Duermo en una habitación minúscula que me sirve de dormitorio, cocina y sala de estar todo en una pieza. Se comunica por una puerta lateral con la oficina.
Cuando me levanté en el despacho se oía el ir y venir de Pat O’Malley ocupado en sus quehaceres de secretaría. Del apartamento vecino me llegaba la música de American Patrol, de Miller, lo que significaba que Flossie, la fulana rubia, se había puesto a trabajar en la cama temprano o que todavía andaba cumpliendo a un cliente tardío de la jornada anterior.
Me afeité después de la ducha y empujé la puerta.
—Buenos días, Pat.
Me quedé de piedra.
El sillón de las visitas lo ocupaba Leland Verschoyle, mi antiguo cliente y esposo de mi reciente diente hasta la víspera.
—El señor le aguarda.
Al verme Leland también se quedó de piedra pues debía esperar que viniera de la calle. Pero reaccionó como una centella, poniéndose en pie de un brinco.
—¡Flower! ¡Hijoputa! —aulló, tirándome a la cara las fotos tomadas por Archer—. ¡Aguanto que mi mujer me ponga los cuernos con gángsters, pero no con un jodido pederasta!
Sus movimientos fueron tan rápidos que escapaban a la percepción del ojo humano. Sacó algo del bolsillo. Lo llevó a la boca, mordiéndolo. Lanzó el brazo hacia atrás y me arrojó el objeto que había mordido.
Soy un tipo rudamente entrenado. Actué por reflejo. Sin la menor vacilación me tiré de bruces sobre la moqueta.
En mi cuarto sonó una explosión horrible. La oficina se llenó de humo como consecuencia del petardazo de la granada de mano que acababa de estallar. Por entre el humo vi que la pared del dormitorio que lo separa del departamento de Flossie se había venido abajo. Flossie estaba en la cama en cueros vivos con un tío también en bolas montado encima. Los dos miraban estupefactos el boquete en la pared. Durante un instante que pareció eterno permanecieron paralizados, como los componentes de un grupo escultórico pornográfico. Después Flossie se desembarazó de su jinete con una sacudida, soltó un berrido y salió arreando hacia el pasillo. El embolado, que había quedado a cuatro patas, se incorporó, soltó otro berrido y se largó detrás de ella.
Pat, con las faldas escocesas levantadas mostrando los calzoncillos, chillaba presa de un ataque de histeria, semiderrumbado en un rincón. Un pedazo de plomo zumbó junto a mi oreja. Luego se dejó oír el ladrido de una automática.
—¡Flower! ¡Marrano! ¡Te mataré! —mugía el cornudo Leland—. ¡De ésta no sales vivo!
Tosí y gateé entre el humo, con los pelos de punta, en busca de la salida. El viejo disparaba sin ton ni son. Mi maravilloso espejo de aguas que me había costado cien del ala en una subasta saltó hecho añicos por efectos de un balazo. Otro proyectil le dio en un ojo al busto de bronce de Wilde que tengo en una repisa y me lo desgració.
No vi más. Había alcanzado la puerta y trataba de escapar del maníaco dominado por impulsos homicidas.
El pasillo parecía un manicomio. El cliente de Flossie, cara a la pared, de rodillas y con las manos juntas rezaba en cueros vivos confesando sus pecados, convencido de que aquello era el fin del mundo. Flossie, desnuda, corría arriba y abajo, aullando como si hubiese perdido la razón. Sammie, el ascensorista, que siempre está a las caídas, había abandonado su cacharro con las puertas abiertas y perseguía a Flossie con el evidente propósito de aprovechar el follón para tirársela. Cuando compareció Leland soltando tiros a diestro y siniestro me zambullí en el ascensor y puse la palanca a fondo, despreocupándome del personal.
Salí a la calle a noventa por hora cargándome de un empellón a Frank, el portero, que estaba plantado en mitad de mi camino con cara de lelo, monté en el Chévrolet y salí a toda pastilla.
Creí haber alejado el peligro pero la creencia duró poco. Una bala se llevó el retrovisor externo. Miré por el otro descubriendo que tenía el Pontiac de Verschoyle tan pegado al culo como si me hubiera sentado encima de un chicle. Conducía con una mano y se asomaba por una ventanilla, los cabellos alborotados, apretando el gatillo sin parar.
