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La noche siguiente, di el golpe.

El día se había reducido a furiosas películas mentales y temblores externos, y el bibliotecario jefe me preguntó un par de veces si había pillado un resfriado; pero cuando cayó la oscuridad, se adueñó de mí una profesionalidad largo tiempo enterrada y mi mente se concentró en las exigencias del trabajo que se avecinaba.

Ya había decidido que mi «chicha» serían las viviendas de mujeres solitarias y que sólo robaría lo que, razonablemente, pudiera llevar encima. Sabía, por anteriores monólogos de Walt Borchard, que la zona que quedaba justo al sur de East Griffith Park Road estaba relativamente libre de pasma; era un barrio de clase media con baja criminalidad que sólo requería una vigilancia superficial. Con esta información privilegiada en la cabeza, me encaminé hacia allí cuando salí del trabajo.

Las calles de la zona de Los Feliz y Hillhurst eran una combinación de casas de estuco de cuatro vecinos y casitas unifamiliares, de jardines delanteros estrechos y anchos. Trazando un ocho, rodeé los bloques de viviendas desde Franklin hacia el norte, comprobando si había o no coches en los garajes particulares y buscando puertas débiles que se vieran fáciles de forzar. La palanca cincel descansaba en mi bolsillo trasero, envuelta en un par de guantes de goma que había comprado durante la hora del almuerzo. Estaba preparado.

El sol empezó a ponerse a las siete y media y tuve la sensación de que los garajes que todavía estaban vacíos seguirían estándolo. Entre las seis y las siete había habido una gran marea de gente que volvía a casa del trabajo, pero el tráfico ya estaba disminuyendo y empezaba a ver más y más viviendas a oscuras y sin coches en las calzadas privadas de acceso. Decidí esperar a que anocheciese del todo para ponerme en marcha.

Veinticinco minutos después, me encontraba en New Hampshire Avenue, acercándome a Los Feliz. Llegué a una zona de oscuras casas de una planta y empecé a pasar junto a los patios delanteros, deteniéndome a buscar nombres de mujeres solteras en los buzones. Los cuatro primeros identificaban a los inquilinos como «Sr. y Sra.», pero la quinta era chicha: «Srta. Francis Gillis.» Anduve hasta la puerta y llamé al timbre antes de que el miedo pudiera atenazarme.

Silencio.

Un timbrazo. Dos. Tres. Detrás de la ventana de la fachada, la oscuridad parecía intensificarse con el eco de cada llamada. Me puse los guantes, saqué la herramienta y la encajé en el estrecho espacio entre la puerta y el dintel. Me temblaban las manos y me dispuse a empujar, forzar y astillar. Sin embargo, justo entonces, los temblores se aceleraron y el filo plano de la ganzúa corrió limpiamente el pasador de la cerradura. La puerta se abrió con un clic por pura chiripa.

Me colé dentro y cerré la puerta; luego, me quedé absolutamente inmóvil en la oscuridad del interior, esperando a que se revelara la forma y distribución de la estancia. Notaba una comezón desde la pelvis a las rodillas y, mientras estaba allí plantado pensando en la Sombra Sigilosa, la sensación se fue concentrando en mi entrepierna.

Entonces se produjo un ruido de rascar de uñas y una poderosa fuerza bruta me golpeó la espalda. Unos dientes se cerraron sobre mi rostro y noté que me desgarraban una parte de la mejilla. Dos ojos amarillentos brillaron de inmediato ante mí, enormes y extrañamente traslúcidos. Supe que se trataba de un perro y que la Sombra Sigilosa quería que lo matara.

Los dientes se cerraron de nuevo; esta vez, me rozaron la oreja izquierda. Noté las uñas escarbando en mi estómago y lancé un golpe con la punta afilada de mi herramienta, adelante y arriba, donde calculaba que estarían los intestinos del animal. Fue una imitación perfecta del movimiento de la S. S. y, cuando el filo desgarró la piel y asomaron las entrañas, calientes y húmedas, llegué al borde del orgasmo. Me quité el perro de encima, mientras el animal iniciaba una serie de agónicos mordiscos por puro reflejo, y permanecí tumbado, aplastado contra el suelo. Mis ojos ya se habían adaptado a la oscuridad, así que distinguí un sofá repleto de cojines a unos palmos de donde me encontraba. Me arrastré hasta allí, agarré un almohadón de buen tamaño, adornado con borlas, y lo presioné sobre la cabeza del perro hasta asfixiarlo.

Cuando me incorporé, me sentí mareado. Encontré una lámpara de pie y la encendí. A su luz vi una sala de estar de estilo danés moderno con una naturaleza muerta de estilo Plunkett moderno en el centro, una alfombra empapada de sangre y un pastor alemán con un cojín de ganchillo por cabeza. Me temblaban las manos, pero una película mental en blanco me permitía mantener la calma. Me dispuse a realizar mi primer robo.

En el cuarto de baño, me lavé la herida de la mejilla con agua de hamamelis y luego me apliqué un lápiz astringente en el corte. Pronto se formó una costra y, tras cubrir la zona con pequeñas tiras de esparadrapo, pasé al dormitorio.

Procedí despacio, metódicamente. Primero, me quité la camisa manchada de sangre, formé una pelota con ella y revolví el armario hasta encontrar una camisa azul que no levantaría sospechas en un hombre. Me la puse y observé cómo me quedaba en el espejo de la pared. Ajustada, pero no se me veía raro con ella. El pantalón también estaba empapado en sangre y sucio de restos de tripas, pero era oscuro y las manchas no se notaban demasiado. Podía volver a casa con él.

Me concentré en el saqueo y hurgué en los cajones, cómodas y alacenas, hasta dar con una cajita de madera de cedro llena de billetes de veinte dólares y un secreter de terciopelo donde había piedras relucientes y sartas de perlas que parecían auténticas. Pensé en hacer una búsqueda de tarjetas de crédito, pero decidí que no era aconsejable. Lo del perro muerto podía significar que el robo recibiera más atención de la habitual por parte de la policía, y no quería arriesgarme a traficar con tarjetas que fueran objeto de especial interés de la pasma. Para ser el primer golpe, había robado suficiente.

Con la herramienta, el dinero y las joyas en los bolsillos del pantalón, di una última vuelta por la casa, apagando luces. Cuando recogí la camisa ensangrentada, la Sombra Sigilosa me envió un pequeño adorno conmemorativo y, camino de la puerta, arrojé una caja de galletas para perro junto a la cabeza cojín del pastor alemán.