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Faith NightStar, del clan psi NightStar, era consciente de que se la consideraba la psi-c más poderosa de su generación. Con tan solo veinticuatro años, había amasado más dinero que la mayoría de los psi en toda su vida. Pero claro, llevaba trabajando desde que tenía tres años, desde que había aprendido a hablar. Había tardado más que los demás niños, pero eso era de esperar; era una psi-c cardinal con un don extraordinario.
A nadie le habría sorprendido que no hubiera hablado nunca.
Por eso los psi-c pertenecían a clanes psi que se ocupaban de todo aquello que les era imposible a los clarividentes, desde invertir sus millones hasta comprobar su estado médico, pasando por cerciorarse de que no morían de inanición. A los psi-c no se les daba bien ese tipo de cosas. No se acordaban de ellas. Continuaban olvidándose incluso habiendo pasado más de un siglo desde que comenzaron a vaticinar tendencias de mercado en lugar de asesinatos y accidentes, desastres y guerras.
A Faith últimamente se le olvidaban un montón de cosas. Por ejemplo, se había olvidado de comer tres días seguidos. Fue entonces cuando intervinieron los empleados de NightStar, alertados por el sofisticado ordenador Tec 3 que controlaba la casa. Tres días era un lapso permisible, pues a veces los psi-c entraban en trance. Si ese hubiera sido el caso, la habrían alimentado por vía intravenosa y la habrían dejado tranquila.
—Gracias —dijo, dirigiendo sus palabras al jefe psi-m—. Ahora estaré bien.
Xi Yun asintió.
—Termínate toda la comida. Contiene la cantidad exacta de calorías que necesitas.
—Por supuesto.
Vio marcharse a Xi Yun precedido por su personal. En sus manos llevaba un pequeño botiquín médico que Faith sabía que contenía productos químicos elaborados para sacarla de un trance catatónico y otros para sedarla en caso de que sufriera una crisis maníaca. Ninguno de ellos había sido necesario ese día. Simplemente se había olvidado de comer.
Después de consumir todas las barritas nutricionales y las bebidas energéticas que le había dejado se sentó en el amplio sillón reclinatorio en que solía pasar la mayor parte del tiempo. Diseñado para hacer las veces de cama, estaba conectado al Tec 3 y suministraba un flujo constante de datos sobre sus funciones vitales. Un psi-m permanecía alerta por si en algún momento del día o de la noche requería atención médica. Ese no era el procedimiento habitual, ni siquiera para los psi con designación «c», pero Faith no era una psi-c normal.
Era la mejor.
Toda predicción hecha por Faith, si no se evitaba de forma deliberada, se cumplía. Por esa razón valía incalculables millones. Posiblemente incluso billones. El clan NightStar la consideraba su activo más valioso. Como a todo buen activo, la mantenían en las mejores condiciones para que funcionase de forma óptima. Y al igual que cualquier otro empleado, si resultaba defectuosa, se le haría una puesta a punto y sería utilizada por partes.
Faith abrió los ojos ante aquel furtivo pensamiento. Levantó la vista al techo verde pálido y se esforzó por normalizar su ritmo cardíaco. Si ella no lo hacía, los psi-m podrían optar por hacerle una nueva visita y no deseaba que nadie la viera en esos momentos. No estaba segura de lo que revelarían sus ojos. A veces, incluso los ojos estrellados de un psi cardinal contaban secretos que era mejor guardar.
—Por partes —susurró en alto.
Su declaración estaba siendo grabada, naturalmente. Los psi-c realizaban de vez en cuando predicciones mientras se encontraban en estado de trance. Nadie quería perderse una palabra. Quizá fuera esa la razón por la que los que tenían su misma designación prefiriesen guardar silencio cuando podían.
«Utilizada por partes.»
Parecía una afirmación ilógica, pero cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que sus habilidades le habían avisado una vez más de un futuro que jamás podría haber imaginado. Los psi más defectuosos eran sometidos a rehabilitación, sus mentes borradas mediante un lavado de cerebro psíquico que los dejaba reducidos a obreros serviles; pero eso no les pasaba a los psi-c. Eran demasiado raros, demasiado valiosos y únicos.
