Mirar.
Robar.
Mirar y robar.
Pasé veinticuatro horas febriles tratando de reconciliar la logística dual. ¿Casas de parejas recién casadas? No, demasiado arriesgado.
¿Vigilancia a mujeres jóvenes y atractivas con amigos que se quedaban a dormir? No. Demasiado azaroso. Por fin, se me ocurrió una idea. Crucé el vestíbulo y llamé a la puerta del tío Walt Borchard.
—¿Amigo o enemigo? —gritó el tío Walt.
—¡Enemigo! —respondí.
—¡Entra, enemigo!
Abrí la puerta. El tío Walt estaba sentado en el sofá de la sala, engullendo su habitual cena a base de pizza y cerveza, con un papel de periódico en el suelo para recoger el queso fundido.
—Necesito… Necesito hablar —anuncié con fingida sumisión.
—Parece algo serio. Siéntate y coge un trozo.
Me acomodé en una silla delante de él y rechacé la pizza que me ofrecía.
—¿Has trabajado alguna vez en la brigada Antivicio? —inquirí.
Borchard masticaba y se reía a la vez, la hazaña más compleja que era capaz de hacer.
—Eso suena a problema grave —dijo al tiempo que tragaba—. ¿Estás bien, Marty?
—Sí. Claro. ¿Has trabajado allí o no?
—No. ¿Te has metido en algún lío, chico?
—No. La brigada Antivicio arresta prostitutas, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y chicas de compañía? Ya sabes, prostitutas de esas guapísimas; no putas vulgares y baratas, sino chicas hermosas, chicas que tienen su propio apartamento para llevar a los hombres y que no sea tan cutre como ir a un motel.
Borchard se río tan fuerte que escupió una anchoa y ésta cayó sobre la mesita de café que tenía delante. Se la llevó a la boca de nuevo, volvió a masticarla y preguntó:
—Marty, ¿quieres acostarte con una mujer?
—Sí —respondí, bajando la mirada.
—Mira, muchacho, estamos en 1968. Ahora las chicas lo hacen gratis como no había ocurrido nunca antes.
—Lo sé, pero…
—¿Has probado con Patty, la vecina de abajo? Se abre de piernas tan a menudo que tendrán que enterrarla en un ataúd en forma de Y.
—Es fea y tiene granos.
—Pues ponle una bolsa de papel en la cabeza y cómprale un tubo de Clearasil.
Me obligué a soltar unas lágrimas de cocodrilo y el tío Walt dijo:
—Oh, mierda, muchacho. Lo siento. Eres virgen, ¿verdad? ¿No lo has hecho nunca y buscas un chocho bonito para tu primer polvo?
—Sí —respondí, secándome la nariz.
El tío Walt se puso en pie, me alborotó el pelo y entró en su dormitorio. Regresó al cabo de un momento y me puso un billete de cien dólares en la mano.
—No digas que nunca te he dado nada y no digas que nunca transgredí las reglas por un colega.
Me guardé el dinero en el bolsillo de la camisa.
—Jo, tío Walt, muchas gracias.
—Ha sido un placer. Ahora, escucha con atención y dentro de una hora, más o menos, te habrán desvirgado. ¿Me oyes?
—Sí.
—Bien. Aquí va una asombrosa información: el DPLA, del que soy miembro, permite que en la zona de Hollywood se ejerza una cierta prostitución. ¿No te resulta chocante? Bien, pues hay una parte del Boulevard, justo al oeste de La Brea, llena de pisos de chicas de compañía. Las chicas van a los bares de los mejores hoteles, como el Cine-Grill del Roosevelt, la terraza del Yamashiro, el Gin Mill del Knickerbocker, etcétera. Las chicas se sientan en la barra, beben cócteles, miran a los hombres solos y no es necesario ser un genio para adivinar cómo se ganan la vida. Su procedimiento habitual consiste en decir una cifra y sugerir que vayáis a su casa. El precio normal son cien dólares por toda la noche, que es justo lo que acabo de poner en tu mano calenturienta. Ahora bien, como todavía no tienes edad para consumir alcohol legalmente, compórtate con frialdad cuando el camarero te pregunte qué quieres tomar. Sé caballeroso con la dama de tu elección, dile que cien pavos es lo máximo que vas a pagar y fóllatela hasta que no puedas más.
Me puse en pie. El tío Walt me dio un golpe debajo de la barbilla y se rio.
—Alguna jovencita va a quemar más goma que la autopista de San Bernardino. Y ahora, largo de aquí. Se me enfría la pizza.
