Pasé la noche aparcado en un terreno de acampada de Upper Westchester. Enroscado en un ovillo, dormí y soñé con Ross; cada vez que el duro suelo de metal me despertaba con una vibración, en los primeros momentos de conciencia pensaba en él y sentía su cuerpo. Al amanecer, después de haber pasado tantas horas en posición fetal, tenía los músculos agarrotados y doloridos. Cuando me incorporé, tenía las piernas tan débiles como las de un bebé y tiritaba, a pesar de que la furgoneta parecía un horno. Me pregunté cómo había terminado todo… sin que yo estuviese presente siquiera.
Con calambres en los músculos, avancé hasta la cabina y le di a la llave de contacto. Luego puse la radio, busqué una emisora de noticias y oí: «… y en las investigaciones realizadas en Wisconsin, las autoridades han descubierto, envueltos en plástico y enterrados en el bosque, cerca de su apartamento, un cuchillo y una sierra con las huellas de Anderson. Los agentes federales creen que se trata de las armas que utilizó para matar y descuartizar a sus siete víctimas. Aquí, en Nueva York, hemos grabado unas declaraciones hechas por una prima de Anderson, Rosemary Cafferty, de diecisiete años: “Me… me alegro de que Ross esté en la cárcel, donde no podrá hacer daño a nadie salvo a otros criminales. Debe de ser… muy malvado. Me cuesta creer que sea miembro de la familia. Podía… podía habernos hecho daño a cualquiera de nosotros. Todos…”»
Apagué la radio, ahogando aquel trino de soprano que había tratado de reducirnos a Ross y a mí a un vulgar estereotipo con las palabras «Richie, ¿no te parece que Ross tal vez sea gay?» Entonces supe que ella y sus colegas vestidos de tenistas habían traicionado a mi amigo. La palabra FAMILIA apareció impresa en mi campo visual y me dispuse a convertirme en la Sombra Sigilosa a plena luz del día.
En una tienda de artículos deportivos de Mt. Kisko compré una navaja de gran tamaño y una funda de cuero. Después, entré en una ferretería cercana y me hice con una sierra de dientes afilados como cuchillas. En un viaje a una tienda de punk-rock de Yonkers, me agencié un mono negro de vinilo; la chica de pelo verde que me lo vendió se fijó en el traje de Brooks Brothers que llevaba y dijo:
—A eso se le llama cambio de estilo.
Desde Yonkers, me acerqué en un salto a Lord & Taylor de Scarsdale, donde compré una capa de mujer de seda negra y maquillaje. Con el resto del equipo de maquillaje de teatro ya en la guantera, tenía todo lo necesario.
Al salir de Lord & Taylor, vi un coche patrulla de la policía de Scarsdale aparcado junto a la acera.
—Joder, el teniente más joven de la historia de su departamento —le decía el poli del asiento del copiloto al conductor. Después, dio unos golpecitos al fajo de papeles que tenía encima del salpicadero y añadió—: Y ahora los federales han emitido la orden de búsqueda de un compinche suyo.
En lo que fuera el movimiento más audaz de mi vida, me acerqué al coche, miré fijamente a los ojos al poli que había hablado y dije:
—Perdone, agente. ¿Está hablando de Ross Anderson, el asesino?
—Sí, señor —replicó el poli, observando sin interés mi aspecto de alumno de una universidad elitista.
Al ver que los papeles del salpicadero eran carteles de «Se busca», con la tinta todavía fresca, le pregunté:
—¿Puede darme uno? Mi hijo los colecciona.
El poli soltó un cloqueo y me tendió el primero del fajo.
—Gracias —dije y me dirigí a la sombra del Muertemóvil II a saborear mi presentación pública oficial.
El gran recuadro de tinta negra rezaba: «Se busca. Asesinato y huida del estado.» Debajo había dos fotos mías de cuando me habían arrestado por robo con escalo en 1969. Se me veía inexperto y sensible. Debajo de mi descripción física, las palabras de la jerga policial me produjeron un cosquilleo: va armado, es extremadamente peligroso y existe riesgo de fuga; es posible que conduzca una furgoneta Dodge plateada, un modelo anterior a 1980; sospechoso de múltiples asesinatos en numerosos estados.
Sólo lo de «riesgo de fuga» sonaba falso. Todo había terminado; no había escapatoria posible. Pensando en Ross, añadí unas bolsas de plástico a la lista de la compra. Fui al supermercado del otro lado de la calle y compré un paquete de una docena. Al volver al Muertemóvil II, consulté el reloj del salpicadero y vi que era casi mediodía. Me pasé todo el trayecto a Croton cantando «No me abandones, querida, el día de nuestra boda», una y otra vez.
