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Era en agosto y la atmósfera, aún en la carretera, resultaba pesada y angustiosa. Estaba en la autopista hacia el sur a mitad de camino entre San Diego y Los Ángeles cuando descubrí el anuncio del motel El Reposo. Abandoné el camino principal y fui en su busca.

El mensaje mecanografiado que conservaba en el bolsillo de la chaqueta no inducía a error.

«Venga a charlar a la cabaña 17 del motel El Reposo a cualquier hora del día 17; pero antes de las 17».

No llevaba firma. No decía más. Pero a la esquela la acompañaban quinientos pavos, cantidad más que generosa para justificar que le dedicase una parte de mi tiempo y una excursión de unas docenas de millas. Con quinientos dólares se me puede contratar por diez días completos, domingo incluido, así que el al acudir a la cita era una obligación ineludible.

El motel estaba compuesto por una oficina principal y una treintena de cabañas desperdigadas entre macizos de flores, unidas por caminillos de grava. Dejé el coche lejos de la unidad de recepción y eché pie a tierra. El calor húmedo y viscoso me envolvió como la toalla ardiente del barbero después de un afeitado concienzudo. Me entretuve contemplando el vuelo perezoso de un milano, como suelen hacer los detectives privados cuando llegan por la mañana a un motel, me quité el sombrero, enjugué el sudor de la frente con un pañuelo perfumado y eché a andar hacia el bungalow que apuntaba la nota.

Golpeé sobre la madera de la puerta con el borde de las bien cuidadas uñas. Al otro lado hubo unos sonidos sordos: una voz masculina, sorprendida y queda, y una respuesta más baja y perentoria. Aguardé medio minuto y como nada sucediera repetí la llamada. Entonces la puerta se abrió con violencia dando pase a un tipo alto, bien alimentado, de cabellos ondulados y ojos grises e irritados que me apartó de su camino sin la menor consideración, para correr alejándose por el sendero cubierto de piedrecitas.

Fue una visión fugaz aunque suficiente para un experto entrenado en hacerse cargo de situaciones con una ojeada. La visión fugaz no impidió que anotase que el sujeto iba sin sombrero, la corbata hecha de cualquier modo, una mancha de carmín en la boca, un faldón de la camisa fuera y la bragueta sin abotonar. La visión fugaz no evitó que reconociera en él a Matt Dewar, el rey de los garitos y la prostitución en Nueva York, personaje famoso del hampa en la ciudad de los rascacielos. Qué podía andar haciendo Dewar tan lejos de sus lares escapaba de momento a mi comprensión. Si en El Reposo me iban a encargar un trabajo y Dewar se hallaba por medio, habría movimiento. Si Dewar andaba en ello, los quinientos no eran una bicoca. Está claro que nadie regala un níquel.

Viniendo del interior del bungalow una voz me invitó a entrar. El timbre de la voz agitó vagos recuerdos en mi memoria.

Acepté la invitación. No porque sea una de esas personas que andan locas porque las inviten, sino porque quería ver si se concretaban los vagos recuerdos que se agitaban en mi memoria bajo el estímulo de una voz.

El interior de la cabaña se encontraba en la penumbra. El aire acondicionado en funcionamiento me hizo experimentar un escalofrío por contraste con el ambiente exterior. Al principio, a causa del contraste con la claridad de afuera, no fui capaz de ver nada; luego mis pupilas se acostumbraron al cambio, permitiéndome apreciar una cama deshecha, una microscópica cocina adosada a uno de los lados, un mueble con bebidas bajo la ventana con la persiana baja, una mecedora y una silla de mimbre. La silla estaba vacía. La mecedora, llena. La mecedora la llenaba una figura que se balanceaba con placidez.

Los vagos recuerdos que se habían agitado en mi memoria al escuchar el timbre de la voz que me invitaba a entrar se concretaron de golpe al reconocer la figura de la mecedora que no era otra que la de la dueña de la voz.

—¡Oh, no…! —exclamé; e inicié un gesto de retirada.

—Un momento —dijo la voz—. Usted ha recibido quinientos dólares por venir a mantener una conversación. Devuélvalos o gáneselos, Flower.

La figura dueña de la voz pertenecía a una mujer. Llevaba cabellos trigueños peinados hacia atrás descubriendo la frente. Lucía un exquisito modelo de seda blanca, cerrado hasta el cuello, sin mangas. Por encima de la cintura resultaba holgado; por debajo de la cintura se ajustaba a los contornos del cuerpo. Hubiera jurado que era un Christian Dior auténtico. Sólo los modistos franceses son capaces de obtener resultados espectaculares de un simple trozo de trapo, que servidor de eso entiende la tira.

—De acuerdo —convine—. Si no se trata más que de una conversación, la mantendré. Si se trata de algo más, me largo con la pasta, y aquí paz y allá gloria. Que quede claro, mistress Verschoyle.

