Fueron muy considerados.
Me llevaron a la enfermería aunque sólo fuera para que el médico me diese la mala noticia de que posiblemente tenía el hueso fracturado. Me limpió la herida, me practicó una cura de urgencia, me recomendó que en cuanto fuera posible me hiciese unas radiografías y me puso una cruz de esparadrapo sobre la nariz. Quedaba como un adefesio.
Cuando terminó me trasladaron al despacho.
La Trevillyan no se había demorado. Daba la impresión de llevar un buen rato sentada tras el escritorio, destocada, con las mangas de la camisa del uniforme subidas por encima de los codos.
Como la noche era bochornosa no llevaba corbata. El cuello desabotonado mostraba el nacimiento de los apretados senos, cosa que no la abochornaba. Tenía delante hojas de apuntes, seguramente las notas con las deposiciones orales del personal que me recogió en el callejón de los fiambres.
No me importó su aspecto.
No me importaba el bochorno.
No me importó que pese a su camisa muy abierta no se abotonase.
Sólo me importaba mi nariz.
Con una uña lacada golpeó los papeles, sin mirarme.
—Te han encontrado en la trasera del Odeon con cuatro tipos apiolados. Supongo que me darás una explicación.
No me importó lo que decía.
Sólo me importaba saber si realmente me habrían roto el hueso nasal.
—Esta noche —siguió— han liquidado a Matt Dewar y a dos de su banda. Al otro tío lo hemos identificado como perteneciente a la pandilla de Dan Porky Dee. Tú estabas allí…
No me importó no saber quién era Dan Porky Dee. Sólo me importaba enterarme si con la fractura quedaría desfigurado.
—La escabechina —añadió al ver que no contestaba— se ha desarrollado junto a la salida de artistas del Odeon. En ese teatro actúa la compañía de Leland Verschoyle. Leland Verschoyle te la jugó el año pasado. —Pegó un puñetazo en la mesa que hizo bailar el tintero—. ¿Me dirás qué pintabas allí, joder?
—Esperaba a uno de los bailarines que es una preciosidad, oye.
Mi voz, a causa de las gasas y el esparadrapo que me cubrían la cara, sonó tan extraña que no la reconocí. Por un momento llegué a pensar que había una tercera persona con nosotros.
Entonces me miró. Su lechoso rostro permaneció inexpresivo. No tuvo la delicadeza de interesarse por mis heridas. Se notaba que no había ido a colegio de pago.
—Voy a ser paciente, Flower. Quiero que comprendas que el asunto es serio.
Sabía lo que deseaba pero no podía confesarle que estaba trabajando para Gertrude y toda la historia. La cosa era demasiado compleja para sus entendederas. Y la obligación de un investigador privado es defender los intereses del cliente siempre que no conculquen la Ley, aunque el cliente le caiga mal.
Además, no me preocupaba que el asunto fuera serio.
Sólo me preocupaba saber si mi nariz tendría arreglo.
Depositó los codos sobre la mesa. Levantó las gafas de sol hasta más arriba de la frente como si fuese una diadema en medio de los lisos cabellos de nieve. Clavó en mis ojos la mirada de sus pupilas rojizas.
—Te expongo la situación. —Revolvió una gaveta y extendió cuatro fotografías como el jugador que muestra sus cartas—. Estos andobas son personajes ilustres que desde principios de mes se han convertido en huéspedes de la ciudad.
Con el largo índice señaló el retrato del malnacido que antes de convertirse en difunto me había reventado las narices.
—Matt Dewar. Nueva York. Amo de los garitos y la prostitución en aquel estado. Uno de los muertos de esta noche.
El índice pasó a la foto de al lado, un inmenso saco de grasa con ojos.
—Dan Porky Dee. Nueva York. Proxenetismo, drogas, publicaciones pornográficas. Uno de sus hombres es otro de los muertos.
Deslizó el largo dedo al tercer retrato, el de un chulo de cabellos negros y bigotito recortado, que debía presumir de parecerse a Clark Grable.
—Nemo Harlan. Nueva York. Trata de blancas y protección organizada.
Golpeó con la uña la última foto. Se trataba de un rubio de calva incipiente y ojos de asesino.
—Harry Silliman. Chicago. Gangsterismo, prostitución, red de cabarets con partidas de juegos prohibidos.
Hizo una pausa, como para darme tiempo a digerir la información.
—¿No dices nada?
—Digo que era un buen póquer de indeseables. Ahora se ha quedado en trío.
No me importaba que Trevillyan relacionara al extinto amante de mistress Verschoyle con los tres ases del crimen.
No me importaba que aparentemente los hombres de Dan Porky Dee se hubiesen cargado a Dewar y que Dan me recordase demasiado al obeso que había visto hurtar mis informes del órgano la tarde pasada.
Sólo me importaba qué dirían mis amistades cuando me vieran con la nariz como una berenjena.
