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El cálculo de Dusenberry se quedaba corto y la metáfora de la piedra del alcaide Warden Wardlow acertaba sólo en parte. Los objetos inanimados pueden sangrar pero, para que se lleve a cabo una transfusión, la efusión debe ser autorizada por la volición más profunda y lógica del objeto. Incluso Milt Alpert, ese decente marchante de literatura básicamente honrado, ha tenido que argumentar el anuncio de nuestra colaboración con eslóganes cargados de justificaciones y con palabras que nunca he pronunciado. No acepta el hecho de que ganará el diez por ciento de un discurso de despedida sangriento. Le resulta incomprensible que no sienta remordimiento ni desee la absolución.

Una persona en mi situación con más visión de futuro aprovecharía esta oportunidad narrativa y la utilizaría para la manipulación de los profesionales de la salud mental y del estamento judicial liberal, gente proclive a una visión barata de redención. Como no albergo la menor esperanza de salir de esta cárcel, no haré tal cosa pues, simplemente, sería una falta de honradez. Tampoco voy a presentar un alegato psicológico, yuxtaponiendo a mis acciones el supuesto carácter absurdo de la vida norteamericana del siglo XX. Me he sometido voluntariamente a la baqueta del silencio y, al crear mi propia realidad envasada al vacío, he sido capaz de existir fuera de las influencias ambientales ordinarias hasta un punto excepcional: el afán prosaico de crecer y ser norteamericano no arraigó en mí y muy pronto lo transformé en algo más. Así, me reafirmo en mis acciones. Sólo son innatas para mí.

Aquí, en mi celda, tengo cuanto necesito para que mi discurso de despedida cobre vida: una excelente máquina de escribir, papel en blanco y documentos policiales que me ha procurado mi agente. En la pared del fondo hay un mapa de Estados Unidos Rand-McNally y, junto a mi camastro, una caja de alfileres con la cabeza de plástico. A medida que este manuscrito vaya desarrollándose, marcaré con los alfileres los lugares donde cometí algún asesinato.

Pero, por encima de todo, dispongo de mi mente, mi silencio. En el marketing del horror existe una dinámica: ofrécelo en una hipérbole recargada que distancie a la vez que horrorice; luego, enciende las luces, literales o figuradas, inspirando gratitud por el fin de una pesadilla que, de entrada, era demasiado horrible para ser cierta. No seguiré esa dinámica. No permitiré que me compadezcáis. Charles Manson, parloteando en su celda, inspira compasión; Ted Bundy, proclamando su inocencia a fin de atraer correspondencia de mujeres solitarias, merece desprecio. Yo merezco temor y respeto por seguir íntegro al final del largo camino que estoy a punto de emprender. Y, habida cuenta de que la fuerza de mi pesadilla prohíbe que se acabe, me lo concederéis.