Me dio guerra localizar al subnormal de O’Mara. En Homicidios me contaron que estaba de permiso. El JSP[6] le había concedido un par de semanas de vacaciones pagadas por el contribuyente como premio a su éxito. No. No sabían dónde podía estar. En su domicilio no cogían el teléfono.
Sospeché que se escondía. Para dar con su paradero no tenía más que un camino. Un camino llamado Trevillyan. Para que el camino resultara transitable no me quedaba otra alternativa que una conversación cara a cara. Pensé aprovecharla para soltarle cuatro frescas.
Me planté en la comisaría de Los Ángeles Oeste, me abrí paso entre los borrachos, los drogadictos y las prostitutas que constituyen su selecta clientela, llegué hasta el agente del mostrador y dije:
—Trevillyan. Es urgente.
El poli dibujó una mueca obscena.
—No puede ser. Está quilando.
La sargento Trevillyan es un caso. Jovencísima, voluntariosa, tenaz, implacable, tiene una cierta suerte de necromanía sexual. Se le dispara la libido cuando piensa que alguien va a ir a la muerte por su causa. Entonces coge al tipo y se lo pasa por la piedra.
Copula con sus hombres cuando los envía a misiones en las que el retorno es más que problemático, y hasta con los criminales que capturó se revuelca antes de que terminen sentándose en la cámara de gas. Como después de hacerle el amor el macho muere, se la conoce con el apodo de Mantis Religiosa.
Empleé doce minutos en mirarme las uñas. Al fin me dejaron pasar.
—Hola, Flower…
—Hola, borde.
Los cabellos blancos estaban impecablemente recogidos bajo la gorra de plato. Ni una arruga en su uniforme. Nadie hubiera adivinado que acababa de llevar a cabo prácticas de lujuria.
—No me digas que vienes a desahogarte.
—Tú verás. Me endosaste al viejo Verschoyle, únicamente porque tengo inclinaciones pederastas. A eso le llamo una cerdada.
Unas gafas sin montura, de cristales color vino, protegía sus sensibles pupilas de albina de la luz artificial. Tiene la esbelta figura de una modelo de alta costura. La guerrera comprimía un busto excesivo. Como tantas mujeres yanquis posee un cuerpo delgado con tetas hipertróficas que estéticamente la desgracian. Ella cree todo lo contrario.
—Pues a eso le llamo yo un favor. ¿Vas a darme las gracias?
Apoyó el redondo trasero indecentemente dibujado por la falda tubular en el canto del escritorio. Estiró las largas piernas. Sin la menor deliberación introdujo una mano en la guerrera y se cogió el seno izquierdo como sopesándolo.
Era un ademán inconsciente revelador. La Trevillyan cree tener una cuenta pendiente conmigo. En una ocasión me jugué la vida sacándole las castañas de fuego sin cumplir el reglamento de la fornicación correspondiente. Eso la desquicia, aunque procure disimularlo y colaboremos como si tal cosa. Sé que espera la primera ocasión para desquitarse. Por mí puede esperar sentada oigan.
—Voy a contarte que O’Mara nos la ha jugado y que gracias a él un asesino puede escapar al castigo de la Ley.
—¡Mierda! Lo dices por el caso Wallace, ¿no es así? Ese asunto correspondía a mi sección, pero el bastardo me tiene celos. Teme la competencia. ¡Ha hecho valer su grado para dirigir la investigación!
—Pues la ha pringado. El asesino no fue Adam. O’Mara ha enlodado su memoria. —Y le conté el caso tal como lo veía.
Cuando concluí rechinó los dientes.
—Di lo que deseas y dalo por hecho.
—Saber dónde se oculta el teniente.
—¿Sólo eso, Flower?
—Nada más, Betty Jo.
—¿Y después?
—Si no consigo que el tío haga pública una rectificación, te entregaré las pruebas para que lo empapeles.
—Mejor será que me las des ahora.
—Prefiero hacerlo a mi modo, sargento. Quiero propinarle un buen correctivo.
Dudó brevemente, pero conocedora de mi obstinación terminó por llamar a uno de sus hombres. Habló con él. El agente volvió al poco con un papel doblado. La Mantis me lo entregó.
—Ahí es donde para.
Lo abrí y leí: «3215, Hollywood Boulevard. Apartamento D».
—¿Necesitas ayuda?
Sacudí la cabeza, negando.
—Me basto para meter a nuestro amigo en cintura.
Al salir vi que una profunda arruga pensativa le surcaba la frente. Si no se dominaba aquella costumbre acabaría por echarle a perder el cutis.
Cuando apreté el timbre del apartamento D en el 3215 de Hollywood Boulevard me encontré con una platino a lo Harlow, de caderas amplias, envuelta en gasa transparente. El resto de sus prendas interiores habría cabido en una caja de cerillas. La reconocí como una de las integrantes del ganado de Luces en la noche.
