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Tardaron tres días en dar conmigo.

Pasé la mayor parte de aquellas setenta y dos horas durmiendo, saciando el cansancio provocado por una de las giras más largas de la historia, y cuando oí que los helicópteros daban vueltas justo encima de mi cabeza, me sentí aliviado por que todo hubiera terminado. Miré por la ventana y pude ver las luces de una decena de coches patrulla; al cabo de un momento, unos cuchicheos, unos gruñidos soñolientos y unos pasos apresurados me indicaron que la casa de huéspedes estaba siendo desalojada. Después, se dejaron oír las pisadas de unas botas recias, tic/tump, tic/tump, tic/tump, a mi alrededor, y el aviso ritual sonó por el megáfono:

—¡Estás rodeado, Plunkett! ¡Ríndete o entraremos por ti! Anduve hasta la puerta y, a través de ella, grité:

—¡Estoy desarmado! ¡Quiero hablar con el jefe antes de entregarme!

Retrocedí, dispuesto a arrojarme al suelo, y me llegó la respuesta: eran unas voces discutiendo. «Está usted loco, inspector», conseguí entender, y una réplica: «Es mío.» A continuación, echaron la puerta abajo y un hombre de mediana edad y de aspecto corriente, con un traje gris, me apuntó directo a la cabeza con una 38.

No dijo «¡No te muevas, hijo de puta!», ni «¡Contra la pared, cabrón!» Solamente se limitó a presentarse: «Me llamo Tom Dusenberry», como si acabáramos de conocernos en un cóctel. «Martin Plunkett», respondí. Y cuando desamartilló el arma, sonreí.

No me dio la impresión de que estuviera decidiendo si debía dispararme; parecía un hombre concentrado en sí mismo que se preguntara hasta dónde podía permitirme llegar. Sonriendo todavía, le dije:

—¿Es de la policía de New Rochelle?

—Del FBI.

—¿Las acusaciones concretas?

—Para mí, delito de huida del estado tras el asesinato de Malvin; para los demás, lo de los cuatro de Crown.

Hubo en aquella declaración algo que me golpeó bajo y con fuerza, pero no conseguí determinar qué. Traté de concretarlo, procurando ganar tiempo, y entretanto evalué a Dusenberry. Empezaba a antojárseme un tipo extraordinario… y no sabía por qué.

Permanecimos en silencio casi un minuto: yo, pensando; él, mirando. Por fin, dijo: «¿Por qué, Plunkett?», y lo comprendí. El hombre era, simplemente, la moderación en persona: voz, cuerpo, ropas, alma. Era algo que no podía haber cultivado; era así, y punto.

—¿Por qué qué, señor Dusenberry?

—Por qué todo ello.

—No sea tan ambiguo.

—Seré concreto. ¿Por qué ha matado a tanta gente y ha causado tanto dolor, joder?

En ese momento capté que estaba perdiendo la calma, impaciente por que sucediera algo enseguida. El sudor le oscurecía el cuello de la camisa y le obligaba a entornar sus insípidos ojos azules. Pronto las piernas empezaron a temblarle de tensión y el único reducto de tranquilidad en su persona fue el dedo que se apoyaba el gatillo. Estaba poniéndose febril en su deseo de respuestas francas.

—Haré una declaración formal —dije—. Entonces lo sabrá. Y no haré esa declaración a menos que sea divulgada al público en general, al pie de la letra. ¿Entiende lo que digo?

—Lo deja usted muy claro.

—Lo dejo muy claro porque sé que usted quiere saber y, a menos que me deje confesar a mi manera, nunca podrá averiguarlo.

Dusenberry bajó el arma y sentenció:

—Hace mucho que desea contarlo. Lleva años dejando pistas.

Si creía que acababa de jugar una baza ganadora, se equivocaba; no se me había pasado por alto que dentro de mí venía creciendo desde hacía mucho tiempo el deseo, cancerosamente autodestructivo, de alcanzar la gloria.

—¿Por eso ha dado conmigo?

—En parte —respondió Dusenberry y sonrió; la insipidez de su dentadura perfecta me dejó helado mientras aclaraba su desconcertante declaración. La acusación por huida del estado estaba relacionada con la muerte de Saul Malvin… y eso sólo lo conocía Ross.

—¿Y el resto? —susurré.

Ahora, los dientes eran afilados y puntiagudos: el insulso agente federal se había convertido en un tiburón.