Al cabo de una hora no me estaban desvirgando. Me encontraba sentado en el bar Cine-Grill del hotel Roosevelt, en Hollywood, observando a una mujer que lucía un ajustado vestido negro de lentejuelas y que hablaba con un hombre que fingía espontaneidad y que llevaba un traje de verano con las consabidas insignias del asistente a una convención. La mujer era una pelirroja teñida, pero bonita; el hombre tenía un aspecto fuerte y musculoso. Di un sorbo a mi whisky con soda y mantuve la calma imaginando que eran la Sombra Sigilosa y Lucretia, relajándose después de una larga jornada de acechar a sus víctimas. Casi los sentía a los dos en la cama.
Salieron del bar repentinamente. Cuando se pusieron en pie para marcharse, advertí que estaba proyectando películas mentales y que los había perdido de vista en la realidad física. Conté hasta diez y los seguí.
Vi que tomaban un taxi delante del hotel y corrí hacia mi coche. Fue fácil seguir al taxi, pues había tráfico denso en el Boulevard, de manera que en el cruce con La Brea se quedaron clavados sin poder avanzar. Yo iba justo detrás y saqué los guantes y la palanca de debajo del asiento. Cuando el semáforo se puso verde, sonreí. El taxi se acercaba a la acera. El bloque de pisos de las chicas de compañía del tío Walt había resultado una revelación.
La pareja se apeó del taxi. Yo aparqué a dos coches de distancia y los vi entrar en un gran edificio de apartamentos de color rosa que imitaba las casas de las plantaciones sureñas. La mujer no utilizó llave para abrir la puerta principal, por lo que yo también podría acceder al interior. Me apeé, esperé diez segundos y eché a correr, refrenando la marcha mientras abría la puerta que daba a un largo vestíbulo alfombrado de rosa. La pareja entró en un apartamento del extremo izquierdo del vestíbulo.
Inspeccioné los buzones y adopté la actitud de un joven moderno que vivía en una extravagante plantación rosa de Hollywood Boulevard. Resultó fácil, y fingir aquella despreocupación suprema me hizo sentir descarado. En el vestíbulo no había nadie, pero desde el interior de cada apartamento atronaba un surtido de ruidos de televisión y tocadiscos, por lo que el nivel general de estruendo era considerable. Caminé hacia mi objetivo, estudiando todas las puertas al pasar. Los cerrojos no estaban reforzados y había como mínimo un espacio de quince milímetros entre la puerta y el marco. Si la furcia no había puesto la cadena, podría entrar.
Al llegar a la puerta que me interesaba, escuché, esperando oír los deleites precoitales, pero lo único que capté al otro lado fue silencio. Eché un vistazo rápido al vestíbulo, me puse los guantes, inserté el lado de la ganzúa de mi herramienta y tanteé el cerrojo. Noté que los resortes individuales iban cediendo uno por uno y, cuando el tercero saltó con un clic, abrí la puerta menos de un centímetro, lo cual me bastó para ver una sala de estar con una pequeña cocina a oscuras. Sacudí la cabeza para mantener alejadas las películas mentales y entré; luego, haciendo girar el pomo, cerré la puerta sin hacer el menor ruido.
Unas voces, y no los sonidos de la pasión, me atrajeron hacia el dormitorio, y lo que capté a través de la rendija de la puerta fueron vislumbres de cuerpos imperfectos. Cuando acerqué el ojo a mi visor de dos centímetros, me descorazoné. Él era fofo y ella tenía tatuajes en los hombros y en los muslos. Era obvio que se había teñido el vello púbico del mismo color que los cabellos y él no se había quitado los calcetines. Intenté convertirlos en la Sombra Sigilosa y en Lucretia, pero la cámara de mi cerebro se negaba a enfocar, y sus voces eran tan desagradables que comprendí que su cópula sería nefasta y que yo no podría unirme a ellos.
—… no es la primera vez que visito este edificio —decía el hombre—. Estuve en 1964, cuando vine a L. A. para la convención de la Asociación del Alce.
—Aquí trabajan muchas chicas —comentó la prostituta—. Algunas las controlo yo. ¿Quieres que empecemos?
—No tan deprisa. ¿Eres una madama?
—Más bien una hermana mayor y una confidente —suspiró la puta—, una terapeuta, en realidad. Les concierto citas y me quedo una comisión, pero me gusta ser una amiga, la hermana mayor que sabe de qué va el asunto.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, una vez a la semana me reúno con las chicas que conozco que trabajan en esto y hablamos de los clientes y nos hacemos confidencias y… ya sabes.
El hombre soltó una risita.
—¿Y nunca lo has hecho con otra chica? —inquirió.