En los jardines delanteros de todo el bloque de casas de veraneo, las fiestas cerveceras estaban en pleno apogeo juerguista y circulé despacio en busca de los primos de Ross y sus parejas. No los vi y me dirigí a un centro comercial; allí encontré un teléfono público y llamé a Información. La telefonista me dio los números de Richard Liggett en Croton y marqué el de la casa de veraneo, dejando que la señal sonara veinte veces. El tono parecía más un tictac que un zumbido. Colgué y regresé a la calle de la juerga.
Aparqué a una manzana de distancia, pasé a la parte trasera de la furgoneta y me quité el traje de universitario. Desnudo, sostuve el espejo con una mano mientras con la otra me aplicaba la cara de la Sombra Sigilosa, convirtiendo mi nariz chata en aguileña con masilla de maquillaje, mis pómulos planos en angulosos con colorete y las cejas en dos trazos oscuros y amenazantes con máscara de ojos. Me alisé el pelo hacia atrás con saliva, envolví el cuchillo y la sierra en una bolsa de papel y me puse el mono negro y la capa. Recordé que tenía un par de mocasines negros gastados debajo de la rueda de repuesto, los saqué y me los calcé. Luego, goteando sudor y oliendo a vinilo y a maquillaje, salí de mi armario de Sombra Sigilosa para que el mundo me viera.
Los niños de los coches que pasaban me hacían gestos y un viejo que bebía cerveza sentado en su porche exclamó: «¡Falta un mes para Halloween, compadre!» Hice una reverencia y abrí la capa en un gesto dedicado a todos mis admiradores y, cuando me volví hacia la manzana de casas de veraneo, los fiesteros me señalaron y me recompensaron con pequeñas salvas de aplausos y estallidos de risas. Mientras cruzaba el patio delantero de los Liggett, un chico que asaba perritos calientes en el jardín de la casa contigua gritó:
—¡Eh, Alex! ¿Eres tú, tío?
—¡Sí, tío! —grité yo.
—¿Esa ropa te la han hecho poner los de la fraternidad Delta, tío?
—¡Sí!
—¡Entra un momento, hombre! Richie y Mady están en el club, pero en el frigorífico hay cerveza.
—Sí, tío —grité y, haciendo ondear la capa, crucé el porche y entré. En la casa, el ambiente era fresco y tranquilo, y fui de habitación en habitación memorizando el desorden y recordando lo mucho que había ofendido a Ross. Los ceniceros rebosantes, las camas sin hacer, la ropa por el suelo y los juegos de ordenador amontonados en los sofás y las sillas me fascinaron y me enfurecieron a la vez. Continué recorriendo la casa, arriba y abajo, buscando más pruebas de la ruina conocida como VIDA FAMILIAR FELIZ.
Pelos de barba y espuma de afeitar en maquinillas desechables, un tubo de pasta de dientes aplastado y enrollado hasta arriba, un diafragma en su estuche. Bodegón tras bodegón tras bodegón, viví en un torbellino durante horas, hasta que las sombras, cada vez más alargadas al otro lado de la ventana, me proporcionaron una tenue conciencia del paso del tiempo. Entonces, cuando estaba examinando unas novelas de bolsillo que se desparramaban de una estantería, oí una voz:
—Alex, ¿estás aquí?
Era Richie Liggett, que hablaba desde la planta baja. Miré a mi alrededor en busca de la bolsa que contenía el cuchillo y la sierra, la vi sobre un tocador del dormitorio y grité:
—¡Estoy aquí arriba, Richie!
Unos pasos atronaron en la escalera y, cuando llegaron al descansillo del primer piso, yo ya tenía el cuchillo en la mano derecha, oculto a la espalda.
Richie Liggett apareció en el umbral y se echó a reír.
—Dios, Alex. ¿Delta? Tu familia siempre ha sido Sigma O. Se te está corriendo el maquillaje, por cierto.
—¿Dónde está Mady? —pregunté, disfrazando la voz con un gruñido de monstruo de película.
—En la cocina. ¿Te has enterado de lo de Ross?
—¡Traidor! —dije con un gruñido de monstruo, y entonces agarré a Richie por el pelo, saqué el cuchillo y, con un solo movimiento, le rajé el pescuezo hasta la tráquea. Se llevó la mano al cuello y se precipitó hacia delante en otro único movimiento, al tiempo que yo me apartaba para evitar mancharme de sangre. Cayó al suelo de golpe, empezó a gorgotear y lo puse boca arriba. Siguió intentando hablar y la boca se le movía en un contrapunto espasmódico con las sacudidas de sus piernas. Cogí una almohada de la cama y se la arrojé a la cara. Pisé los dos extremos de la almohada sobre su cabeza y mantuve firme la máscara funeraria con todo mi peso. Cuando el movimiento cesó y la tela blanca empezó a empaparse de sangre, limpié el cuchillo y me dirigí a la cocina.
