Y así, el beso me convirtió en fugitivo y concedió al hombre que me lo había dado libertad para matar con la facilidad y el estilo que yo había poseído antes.
En aquel momento, desde luego, no tenía ni idea de lo que Ross andaba haciendo. El pánico y un deseo sin nombre lo mantenían excluido pero cercano, como un viento seco en la espalda, un viento que me cegaría si miraba en su interior. Hoy, al ver el montón de páginas manuscritas y documentos policiales apilados sobre la mesa y mi recorrido marcado con alfileres en el mapa de la pared de mi celda, advierto que las líneas que conectan nuestros respectivos asesinatos subrayan la dicotomía: Ross elegía discretamente a sus víctimas, pertrechado con una placa y unas órdenes de extradición, y siempre regresaba a la seguridad del Wisconsin rural; Martin se movía a campo través para escapar del sexo real, buscaba al perfecto no-Martin en quien convertirse, pero se quemaba como una hormiga atrapada bajo una lupa que un niño sádico sostuviera al sol.
Quemaba mi camino de regreso a la infancia.
Alimentaba fuegos de sacrificio con un abuelo y tres hermanos.
Saboteaba mi cautela de siempre con saltos al borde de las llamas…
Salí disparado de Huyserville y me dirigí hacia el este por enfangadas carreteras locales hasta Lake Geneva. El centro vacacional estaba lleno de jóvenes atléticos ataviados con ropa deportiva de llamativos colores y, después de lo de Ross, no me sentí capaz de actuar entre ellos. El 38 de cañón corto, guardado en el compartimento debajo de la carrocería, resultaba un pobre sustituto del Magnum y supe que, si ponía las manos en una víctima —masculina, femenina, joven, vieja, fea o atractiva—, mi presa me parecería Ross y no sería capaz de terminar el trabajo. No me quedaba más remedio que olvidar a ese hombre, su aspecto, su contacto con mi cuerpo, su estilo.
Aquella noche hice algo absolutamente impropio de mí.
Alquilé una suite en el Playboy Club de Lake Geneva y me pasé la velada celebrando una feliz ocasión sin nombre, durante la cual me obligué a actuar como un juerguista que quiere echar una canita al aire. Tomé una cena exageradamente cara en el Sultan’s Steakhouse, dejé una generosa propina y asistí al espectáculo del Jet Setter’s Lounge. Unas jóvenes camareras con escotados vestidos de conejita contemplaron con desaprobación mi indumentaria, totalmente ajena al estilo que allí se llevaba, pero cambiaron de opinión cuando les mostré la llave de mi habitación, que llevaba grabado «Piso del Potentado» en el reverso. Entonces aceptaron con adecuada humildad los billetes de veinte dólares que les tendí con sumo estilo y me acompañaron a una mesa de la primera fila en la zona VIP. Pedí champán Dom Perignon para mí y para los otros VIPS, y mi gesto fue acogido con aplausos. El hombre que estaba sentado a mi lado no tardó en ofrecerme cocaína y, ya que celebraba una ocasión sin nombre, la esnifé y bebí con avidez de la botella de mi mesa.
El espectáculo lo protagonizaba un vulgar bufón llamado Profesor Irwin Corey. El número consistía en dobles sentidos improvisados y despropósitos dirigidos a los espectadores de las primeras filas y, aunque al principio me resultó tedioso, a medida que esnifaba y bebía, se convirtió en lo más divertido que había visto en toda mi vida. Mi arraigado concepto de control no me permitió exteriorizar la risa hasta que Corey señaló a un gordo borracho que roncaba con la cabeza apoyada en la mesa. Con voz de sabio oriental, el Profesor dijo: «¿Bebes para olvidar, Papa San?», e instintivamente pensé en Ross y excavé en mi mente en busca de una imagen. Lo que encontré, en cambio, fue la cara de un chico guapo de un anuncio de Calvin Klein. Entonces me reí a carcajadas, rociando saliva y lágrimas al otro lado de la mesa, hasta que Corey se fijó en mí, se acercó y, con unas palmaditas en la espalda, me dijo: «Tranquilo, grandullón, tranquilo. Píllate un chute de metanfetamina, un par de conejitas y cuatro Excedrin, y mañana por la mañana llama a tu agente de bolsa. Tranquilo, tranquilo.»
