestir, con su látigo, en su carrito conducido por una burra, que paraba delante de cada casa para entrar en los patios, salmodiaba: «Ropa, vendo ropa, ro… pa», con la misma pausa entre las dos sílabas de ropa que si estuviera entonando en pleno canto: per omnia saecula saeculo… rum o Requiescat in pa… ce, aunque no creyera en la eternidad de su ropa y no la ofreciera tampoco como sudarios para el supremo descanso en paz. Y de la misma manera, como los motivos comenzaban a entrecruzarse en aquella hora matinal, una verdulera, empujando su carretilla, se valía para su letanía de la división gregoriana:
A la tendresse, á la verduresse
Artichauts tendres et beaux
Artichauts,
Aunque seguramente ignoraba el antifoniario y los siete tonos que simbolizan, cuatro de ellos las ciencias del quadrivium y tres las del trivium.
Sacando de un flautín o de una cornamusa unos aires de su país meridional, cuya luz rimaba bien con los días buenos, un hombre de blusa, llevando en la mano una correa de buey y tocado con una boina vasca, se paraba delante de las casas. Era el cabrero, con dos perros y, delante de él, su rebaño de cabras. Como venía de lejos, pasaba bastante tarde por nuestro barrio, y las mujeres acudían con un tazón para coger la leche que iba a fortalecer a sus pequeños. Pero a los sones pirenaicos de aquel benéfico pastor se mezclaba ya la campanilla del afilador, el cual gritaba: «¡Cuchillos, tijeras, navajas de afeitar!». Con él no podía luchar el afilador de sierras, pues este, desprovisto de instrumento, se contentaba con gritar: «Tenéis sierras que afilar, el afilador», mientras que el estañador, más alegre, después de enumerar las calderas, las cacerolas, todo lo que estañaba, entonaba el refrán:
Tam, tam, tam,
C’est moi qui rétame,
Meme le macadam,
C’est moi qui mets des fonds partout,
Qui bouche tous les trous,
Trou, trou, trou.
Y unos italianos pequeños, con unas grandes cajas de hierro pintadas de rojo que llevaban marcados los números —perdedores y ganadores—, y tocando una carraca, proponían: «Diviértanse, señoras, aquí está la diversión». Francisca me trajo Le Figaro. De una sola ojeada me di cuenta de que tampoco publicaba mi artículo. Me dijo que Albertina preguntaba si podía entrar en mi cuarto y me avisaba que, en todo caso, había renunciado a la visita a los Verdurin y pensaba ir, como yo le había aconsejado, a la función «extraordinaria» del Trocadero —lo que hoy se llamaría, con mucha menos importancia, sin embargo, una matinée de gala— después de un pequeño paseo a caballo que iba a dar con Andrea. Ahora que yo sabía que Albertina había renunciado a su deseo, tal vez malo, de ir a ver a madame Verdurin, dije riendo: «¡Que venga!», y pensé que podía ir donde quisiera y que me daba lo mismo. Sabía que al final de la tarde, al llegar el crepúsculo, sería seguramente otro hombre, triste, dando a las menores idas y venidas de Albertina una importancia que no tenían a esta hora matinal y cuando hacía tan buen tiempo. Pues a mi despreocupación seguía la clara noción de su causa, pero esta no alteraba aquella.
—Francisca me dijo que estabas despierto y que no te molestaba —dijo Albertina al entrar. Y como el mayor temor de Albertina, junto con el de que yo tuviera frío al abrir ella su ventana en un momento inadecuado, era entrar en mi cuarto cuando estaba dormido, añadió—: Espero no haber hecho mal. Tenía miedo de que me dijeras: Quel mortel insolent vient chercher le trépas[8]?
Y se rio con aquella risa que tanto me alteraba. Le contesté en el mismo tono de broma: Est-ce pour vous qu’est fait cet ordre si sévere[9]? Y por miedo de que la infringiera alguna vez, añadí:
—Aunque me daría mucha rabia que me despertaras.