Si perdía la cabeza y la locura superaba los niveles aceptables, los niveles en que aún pudiera realizar predicciones, lo más seguro era que los psi-m se encargasen de que sufriera un accidente del que su cerebro saliera ileso. Luego utilizarían ese órgano imperfecto para la experimentación científica, lo someterían a estudio. Todo el mundo quería saber qué era lo que hacía que los psi-c fueran así. De todas las designaciones existentes en la raza psi, ellos eran los menos estudiados, los más misteriosos; era difícil encontrar sujetos para experimentación cuando su incidencia en la población apenas superaba el uno por ciento.
Faith hundió las manos en el grueso tejido rojo del sillón, plenamente consciente de que su respiración comenzaba a alterarse. La reacción no había alcanzado aún el punto en que se estimaría necesaria la intervención de los psi-m, ya que los psi-c mostraban un comportamiento inusual durante sus visiones, pero no podía arriesgarse a que el estrés degenerase en una crisis mental.
Mientras procuraba relajar su cuerpo, en su mente se sucedían imágenes en las que aparecía su cerebro colocado sobre un grupo de básculas científicas en tanto que unos fríos ojos psi lo examinaban desde todos los ángulos posibles. Sabía que las imágenes eran disparatadas. Nada semejante tendría lugar en un laboratorio. Su conciencia simplemente intentaba encontrarle el sentido a algo que no lo tenía. Como los sueños que llevaban atormentándola desde hacía dos semanas.
Al principio no fueron más que un vago presagio, una oscuridad que presionaba contra su mente. Había pensado que podría anunciar una visión que estaba por llegar —un desplome bursátil o una quiebra financiera repentina—, pero esa oscuridad había ido creciendo día tras día hasta alcanzar proporciones titánicas, sin mostrarle nada concreto. Y había sentido. Aunque nunca antes había sentido nada, en esos sueños el miedo la dominaba, se ahogaba bajo el peso del terror.
Menos mal que hacía mucho tiempo que había exigido que su dormitorio estuviese limpio de cualquier dispositivo de vigilancia. De algún modo había sabido lo que se avecinaba. Algo dentro de ella lo había sabido siempre. Pero esta vez no había sido capaz de encontrarle lógica a la cólera desgarradora y feroz que casi la había dejado sin respiración. Durante los primeros sueños se había sentido como si alguien la estuviera ahogando, privándola de aire hasta que el terror invadía todo su ser.
La noche anterior había sido diferente. La noche anterior no se había despertado cuando las manos se cerraron alrededor de su garganta. Pese a haberlo intentado desesperadamente, no había sido capaz de liberarse de ese horror, de aferrarse a la realidad.
La noche anterior había muerto.
* * *
Vaughn D’Angelo saltó de la rama que había recorrido con sigilo y aterrizó con elegancia sobre el suelo del bosque. A la luz plateada que había dado paso a la oscuridad tras el crepúsculo, su pelaje anaranjado debería haber destacado como un faro, pero era invisible, un jaguar que sabía cómo emplear las sombras de la noche para ampararse y ocultarse en ellas. Nadie veía a Vaughn cuando no deseaba ser visto.
La luna se alzaba por encima de su cabeza como un brillante disco en el cielo, visible incluso entre las tupidas copas. Durante un buen rato se quedó inmóvil y observó a través de la oscura filigrana de extensas ramas. Hombre y bestia se sentían atraídos por aquella resplandeciente belleza, y aunque ninguno sabría decir por qué, tampoco importaba. Esa noche el jaguar estaba al mando y simplemente aceptaba aquello sobre lo que el hombre habría estado tentado de reflexionar.
Levantó el hocico al captar el tenue olor que flotaba en la brisa. «Olor del clan.» Al cabo de un segundo lo identificó: se trataba de Clay, uno de los otros centinelas. Acto seguido este desapareció, como si el leopardo macho se hubiera percatado de que Vaughn había reclamado ya ese territorio. Abrió las fauces para proferir un suave rugido y estiró su poderoso cuerpo felino. Sus mortíferos y afilados caninos centellearon a la luz de la luna, pero esa noche no había salido a cazar para capturar una presa, a matar de forma piadosa de un único y demoledor bocado.
Esa noche deseaba correr.
En carrera podía cubrir vastas distancias y, por lo general, prefería internarse en los bosques que se extendían sobre la mayor parte de California. Pero esa noche se había sorprendido poniendo rumbo hacia la poblada ciudad de Tahoe, junto al lago del mismo nombre. No era difícil caminar entre los humanos y los psi incluso en su forma felina. No era centinela solo para aparentar; podía infiltrarse hasta en las ciudadelas mejor protegidas sin revelar su presencia.
