Oficialmente, y ésa fue la historia que recogieron los periódicos, el conocido multimillonario míster Leland Verschoyle falleció a resultas de las consecuencias de un ataque de enajenación mental. La locura le arrastró a lanzarse a la calle pegando tiros y cargándose un guardia. La policía, al tratar de reducirlo, terminó abatiéndole con sus disparos. El que perdiera la chaveta se justificó como secuela del inmenso dolor producido y no superado por la tragedia protagonizada por su bienamado unigénito Adam, homicida del agente artístico de la actual mistress Verschoyle, y muerto después al tratar de eludir un control policial. Se decía que en los meses posteriores Leland desmejoró a ojos vistas por culpa de la angustia íntima y el rapto de locura fue la salida fatal del conflicto psíquico. Para nada se habló de mí, ni de la agresión llevada a cabo contra mis oficinas en Yucca Avenue.
El sistema cerró filas en plan de disciplinada sociedad secreta, como hace siempre a la hora de salvar la cara de uno de sus miembros representativos. Bueno es el sistema. El sistema se las trae. Relegó las muertes de Dewar y compañía a las últimas páginas, enterrándolas bajo la habitual explicación de ajuste de cuentas entre gentuza; y a la sargento Trevillyan la amonestó con severidad el JSP por tener demasiado ligero el dedo a la hora de apretar el gatillo. Los periodistas evitaron con toda delicadeza remover el cieno. En eso quedó nuestra cacareada libertad de prensa.
A nivel extraoficial, vía rumor, circuló otra versión por medios concretos y limitados, en la que Flower, colaborador ocasional de la Mantis, era más protagonista. Se supo que el día que le abrieron la garganta a Nemo Harían en el camerino de Beryl Barnes y poco antes de que la esbelta sargento de Homicidios llegara al lugar del crimen, Leland fue visto telefoneando desde una cabina cercana al Odeon. También se me vio aparecer a mí. Trascendió que Leland me había perseguido con propósitos asesinos. Se dedujo que Harlan molestaba a mistress Verschoyle; que el viejo le quitó de en medio; que yo lo había descubierto trabajando con la albina; que Leland quiso cerrarme la boca y que la joven sargento le dio su merecido, aunque después sólo recibiera la ingratitud de la superioridad como premio.
Una y otra versión contribuyeron a elevar la fama de Gertrude Verschoyle, también conocida como Beryl Barnes, a cotas jamás alcanzadas por figura alguna. Además de convertirse en una de las mujeres más ricas del continente su destino enterneció a las señoras y exacerbó el interés de los morbosos. En poco tiempo había perdido al prometido y el esposo. La llamaban «la desdichada chica del órgano». La consecuencia fue que el Odeon agotó entradas con un año de anticipo sin poder suspender representaciones en señal de duelo, y que la RKO se viese obligada a aumentar su oferta, firmando un contrato de diez millones de dólares por las dos primeras películas que rodase Beryl Barnes, récord sonado en los anales de la historia del cine.
Mi versión difería de la oficial y de la extraoficial. Era la más completa, que para eso estuve en el meollo del asunto desde el comienzo. Mi versión decía que Gertrude era la inductora de las siete muertes producidas desde el otoño anterior hasta el veintidós de agosto. Y Flower, el catalizador estúpido.
Dewar y sus camaradas del hampa se habían presentado en Los Ángeles como unos sátiros, con la entrepierna ardiendo, atraídos por la fama de su antigua pupila. La obligaron a repetir viejas obscenidades con la amenaza de chivarse si no aguantaba el rollo. Gertrude los contentó con un horario estricto en lugares diferentes, de modo que cada uno ignorase que se acostaba con los demás, y deseosa de terminar con aquella dependencia y desembarazarse de esa amenaza de su pasado ideó un plan maquiavélico. Me contrató de espía haciéndome dejar informes en su casa y en el teatro. Primero dijo a Porky que mirase el órgano. El gordo lo hizo así, se enteró de que Matt se tiraba a su querida y ni corto ni perezoso envió su banda para que le diese el pasaporte. Luego le contaría algo parecido a Harlan. El chulo fue al órgano, supo que el saco de grasa disfrutaba de la organista y se deshizo de su rival poniéndole explosivos en el coche bajo las posaderas. También a Silliman le contaría el cuento del órgano. Silliman se informó de lo de Harlan y lo dejó medio decapitado.
