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Lo único que mi madre requería de mí era que mantuviese un grado razonable de silencio y que no la cargara preguntándole qué pensaba. Implícito en ello estaba su deseo de que fuera moderado en la escuela, en los juegos y en casa. Si mi madre pensaba que aquella orden era un castigo, se equivocaba: yo, mentalmente, podía ir a donde se me antojara.

Como los demás muchachos del barrio, fui a la escuela primaria de Van Ness Avenue; allí obedecí, reí y me sentí herido por tonterías, pero mientras que los otros chicos encontraban su dolor/alegría en estímulos externos, yo hallaba los míos reflejados en una pantalla de cine que se alimentaba de mi entorno, especialmente formateada para ser proyectada dentro del cerebro mediante un dispositivo mental que, con la precisión de un cuchillo, siempre sabía exactamente lo que yo necesitaba para no aburrirme.

Las proyecciones discurrían como sigue:

La señorita Conlan o la señorita Gladstone se hallaban ante la pizarra, perorando tediosamente. A medida que crecía mi aburrimiento, la maestra empezaba a desvanecerse y mis ojos comenzaban a rastrear, de manera involuntaria, en busca de algo que me mantuviera mentalmente despierto.

Los niños más altos nos sentábamos en la parte posterior del aula y, desde mi pupitre en el extremo izquierdo de la fila, tenía una perfecta visión hacia delante y en diagonal; una visión que me ofrecía instantáneas de perfil de todos mis compañeros de clase. Con la imagen y la voz de la maestra reducidas al mínimo, las caras de los otros niños se disipaban y se formaban rostros nuevos; fragmentos de conversaciones susurradas se unían hasta que toda suerte de híbridos chico/chica me declaraban su devoción.

Que me amaran en un vacío era como una fantasía y los sonidos de la calle se me antojaban música. Pero un movimiento repentino dentro del aula o el estrépito de los libros fuera, en el vestíbulo, lo estropeaban todo. Pieter, el chico alto y rubio que se sentó a mi lado desde tercero hasta sexto grado, de venerador confiado se convertía en monstruo, y el nivel de ruido determinaba que sus rasgos fueran más o menos grotescos.

Después de unos prolongados momentos de sobresalto volvía a percibir la parte delantera del aula, me concentraba en los escritos de la pizarra o en el monólogo de la maestra y, como si creyera que podía salir indemne de mi acción, intercalaba algún comentario. Hacerlo me tranquilizaba y atraía las miradas de los demás chicos, que a su vez encendían una parte de mi cerebro que medraba a base de crear caricaturas crueles y repentinas. Al poco, la bonita Judy Rosen tenía los grandes dientes de macho cabrío de Claire Curtis y el comedor de mocos secos, Booby Greenfield, surtía de pelotillas a Roberta Roberts, arrojándolas sobre los jerséis de cachemira que ella se ponía siempre para ir a la escuela, hiciera el tiempo que hiciese. Me reía para mis adentros y a veces lo hacía en voz alta. Y seguía preguntándome hasta dónde podría llevar aquello, si sería capaz de refinar el mecanismo de modo que ni siquiera el ruido malo me hiriera.

En cuanto a las heridas, sólo los otros niños eran capaces de hacerme sentir vulnerable y, con apenas ocho o nueve años, la incómoda sensación de ser cautivo de unas necesidades irracionales de unión ya resultaba física: una sacudida premonitoria del terror y del desespero que ocasionan las actividades sexuales. Me opuse a la necesidad negándola, encerrándome en mí mismo y mostrando una cara truculenta que no soportaba tonterías de mis compañeros. En un artículo reciente de la revista People, media docena de vecinos —que tenían mi edad cuando yo era niño— hablaban de mí y los adjetivos que más utilizaban para describirme eran «raro» «extraño» y «retraído». Kenny Rudd, que vivía al otro lado de la calle y que ahora diseña juegos de baloncesto para ordenador, era el que más se acercaba a la verdad: «Lo que se decía era: “No (…) a Marty, es un psicópata.” No sé, pero quizás era más cuestión de miedo que de otra cosa.»

Bravo, Kenny, aunque me alegro de que tú y los cretinos de tus compañeros ignoraseis aquel simple hecho cuando éramos niños. Mi carácter extraño te producía asco y te proporcionaba alguien a quien detestar desde una distancia segura pero, si hubieras captado lo que ocultaba, te habrías aprovechado de mi miedo y me habrías torturado con él. Sin embargo, me dejaste en paz y me facilitaste el descubrimiento de mi entorno físico.

De 1955 a 1959, cartografié mi hábitat inmediato y obtuve de la tarea una extraña cosecha de datos: la casa de ladrillo de apartamentos de Beachwood entre Clinton y Melrose tenía un cementerio de animales domésticos en el patio trasero; el tramo recién construido de «escondites para solteros», en Beverly y Norton, estaba edificado con vigas podridas, mezcla de estuco defectuoso y contrachapado. El picadero apócrifo era, en realidad, un patio de bungalow en Raleigh Drive donde un profesor de la Universidad del Sur de California llevaba estudiantes para encuentros homosexuales. Los días de recogida de basura, el señor Eklund, que vivía calle arriba, cambiaba sus botellas de ginebra por las de jerez de la señora Nulty, cuya casa estaba dos puertas más abajo. El motivo de tal trueque se me escapaba, aunque sabía que estaban liados. Los Bergstrom, los Seltenright y los Monroe habían celebrado una fiesta nudista en la piscina de la casa de los Seltenright en julio de 1958 que propició una aventura sentimental entre Laura Seltenright y Bill Bergstrom; Laura puso los ojos en blanco cuando vio por primera vez la enorme salchicha de Bill.