—Vaya. Bueno, creo que voy a necesitar un trago para esto. ¿Quieres uno tú también? Tal vez tranquilizará…
Imaginé lo que estaba a punto de ocurrir y me dirigí a la puerta. Cuando tenía la mano en el tirador, vi un bolso en una silla, a pocos metros de distancia. Lo cogí y conseguí desvincularme del apartamento en el preciso momento en que se abría la puerta del dormitorio. Luego corrí.
En el bolso había nueve dólares y cuarenta y tres centavos, además de una información sexual que me impulsó durante más de un año a mirar, albergar esperanzas, merodear y, a veces, a robar. El dinero, por supuesto, carecía de relevancia. Lo que me mantuvo ocupado fue el cuaderno de notas de la furcia.
Se trataba de una improvisada agenda de clientes, sus números de teléfono, las fechas de las citas ya concertadas y una lista de las otras chicas que la «confidente-terapeuta», Carol Ginzburg, «controlaba», junto con los números y los teléfonos de los puteros y notas sobre si la «cita» tendría lugar en un motel, en el piso del cliente o en el apartamento de la propia muchacha. En resumen, aquello era una fuente de información extraordinaria sobre posibles sitios donde mirar y robar y, en el caso de las «citas» ya concertadas, me brindaba la posibilidad de hacer incursiones de reconocimiento del terreno antes de que se produjera el encuentro.
Con la determinación de la Sombra Sigilosa, me dispuse a escribir mi propio cuaderno de notas. Primero, utilicé las Páginas Blancas normales de L. A. y la guía policial «inversa» de números de Walt Borchard. Compilé una lista de las direcciones que correspondían a los números de teléfono y luego, un fin de semana en que el tío Walt salió de la ciudad en una excursión de pesca, simulé un robo con escalo en el garaje trasero y le robé el resto de herramientas de ratero, el cortacésped y un montón de números del National Geographic que, supuestamente, tenían cierto valor. El cortacésped y las revistas los tiré al embalse de Silverlake. Las herramientas las envolví en hule y las metí en un tronco de árbol hueco a dos manzanas de distancia.
A continuación, realicé una serie de misiones de reconocimiento.
Carol Ginzburg y «sus chicas» se encontraban cada domingo para tomar el brunch en el café Carolina Pines, de la esquina de Sunset con La Brea, y en su cuaderno de notas lo calificaba de «charla de chicas». Escuché furtivamente tres de sus sesiones y estudié a las muchachas. Eliminé a «Rita» «Suzette» y «Starr» porque eran unas busconas estúpidas y aprobé a «Danielle», «Lauri» y «Barb», considerándolas aceptables para constituir un tercio de la fusión del trío. Lauri era muy atractiva, alta y majestuosa, con el cabello rubio miel y acento escandinavo. Decidí que, en primer lugar, la seguiría en sus salidas a domicilio, cartografiaría el territorio y puliría mis habilidades de ratero.
Lo hice todo de una manera muy metódica. Lauri tenía una cita en Coldwater Canyon cada tres miércoles. Al inspeccionar la casa, ésta me pareció inexpugnable, con una alarma conectada a la comisaría de policía, y la taché de la lista. También tenía una cita mensual los lunes en una de las zonas menos elegantes de Beverly Hills; las ventanas eran pan comido y junto a las alcobas había abundantes setos que ofrecían un lugar perfecto para esconderse. Aquél sería el «golpe» número uno, el 7 de agosto de 1968.
Y así seguí con el resto de la lista. Primero, las citas de Lauri, después las de Barb y, por último, las de Danielle. Las tres chicas vivían en la plantación rosa de Carol Ginzburg, por lo que no sería conveniente actuar cuando recibiesen en su casa, ya que no podía correr el riesgo de repetir robos en el mismo edificio. Además, algunos de los pisos de los clientes estaban muy a la vista y protegidos contra ladrones, así que tuve que eliminarlos. Al final, me quedé con una lista de diecinueve «probables», todos previamente inspeccionados y marcados en el calendario; unos robos en citas de amantes que, si todo salía bien, me durarían hasta enero de 1970. Por otra parte, yo contaba con un dispositivo a prueba de fallos. Si la policía era alertada de una serie de robos en lugares donde trabajaban las putas, yo me contaría entre los primeros en saberlo.