No sé cómo conseguí regresar a la suite; la última imagen que vi estando despierto y consciente fue la de las conejitas abriendo, solícitas, una puerta que daba a un aire helado. Cuando desperté, me dolía la cabeza y estaba tumbado, completamente vestido, sobre una cama de satén rojo en forma de corazón. Pensé en Ross y vi la imagen de otro modelo, cuyo atractivo se me antojó vacuo, seguida del recuerdo de la juerga nocturna, rodeado de signos de interrogación y el símbolo del dólar. Esto me llevó a una serie de especulaciones de cuatro cifras seguidas de «???» y me consolé con la idea de que nunca más repetiría lo de la noche anterior. Luego, repasé mentalmente los saldos de mis cajas de seguridad y los lugares donde tenía escondidas las llaves, y descubrí que me faltaban tres.
Ross apareció con todo detalle, atusándose el bigote con extrema frialdad al tiempo que murmuraba: «Martin, eres un idiota de mierda.»
Golpeé la cama con los puños y las rodillas, mientras Ross decía: «Creías que podrías librarte fácilmente de mí, ¿no? Ay, queridísimo amigo, ¿quién puede olvidar una cara como la mía? El sargento Ross, qué gran tipo.»
Me levanté y revolví la suite hasta que en una mesa, junto al teléfono, encontré papel y bolígrafo. Con manos temblorosas anoté los nombres de los bancos, las cifras y los escondites, y obtuve un total de cinco cajas y 6.214 dólares. Una simple resta me informó del coste de mi prosaico desenfreno de la noche anterior: 11.470 menos 6.214 igual a 5.256 dólares.
«Nunca conseguirás ser un juerguista, Martin. Sin embargo, si te marchas sin pagar la cuenta, te ahorrarás unos cuantos dólares. Cuando alquilaste la habitación no vieron la furgoneta. Lo único que tienen es tu nombre… Y ESO SE PUEDE CAMBIAR.»
Al cabo de diez minutos ya estaba en la carretera y Ross, sin rostro pero enorme, era como un viento seco que me impulsaba por detrás.
Nunca recuperé el dinero perdido en el olvido y me pasé el resto del mes viajando por el Oeste para vaciar mis cajas de seguridad. Sólo puedo describir ese mes como algo salvaje. Circular por ciudades donde antes había matado era salvajemente estúpido; guardar el dinero en la guantera del Muertemóvil me parecía necesario, pero salvajemente arriesgado. Ross se cernía sobre mí como un consejero, sin rostro, pero salvajemente bello y peligroso cuando no le prestaba atención.
Había otras caras, siempre en la cuneta de la carretera. Hombres, mujeres, viejos, jóvenes, guapos, feos, todos tenían grandes bocas abiertas que gritaban: «Ámame, fóllame, mátame.» Ross, sin rostro, sólo una voz, me impedía que los destruyera y me grababa en la mente la idea de una nueva identidad. En el papel de consejero que antes desempeñaba la Sombra Sigilosa, me recomendaba que me tomara mi tiempo y evitase los asesinatos hasta que encontrara al hombre absolutamente anodino en quien convertirme, un hombre idéntico a mí y en el que nadie reparase. Sabedor de que Ross sólo seguiría siendo asexual si lo obedecía, esperé.
Después de vaciar mi última reserva de dinero, cambié de dirección y me dirigí de nuevo hacia el este, conduciendo todo el día y durmiendo en moteles baratos. La presencia de Ross me acompañaba constantemente y su obsesión en que matara para hacerme con una personalidad no-Martin Plunkett iba creciendo en mi cerebro, apuntalada por unas preguntas despiadadas:
«¿Y si descubren al muerto y su coche en Wisconsin?»
«¿Y si la poli estatal recuerda que estabas retenido al mismo tiempo que él desaparecía?»
«¿Y si relacionan los dos hechos?»
«¿Y si encuentran los casquillos que tiraste en el control de carretera?»
«¿Y si el Playboy Club te denuncia por impago y relacionan el hecho con otros y emiten una orden de búsqueda?»
