El incidente de la consulta del psiquiatra no tuvo repercusiones externas y pasé al instituto sin más malos tratos psiquiátrico-académicos. El doctor sabía reconocer un objeto inamovible cuando lo veía.
Con todo, me sentía como una máquina defectuosa; como si dentro de mí hubiera una pieza suelta, algo que podía vagar por mi cuerpo a voluntad, buscando y aprovechando modos de hacerme parecer pequeño bajo presión. Cuando me dedicaba a mis juegos mentales en clase, sustituyendo caras y cuerpos, chico con chico, chica con chica y combinando géneros, era como una carrera de obstáculos en la que me asaltaban imágenes sexuales sin ton ni son. El carácter aleatorio y el poder indiscriminado de lo que yo mismo me hacía ver resultaban pasmosos; y la necesidad a la que notaba que respondían me asaltaba como una marejada de odio hacia mí mismo. Ahora sé que estaba enloqueciendo.
Me salvó un villano de cómic.
Se llamaba Sombra Sigilosa y era un malvado habitual de las páginas de El Hombre Puma. Era un supercriminal, un pistolero ladrón de joyas que conducía un coche anfibio trucado y farfullaba una versión de Nietzsche propia de retrasado mental en bocadillos de texto de tamaño exagerado. El Hombre Puma, un blandengue moralista que llevaba un Cadillac del 59 que llamaba Gatomóvil, siempre conseguía enchironar a la Sombra Sigilosa, aunque éste siempre se fugaba un par de números después.
La Sombra me gustaba por el coche y por una capacidad sobrenatural que poseía y que yo tenía la sensación de ser capaz de emular de forma realista. El coche era anguloso y reluciente, todo él de acero mate, todo él maldad. Tenía unos faros que lanzaban un rayo nuclear letal que convertía en piedra a la gente; en lugar de gasolina, el motor funcionaba con sangre humana. La tapicería estaba confeccionada con pieles de felino de color tostado, procedentes de la familia mártir del archienemigo Hombre Puma. Del portaequipajes sobresalía una horca. Cada vez que la Sombra Sigilosa se cobraba una víctima, su novia vampiro, Lucretia, una rubia alta de largos colmillos, marcaba una muesca con ellos en la madera.
¿Basura ridícula? De acuerdo. Pero el dibujo era soberbio y la Sombra Sigilosa y Lucretia destilaban una maldad elegante y sensual. La S. S. tenía un bulto cilíndrico que le llegaba casi hasta la rodilla de la pernera izquierda del pantalón; los pezones de Lucretia siempre estaban erectos. Eran unos dioses high-tech veinte años antes del high-tech, y me pertenecían.
La Sombra Sigilosa tenía la facultad de disfrazarse sin cambiar de ropa. La conseguía bebiendo sangre radiactiva y concentrándose en la persona a la que quería robar o matar, de modo que se empapaba tanto del aura de esa persona que acababa asemejándose psíquicamente a ella, de tal forma que era capaz de imitar todos sus movimientos y de anticipar cada uno de sus pensamientos.
El objetivo último de la S. S. era conseguir la invisibilidad. Este propósito lo impulsaba, lo impelía más allá del don que ya poseía de la invisibilidad psíquica, de ser capaz de encajar en cualquier lugar y ocasión. Ser invisible físicamente le daría carta blanca para apoderarse del mundo.
Naturalmente, la Sombra Sigilosa nunca conseguía su propósito, pues ello habría aniquilado sus posibles confrontaciones con el Hombre Puma y éste era el héroe de la historieta. Pero la S. S. vivía en la ficción y yo, en cambio, era real, de carne y hueso y acero mate. Decidí hacerme invisible.
Mis tránsitos de silencio y las películas mentales habían sido un buen entrenamiento. Sabía que mis recursos intelectuales eran soberbios y había reducido mis necesidades humanas al puro mínimo que la nulidad de mi madre se ocupaba de cubrir: techo, comida y unos dólares a la semana para incidencias. Pero la imagen de intruso callado que había llevado como escudo durante tanto tiempo me perjudicaba: carecía de habilidades sociales, no percibía a los demás como otra cosa que objetos risibles y, si quería imitar con éxito la invisibilidad psíquica de la Sombra Sigilosa, tendría que aprender a mostrarme obsequioso y estar al corriente de los temas propios de adolescentes que tanto me aburrían: deportes, citas y rock and roll. Tendría que aprender a conversar.
