Cambié El Reposo por el movimiento.
En lugar de quedarme en el motel me fui a la ciudad.
En lugar de permanecer como un idiota vigilando la cabaña 17 me marché de tiendas, que era lo que me apetecía con aquel fortunón que me quemaba el bolsillo, a comprarme cositas, que es lo que me priva.
No crean que me había comprometido por el vil metal, aunque no voy a ser hipócrita y dejar de reconocer que ejerció su parte de influencia en la decisión final. Había aceptado también porque me brindaba la oportunidad de gastarle una buena judiada a Leland Verschoyle, a quien se la tenía jurada desde el otoño anterior. Flower puede ser derrotado. Pero Flower no perdona. ¡Bueno es Flower!
Me largué porque aunque mistress Verschoyle creía que era tonto, con lo que había visto sobre Dewar tenía suficiente para un primer informe. Eso me dejaba el resto del día libre en lo que a vigilancia se refería, y tiempo para organizarme.
En el Strip cargué con media docena de trajes a la moda más rabiosa del momento, zapatos para combinar, camisas y corbatas recién importadas de Italia y tres sombreros divinos. No me olvidé de Pat O’Malley, mi secretario, y como sus medidas me las sé de memoria le compré un conjunto completo que era una locura.
Cuando me presenté en la oficina cargado de sombrereras y paquetes palmoteó alborozado. Cuando le entregué la gran caja envuelta en papel para regalo rematada por una ancha cinta amarilla y un gran lazo, las piernas le temblaron bajo la falda escocesa. Los almendrados ojos se inundaron de ternura y gratitud. Desenvolvió el paquete con dedos nerviosos y al ver su contenido faltó poco para que me diera un beso. No me hubiera importado, lo juro.
—¿Qué ha ocurrido, jefe? ¿Llegó santa Claus en verano?
—Algo así, Pat. Acabo de cobrar cincuenta de los grandes por cuatro semanas de trabajo a partir de hoy.
Brevemente le expliqué de lo que se trataba, que con él no tengo secretos. Movió la cabeza, preocupado.
—Mistress Verschoyle es una mujer de armas tomar, jefe…
—Cincuenta mil.
—Con su marido ya tuvimos un disgusto…
—Cincuenta mil, Pat.
—Puede haber gato encerrado…
—Y cincuenta mil, cariño.
—Debe andar con pies de plomo, señor Flower…
—He cobrado cincuenta mil. Y a lo mejor le hago la puñeta a Leland.
—Si es así ha obrado muy bien, jefe.
Le dije que se dispusiese a tomar notas.
Le dicté el informe en el que se especificaba que mistress Verschoyle había sido observada por el investigador en la mañana del 17 en el motel El Reposo, en el bungalow 17, donde la visitaba Matt Dewar, de Nueva York. La observación de míster Dewar y la posterior de la cabaña por dentro ofrecía signos inequívocos de que la pareja había estado entregándose a prácticas amatorias. Terminé con una concienzuda enumeración de los detalles, añadiendo:
—Lo pasas a máquina, con dos copias, en el papel con membrete que dice: «Gaylor R. Flower. Investigaciones Privadas. Criminales».
Mientras comenzaba su tarea llamé a la Agencia Continental. Pregunté si Lewis Archer estaba libre y cuando respondieron que sí dije que me lo enviaran inmediatamente, que lo necesitaba por semanas completas hasta nuevo aviso.
Archer era un muchacho alto y espigado. Había colaborado conmigo a plena satisfacción. Estaba realizando el meritoriaje en la Continental y sus planes consistían en ingresar después en la policía de Los Ángeles, para establecerse en el futuro por su cuenta, como yo, que me admira más allá de cualquier límite[7]. No tardó mucho en llegar.
—¿Cómo está, señor? —me saludó con afecto y respeto—. Es un placer trabajar de nuevo junto a usted.
—Lo mismo digo, Archer. —Después de presentarle a Pat, pregunté—: ¿Conoces a Beryl Barnes?
Puso los ojos en blanco.
—¡Quién no la conoce, señor! ¡Qué figura! ¡Qué piernas! ¡Qué órgano! Desde que se presentó en el Odeon, las revistas no hablan más que de ella. Se dice que pronto debutará en el cine. Un éxito ininterrumpido desde hace meses. ¡Qué mujer! ¡Qué tipazo! He ido ya seis veces a su espectáculo. Si puedo, me saco un abono para verla todos los días.
—Puedes ahorrarte el dinero. La verás a diario, puesto que hemos de vigilarla a conciencia.
—Trabajar con usted es una maravilla, míster Flower —dijo, convencido—. ¿Material de divorcio?
Era un chico avispado. Contesté que algo así. Le puse al tanto del asunto sólo hasta donde necesitaba saber y pedí que se trasladase al motel que acababa de visitar poniendo bajo vigilancia la unidad 17. Salió más contento que unas campanillas.