—Ya lo sé, ya lo sé, no temas —me dijo Albertina. Y para dulcificar la cosa, añadí, siguiendo la representación con ella de la escena de Esther, mientras en la calle continuaban los pregones, muy confusos ahora por nuestra conversación: Je ne trouve qu’en vous je ne sais quelle grace Qui me charme toujours et jamais ne me lasse[10] (y pensaba para mí: «Sí, me cansa muy a menudo»). Y recordando lo que me había dicho la víspera, al mismo tiempo que le daba con exageración las gracias por haber renunciado a los Verdurin, le dije, para que otra vez me obedeciera también en alguna otra cosa:
—Albertina, desconfías de mí, que te quiero, y tienes confianza en personas que no te quieren —como si no fuera natural desconfiar de las personas que nos quieren y que son las que tienen interés en mentirnos para saber, para impedir, y añadí estas palabras mentirosas—: En el fondo, no crees que te quiero, es curioso. En efecto, no te adoro.
Albertina mintió a su vez al decirme que no se fiaba de nadie más que de mí, y después fue sincera al asegurar que sabía muy bien que la quería. Pero esta afirmación no parecía implicar que no creyera que yo mentía y que la espiaba. Y sabía perdonarme, como si viera en ello la consecuencia insoportable de un gran amor o como si ella misma se encontrara menos buena.
—Por favor, niña mía, nada de alardes ecuestres como el otro día. ¡Figúrate, Albertina, si te ocurriera un accidente!
No le deseaba, naturalmente, ningún mal. Pero ¡qué suerte si se le ocurriera un día la buena idea de partir con sus caballos a cualquier sitio, que le gustara aquel sitio y no volviera nunca más a casa! ¡Cómo se simplificaría todo si se fuera a vivir, dichosa, lejos, sin que a mí me interesara siquiera saber dónde!
—¡Oh!, estoy segura de que no me sobrevivirías ni cuarenta y ocho horas, de que te matarías.
Así fuimos cruzando palabras mentirosas. Pero una verdad más profunda que la que diríamos si fuéramos sinceros podemos a veces expresarla y anunciarla por una vía que no es la de la sinceridad.
—¿No te molestan todos esos ruidos de fuera? —me preguntó—. A mí me encantan, pero a ti que tienes el sueño tan ligero…
A veces lo tenía muy profundo (como ya he dicho, pero lo que va a seguir me obliga a recordarlo), y sobre todo cuando no me dormía hasta la madrugada. Como un sueño de estos es, por término medio, cuatro veces más reparador, al que se despierta de él le parece que ha sido cuatro veces más largo, cuando ha sido cuatro veces más corto. Magnífico error de una multiplicación por dieciséis, que tanta belleza da al despertar e introduce en la vida una verdadera innovación, parecida a esos grandes cambios de ritmo musical en virtud de los cuales una corchea contiene en un andante tanta duración como una blanca en un prestissimo, y que en el estado de vigilia son desconocidos. En ella, la vida es casi siempre la misma, de aquí las decepciones del viaje. Sin embargo, parece que el sueño esté hecho a veces con la materia más grosera de la vida, pero, en él, esta materia está «tratada», trabajada de tal modo —con un alargamiento debido a que ninguno de los límites horarios del estado de vigilia le impide llegar a alturas insólitas— que no se la reconoce. Las mañanas en que me tocaba esta fortuna, en que la esponja del sueño había borrado de mi cerebro los signos de las ocupaciones cotidianas trazados en él como en una pizarra, tenía que hacer revivir mi memoria; a fuerza de voluntad podemos recuperar lo que la amnesia del sueño o un ataque nos ha hecho olvidar y que va renaciendo poco a poco a medida que abrimos los ojos o que desaparece la parálisis. Llamaba a Francisca y quería hablarle en un lenguaje adecuado a la realidad y al momento, pero había vivido tantas horas en unos instantes que tenía que recurrir a todo mi poder interno de comprensión para no decir: «Bueno, Francisca, son las cinco de la tarde y no la he visto desde ayer». Y para dominar mis sueños, en contradicción con ellos y mintiéndome a mí mismo, y obligándome con todas mis fuerzas al silencio, decía descaradamente palabras contrarias: «¡Francisca, son las diez!». Ni siquiera decía las diez de la mañana, sino simplemente las diez, para que aquellas «diez» tan increíbles pareciesen pronunciadas en un tono más natural. Sin embargo, decir estas palabras, en lugar de las que seguía pensando el durmiente apenas despertado que yo era todavía, me exigía el mismo esfuerzo de equilibrio que a una persona que, saltando de un tren en marcha y corriendo un momento a lo largo de la vía, lograra no caerse. Corre un momento porque el medio que deja era un medio animado de gran velocidad y muy diferente de este otro suelo inerte, al que a sus pies les es difícil acostumbrarse.