Tales preguntas me infundieron el valor para actuar con independencia de Ross, el consejero sin rostro, y, sorprendentemente, la belleza que yo creía que me embargaría no lo hizo.
Pero, a solas, fracasé.
Pasé una semana en Chicago, recorriendo garitos de los bajos fondos con la idea de comprar identificaciones falsas. Nadie quiso vendérmelas y, después de seis intentos, comprendí que mi antiguo aire de criminal estaba colmado de miedo y que la gente me tomaba por un chivato o por un loco. Salí de la ciudad del viento perseguido por la risa burlona de Ross y sus «ya te lo había dicho».
Primero, me detuve en Evanston, encontré una habitación amueblada y pagué dos meses de alquiler por anticipado. A continuación, me dirigí a la oficina local del Departamento de Vehículos a Motor y, con todo el descaro, les enseñé la licencia de Colorado y los papeles de registro de la furgoneta. Les dije que quería placas de matrícula de Illinois y, después de llenar varios impresos, el funcionario hizo exactamente lo que yo sabía que haría: fue directo al ordenador y comprobó mi nombre para ver si había órdenes de búsqueda. Mientras el hombre esperaba la respuesta de la máquina, empuñé el 38 recortado dentro del bolsillo y observé su expresión. Si me buscaban en Wisconsin o en otra parte, el funcionario reaccionaría; entonces yo le dispararía y mataría también a los otros dos empleados que estaban junto a la máquina de café, robaría uno de sus carnets y me marcharía.
No tuve que vivir tal melodrama, pues el hombre regresó sonriente; pagué el importe y presté atención mientras me comunicaba que la placa de matrícula provisional me llegaría al cabo de una semana, y la definitiva, en el plazo de un mes y medio. Le di las gracias y salí en busca de un taller de pintura de automóviles.
Encontré uno en Kingsbury Road, cerca del vertedero de la población, y maté el tiempo leyendo revistas mientras le hacían la cirugía estética al Muertemóvil, que pasó del plateado al azul metálico. Cuando salió del quirófano con un aspecto tan distinto, un joven latino sentado a mi lado, me dijo:
—Menudo coche, joder. ¿Cómo lo llamas?
—¿Qué?
—Pues eso, tío. Su nombre. Como el Vagón del Dragón, el Picadero o la Cueva del Amor. Un carro tan bonito ha de tener un nombre.
Con la audacia que me había dado mi visita al Departamento de Vehículos a Motor, le dije:
—Lo llamo el Furgón de la Muerte.
—¡Fantástico! —dijo el chico, dándose palmadas en los muslos.
Me instalé en Evanston. Era una población rica, próxima a Chicago, en la que abundaban las pequeñas universidades, que me proporcionaron el camuflaje del perpetuo estudiante graduado. Tras establecerme temporalmente, pensé cada vez menos en Ross y empecé a advertir que su presencia física y auditiva no eran sino formas especulares de amor por mí mismo: si estaba colgado de ese hombre era porque los dos destacábamos en nuestro quehacer y éramos espartanos en otros aspectos de la vida. Yo siempre cambiaba de escenario; él ejercía una profesión que, obviamente, conllevaba muchas horas de aburrimiento. Cuando mi reserva de amor por mí mismo se agotaba por las exigencias de vivir en la carretera, Ross acudía en mi ayuda como antaño hacía la Sombra Sigilosa en momentos de pánico. Simbióticamente, si yo le era igualmente útil, pues bien, pero si no, me daba igual. Además, había otras caras que mirar. Los campus de Evanston estaban colmados de ellas. Una vez determinado el simbolismo de la cara/voz de Ross, poco a poco me fui convenciendo de que se hacía imperioso abandonar a Martin Plunkett, que había estado en la cárcel por ladrón y que siempre estaba de paso, por otra identidad, y empecé a buscar un hermano gemelo al que matar.
La tranquila lucidez de la idea, concebida desde el terror pero corroborada por el tiempo a través de distintos estados emocionales, me permitió avanzar metódicamente hacia mi primer fratricidio. Construí un silenciador con un trozo de tubo de metal y alambre y lo probé en el 38 disparando contra boyas en el lago Michigan. Con el revólver en el bolsillo, recorría los campus a primera hora de la noche con la idea de disparar a mi presa en un rincón tranquilo, robarle la cartera y marcharme en silencio. Tenía localizadas a cuatro posibles víctimas y me hallaba en pleno proceso de selección cuando me fijé por primera vez en el idiota.