—Seguiré teniendo un poco más de paciencia, Flower —dijo con impaciencia—. Estos turistas en Los Ángeles no me llenan de alegría… Hay suficientes problemas sin ellos en la ciudad. Hemos interrogado a los chivatos habituales por si anduviesen tramando un golpe sonado en comandita. Nadie parece saber nada.
Bajo las axilas se le habían formado rodetes de transpiración. Resultaba de lo más antiestético. Si sudaba así, bien podía ponerse polvos de talco.
—A lo mejor es un ajuste de cuentas —traté de desviar su atención.
—No me vale, monada. Hay dos hechos fundamentales: tú estabas allí, y allí es cerca de Verschoyle. Sumo dos y dos. Desde la sombra de los arcos de las albas y escasas cejas los ojos le destellaban como rubíes. Hube de reconocer que tenía cierta belleza espectral y siniestra.
De pronto me sentí infinitamente cansado.
—Estoy fatigado, Betty Jo. También dolorido. Y sobre todo preocupado. No me preocupa el tiroteo de esta noche. No me preocupan Verschoyle, Dewar, Harlan y el resto de la pandilla. Lo único que me preocupa ahora mismo es saber si tendré que hacerme la cirugía estética.
En el tiempo que llevábamos tratándonos había aprendido a conocerme. Sabe que hay momentos en los que no se puede obtener nada de mí. Ése era uno de aquellos momentos.
Se echó hacia atrás en la silla, dando la entrevista por concluida.
—De acuerdo, mariquita. Te dejo en paz. Vete a descansar, pero no olvides que te conviene cooperar conmigo.
La abandoné, preocupado.
No me preocupaba el trío de hampones y el peligro que podía entrañar que el gordo y los otros dos se complicasen en mi tarea.
Lo que me tenía preocupadísimo era constatar que por primera vez desde que nos conocíamos la Mantis no había demostrado lujuria hacia mí.
Me dije que Matt Dewar debía haberme dejado feísimo.
El asunto de mistress Verschoyle, desde la charla con Trevillyan, se convirtió en el «asunto de las fotografías». La albina me había enseñado en su despacho unas fotografías. La mañana del 19, cuando entré en el mío, Pat y Archer habían dispuesto en la mesa otras fotografías.
Se les veía muy animados. Cuando me contemplaron, la animación desapareció.
—¡Dios mío, jefe!
—¿Qué le ha ocurrido, señor?
Temía aquel encuentro. Pero en sus ojos no hubo repugnancia. En los de mi secretario había pena. En los de Archer, preocupación. Eso me animó. Tuve el ánimo suficiente para bromear:
—No hice caso a mi horóscopo ayer. Me aconsejaba no dejar la cama en todo el día. Lo desprecié y ya veis: tropecé con una puerta.
Di un vistazo a las copias. Eran instantáneas obtenidas con el equipo de Andy en la habitación del hotel. Me había costado un dinero, pero como material pornográfico no tenía precio.
Mostraba a un gordo de repugnante obesidad en porreta y a una señora con minifaja-liguero de cuero negro, medias negras, zapatos de supertacón y ajustados guantes de piel negra y brillante casi hasta el hombro. La minifaja-liguero proyectaba hacia el frente unas tetas sólidas como faros de coche vueltos del revés. Empuñaba un látigo de siete colas.
Las instantáneas recogían episodios de la más increíble actividad sexual de la señora contra el obeso. No cabía duda sobre la identidad de los protagonistas. La señora era mi diente; el gordo, aquel a quien la Mantis Religiosa designó como Dan Porky Dee.
Curiosamente me invadió la apatía.
El trabajo marchaba como una seda.
Empecé a preocuparme pensando que debería ir a la consulta de un especialista que comprobase los estragos perpetrados en mi fisonomía.
Me forcé a decir:
—Buen trabajo, Archer.
—Yo me he permitido adelantar el borrador del informe, jefe —intervino mi secretario. Parecía sentirse celoso de Lew.
Me lo leyó. Decía que mistress Verschoyle, sabiéndose descubierta en El Reposo, había cambiado el lugar de sus citas por la habitación 217 del hotel Mansion House. Que en la mañana del 18 se había reunido allí con un gordo. Que una vez reunidos, se desnudaron. Que una vez desnudos jugaron a las perversiones. Se detallaban las perversiones. Se anotaba que como prueba irrebatible se acompañaban fotografías. Dije:
—Buen trabajo, Pat.
Dicté un anexo descubriendo quién era el gordo, detallando después su curriculum. Noté que la admiración de Archer subía de punto ante esa exhibición de conocimientos. Pero no me halagó porque estaba distraído.
Pensaba que debía conseguir una cita con el doctor Shepherd el cirujano plástico que atiende a las estrellas de Hollywood, para que me examinase la nariz.