Del hecho de que el mundo del sueño no sea el mundo de la vigilia no se deduce que el mundo de la vigilia sea menos verdadero, al contrario. En el mundo del sueño, nuestras percepciones están tan sobrecargadas, expresada cada una por otra superpuesta que la duplica y la ciega inútilmente, que, en el aturdimiento del despertar, ni siquiera sabemos distinguir lo que pasa; ¿había venido Francisca, o era que yo, cansado de llamarla, iba a buscarla? En aquel momento el silencio era el único medio de no revelar nada, como en el momento en que nos detiene un juez enterado de circunstancias que nos conciernen, pero de las que no nos informan. ¿Había venido Francisca?, ¿la había llamado yo? E incluso, ¿no sería Francisca quien dormía y yo quien acababa de despertarla? Más aún, ¿no estaba Francisca encerrada en mi pecho, pues la distinción de las personas y su interacción apenas existen en esa parda oscuridad donde la realidad es tan poco traslúcida como en el cuerpo de un puercoespín y donde la percepción puede quizá dar idea de la de ciertos animales? Por otra parte, hasta en la límpida locura que precede a esos sueños más pesados, si flotan luminosamente unos fragmentos de sentido, si no se ignoran los nombres de Taire, de George Eliot, no por eso deja de tener el mundo de la vigilia esa superioridad de poder continuar el sueño cada mañana, y no cada noche. Pero acaso hay otros mundos más reales que el de la vigilia. Y aun hemos visto que hasta este, cada revolución en las artes le transforma, mucho más, en el mismo tiempo, el grado de aptitud o de cultura que diferencia a un artista de un necio ignorante.
Y con frecuencia una hora de sueño de más es un ataque de parálisis después del cual hay que recuperar el uso de los miembros, aprender de nuevo a hablar. La voluntad no lo conseguiría. Hemos dormido demasiado, ya no somos. El despertar lo sentimos apenas mecánicamente, y sin conciencia, como quizá en una tubería el cierre de un grifo. Sucede una vida más inanimada que la de la medusa, una vida en la que, suponiendo que pudiéramos pensar algo, nos parecería salir del fondo de los mares o volver de presidio. Pero entonces, desde lo alto del cielo, se inclina sobre nosotros la diosa Mnemotecnia y nos tiende, en forma de «hábito de pedir el café con leche», la esperanza de la resurrección[11]. La resurrección no llega en seguida; creemos haber llamado, no lo hemos hecho, se trata de ideas demenciales. Sólo el movimiento restablece el pensamiento, y cuando hemos apretado de verdad la pera eléctrica, podemos decir con lentitud, pero claramente: «Son las diez. Francisca, tráigame el café con leche».
¡Oh milagro! Francisca no podía sospechar el mar de irrealidad que me bañaba todavía todo entero y a través del cual había tenido la energía de hacer pasar mi extraña pregunta. Pues me contestaba: «Son las diez», lo que me daba una apariencia razonable y me permitía no dejar notar las extrañas conversaciones que me habían mecido interminablemente (los días en que no era una montaña de vacío que me quitaba toda vida). A fuerza de voluntad, me reintegraba a la realidad. Gozaba todavía de los restos del sueño, es decir, de la única invención, de la única renovación que existe en la manera de contar, pues ninguna narración en estado de vigilia, aunque sea embellecida por la literatura, tiene esas misteriosas diferencias de las que nace la belleza. Es fácil hablar de la que crea el opio. Mas para un hombre habituado a no dormir sino con drogas, una hora inesperada de sueño natural descubrirá la inmensidad matinal de un paisaje no menos misterioso y más lozano. Variando la hora, el lugar donde dormimos, provocando el sueño de una manera artificial, o, al contrario, volviendo por un día al sueño natural —el más extraño de todos para quien tiene el hábito de dormir con soporíferos—, se llega a obtener variedades de sueño mil veces más numerosas que las