La locura debía haberle hecho ágil como un mono pues aunque tuvo que bajar por las escaleras no había perdido la pista y se mantenía como un podenco tras mi rastro caliente.
En carretera el Chevy no tenía la menor posibilidad frente a la potencia del Pontiac. Enfilé hacia el centro quemando neumáticos en las curvas, a punto de sacar el acelerador por delante de tanto apretar el pedal, con la idea de que la circulación existente impidiera el avance del cornudo enloquecido o algún motorista de tráfico le echara el guante.
El Chevrolet se comportaba con dinamismo pe ro mi perseguidor, a impulsos de su esquizofrenia, conducía como un demonio. En ocasiones conseguía intercalar entre él y yo hasta cinco vehículos, aunque la maniobra me servía realmente de poco. El viejo les convencía de que debían despejar el camino sin utilizar claxon ni sirena. Empleaba la automática y en cuanto los otros conductores veían agujerearse sus cristales se arrimaban a la derecha y hasta detenían la marcha dejando el paso libre con la mejor de las disciplinas.
El cuarto semáforo que nos saltamos haciendo huir a los peatones que cruzaban, como una bandada de ocas asustadas, provocó la deseada intervención del motorista; que los motoristas surgen como setas después de la lluvia cuando te pasas en media milla la limitación de un disco, y cuando tienes detrás un chiflado que quiere rellenarte de plomo la anatomía, resulta que se han ido a tomar café.
El agente avanzó a todo gas interponiéndose entre mi auto y el Pontiac. Dudó un instante y pensando que le daría más gusto multar al coche lujoso me dejó seguir, haciendo al viejo señas con el brazo para que se detuviera. Verschoyle se asomó por la ventanilla. El motorista le dijo algo. Los dos aminoraron la marcha. Entonces Leland sacó la automática y le metió un balazo en la cabeza.
Ahora sí que estaba perdido. Había cometido un asesinato ante medio centenar de viandantes que tomaban su matrícula y le identificarían sin el menor género de dudas. Ni O’Mara, ni el gobernador, ni el mismo presidente le librarían de la cámara de gas. Mi venganza estaba cumplida por más que Trevillyan hubiese creído que me iba a quedar con las ganas. Aunque de poco me iba a servir si aquel energúmeno me daba alcance. Así que, sin entretenerme, seguí la ruta con el pie en el acelerador tratando de arañar unos segundos preciosos.
Doblé una esquina con las ruedas de un costado sobre la acera. Me llevé por delante un puesto de revistas. Un ejemplar de Variety se quedó adherido al parabrisas y mientras seguía corriendo, de modo automático leí los titulares de primera página:
BERYL BARNES FIRMARÁ MAÑANA CON LA RKO.
LA ESTRELLA DE «LIGHTS IN THE NIGHT» PERCIBIRÁ DOS MILLONES POR TRES PELÍCULAS.
La noticia me interesaba, mas cuando me disponía a leer la letra pequeña el viento se llevó el Variety.
Iba directo hacia el oeste. Y Verschoyle, como un animal de presa, no cedía. De vez en cuando sonaba un tiro. Pensé que los tiros estaban en su ambiente puesto que íbamos al oeste.
Detrás de nosotros escuché una sirena policial. Al fin intervendría la caballería. Lo que me interesaba saber era si llegaría a tiempo de impedir que Leland se hiciese con mi cabellera.
De pronto me encontré pegando saltos en los caminos de tierra de un parque, entre robles y eucaliptus.
El parque Arthur.
La víspera, en Arthur Park, con Gertrude. Ahora, en Arthur Park, con un esposo asesino que quería darme el pasaporte por haber estado con su mujer en el parque.
Arthur Park se erigía como algo significante en el destino de Flower.
El parque tenía la ventaja de las vueltas y revueltas del camino y el inconveniente de la ausencia de vehículos con lo que la fuerza del motor del Pontiac imponía su ley implacable.
El inconveniente derrotó a la ventaja. Escuché el estampido de un neumático al reventar alcanzado por una bala y sentí que perdía la dirección. El morro del Chevrolet se hundió en un espeso matorral y la carrera terminó.
Busqué el revólver de la guantera. Ya estaba bien. Si el loco quería guerra la iba a tener. Como sucede en los momentos críticos la guantera apareció vacía. Demasiado tarde caí en la cuenta de que la semana pasada había llevado el revólver a la armería, para revisión y engrase.
