Fue una larga espera.
Tensa y tediosa.
Mas no me melló el ánimo.
Era el día convenido y la hora indicada. Y esperé. Aguardé cuanto quisieron. Aunque en estas situaciones a cualquiera le ataca la neura, se demostró cuán útil es el entrenamiento y la preparación en profesionales como nosotros, en los que la mayor virtud es aprender a esperar, sin descomponerse.
—¿Míster Flower…?
Era mi turno. Había llegado el momento.
—Perdone la larga espera[10]…
—Olvídelo. Hubiera aguantado otras diez horas de un tirón de ser necesario. Aunque el mundo se estuviese hundiendo no me habría movido. Esto tiene prioridad absoluta.
La enfermera de media edad cuyo impoluto uniforme demostraba que pese a los años todavía era buena su figura, me introdujo en el santa sanctorum del doctor Shepherd. Había sido una larga espera, tensa y tediosa, mientras despachaba a los otros pacientes que tenían un número anterior al mío, pero al fin había llegado el momento de la verdad.
—¡Hola, Flower, muchacho! —exclamó el cirujano plástico con ruidosa jovialidad—. Acomódese en el sillón. ¿Cómo va esa nariz? ¡Mavis, las radiografías! Así que anduvo metiendo las narices en los alrededores de Beryl Barnes… ¡Beryl Barnes! ¡Qué señora, Flower! Señoras como ella demuestran que somos una gran nación. Sólo las naciones grandes producen señoras tan bien construidas como Beryl Barnes. ¡Qué pantorrillas! ¡Qué piernas! ¡Qué tipo! Beryl Barnes… ¡Ah!
—Doctor —centré su atención—: ¿Quedaré bien?
—¡Por supuesto, muchacho, por supuesto! Soy un cirujano portentoso. No le digo la de estrellas de Hollywood que han pasado por mi quirófano para adecentar su aspecto por no faltar al secreto profesional. Pero ahí tiene a Mavis, sin ir más lejos. ¿Se lo digo, Mavis?
—No hay inconveniente, doctor —respondió la mujer.
—¿Qué edad le hace?
Miré a la enfermera de media edad, uniforme impoluto y buena figura.
—Cuarenta —dije—. Un margen de error de año arriba, año abajo, que tengo vista de lince para eso.
—¡Cuarenta! —soltó una carcajada Shepherd.
—¡Cuarenta! —soltó otra carcajada Mavis.
—¡Sesenta cumplidos, Flower! ¡Sesenta! —rió Shepherd—. Es una de mis obras. Cuando Mavis vino a mí estaba desesperada, al borde del suicidio. Los sesenta son terribles para una mujer. Era una pasa arrugada. Y ya ve: una cara tersa y un cuerpo que da gloria. ¡Si supiera cómo liga…!
Observé el rostro de la enfermera. En la base de la mandíbula y junto a las orejas había unas diminutas y casi invisibles cicatrices blanquecinas. Shepherd tenía razón. Seguía parloteando:
—Por gratitud a mi obra trabaja en la consulta sin percibir emolumentos. Es una gran chica. ¡Mavis, le he pedido las radiografías de míster Flower!… El otro día dije que me gustaría que Beryl Barnes viniera por aquí y se dejara fotografiar para utilizarla de modelo. Podría sacar de la mesa de operaciones señoras con las caderas de Beryl Barnes, señoras con el busto de Beryl Barnes, señoras con las piernas de Beryl Barnes. Me lo agradecerían las señoras. Me lo agradecerían los caballeros. ¡Me lo agradecería la civilización! ¡Beryl Barnes! ¡Qué mujer! ¡Qué pantorrillas…!
Probé de concretar su atención.
—Perdón, doctor Shepherd: ¿y lo mío?
—Desde luego, Flower, desde luego… ¡Mavis, las radiografías! Ah, las tiene aquí. —Examinó las placas—. ¡Hum! ¡Ejem! ¡Hum!
—Diga lo que sea. Estoy preparado para lo peor.
—No, si no es tan grave como temíamos… Hay una fractura, pero pequeña. ¡Mavis, el tafetán! Esto tiene arreglo sencillo. El hueso se soldará pronto. ¿Le duele aquí? —Tocó la ventanilla derecha—. ¿Y aquí? —Tocó la ventanilla izquierda.
—Nada, doctor.
—Perfecto, Flower, perfecto…
Me agarró la punta de la nariz. Pegó un tirón tan tremendo como si me la quisiera arrancar. Solté un alarido.
—¡Doctor cabrón…!
