5

Que el trabajo que llevaba entre manos podría figurar en mis archivos como el «asunto de las fotografías» se corroboró el 20 de aquel movido agosto. El 18 Trevillyan me enseñó unas fotografías. El 19 Pat y Archer me entregaron otras fotografías. El 20 Archer y Pat tenían más fotografías.

Los dos agraciados muchachos aparecían más animados que la víspera. Y cuando me miraron su animación se mantuvo.

—¡Bravo, jefe!

—¡Tiene mucho mejor aspecto, señor!

Esperaba con ilusión aquel encuentro. La cura del doctor Shepherd había obrado milagros. La inflamación de mi nariz estaba muy disminuida y la breve cinta de tafetán hasta me daba un aspecto interesante.

Eché una ojeada a las copias todavía húmedas que habían extendido en papel secante sobre el escritorio imitación Luis XV, que es lo mejor de mi oficina. Eran instantáneas sacadas con el invento de Andy en el camerino 17 del Odeon. Me costaban una pasta, pero como material pornográfico superaban a las anteriores.

Mostraban a un tipo atlético y a una señora, raramente ataviados. El tipo atlético llevaba un estrecho jubón sin mangas, acordonado por delante. Descubría un pecho velludo y brazos musculosos protegidos por anchas muñequeras claveteadas. Un cinturón militar de treinta pulgadas le sujetaba a la cintura un slip ajustadísimo, de satén. Por encima de las rodillas pesadas botas de mosquetero se doblaban con las vueltas hacia abajo. Sus facciones estaban veladas por un antifaz picudo. Una greña le caía sobre la frente. Un bigotito a lo Clark Grable asomaba por debajo del antifaz.

La señora se cubría con una prenda que terminaba casi en el final de los senos y apenas al principio de las caderas, tan adherida a su anatomía como una segunda piel. Por las aberturas acuchilladas de los costados asomaban los tirantes del liguero que estiraban medias negras sobre piernas larguísimas. Sus zapatos, puntiagudos como estiletes, tenían tacones de increíble altura.

En la primera de las fotos el individuo estaba sentado sobre la banqueta del camerino blandiendo una palmeta cubierta de pinchos mientras la señora, de rodillas, acunaba entre las manos lo más prominente del slip. Las otras eran de una guarrería que me resisto a detallar.

La identidad de los protagonistas tampoco ofrecía dudas. La señora era Gertrude; el hombre del antifaz y el atuendo sofisticado, Nemo Harían, el de la trata de blancas y la protección organizada en Nueva York.

En aquella ocasión no sentí apatía. Al día siguiente el doctor Shepherd me sacaría de dudas. Estaba en las mejores manos.

Sin esfuerzo dije:

—Excelente trabajo, Archer.

—Yo me he permitido, de nuevo, adelantar el borrador del informe, jefe —intervino mi secretario. Definitivamente estaba celoso del otro.

Dio lectura a sus notas. Explicaba que mistress Verschoyle, sabiéndose descubierta en la habitación 217 del Mansion House, había cambiado el lugar de sus encuentros por el camerino 17 del teatro Odeon; que en la tarde del 19 se había reunido con el amante del antifaz; que ataviados de modo insólito se entregaron a la práctica de perversiones. Se enumeraban las perversiones. Se anotaba que como prueba irrebatible se adjuntaban fotografías.

Lo del cambio de lugar de cita no era rigurosamente cierto. Lo dejé pasar porque me convenía. Dije:

—Buen trabajo, Pat.

Dicté un anexo describiendo quién era el enmascarado y detallando su historial. La admiración de Archer ante la exhibición de mis conocimientos superó la manifestada veinticuatro horas antes. Me halagó porque no estaba distraído. No estaba distraído porque ahora tenía plena confianza en el doctor Shepherd.

Le dije a Archer que dejase el nuevo informe en el teatro. Luego, obedeciendo a una súbita corazonada, apunté:

—Luego te trasladas a El Reposo y vigilas la cabaña 17.

—Pero si mistress Verschoyle sabe que descubrimos su nido de amor…

—¡Es una orden, Archer!

—¡Sí, señor!

En cuanto se hubo marchado Pat tendió la mano hacia el segundo sobre.

—No, Pat. Esta vez lo llevaré yo.

—Jefe; eso me disminuye…

—Ya me has oído.

—Le da trabajo a Lew, que es colaborador, y a mí no, que soy de la casa…

—¡En la casa mando yo! —grité.

Los ojos de Pat se llenaron de lágrimas. Corrió a refugiarse en el cuarto de baño.

Cuando se regenta un negocio hay que ser duro. Hasta con el propio secretario, que si no todo va manga por hombro.

Tenía mis razones para apartarle de su cometido habitué Quería ir personalmente al 2134 de West Hollywood para tener un vis à vis con mi cliente. Hasta entonces había andado distraído, sin poner la máxima atención en el caso, preocupado por la lesión que me podía alterar la armonía del físico. Ahora que me hallaba Más tranquilo al respecto, me daba cuenta que a las preguntas sin respuesta que guardaba en el archivo de la memoria se habían añadido otras, más inquietantes.

