3

Me encontré con Archer, mediada la tarde siguiente, en el bar de Randy, cerca de los baños turcos de Jimmy Hill, en Pepper Canyon. Pat O’Malley le había transmitido el encargo de que nos viéramos allá.

Presentaba un aire afligido. Con el tiempo tal vez llegara a ser un hombre escéptico, duro como el pedernal. De momento no era más que un muchacho larguirucho y desolado.

—Estoy desolado, señor.

—¿Qué sucede, Archer?

—He vigilado la unidad del motel que me indicó, pero la señorita Barnes, o mistress Verschoyle si lo prefiere, en ningún momento se ha comportado de acuerdo con nuestros intereses.

Lo que los hispanohablantes llaman aquí el mesero se acera a nosotros. Ordené un par de cervezas.

—Cuenta, muchacho.

—La señorita Barnes ha acudido por la mañana al motel sólo para recoger un par de maletas y marcharse.

—¿Canceló su inscripción?

—No… —Era un dato. Tomé nota mental de él.

—Bueno; su retirada estaba prevista. Se reunía con su amante en ese lugar. Ahora sabe que lo sabemos. Dispone de otro lugar para citas clandestinas.

—El caso es que ignoro cuál puede ser, señor —declaró con angustia—. No hizo nada que me permitiera averiguarlo.

—A lo mejor lo sé yo, querido. Sigue contando.

Apuró la cerveza de un trago. En el cuello la gruesa nuez de Adán subía y bajaba como algo vivo.

—Después de abandonar El Reposo volvió a la ciudad. Marchó al Delmónico. Se le unió un tipo bien trajeado para tomar el aperitivo. Por suerte el camarero que les atendió es amigo mío y se avino a escuchar su conversación y contármela luego. Nada por ese lado, señor… El individuo era un alto directivo de la RKO y toda la charla giró en torno a la probable incorporación de Beryl Barnes al mundo de la pantalla. La señorita Barnes está en la cresta de la popularidad. Es también una figura de la alta sociedad y además estuvo el escándalo de la muerte de su agente y la culpabilidad de su novio… La RKO piensa que esa publicidad puede ser muy buena a la hora de lanzarla al estrellato. A ella no le disgusta la idea.

Archer tenía razón. No eran datos de valor para el trabajo. Pero resultaban pinceladas suplementarias del cuadro. A lo mejor más adelante, con otras pinceladas y la perspectiva correspondiente, se hacía el cuadro más inteligible.

—Cuando terminó la entrevista se reunió con míster Verschoyle. Almorzaron juntos. Así les he dejado para venir a verle. Nada de cuernos. Por eso estoy desolado.

—Debes aprender a ser paciente, amor. Más adelante, eso que has averiguado puede valer. Además, en tu próxima intervención tendrás un éxito inmediato.

Le expliqué que me habían dado un soplo. Me preguntó que para qué carrera. Le dije que nada de carreras, que el soplo tenía que ver con el caso. Nuestra amiga había buscado una habitación en cierto hotel donde con toda seguridad se dedicaba a adornarle la frente al viejo. Lo que debía hacer era ponerse en contacto con Andy de parte mía y recoger la película de la cámara oculta. Habría que llevarla a la oficina y, con la ayuda de Pat, revelarla en el cuarto oscuro.

La desolación desapareció de su rostro como la suciedad lavada con un trapo húmedo. Otra vez era el muchacho animoso y dispuesto, admirado porque tuviese contactos que me diesen tales soplos. No le conté que se trataba de simple potra, que a los colaboradores hay que mantenerlos en la admiración.

Salió en su destartalado Ford a hacerse cargo de la nueva misión, y por mi parte me trasladé al local de Jimmy a dejarme la piel como nueva. Me tomaba el asunto con parsimonia, sin muchas prisas. Hasta el otro día no estaba obligado a presentar un nuevo informe, y para hacerme con material me sobraba tiempo.

La pregunta de por qué se me pagaba tanto por una tarea rutinaria encontró respuesta por la noche. El trabajo dejó de ser rutinario y se convirtió en peligroso. Estaba aburrido y me dio por instalarme en el Chevy, en la callejuela a espaldas del Odeon, para ver la salida de los artistas después de la última función y comprobar cuál era el comportamiento de Beryl Barnes.