Empecé a sangrar.
—Le comprendo, amigo, le comprendo. Y le perdono. ¡Mavis, algodón! Era necesario, muchacho. Había que poner el hueso en su sitio. ¿Se da cuenta? Ahora se soldará como es debida De otro modo podría torcerse, obligando a operar.
—Ya, doctor Shepherd. Pero podía haberme anestesiado.
Colocó taponcitos de algodón para contener la hemorragia Me puso una crema para disminuir los efectos inflamatorios del tirón. Me adhirió otra tira de tafetán para que la nariz no bailara.
—Desde luego, muchacho. Lo malo es que habría habido que esperar a que surtiera efecto y todo eso. Lo cual significa tiempo, Hay gente aguardando a que acabe lo suyo. Y a ella puedo sacarle más dinero que a usted. ¿Comprende mi posición? ¡El tiempo es oro, Flower! —Me levantó del sillón dándome prisas—. Acompáñele, Mavis. Despídale. Cóbrele antes de despedirle… Vuelva por aquí la semana que viene sólo para que pueda darle el alta definitiva y cobrarle de nuevo. Y si viera a Beryl Barnes, transmítale mi invitación. ¡Beryl Barnes! ¡Qué cintura! ¡Qué cuello! ¡Qué piernas! —Se asomó a la puerta—. ¡El siguiente!
Mientras cruzábamos por la sala de espera noté las miradas de los caballeros seguir con hambre la figura de Mavis, la enfermera sexagenaria.
Desde luego el doctor Shepherd era un genio.
Aparecí por mi oficina en la planta cuarta de Sausalito Arms, Yucca Avenue, Laurel Canyon, a primera hora de la tarde, cuando ya el dolor había desaparecido y me sentía un hombre nuevo. Archer y Pat estaban allí. Archer con unos cilindros de dictáfono y Pat con unos apuntes.
—No sé cómo lo hace, pero acertó, señor —fueron las primeras palabras del muchacho de la Continental—. Nuestra cliente ha vuelto a utilizar la cabaña 17 de El Reposo para verse con un sujeto. Y eso que sabía que lo sabíamos.
—Sabía que lo sabíamos, y ha supuesto que como sabíamos que lo sabía, supondríamos que no utilizaría de nuevo la cabaña y en consecuencia no la vigilaríamos. Pero yo he supuesto lo que supondría al saber que sabíamos lo que sabía y por eso te envié. No había cancelado el alquiler. El detalle quería decir algo, ¿no es cierto?
—Con tanto saber y tanto suponer me he perdido, señor Flower. Lo único cierto es que usted es un fuera de serie.
—Veamos lo que averiguaste.
—Se lo diré yo, jefe —exclamó mi secre—, que ya tengo las notas. Esta mañana mistress Verschoyle acudió a la unidad 17 a las 10.17. A las 10.20 entró en la misma un hombre, sin llamar. Su descripción es: uno setenta y ocho de estatura, unos ochenta kilos de peso y unos cuarenta y cinco años de edad. Traje claro. Sombrero negro, con cinta blanca. Cuando se despojó del sombrero se vio que era rubio y algo calvo. Tiene ojos de asesino. Archer se pegó junto a la puerta escuchando una conversación obscena, susurros y otros sonidos característicos que no dejan abrigar la menor duda de lo que hacía la pareja: el amor. La conversación la recogió con un dictáfono de alta sensibilidad, por una ventana. Los cilindros son la prueba documental.
—Bravo, Archer.
—Gracias, señor.
—Yo ya he pasado el informe a máquina…
—Bravo, Pat.
—¡Gracias, jefe!
Dicté la consabida postdata en la que se aclaraba que el visitante de mistress Verschoyle era Harry Silliman, de Chicago, con negocios de prostitución, redes de cabarets con partidas de juegos prohibidos y gangsterismo.
Los dos muchachos se quedaron turulatos al comprobar cómo con una somera descripción identificaba al personaje y proporcionaba datos tan exactos. Debieron pensar que tenía en la cabeza un archivo tan completo como el del FBI. Les dejé que me admiraran. Me gusta.
—Lleva los cilindros y una copia al 2134 de West Hollywood, Pat.
—¡Gracias, jefe! —exclamó feliz, sintiéndose reivindicado
—¿Y yo, señor? —preguntó Archer con mosqueo.
Sonó el teléfono. Lo atendió. Escuchó. Me pasó el auricular.