que obtendría un floricultor de claveles o de rosas. Los floricultores obtienen flores que son sueños deliciosos, también otras que parecen pesadillas. Cuando me dormía de cierta manera, me despertaba tiritando, creyendo que tenía el sarampión o, lo que era más doloroso aún, que mi abuela (en la que ya no pensaba nunca) sufría porque me había burlado de ella un día en que, en Balbec, creyendo que se iba a morir, quiso que yo tuviese una fotografía suya. En seguida, aunque despierto, quería ir a explicarle que no me había entendido. Pero ya no tiritaba. Quedaba descartado el pronóstico de sarampión, y mi abuela tan alejada de mí que ya no hacía sufrir a mi corazón. A veces, una oscuridad súbita se abatía sobre estos sueños diferentes. Yo tenía miedo prolongando mi paseo en una avenida completamente oscura, por la que oía pasar rondadores. De pronto surgía una discusión entre un guardia y una de esas mujeres que solían ejercer el oficio de conducir y que, de lejos, tomamos por jóvenes cocheros. En su pescante rodeado de tinieblas yo no la veía, pero ella hablaba y en su voz leía yo las perfecciones de su rostro y la juventud de su cuerpo. Avanzaba hacia ella en la oscuridad para subir a su carruaje antes de que reanudara la marcha. Estaba lejos. Afortunadamente, se prolongaba la discusión con el guardia. Yo alcanzaba el coche, todavía parado. Esta parte de la avenida estaba alumbrada con reverberos. Ahora la conductora era visible. Desde luego era una mujer, pero vieja, alta y gorda, con un pelo blanco que se salía del gorro y una erupción roja en la cara. Me alejaba pensando: «¿Ocurre esto con la juventud de las mujeres? Si de pronto deseamos volver a ver a las que hemos conocido, ¿son ya viejas? ¿Acaso la mujer que deseamos es como un papel de teatro que cuando decaen sus creadoras hay que encomendarlo a nuevas estrellas? Pero entonces ya no es la misma».
Y me invadía la tristeza. Resulta, pues, que en nuestro sueño tenemos numerosas Piedades, como las Pietá del Renacimiento, pero no ejecutadas en mármol como ellas, al contrario: inconsistentes. Sin embargo, tienen su utilidad, la de hacernos recordar cierta visión de las cosas más tierna, más humana, visión que tendemos demasiado a olvidar en la cordura gélida, a veces llena de hostilidad, de la víspera. Así me hicieron recordar a mí la promesa que a mí mismo me hiciera, en Balbec, de conservar siempre la compasión por Francisca. Y al menos durante toda esta mañana me esforzaría por no irritarme con las querellas de Francisca y del mayordomo del hotel, por ser bueno con Francisca, a quien tan poca bondad dedicaban los otros. Esta mañana solamente, y tendría que procurar hacerme una ley más estable; pues así como los pueblos no son mucho tiempo gobernados por una política de puro sentimiento, los hombres no se gobiernan por el recuerdo de sus sueños. Ya aquel comenzaba a esfumarse. Procurando recordarle para pintarle, le hacía huir más de prisa. Mis párpados no estaban ya tan fuertemente cerrados sobre mis ojos. Si intentaba reconstruir mi sueño, se abrirían por completo. En todo momento hay que elegir entre la salud, la cordura por una parte y los goces espirituales por otra. Yo he tenido siempre la cobardía de elegir la primera parte. Por lo demás, el peligroso poder a que renunciaba lo era más aún de lo que se cree. Las compasiones, los sueños, no se esfuman solos. Al variar las condiciones en las que nos hemos dormido, no se desvanecen solamente los sueños, sino también, por muchos días, a veces por años, la facultad no sólo de soñar, sino de dormir. El dormir es divino, pero poco estable; el más ligero choque lo volatiliza. Amigo del hábito, este le retiene cada noche, más fijo que él, en su lugar consagrado, le preserva de todo choque; pero si le cambian de lugar, si ya no está sujeto, se desvanece como el humo. Es como la juventud y como los amores, que no se recuperan.