Había entregado un informe a Gertrude en el que se decía que ella y Dewar se reunían en el motel para hacer el amor, y al día siguiente asesinaron a Matt.

Un día después informé de que Gertrude se había reunido con Dan Porky Dee en el Mansion House para practicar la aberración y a las pocas horas liquidaron al gordo.

¿Se había reunido con Porky en el hotel después del asesinato de Dewar, o ya eran amantes con anterioridad, simultaneando Gertrude los encuentros con Matt y con Dan?

Ahora iba a recibir otro informe en el que se decía que después del asesinato del gordísimo, se juntaba en el camerino del teatro con Nemo Harlan para dedicarse a la perversión. ¿Se reunían también antes? ¿Era amante de Nemo con anterioridad, simultaneando los encuentros con los que llevaba a cabo con Matt y con Dan? ¿Resultaría eliminado Harlan tras la recepción del informe, como sucedía con los amantes de Gertrude cada vex que informaba?

Trevillyan me había señalado cuatro personajes: Dan, Matt, Nemo y Harry Silliman. Cuatro indeseables de la peor catadura. Tres habían sido amantes de mi cliente. ¿Lo era también Silliman? ¿O lo sería en caso de resultar eliminado Harlan, ocupando la vacante?

¿Se me estaba utilizando como desencadenante de tales liquidaciones de verano?

Las preguntas no podían ser más inquietantes.

La Mantis estaba con la mosca detrás de la oreja y la tregua no pactada que me había concedido podía terminar de un momento a otro. Entonces me apretaría las clavijas. No tenía el menor interés en pasar por esa experiencia.

Se imponía una conversación a fondo con Gertrude Verschoyle si tenía que salvaguardar sus intereses. Y sólo podría hacerlo si contaba con la seguridad de que no se estaba aprovechando de mí.

Por eso tenía que ir a su residencia.

Por eso me había comportado duramente con el bueno de Pat.

La mansión Verschoyle era tan enorme como su fortuna Los millonarios sienten inclinación a habitar en residencias desmesuradas en las que fatalmente habrán de caminar como perdidos. También el dinero es algo que termina por perderlos.

Conduje por serpenteantes caminos entre macizos cuajados de flores durante tanto tiempo que cavilé si no se me acabaría la gasolina antes de alcanzar la entrada principal.

Me abrió un hombre unos diez años mayor que yo, unas pulgadas más alto que yo y un palmo más ancho que yo. Iba vestido de modo que se notase que no era un sirviente. Más parecía un guardián. Un guardián encargado de impedir el paso a los indeseables. Pese a su presencia problemas no deseados penetraban en la mansión.

Saqué el sobre. Dije:

—Entrega en mano.

Dio la impresión de saber de qué se trataba.

—Cambió el mensajero… —fue su comentario.

—Me gustaría saludar a mistress Verschoyle.

—No puede ser.

—Dígale al menos que Flower está aquí.

—No puede ser porque ella es quien no está aquí. Haré algo por usted, a cambio. Le conduciré frente a su esposo.

La entrevista no me apetecía.

—No entra dentro de mis planes.

—Entra dentro de los del patrón, Flower. Durante estos días ha aguardado que se acercase por casa. Me dijo que cuando ocurriese le guiase ante él.

—Podría negarme.

Había maniobrado de modo que me cortaba la retirada. Miró de modo significativo el tafetán en mi nariz.

—Yo, en su lugar, no lo haría —dijo con helada sonrisa. Consideré su corpulencia. Calculé que pese a su tamaño podría moverse con rapidez. Me encogí de hombros. En plan borde me despojé del sombrero de paja de copa plana y se lo entregué. Lo puse en su sitio tratándole como lo que era: un criado.

Me precedió por largos pasillos con pinturas antiguas colgadas de las paredes y armaduras llenando los rincones como un ejército de guerreros vacíos. Era todo un símbolo. También el corazón de los financieros está vacío. Cuando empezaba a cansarme de la caminata me introdujo en un despacho tan amplio como un estudio cinematográfico, se acercó a su ocupante y desapareció silencioso por una puerta al fondo.

Se trataba de una habitación con grandes vigas oscuras que sostenían un techo inclinado, pintado de blanco. Había ventanas cubiertas por ligeras cortinas de encaje. Un poco de sol se filtraba a su través, pero el despacho estaba iluminado con luz artificial. Tras una mesa de rica caoba tallada se hallaba sentado un hombre con el sobre que había traído, entre las manos. El guardián de la entrada debía tener algo de prestidigitador. No había notado que se lo entregara.