Me obligué a ordenar a los muchachos que cuando los sobres estuviesen dispuestos Pat llevase uno a la residencia Verschoyle como en la ocasión anterior, y Archer otro al teatro. Le expliqué cómo debía hablar con el portero en mi nombre y cómo debía dejar el sobre en el órgano. Asimismo le dije que teníamos otra cámara espía en el camerino de Beryl Barnes y que retirase el carrete sustituyéndolo por uno nuevo, procediendo más tarde a su revelado.
El trabajo para mi cliente no exigía más dedicación por el momento. Ya podía, pues, dedicarme a lo que me preocupaba. Cuando los muchachos hubieron salido me trasladé a la consulta del doctor.
Una enfermera de edad mediana, bien parecida, de cabellos oscuros bajo el gorrito blanco, compareció en la sala de espera que no tenía ventanas. Su impoluto uniforme demostraba que pese a los años aún era buena su figura. Me preguntó si tenía una cita. Respondí que no.
—El doctor Shepherd es un hombre muy ocupado. Es el mejor.
Hubo una secreta satisfacción en el elogio, como si el doctor fuese obra suya.
—Lo sé. Por eso vengo a él. Dígale que Cary me recomendó.
—¿Cary? ¿No será Cary Grant?
—Precisamente. En cierta ocasión le presté un servicio[9]. Mi nombre es Flower.
Sus ojos pardos se iluminaron.
—¡Por supuesto! ¡Flower, el detective!
Nunca pensé que mi fama pudiera llegar a sitios tan selectos. Miró su reloj.
—El doctor está con un paciente. Veré qué puedo hacer.
Se dirigió a una puerta interior y la cerró a sus espaldas.
Al cabo de poco tiempo apareció Shepherd, enorme en su bata blanca.
—¡Flower! ¡Cuánto celebro conocerle! —Estrechó mi mano con la energía de quien trata de sacar agua de un pozo agitando el brazo de la bomba—. Cary me contó maravillas de su talento. Lo mismo sucede con Kathe Hepburn. —Miró mis esparadrapos—. Vaya, veo que me necesita… tarde o temprano, eso sucede con los detectives. Venga, venga por aquí.
Me hizo pasar a un cuarto destellante de armarios de cristal y aparatos cromados. La enfermera nos acompañó. Me invitaron a sentarme en una especie de sillón de barbero, reposando la cabeza en un soporte almohadillado. La enfermera me despojó de los apósitos con la misma delicadeza que si estuviese atendiendo a un recién nacido.
—¿Cómo se lo hizo, Flower?
—Me golpearon.
—¿Dónde?
—En la nariz.
—No pregunto eso. Me refiero al lugar de la ciudad.
Mientras hablaba no dejaba de trabajar con hábiles dedos, iluminando la zona afectada con el reflejo del espejito que se había colocado con una cinta elástica en torno a la frente. Supuse que la pregunta banal era para distraer los temores que pudiera experimentar.
—A la salida de artistas del Odeon.
—¡El Odeon! —exclamó—. ¡Lights In The Night! ¡Beryl Barnes! Comprendo que le golpearan. La Barnes debe tener muy celosos admiradores… ¡Mavis, radiografías! —Mientras la enfermera manejaba un complejo armatoste, continuó con su cháchara—. El órgano de Beryl Barnes ¡Beryl Barnes! ¡Qué piernas! Pronto la tendremos en la meca del cine, Flower. Esas piernas hay que exportarlas al mundo entero. Y le aseguro una cosa, el resto de su figura es más interesante, si cabe. Me gustaría que viniera un día a esta consulta… Le sacaría fotos como modelo. Mi interés es estrictamente profesional, ¿sabe? Me agradaría estudiar sus líneas y tratar de reproducirlas en las estrellas que acuden a mí para que les recomponga el tipo. —Dio por terminada su exploración—. Bien, amigo; es todo.
La enfermera de media edad había sustituido los aparatosos esparadrapos de la policía por una discreta tira de tafetán.
—¿Qué me dice, doctor?
—Vuelva por aquí pasado mañana. No creo que deba preocuparse, aunque las placas son las que dirán la última palabra.
Me despedí, agradeciendo su amabilidad.
Mavis me acompañó hasta la salida. Me tendió la mano. Se la estreché. Sacudió la cabeza.
—Son quinientos dólares, míster Flower.
Eran amables en grado sumo. Pero no olvidaban que el negocio es lo primero.
Por la noche la radio dio la noticia. El coche de un turista no muy deseado por la gente de bien de la ciudad de Los Ángeles, había sido volado con su dueño dentro. Se trataba de un Buick más acorazado que un carro de combate. Por ello la carrocería quedó impecable, pero el interior, que es donde estaba la bomba, hecho una pena. El turista no deseado se llamaba Dan Porky Dee.
El explosivo, colocado debajo de un asiento, detonó al posarse en él su enorme peso. Porky, como queriendo hacer honor a su apodo, quedó convertido en carne picada para salchichas.