Mady Behrens estaba friendo hamburguesas. Cuando me vio, soltó un gañido femenino.
—Tú no eres Alex —dijo.
—Tienes razón —repliqué y le hundí el cuchillo en el estómago, en el pecho y en el cuello. Con los últimos estertores, tiró la sartén del fogón y lo último que sintió antes de cerrar los ojos fue la rociada de grasa ardiente que le salpicaba las piernas bronceadas de jugar a tenis.
TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO.
Subí las escaleras tropezando, respirando sangre y vinilo. Richie Liggett era ahora una pieza de desorden inanimado que hacía juego con el resto de detritus de la VIDA FAMILIAR FELIZ. Le marqué SS en las dos piernas, luego se las corté con la sierra y las arrojé sobre una silla polvorienta llena de pelotas de tenis. El olor a sangre superaba ya cualquier otro; agarré las herramientas y bajé a la cocina a hacerme cargo de Mady Behrens. Cuando también estuvo marcada y mutilada, tiré las piernas al fregadero con los platos sucios.
LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC
Exhausto, paseé la mirada por la cocina. El desorden que había creado me pareció delicado y bonito; el calendario y los aforismos enmarcados, que colgaban torcidos en las paredes, desmerecían mi arte y me zumbaban como abejitas furiosas. Enderezarlos me llevó a pensar en Ross y con su imagen llegó una nueva descarga de energía. Empecé a ordenar la casa.
Pasé horas recogiendo, ordenando y cambiando cosas de sitio, dejando la MORADA DE LA FAMILIA FELIZ en un orden que ponía de relieve la presencia de la Sombra Sigilosa y su venganza. Con las luces de todas las estancias encendidas, me dediqué al trabajo, obligando a mi cerebro a alejarse de Ross, y sólo hice una pausa para consultar el reloj y recordarme que Dom de Nunzio y Rosie Cafferty estaban a punto de llegar. Cuanto más recogía, más cosas veía que era preciso ordenar, y cuando oí voces en el porche pasada la medianoche, todavía me faltaba mucho para terminar.
Los liquidé en el vestíbulo, en una barahúnda de tajos y chillidos, penetrando con el cuchillo entre los brazos con que se protegían hasta alcanzar el rostro de los traidores. Rosie Cafferty ya estaba muerta y yo alzaba el arma para darle a su novio un tajo final en el gaznate cuando recordé que Ross me había presentado como Billy Rohrsfield, lo cual significaba que había sido otra persona quien nos había traicionado a los dos. Dudé y, durante una fracción de segundo, Dom de Nunzio, inmovilizado bajo mis rodillas, me pareció absolutamente perfecto… y perfectamente parecido a Ross.
—Lo siento —susurré con voz ronca, y le cerré los ojos al tiempo que lo acuchillaba, acuchillaba y acuchillaba hasta matarlo.
Mientras grababa SS en dos pares más de piernas bonitas con zapatillas de tenis, no se produjo ningún tic ni tic/latido. Las serré y luego me acerqué a la pared de la sala y dejé mis huellas ensangrentadas en ella, manchando toda la zona con sangre para que ni siquiera al poli más lerdo le pasaran por alto las pruebas. Recogí la sierra y el cuchillo y regresé al Muertemóvil. La capa ondeaba en el nocturno viento estival y, ya en la furgoneta, volví a ponerme el traje de Brooks Brothers, me restregué la sangre de las manos y me arranqué la Sombra Sigilosa de la cara. Con pulso firme, apreté los dedos en el mango del cuchillo y del hacha para que quedasen las huellas bien marcadas y metí las armas en tres bolsas de plástico. Busqué entre las herramientas de la furgoneta hasta encontrar una pala, la llevé a la cabina conmigo y después fui a buscar un sitio donde dejar los instrumentos que servirían para administrar una justicia rápida.
Enterré la sierra al pie de un árbol, junto a la biblioteca de Bronxville, y el cuchillo junto al lago de Huguenot Park, en New Rochelle. Recordé una casa de huéspedes que varios caddies habían mencionado, conduje hasta el número 800 de South Lockwood y llamé a una puerta, sobre la cual había un cartel que rezaba: «Se alquilan habitaciones por semanas.»
La vieja que respondió a mi llamada fingió enojo por lo intempestivo de la hora, pero cuando le dije que quería una habitación y que le pagaría dos meses por anticipado, se deshizo en amabilidades y señaló un escritorio con un gran libro de registro. Le tendí un fajo grande de billetes de cien. A mí ya no me servían de nada.
—Me llamo Martin Plunkett. No lo olvide: Martin Plunkett.