—Anderson te ha delatado para librarse de la pena de muerte —anunció—. Te ha arrojado a manos del fiscal federal más voraz y ambicioso que ha existido nunca… para salvar su propio culo de marica, sádico y depravado. —El tiburón dio paso a un monstruo que abría las mandíbulas de par en par para engullirme con sus palabras—: Tú le querías, ¿verdad, cabrón? Has matado a esos cuatro porque sabían lo que Anderson y tú erais y no podías tolerarlo. ¡Tú lo amabas! ¡Reconócelo, maldita sea!

Di un paso adelante y Dusenberry alzó el arma. La boca del cañón ya estaba a dos dedos de mi nariz y el gatillo a medio recorrido cuando lo comprendí: si lo atacaba él saldría ganando; si me retiraba vencería yo. Sonriendo como Ross en su momento más radiante y hablando como Martin Plunkett en su momento más resuelto, mascullé:

—Lo utilicé a él y te utilizaré a ti; al final, yo venceré.

Dusenberry bajó el arma y yo le presenté las manos para que me esposara.

Del New York Times, 4 de febrero de 1984:

EL JUICIO DE PLUNKETT LIQUIDADO EN UN DÍA; CONTINÚAN LAS INTRIGAS LEGALES Y DE LA INVESTIGACIÓN

El juicio de Martin Michael Plunkett, asesino confeso de cuatro ciudadanos del condado de Westchester, apenas ocupó cuatro horas de la jornada de ayer, pero la controversia legal que lo rodea puede ser tan compleja y trascendente como breve ha sido su paso por el tribunal… y parece estar tomando cuerpo cierta mística en torno al propio acusado.

Detenido en New Rochelle el pasado 13 de septiembre por el asesinato con arma blanca de Dominic de Nunzio, Madeleine Behrens, Rosemary Cafferty y Richard Liggett, Plunkett se negó a hablar con los investigadores, con los psiquiatras designados por el tribunal y con el abogado que se le asignó. De hecho, no habló con nadie ni realizó ninguna declaración escrita hasta dos semanas antes del juicio de ayer, cuando reconoció ser autor de las cuatro muertes en un documento notarial que dirigió a los investigadores a los lugares donde había enterrado las armas letales. Ayer, renunciando a la asistencia legal, repitió la declaración ante el juez y el jurado y fue condenado tanto como consecuencia de esta declaración como por las pruebas materiales correspondientes. El jurado emitió su veredicto tras deliberar apenas diez minutos y el juez, Felix Cansler, lo sentenció a cuatro condenas de cadena perpetua consecutivas sin posibilidad de libertad condicional. A continuación, Plunkett fue conducido a la prisión de Sing Sing y encerrado en una celda para presos protegidos, donde guarda silencio sobre los detalles de sus cuatro asesinatos y sobre todo lo demás.

Plunkett fue capturado como resultado de la declaración prestada por otro asesino reconocido, Ross Anderson, de 33 años, ex oficial de la policía estatal de Wisconsin y primo de los asesinados Richard Liggett y Rosemary Cafferty. Anderson, que afrontará la próxima semana en Wisconsin el juicio por tres acusaciones de violación y asesinato que se remontan a 1978 y 1979, no fue llamado a declarar contra Plunkett porque las autoridades lo consideraron «logísticamente complicado». Stanton J. Buckford, fiscal federal jefe para el área metropolitana de Nueva York, declaró a los periodistas la semana pasada: «Si Plunkett no hubiera presentado su declaración y no la hubiese respaldado con pruebas que la corroboraban, habríamos requerido el testimonio de Anderson. En la presente situación, sin embargo, no vamos a necesitarlo. El testimonio de Anderson guarda relación con un asesinato que atribuye a Plunkett, cometido en Wisconsin en 1979, y como Plunkett recibirá, muy probablemente, la condena máxima en Nueva York, no queremos que viaje a Wisconsin, un estado sin pena de muerte, sólo para que lo condenen a más años de cárcel. Este hombre tiene una gran inteligencia y es sumamente peligroso y, en mi opinión, presenta un importante riesgo de fuga. Mi deseo es que permanezca en un recinto de máxima seguridad en Nueva York.»

El presunto asesinato de Wisconsin lleva a la pregunta más apremiante sobre el caso: ¿a cuántas personas ha matado Martin Plunkett? Dado que las primeras sospechas acerca de él surgieron como resultado de investigaciones llevadas a cabo por el Grupo Especial del FBI contra Asesinos en Serie, la pregunta se la están haciendo ahora agentes de policía de todo el país.

