8

En la misma puerta de la comisaría me aguardaba Marion Fulwider, grande, fuerte, sólida y negra. Me condujo al despacho de Trevillyan sin la menor dilación.

La albina tenía la mesa inundada de fotografías. Fotografías en las que Nemo Harlan con sus atrabiliarios ropajes aparecía en diversas secuencias de fantasías sexuales con Beryl Barnes o Gertrude Verschoyle con ropas escasas y ligueros abundantes, en el camerino del Odeon. Correspondían al carrete de la máquina que Fulwider me había confiscado y debían haber revelado para entretenerse mientras me esperaban.

—Desembucha antes de que dicte orden de detención contra mistress Verschoyle, Flower —exclamó la Mantis con su voz rasposa e inhumana.

—¿Detención, por qué?

Marion se dejó caer en el sillón de cuero mientras decía:

—Está claro, monísimo. Tenía un lío con Nemo. Se cansó de él y le rebanó el gaznate.

Me senté en una dura silla, frente a la mesa. Si quería salvar a mi cliente de un arresto injusto y del escándalo subsiguiente no podía seguir callando. Les conté lo de la cámara oculta instalada por mí y cómo funcionaba.

—Debe haber fotografías del crimen y del criminal —dije.

—Pues no las hemos visto —declaró Trevillyan—. Y quedaba película por disparar.

—Entonces no puede ser la sospechosa de la degollina.

—¿No?

—Vosotras sugerís un crimen pasional y caliente y los hechos demuestran que fue un asesinato frío, que no elevó la temperatura del cuarto lo suficiente para que funcionase el relé. Elemental, chicas.

Betty Jo sacó una botella de gin y echó un trago sin utilizar vaso.

—Dejemos eso por ahora. ¿Por qué vigilabas a la tía?

Tampoco podía callar que trabajaba para ella. Había llegado la hora de soltar la historia. Hablé largo y tendido contando cómo me había contratado en El Reposo cinco días antes, tras acostarse con Dewar; cuáles habían sido sus instrucciones; cómo dejé el informe sobre Dewar en el órgano; cómo lo leyó primero Gertrude y se lo llevó seguidamente Dan Porky Dee; cómo espié la salida del Odeon; cómo me abordó Dewar en la citada ocasión; cómo me rompió las narices; cómo se lo cargaron los pistoleros del gordo inmenso, cómo fui a la consulta del doctor Shepherd y cómo me habló de su entusiasmo por Beryl Barnes.

—Eres un imbécil, Flower.

—La policía siempre tan amable, Betty Jo.

—Ya me dirás, petimetre. Te contrató Leland Verschoyle y te tomó el pelo. Entonces vas y te pones a trabajar para su esposa.

—Eran cincuenta mil; con la posibilidad de jugársela a Leland.

—En eso tiene razón, Betty Jo —dijo Fulwider, a la que la cantidad que había cobrado hizo bizquear de envidia.

Seguí contándoles cómo Dewar, Dee, Harlan y Silliman eran viejos conocidos de Gertrude, a la que habían forzado mediante extorsión a plegarse a sus fantasías sexuales; cómo había recogido pruebas de las actuaciones de Dee en el Mansion House, de Harlan en el camerino y de Silliman en el motel y cómo Leland había interceptado los informes en su residencia.

—Creo que el caso está claro —concluí—. Gertrude se vio forzada a declarar a Dewar que les vigilaba y él me atacó. Pero como el gordo estaba al tanto del lío de su chica con Matt, se lo cargó. Luego se enteró Nemo de lo de Dan e hizo que le pusieran una bomba en el coche. Silliman se ha enterado de lo de Harlan, y lo ha pasado a cuchillo. Tienes el caso en bandeja, Betty Jo. Te lo regalo.

Fulwider hizo tintinear los dorados aros de bisutería que pendían de sus orejas, con un movimiento de cabeza.

—Eres un majadero, Flower.

—Tú, tan amable como la sargento, Marion.