No obstante, esta vez no entró en la ciudad, pues algo en sus alrededores le atrajo de forma inesperada. Ubicado a tan solo unos pocos metros de la espesura del bosque, el pequeño recinto estaba protegido por vallas electrificadas y cámaras con sensores de movimiento, entre otras cosas. La casa que se alzaba dentro estaba oculta por varios muros de vegetación y seguramente por otra valla, pero él sabía que estaba ahí. Lo que le sorprendía era captar el hedor metálico de los psi en todo el recinto.
Interesante.
Los psi preferían vivir en plena ciudad rodeados de rascacielos, cada adulto en su propio cubículo. Pero había un psi en las entrañas de aquel recinto, y quienquiera que fuese esa persona, él o ella estaba siendo protegido por otros de su especie. Raras veces un psi que no fuera miembro del Consejo tenía derecho a semejante privilegio. Presa de la curiosidad, merodeó alrededor de todo el perímetro fuera del alcance de los dispositivos de vigilancia. Tardó menos de diez minutos en descubrir un modo de entrar; la arrogancia de los psi los había llevado una vez más a menospreciar a los animales con quienes compartían la Tierra.
O tal vez, pensó el hombre que moraba dentro de la bestia, los psi no comprendían las capacidades de otras razas. Para ellos, cambiantes y humanos no eran nada porque carecían de la habilidad de hacer las cosas que ellos podían hacer con la mente. Habían olvidado que era la mente la que movía el cuerpo, y los animales eran muy, pero que muy buenos utilizando sus cuerpos.
Trepó a la rama de un árbol que le conduciría por encima de la valla hasta el interior del recinto, con el corazón latiéndole por la anticipación. Pero incluso el jaguar sabía que no podía hacerlo. No tenía motivos para entrar allí y arriesgar el pellejo. El peligro no preocupaba ni a la bestia ni al hombre, pero la curiosidad del felino estaba reprimida por una emoción más profunda: la lealtad.
Vaughn era un centinela de los DarkRiver y ese deber primaba por encima de cualquier otra emoción, de cualquier otra necesidad. Se suponía que más tarde, esa misma noche, debía proteger a Sascha Duncan, la compañera de su alfa, mientras Lucas asistía a una reunión en la guarida de los SnowDancer. Vaughn sabía que Sascha había aceptado quedarse a regañadientes y solo porque era consciente de que Lucas podría viajar más veloz sin ella. Y Lucas había accedido a ir únicamente porque confiaba en que sus centinelas la mantendrían a salvo.
Tras echar una última y pausada ojeada al recinto vigilado, Vaughn retrocedió a lo largo de la rama, saltó al suelo y emprendió el camino de regreso a la guarida de Lucas. No iba a olvidarlo ni tampoco se había dado por vencido. Resolvería el misterio que entrañaba el que un psi estuviera viviendo tan cerca del territorio de los cambiantes. Nadie escapaba del jaguar una vez que este estaba sobre su rastro.
* * *
Faith miró por la ventana de la cocina y a pesar de que solo vio oscuridad, no pudo librarse de la sensación de que estaba siendo vigilada. Algo muy peligroso merodeaba al otro lado de las vallas que la mantenían aislada del mundo. Temblando, se rodeó con los brazos. Y se quedó paralizada. Era una psi, ¿por qué reaccionaba de ese modo? ¿Era por las oscuras visiones? ¿Estaban afectando a sus escudos mentales? Dejó caer los brazos por pura fuerza de voluntad y se dispuso a apartarse de la ventana.
Y descubrió que no podía hacerlo.
En vez de eso, avanzó levantando una mano para apretarla sobre el cristal, como si quisiera tocar el exterior. «El exterior.» Era un mundo que apenas conocía. Siempre había vivido entre cuatro paredes, había tenido que hacerlo así. En el exterior, la amenaza de desintegración psíquica era un continuo martilleo en su cabeza, un resonante eco que no podía bloquear. Fuera, las emociones se agolpaban contra ella procedentes de todas partes y veía cosas que eran inhumanas, atroces y dolorosas. Fuera era frágil. Era más seguro vivir entre muros.