En estos diversos sueños, también como en música, era el aumento o la disminución del intervalo lo que creaba la belleza. Yo gozaba de ella, pero en cambio había perdido en ese sueño, aunque breve, una parte de los pregones en los que se nos hace sensible la vida circulante de los oficios, de los alimentos de París. Por eso (sin prever, por desgracia, el drama que iban a traer para mí aquellos despertares tardíos y mis dispersas leyes draconianas de Asuero raciniano) generalmente me esforzaba por despertarme temprano para no perder nada de aquellos pregones. Aparte el placer de saber lo que le gustaban a Albertina y de salir yo mismo sin dejar de permanecer acostado, veía en ellos como el símbolo de la atmósfera de la calle, de la peligrosa vida bulliciosa en la que yo no la dejaba circular sino bajo mi tutela, en una prolongación exterior del secuestro, y de donde la retiraba a la hora que quería para hacerla volver a mi lado.
Por eso pude contestar a Albertina con la mayor sinceridad del mundo:
—Al contrario, me gustan porque sé que te gustan a ti. «¡Ostras en el barco, ostras!».
—¡Ostras, qué ganas tenía de ellas!
Por fortuna, Albertina, mitad por inconstancia, mitad por docilidad, olvidaba pronto lo que había deseado, y sin darme tiempo a decirle que las tendría mejores en Prunier, quería sucesivamente todo lo que pregonaba la pescadera: «¡Quisquillas, a las buenas quisquillas; llevo raya viva, vivita y coleando!… ¡Bacaladillos de freír!… ¡Caballas, caballas frescas, fresquitas, qué ricas las caballas, señoras!… ¡Mejillones, mejillones frescos, mejillones!…». Sin poder evitarlo, el pregón de la llegada de las caballas me hacía estremecerme[12]. Pero como este anuncio no se podía aplicar, me parecía, a nuestro chófer, yo no pensaba más que en el pez que detestaba, y mi inquietud era pasajera.
—¡Mejillones —dijo Albertina—, cómo me gustaría comer mejillones!
—Pero, querida, eso es bueno para Balbec, aquí no valen nada; además, acuérdate de lo que te dijo Cottard de los mejillones.
Pero mi observación resultaba más inoportuna porque la siguiente vendedora ambulante pregonaba una cosa que Cottard prohibía mucho más aún:
A la romaine, á la romaine!
On ne la vend pas, on la promene.
Pero Albertina me hacía el sacrificio de la lechuga romana con tal que a los pocos días mandara a comprarle a la vendedora que pregona: «¡A los buenos espárragos de Argenteuil, a los buenos espárragos!». Una voz misteriosa, y de la que se hubieran esperado ofertas más extrañas, insinuaba: «¡Barriles, barriles!». Teníamos que quedarnos en la decepción de que no se tratara más que de barriles, pues esta palabra quedaba enteramente cubierta por el pregón: «¡Vidri, vidriero, cristales rotos, el vidriero, el vidriero!», división gregoriana que, sin embargo, me recordó la liturgia menos de lo que me la recordaba el trapero, reproduciendo sin saberlo una de esas bruscas interrupciones de la sonoridad en medio de una plegaria tan frecuentes en el ritual de la Iglesia: Praeceptis salutaribus moniti et divina institutione formati, audemus dicere, dijo el sacerdote terminando bruscamente en el dicere. Sin irreverencia, así como el pueblo piadoso de la Edad Media, en el recinto mismo de la iglesia, representaba las farsas y los pasos, en este dicere hace pensar el trapero cuando, después de retornear las palabras, emite la última sílaba con una brusquedad digna de la acentuación reglamentada por el gran papa del siglo VII: «Se compran trapos, chatarra —todo esto salmodiado con lentitud, así como las dos silabas siguientes, mientras que la última acaba más bruscamente que dicere—, pieles de conejo». «Valencia, la bella Valencia, la fresca naranja», hasta los modestos puerros («¡a los buenos puerros!»), cebollas («¡a ocho perrillas las cebollas!») desfilaban para mí como un eco de las olas en que Albertina, libre, hubiera podido perderse, y adquirían así la dulzura de un Suave mari magno.
Voilá des carottes A deux ronds la botte.
—¡Oh —exclamó Albertina—, repollos, zanahorias, naranjas…! Todo son cosas que tengo ganas de comer. Manda a Francisca a comprarlas. Pondrá las zanahorias con salsa blanca. ¡Y qué bueno comer todo eso junto! Será todos esos pregones que escuchamos transformados en una buena comida.