Enseguida supe dos cosas de él: que era deficiente mental y que su parecido físico conmigo, aunque destacable, iba más allá. Supe que estábamos vinculados hipotéticamente y que de haber crecido inocente, en vez de irremediablemente hastiado, yo habría sido como él.
Sin intención de hacerle daño, durante una semana seguida lo observé mientras jugaba en el vertedero. La casa de huéspedes en la que vivía estaba a tres manzanas del lugar, colina arriba, y con unos prismáticos veía a mi hermano híbrido lanzar piedras a los coches abandonados y buscar piezas oxidadas de automóvil para utilizarlas como juguete. Hacia el atardecer, una trabajadora del «Hogar» se lo llevaba y fue a ella a quien quise hacer daño.
Había reducido mi lista de objetivos a dos; me dirigía al campus de la Evanston Junior College para tomar la decisión final cuando de pronto me encontré cara a cara con el podía-haber-sido-Martin. Acababa de ponerse el sol y sólo una hora antes me había divertido viendo al tipo esconderse entre los arbustos, escapando de la desagradable mujer con pinta de solterona que acudía a privarlo de su diversión. Esta vez, cuando pasé despacio junto al vertedero, salió de entre las sombras y me hizo una señal para que me detuviera.
Lo hice y encendí la luz interior de la furgoneta. El hombre se acercó y asomó la cabeza por la ventanilla del pasajero. Al tenerlo tan cerca vi que sus rasgos eran una versión flácida y repugnante de los míos.
—Soy Bobby —se presentó con una voz chillona de tenor—. ¿Quieres ver mi casa de jugar?
No podía rechazar la oferta, habría sido como negar mi infancia. Asentí, me apeé de mi furgoneta y seguí a Bobby por el vertedero. Nuestros hombros se rozaron y lo noté blando y débil. Me descubrí deseando que alguien le enseñara a cultivar el cuerpo; de hecho estaba a punto de ofrecerle unos fraternales consejos al respecto cuando él señaló una luz que centelleaba más adelante.
—¿Ves? —dijo—. Es mi casa.
La «casa» en cuestión consistía en dos coches podridos dispuestos uno frente al otro, con un quinqué en el medio. La luz iluminaba directamente hacia arriba y formaba un túnel que bañaba la cara de Bobby, cuya flacidez y defectuosa postura sugería que no podía mantenerse erguido sin ayuda.
Le apoyé las manos en los hombros; él se cuadró a lo militar y dijo:
—¿Señor?
La cabeza parecía colgarle de lado. Bajé la vista al suelo y volví a alzarla para observar la cabeza torcida del idiota, que le confería un aspecto como de animal de juguete en la luna trasera de un coche.
—No tienes que llamarme así —dije, agarrándolo más fuerte—. Ni a mí ni a nadie.
Bobby sonrió y noté que su cuerpo de esponja temblaba entre mis manos. Su sonrisa, más amplia y torcida, expresaba una suerte de éxtasis de idiotez. Finalmente, consiguió coordinar los movimientos de lengua, paladar y labios, y dijo:
—¿Quieres ser mi amigo?
Empecé a temblar; las manos con que agarraba a Bobby temblaban y el brillo del quinqué quemó las lágrimas que me corrían por las mejillas. Volví la cabeza para que mi hermano idiota no me creyera débil y le oí emitir unos sonidos húmedos, como si también llorase. Lo miré y vi que los sonidos procedían de la obscenidad de la gran O redonda que formaba con la boca; también vi que ondeaba un billete de dólar, como si fuera una bandera, delante de mí.
Aparté las manos de sus hombros y empecé a alejarme, pero oí sollozos entrecortados y un «por favor». Me volví y vi que seguía moviendo el dólar, suplicando amistad al tiempo que insistía en su espantosa insinuación. Saqué el 38 del bolsillo y Bobby intentó sonreír al tiempo que cerraba los labios alrededor del silenciador. Apreté el gatillo y mi hermano híbrido aterrizó en el suelo. Le robé la cartera sólo para guardarla como recuerdo de mi primer asesinato por compasión.