El inspector Thomas Dusenberry, jefe del Grupo Especial, a quien se debe la resolución de la cadena de homicidios perpetrados por Anderson y Plunkett, considera que serán muchos más. «Yo diría que Plunkett ha matado a cuarenta personas, por lo menos, y que sus primeros asesinatos se remontan a 1974, en San Francisco. Creo que mató a George y Paula Kurzinski en Sharon, Pennsylvania, en 1982, un caso que estaba abierto, y que si se incluyen desapariciones no denunciadas, sus asesinatos pueden alcanzar el centenar. Cabe pensar que, una vez entre rejas y enterrado legalmente, carece de importancia el número exacto de personas que haya matado, pero sí la tiene. Por un lado, a los familiares de los desaparecidos les aliviaría su zozobra saber con exactitud qué ha sido de ellos; por otra parte, y más importante, si los homicidios que se atribuyen a Plunkett todavía están siendo objeto de una investigación activa, podremos cerrar los casos pendientes y ahorrar muchas horas de trabajo a los agentes. En el momento de la detención, Plunkett dio a entender que expondrá todos los hechos relativos a sus asesinatos. Sólo espero que lo haga pronto.»

Los departamentos de policía municipales de cuatro estados, por lo menos, están instruyendo investigaciones sobre Plunkett. Las autoridades de Aspen, Colorado, sospechan que fue autor de ocho asesinatos/desapariciones en 1975 y 1976, y las policías de Utah, Nevada y Kansas lo consideran sospechoso de entre quince y veinte asesinatos más en sus jurisdicciones.

La semana pasada, el inspector Dusenberry declaró: «He compartido los datos que poseo sobre Plunkett con todos los departamentos que lo han solicitado. Merecen conocer lo que tenemos. Pero los fiscales están presentando acusaciones con demasiada alegría y eso es ridículo. Sin una confesión de Plunkett, todo queda en el aire. No hay testigos, ni pruebas materiales. He hablado con los dos hombres a los que Plunkett vendió tarjetas de crédito de las víctimas hace años. No han podido hacer una identificación positiva basada en su aspecto actual. Todo es demasiado antiguo y demasiado vago y, en el fondo, está motivado por la indignación y por la ambición personal. Plunkett será juzgado en un estado sin pena de muerte y ningún juez de Nueva York permitirá que sea extraditado y ejecutado en otra parte, por mucho que lo merezca y por mucho que un puñado de fiscales voraces quieran ajustarle las cuentas.»

En cuanto al caso Anderson, el ex policía será juzgado esta semana en Wisconsin. Se ha declarado culpable en un acuerdo con el fiscal y se espera que reciba la sentencia máxima que permite la ley del estado: tres cadenas perpetuas consecutivas. Anderson ha reconocido haber violado y matado a mujeres en cuatro estados más (dos de ellos con pena de muerte), y los fiscales de Kentucky, Iowa, Carolina del Sur y Maryland están buscando resquicios legales que permitan procesarlo.

Anderson ha guardado silencio sobre sus crímenes y sobre su relación con Plunkett y, a través de su abogado, ha respondido con un «sin comentarios» al ser interrogado por agentes de policía y fiscales de distrito de otros estados. «Ellos tienen la palabra —ha dicho el inspector Dusenberry—. Si alguno de los dos quiere hablar, mucha gente, entre la que me incluyo, seremos todo oídos.»

Del Post de Milwaukee, 12 de febrero de 1984:

ANDERSON, CONDENADO A CADENA PERPETUA

Ross Anderson, el ex teniente de la Policía del Estado de Wisconsin que también ha resultado ser el asesino conocido como «el Matarife de Madison», fue declarado culpable de la violación y asesinato, en 1978-1979, de Gretchen Weymouth, Mary Coontz y Claire Kozol, en un breve juicio celebrado ayer ante el Tribunal de Distrito de Beloit. El juez Harold Hirsch condenó a Anderson, de 33 años, a tres cadenas perpetuas consecutivas sin posibilidad de libertad condicional, determinando que sea recluido en una institución que ofrezca «custodia protectora plena», término empleado para referirse a cárceles de alta seguridad que cuentan con instalaciones especiales para delincuentes de «alta visibilidad», como agentes de policía, famosos y figuras señaladas del crimen organizado, que podrían ser objeto de ataques si se los alojara entre los internos comunes.

Una vez pronunciado el veredicto, el fiscal de distrito de Beloit declaró ante la prensa: «Es una vergüenza. Tres chicas de Wisconsin están muertas mientras su asesino pasa el resto de su vida jugando a golf en una prisión privilegiada.»