Pero ahora esos muros se estaban resquebrajando. Ahora las cosas estaban entrando y no podía escapar de ellas. Lo sabía con la misma certeza con que sabía que no podía escapar a aquel ser que merodeaba en los límites de su propiedad. El depredador que la acechaba no descansaría hasta que la tuviera en sus garras. Debería haber tenido miedo, pero era una psi… los psi no sentían miedo, y ella tampoco. Salvo cuando dormía. Era entonces cuando la asaltaba tal avalancha de sentimientos que le preocupaba que sus escudos en la PsiNet se agrietaran dejándola al descubierto ante el Consejo. La situación había llegado a un punto en el que no deseaba quedarse dormida. ¿Y si moría de nuevo y esta vez era real?
El panel de comunicación pitó en la quietud infinita que era su vida. Era una interrupción inesperada a una hora avanzada; los psi-m le habían prescrito unas cuantas horas de sueño.
Al final apartó la mirada de la ventana. Mientras caminaba pareció envolverla una sensación de desastre inminente, un siniestro conocimiento que yacía en algún lugar de las sombras, a caballo entre una visión real y un vago presentimiento de lo que podría llegar a suceder. Aquello también era nuevo, esa insistente certeza de que algo la acechaba maliciosamente a la espera de que bajase la guardia.
Adoptando una expresión que no dejaba entrever el más mínimo atisbo de la confusión interna que la embargaba, presionó la tecla de responder. El rostro que apareció en la pantalla no era ninguno de los que había previsto.
—Padre.
Anthony Kyriakus era el cabeza de familia. Hasta que ella alcanzó oficialmente la edad adulta a los veinte años, su padre había compartido su custodia con Zanna Liskowski, con quien había formalizado un contrato de fertilización hacía veinticinco años. La opinión de ambos había contado en su educación, aunque nadie habría descrito su infancia como tal. Tres años después de nacer fue apartada del cuidado de sus padres, con el absoluto consentimiento de los mismos, y colocada en un entorno controlado donde sus habilidades pudieran ser orientadas y aprovechadas al máximo.
Y donde pudieran mantener a raya la invasora estela de la locura.
—Faith, tengo malas noticias concernientes a la familia.
—¿Sí?
Su corazón comenzó súbitamente a latir como un mazo y empleó todas sus fuerzas en reprimir su reacción. Aquello no solo era algo inusual, sino también el anuncio de una posible visión. Y no podía tener una visión en ese instante. No la clase de visión que había estado teniendo últimamente.
—Tu hermana, Marine, ha fallecido.
Su mente se quedó en blanco.
—¿Marine? —Era su hermana pequeña, una hermana a la que nunca había tenido la oportunidad de conocer de verdad, pero de la que siempre había estado pendiente desde la distancia. Marine era una telépata que había escalado muy alto en las empresas familiares—. ¿Cómo? ¿Se ha debido a una anomalía física?
—Por fortuna no.
Afortunadamente, porque eso significaba que Faith no estaba en peligro. A pesar de que contar con dos cardinales excepcionales había hecho de la NightStar una familia de considerable poder, era indiscutible que Faith era su activo más importante. Era ella quien generaba ingresos y trabajo suficientes para situar a su clan psi por encima de las masas. Lo único que importaba realmente era la salud de Faith; la muerte de Marine era un mero inconveniente. Tan frío, tan brutalmente frío, pensó Faith, aunque sabía que ella era igual de fría. Se trataba de una cuestión de supervivencia.
—¿Un accidente?
—Ha sido asesinada.
Faith se negó a escuchar el ruido blanco que ahora zumbaba en el vacío que se había apoderado de su mente.
—¿Asesinada? ¿Por un humano o por un cambiante? —preguntó.
Los psi no tenían asesinos entre su población, y había sido así desde hacía cien años, cuando se implantó el protocolo del Silencio. El Silencio había erradicado la violencia, el odio, la rabia, la ira, los celos y la envidia en los psi. El efecto secundario había sido la pérdida de todas sus otras emociones.
—Por supuesto, aunque no sabemos quién ha sido. La policía está investigando. Descansa un poco.
Anthony puso punto final a la conversación asintiendo de forma concisa.
—Espera.
—¿Sí?
Faith se obligó a hablar:
—¿Qué método empleó el asesino?
Anthony ni siquiera pestañeó al responder.
—La estrangulación manual.