Robert Willard Borgie me fastidió mis planes en Evanston, de donde me marché después de un único interrogatorio rutinario por parte de la policía. De allí me dirigí hacia el oeste con matrículas de Illinois en el Muertemóvil azul, sin Ross ni la Sombra Sigilosa que me aconsejaran, sólo con un olor nauseabundamente dulzón, asqueroso, pegado a mi persona. Me sentía demasiado cerca de visiones de autoaniquilación y, mientras circulaba a toda velocidad por unos tramos brutalmente largos y llanos y calurosos de terrenos de cultivo, urdí planes, tuve ensoñaciones y hasta pasé viejas películas mentales para conservar el control.
«Borgie tenía una inteligencia subhumana y te quería de ese modo…»
«Lo elegiste como hermano y no tenías planeado matarlo, aunque se pareciera a ti…»
«Te hizo llorar…»
«Si te hizo llorar por empatía, eso significa que tu voluntad se desmorona…»
«Si te hizo llorar por ti, entonces estás acabado.»
Terminé aquel tramo largo, llano y caluroso de mi viaje en Lincoln, Nebraska, donde alquilé un diminuto apartamento de soltero lleno de trastos y caluroso, en la parte norte de la ciudad. Encontré empleo como vigilante nocturno y mi trabajo consistía en sentarme en el vestíbulo de un edificio de oficinas del centro de la ciudad desde medianoche a las ocho de la mañana, con un uniforme de galones dorados, una porra y unas esposas en una funda de plástico. Aparte de las rondas por los pasillos cada hora, podía disponer del resto del tiempo. La noche anterior, un hombre había dejado una decena de cajas llenas de revistas y, en vez de volverme loco pensando en retrasados mentales muertos y en lo que presagiaban, devoré ejemplares de Times, People y Us.
Fue una educación completamente nueva a la edad de treinta y un años. Había transcurrido mucho tiempo desde que explorase por última vez la palabra escrita, y la cultura entre la que me movía había sufrido unos cambios tremendos, unos cambios que me habían pasado totalmente inadvertidos porque mi visión era muy limitada. Entre junio y finales de noviembre de 1979, leí de cabo a rabo cientos de revistas. Aunque los fragmentos de información que absorbía abordaban temas muy amplios, había uno que dominaba: la familia.
La familia había vuelto con fuerza, estaba de moda, de hecho nunca había dejado de estarlo. Era el antídoto contra las nuevas cepas de enfermedades de transmisión sexual, contra el comunismo, el alcoholismo y la drogadicción, contra el aburrimiento, la desazón y la soledad. Músicos andróginos y predicadores fascistas y payasos negros musculosos con la cabeza medio afeitada al estilo de los indios mohawk y cadenas doradas proclamaban que, sin familia, estabas jodido. Los filósofos mediáticos decían que, en Estados Unidos, los años de desarraigo habían terminado y que la familia nuclear era el viejo-nuevo electorado, y punto. Todos anhelaban una familia, trabajaban, se esforzaban y se sacrificaban por ella. Todos volvían a casa para estar con la familia. La familia era lo que todos tenían, excepto la escoria que vagaba por el país sufriendo pesadillas y matando y llorando cuando algún idiota de imagen especular le ofrecía mamadas por un dólar. La falta de familia era la raíz de todos los males y de todas las muertes.
La ira hirvió en mí a fuego lento, chisporroteó, burbujeó y se coció durante todos esos meses de lectura, y Ross aparecía de vez en cuando para ofrecer comentarios como un coro de tragedia griega.
«Martin, si creyera que eso iba a ayudarte, sería tu familia… Pero ya sabes… la sangre es más espesa que el agua.»
«Lo que ocurre con la familia es que no podemos escogerla.»
«Lo que ocurre con una soledad como la tuya es que puedes tomar lo que quieras de cualquiera.»
«Ohhh, pobre Martin, su mamá tomaba pastillas y su papá se largó, y ese deficiente asqueroso lo ha hecho llorar. Ohhh.»