Una voz, desfigurada posiblemente por un pañuelo colocado ante la boquilla, tan baja que no podía saberse si era de señora o de caballero, dijo:
—Escucha, invertido. No interrumpas y empápate bien, que sólo hablaré una vez. Si quieres ver algo interesante acude ahora mismo al camerino de Beryl Barnes, en el Odeon.
Un clic me avisó que la comunicación había sido cortada.
Tardé cerca de treinta minutos en trasladarme desde Yucca Avenue a Little Broadway. Era una mala hora y en algunos lugares el tránsito se arrastraba como una serpiente malherida. El callejón donde Matt Dewar, sus dos matones y el operario de Porky Dee habían hallado la muerte después de que me reventaran las narices, aparecía desierto. El portero de la entrada posterior llegaba en aquel instante de algún bar cercano, apestando a whisky desde una milla de distancia. Caminó con pasos vacilantes, levantando una mano temblorosa al reconocerme.
No le presté más atención. Me colé con presteza, caminando con sigilo por los pasillos mientras procuraba hacer el menor ruido posible.
La puerta del camerino 17 se hallaba entreabierta. Pegado a la pared en previsión de una emboscada lancé un vistazo al interior. Las luces del techo y las del espejo, encendidas en su totalidad, alumbraban un cuadro siniestro.
Gertrude, con ropas de calle, se apelotonaba en un rincón, un puño en la boca, tratando de reprimir el grito que pugnaba por escapar de sus labios. Con mirada empavorecida miraba a sus pies. A sus pies, con el jubón sin mangas acordonado por delante que descubría el velludo pecho y los brazos musculosos, el ajustadísimo slip de satén, las botas de mosquetero con las vueltas hacia abajo y el antifaz picudo, yacía Nemo Harlan en medio de un charco de sangre. Un tajo impresionante de oreja a oreja casi le había separado la cabeza del tronco.
No es que fuera necesario, pero hay cosas que un detective privado no debe pasar por alto. Me incliné y le tomé el pulso.
—Es inútil —dijo la chica del órgano con una voz tan delgada como un papel de fumar—. Está frito.
—¿Qué hace aquí, mistress Verschoyle?
—Habíamos quedado en que me llamaría Gertrude…
—¡Está bien! ¿Qué hace aquí, Gertrude?
—Yo… Yo… Vine a recoger unas medias para que les subieran los puntos…
—¡No mienta! ¡Tenía una cita con Harlan para hacer cochinadas como todas las tardes! ¡Lo sé todo!
—Todo, no…,
—Bueno —concedí—. Pues casi todo. ¿Desde cuándo está aquí?
—Acabo de llegar…
—¡Miente! En el callejón no hay más coche que el mío.
—El mío está en la entrada principal. Un Mercury descapotable, del 38, escarlata. He venido por la platea…
Una luz roja empezó a parpadear encima del espejo.
Sabía lo que significaba.
Los teatros frívolos de Los Ángeles la utilizaban en tiempos como alarma para avisar a los artistas la presencia inopinada de la policía por las puertas traseras con ánimos de realizar inspecciones-sorpresa sobre la moralidad del espectáculo. La bofia debía haber llegado y el portero daba la alarma.
—¡Márchese ahora mismo! —ordené—. ¡La policía está en el teatro!
El terror que había superado después del hallazgo del cadáver la atenazó de nuevo. Permaneció inmóvil, como una nueva esposa de Lot convertida en estatua de sal.
La tomé por los brazos, zarandeándola.
—¿No me ha escuchado, Gertrude? ¡La policía acaba de entrar por atrás!
—¿Cómo lo sabe?
—¡No importa cómo lo sé! ¡Váyase!
—Pero…, pero…
—¡Lárguese! —Volví a sacudirla—. Usted es mi cliente y debo protegerla. ¡Salga por donde ha entrado! Y quítese los zapatos, para que no la oigan.
Al fin pareció comprender la gravedad de la situación. Comenzó a descalzarse.
—No vaya a casa. Espéreme en Laurel Street, frente al drugstore. Iré en cuanto me desembarace de los guindillas. Porque usted y yo, querida, tenemos pendiente una larga conversación.
La arrastré hacia el pasillo, venciendo su última resistencia. La empujé hacia adelante, obligándola a correr. Por el otro lado, indistinto, se escuchaba el rápido taconeo de dos personas.
Volví al camerino y busqué detrás del espejo. Desmonté la cámara fotográfica de Andy, colgándomela del hombro. Me di la vuelta y vi que ya no estaba solo.
En el umbral había dos mujeres policía. Una blanca y una negra. Betty Jo Trevillyan y su brazo derecho, la agente Marion Fulwider.