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Al cabo de una semana de pesadillas, conocí a Rheinhardt Wildebrand y al final, soberbiamente revitalizado, lo maté sin un titubeo, pese a la admiración que me inspiraba su soberbia falta de atractivo.

El prólogo a mi abuelo simbólico fueron siete días de sueños intermitentes, en los que animales con las caras de las víctimas me increpaban y en los que Ross me incitaba constantemente a matar. Mi caída en picado estaba llegando a su nadir. Se me terminaba el dinero, la barba me crecía desigual y de un color incongruentemente claro, y el Muertemóvil II tenía problemas de motor, acompañados de ruidos chirriantes y de traqueteos que reflejaban mi propio diluvio interior/exterior. Al llegar a Benton Heights, Michigan, perdió un pistón y tuve que empujar la furgoneta hasta un taller cercano. Allí me gasté la mitad del dinero que me quedaba en un anticipo para que cambiaran las juntas y reparasen el motor. El jefe de mecánicos me tendió una lista pormenorizada de todos los problemas de la furgoneta y dijo:

—Has conducido muy mal, chico. ¿Nunca has oído hablar del cambio de aceite y de los líquidos de la transmisión? Has tenido mucha suerte de que no haya volado por los aires contigo dentro, joder.

Si el mecánico hubiera sabido…

En aquel momento, se trataba de encontrar un sitio donde instalarme y un trabajo para poder pagar la reparación del Muertemóvil. Con el 38 en el bolsillo, di un paseo por Benton Heights, que se alza sobre una plataforma rocosa que domina el lago Michigan, y la visión constante del agua oscura y encenagada me recordó a Bobbie Borgie, muerto en Evanston, a unos cientos de kilómetros al otro lado del lago. Sabedor de que su presencia me acosaría, subí a un autobús y fui a Kalamazoo, la ciudad grande más cercana.

Y allí, deambulando sin rumbo fijo por sus aledaños, me encontré con Rheinhardt. Yo salía de un supermercado con un paquete de leche cuando me vio y me soltó una de sus memorables sentencias:

—¿Qué hace un subversivo como tú en un barrio tan aburrido como el mío?

—Ando en busca de víctimas —respondí, complacido por sus halagos. El tipo tenía un estilo brusco que me resultó simpático.

—Pues las encontrarás. —El viejo se rio—. Y eso que llevas en los pantalones ¿es un Colt o un Smith and Wesson?

Me miré el cinturón y vi que asomaba la empuñadura de la 38.

—Un Smith & Wesson Special —respondí, cubriéndolo para que no se viera.

—¿Con un cañón tan largo?

—Es el silenciador —respondí, tras dudar un instante.

—¿Y te lo has hecho tú?

—Sí.

—¿Eres inventor?

—No.

—¿Viajero?

—Sí.

—Yo soy inventor. Ven a mi casa. Tomaremos un trago y hablaremos.

Dudé de nuevo, pero el viejo insistió:

—No te tengo miedo, así que tú no debes tenérmelo a mí.

Lo seguí calle abajo hasta su casita de mazapán, un edificio viejo y algo rancio, lleno de recuerdos.

Y me quedé.

Años antes, el tío Walt Borchard me había aburrido con sus historias. Ahora, el abuelo Rheinhardt Wildebrand me cautivaba con las suyas. La dinámica de su relato resultaba simple: la necesidad de público de Borchard era indiscriminada, mientras que la de Rheinhardt era específica. Se estaba muriendo lentamente de una enfermedad cardiaca congestiva y quería que alguien tan idiosincrásico y solitario como él supiera lo que había hecho.

Así me convertí en su «sobrino», supuestamente motivado por las solapadas insinuaciones de Rheinhardt respecto a que me legaría sus bienes. En realidad, para mí aquella dinámica representaba un refugio. Mientras dormía en la casita de mazapán y escuchaba al viejo, no sufría pesadillas.

Rheinhardt Wildebrand había sido contrabandista durante la Prohibición y transportaba whisky en barca por los Grandes Lagos. Había vendido aparatos inventados por él a agentes del régimen de Hitler establecidos en Canadá, embolsándose el dinero, y luego había ofrecido la misma tecnología al ejército estadounidense. Había escondido a Dillinger en su casita de mazapán después del tiroteo entre el enemigo público número uno y la policía en el hostal Little Bohemia de Minnesota, y el Packard Caribbean de 1953 nuevo a estrenar que tenía en la calzada de acceso había sido un regalo del difunto dictador cubano Fulgencio Batista, en agradecimiento por unos favores. El mismísimo Meyer Lansky había subido el coche desde Miami.

Yo me creía aquellas historias al pie de la letra y Rheinhardt se creía las mías: que era un ladrón que robaba a mano armada y que había huido después de violar la libertad condicional y que había fallado un golpe en Wisconsin, donde había querido hacerme con la paga semanal de una empresa. Por eso, precisamente, compartía de buen grado su estilo de vida ermitaño; por eso toleraba que me creciera la barba irregular y mantenía la cara oculta de las insistentes miradas de los vecinos cuando hablábamos en el porche. Mi otra única mentira fue en respuesta a una pregunta directa que me hizo después de tomar un trago de Canadian Club.

—¿Has matado alguna vez a un hombre?

—No —contesté.