Me examinó aprobadoramente de pies a cabeza, redondeó la boca con gesto afectado y dijo, gangosa:
—Lo siento, muchacho. Esto es una fiesta privada.
—No te busco a ti, fea. Vengo a hablar de negocios con el teniente.
Por encima de su cabeza se atisbaba una escena de bacanal romana. Sobre una mesa baja y chata aparecían viandas, frutas y bebidas. O’Mara, al aire el vello del torso puesto que no se cubría más que con una toalla de baño arrollada a la cintura, reposaba tumbado en una chaise-longue en plan sátrapa. Descansaba la cabeza en la abundante espetera de una segunda corista que le acariciaba los hirsutos cabellos. Otra chavala, sentada en el suelo, al lado de la chaise-longue, tenía entre sus manos la diestra del teniente y trataba de hacerle la manicura dándole cachetitos cada vez que la diestra del poli se escapaba intentando metérsele por el escote. Una muñeca más del conjunto del Odeon, jugueteaba a ofrecer granos de uva a la boca del irlandés, mientras éste pretendía morderle las yemas de los dedos. La última de la panda, una morenaza con más aspecto de puta que todas las demás juntas, le daba masajes donde podía. Ninguna de las Verschoyle Girls aparecía más vestida que en el escenario. Aunque la calefacción estaba cerrada la temperatura del teniente O’Mara, de la Brigada de Homicidios, era tan alta que bastaba para caldear la enorme habitación.
—Leche, Flower —gruñó—. Siempre tan oportuno…
—Usted se las arregló para quitarme anoche de en medio cuando me detuvieron, sin revocar la orden de encarcelamiento —exclamé, furioso—. Pero he dado con usted.
O’Mara se sentó en el diván, rodeando con un brazo la cintura de la tía que le tocaba los pelos. La morena se situó al otro lado.
—El caso Wallace está resuelto —dijo—. ¿Por qué tiene que venir a incordiar?
—Porque para mí la solución no vale. ¿Quiere que la discutamos en privado o en presencia de las señoritas?
—Son silenciosas como sepulcros, puesto que su empleo depende de su discreción. Además, si se marchan, me voy con ellas.
—A mí me son indiferentes. —Era una observación sutil, pero nadie supo apreciarla. Tenían menos sesos que un mosquito. Me dejé caer en un sillón, saqué la pitillera, puse un cigarrillo turco en la boquilla de marfil y acepté el fuego que me ofrecía la doble de Jean Harlow.
—Así que no le gusta mi solución del caso… —habló el polizonte con rencor.
—Desde luego que no.
—Pues déjeme que le diga que acepté la culpabilidad de Adam porque mi capitán aceptó esa culpabilidad; que el capitán la aceptó porque el JSP le ordenó que la aceptara; el JSP la aceptó porque el alcalde le mandó que la aceptase; y el alcalde la aceptó, porque se lo había mandado el gobernador.
En un escaso intervalo de horas se habían movilizado las más altas autoridades del Estado. No me extrañó.
—El culpable suele ser quien saca más beneficio de una situación —expliqué—. Usted no necesita que le explique el abecé de la profesión. Aquí Leland Verschoyle estaba interesado en evitar la boda de su hijastro para controlar la fortuna de la familia. Tramó el enredo introduciéndome a mí en la escena y la cosa ha rodado a su favor con la muerte accidental del chico. La desaparición de Adam le resulta providencial. Como es un tipo influyente hablaría anoche mismo con Washington, en Washington hablaron con el gobernador, el gobernador con el alcalde, el alcalde con el JSP, el JSP con el capitán y el capitán con usted. Entre todos han echado tierra al asunto. Pero yo no me conformo con eso, teniente, dejando que usted se cobre con unas chicas de conjunto, siguiendo su norma de venderse por carne de tía gracias al culpable, que nos conocemos hace años y no es ésta la primera vez.
O’Mara siempre me ha odiado. Tras estas palabras me odió más.
—¡Usted también estaba pringado con Adam, joder, y me sale con éstas! ¡Bonito modo de agradecer que no haya dado a la prensa las fotografías que encontré en el apartamento de Wallace, que fueron el motivo del crimen!
El coro de Lights In The Night no prestaba la menor atención al diálogo. Se restregaba contra el polizonte y se me insinuaba a mí aunque yo pasara ostensiblemente de eso.