Lo decía por algo. Sin que les dé el menor motivo, que no soy de los que van por ahí provocando, las tías se cuelan por mí hasta el tuétano. En cuanto se enteran de que soy detective, me llaman con la excusa de un trabajo. Lo que en realidad pretenden es aprovecharse, arrebatándome la flor de la inocencia. Me ha sucedido en tantas ocasiones que he perdido la cuenta. La actual mistress Verschoyle, cuando no era más que una humilde miss Marineau, había acudido a mi oficina. Se me había insinuado como tantas, aunque dando a entender que lo hacía forzada por las circunstancias. Presumí que no había olvidado aquella nuestra única entrevista y que al cabo de los meses, logrado su propósito de convertirse en una de las diez mujeres más ricas de los Estados Unidos, querría un contacto más íntimo con Flower. Por eso dije que si se trataba de una conversación la mantendría, pero que si se trataba de algo más me marchaba.

Replicó en tono afable:

—No se haga el duro, amigo. Sírvase un trago y póngase cómodo.

—Olvidemos las cortesías, señora. Si no le importa, no beberé, que es demasiado temprano para mí. Si tampoco le importa, permaneceré en pie. Si le importa menos todavía, empiece a hablar, para que justifique los quinientos.

Una franja de sol colándose por las rendijas le iluminaba la mitad de la cara dejando el resto en la sombra. El ojo de la parte sombría brillaba con destellos verdeamarillentos, como una lámpara incandescente. El aspecto de mistress Verschoyle, de soltera Gertrude Marineau, era saludable. El matrimonio le sentaba bien. O tal vez fueran los millones que finalmente había conseguido atrapar. Guardó silencio meciéndose con lentitud, los labios entreabiertos en una tenue sonrisa. Sonreía porque se sabía elegante, rica y dueña de un cuerpo regio y excitante para los hombres. Pero yo permanecí impasible porque a mí su cuerpo regio no me producía la menor impresión.

—Quiero encargarle un trabajo, Flower —habló, al fin.

—Lo siento, señora. Mi contestación es no.

Sus manos abandonaron los brazos de la mecedora, apoyándose en las rodillas. Tenía las rodillas juntas. Sus brazos redondos y aquellas piernas formidables que eran la sensación de Los Ángeles desde su debut en el Odeon presentaban un suave tostado por el sol. Actuaba de modo que el suave bronceado se notase. A mí estos detalles ni me inmutan, pero los señalo para que comprendan cómo eran sus gestos en un esfuerzo por crear determinada atmósfera.

—Llámeme Gertrude, que nos conocemos hace tiempo.

—Como guste. No puedo aceptar un trabajo porque estoy ocupado, Gertrude.

—Miente. Si es así, ¿por qué no devolvió el dinero?

—Olvida que su nota no llevaba remitente. Además, ¡diantre!, éste es un país libre y nada me obliga a aceptar clientes que no me agradan. No me gusta su marido y no me gusta usted, así que…

—Hagamos un trato —cortó—. Escuche mi propuesta. Si le conviene, trabajará para mí. Si no, se queda los quinientos por el viaje y el tiempo que me ha dedicado.

Era una propuesta razonable.

—OK. La escucho.

Resultaba una entrevista peculiar. En la semipenumbra de la unidad 17 del motel El Reposo nos enfrentábamos dos antiguos enemigos. O una enemiga y un enemigo. Ocho meses atrás su amante había muerto asesinado, su prometido pereció cargando con las culpas y ella se casó con el presunto asesino, padrastro de su novio, que seguía tan libre como una golondrina, sin que nadie le molestara. Allí estábamos charlando, yo en pie, en mi bien cortado traje azul eléctrico y ella con la falda honestamente estirada para no mostrar ni las rodillas, los cabellos como recién salidos de la peluquería, la boca correctamente pintada, sin una sola arruga en su traje de mil dólares, como si nada hubiera sucedido. Como si nada hubiese ocurrido tampoco unos minutos antes entre ella y Matt Dewar, el rey de los garitos y la prostitución en Nueva York, a quien estos ojitos que se ha de comer la tierra habían visto abandonar el bungalow con la corbata a medio anudar, el rostro manchado de carmín, la camisa a medio meter en el pantalón y la bragueta a medio abrochar.

Gertrude Verschoyle parecía una dama correctísima, pero a mí no se me escapaba que en el suelo, en el rincón más alejado, se veían apelotonadas unas bragas de organdí negro. Aunque quisiera aparentar compostura y decoro yo sabía que acababa de haber tomate.

Cuando dije que la escuchaba, expuso:

—Se trata de reunir pruebas de divorcio.

Suspiré. Era eso.

Haciéndose la casta pero acostándose con quien se terciara había ido tras una fortuna que al final alcanzó de carambola. Y ahora pretendería que demostrara que Leland Verschoyle la engañaba, para sacarle una indemnización fabulosa o una pensión vitalicia tremenda y aplacar los ardores de la entrepierna con Dewar.

—Los divorcios me dan grima, oiga. No los trabajo. En Los Ángeles hay docenas de investigadores que se encargarán del asunto encantados.

—No me sirve. Tiene que ser usted.

—Entonces ya cuenta con mi no definitivo. —Me puse el sombrero—. ¿Con su permiso, me puedo retirar?

—Le necesito, porque usted es tonto, Flower.