Al cabo de dos semanas en su casita de mazapán, conocía las costumbres del viejo y sabía que iba a matarlo por la ventaja que me supondría apropiarme de ellas y utilizarlas. Guardaba varios miles de dólares en el sótano, y pensaba llevármelos. Compraba toda la ropa, los utensilios domésticos y los libros por catálogo, y pagaba con tarjetas Visa, American Express Oro y Diner’s Club que tenían unos límites muy altos, mediante un cheque anual al 19,80 por ciento de interés de esos que a las compañías de crédito tanto les gusta. Como dichas compañías estaban acostumbradas a sus excentricidades, le vaciaría la cuenta enviando cuantiosos cheques falsificados por un año de futuras transacciones con las tarjetas, acompañados de notas falsificadas en las que declararía, en el inconfundible estilo de Rheinhardt, que «voy a hacerme a la carretera hasta que estire la pata y este cheque servirá para cubrir todos los posibles cargos, así no tendrán ustedes que importunarme». Limpiaría mis huellas de la casa, le daría un sedante al viejo, lo llevaría al lago Michigan, le pegaría un tiro y lo lanzaría al agua con un peso apropiado. Tardarían semanas en echarlo en falta y, para entonces, haría mucho que yo me habría marchado.

El plan era brillante, pero organizarlo destruyó mi afición por los relatos de Rheinhardt y las pesadillas regresaron.

Ahora eran los vecinos del viejo los que me atacaban, monstruos con pelucas empolvadas y dotados de poderes telepáticos. Sabían que iba a matar a Rheinhardt y decían que me dejarían escapar si les daba el dinero del viejo pirata. Yo me negaba y entonces adoptaban las caras de mis víctimas de Aspen, tentándome con la contención de la melodía de una big band: «¡Tengo un Karto-ffen en Kalamazoo! ¡Kalamazoo! ¡Kalamazoo! ¡Ka-lama-zoo-zoo-zoo!»

Nueve mañanas seguidas me desperté gritando y pataleando y agitando los brazos. De pie, pero aún soñando, cargaba contra los muebles de mi cuarto y volcaba sillas y mesitas de noche. La primera vez, Reinhardt acudió corriendo, preocupado. Luego, cada día se fue inquietando más y, a medida que las mañanas de pesadilla continuaban, éstas eclipsaban nuestras horas de contar historias. Finalmente advertí que la preocupación del hombre se convertía en disgusto. Yo no era el tipo duro que él había imaginado; Lansky y Dillinger me habrían considerado un mariquita y él también lo era por compartir sus secretos con alguien tan débil.

Rheinhardt pasó a contarme sus historias en un tono vago y Ross adoptaba los muchos rostros de sus personajes. Supe que había llegado la hora de cargarme al viejo o largarme de allí.

Como sabía que un episodio más de gritos y golpes en mi cuarto impulsaría a Rheinhardt a decirme que me marchara, desbaraté las pesadillas potenciales quedándome despierto para planificar. Al cabo de una noche sin dormir, había aprendido a imitar perfectamente la caligrafía del viejo; al cabo de dos, había escrito notas a Visa, Diner’s Club y American Express. Mi tercera noche consistió en un viaje al lado sur de Kalamazoo, donde me agencié media docena de pastillas de Seconal de un gramo y medio. La cuarta noche, sucio, atontado, exhausto y aturdido por llevar 108 horas sin dormir, sería cuando atacaría.

Primero eché el Seconal en el vaso de leche con Canadian Club que Rheinhardt se tomaba antes de acostarse. Se lo bebió como cada noche y, al cabo de media hora, lo encontré dormido en el suelo de su habitación, con el pijama a medio poner. Lo dejé allí y recorrí la casa con un paño húmedo, limpiando todas las paredes y los muebles de las habitaciones en las que había estado. Después de haber destruido estas pistas básicas, bajé al sótano y me agencié el dinero de Rheinhardt, metiéndome los gruesos fajos de billetes en los bolsillos. Luego corrí los dos kilómetros cuesta arriba que llevaban a la terminal de autobuses de Kalamazoo y cogí el último autobús nocturno a Benton Heights, sin que me sobrara ni un minuto. Una hora más tarde, y con ochocientos dólares de Wildebrand menos, me hallaba sentado al volante de un Muertemóvil II que ahora circulaba suave como la seda, dirigiéndome de nuevo a la casita de mazapán.

Cuando volví a entrar en el edificio fue como si me frotaran las terminaciones nerviosas con papel de lija y el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que temí que me estallara en pedazos antes de completar el asesinato. Notaba un nudo en la garganta, las manos me temblaban y el sudor me zumbaba en la piel como si yo fuera un cable cargado. Lo único que me impidió implosionar fue la necesidad de concentrarme en no tocar nada.

Subí corriendo los peldaños que llevaban al dormitorio de Rheinhardt. Éste seguía en el suelo y una venita que le palpitaba en el cuello me indicó que aún estaba vivo. Fui a mi habitación, cogí las tres cartas a las compañías de las tarjetas de crédito y volví al cuarto del viejo para registrar el escritorio y el armario en busca de los talonarios de cheques.

—¡Impostor! —oí, cuando iba a cogerlos, y al volverme vi que Rheinhardt me apuntaba con un rifle de dos cañones—. ¡IMPOSTOR!

Nos acercamos el uno al otro. Agarré el 38 por el cañón y lo saqué del cinto. Rheinhardt apretó los dos gatillos. Los percutores golpearon las dos cámaras vacías y él me sonrió antes de caer muerto a mis pies. Al cabo de otra hora, en un saliente rocoso que dominaba el lago Michigan, le di la ejecución formal que su dignidad merecía: dos disparos en la cabeza y una sepultura. Con su legado en la guantera, me largué cumpliendo el límite de velocidad de cincuenta kilómetros la hora y sintiéndome fresco y descansado. Pensé en Ross y murmuré:

—Mira, papá, no temas.

Y seguí buscando a alguien con documentos de identidad apropiados a quien dar muerte.