—Es que no tienes remedio, cosita linda. Te contrató Leland y te tomó la cabellera. Y te contrata Gertrude y te utiliza para que sus amantes se quiten de en medio unos a otros. Queda Silliman, pero sí el viejo está al corriente es posible que se lo cargue.

—Entonces no soy tan tonto, morena. Por eso dije que lo vigilaseis. Podréis echarle el guante en flagrante delito y así pagará la factura que tiene pendiente con la Ley y conmigo.

—Y Gertrude se quedará con los millones, chico listo.

No había pensado en eso. Solté un juramento. Rechiné los dientes. Ahora caía en que también Gertrude me estaba utilizando, como ellas decían, con una finalidad superambiciosa. Lo de Arthur Park había sido comedia. Era un pendón, que además de utilizarme se acababa de aprovechar de mí.

Lo vi todo rojo. Estaba con una albina y una negra y sin embargo lo veía todo rojo.

—Eso —dijo la Mantis— si la teoría del marica es buena. Que también puede haber sido Gertrude la asesina, pensando utilizar las pruebas de Flower como coartada.

—O Leland —terció Fulwider, para fastidiarla—. Tenía más motivos que nadie. Las llamadas anónimas a Flower y a ti pudieron ser cosa suya.

—En este caso el asesino es el doctor Shepherd —dije, para joder.

—¿Shepherd? —preguntó Trevillyan.

—¿Shepherd? —preguntó Fulwider.

—Shepherd —insistí—. Es el menos sospechoso. Ya sabéis que el menos sospechoso resulta el asesino. Si no es el asesino, ya me diréis qué coño pinta en esta historia.

—Vete al carajo —dijo Fulwider.

—Vete a la mierda —dijo Trevillyan.

Puse las manos sobre la mesa.

—Ya que sois tan listas, decidme qué vais a hacer.

—No nos dejas más que una salida: investigar a los Verschoyle, marido y mujer, para ver si tienen coartadas en los asesinatos, y vigilar a Silliman y a Leland por si tu teoría es cierta y el viejo atenta contra él.

—Pero la has armado, preciosidad —recordó la negra—. Si Leland no lo intenta, Silliman se queda de amante único. Y si lo hace, Gertrude hereda los millones.

Solté otro juramento. Rechiné otra vez los dientes. Volví a verlo todo rojo. Aunque estuviera vestido de rosa pálido con una albina y una negra vestidas de azul oscuro, lo vi todo rojo claro.

Me puse en pie.

Salí.

No intentaron retenerme.

Llegué a la oficina pasadas las ocho. Pat O’Malley ya se había marchado a casa, pero Archer me aguardaba en el despacho.

—¿Alguna novedad, encanto?

Por toda contestación señaló la mesa, con tres fotografías. Las fotografías me perseguían, me cercaban, me atosigaban, no me daban tregua en el caso. Eran tres ampliaciones.

En una se veía de perfil el descapotable de mi cliente contra un fondo de eucaliptus y a mí sobre ella, metiéndole mano. La segunda era una repetición, sólo que Gertrude estaba arriba y yo debajo, mientras me tocaba el órgano. La última parecía tomada desde lo alto de un árbol y ofrecía un plano frontal del Mercury a vista de pájaro, con la señora Verschoyle sentada en una de las butacas, las piernas estiradas al máximo, la cabeza echada hacia atrás y la mirada con extravío mientras oprimía un bulto contra el regazo. Por debajo de las faldas emergía la mitad de mi cuerpo arrodillado.

—¿Qué significa esto, Archer?

—¡Diablos, señor! ¡Es usted único! Ardo en deseos de ser un investigador independiente para tener aventuras como la suya, con una mujer tan fabulosa como Beryl Barnes.

¿Qué significa esto? —repetí, ceñudísimo.

—Sabía que le gustaría, señor —dijo con orgullo, el muy memo—. Como olvidó darme instrucciones para esta tarde al salir zumbando después de la llamada de teléfono, se me ocurrió rondar el teatro por si aparecía mistress Verschoyle, para vigilarla. En efecto: salió de allí yéndose a Laurel Street. Estacionó frente al drugstore y me dio la impresión de que aguardaba a alguien. Usted se le unió y marcharon a Arthur Park. Les seguí en mi Ford. En el parque obtuve las fotos con teleobjetivo Como nuestra misión consiste en reunir pruebas de infidelidad de mistress Verschoyle pensé que las fotos servirían. Me he permitido redactar a máquina el informe pertinente.