En mi opinión el envío de informes a la residencia de West Hollywood tenía por finalidad el que Leland, creyéndose muy listo, los leyese. Así fue. La pretensión de Gertrude sería introducirle en la rueda de asesinos y quedarse como única heredera si le atrapaban. Si no ocurría de este modo tampoco le importaba demasiado porque con lo consumido que lo dejaba en el lecho no duraría en exceso.
Pero el marido no pudo resistir el ataque de cuernos. Se fue al teatro para cargarse a Harlan, encontrándose con que alguien se le había adelantado. Nos telefoneó a Trevillyan y a mí para endosarme el muerto, que buena rabia me tenía. Luego debió manipular los frenos del automóvil del hombre de Chicago y Harry se rompió el alma contra la farola.
A continuación le llegaron mis fotos con su mujer en el parque. Aquello debió ser la puntilla para sus cuernos, y mugiendo como el astado que era se fue a Sausalito Arms en plan comando. Con esto último no contaba Gertrude, aunque le vino como pedrada en ojo de boticario. Trevillyan emplomó al cornudo y la dejó con la herencia y con una publicidad que para sí hubiera querido la Coca-Cola.
A servidor se lo llevaban los demonios. Servidor sabía la verdad y no podía hacer nada. Si servidor iba con la historia a Elizabeth Josephine Trevillyan, que era la única policía a quien recurrir, la Mantis le haría picadillo, con toda la razón del mundo. Además, después de verla copular con un moribundo, a servidor la Mantis le producía bascas. Y servidor estaba que rabiaba porque la tía del órgano, no contenta con abusar de su ingenuidad había abusado de su cuerpo de la forma más taimada y ruin. A servidor Gertrude Verschoyle lo había dejado como una braga.
Intenté llegar hasta ella para arrastrarla por los pelos. Vano intento. Por teléfono me decían que la señora no se podía poner, que andaba ocupadísima con lutos, funerales o pruebas en los estudios cinematográficos. En West Hollywood, cuando me presenté, me tiraron a patadas. En el teatro, un ejército de guardaespaldas contratado para mantener a raya a los admiradores, me cortó el paso. Y cuando le envié a mis abogados para que se me abonaran los desperfectos de la granada de mano en la oficina, sus abogados que eran mejores les dijeron que se fueran a tomar viento.
La derrota me sumió en la depresión. Viviendo provisionalmente en un hotel, mientras albañiles y pintores restauraban mis dependencias en Sausalito Arms, con Pat de vacaciones forzosas porque no había donde meterlo y Archer licenciado, me dediqué a peregrinar en automóvil alquilado por los diversos escenarios del drama, en plan masoquista. Es lo propio de las depres.
A veces iba hasta el Olympia Sports Club, que es donde ligué con Adam; a veces, hasta Tennyson Arms, donde murió Luther Wallace; a veces pasaba por la entrada del Odeon donde un inmenso bastidor de madera recortada mostraba a Beryl Barnes tocando el órgano, para que el odio no remitiera; a veces hasta el parque Arthur, donde la organista me había arrastrado a la vejación y Leland encontró la muerte. El odio, a veces, superaba la melancolía. En otros momentos la melancolía ahogaba el odio.
Y en el parque de marras fue donde me encontró Paul Drake.
Fue a principios de septiembre. El otoño parecía haberse adelantado en Los Ángeles. Soplaba un viento inusualmente fresco y caía una lluvia fina y persistente[12]. Estaba contemplando fúnebremente los patos cuando el detective me tocó el brazo.
—¿Cómo está usted, colega? ¡Lo que me ha costado localizarle! La mitad de mis hombres han andado como sabuesos, buscándole acá y allá.
—Hola, Paul —dije, tristón.
—Flower: tengo que hablar con usted.
—No hay nada que hablar. Estoy desmoralizadísimo, oiga.
—Sí que hay que hablar, que para eso llevo un par de días tratando de localizarle. No tenía la conciencia tranquila desde que le cobré aquellos doscientos pavos cuando los informes de Beryl Barnes, y de algún modo quiero que quedemos en paz.
—¡No me diga que me va a devolver los doscientos más intereses!
—Ni intereses ni devolución, colega. Dinero que entra en la agencia, no vuelve al diente. Pero le ofrezco gratis información que vale esa cantidad.
—Olvídelo, querido. No estoy trabajando. Paso de informaciones.
—Ya verá cómo le gusta. Ande, amigo, acompáñeme a un bar, que aquí nos vamos a poner como sopas.
No tenía nada mejor que hacer. Le seguí en plan deprimido.
Nos sentamos ante un par de tragos.