Mi portezuela izquierda empezó a llenarse de agujeros como un colador. Me lancé de cabeza por la opuesta poniendo el coche como obstáculo entre Leland y yo, mientras corría de tal modo que me golpeaba el trasero con mis propios talones.
Delante mío apareció el estanque de los patos. Me introduje chapoteando por las aguas cenagosas entre ánades chillonas que gritaban y batían alas irritadas por la intrusión, en busca de la protección del islote central.
La voz de mi perseguidor gritó, descompuesta:
—¡Flower! ¡Da la cara y muere como un hombre!
Dejé de correr.
Me paré.
Me volví, con el agua por las rodillas.
En el borde del estanque el millonario, después de recargar el arma, me apuntaba sin que su pulso temblara lo más mínimo.
Pero no estábamos solos.
También aparecía allí un coche patrulla de la policía, y una por cada lado; manteniéndole bajo líneas cruzadas de fuego, estaban la sargento Trevillyan y la agente Fulwider.
—¡Quieto, Verschoyle! —ordenó la negra.
—¡Levante las manos y tire el arma! —ordenó la albina.
—¡O tire el arma y levante las manos! —ordenó la negra.
—¡Haga primero lo que guste, pero dese prisa! —ordenó la albina.
Adiviné que mi secretario, después del bombazo, había telefoneado a Betty Jo contándole el atentado. La Mantis se había lanzado a la calle para no perderse la oportunidad de atrapar al viejo. De todos modos para mí sería demasiado tarde porque el financiero, ciego de odio, se me llevaría por delante.
Le vi dudar.
Le vi mirar a las mujeres policía.
Le vi mirar más a la Trevillyan.
Vi lo que él veía: una muchacha esbelta como una azafata de líneas aéreas, con la gorra sobre los ojos protegidos por gafas de cristales ahumados, los brazos extendidos empuñando con ambas manos su Colt de cañón corto, las piernas separadas; una muchacha alta y autoritaria, con una camisa que dibujaba de modo particular los abultados senos, una falda que se ajustaba al vientre plano y las caderas elegantes, con la piel tan blanca como si se acabase de caer en una montaña de harina.
Era bella y maléfica. Y Leland Verschoyle, por encima de todo, un viejo verde y un voyeur. Si Flossie le había impresionado un día, Trevillyan le conmocionó.
—¡Dios! —le oí exclamar—. ¡Qué tía tan buena!
No fue que quisiese obedecer. Fue la conmoción lo que le hizo aflojar los dedos y dejar escapar la pistola.
Pero Leland Verschoyle resultaba demasiado sensible al encanto visual de las mujeres. Vi que aparecía un bulto en la parte delantera de su pantalón y que se metía la mano en el bolsillo.
Trevillyan se equivocó. Creyó que tenía otra arma. Apretó el gatillo. Una expresión de sorpresa se pintó en el semblante del millonario. Una mancha oscura apareció en el lado derecho de su chaqueta. Tosió y se sentó blandamente en un banco de piedra.
Fulwider corrió a su lado, cacheándole.
—Estaba armado y no estaba armado, Betty Jo —dijo—. Estaba armado, en el sentido sexual del término. Y se muere.
El pecho de la Mantis comenzó a subir y bajar como si le faltara aire. En su boca, roja como una herida recién abierta, apareció una expresión viciosa.
—Me muero… —gimió Leland—. Y tengo una última voluntad…
La albina soltó los botones de su camisa. Un seno, blanco como la nieve, con el pezón pintado de purpurina, brilló bajo el sol de la mañana. Soltó la cremallera de su falda y la dejó deslizar hasta los tobillos.
—Veo… que me ha comprendido, sargento… —balbució el moribundo.
—¿Qué va a hacer? —pregunté, víctima de una infame sospecha, con una náusea.
—El amor, cariño —respondió a mi lado Marion, con naturalidad—. Él es un asesino. Betty Jo se lo ha cargado. La llaman la Mantis Religiosa. No se lo llaman en vano.
Cerré los ojos para no contemplar aquella monstruosidad.
Si no me caí en redondo fue porque la agente Fulwider me sostenía por el brazo.
Leland Verschoyle expiró de un modo entusiasta.
Alcanzó el éxtasis en el momento de exhalar el último suspiro.