La negra se inclinó. Tocó al caído. Le quitó la máscara. Se incorporó. Cruzó los brazos y se recostó contra el quicio de la puerta como una uniformada amazona de ébano.
Dijo con voz átona:
—Es Harlan. Aún está caliente. Pero está frío.
La albina, como un chirrido, soltó:
—¿Y bien, Flower…?
—Nada. Pasaba por aquí, y…:
Dio un paso hacia adelante, levantando un puño como si me fuera a pegar.
Di un paso hacia atrás, alzando los brazos como si me protegiera las narices. No quería más disgustos que los estrictamente necesarios.
—Explícame esto. —Señaló el muerto.
—Está claro. Suicidio.
Un músculo airado se estremeció junto a la comisura de su boca depravada.
—Los asesinatos —razoné— revisten muchas veces la apariencia de suicidio. Aquí tienes lo contrario: un suicidio con apariencia de asesinato, para hacerle la puñeta a la poli.
Fulwider tenía la mirada perdida en el vacío. No decía ni media. Su varonil perfume llenaba el estrecho recinto. El olor de su piel se imponía al de los afeites propios del camerino y al de la sangre humana derramada. Era fuerte y atractiva como un tío.
—Aprecio tu sentido del humor pero ¡me estás jodiendo, Flower! —se sulfuró la Mantis—. Te hablé de cuatro gángsters desplazados a esta ciudad: Dewar, Dee, Harlan y Silliman. Dewar fue asesinado, y tú estabas allí. Dee fue asesinado, y no estabas allí. Harlan ha sido asesinado, y estás aquí…
—Entonces, cuando Silliman sea asesinado, no estaré allí.
El puño de Fulwider me alcanzó en los riñones.
Me sentí como el árbol que recibe el hachazo del leñador. Caí de rodillas con la suerte de no mancharme los pantalones de sangre, que habría sido espantoso. La negra, amable, me ayudó a recuperar la vertical.
—Somos amigos, ricura —sonrió—. Trata con formalidad a Betty Jo. Debes respeto a una oficial de la policía.
—Pero, vamos a ver —me cabreé, que el golpe dolía un montón—. ¿A vosotras qué más os da? Los muertos eran unos indeseables. Os preocupaba su presencia en Los Ángeles, ¿no? Los han liquidado. Tenéis, pues, tres quebraderos de cabeza menos.
Trevillyan dominó su impaciencia.
—Los tres eran ciudadanos de los Estados Unidos de América, Flower. La Constitución es lo primero. El fiscal querrá saber quién o quiénes los han liquidado.
—Pues yo, ni idea, Betty Jo. Lo juro.
—Dime qué hacías aquí.
—Es que he recibido una llamada anónima hará unos cuarenta minutos, avisando que si acudía me encontraría algo que valía la pena.
Se tocó la punta de la cerúlea barbilla.
—Es curioso. También llamaron a la comisaría preguntando por mí, y me contaron la misma historia…
—¿Te das cuenta? Alguien ha querido gastarme una judiada.
La negra mascaba goma, distraída, seguramente pretendiendo fortalecer los músculos de la mandíbula ya que no podía ejercitar otros y está pitada por el desarrollo corporal.
—De todos modos, figurín —dijo Trevillyan—, tenemos una conversación pendiente.
—Hagamos un trato, Betty Jo.
—Siempre andas proponiendo tratos, Flower.
—Nunca te he defraudado.
—Di qué trato.
—Me dejas resolver una diligencia y luego paso por el despacho y te cuento cosas.
Reflexionó durante cinco segundos la propuesta.
—Un anticipo —pidió como el vendedor que pretende asegurar al cliente.
—Vigila a Silliman. Puede ser la próxima víctima.
—¡Valiente anticipo! A ése lo tengo hace horas bajo el punto de mira.
—Entonces vigila a Leland Verschoyle. Puede que intente cargárselo.
—¡Joder, así que iban por ahí los tiros!
—Sólo es un presentimiento, Betty Jo.
—¡Leland está en el asunto! ¡Quieres tomarte el desquite! ¡Exijo que desembuches ahora mismo!
—Repito que es una ocurrencia que acabo de tener, sargento. ¿Hay trato?
Le costó pero se hizo a un lado indicando que tenía el paso libre.
Al rebasar la entrada Marion me arrebató la cámara. Con sus abultados labios de africana me obsequió con una mueca que pretendía ser simpática sin conseguirlo.
—Nos la quedamos como prenda. Así sabemos que no olvidarás venir por la comisaría.