Estaba orgulloso de su eficacia. Para un muchacho que aspiraba a convertirse en detective independiente, comprobar que una mujer tan sensacional como la estrella de Lights In The Night se entregaba a tales manejos con el tipo que la investigaba debía antojársele la cumbre de la profesión.

Faltó el canto de un pelo para que le enviase a freír espárragos. Después recapacité. Leland Verschoyle me odiaba, aunque no tanto como yo a él. Se la había jurado. Con lo celoso que era se me ocurrió que sería divino mandarle el informe con las fotos, para que se jorobase. Él me había buscado pensando que era mariquita, para que Adam y yo nos enamoráramos. Si veía que el mariquita había hecho diabluras con Gertrude, le daría el colapso. Mayor judiada imposible.

Leí las cuartillas mecanografiadas por Archer. No había una línea que añadir.

—Te has portado como un veterano, hijo. Te diré lo que has de hacer. Mañana por la mañana entregas el material en West Hollywood.

—¿Hoy no?

—No hace falta. Ya hemos llevado un informe.

—¿Y el ejemplar para el órgano?

—Esta vez lo pasaremos por alto.

A la una de la madrugada me despertó el teléfono.

—Habla Trevillyan.

—Encantado de oírte. ¿Entra en tus obligaciones perturbar el sueño del contribuyente?

—Déjate de ironías. Compórtate de modo que nuestros diálogos no tengan que parecer un choque de personalidades.

—Cuando me despiertan en lo mejor del sueño no estoy de humor para agudezas, Betty Jo.

—Pensé que te gustaría conocer la noticia: Silliman acaba de morir.

Me despejé en el acto.

—¿Leland Verschoyle? —inquirí, con ilusión—. ¿Lo has atrapado?

—Nada de Leland, dulzura. Un accidente. Le fallaron los frenos y ha tratado de tragarse una farola. Demasiado para sus tragaderas.

Sentí que se me esfumaban las ilusiones y la rabia me dominaba. No me podían hacer eso. No a mí.

—Es un accidente provocado, Betty Jo. Lo aseguro.

—Puede ser…

—Leland está detrás del accidente.

—O Gertrude.

—¡Leland! —insistí.

—¡O su esposa!

—¡Tú investiga!

—¡No hace falta que me enseñes el oficio, coño! Pero aún en el caso de que alguien haya andado manipulando el coche, será difícil probar la culpabilidad.

—Lo sé. Me has dado la noche.

—Lo celebro. También me la han dado a mí. Quería compartirlo —terminó, despidiéndose.

Di vueltas y más vueltas entre las sábanas. No deseaba pensar en Leland. No deseaba pensar en Silliman. No por esa noche, que si no me la pasaría sin pegar ojo y al día siguiente estaría con una cara espantosa.

Serían las dos menos cinco cuando conseguí recuperar el sueño.

A las dos y diez me despertó el teléfono.

Contesté con una mala uva impresionante:

—¡Flower, al aparato!

—Al aparato, al aparato… —repitió, burlona, otra voz de mujer—. Nombras unas cosas, que me suben la temperatura.

—¡Gertrude!

—La misma, amor. Te llamo para que canceles tu investigación respecto a mí. No más vigilancias. No más informes. Ganaste tu dinero. Has salido a razón de diez mil por día. No podrás quejarte. Ahora, asunto terminado.

—Te has enterado de lo de Silliman, ¿a que sí?

—Punto final, cariño. Se acabó.

—¡Espera, Gertrude! Tenemos que hablar.

—En este momento no puedo. Estoy en casa y no me gustaría que mi marido supiera que te llamo.

—¡Hemos de vernos!

—Por supuesto, mi vida. Nos veremos. Todavía tengo que hacerte más hombre.

Y colgó.