Todos los teatros del mundo son parecidos. Al público, que se rasca el bolsillo, le dedican una fachada espectacular con la entrada rutilante de luces, en una calle ancha y cómoda. A los artistas, que son los que se desloman para que se forre la empresa, una puertecilla roñosa en un callejón trasero, sucio y sórdido, con dos farolas escasas, ocupado por cubos de basura y gatos vagabundos que exploran los desperdicios.

Era una noche tranquila y calurosa. A aquella hora el callejón estaba más concurrido. Además de los gatos había unos cuantos ligones paseando arriba y abajo fumando cigarrillos mientras, aguardaban la salida de las chorbas del conjunto, y media docena de taxis que contaban con la seguridad de encontrar clientela en pocos minutos. No sé si ustedes se habrán fijado, pero allá donde hay chavalas fáciles siempre hay taxis.

La aparición de la primera corista bajo la roja bombilla de la puerta fue como un catalizador que cambió la escena. Los peripatéticos arrojaron los pitillos al suelo con gesto sincrónico, como si lo hubieran ensayado, y corrieron a rodearla. Por su parte los taxistas arrancaron motores al unísono.

Durante un rato la secuencia se repitió hasta la monotonía. La chica que salía hacía su elección entre quienes la cercaban, la pareja montaba en un taxi y se largaba, primero a cenar y después a la cama. Se repitió hasta que no quedó un ligón.

Seguí aguardando. Todavía faltaba mi clienta.

Transcurrió un lapso de tiempo.

Entró en la callejuela un Lincoln ostentoso con placas de la ciudad de Nueva York. Se apeó un tipo. Al cruzar frente a los faros del Lincoln vi que se trataba de Matt Dewar, luciendo un impecable smoking blanco. Estaba bastante guapo. En seguida, en la salida de artistas compareció Gertrude, cubiertos los hombros por un ligero chal y la cabeza por una graciosa boina que para mí la hubiera querido, que la señora tenía un rato de gusto para la ropa. Se saludaron de modo conspicuo, sin efusiones que dieran mal que pensar. Yo tenía más suerte que Archer. En cuanto me ponía al trabajo, la pillaba con su lío. Cuando se es un artista en la profesión la fortuna lo mima a uno.

Dewar le abrió educadamente la portezuela a la estrella del órgano ayudándola a tomar asiento y dio la vuelta por delante del morro para subir por el otro lado. Di el contacto con los faros apagados, dispuesto a seguirlos.

Apenas había empezado a despegarme de la acera cuando ocurrió algo que me hizo dudar de que la fortuna sepa lo que se hace con los artistas de la profesión de la pesquisa privada.

Un Cadillac oscuro, sólido como un tanque, llegó a toda leche, realizó una maniobra impecable sorteando al Lincoln y se atravesó en mi camino obligándome a darle una patada al freno para no colisionar. Antes de que pudiera intentar otro movimiento un par de matones de trajes claros, sombreros Panamá, ojos fríos y manos duras me habían arrancado del volante, se habían apoderado de la Marley y decían que tranquilo, que el jefe quería echar un parrafito.

El Lincoln estaba parado en la esquina, aguardando el desarrollo de la encerrona a la que había servido de cebo. Dewar bajó del auto y vino hacia nosotros con un petulante contoneo de hombros.

Se plantó a dos palmos de mí. La mirada gris me atravesó como un taladro.

—Así que tú eres el sucio fisgón que se dedica a espiar a la señora…

Por encima de su hombro vi que Gertrude también se habla apeado para contemplar, desde lejos, el encuentro con morbosa curiosidad. Pensé si sería ella quien se lo había dicho a Dewar, y lo de vigilarla y demás no sería una trampa para que Dewar me diese un disgusto. Luego me dije que cincuenta mil era un precio demasiado alto. Yo no podía valer tanto.

—Voy a convencerte de que la dejes en paz.

El puño derecho de Dewar se enterró brutalmente en mi estómago. Me doblé hacia adelante, en una agonía. El puño izquierdo de Dewar chocó contra mi oreja como una maza, haciéndome caer sobre manos y rodillas con la vista nublada.

La noche era clara pero yo tenía la visión llena de nubes.

Permanecí a gatas sin intentar el menor movimiento. Eran tres tipos peligrosos contra un hombre solo y desarmado, en un callejón oscuro y solitario. No debía irritarlos más de lo que estaban.

La rodilla de Dewar se alzó de modo inesperado, estrellándoseme en la nariz. Experimenté una sensación de frío seguida por otra de calor abrasante. Me llevé la mano al rostro para contener la sangre que manaba a borbotones. Dejé escapar un alarido porque sabía que me había reventado las narices e iba a estar horroroso, y me puse en pie de un brinco.