Pensaba que habría aprovechado la oportunidad para hacer la del humo.
Me equivoqué. Eso demuestra que pensando mal de las mujeres no siempre se da en la diana.
El descapotable de Gertrude se hallaba aparcado en la acera de Laurel Street, frente al drugstore que le había señalado. La chica del órgano, detrás del volante, tamborileaba con dedos nerviosos y se mordía los labios con impaciencia. Cambié de auto. Me dejé caer a su lado.
Vació el pecho en un suspiro de alivio.
—¿Problemas…?
—Nada que Flower no pudiera manejar —presumí.
Dio el contacto.
—¿Qué tiene que contarme?
—Usted es quien me tiene que contar, Gertrude.
Arrancó. Nos incorporamos al tráfico, como una gota más en el río anónimo de los automóviles.
—¿Es preciso?
—La estoy protegiendo por encima de mis posibilidades. La policía sospecha demasiado. Si quiere que siga trabajando para usted debemos aclarar ciertos puntos.
Evitó mirarme a la cara.
Llevaba un vaporoso vestido de gasa frambuesa con un escote que dejaba al aire los hombros, redondos y bronceados. Los zapatos eran de punta afilada y piel de lagarto teñida de rojo. Un chal blanco le envolvía la cabeza dando la vuelta al largo cuello, para proteger los cabellos del viento. Me dije que al doctor Shepherd le habría gustado el espectáculo.
—Aunque sólo sea como hipótesis, supongamos que callo.
—Entonces no me dejará más opción que abandonar. El otro día estuvieron a punto de matarme. Hoy me han tendido una celada para cargarme un muerto.
Enfiló hacia el oeste.
—Lo que pretende es razonable, Flower. Dispare.
—Punto uno: ¿por qué me encargó que la vigilara?
—Yo… —Dudó un instante—. Me veía forzada a reunirme con ciertos hombres y cometer actos vergonzosos. Pensé que Leland podría hacerme vigilar y se me ocurrió adelantarme contratándole a usted. Tratándose de un profesional altamente cualificado, me serviría de entrenamiento para descubrir mis errores.
Era algo que ya se me había ocurrido. Si coincidía con mi explicación, la cosa estaba clara: no era verdad. Los clientes siempre mienten. Y las mujeres, en cambio, jamás dicen la verdad. Lo dejé pasar para volver sobre el punto más adelante.
—Punto dos: ¿por qué los informes duplicados, en su casa y en el teatro?
—Para conocerlos lo antes posible estuviera donde estuviese, y adaptar mi conducta a las circunstancias.
Noté que me subía la adrenalina.
—¡Con engaños no vamos a ninguna parte, Gertrude! La vi leer la entrega referida a Dewar y dejarla luego en el órgano para que la tomase Porky Dee. Esa noche, con toda seguridad, los hombres del gordo se cepillaron a Dewar. Y los informes de su casa los lee su marido.
—Eso no lo sabía.
—¡Pues ya está enterada! Punto tres: ¿por qué se ha enredado con tipos de esa calaña?
Me lanzó una mirada de soslayo.
—Explicárselo es muy duro. Debería descubrirle mi pasado, que es algo de lo que no me siento orgullosa.
—Si es por eso, no se preocupe. Estoy al corriente de sus intentos anteriores para realizar matrimonios de interés. También sé de sus comienzos en los peores antros neoyorkinos, guiada por la experta batuta de Luther Wallace, que en paz descanse.
Mis palabras fueron como el rayo de sol que evaporaba el rocío de la larga noche de sus preocupaciones. Se relajó.
Rodábamos hacia Arthur Park, por calles anchas flanqueadas por casas bajas en las que se había instalado una heterogénea variedad de comercios: desde tiendas de comestibles picantes para mexicanos, hasta selectos establecimientos de antigüedades.
—Así me lo hace más fácil. —Se mostraba más tranquila—. Conocí a Nemo Harlan en mi primera época neoyorkina. Trabajé para él y me hizo su querida. Cuando se cansó de mí me traspasó a Matt. Luego Matt me vendió a Porky. Cada uno era más depravado que el anterior. —El recuerdo ponía en sus rasgos angulosos una mezcla de rabia, de vergüenza y de dolor—. Me explotaron, me prostituyeron y no me hicieron maldito caso. Ahora mi nombre ha empezado a sonar. Las revistas hablan de mí. Ya sabe cuál es el influjo erótico de la publicidad. Se han presentado aquí cada uno por su lado con el cuento que siempre me amaron, y que si no se ocuparon entonces de mí fue porque los negocios no les dejaban tiempo libre. —Sonrió con desprecio infinito—. Así son los hombres. Sólo se excitan con la propaganda.