Y el operador de cabina del Clinton Theatre vendía anfetas a los integrantes del equipo de natación del instituto Hollywood High; y el «homo fantasma», que recorrió la vecindad en busca de jovencitos durante una década, era un tal Timothy J. Costigan, de Saticoy Street, en Van Nuys. En el puesto Burgerville de Western servían enchilada de carne picada de caballo. Una noche oí al dueño hablando, cuando creía que no había oídos indiscretos, con el hombre que se la suministraba. Yo sabía todas esas cosas y, durante mucho tiempo, me bastó con saberlas.

Los años llegaron y se fueron. Mi madre y yo seguimos adelante. Su silencio pasó de asombroso a mundano; el mío, a medida que mis recursos mentales se desarrollaban, de tenso a relajado. Entonces, en el último año en el colegio, los profesores notaron por fin que yo sólo hablaba cuando me dirigían la palabra. A raíz de aquello, me obligaron a que consultara con un psiquiatra infantil.

El psiquiatra me impresionó por su condescendencia y por la poco natural atracción que le inspiraban los niños. En su despacho había una serie de juguetes dispuestos de una forma no demasiado sutil: animales de peluche y muñecas, con ametralladoras de plástico y soldaditos intercalados. Enseguida comprendí que era más listo que él.

Mientras me sentaba en el diván, él señaló los juguetes.

—No sabía que fueras tan mayor. Catorce años. Estos juguetes son para niños pequeños, no para los mayores como tú.

—Soy alto, pero no mayor.

—Lo mismo da. Yo soy bajo. Los bajos tienen problemas diferentes que los altos, ¿no crees?

Su interrogatorio era fácil de seguir. Si respondía que sí, equivaldría a reconocer que tenía problemas; si decía que no, me soltaría una perorata sobre que todo el mundo tenía problemas y luego me contaría alguno de los suyos en un truco barato de empatía.

—No lo sé, ni me importa —contesté.

—Los chicos que no se preocupan de sus propios problemas tampoco suelen preocuparse de sí mismos. Algo un poco raro, ¿no te parece?

Me encogí de hombros, le dediqué una de esas miradas inexpresivas que utilizaba para mantener a distancia a los otros chicos y pronto empezó a desvanecerse hasta convertirse en un mero punto, mientras mi mente aplicaba el zoom al oso de peluche de mi derecha. Al cabo de una fracción de segundo, el oso de peluche apuntaba a la cabeza del loquero con un bazuca de plástico y yo me eché a reír.

—¿Sueñas despierto, chico mayor? ¿Quieres contarme qué te parece tan divertido?

Hice una perfecta transición suave de mi película mental al doctor y sonreí al conseguirlo. Noté que él estaba desconcertado. Mis ojos se posaron en un Bugs Bunny de felpa y dije:

—¿Qué hay de nuevo, viejo?

—Por lo general, Martin, los jóvenes que son muy callados tienen muchas cosas en la cabeza. Tú tienes una mente de primera y tus notas en la escuela lo demuestran. ¿No crees que ha llegado la hora de que me cuentes qué te preocupa?

Bugs Bunny empezó a enarcar las cejas y a morder juguetonamente el cuello del psiquiatra.

—El precio de las zanahorias —respondí.

—¿Qué? —El loquero se quitó las gafas de montura de pasta y limpió los cristales con la corbata.

—¿Ha visto alguna vez un conejo con gafas?

—Tú no me sigues, Martin. No estás siendo lógico.

—Y el buen cuidado de los ojos, ¿no es lógico?

—Llegas a conclusiones erróneas.

—No es cierto. Erróneas son las conclusiones que no se deducen de las proposiciones establecidas. El buen cuidado de los ojos guarda relación con comer zanahorias.

—Martin, yo… —El médico estaba ruborizado y sudoroso. Bugs Bunny le lanzaba zanahorias al escritorio.

—No me llame Martin, llámeme «chico mayor». Me sienta bien.

—Cambiemos de tema —propuso él al tiempo que se ponía las gafas—. Háblame de tus padres.

—Son adictos al zumo de zanahoria.

—Comprendo. ¿Y eso qué significa?

—Que tienen buena vista.

—Comprendo. ¿Algo más?

—Orejas largas y cola peluda.

—Comprendo. Te consideras gracioso, ¿no?

—No. En cambio usted sí que me lo parece.

—Eres un niñato maleducado. Seguro que no tienes ni un solo amigo en el mundo.

La habitación se convirtió en cuatro paredes de ruido atroz y Bugs Bunny se volvió hacia mí, empujando un calidoscopio terrible de recuerdos medio enterrados para que destellara en mi pantalla mental: un chico alto y rubio que le decía a un grupo de amigos: «Marty el pedorro me pedía que mirase el tráfico con él.» Pieter y su hermana Katrin rechazando mi intento de conseguir que se sentaran a mi lado en sexto grado.

El loquero me miraba con una mueca presuntuosa porque me había mostrado vulnerable y Bugs Bunny, su colega secreto, no dejaba de reírse mientras me rociaba de pulpa naranja. Busqué a mi alrededor algo de acero inoxidable, como el tirachinas de mi padre. Vi una barra de cortina apoyada en la pared trasera, la cogí y le rebané la cabeza al conejo de felpa. El loquero me miró con asombro.

—Nunca más volveré a hablar con usted —declaré—. Nadie puede entenderme.