Sin extremidades que me impulsaran ni vista que me guiara, mis sueños se convirtieron en excursiones a la ingravidez. Era presa de ruidos que me zarandeaban como una muñeca de trapo y me sentía a merced de truenos que me quemaban por dentro. Sólo una corriente subterránea de conciencia me ayudaba a contener mis pesadillas y me salvaba de la desgracia del insomnio provocado por el terror. Aun durante lo peor del trance, me daba cuenta de que el hecho de notar el trueno-calor significaba que no estaba disociado de mi cuerpo. Cada mañana, al despertar —repuesto pero, a la vez, colmado de miedo residual—, comprendía que poseía un piloto automático que siempre me mantenía a salvo de precipitarme al abismo.
Aun así, seguía temiendo quedarme dormido y procuraba retrasar el momento del sueño mediante la búsqueda del agotamiento absoluto.
Con el colchón de mi cuenta bancaria, dejé el empleo en la biblioteca y me pasaba los días quemando energía física. Me apunté a un gimnasio de L. A. Oeste y levantaba pesas dos horas diarias; al cabo de un mes, mi magro esqueleto empezó a cubrirse de músculo. Corría por las colinas de Griffith Park hasta que me caía de aturdimiento y las duchas calientes en casa me resultaban un calor benevolente. Luego, de noche, desmembraba a otros. Era un ritual espoleado por la conciencia de mi propio cuerpo e impulsado por el deseo de sofocar las pesadillas. Me convertí en rastreador de seres humanos en sus poses más prosaicas, en director de películas mentales aficionado a improvisar dramas con los transeúntes de la calle y sus gestos despreocupados. Noche tras noche, recorría las calles amodorradas, observando. Vi manos que tiraban de perneras y dobladillos y supe cómo se procuraban el sexo sus dueños; las luces de neón que iluminaban a una banda juvenil con camisetas sin mangas me revelaron por qué aquellos chicos hacían lo que hacían. Mi proyector cerebral tenía un mecanismo automático de cámara lenta y, cuando un cuerpo hermoso requería una inspección más cuidadosa para revelar la verdad de su poesía, ese mecanismo entraba en acción y me permitía deleitarme sin prisa en cada uno de los deliciosos pliegues y turgencias de la carne.
Al cabo de unas semanas de observación móvil, las pesadillas empezaron a remitir y dejé de ser director de cine para convertirme en cirujano, en un esfuerzo por extirparlas del todo. Mi cirugía experimental abarcaba trasplantes de extremidades de alguien del otro sexo: piernas de hombre en torsos de mujer o caras femeninas en cuerpos masculinos, con especial atención a las incisiones mentales que posibilitaban los injertos. Con el coche pegado al bordillo, fijaba la atención en una pareja que iba cogida de la mano y reducía la marcha hasta que avanzábamos a la misma velocidad. Cuando las farolas iluminaban sus rostros, yo amputaba miembros y cabezas y recomponía los cuerpos; sin esfuerzo, sin derramamiento de sangre. Y aunque no era capaz de expresar con palabras el sentido de aquel acto, sabía que estaba desarrollando unas uniones simbióticas triangulares que trascendían el sexo.
La combinación de ejercicio diurno y películas mentales nocturnas permitió que mis pesadillas se convirtieran finalmente en poco más que una molestia ocasional. Como precaución para que no reaparecieran con toda su intensidad, dormía con la luz encendida y, si alguna vez despertaba a media noche, me levantaba e iba a mirarme en el espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Ahora estaba fuerte, cada vez más, y cuando me tanteaba los músculos con la punta de los dedos sentía una carga casi eléctrica. Aquella carga me recorría, bajaba hasta la entrepierna y finalizaba en una palabra: «Robo.»
Conseguí apartar de mí el vocablo y sus vertiginosas connotaciones durante semanas, hasta que, a primeros de octubre, una serie de cuerpos revolvió los viejos rescoldos y el destino aportó el viento que me empujó a un incendio arrasador.