Al principio no reconocí en el hombre de la mesa a míster Leland Verschoyle, el que fuera mi cliente hacía unos meses. Parecía haber envejecido un siglo. Había perdido cabello, su pelo era mate y con el pelo se habían ido también los kilos. Las ropas parecían ser dos tallas mayores de la debida, la piel se pegaba a los huesos del cráneo como queriendo mostrar hasta el último detalle de la calavera, tenía los hombros hundidos y la mirada mortecina. Aquél no era el Leland Verschoyle, orgulloso y seguro de sí mismo que conociera, sino un anciano decrepito. Aquél no era Leland Verschoyle, sino su tatarabuelo.

Con un cansino ademán de la cabeza que pareció costarle un esfuerzo infinito me indicó que tomara asiento. Seguía dando vueltas al sobre entre los dedos. Tomó una plegadera y separó la solapa con precauciones, como quien pretende que su acción no deje huellas. Extrajo lo que contenía con el cuidado de quien manipula un animal venenoso. No hizo caso de las hojas mecanografiadas. Miró las fotografías. Una mueca de dolor insoportable desfiguró las consumidas facciones.

—Está violando correspondencia, míster Verschoyle —advertí—. Ése es un delito federal.

No pareció haberme oído.

—¿Por qué, Flower? —Su voz era desgarrada como el graznido de un loro—. ¿Por qué? —repitió.

—Es mi trabajo.

—¡No mienta! Es su venganza.

Me pareció que desvariaba.

—Usted me odia. —Hablaba más para él que para mí. Se fue animando paulatinamente—. Me odia porque no le pagué la última parte de lo prometido y porque hice que usted y Adam se enamoraran. Ustedes, los invertidos, son mala gente. Ha estado maquinando todo este tiempo cómo desquitarse de mí y al fin dio con el modo de hacerme el mayor daño posible.

—No sabe lo que dice.

Tenía los ojos opacos, como si en lugar de mirarme enfocasen hacia su desolado interior.

—Yo estaba loco por Gertrude. Estaba loco por ella desde que vi su álbum fotográfico, antes de conocerla. Y cuando vino a Los Ángeles me enamoré de tal modo que me sentía enfermo. Puse mi fortuna a sus pies, pero la rechazó comprometiéndose con mi hijastro. Yo no dormía. La seguía donde quiera que fuese, la espiaba con Adam y hasta en su habitación del hotel.

—Lo sé. Que si no llega a ser por mí, el día que le dio el colapso, allí se queda pajarito.

Ni se enteró.

—Lo que descubrí en la habitación aún incrementó más mi deseo. Para destruir el compromiso le metí a usted en danza porque sabía del pie que cojeaba Adam y que se enamorarían los dos.

Hablaba como el pecador que descarga sus culpas.

—Después intervino Luther Wallace. Murió. También murió Adam. La noche de sus muertes Gertrude fue mía. Todo lo que le hacía a Adam me lo hizo a mí… Al poco tiempo nos casamos. Han sido unos meses como nadie en el mundo podría soñar. ¿Me ve cómo estoy, Flower? Desgastado, consumido, reducido a una piltrafa. Pero es una gloriosa consunción. No se debe a la enfermedad ni a la droga. Se debe a la cama. A las horas pasadas en la cama con Gertrude, haciendo el amor sin parar.

Dos rosetones de color habían aparecido en sus pómulos, dándole la insana apariencia que a veces tienen los tuberculosos.

—Pero usted maquinaba en la sombra su sórdida revancha. Estudió el terreno a conciencia antes de entrar en acción. Averiguó que una mujer joven y ardiente como la mía podía tener sus escarceos. Y dio con la manera de herirme en lo más hondo. Se ha puesto a espiarla y manda los resultados de su sucia actividad a su nombre sabiendo que los interceptaré yo. Quiere destruirnos a ambos: a ella por el miedo y a mí por los celos. En lo que a mí se refiere, puede estar satisfecho. Lo ha conseguido. Sabía que vendría por aquí y di orden de que cuando sucediese lo trajeran conmigo. —Su voz se amplió a un chillido—. ¿Cuánto, Flower? ¿Cuánto, por cesar en esta actividad?

Había perdido la chaveta. Si durante más de medio año su vida fue lo que decía, no me extrañaba que se le hubiera reblandecido el cerebro. Ignoré la pregunta y respondí con otra.

—Dígame una cosa, míster Verschoyle. ¿Disparó usted contra Wallace?

—¡Sí! ¡Sí…!

—¿Le dio el arma a Gertrude?

—¡Sí! ¡Sí…!

—¿Le entregó Gertrude después el arma a Adam?

—¡Lo supongo! ¡Lo supongo…!

—¿Firmaría una declaración confesándose autor del homicidio para rehabilitar la memoria de Adam?

—¿Y quedarme sin Gertrude? ¡Jamás! ¡Jamás…!

—Entonces nuestra conversación ha terminado.

Salí, dejándole con un ataque de furia. «¡Maricón! ¡Mariconazo maldito!», aulló como una bestia.

Vivía un infierno. El infierno que tenía merecido.

No sentí la menor compasión por el desecho humano que dejaba a mis espaldas.