«¿No te dije en enero que te procurases otra identidad?»
Empecé a buscar una genealogía que usurpar. La revista People decía que los bares eran «los nuevos lugares de encuentro para solteros con ganas de encontrar pareja» y, como yo quería establecer contacto con un hombre para matarlo, sólo me servía ir a bares donde los hombres solteros quisieran encontrar pareja masculina. La revista Christian Times llamaba a esos lugares «antros de perversión sexual que deberían estar prohibidos por la constitución», y la verdad estaba probablemente en algún lugar entre los dos extremos. En cualquier caso, no me importaba. Y la idea de andar por bares de gays en busca de una nueva identidad era mi antídoto contra la voluntad de matar. Así pues, leí revistas de moda masculina, me compré ropa elegante y me metí de lleno en el ambiente, que, en una ciudad como Lincoln, situada en el feudo de los fundamentalistas protestantes, estaba formado por dos bares en la zona este de un barrio industrial.
Me impuse un plan estricto: sólo cuatro noches de búsqueda, salir de los bares a las 23.30 y estar en mi trabajo a medianoche las tres primeras noches. Los paseos fuera de ese horario sólo estarían permitidos la cuarta noche, la del viernes, que era cuando libraba. Si durante las cuatro noches no daba con nadie adecuado, abandonaría el plan. Un artículo de prensa que había leído mencionaba que, con frecuencia, los universitarios recorrían la «calle de los maricas» para hacer pintadas en los coches de los clientes de los bares, por lo que aparqué el Muertemóvil II a un kilómetro y fui caminando. No tenía que dejar huellas en la barra ni en los vasos, y debía procurar que nadie, excepto mis objetivos, me viera la cara.
Acudía bien organizado en cuanto a la precaución y al control, pero me faltaba preparación para las distracciones que encontraría, las variaciones sobre Ross y la gente de pelo rubio. Tommy’s y The Place eran salas cochambrosas con largas barras de roble, diminutas mesas de hierro forjado y gramolas, tugurios con una música disco tan fuerte que era prácticamente imposible entablar una conversación. Sin embargo, estaban llenos de rubios clones de Ross Anderson: músculos compactos que sólo se desarrollaban con el trabajo físico, pelo corto, bigote de cepillo y ajustada ropa masculina: camisas Pendleton, Levi’s gastados y botas de trabajo. Tardé dos noches, en las que me dediqué a beber soda en la barra mientras buscaba a un tipo alto y moreno como yo, en darme cuenta de que en ese antro de homosexuales de clase obrera —camioneros, albañiles y estibadores— los rubios eran tipos del este de Europa, con los pómulos prominentes y gélidos ojos azules. Constituían una subcultura para la que ni mis viajes ni mi reciente fiebre lectora me habían preparado y, como blanco anglosajón protestante de cabello moreno, vestido con polo y jersey de cuello redondo, me sentí totalmente desplazado. Había esperado encontrar tipos afeminados que se sentirían atraídos hacía mí como mariposas nocturnas a la llama y que serían eliminados con la misma facilidad. En cambio, me encontré con palurdos fornidos que no me pondrían fácil un mano a mano.
Así pues, me dediqué a beber soda durante dos noches, como un florero asexual en una fiesta de gays. Los hombres altos y morenos a los que localicé eran demasiado delgados o demasiado jóvenes para mí: mis ojos, que patrullaban constantemente, eran rechazados en cuanto contactaban con otros; los Ross y los clones rubios me ponían nervioso y me descubría toqueteando el vaso para tener algo que hacer con las manos. Me había concienciado de que podría asustarme y enfadarme y, probablemente, sentir tentaciones, pero ahora algo más se asentaba en mi interior, una suerte de corriente subterránea en la música que vibraba constantemente. Era como un peso que se parecía al dolor. Los hombres que me rodeaban, frívolos pero masculinos, me hacían sentir viejo y aturdido por mi historial de experiencias brutales.
Al principio de mi tercera noche de misión, descubrí por qué me evitaban. Me estaba lavando las manos en el baño cuando oí voces al otro lado de la puerta.
—Es un poli, te lo aseguro. Ha estado aquí y en el bar de al lado estas últimas noches, haciéndose el simpático… Pero se le nota.