Mi reacción les pilló desprevenidos y el alarido les dejó petrificados. Tenía las mandíbulas encajadas y emitía ondas de odio como una emisora de radio.

Perdí toda prudencia.

Me olvidé de que eran tres y eran peligrosos. Quería sacarle los ojos a Dewar.

Lancé las manos adelante como garras de un ave de presa. Clavé las uñas en los párpados y tiré hacia abajo con toda el alma. Las uñas trazaron surcos sangrientos en el rostro de Dewar como un arado en el campo, desgarrando la piel y la carne.

—¡Me ha arañado! —chilló, incrédulo, el gángster—. ¡Me ha arañado como una tía, el muy maricón!

Llevó la mano al pecho y esgrimió algo que parecía un cañón de campaña. Me apuntó, tembloroso, con el rostro desfigurado por la sangre y la rabia y la mirada lunática. Me pareció que Gertrude gritaba. Pensé que había llegado mi última hora.

De pronto la cabeza de Matt Dewar estalló como una calabaza puesta al fuego, lanzando en todas direcciones fragmentos de hueso, bolas de pelos y pellas de sesera. Al mismo tiempo sonó un estampido. Dewar debía haber sido alcanzado por una bala dum-dum. Se me aflojaron las rodillas de puro asco y caí de culo.

Otro Cadillac oscuro, tan sólido como un acorazado, estaba en la parte opuesta de la callejuela. Cuatro hombres armados hasta los dientes corrían inclinados entre los cubos de basura en busca de posiciones. Los matones de Dewar esgrimieron Colts como los de Jesse James y abrieron fuego. Uno de los atacantes pareció chocar con un muro invisible como se dice en estos casos y rodó por el suelo para no levantarse. Gertrude había montado en el Lincoln y ponía pies en polvorosa. Yo me tumbé de bruces, haciéndome el muerto.

El pistolero del Panamá que tenía más cerca se asomó tratando de fijar puntería. Vi cómo su pecho se abría como una coliflor soltando chorros de sangre, casi partido en dos por otra de las dum-dum. Su compañero, víctima del pánico, trató de refugiarse en el teatro. Antes de que llegara a la puerta le alcanzó una ráfaga de ametralladora dibujando en su espalda un rosario de siniestros agujeros. Se contorsionó y pegó un bote hacia adelante como un balón de rugby golpeado por el pie de un delantero.

Sirenas policiales se acercaban con un ulular frenético. Los atacantes montaron en su auto y se dieron a la fuga. Yo debía haber hecho otro tanto, pero la verdad es que no me podía mover. Con tanta salsa de tomate y tantas tripas desparramadas por doquier me había puesto malísimo.

La poli llegó tarde, como es su costumbre. No sé si lo hace así porque es tonta, o por el contrario, porque es muy lista y no quiere arriesgar el bigote por lo que le pagan.

Las linternas de los agentes iluminaban los cuerpos de los caídos. Pude escuchar sus comentarios que creían muestra de un humorismo intelectual.

—Uno, dos… ¡cuatro! Vaya basura…

—¿Crees que esto corresponderá a la División de Limpieza? —Con sorna.

—Hombre: siendo basura… —Una risa.

—Matar en Los Ángeles es una costumbre. Más me parece que será cosa de la Brigada de Costumbres. —Con zumba.

—¿Costumbre o vicio? Bajo esa perspectiva habría que endosárselo a los chicos de la Brigada del Vicio. —Con retintín.

Entonces me descubrieron.

—¡Eh, muchachos! ¡Un superviviente!

Una linterna me cegó. Me reconocieron. Soy famoso.

—¡Pero si es Flower!

—¿Qué le ha pasado, belleza? ¿Alguien pellizcó la punta su naricilla preciosa?

—Flower: usted parecerá algo apio[8] pero los tiene bien puestos. Ahí es nada, cuatro fiambres a su cuenta.

—Tiene su mérito —dije con acidez—. Sobre todo, estando desarmado.

—Bien; ya que está usted en el fandango pasaremos el caso a Homicidios, que la Mantis y usted se llevan bien. ¡Eh, Tim! Radia un mensaje para que llamen a Trevillyan. Que vaya para la comisaría, que le llevamos un amiguete para allá.

No me dejaron utilizar el Chevrolet. Me montaron en uno de sus coches y nos pusimos en camino.

Los demás se quedaron haciendo guardia en medio de la carnicería.