Pat había terminado en la Underwood. Metí el original en un sobre y una copia en el otro. Guardé uno en el bolsillo y le encargué que llevara el segundo personalmente a la residencia Verschoyle. Por mi parte me ocuparía de la entrega en el órgano. Antes de eso tenía que pasar por el Mansion House.
Después del almuerzo, a las 5 p. m., es decir, a las 17 del 17, llegué al hotel. El hall aparecía tan animado como la terminal del ferrocarril. Los huéspedes entraban y salían sin cesar, los botones eran como hormigas atareadas zigzagueando entre la concurrencia y la totalidad de los sillones estaban ocupados por individuos que esperaban a alguien. El Mansion House es barato y eso lo hace estar a tope. Además se hospedaban en sus habitaciones las chicas del coro de Lights In The Night, el éxito de la temporada, y eso contribuía a incrementar el número de moscones.
Llevaba un plan en la cabeza.
El plan que llevaba en la cabeza consistía en establecer un sistema de espionaje en el camerino de Beryl Barnes, nombre artístico de mi cliente. Como vigilaba a la misma persona a quien tenía que informar cabían dos posibilidades: que siguiera utilizando el motel para verse con su lío despreciando que servidor lo supiera, o que en cuanto supiera que lo sabía quisiera ponerme las cosas difíciles cambiando de lugar. Para la primera posibilidad tenía a Archer destacado en El Reposo. Para la segunda había que anticiparse a sus movimientos, que uno, por más que crean, de tonto no tiene un pelo.
El camerino del teatro podía ser un buen lugar para encuentros clandestinos si se descartaba el motel. Mi plan consistía en adelantarme a sus planes. Gertrude había dicho que sólo yo podía encargarme de lo suyo porque era tonto. Iba a saber qué clase de tonto es Flower.
Para espiar su camerino precisaba la ayuda de un experto. No conocía a nadie más experto que Andy, el mozo del segundo piso del Mansion House. Por eso acudí al hotel a las 17 del 17.
Atravesé el vestíbulo no sin dificultad. En el quiosco de los cigarrillos Kathy Horne se encontraba tan atareada despachando mercancía que ni me vio. Lo celebré por ella, ya que, estando enamorada de mí con un amor imposible, no sufriría, puesto que no me veía. También me alegré porque estaba haciendo un buen negocio.
Andy se encontraba entregado al rudo trabajo de todos los mozos de hotel: mascar goma sentado, mientras pasaba las hojas de un mugriento ejemplar de Paris-Hollywood. Su rostro de granuja se desgarró en una sonrisa al reconocerme.
—Necesito saber lo que pasa en una habitación, Andy.
—Guiñó un ojo legañoso.
—¡La 217, seguro!
—No se trata de una habitación de este hotel. Se trata de un camerino de teatro. ¿Puedes ayudarme?
—Nada hay imposible con parné por delante, patrón.
—¿Puedo enterarme si cierta dama se propasa con algún caballero en dicho camerino?
—Puede.
—¿Cómo?
—Soltando trescientos por día.
—¿Qué me ofreces a cambio de esa tela?
—Uno de mis equipos especiales. El principio es sencillo. Consiste en un relé eléctrico sensible a la temperatura. El relé hace funcionar una cámara fotográfica. Cuando las personas se calientan, la temperatura del cuarto sube. El relé lo acusa y dispara la cámara. Cuando las personas se enfrían el relé desconecta la cámara, que deja de funcionar. ¿Le sirve?
Estaba mudo de admiración. Lo que no inventen los mozos de hotel de Norteamérica, no lo inventa nadie.
—¿Cuándo puedes instalarlo?
—Cuando usted diga. Tengo varios equipos en mi taquilla
—¿Ahora?
—¿El dinero?
—¿Te basta con novecientos, por tres días?
—¿No puede ser más?
—¿No me estás exprimiendo?
—¿No comprende que tengo muchos gastos?
—¿No te parece que te pasas?
—¿Quiere que mi negocio no funcione?
Le pagué un día más. No íbamos a estar haciéndonos preguntas hasta el día del Juicio.
Cogió el material y nos trasladamos al teatro.
Al portero de la entrada de artistas le aflojé otros doscientos machacantes a cambio de que nos permitiese la entrada y me dejase el paso libre en lo sucesivo, a mí o a mis hombres cada vez que fuese preciso. No contestó. Me besó la mano y abandonó su puesto para invertir parte de la propina en whisky.
Como todavía era temprano el local se hallaba desierto. Caminamos por el laberinto de pasillos mal iluminados con olor a cosméticos, sudor y desinfectante que forman la trasera de todos los teatros, hasta dar con los camerinos. Tenían un número. Sólo unos pocos, además, una cartulina clavada con chinchetas con el nombre de su ocupante. La cartulina del número 17 decía: «Beryl Barnes». Alrededor del nombre había una cursi cenefa de estrellas de plata.