Me asombró su desfachatez.

—No pretendo que vigile a mi marido, sino a mí.

Me asombró su pretensión.

—Pagaré cincuenta mil por sus servicios.

Me quité el sombrero para que supiese que, de momento, no me iba.

—¿No había solicitado permiso para retirarse? —dijo, en tono burlón.

—Ahora solicito permiso para permanecer.

Me dejé caer en el sillón de mimbre cuando volvía a mecerse con cierta despreocupación. Los largos tacones de los zapatos blancos golpeaban rítmicamente el suelo de losetas rojizas como el tic tac de un reloj. Afuera el tráfico zumbaba por la autopista como un enjambre de abejas furiosas.

—Deseo que me someta a vigilancia como si yo no supiera que lo está haciendo. Deseo que reúna pruebas de que no soy fiel a mi esposo, como si acopiase material para que él presente una demanda de divorcio.

—Lo lógico, en todo caso, sería que vigilase a míster Verschoyle…

—Entonces, lógicamente, mi oferta sería mucho menor.

—No veo lógica en que diga que su oferta sería lógicamente menor.

—Lógicamente mi oferta es muy alta por su falta de lógica.

—Eso sí lo encuentro lógico. Pero lo que me pide no tiene sentido. A menos, claro, que su pretensión sea la de que las pruebas se remitan a su marido para decidirle a entablar la demanda.

—Las pruebas me serán entregadas a mí.

—Con ellas tampoco puede ser la demandante. Eso tiene menos sentido todavía.

—Lo que tiene sentido es que le pague mucho por la falta de sentido.

—¿Ve? Lo que dice tiene un cierto sentido.

Apoyó un codo en la rodilla, depositó la barbilla en la palma de la mano, inclinó la mecedora hacia adelante y me dirigió una mirada escrutadora.

—¿Se hace cargo del asunto, Flower?

—En realidad —dije en tono elaborado y circunspecto— tal y como lo expone no se trata de un caso de divorcio; más bien habríamos de calificarlo como contradivorcio… Bajo esa óptica podría aceptarlo. El inconveniente es que no acepto encargos sin sentido.

—Le pagaré cincuenta mil al contado, por adelantado, sobre la base de cuatro semanas, que serán más que suficientes.

Mi voluntad empezó a vacilar.

—¿Es usted o míster Verschoyle quien desea el divorcio?

—Cincuenta mil…

—¿No ha conseguido lo que esperaba de su unión?

—Cincuenta mil.

—¿Cómo se desarrollan sus relaciones en estos momentos?

—¡Cincuenta mil!

—¡Me ha convencido! Estoy a sus órdenes.

Abrió un bolso de piel tan blanca como el vestido, tan blanca como sus zapatos. Buscó algo en el interior. Sus largas manos de organista, leves y cálidas, se cobijaron en mis manos como palomas que al fin encuentran el nido. Se demoraron un largo instante para volar luego, lejos, dejando como huella de su paso el huevo de un grueso rollo de billetes.

Los conté. Había cincuenta sábanas.

—Quiero informes duplicados. Un ejemplar lo enviará a la residencia Verschoyle, West Hollywood, a mi nombre, en un sobre en el que se lea claramente «Confidencial». El otro, sin la menor indicación, lo dejará en el interior del órgano con el que actúo en el teatro. Lo depositará en el teclado, cerrando después la tapa. A ser posible serán informes diarios. Lo más tarde cada dos días. ¿Está todo claro, Flower?

No tenía lógica.

No tenía sentido.

Pero moví la cabeza afirmando. Con aquella pequeña fortuna en el bolsillo, era cuanto podía hacer.

Dejó la mecedora, recorrió la corta distancia que la separaba de la mesa de las bebidas con los mismos pasos arrogantes con los que una vez caminase por el vestíbulo del Mansion House antes que supiese quién era, y se sirvió en un vaso una generosa ración de líquido ambarino de una botella de cristal tallado. Le añadió soda.

Quedó de espaldas a la ventana.

La luz de la mañana dibujó los contornos de su figura a través del traje como una radiografía. Se reflejó en el vello imperceptible de los brazos desnudos formando un aura dorada.

Se dio la vuelta y alzó el vaso en un mudo brindis.

Posó los carnosos labios cubiertos por una espesa capa de rouge en el borde del vaso como si lo besase. Era una oferta.

Nuestras miradas se encontraron mientras bebía exhibiendo la lengua. La lascivia brilló en sus pupilas. Sólo se escuchaba el zumbido del acondicionador del aire y, más lejano, el rumor de los motores en la carretera.

—Ahora está a mi servicio, Flower. Trabájeme…

Giré sobre los talones, yendo hacia la puerta.

Me volví.

La lascivia había huido de su mirada.

—Marica… —se burló con ácida ironía. Ondeó la mano de largos y fuertes dedos de organista como despedida.

Salí al sol y al calor del verano. Un río de vehículos corría sobre el asfalto brillante como el acero hacia el norte, hacia el sur. Hacia el oeste, donde yacía el mar, se abría un gran vacío azul bajo las escasas nubes estivales.