Del artículo editorial del Milwaukee Journal, 3 de marzo de 1984:

¿EL SALARIO DEL ASESINATO?

Ross Anderson asesinó a siete personas. Su amigo Martin Plunkett asesinó a cuatro, por lo menos, y algunos policías que conocen el caso afirman sin vacilar que el número de sus víctimas asciende a unas cincuenta. Los dos individuos han tenido la fortuna de ser juzgados en estados que no contemplan la pena capital y son considerados criminales tan espantosos que no se les permite convivir con otros delincuentes, pues incluso los más endurecidos atracadores y traficantes se tomarían tan a mal su presencia en el patio de la prisión que su seguridad estaría en peligro.

Así pues, Ross Anderson, alias el Matarife de Madison y asesino de mujeres en cuatro estados, se halla recluido en una sección para presos bajo protección especial, donde levanta pesas, lee novelas de ciencia ficción y construye caras maquetas de aviones. El preso de la celda contigua es Salvatore DiStefano, el jefe de la mafia de Cleveland que cumple quince años por extorsión. Él y Anderson charlan de béisbol durante varias horas al día, hablando de celda a celda.

Martin Plunkett se encuentra en la prisión de Sing Sing, en Ossining, Nueva York. No habla con nadie, pero se rumorea que está pensando en escribir sus memorias. Mantiene correspondencia con varios agentes literarios de Nueva York, todos los cuales han mostrado interés en representar cualquier libro que escriba. También llegan ofertas de Hollywood: se rumorea que algunos estudios le han ofrecido hasta cincuenta mil dólares por una semblanza biográfica de veinte páginas. Cincuenta mil dólares divididos por cincuenta víctimas sale a mil dólares por cabeza.

Es una obscenidad.

Plunkett no podría quedarse el dinero, pues las leyes del estado de Nueva York prohíben que los delincuentes condenados obtengan beneficios económicos de la publicación, escrita o filmada, de sus crímenes. Sin embargo, no parece que sea esto lo que busque; desde su detención, ha manipulado brillantemente al estamento legal y a los medios para tenerlos esperando a que él contara su historia a su manera. Parece que eso es lo único que quiere y tanto a juristas bienintencionados como a voyeurs literarios se les cae la baba de expectación.

Todo ello es obsceno y contrario a los conceptos norteamericanos de justicia ciega y de castigo adecuado al delito. Todo ello es obsceno y subraya las perfidias de llevar la libertad de expresión al extremo. Es obsceno y apunta a la necesidad de que exista un Estatuto Nacional de la Pena de Muerte.

Del diario de Thomas Dusenberry:

13/6/84

Hace ya nueve meses que retiré de las calles a Anderson y Plunkett. He estado muy atareado trabajando —nuevos eslabones y cadenas— y tratando de reconstruir sus vidas. Del primero no he sacado nada y del segundo, todo lo que sale es malo.

Actualizando: Buckford fue el artífice de la acusación contra Plunkett. Elaboró una lista de testigos, a los que no hubo necesidad de recurrir debido a la declaración del reo, y estableció las estrategias de ataque del mediocre fiscal de distrito de Westchester. Se guarda un gran as en la manga por si otros estados emiten alguna vez órdenes de extradición: acusaciones por huida del estado que le garantizan, a él, mantenerse bajo los focos y a Plunkett, seguir a salvo de la silla eléctrica. Este hombre y sus maquinaciones me provocan sentimientos contradictorios. Él sabe, y yo también, que la pena capital no disuade de los crímenes violentos, y el aristócrata de Southampton que lleva dentro la considera vulgar. Bien, pero Buckford también es una promesa del partido Demócrata, se lleva entre manos una operación de gran alcance contra la extorsión que le dará popularidad, y procura mantener sus credenciales liberales impolutas para aspirar en algún momento a un escaño en el Senado. A mí, y a otra media docena de agentes, nos ha dicho: «Estados Unidos oscila entre el calor y el frío, entre el yin y el yang, entre la izquierda y la derecha, y la próxima vez que se incline hacia la izquierda estaré preparado para saltar a la arena y aprovecharlo.»

Así pues, Ducky Buckford es un oportunista; yo también lo sería, si no estuviese tan deprimido. Después de la detención de Anderson y Plunkett, recibí un telegrama de felicitación del propio director del Buró. Calificaba mi labor de «magnífica» y terminaba con una pregunta: «¿Piensa continuar en el servicio activo hasta la edad máxima de jubilación?» En mi respuesta me mostré evasivo, aunque la pregunta era un ofrecimiento velado de una dirección adjunta y, tal vez, del mando de toda la División Criminal.