Me dirigía en coche hacia el norte por la autopista Pacific Coast, al atardecer; me encaminaba a la salida de Topanga Canyon, en el Valle, e iba observando. Hacía un calor excepcional para la época y grupos de surferos llenaban la carretera asfaltada que corría paralela a la playa. Chicos y chicas, todos eran jóvenes y elásticos, y levanté el pie del acelerador involuntariamente. Un cuarteto me llamó la atención: dos chicos, dos chicas, todos esbeltos, todos morenos. Mi cabeza entró en modo preoperatorio y, de pronto, se quedó en blanco. No era capaz de improvisar con sus cuerpos y supe que se debía a que eran demasiado perfectos.
A pesar de todos mis esfuerzos, el bisturí mental no descendía y el cuarteto se hacía cada vez más elástico. Detrás de mí sonaron unos cláxones y advertí que me había detenido del todo y estaba estorbando el tráfico. Empecé a asustarme y busqué en el arsenal de mi cerebro el juego de cuchillos de acero mate con el que mutilar a los cuatro. Entonces, contra mi voluntad, lo moreno se hizo rubio y los chicos besaban a los chicos y las chicas a las chicas y un coche rozó mi parachoques trasero y el conductor gritó: «¿Dónde te han dado el carnet, capullo?»
Di gas por puro reflejo y el viejo Valiant avanzó por un concurrido cruce con el semáforo en rojo y casi se llevó por delante a una anciana que empujaba un cochecito de bebé. Aparté la vista de la calzada y la clavé en el retrovisor; el cuarteto perfecto había desaparecido. Volví al Valle conduciendo despacio, sabedor de que sólo era cuestión de tiempo que volviera a entrar, mirar, robar y correrme… a pesar del riesgo.
La oscuridad completa conllevó un aburrimiento espantoso. La única gente que rondaba las calles era fláccida y sencilla, indigna de mis maquinaciones, y el recuerdo de los bellos morenos/rubios —ellos y ellas— me invadió como un perfume mental. Pasé de las calles comerciales a las residenciales, perfectamente consciente de mi propósito último, y las casas ante las que circulaba estaban iluminadas brillante y uniformemente: bastiones de felicidad barata e incomprensible. No me quedaba más remedio que cenar, irme a casa y esperar un sueño sin sueños.
Me detuve en Bob’s Big Boy, en Ventura Boulevard. En un reservado, cerca de la puerta, había una pareja atractiva y ocupé una silla del mostrador que me permitía verlos a los dos. Me encontraba en el proceso consciente de convertirlos en rubios cuando se levantaron y se dirigieron a la caja. Ocuparon su lugar dos hombres musculosos con ropa vaquera y el más alto de los dos se embolsó la propina. Mientras recogía las monedas, su mano se convirtió en la garra de un reptil; pronto, los dos tipos quedaron fijados en mi mente como lagartos guasones. Luego, el volumen de sus voces interrumpió mis juegos mentales y me puse a escucharlos:
—… sí, putas hippies auténticas. Hablo de chicas que lo hacen por gusto, porque disfrutan echando un polvo, más que por el dinero. Y baratas, además. Una de ellas, Season, me lo hizo por diez pavos por la mañana; la otra, Flower, ¿lo pillas?, sale aún por menos. Eso sí, tienes que escuchar sus zarandajas sobre el gurú al que adoran, pero ¿a quién le importa eso?
—¿Y dices que rondan por el Whiskey todas las noches? ¿Que tienen un piso en el Strip y que estás toda la noche con ellas por diez pavos?
—No me extraña que no te lo creas, pero escucha: tienen una motivación desviada, o como se llame eso. Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y dicen que lo que ganan follando es para «La Familia». Y deberías ver el rancho donde viven; es una pasada.
—¿Y las chicas están buenas?
—De primera.
—¿Y lo único que tengo que hacer es ir al Whiskey y preguntar por ellas?
—No, tú vas y esperas tranquilo. Ya te buscarán ellas.