—El motivo no fueron aquellas fotografías, sino estas cartas. —Saqué el sobre recogido en Tennyson Arms y se lo entregué. O’Mara dio un vistazo a un par de misivas y palideció—. Déjeme que le explique cómo se desarrollaron los acontecimientos, compañero: la noche de autos Leland Verschoyle acudió allá dispuesto a recuperar estas cartas por las que se le estaba chantajeando. Como precaución fue armado con el revólver de su hijo. La discusión que escucharon los vecinos fue la de Leland con Wallace. Al llegar al punto de mayor apasionamiento Leland sacó el arma, disparó sobre el chantajista y lo mató. Antes de que pudiera hacerse con los documentos comprometedores llegó miss Marineau, que quería hablar con su representante-cómplice y se había ausentado del teatro porque tenía tiempo entre sus dos actuaciones. Sorprendió a Leland ante el cadáver y con el arma del crimen. El ruido del taconeo femenino que se escuchó en el pasillo lo había producido ella. Pillado Leland puso el revólver en manos de la chica, y salió tarifando. Ésa es la explicación a la carrera masculina escuchada después.
Solté una bocanada de humo y proseguí:
—Antes de que Gertrude pudiera hacer nada llegó Adam Verschoyle, que iba a recuperar las fotografías y sorprendió a su exprometida con el cadáver y el arma en la mano. Asustadísima, puso el revólver en manos de Adam y salió huyendo. Ésa es la explicación de la carrera femenina escuchada por los testigos auditivos.
—¿Y las huellas?
—Guantes —dije, escuetamente—. En aquel momento llegué yo. Al principio de la escalera me tropecé con míster Verschoyle que huía sin reconocerme, y al final de la escalera con la Marineau, que también huía sin reconocerme. Vi que iba vestida con el traje que utiliza en el Odeon, por lo que deduje que se había escabullido del teatro. Por mi parte encontré al pobre Adam, que estaba estupefacto al hallarse ante un cadáver y el arma que su novia le había puesto en las manos. Los acontecimientos se habían desarrollado en un tiempo muy breve. La frágil personalidad de Adam saltó hecha trizas. Huyó alocadamente al ver que los vecinos le tomaban por un criminal. En su huida se mató. Míster Verschoyle se enteró y le faltó tiempo para llamar a Washington para que las influencias se pusieran en acción y le cargaran el muerto al chico. Pero yo cogí el sobre que creí contenían las fotos comprometedoras para Adam y como los rótulos estaban equivocados me llevé las cartas y he descubierto el pastel. Verschoyle, para cerrar todas las bocas, le ha mandado sus coristas para que le den carne durante su permiso. ¿Qué me dice, teniente?
O’Mara me miraba con ojos glaucos. Tras la estrecha frente podían escucharse los chasquidos de su torpe cerebro tratando de asimilar la información que acababa de proporcionarle.
—Así que ésa es su explicación a los hechos, Flower…
—No hay otra, camarada.
—Bien, bien… —agitó su cabezota. Y de repente gritó—: ¡Chicas! ¡Sujetadle!
El coro entero se me vino encima como si no hubiera hecho otra cosa que esperar esa orden. Era una jauría. Una jauría que no me quería devorar. Me quería violar. Me debatí como un titán, pero eran demasiadas. Cuando al fin conseguí escabullirme vi que era tarde. El teniente había reducido a cenizas las cartas comprometedoras de Leland Verschoyle.
—Comprenda, Flower —sonrió—. Lo suyo no es más que una teoría. Si se le prestase oídos quedaría en mal lugar el gobernador, el alcalde, el JSP, el capitán y yo. Además, a estas chicas les podría volar el trabajo,… Y yo estoy de vacaciones. Ande, lárguese y déjeme disfrutar de mi bien ganado asueto.
En esta profesión algo que se aprende pronto es ser realista. Supe que estaba derrotado. Ante la corrupción de los políticos y de brazo coercitivo que son las fuerzas policiales, nada se puede hacer. La nuestra es una sociedad podrida en la que ese espantajo que pomposamente llamamos Justicia sólo deja caer su pesada mano sobre los desclasados carentes de influencia, mientras los delitos de los poderosos quedan sin sanción.
Tuve que abandonar el apartamento D del 3215 de Hollywood Boulevard rumiando lo impotente que se encuentra un hombre solo cuando lucha contra el sistema.
Sin las cartas de mi excliente no me quedaba ni la posibilidad de buscar el apoyo de la Trevillyan. Además, habría de ponerme lejos de su alcance por una temporada porque como se enterase de lo que O’Mara había hecho con ellas era capaz de despellejarme vivo.
Ocurrieron otras cosas. Verschoyle tuvo la desvergüenza de no pagarme los otros cincuenta mil. La transferencia bancaria prometida jamás llegó, y aunque intenté verle se negó a recibirme.
El desenlace de la peripecia apareció en las páginas de los principales periódicos y revistas del Estado. Como los preparativos de la boda de Verschoyle junior y miss Marineau estaban en marcha, para no contrariar a los invitados y ahorrar dinero, no se anuló. Leland Verschoyle se casó con Gertrude.
No tuvieron el detalle de invitarme a la ceremonia.