Y eso me aterrorizaba.
Pasé largas horas en clase, con mis películas mentales silenciadas mientras mis oídos rastreaban en busca de información; en el gimnasio escuché largas conversaciones, prolijamente embellecidas, sobre tamaños de penes. Una vez me encaramé a un árbol cerca del vestuario de las chicas y escuché las risitas que se alzaban entre el siseo de las duchas. Recogí mucha información, pero no me atrevía a actuar.
Así pues, reconozco que por cobardía tiré la toalla. Me convencí de que, aunque la Sombra Sigilosa pudiera dejar de depender de disfraces, yo no podría. El problema, así, quedaba limitado a conseguir una armadura adecuada.
En 1965 existían tres estilos de indumentaria favoritos entre los adolescentes angelinos de clase media: el surfero, el chicano y el colegial. Los surferos, practicaran de verdad el surf o no, llevaban pantalones blancos Levi’s, zapatillas de tenis Smiley de Jack Purcell y Pendleton’s; los chicanos, tanto miembros de bandas como pseudorrebeldes, llevaban pantalones militares con corte lateral en las vueltas, camisas Sir Guy y gorros de lana de granja penitenciaria. Los colegiales se inclinaban por ese modo de vestir —camisa con botones en las puntas del cuello, suéter y mocasines— que todavía se lleva. Calculé que tres conjuntos de cada estilo me proporcionarían suficiente camuflaje.
En ese momento me asaltó una nueva oleada de miedo. No tenía dinero para comprar ropa. Mi madre nunca dejaba un dólar sin guardar y era sumamente tacaña, y yo aún no me atrevía a hacer lo que mi corazón más deseaba: forzar una puerta y entrar a robar. Disgustado por mi cautela, pero decidido todavía a conseguir un vestuario, asalté los tres armarios roperos de mi madre, llenos de prendas de su juventud que ya no se ponía.
Visto retrospectivamente, sé que el plan que tramé fue producto de la desesperación: una táctica dilatoria para retrasar mi inevitable curso acelerado sobre relaciones sociales; en aquel momento, sin embargo, me pareció el epítome de lo razonable. Un día me fumé las clases y me llevé un surtido de afilados cuchillos de cocina al armario de la alcoba de mi madre. Estaba convirtiendo uno de sus viejos abrigos de tweed en una capa cuando ella regresó del trabajo, antes de lo habitual; al ver lo que hacía, se puso a gritar.
Con un gesto que pretendía ser tranquilizador, yo levanté las manos, en las que aún sostenía un cuchillo de carne con filo de sierra. Mi madre soltó tal chillido que temí que se le rompieran las cuerdas vocales; después, consiguió articular la palabra «animal» y señaló mi entrepierna. Vi que tenía una erección y solté el cuchillo; mi madre me abofeteó torpemente, con la mano abierta, hasta que la visión de la sangre que me salía de la nariz la obligó a parar. Echó a correr escaleras abajo. En apenas diez segundos, la mujer que me había dado a luz pasó de nulidad a archienemiga. Fue como llegar al hogar.
Tres días más tarde, decretó mi castigo formal: seis meses de silencio. Cuando me anunció la sentencia, sonreí; fue un alivio temporal de mis terribles temores respecto a la misión de la invisibilidad, y también la oportunidad de montarme películas mentales sin límite.