—Entonces, ¿qué coño hago aquí sentado con un tipo tan feo?
Sin saber que acababa de cruzarme con la historia, dejé un dólar en el mostrador y me largué al Strip y al Whiskey Au Go Go. El rótulo de neón anunciaba «La batalla de las bandas»: Marmalade contra Electric Rabbit; Perko-Dan & his Magik Band contra The Loveseekers. Escaseaban las plazas de aparcamiento libres, pero encontré un sitio en una estación de servicio, al otro lado de la calle. Consciente de que aquélla era una misión criminal, no un ejercicio de cirugía mental, llegue a la puerta, pagué la entrada y penetré en una oscura cueva donde imperaba un estruendo de muchos decibelios.
El rasgueo eléctrico amplificado era espantoso y no tenía nada que ver con la música; la oscuridad que lo envolvía todo, menos el escenario, resultaba tranquilizadora y un aliado inesperado: como no alcanzaba a distinguir a la gente que se apretujaba en torno a unas mesas del tamaño de cajas de cerillas, no habría cuerpos atractivos que me distrajeran de mi misión. Los seis rockeros que golpeaban guitarras violentamente bajo el fulgor de las luces estroboscópicas me obligarían a buscar a Season y a Flower: su «presencia escénica» era un frenesí de largas greñas, «rastas» fluorescentes y rociadas de fluidos corporales.
Me aparté de ellos, busqué una mesa vacía y tomé asiento. Una camarera se materializó, colocó una servilleta delante de mí y dijo:
—Tres copas mínimo, tres cincuenta la copa. Si quieres bebidas alcohólicas, tengo que ver algún carnet. Si quieres salir y volver a entrar, tendré que sellarte la mano.
—Ginger ale —dije. Le di un billete de cinco y escruté la oscuridad.
Al cabo de unos segundos, distinguí la silueta de la gente sentada. Decidí fijar la vista en un punto entre las mesas del fondo, con la esperanza de ver a Season y a Flower moviéndose entre ellas en sus afanes proselitistas. Me hallaba en mi mundo de pura concentración cuando noté una mano en el brazo y escuché una susurrante voz femenina. Me pilló desprevenido y las rodillas se me dispararon hacia arriba y golpearon la mesa, derribándola. La chica que me había hablado se apartó de un salto y vi que era encantadora, con el cabello negro hasta la cintura. Sonriendo, adopté un aura de invisibilidad psíquica y hablé en un tono de pura despreocupación, puro savoir faire.
—Acabo de llegar del Continent y allí todo es más acogedor y se está más a gusto. ¿No quieres tomar una copa conmigo?
Se quedó boquiabierta y su encanto se volvió fatuo.
—¿Qué? ¿Quieres decir que aquí no estás cómodo?
—Sólo estoy cautivado —repliqué—. ¿No quieres sentarte?
—¿Cautivado? —insistió ella y me dirigió una mirada entre despectiva y perpleja.
Un destello errante de la luz estroboscópica magnificó su boca; la chica estaba boquiabierta y mofándose a la vez. La mofa me recorrió de arriba abajo y, mentalmente, le corté los brazos a hachazos y los arrojé en dirección a la Electric Rabbit y sus gemidos desafinados. La chica murmuró «chiflado» y luego hizo un gesto a alguien que quedaba ami espalda y dijo: «¡Season, espera!»
Mis objetivos.
La chica se abrió camino entre las mesas del fondo hacia el rótulo que indicaba la salida. Titubeé y la seguí. Cuando llegó a la puerta, se reunió con otras dos siluetas; plantado a diez metros de ellas, vi que las dos llevaban el pelo largo, pantalones de cuero y chaleco. Estaba demasiado lejos para determinar su sexo y tuve que frenar mi bisturí mental antes de rasgarles los pantalones para averiguarlo. De repente, lo que aquel par tenía entre las piernas se convirtió en lo más importante del mundo. Me dirigía hacia la puerta cuando la chica del pelo negro volvió a zambullirse en el bullicio del club y la pareja de los pantalones de cuero empujó la puerta y salió a la calle.