De día, mientras esperaba que llegara el siete de agosto, mi vida transcurría como siempre: trabajaba en la biblioteca, pasaba películas mentales y anhelaba la invisibilidad psíquica. En cambio; de noche, trabajaba en mi escondrijo, un cobertizo de mantenimiento abandonado que había descubierto en lo más hondo de los bosques de Griffith Park. Al resplandor de una lámpara de arco alimentada con pilas, me familiaricé con el tacto de las seis ganzúas del juego de herramientas y aprendí cómo cedía imperceptiblemente la cerradura cuando las insertaba y las movía en su interior. Compré docenas de cerrojos nuevos de acero mate de varias marcas en las ferreterías y aprendí a neutralizarlos. Practiqué con la ventosa en ventanas y corrí por las oscuras colinas del parque para mantenerme en forma, por si tenía que salir por piernas de alguna de las casas de las citas. Llegué a creer que mi primer año de ratero había sido una mezcla increíble de azar, alarde imprudente y la suerte del principiante. Antes había sido un viajero infantil. Aspiraba a convertirme un artesano consumado.
7 de agosto de 1968
La anotación en la libreta de citas de Carol Ginzburg decía las nueve de la noche, por lo que me puse en marcha hacia Beverly Hills a las siete y media, por si al final se hacía necesario un replanteamiento de última hora. La noche era calurosa y sofocante, bochornosa. Aparqué en un espacio de pago de Wilshire, a tres manzanas de mi objetivo, y caminé hasta allí adoptando el paso despreocupado de quien tiene todo el tiempo del mundo y nada que temer. En Charleville con Le Doux vi la casa del señor Murray Stanton, iluminada como un árbol de Navidad de pura expectación ante una noche caliente con Lauri. Al pasar por la acera junto a la calzada de acceso, oí zumbar a todo trapo el aparato de aire acondicionado montado en la ventana. Me acerqué con disimulo y corté el cable en el punto donde salía de la ventana y entraba en el aparato. Me agaché y admiré mi trabajo. El cable estaba deshilachado y la rotura parecía natural. Entré en el patio trasero y me acurruqué a esperar detrás de un rosal.
A las ocho y veinte, oí una voz masculina que farfullaba: «Mierda»; al cabo de unos segundos, se abrieron unas ventanas en ambos lados de la casa y vislumbré la silueta de Murray Stanton. De lejos, podía pasar por la Sombra Sigilosa.
A las nueve en punto sonó la campanilla de la puerta principal. Me puse los guantes, cerré los ojos, pasé películas mentales y conté hasta quinientos, todo ello simultáneamente. Entonces me acerqué a la ventana más distante del dormitorio, me impulsé apoyándome en el alféizar y me colé en la casa a oscuras.
Unos gritos de éxtasis me dirigieron hacia la puerta de la alcoba. Vi que estaba cerrada, pero no con llave, y que salía luz por debajo. Me figuré que los amantes tendrían los ojos cerrados y abrí la puerta un par de centímetros, empujándola con el pie.
Murray Stanton estaba encima de Lauri, taladrándola, y la plaga de acné enquistado de su espalda era un insulto para la Sombra Sigilosa. Lauri, alta, rubia y majestuosa por lo que se veía de su cuerpo, examinaba una fotografía enmarcada que había cogido de la mesita de noche y tenía la otra mano apoyada en el hombro cubierto de granos de Stanton, con los dedos separados como si temiera que las pústulas fuesen contagiosas. La que gemía era ella, y resultó que era muy mala actriz; el momento culminante de su actuación fue cuando dejó la foto para rascarse la nariz. Era tan guapa que podía ser Lucretia, pero me recordaba a otra persona, a alguien fuerte y nórdico enterrado en un profundo compartimento de la bóveda de mi memoria.
Continué mirando sin excitarme. Al cabo de un rato, Lauri dejó de gritar y se mordió las uñas de las dos manos. Los movimientos de Stanton se volvieron más frenéticos y, jadeante, el tío farfulló: «¡Voy a correrme! Di: “¡Qué grande la tienes! ¡Es tan grande que me hace daño!”»
Lauri pronunció las palabras, procurando contener una risita. Cualquiera, excepto una suerte de cerdo lleno de acné en el momento de llegar al orgasmo, habría notado el tono satírico de su voz. Regresé a la sala y la Sombra Sigilosa, que caminaba a mi lado, me dijo: «Roba, roba, roba.»
Ya en la sala, obedecí. Me disponía a coger una cartera que había encima de una mesita de café cuando recibí un mensaje mental impreso con sorprendente claridad: «No, mejor no la robes, porque el cerdo del acné echará la culpa a Lauri y entonces nunca averiguarás quién es ella.»
El mensaje era tan poderoso que obedecí por reflejo pero, cuando ya me acercaba a la ventana, me guardé en el bolsillo una diminuta fotografía enmarcada de tres niños risueños.