Aunque mi madre sólo pretendía que no abriera la boca en casa, tomé el edicto al pie de la letra y llevé mi silencio a todas partes. En la escuela ni siquiera hablaba cuando me dirigían la palabra: si los maestros necesitaban una respuesta por mi parte, escribía una nota. Esto creó bastante revuelo y muchas especulaciones sobre mis motivos. La interpretación más común fue que era una especie de protesta contra la guerra de Vietnam, o una expresión de solidaridad con el movimiento de los Derechos Civiles. Como sacaba notas excelentes en los exámenes y en los trabajos escritos, mi mudez se toleraba, aunque fui sometido a una batería de tests psicológicos. Manipulé los tests para mostrar en cada uno de ellos una personalidad completamente distinta, lo cual desconcertó a los pedagogos hasta tal punto que, después de muchos intentos fallidos para que mi madre interviniera, decidieron permitir que me graduara en junio.
Así pues, mis películas mentales en clase pasaron a ir acompañadas de las miradas directas de mis compañeros, varios de los cuales me consideraban «molón», «alucinante» y «vanguardista». El tema central era penetrar objetos aparentemente impenetrables y las miradas de asombro que me dedicaban me hacían sentir capaz de cualquier cosa.
Junto con este sentimiento, desarrollé un odio acerbo hacia mi madre. Me aficioné a hurgar entre sus cosas, buscando modos de hacerle daño. Un día se me ocurrió mirar en su cajón de las medicinas y encontré varios frascos de fenobarbital. Se me encendió una luz en la cabeza y registré el resto de su habitación y el baño. Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontré la confirmación que buscaba: frascos vacíos del sedante, puñados de ellos, cuyas etiquetas llevaban fechas que se remontaban a 1951. Dentro de los frascos había hojitas de papel cubiertas de escritos a lápiz con letra minúscula e indescifrable.
Como no entendía las palabras de mi madre zombi, tenía que conseguir que las leyera ella en voz alta. Al día siguiente, en clase, le pasé una nota a Eddie Sheflo, un surfero que, según se comentaba, había dicho que «lo de Marty me parece cojonudo». La nota decía:
Eddie:
¿Puedes comprarme un bote de un dólar de benzas del 4?
El surfero rubio y grandote rechazó el dólar que le ofrecía y dijo:
—Cuenta con él, mudo con huevos.
Esa tarde, cambié el fenobarbital por la bencedrina y la bombilla de encima de la cómoda de mi madre por otra menos potente. Las dos clases de pastillas eran pequeñas y blancas, y esperaba que la luz mortecina contribuiría a que las confundiera.
Me senté abajo a esperar el resultado de mi experimento. Mi madre volvió a casa del trabajo a la hora de siempre, las seis menos veinte, me saludó con un gesto de la cabeza, tomó su acostumbrado bocadillo de ensalada de pollo y subió al piso de arriba. Yo esperé en la que había sido la silla favorita de mi padre, hojeando un montón de cómics de El Hombre Puma.
A las nueve y diez, oí unos ruidos en la escalera y, al momento, mi madre apareció ante mí sudorosa, con los ojos desorbitados, temblando bajo la combinación. «¿Qué, dándole al zumo de zanahoria, mamá?», dije, y ella se llevó las manos al corazón, con la respiración acelerada. «Qué curioso, a Bugs Bunny no lo afecta así», añadí, y ella se puso a farfullar sobre el pecado y aquel chico horrible con el que se acostó por su cumpleaños en 1939, y cuánto odiaba a mi padre porque bebía y tenía una cuarta parte de sangre judía, y teníamos que apagar las luces de noche o los comunistas sabrían lo que estábamos pensando. Yo sonreí, le dije: «Tómate dos aspirinas con otro trago de zumo de zanahoria», di media vuelta y salí de la casa.
Deambulé por el barrio toda la noche; luego, al alba, volví a casa. Cuando encendí la luz del salón, vi que por una rendija del techo goteaba un líquido rojo. Fui arriba a investigar.
Mi madre yacía en la bañera, muerta. Sus brazos cubiertos de cortes sobresalían a los lados y la bañera estaba hasta el borde de agua y sangre. En el suelo, media docena de frascos de fenobarbital flotaban en dos dedos de agua roja.
Bajé al vestíbulo y llamé a Emergencias. Con la voz adecuadamente sofocada, di mi dirección y dije que quería informar de un suicidio. Mientras esperaba la ambulancia, llené el cuenco de las manos con la sangre de mi madre y bebí a grandes tragos.