Los seguí.
Cruzaron Sunset con un correteo andrógino, captados por un aparato de rastreo de acero que me tenía ajeno a todo lo demás que me rodeaba. Apenas me di cuenta de que estaba cruzando entre los coches, de que sonaban las bocinas y chirriaban los neumáticos. Continué el seguimiento; mantuve activada mi visión en túnel. Cuando dejé atrás la calle y delante de mí acechaba la oscuridad residencial, un coche que daba la vuelta iluminó a mis presas. Vi que eran macho y hembra, los dos de constitución delgada; el bigote del joven era el único rasgo distintivo. Mi aparato de rastreo se desconectó y, en su lugar, se encendió un aviso de «Alerta».
Me detuve e inspiré profundamente; la pareja de los pantalones de cuero dobló la esquina y subió la escalera lateral de un edificio de apartamentos de estuco rosa cuyas puertas, situadas a lo largo de un corredor, quedaban a la vista. Season abrió la tercera desde el fondo y encendió una luz; después, indicó al hombre que entrara. Cuando cerró la puerta, la luz se apagó de inmediato. No había usado la llave para abrir; muy probablemente, tampoco la había echado después.
Esperé durante veinte minutos, dolorosamente largos. Después, subí y me acerqué a la puerta. En el fondo de mis ojos se encendió un «Alerta» de neón rojo. Pegué la oreja a la superficie de contrachapado y agucé el oído, Salvo el crepitar de la electricidad que me recorría el cuerpo, no oí nada, así que entré.
El apartamento estaba completamente a oscuras y la mullida moqueta parecía incitarme a que, despacio, me adentrara en él. Las paredes daban la impresión de abrazarme y el aire viciado resultaba acogedor. Cuando mis ojos empezaron a distinguir detalles, los muebles baratos de formica y hierro forjado no se me antojaron estériles: cobraron vida como objetos pertenecientes a una gente a la que deseaba conocer. El calor del hueco entre las cuatro paredes se instaló en mi núcleo físico, sofocando el rótulo de Alerta. Delante de mí, exactamente, vi un pasillo corto y un vano de puerta con una cortina de sartas de cuentas. Tras ella reposaba la oscuridad, pero yo sabía que ésta no me impediría ver. Avancé de puntillas hasta la última barrera que me separaba de los amantes.
Del otro lado me llegaron gemidos, risillas y grititos de placer. Aparté las cuentas y forcé la vista hasta que me dolieron los ojos, lo cual me permitió distinguir luces y sombras en unos tobillos entrelazados; cuando inspiré, reconocí el olor de la marihuana. Los ruidos amorosos se hicieron más intensos y las palabras que pude distinguir —«¡sí!», «¡dale!» y «¡ven!»— venían de voces vulgares. Aquello me consternó y un aire gélido empezó a filtrarse en mi útero sensual. Para aislarme del frío, me quedé mudo y atisbé por entre las cuentas. Vi a dos mujeres que se frotaban la una contra la otra y las chispas que producía la fricción cuando sus pezones se rozaban; vi a dos hombres, unidos entrepierna con entrepierna, cuyas extremidades entrelazadas ocultaban el punto de unión. Luego, los cuatro se fundieron en uno y me perdí intentando ver quién había allí. Entonces, agarrando con fuerza las ristras de cuentas, me corrí.
Asombrosamente, no me oyeron. Me quedé inmóvil como una roca, rodeado de calor y bombardeado por una serie de rótulos de Alerta con las letras cambiadas de orden, o ausentes. Era como si una dislexia completa intentara empujarme, de un modo u otro, a algún acto diabólico e irrevocable. Me quedé quieto, quietísimo, y entonces oí por vez primera la voz de Season.
—Sólo es el viento, que mueve las cuentas. ¿No es bonito?
—Más bien inquietante —respondió el amante.