«¡A la raya viva, vivita!». ¡Anda, dile a Francisca que haga más bien una raie au beurre noir!, ¡es tan buena!
—Bien, hijita, vete. Si no, vas a pedir todo lo que llevan los vendedores ambulantes.
—Pues sí, me voy, pero no quiero que comamos nunca más que cosas que hayamos oído pregonar. Es divertidísimo. Lástima que tengamos que esperar todavía dos meses para oír: «¡Judías verdes y tiernas, judías verdes!». Qué bien lo dicen: judías tiernas. Ya sabes que me gustan muy finas, muy finas, chorreando vinagreta; no parecen cosa de comer, son como rocío. Como los corazoncitos a la crema, todavía tardarán mucho: «¡Al buen queso a la cre, queso a la cre, al buen queso!». Y las uvas de Fontainebleau: «¡Llevo uvas dulces!».
Y yo pensaba con espanto en todo el tiempo que tendría que pasar con ella hasta la época de las uvas.
—Oye, te he dicho que no quiero más que las cosas que hayamos oído pregonar, pero, claro, hago excepciones. De modo que no sería imposible que pase por Rebattet a encargar un helado para nosotros dos. Dirás que todavía no es el tiempo, pero tengo unas ganas de helado…
Me perturbó aquel proyecto de Rebattet, más cierto y sospechoso para mí por las palabras «no sería imposible». Era el día en que recibían los Verdurin, y desde que Swann les dijera que Rebattet era la mejor casa encargaban allí los helados y los pasteles.
—No me opongo a un helado, querida Albertina, pero déjame que lo encargue yo, no sé si será en Poiré-Blanche, en Rebattet o en el Ritz, ya veremos.
—¿Es que vas a salir? —me preguntó con aire de desconfianza. Siempre decía que le gustaría mucho que saliese más, pero si yo decía una palabra dando a entender que no me iba a quedar en casa, su visible inquietud hacía pensar que no era quizá muy sincera su alegría de verme salir mucho.
—Puede que salga o puede que no, ya sabes que no hago nunca proyectos de antemano. En todo caso, los helados no los pregonan en la calle, ¿por qué los quieres?
Me contestó con palabras que me demostraban cómo se habían desarrollado de pronto en ella, desde Balbec, una inteligencia y un gusto latente, palabras que ella decía debidas únicamente a mi influencia, a la constante cohabitación conmigo, palabras que, sin embargo, yo no habría dicho jamás, como si algún desconocido me hubiera prohibido usar nunca en la conversación formas literarias. Acaso el futuro no iba a ser el mismo para Albertina y para mí. Tuve casi el presentimiento de esto al ver cómo se apresuraba a emplear, hablando, unas imágenes tan escritas y que me parecían reservadas para otro uso más sagrado y que yo ignoraba todavía. Me dijo (y a pesar de todo me conmovió, pues pensaba: cierto que yo no hablaría como ella, pero, por otra parte, ella no hablaría así sin mí, ha recibido profundamente mi influencia, de modo que no puede no amarme, es mi obra):
—Lo que me gusta en esas cosas de comer pregonadas es que una cosa oída como una rapsodia cambia de naturaleza en la mesa y se dirige a mi paladar. Y los helados (pues espero que me los encargarás en esos moldes antiguos que tienen todas las formas de arquitectura imaginables), cada vez que los tomo, sean templos, iglesias, obeliscos, rocas, es como mirar una geografía pintoresca y después convertir los monumentos de frambuesa o de vainilla en frescor en mi garganta.
A mí me parecía aquello demasiado bien dicho, pero ella notó que le parecía bien dicho y continuó, deteniéndose un poco, cuando hacía una buena comparación, para soltar aquella hermosa risa suya que tanto me dolía por ser tan voluptuosa.