—El asunto tiene que ver con Perry Mason, el abogado. Anteayer contrató sus servicios la señorita Hunnicutt, Alice Hunnicutt. Como de costumbre Mason me ha pedido cierta ayuda. Cuando me contó los antecedentes, de inmediato pensé en usted. Le pedí permiso para relatárselos. Y ha accedido, entre otras razones porque muy pronto estarán en los periódicos y el sigilo profesional no le obliga a silenciarlos.
Miré a Paul por encima de mi pipermín y no hice comentarios.
—A lo mejor el nombre de Alice Hunnicutt no le dice nada. Es una historia de veinte arios de antigüedad. Fred Hunnicutt salió una mañana desde Los Ángeles en su avión particular con su hija que no contaba más que tres años de edad, a bordo. El vuelo se dirigía a Perú. Iban a visitar las ricas minas de cobre de las que era propietario. El avión se estrelló en las cumbres de Machu Picchu y a Hunnicutt padre e hija se les dio por muertos.
Lo que me contaba Drake se me antojó una tontería. Pero como no tenía otra cosa que hacer, llovía, la tarde era desapacible y en el bar se estaba bien, le dejé seguir.
—En realidad la pequeña Alice sobrevivió. Fue recogida y adoptada por una familia indígena con la que vivió todo este tiempo. A mediados del mes pasado falleció su madre adoptiva, y antes de hacerlo le entregó los documentos rescatados del aparato siniestrado descubriéndole lo que había ignorado hasta entonces: su auténtica personalidad. Alice, que apenas si tenía dinero, emprendió un penoso viaje hacia Los Ángeles, pues su madre indígena pensaba que aquí podría tener algunos derechos que reclamar.
Bebí un trago. La historia me era ajena. La depresión seguía instalada en mí. No encontré sabor a mi bebida.
—Alice ha puesto el caso en manos de Perry Mason para que la haga acceder a la herencia que legítimamente le corresponde. Eso es lo que tenía que contarle, Flower.
—¿Y a santo de qué me endosa la historia, Paul?
—¿Es que no lo sabe, colega? Alfred Hunnicutt fue el primer esposo de la difunta mujer de Leland Verschoyle. Leland cambió el apellido de Adam dándole el suyo, pero Adam y Alice eran hermanos. La fortuna de Leland pertenecía a su mujer, la fortuna Hunnicutt. Los millones Verschoyle pertenecen legalmente a Alice y no a Gertrude Marineau. Y ahora…
No pudo terminar. Incapaz de controlar mis emociones le había rociado con un buche de pipermín.
Paul Drake se secó con el pañuelo. Sonreía. Excusaba mi reacción.
—¿Comprende el panorama? No sé si está al tanto de los términos del testamento de la primera señora Verschoyle, madre de Adam y Alice. Establecía que todos los bienes pasarían a Leland y sus herederos legítimos si Adam no se casaba antes de los veintisiete. Pero hay una cláusula especificando que tales disposiciones se anulan si apareciere cualquier descendiente directo de Hunnicutt. Dejaba una puerta abierta a Alice, por si no hubiera muerto…
—Pero, pero… —balbucí—, ¡eso es sensacional, Paul!
—¿Vale o no vale los doscientos? —Hizo una mueca—. Me figuraba que me agradecería la información porque usted ha estado metido en los dos casos Verschoyle.
—¿Y entonces, Mason…?
—Como primera providencia ha conseguido que se bloqueen todas las cuentas Verschoyle y se desautorice a Gertrude Marineau sobre cualquier gestión económica. Seguramente en pocos días será obligada a desalojar el 2134 de West Hollywood. Volverá al arroyo de donde salió.
No recuerdo haberme despedido de Paul Drake.
No recuerdo haber pagado las consumiciones.
Sólo me recuerdo caminando bajo la fina e inesperada lluvia de Los Ángeles, lejos de la melancolía, el ánimo reventando de satisfacción.
El Destino, extraño aliado de Flower, había intervenido en plan genial para regalarle el desquite. Pese a su diabólica maquinación la chica del órgano no se saldría con la suya, porque con los otros herederos de los millones se habría casado, pero ahora no, que la heredera era una mujer.
Intuía lo que sucedería a continuación. Alice Hunnicutt se vería involucrada en un crimen, que es lo que les sucede a los clientes de Perry Mason. El fiscal Hamilton Burger extendería contra ella una acusación de asesinato en primer grado. Mason parecería llevar las de perder, pero luego, en el transcurso de una vista espectacular, demostraría su inocencia y descubriría al auténtico culpable. Y el fiscal quedaría como un cochero. Todos los casos de Mason vienen a ser lo mismo.