—¿Qué hay de Harry Silliman?
—La misma historia, pero más antigua. Lo conocí en mis comienzos en Chicago.
—Usted se prestó a las pretensiones del cuarteto.
—¿Qué iba a hacer? Con mi carrera y posición actuales no puedo permitirme el lujo de un escándalo. Que lo hubiera montado cualquiera de ellos, no le quepa duda, de haberme hecho la estrecha.
—Eso no aclara nada el punto cuatro.
—¿Cuál es el punto cuatro?
—Mi entrada en juego y los asesinatos sucesivos.
Hundió el pie derecho, con rabia, en el acelerador. El motor rugió, el convertible adelantó como una centella al camión que nos bloqueaba el paso y gracias a que me sujeté mi precioso sombrero de paja, que si no lo pierdo allí mismo.
No debía insistir por el momento, si no quería que nos rompiéramos la crisma, así que traté de distraer su atención con una pregunta menos agresiva.
—Punto cinco: ¿por qué se ha puesto en conversaciones con una compañía de Hollywood, en lugar de fundar su propia empresa con el dinero que tiene, si le interesa trabajar en el cine?
De pronto la juventud pareció abandonarla. Fue como si acabaran de sacarla de Sangri Lha y se hubiera convertido en un ser muy cansado y muy viejo.
—He recorrido un camino muy largo, muy difícil y muy duro, Flower. Aunque no me crea deseo que el triunfo, si llega, sea auténtico. Por mis propios méritos. Si entro en el cine será porque los jefes de la industria han visto algo en mí que realmente merece la pena.
Habíamos llegado al parque y discurríamos por senderos que se retorcían como meandros de un río, próximos al estanque de los patos, entre espesas masas de eucaliptus y tupidos apelotonamientos de rododendros. Se salió del camino en busca de un calvero oculto. Apagó el motor.
—La mía ha sido una lucha feroz —habló con fatiga infinita—. Creo que merezco algo bueno y limpio al final del viaje.
Los pajarillos alborotaban, bulliciosos, en las altas ramas, buscando acomodo para la noche próxima.
Me fijé en su cara. El crepúsculo depositaba sombras de dolor en su perfil.
En el pasado había luchado en contra suya. Ahora experimenté pena por su drama.
Debía continuar el interrogatorio para descubrir hasta dónde los sucesivos asesinatos podían ser consecuencia de una maquinación de aquella muchacha. Pero dije, en tono gentil:
—La vida es implacable con las chicas bonitas, Gertrude.
Apoyó la mano amistosamente en mi rodilla. Luego la retiró con viveza como si su sensibilidad la advirtiera de que me podía molestar el contacto.
—También lo es con los hombres guapísimos, amigo mío. Aunque trate de ocultarlo bajo la máscara de dureza de los detectives adivino que para usted, en ocasiones, será un infierno…
Me encontraba con Beryl Barnes en la zona más solitaria de Arthur Park. Con la mujer que entusiasmaba al doctor Shepherd, a Lew Archer, a la población masculina de Los Ángeles y pronto entusiasmaría a millones de hombres en cuanto se convirtiese en una estrella de la pantalla.
Precisamente tenía que ser yo quien se encontrara a su lado en la zona más solitaria del parque. De entre esos millones, yo. Ironías del destino, que me pusieron melancólico. También ella se encontraba melancólica.
El cielo del atardecer tenía el mismo color melancólico que nuestros ánimos respectivos.
Las pupilas verdeamarillentas parecieron desprender calor maternal. Pensé que, de todas las mujeres con las que me las había visto en mis casos, era la única que no intentó propasarse conmigo.
Como continuación de la melancolía experimenté una oleada de ternura.
Le di la espalda para que no lo notase.
—Es usted un hombre atormentado. Hay tensión atormentada en su cuerpo. —Tocó la parte de atrás de mi cuello con las yemas de los dedos. Empezó a deslizarlas en un alado masaje—. Se ha portado maravillosamente conmigo, querido… Es el primero que lo hace sin exigir nada a cambio. De no haber sido por su inteligente decisión la policía me habría sorprendido junto al cadáver de Nemo y eso habría sido el fin de mis ilusiones.
Bajo aquellos hábiles dedos me olvidé de cuanto quería preguntarle mientras me invadía un cálido bienestar.