Me chocó la coincidencia. Gertrude Verschoyle me había citado el 17, antes de las 17, en El Reposo, cabaña 17. Ocho meses atrás había alquilado la habitación 217 en el Mansion House. Ahora resultaba que su camerino era el 17. Si hubiese estado ocupado en un misterio de los que se resuelven por deducción, a buen seguro que el 17 hubiese resultado el número clave para resolver el problema. Pero mi ocupación consistía simplemente en recoger pruebas de infidelidad matrimonial. El 17 no servía. Era una lástima.
Andy leyó la cartulina.
—¡No me diga que quiere investigar a la Barnes, patrón!
—Sí te digo que quiero investigar a la Barnes, Andy.
—Entonces le digo que le va a costar el doble.
—¡No me digas que pretendes cobrar el doble sólo porque quiero investigar a la Barnes!
—No le digo que pretendo cobrar el doble porque quiere investigar a la Barnes, jefe.
—Entonces, ¿por qué me dices que me va a coser el doble, Andy?
—Le digo que le va a costar el doble porque si usted está investigando a la Barnes en el sentido de reunir pruebas sobre si tiene planes extramatrimoniales, debe saber que la semana pasada volvió a alquilar la 217 en mi hotel; debe enterarse de que la utiliza para encuentros secretos. Y sabiendo lo que debe, debe pedirme que instale otro equipo como éste en la 217. Entonces me deberá el doble.
Aquel mozo era una joya. Saqué la cartera y pagué sin rechistar. Mistress Verschoyle se veía con Dewar en el motel, y no contenta con eso, seguramente también en el hotel. Cuando supiera que la había descubierto en el motel se dedicaría sólo al hotel para darme el esquinazo. Y a lo mejor, también al camerino. Flower le cobraría delantera.
Mientras veía trabajar a Andy me dije que aquel trabajo planteaba más preguntas que las que Andy y yo nos habíamos formulado un momento antes. Lo peor es que se trataba de preguntas sin respuesta.
No encontraba respuesta a la pregunta de por qué mi cliente me había pedido que la vigilase a ella y no a su marido, para reunir pruebas de infidelidad.
No encontraba respuesta a la pregunta de por qué me exigía informes duplicados, uno entregado en su casa y otro dejado en el órgano del teatro.
No encontraba respuesta a la pregunta de por qué Gertrude me había elegido a mí para la tarea, cuando en la ocasión anterior, yo que soy de la acera de enfrente había militado en el bando de enfrente a ella.
No encontraba respuesta a la pregunta de por qué me pagaba cincuenta mil, cuando cualquier otro habría hecho el mismo trabajo por quinientos.
No encontraba respuesta a la pregunta de por qué no había intentado propasarse conmigo en el motel, cuando ganas no le faltaban.
Me encogí de hombros. Ya encontraría respuesta a todas aquellas preguntas.
Andy daba los últimos toques a su dispositivo. Era una pequeña obra maestra. Me explicó que lo único que tenía que hacer era retirar la película impresionada por la cámara situada tras el marco del espejo flanqueado por bombillas de cien watios, con el objetivo tras un taladro invisible, y ponerle una carga nueva en cada ocasión. Le dije que volviera a su trabajo, porque yo iba a demorarme. Me explicó que el transporte corría por mi cuenta. Le di un par de dólares para el taxi.
Cuando se hubo marchado me fui en busca del escenario. Lamenté no haber cogido una brújula porque el dédalo de pasillos era tan complicado como el laberinto del Minotauro. Al fin di con lo que buscaba, localicé el órgano y dejé el informe en el teclado.
En vez de retirarme me embosqué entre bastidores. Quería vigilar el órgano para comprobar que nadie curioseaba en él antes de la llegada de Beryl Barnes.
Aguardé algo así como media hora, bostezando aburrido, hasta escuchar pasos femeninos que venían por el camino que yo había seguido. Apareció la propia Gertrude que no me descubrió de milagro. Fue al órgano. Lo abrió, sacó el sobre y leyó su contenido. En la semioscuridad reinante no pude ver la impresión que le producía. Pero su conducta fue extraña. En vez de llevarse los papeles los depositó en el mismo sitio, volviéndose por donde había venido. Aquello me olió a chamusquina y decidí seguir montando guardia porque si el sobre quedaba en el órgano podía recogerlo otra persona. Fue un disparo a ciegas que dio en el blanco.
No habían pasado otros veinte minutos cuando un individuo apareció en el patio de butacas. Más que un empleado de la casa daba la impresión de un espectador que se había colado para elegir buen sitio. Caminó agitando la cabeza a uno y otro lado como para comprobar que estaba solo y trepó trabajosamente al escenario. Trepó trabajosamente al escenario porque era inmensamente gordo. Desde mi escondrijo le oí resoplar como un fuelle viejo a causa del esfuerzo. Fue directamente al órgano y levantó la tapa, como si supiera a lo que iba. Se apoderó del sobre y cerró la tapa. Luego ocupó una butaca, como quien espera a que dé comienzo el espectáculo.
Me deslicé hacia los pasillos interiores.
Si no tenía bastantes preguntas sin respuesta, la acción del gordo añadía una más a la serie.