—Pero en el hotel Ritz temo que no encuentres columnas Vendóme de helado de chocolate o de frambuesa, y entonces hacen falta varios para que parezcan columnas honoríficas o pilares elevados en un paseo a la gloria del Frescor. Hacen también obeliscos de frambuesa que se alzarán de tramo en tramo en el desierto ardiente de mi ser y cuyo granito rosa se fundirá en el fondo de mi garganta, apagando su sed mejor que lo hiciera un oasis —y aquí estalló la risa profunda, bien de satisfacción de hablar tan bien, bien por burla de ella misma por expresarse en imágenes tan seguidas, bien, ¡ay!, por voluptuosidad física de sentir en ella algo tan bueno, tan fresco, que le causaba el equivalente de un goce—. Esos picos de hielo del Ritz parecen a veces el monte Rosa, y hasta no me disgusta, si el helado es de limón, que no tenga forma de monumento, que sea irregular, abrupto, como una montaña de Elstir. Entonces no debe ser demasiado blanco, sino un poco amarillento, con esa apariencia de nieve sucia y blanducha que tienen las montañas de Elstir. Aunque el helado no sea muy grande, aunque sea medio helado, esos helados de limón son siempre montañas reducidas a una escala muy pequeña, pero la imaginación restablece las proporciones, como en esos árboles japoneses enanos que, enanos y todo, notamos que son cedros, encinas, manzanillos, de tal manera que poniendo algunos a lo largo de un canalito, en mi cuarto, tendría un inmenso bosque descendiendo hacia un río y en el que se perderían los niños. Y al pie de mi medio helado amarillento de limón, veo muy bien postillones, viajeros, sillas de posta por las que mi lengua se encarga de hacer rodar unos aludes de nieve que se las tragarán —la voluptuosidad cruel con que decía aquello me dio celos—; y también —añadió— que me encargo de destruir con mis labios, columna por columna, esas iglesias venecianas de un pórfido que es fresa y de derribar sobre los fieles las que dejara en pie. Sí, todos esos monumentos pasarán de su lugar de piedra a mi pecho, donde palpita ya su licuado frescor. Pero mira, aun sin helados, nada tan excitante y que dé tanta sed como los anuncios de las fuentes termales. En Montjouvain, en casa de mademoiselle Vinteuil, no vendían buenos helados cerca, pero dábamos en el jardín la vuelta a Francia bebiendo cada día un agua mineral gaseosa distinta, como el agua de Vichy, que al echarla en el vaso levanta en sus profundidades una nube blanca que se duerme y se disipa si no bebemos en seguida.
Pero oírla hablar de Montjouvain me era demasiado penoso, y la interrumpí.
—Te estoy aburriendo; adiós, querido.
¡Qué cambio desde Balbec, cuando yo desafié al mismo Elstir por haber podido adivinar en Albertina aquellas riquezas de poesía, de una poesía extraña, menos personal que la de Celeste Albaret, por ejemplo! Albertina no hubiera encontrado nunca lo que Celeste me decía; pero el amor, incluso cuando parece a punto de acabar, es parcial. Yo prefería la geografía pintoresca de los sorbetes, cuya gracia bastante fácil me parecía una razón para amar a Albertina y una prueba de que yo ejercía un poder sobre ella, de que me amaba.
Cuando Albertina se marchaba, me daba cuenta de la fatiga que era para mí aquella presencia perpetua, insaciable de movimiento y de vida, que me turbaba el sueño con sus movimientos, que me hacía vivir en un enfriamiento perpetuo por las puertas que dejaba abiertas, que —para encontrar pretextos que justificasen el no acompañarla, sin parecer enfermo, y por otra parte para que alguien la acompañara— me obligaba a desplegar cada día más ingenio que Shehrazada. Desgraciadamente, si la condesa persa retardaba su muerte con un ardid ingenioso, yo, con el mismo, apresuraba la mía. Hay así en la vida ciertas situaciones que no todas son creadas, como esta, por los celos amorosos y una salud precaria que no permite compartir la vida de un ser activo y joven, pero en las que, sin embargo, el problema de continuar la vida en común o de volver a la vida separada de antes se plantea de una manera casi médica: hay que sacrificarse a dos clases de reposo (continuando la fatiga cotidiana o volviendo a las angustias de la ausencia) —¿al del cerebro o al del corazón?
En todo caso, yo estaba muy contento de que Andrea acompañara a Albertina al Trocadero; por algunos accidentes recientes, y minúsculos por lo demás, aunque teniendo la misma confianza en la honradez del chófer, su vigilancia, o al menos la perspicacia de su vigilancia, ya no me parecía tan grande como antes. Hacía poco, un día que mandé a Albertina sola con él a Versalles, Albertina me dijo que había almorzado en el Réservoirs; como el chófer me había hablado del restaurante Vatel, cuando observé esta contradicción busqué un pretexto para bajar a hablar al mecánico (siempre el mismo, el que vimos en Balbec) mientras Albertina se vestía.