—Me gustaría hacer algo bueno por usted, Flower. Desearía hacerle un hombre. —Tiró de mi cuello hacia atrás. Blandamente descansé el tronco en su regazo—. Sé que detesta a las mujeres, pero ¿me permite que le dé un beso?
De la lejanía llegaba el graznar de los patos en el estanque.
Era como si fuéramos los dos únicos supervivientes en un perdido islote, milagrosamente escapados del naufragio de la sociedad.
Le ofrecí fraternalmente la mejilla.
Desdeñó el ofrecimiento.
Me tomó la cara entre las manos, inclinándose con lentitud.
Su aliento tenía el perfume de la salvia en verano en San Fernando Valley.
—No piense que soy una muchacha, querido. —Rozó mi nariz magullada con labios tan delicados como alas de mariposa. Olvidé que estaba con una muchacha.
—No pienses que estás con una mujer, cariño. —Nuestros labios se encontraron durante un fugaz instante. Olvidé que estaba con una mujer.
—No pienses que te besa una señora, mi amor… —Su boca se instaló definitivamente en la mía. Olvidé que me besaba una señora.
Fue como si me abrasara el viento rojo[11] del desierto. Después, un girar de tiovivo. Y un vértigo que me llamaba a simas sin fondo. Y una caída interminable en el abismo.
Como en un sueño irreal me recuerdo tumbado en el asiento del descapotable, despatarrado, los talones descansando en los bordes de las portezuelas, un cuerpo vibrante encima del mío y una mano de fuertes dedos de organista desabotonándome el pantalón.
Como en un sueño increíble la recuerdo a ella tumbada a su vez sobre el asiento del convertible, las piernas separadas, los talones descansando en los bordes de las portezuelas, mi cuerpo llameante entre aquéllas, mis manos de fuertes dedos de detective privado buceando entre su alta y dura pechuga.
Como en sueños recuerdo a Gertrude, apoyada contra el respaldo de la butaca, agarrándome por los pelos hasta forzarme a quedar de hinojos. Como en sueños la recuerdo obligándome, agarrado por los pelos, a meter la cabeza entre la rotundidad de los muslos tostados por el sol del verano, entre la maravilla de sus piernas. Los muslos se cerraron apretándome las orejas. Sus faldas me envolvieron como el paño coloreado tras el que se oculta un fotógrafo. Oprimió con energía mi cabeza prisionera contra su pubis suave como un bigote de adolescente, perfumado con chanel. Su órgano me besó.
Adivinaba su cabeza abandonada contra el respaldo, la mirada perdida en el cielo crepuscular.
—¡Oh, Flowerrrrr…!
—¡Oh, Ferfffruddde!
Luego las rodillas se aflojaron, los muslos se separaron, las piernas se estiraron con languidez y yo trepé, sofocado, semiasfixiado, hasta sentarme a su lado respirando a pleno pulmón.
Luego permanecimos abandonados a la laxitud, ella con una mueca satisfecha y yo sumergido en la confusión, durante un tiempo que no recuerdo cuánto duró.
Descansaba la cabeza envuelta por el chal blanco en mi hombro, ofreciéndome la visión de un escote y unos senos prietos y abultados como globos a punto de soltar amarras para elevarse en el firmamento.
Por primera vez en mi vida me sorprendí considerando que a lo mejor tenían razón quienes decían que un espectáculo así podía ser bello.
Con los dedos índice y medio recorrí la curva de su cadera.
Gertrude dejó escapar un profundo suspiro al tiempo que descorría los párpados. Estiró el vestido hacia arriba subiéndose el escote y utilizó el extremo colgante del chal como telón que descendía sobre la panorámica de los pechos poniendo punto final al espectáculo. Volvía a ser la muchacha recatada que había conocido un lejano día otoñal.
Consultó su reloj y dejó escapar un gritito de alarma.
—¡Maldita sea! ¡Voy a hacer tarde a la función!
Nos pusimos en marcha abandonando el parque. No intercambiamos palabra hasta llegar a Laurel Street.
Paró junto a mi auto. Bajé y con un pie en el estribo descansé el brazo en la ventanilla.
—Hasta la vista, Gertrude.
Su mano tocó la mía. Luego se apartó.
—Has empezado a portarte como un hombre, Flower.
Contemplé cómo el Mercury escarlata y su conductora vestida de frambuesa se hundían en la masa de coches negros.
Había logrado que me olvidara de que era una mujer.
Había conseguido que me olvidase del interrogatorio a que debía someterla.