—Lo que te pasa es que te ha entrado la paranoia porque estás en libertad condicional.
—¡No, no me ha entrado nada! Pantalones de algodón y un suéter. ¡Qué pasado de moda! Es de Antivicio, seguro. Tú mismo, ya sabes a qué te arriesgas.
—¿Y crees que lleva esposas y buen pistolón? —Se oyó una risita.
—Sí, guapo, eso seguro. Y también tendrá mujer y tres hijos, aparte de dedicarse a incitar delitos.
Las dos voces se rieron y luego guardaron silencio. Pensando en Ross y en cómo habría reaccionado a la conversación, volví a mi taburete en la barra. Me preguntaba si mi misión seguiría siendo factible cuando noté que alguien me tocaba el codo. Me volví y allí estaba yo.
—Hola.
Era la voz de mi admirador. Bajé del taburete, vi que medía prácticamente lo mismo que yo, pesaba lo mismo, cinco kilos más o menos, y nuestra edad coincidía, dos años arriba o abajo. Entorné los párpados y advertí que tenía los ojos castaños. Le di la espalda, limpié la barra del bar y el vaso con la manga y me volví de nuevo con la gracia de un modelo masculino.
—Hola —dije.
—Me gusta cómo te mueves —gritó el tipo para hacerse oír por encima de la música. Ross se movió por mi mente y dijo «mátalo por mí». Me llevé la mano a la oreja y señalé la puerta. El hombre captó la insinuación y salió, precediéndome. Cuando llegamos a la acera, eché un rápido vistazo alrededor por si había testigos. Como no vi nada salvo una calle fría y vacía, me convertí mentalmente en el sargento Anderson y dije:
—Soy agente de policía. Puedes venir conmigo a dar una vuelta por los trigales o a la comisaría. Tú decides.
—¿Es una incitación a cometer un delito o una proposición? —preguntó casi-Martin, riéndose.
—Las dos cosas, encanto —respondí, riéndome como lo habría hecho Ross.
El hombre me pellizcó el brazo.
—Qué fuerte. Soy Russ.
—Yo, Ross.
—Russ y Ross, qué gracioso. ¿En tu coche o en el mío?
—En el mío —respondí, señalando calle abajo, donde esperaba el Muertemóvil II.
Russ se inclinó hacia mí con afectación, luego se apartó y comenzó a caminar. Yo me mantuve a su lado, pensando en entierros a medianoche y en si mi vieja pala sería capaz de hundirse en la tierra helada plantada de trigo. Russ permaneció en silencio y supuse que me estaba imaginando desnudo. Al llegar al Muertemóvil II, abrí la puerta, le pellizqué el brazo y él soltó un gruñidito de placer. La expectación y el regocijo se apoderaron de mí y, cuando me senté al volante, reventé de necesidad de conocer la historia de Russ/Martin.
—Háblame de tu familia —le pedí.
—Muy romántico, agente gay. —En esta ocasión le salió una risa burda y su voz fue un rebuzno del Medio Oeste.
Me enojó que me llamara «gay». Puse en marcha el coche, pisé el acelerador y dije:
—Soy sargento.
—¿Forma parte de tus jueguecitos eróticos de policía gay?
El segundo «gay» acentuó el tacto del 38 que llevaba en el cinturón y me contuvo de atacarlo.
—Exacto, encanto.
—Un hombre que me llama «encanto» puede oír mi relato de infortunio. —Russ tocó unas notas en una trompeta imaginaria, luego se rio y proclamó—: ¡Ésta es su vida, Russell Maddox Luxxlor!
El nombre completo me sentó como una declaración de libertad. El barrio industrial quedaba atrás, y en su lugar se abrían unas llanas praderas y un inmenso cielo estrellado.
—Cuéntamelo, encanto —cuchicheé, excitado.
—Bien, soy de Cheyenne, Wyoming. —El gangueo del Medio Oeste le salió teatral y socarrón—. Sé que soy gay desde siempre, y tengo tres hermanas encantadoras que me arroparon en los momentos más duros. Ya sabes, cuando la gente me criticaba y esas cosas. Mi padre es ministro de la Iglesia congregacionalista; es muy estricto, pero no tan fanático como los cristianos renacidos. Mi madre es como una hermana mayor y siempre me ha aceptado…
Debido a los tintes sexuales del monólogo, mi excitación se hizo desagradable y me produjo picor.