¿Y a qué vienen estos sentimientos contradictorios y esta depresión?

A que deseo ver muerto a Plunkett.

Anderson no me molesta como Plunkett; ¡si hasta se echó a llorar cuando le comuniqué que dos de sus primos habían sido asesinados! Plunkett, en cambio, no puede albergar tales sentimientos, ni ninguno que no sea su propia intransigencia. Parece como si me estuviera justificando, de modo que voy a hacerlo. No soy un hombre vengativo, ni de ideología ultraderechista, y sé distinguir entre la necesidad de justicia y la sed de venganza. No me atenaza ningún sentimiento de culpabilidad irracional por no haber puesto bajo vigilancia la casa de Croton, pues di crédito a Anderson cuando me dijo que no había visto a Plunkett desde 1979. Pese a ello, sigo queriendo que Plunkett muera. Lo quiero muerto porque nunca sentirá remordimiento, ni culpa, ni la menor pena o ambivalencia respecto al dolor que ha causado, y porque ahora se dispone a escribir su biografía, representado por un agente literario que le aportará documentos oficiales de la policía para ayudarle a contarla. Lo quiero muerto porque está explotando aquello en lo que más creo para dar satisfacción a su propio ego. Lo quiero muerto porque ahora ya no me pregunto por qué. Ahora, sencillamente, lo sé: el mal existe.

Un mes antes del juicio de Plunkett, Ducky Buckford y yo mantuvimos una charla con el director del Buró. Éste comentó que me veía muy agotado y me ordenó que me tomara unas vacaciones y viajara. Carol no podía acompañarme porque tenía clases, de modo que me marché solo. ¿Dónde estuve? En Janesville, Wisconsin, y en Los Ángeles, donde crecieron Anderson y Plunkett. ¿Qué descubrí? Nada, salvo que lo que es, es, y que el mal existe.

Hablé con unas cuarenta personas que los conocían. Siendo adolescente, Anderson obligaba a chicos de menor edad a practicar actos homosexuales; también torturaba animales. Plunkett merodeaba por el vecindario mirando por las ventanas. El traficante de marihuana al que Anderson mató en el cumplimiento del deber era un antiguo amigo suyo convertido en enemigo y estoy seguro de que lo hizo premeditadamente. La primera muerte de Plunkett tuvo lugar, casi con certeza, en 1974, en San Francisco: el DPSF lo interrogó tres días después de que un hombre y una mujer que vivían delante de su casa apareciesen asesinados a golpes de hacha. Revisando sus informes escolares, encontré al típico chico americano y al chico extraño de inteligencia superior, pero ninguna mención de nada parecido a un trauma significativo, de los que se arrastran toda la vida. De regreso a casa, en el avión, me emborraché y brindé por la Iglesia holandesa reformada. El mal existe, preempaquetado desde el nacimiento, predestinado desde el útero. Si, como sugiere el doctor Seidman, Plunkett y Anderson son homosexuales sádicos, su mutua pasión no se basa en el amor, sino en el reconocimiento del mal por parte de un mal equivalente. Mamá, papá, reverendo Hilliker, Calvino, teníais razón. Por más que me pese, os la concedo.

Ya en casa, enseguida que llegué, hice algo que no había hecho en veinticuatro años de matrimonio. Inspeccioné los cajones de la cómoda de Carol. Descubrí que el diafragma no estaba en su caja y empecé a tirar cosas por todas partes. Cuando me serené un poco, volví a recogerlas y en ésas llegó Carol. No dijo una palabra y yo no le pregunté nada, y últimamente se ha mostrado tan cariñosa y atenta que todavía no puedo decirle nada. Es evidente que algo ha de pasar, pero temo que si doy el primer paso, nos llevemos una buena sorpresa.

Unas reflexiones finales sobre Plunkett:

A veces pienso que lo único bueno que ha salido de lo que ese monstruo me ha enseñado es mi decisión de continuar mirando al mal cara a cara. Si mi destino es convertirme en un típico policía de Homicidios implacable, sea. Si Plunkett ha sido un indicador de dirección, un villano preempaquetado que me mandaba Dios para impulsarme a seguir buscando asesinos, sea. Si todo eso es verdad, seré capaz de reconciliar mi propia faceta lógica y metódica con la parte mística y desilusionada para seguir adelante.

Lo único que no está a la altura de todo ello soy yo mismo. Tengo casi cincuenta años y no me considero con la energía necesaria para volverme frío, duro y motivado. Eso queda para los jóvenes… y para Plunkett.