—Es la naturaleza. —Season suspiró—. Charlie dice que, después del Helter Skelter[1], cuando todas las grandes empresas hayan desaparecido y la tierra vuelva a ser de la gente, las cosas producidas por el hombre y la naturaleza funcionarán juntas en perfecta armonía. Lo dicen la Biblia, los Beatles y los Beach Boys, y Charlie y Dennis Wilson están haciendo un disco al respecto.
—Llevas bien metido en la cabeza a ese tal Charlie.
—Es un sabio. Es chamán y curandero, metafísico y guitarrista.
El amante emitió un bufido de mofa y Season cantó unas frases de Revolution:
—«Dices que quieres una revolución; bueno, ya se sabe, todos queremos cambiar el mundo.»[2] Charlie llama a eso el Evangelio según los santos Paul y John.
—¡Ja! ¿Quieres oír el Evangelio según san Yo?
—Pues… Sí, claro.
—Entonces, toma nota: buena comida, buena droga, buenas vibraciones y buena jodienda. Y si alguien se entromete, carga, apunta y dispárale entre los ojos.
—Y muerte a la pasma.
—En mi caso, no; mi padre es policía. ¿Qué dice Charlie de la reanudación instantánea del juego?
—¿A qué te refieres?
—Ven aquí y te lo explicaré.
Season soltó una risilla. Noté que la atmósfera se calentaba detrás de la cortina de cuentas y salí del útero antes de que el calor se adueñara de mí.
Aquella noche, mis sueños fueron un compendio.
Estaba sin brazos ni piernas. Me perseguía un fantasma llamado Charlie y quise ver por qué unas chicas guapas hablaban de él cuando acababan de hacer el amor con otro, por lo que me dejé atrapar y solté un grito al ver que la cara de Charlie era un espejo que reflejaba, no mi rostro, sino un collage de órganos sexuales destrozados. Walt Borchard se burló de mi grito y, acto seguido, me metió unos billetes de cien dólares en la boca para que no lo repitiera. Mi madre cogió el dinero y, con él, intentó hacerse un torniquete en los brazos cubiertos de cortes. Mi padre brindó por un hongo nuclear que se elevaba sobre el centro de L. A. Consciente de que el silencio total me salvaría, me cosí los labios con grapas de acero mate y accioné una serie de mecanismos externos que impedirían que mis sinapsis mentales chisporrotearan. Empecé a sentirme inexpugnable e intenté reír. No me salió sonido alguno y un nuevo tropel de enemigos con espejos en lugar de caras se acercó a mí, empuñando grandes llaves de metal que abrirían mi voz, mi cerebro y mi memoria.
Desperté al amanecer, con sensación de asfixia y buscando aire afanosamente. Había reventado la almohada a mordiscos y tenía la boca llena de algodón y gomaespuma. Lo escupí todo y respiré hondo; de inmediato, tuve un ataque de tos. Intenté levantar el brazo derecho para restregarme los ojos, pero no noté sensibilidad en el lado derecho del cuerpo.
«No, por favor», gemí. Mandé una orden a la pierna derecha para que diera una patada. El pie golpeó el suelo, lo cual me dijo que no me habían amputado aquella parte de mí. Los dientes me castañeaban y ordené al brazo: «Agarra, tira, rasga, sopesa, cobra vida.» Bajo la sábana hubo un ligero movimiento y mi mano se despegó de la pared de la cabecera de la cama. Tenía los dedos cubiertos de mortero y sangre y observé el agujero que mi pesadilla había excavado. Los bordes, perfectamente perfilados, atrajeron mi atención como jeroglíficos de una caverna. Los contemplé hasta que la mano recuperó la sensibilidad y me desmayé de dolor.
Pasé el día como zombi: dormí, me levanté para ir al baño y mojarme la mano, volví a dormir. El dolor de los dedos era una prueba de que yo seguía existiendo como máquina en funcionamiento y cuando desperté del todo, al atardecer, supe qué debía hacer. Después de quitarme los últimos restos de yeso de las uñas, volví en coche al útero a esperar a los cuerpos más perfectos que pudiera darme.