Mirar.
Robar.
Mirar y robar.
Estas dos ocupaciones gemelas dominaron mis horas de vigilia durante el siguiente año, mientras que las pesadillas ocuparon mis sueños. Había esperado que el hombre-mujer-yo sería mi trinidad, pero no fue así. Era una tríada compuesta de: mirar sexo mecánico motivado por la codicia y la desesperación, robar por la supervivencia emocional y porque era la razón para mirar, y soñar para tratar de desentrañar el misterio de Lauri. Que mis sueños se convirtieran inevitablemente en pesadillas fue lo peor.
El nombre auténtico de Lauri era Laurel Hahnerdahl y, haciéndome pasar por un agente de policía al teléfono, supe que había nacido en Copenhague, Dinamarca, en 1943, y que había llegado a América en 1966. Su profesión declarada era «modelo», no tenía familiares en Estados Unidos y no poseía antecedentes delictivos. Eso fue todo lo que el DPLA y el Departamento de Vehículos a Motor pudieron darme.
Era prácticamente imposible que nos hubiéramos conocido, pero yo la sentía simbióticamente familiar. Recorrí su apartamento dos veces y no encontré nada que despertara mis recuerdos. Observé cuatro de sus citas, sin robar, y ni siquiera así logré descifrar el misterio. Soñaba con ella constantemente y siempre era lo mismo: la miraba mientras hacia el amor con un tipo que se parecía a la Sombra Sigilosa y se me nublaba la visión y me acercaba sólo para convertirme en un objeto inanimado sin voz, sin piernas, sin brazos y ciego. Lo único que podía hacer era escuchar y entonces oía truenos, truenos que estallaban acallando miles de voces ininteligibles que trataban de decirme qué significaba Lauri. La pesadilla siempre terminaba al llegar a aquel punto, tras el cual me despertaba con una erección y bañado en sudor.
Lauri regresó a Dinamarca en abril de 1969 y Carol Ginzburg dio un brunch en su honor para celebrar su regreso a la tierra natal. La idea de verla marchar me destrozaba y estaba enojado conmigo mismo por no haber averiguado quién era. Sin embargo, cuando se marchó, mis pesadillas remitieron y pude apartar de mi mente el enigma que esa chica representaba.
Así que seguí mirando y robando, hasta que la esperanza de volver a sentir lo mismo que el 5 de junio de 1968 murió de un exceso de sesiones turgentes de cama, de una superabundancia de expresiones patéticas de soledad. Frente a la desilusión que me había llevado mirando, robar me proporcionó una nueva ilusión, así que di once golpes seguidos. Le vendí todo el material a Cosmo Veitch y me deleité en el hecho de que Cosmo, si bien finalmente había descubierto que yo no era policía, me temía de veras. Desde finales del verano de 1968 hasta la mitad del verano de 1969 me pagó un total de siete mil doscientos dólares por los objetos que yo había robado, suma que guardé en una caja de seguridad de un banco de La Brea para cuando dejara de trabajar en la biblioteca y me marchara del edificio de mala muerte de Walt Borchard.
Sin embargo, en agosto de 1969 ocurrió una serie de acontecimientos que, por su coincidencia en el tiempo, me obligaron a hacer un alto temporal en mi carrera delictiva. Sharon Tate y otras cuatro personas fueron acuchilladas en su casa de Benedict Canyon, un hecho que, sumado a los acuchillamientos similares del matrimonio La Bianca, ocurridos en el barrio de Los Feliz, en el otro extremo de la ciudad, desató el pánico y provocó un auge de todo tipo de aparatos y servicios de seguridad. Los angelinos compraban pistolas y perros de vigilancia y se atrincheraban en contra de unos asesinos concretos que seguían sueltos y en contra de los años sesenta en general. Robar en las casas se convirtió en un negocio arriesgado.
Por otra parte, Carol Ginzburg acabó sumando dos y dos y relacionó los robos en los pisos de los clientes con la desaparición de su agenda. En el brunch dominical del restaurante, la oí decir: «Coincidencia, coincidencia…; algo raro está pasando.» Explicó su teoría de un ladrón muy frío que, por precaución, sólo actuaba de una manera intermitente, y añadió que iba a contratar a un detective privado para que investigara qué sucedía. Carol siguió hablando; yo pagué la cuenta y salí del local.
Sin el mirar y el robar, lo único que quedaba de mi trinidad eran las pesadillas. Aunque Lauri se había marchado, regresaron. Eran susurros que me tentaban entre el estruendo de los truenos. No sabía qué decían pero, cuando despertaba, notaba el sabor de la sangre.