Nada de eso me importaba. Yo no tendría que ver en el caso. Ni siquiera la sargento Trevillyan; porque en los casos de Perry Mason quienes tienen que ver son el sargento Holcomb o el teniente Tragg, de la Brigada de Homicidios.
Lo que me importaba era que con Mason de por medio Gertrude carecía de cualquier posibilidad. A estas alturas ya estaba enterada de lo que le había caído encima.
Una tarde, en Arthur Park, me dijo que había recorrido un camino muy largo, muy difícil y muy duro, y que deseaba un triunfo auténtico. Por lo menos algo le quedaba. Le quedaba el triunfo en el mundo del espectáculo, una carrera abierta al cine, y los diez millones del contrato de la RKO, que no eran grano de anís. Para mí los quisiera, oigan.
Pero del otro porrón de millones buscado con tan malas artes abusando de mi inocencia, ni clavo. Justicia divina le llamo a esto.
Llegué a Mansion House, que es donde había tomado habitación para no gastar demasiado, que bastantes gastos había tenido con la nariz rota, el coche agujereado, la oficina volada, las propinas y el contrato de Archer, que me iban a dejar en nada los cincuenta mil.
Caminé por el pasillo de la segunda planta hacia la 217, que, lo que son las cosas, era la habitación que me habían asignado. Al pasar ante la 216 oí un quejido de somier y un quejido de mujer. Pensé que Flossie andaba en pleno trabajo, pues como su apartamento había perdido la pared a causa de la bomba me exigió que le buscase acomodo hasta el final de las reparaciones. Le pagué hospedaje en el mismo hotel que yo, que era el más barato, y le dieron el cuarto de al lado. Mi destino era tener siempre a Flossie pared por medio, escuchando sus murmullos erótico-laborales.
Me encogí de hombros. Era feliz.
Entré en la 217 y cerré detrás mío.
Permanecí con la espalda apoyada en la puerta, los ojos cerrados, saboreando mi felicidad.
De repente mi bien entrenado sexto sentido me avisó de un peligro.
Abrí los ojos.
No vi nada.
No vi nada porque la habitación estaba a oscuras.
Busqué el conmutador de la luz. Lo hice funcionar.
Entonces sí que vi.
Vi que mi sexto sentido no me había engañado.
Vi que no estaba solo.
Vi que Gertrude Verschoyle, o Gertrude Marineau, o Beryl Barnes, o como ustedes quieran llamarla, me aguardaba.
Llevaba los cabellos color trigo peinados hacia adentro, rematadas las patillas por sendos caracoles estilo gitano. Largas pestañas postizas sombreaban los ojos verdeamarillentos o amarillo-verdosos, como ustedes gusten, agrandados por un maquillaje audaz. La boca pintada de rojo se abría en un rictus de altiva seguridad en sí misma, descubriendo dientes grandes, como los de una fiera que se apresta a engullir su presa.
—¡Estás hundida, Gertrude! —reí.
—Me importa un rábano… Te prometí que nos veríamos —dijo con voz tan cálida como si saliera de la entrada de un horno, tan cálida que me secó la ropa empapada por la lluvia—. Te dije que terminaría de hacerte hombre…
Se había vestido de un modo más escandaloso que como se vestía para encontrarse con Dan Porky Dee o Nemo Harlan. Estaba embutida en una sofisticada prenda de ceñidísimo y brillante cuero negro cerrada hasta el cuello y hasta las muñecas, que terminaba palmo y medio por encima de las rodillas. Medias de red cubrían las piernas fantásticas con el inevitable liguero, encaramadas sobre zapatos de punta fina, con tacón tan alto como un rascacielos. Su diestra enguantada empuñaba un látigo de cuero trenzado. En el brazo izquierdo lucía un brazalete rojo, con una esvástica sobre círculo blanco.
La prenda tenía tres agujeros circulares. Por los dos superiores emergían los senos, agresivos como espolones de barco. El otro, sobre el regazo, dejaba a la vista el órgano de la chica.
De la habitación vecina llegaban los rumores eróticos de Flossie y su mirlo blanco.
Gertrude Marineau, o Verschoyle, o Beryl Barnes, o como ustedes digan, conectó la radio. Una música de órgano a base de escalas, contrapuntos y fugas, la misma que había interpretado la noche en que asistí al ensayo general de Lights In The Night, llenó la habitación.
Hacía rato que servidor no reía.
Su órgano era hipnótico.
—¡Ven aquí, Flower! —dijo, mandona, mordiendo las palabras.
Estábamos en la histórica habitación 217 del Mansion House.
Hizo restallar el látigo.