—Me dijo usted que habían almorzado en Vatel, y la señorita Albertina me habla del Réservoirs. ¿Qué significa eso?
El mecánico me contestó:
—Bueno, yo dije que había almorzado en Vatel, pero no puedo saber dónde almorzó la señorita. Me dejó al llegar a Versalles para tomar un coche de caballos, que lo prefiere cuando no es para ir por carretera.
Yo estaba muerto de rabia pensando que había estado sola; pero era ya hora de almorzar.
—Podía usted —le dije amablemente, pues no quería que se viera mi propósito de hacer vigilar a Albertina, lo que sería humillante para mí, y doblemente, pues eso significaba que ella me ocultaba lo que hacía— haber almorzado, no digo que con ella, pero en el mismo restaurante.
—Pero me dijo que no estuviera hasta las seis de la tarde en la Plaza de Armas. No tenía que ir a buscarla a la salida del almuerzo.
—¡Ah! —exclamé procurando disimular mi disgusto. Y subí.
De modo que Albertina había estado más de siete horas sola, entregada a sí misma. Verdad es que yo sabía bien que el fiacre no habría sido un simple medio de librarse de la vigilancia del chófer. Pero de todos modos había pasado siete horas de las que yo no sabría nunca nada. Y no me atrevía a pensar en cómo las había empleado. Me parecía que el mecánico había sido muy torpe, pero desde entonces tuve en él una confianza absoluta. Pues a poco de acuerdo que hubiera estado con Albertina, nunca me habría dicho que la había dejado libre desde las once de la mañana hasta las seis de la tarde. Sólo cabía una explicación, pero absurda, de aquella confesión del chófer: que un enfado entre él y Albertina le moviera a demostrar a mi amiga, haciéndome a mí una pequeña revelación, que era hombre capaz de hablar y que si, después de la primera y muy benigna advertencia, no andaba derecha a gusto de él, hablaría claro. Pero esta explicación era absurda; había que empezar por suponer un enfado inexistente entre Albertina y él, y después atribuir una índole de chantajista a aquel buen mecánico que siempre había sido tan afable y tan buen muchacho. Además, al día siguiente vi que, contra lo que yo creí por un momento en mi desconfiada locura, sabía ejercer sobre Albertina una vigilancia discreta y perspicaz. Pues hablándole a solas de lo que me había dicho de Versalles, le dije en un tono amistoso y como sin darle importancia:
—Ese paseo a Versalles de que me habló antes de ayer estuvo muy bien, usted se condujo perfectamente, como siempre. Pero, como una pequeña indicación sin importancia, le diré que, desde que madame Bontemps puso a su sobrina bajo mi cuidado, tengo tal responsabilidad, tanto miedo de que ocurra algún accidente, me reprocho tanto no acompañarla, que prefiero que sea usted, tan seguro, tan maravillosamente diestro que no le puede ocurrir ningún accidente, el que lleve a todas partes a la señorita Albertina. Así no tendré ningún miedo.
El simpático mecánico apostólico sonrió astutamente, con la mano posada sobre su rueda en forma de cruz de consagración. Luego me dijo estas palabras que (disipando las inquietudes de mi corazón, donde fueron inmediatamente sustituidas por la alegría) me dieron ganas de abrazarle:
—No tenga miedo —me dijo—. No puede ocurrirle nada, pues cuando no la pasea mi volante, la siguen mis ojos a todas partes. En Versalles, como si no hiciera nada, visité la ciudad como quien dice con ella. Del Réservoirs fue al Palacio, del Palacio a los Trianones, siguiéndola yo siempre como si no la viera, y lo más grande es que ella no me vio. Bueno, aunque me hubiera visto, la cosa no habría sido grave. Era muy natural que, teniendo todo el día libre, yo visitara también el Palacio. Sobre todo que la señorita no ha dejado de notar que yo he leído y me interesan todas las viejas curiosidades —esto era verdad, y hasta me habría sorprendido si hubiera sabido que era amigo de Morel, pues superaba mucho al violinista en inteligencia y en gusto—. Pero, en fin, no me vio.