Aparcado junto al bordillo cerca del edificio de estuco rosa, esperé. A las 7.00, Flower y Season dejaron el apartamento y se dirigieron caminando al Strip; a las 8.19, Flower regresó en compañía de un hippie con aire de roedor. La combinación de la inanidad de la chica y la carne fláccida y colgante del roedor gritaba «no». Continué la vigilancia.
Flower y su consorte ratonil salieron a las 10.03 y se separaron en la esquina. En su recorrido de vuelta al Whiskey, la chica se cruzó con Season, que iba con un hombre de unos treinta años, delgado como un raíl de tren, e intercambiaron unas palabras. Era a Season a quien yo deseaba en mi triunvirato, pero su magro acompañante tenía un aire malévolo y destructivo. Impaciente y ansioso por el largo tránsito sin películas mentales, me quedé quieto.
Poco después de medianoche, Season y su amante dejaron el apartamento y se dirigieron al sur, alejándose del Strip. Entonces caí en la cuenta de que las chicas debían de sincronizar sus llegadas y partidas y aposté a que Flower reaparecería al cabo de diez minutos. Me dolía la mano y procuré que las palpitaciones dolorosas bajaran de intensidad concentrándome en la pregunta que había perturbado mis sueños: ¿quién era Charlie?
Como esperaba, Flower dobló la esquina apenas unos minutos más tarde. La acompañaba un tipo grande con ropas militares que se movía con una autoridad que resultaba antihippie, anticontracultura y puramente masculina. Al acercarse al edificio, se quitó la gorra y se alisó el cabello. Lo tenía de un rubio lustroso y comprendí que tenía que ser Charlie.
Mi espera dio paso a una serie de temblores, escalofríos y cosquilleos en la entrepierna. Sabiendo que a Charlie le parecería vulgar un polvo rápido y violento, aguardé a que se estableciera un ambiente precoital antes de acercarme a la puerta. Con el corazón desbocado, abrí y entré.
La habitación delantera estaba oscura como la brea y dejé la puerta entornada para que entrara cierta luminosidad; luego, fui directo hasta la cortina de cuentas. Miré a través de ella y el resplandor de la vela encuadró al hombre encima de la chica. Me toqué, pero tenía fría esa parte de mí. El corazón me iba «tumpa, tumpa, tumpa» y supe que los amantes no tardarían en oírlo. Me toqué de nuevo y esta vez no noté frío, sino nada. «Charlie», susurré; aparté la cortina y avancé hacia la cama. Una levísima brisa hizo que la vela iluminara unas piernas entrelazadas. Con una exclamación, me incliné y las toqué.
—¡Oh, Dios!
—¿Qué coño…?
Oí las palabras y retrocedí; se encendió una luz y las piernas que había estado acariciando me lanzaron patadas. Un instante después, Charlie empezó a envolverse en una sábana y no me quedó más remedio que huir.
Corrí a la cortina y me alcanzó un golpe en la nuca. Flower chilló: «¡El Helter Skelter se acerca!», y caí de rodillas. Luego, se encendió la luz de la habitación de la entrada y la fuerza que me agarraba del cuello me levantó del suelo. Capté una confusa panorámica de Tahití y Japón vía Pan American Airways y carteles de los Jook Savages y de Marmalade. Intenté fugarme a una película mental defensiva, pero tenía el cerebro como si me estuvieran volando la tapa de los sesos a tiros. «¡Mierda, mierda, mierda!», gritó Charlie; al momento siguiente, estábamos en el corredor exterior y la gente de los apartamentos contiguos se asomaba a la ventana. Me miraban a mí.
Mientras Charlie me retorcía el cuello, a punto de arrancarlo de su eje, lancé una patada de costado y cristales hechos añicos volaron sobre una sucesión de caras perplejas. Charlie me arrastró escalera abajo y en mis oídos resonaron gritos y unas sirenas que se acercaban. Lo último que oí antes de perder el conocimiento fue a Flower cantando un improvisado popurrí de los Beatles.