—Cuéntame más —pedí, conteniéndome para no gritar—. De Cheyenne, de tus hermanas, de cómo es tener un padre ministro.
—Pues imagínatelo —replicó Russ con una mueca—. En fin, Cheyenne era un aburrimiento y Molly es mi hermana favorita. Ahora tiene treinta y cuatro años, tres más que yo. Laurie es mi segunda favorita, tiene veintinueve y está casada con un granjero, un tipo nefasto que la maltrata; Susan es la pequeña, tiene veintisiete. Tuvo problemas con la bebida y se apuntó a Alcohólicos Anónimos. Papá es un buen tipo, no me juzga, y mamá dejó de fumar hace unos meses. ¡Oh, Dios, qué aburrido es esto!
Agarré el volante con más fuerza hasta que creí que los nudillos me iban a estallar.
—Cuéntame más, anda.
—Te morirás de aburrimiento. —El rebuzno decadente del muerto resonó en toda la cabina—. Mi familia aburriría a los corderos. Bueno, Susan es la más bonita y es dentista; Laurie es gorda y ha tenido tres enanos con su horrible marido, y yo soy el más listo y el más sofisticado y el más sensi…
—Enséñame las fotos que llevas en la cartera. —Pronuncié las palabras en el mismo momento en que se formaba la idea.
—Cariño, ¿no crees que estás llevando esto demasiado lejos? —preguntó Martin/Russ—. Tengo ganas de fiesta, pero todo esto me parece cada vez más raro.
Miré por el retrovisor, no vi nada excepto una oscura pradera, levanté el pie del acelerador y me detuve en la cuneta. El muerto me miró intrigado y yo saqué el 38 del cinturón y se lo puse delante.
—Dame la cartera o te mato.
La sacó del bolsillo trasero con manos temblorosas y la dejó en el salpicadero. Con manos tranquilas, dignas de Ross Anderson, dejé el arma en el regazo y busqué en los compartimentos de las fotos y las tarjetas de crédito. Al ver a tres jóvenes vestidas para la fiesta de graduación y a una pareja de novios de los años cuarenta, solté un bufido. Cuando encontré un permiso de conducir de Nevada sin fotografía, un carnet válido de reclutamiento y tarjetas Visa, American Express y Diner’s Club, sonreí y le dije:
—Bájate.
Martin obedeció y se quedó junto a la puerta, temblando y murmurando plegarias. Me guardé la cartera en el bolsillo y me acerqué a él, al tiempo que saboreaba imágenes mentales de mis tres hermanas hasta que su hermano, a punto de ser excomulgado, se echaba a llorar. Entonces le clavé el cañón con el silenciador en la espalda.
—Camina —le ordené.
Lo llevé a sesenta y dos pasos exactamente, un paso por cada uno de los años de nuestra vida.
—Date la vuelta y abre la boca —exigí.
Obedeció, aunque le casteñeteaban los dientes; luego le metí el cañón y apreté el gatillo. El salto que dio hacia atrás casi me arrancó el arma de la mano, pero conseguí sujetarla.
El aire frío de la pradera me quemó los pulmones mientras me reorganizaba mentalmente. Pensé en buscar el casquillo, pero descarté la idea. El único asesinato que había cometido con la pipa de Ross había sido en Illinois hacía siete meses. Era imposible que relacionaran las muertes.
Me dirigía al Muertemóvil II en busca de la pala cuando vi los faros de un coche que se acercaba, procedente de Lincoln. Lo repentino de la aparición me sobresaltó, por lo que subí a la furgoneta, di un giro de ciento ochenta grados y me fui al trabajo. Llegué temprano y me pasé todo el turno memorizando las fotografías de mi nueva familia. Por la mañana las reduje a cenizas en el lavabo de hombres de la planta baja y, cuando tiré de la cadena sobre los restos ennegrecidos, supe que las caras habían quedado grabadas para siempre en mi banco de memoria.