14

Afuera retumbó el trueno. Luego se alejó.

El cielo se había hecho negro, aunque no tan negro como mi estado de ánimo.

La lluvia caía con fuerza, aunque no tan fuerte como la tempestad que rugía en mi cerebro.

Galatea Doolittle yacía a mi lado, pero yo no la veía. Sólo veía la trampa en que me habían hecho caer.

Pasaron los segundos. Pasó un minuto. Deje escapar un juramento.

La chica se agitó con leve sobresalto. Me miró con cierta aprensión. El azul violáceo de sus ojos se cubrió de un barniz protector.

—No me guardes rencor, sabueso. Sé que te he forzado a acostarte conmigo, pero para mí ha valido la pena.

—No va contra ti, pequeña —dije con amargura—. Tus informes no tienen precio. Si querías esto y lo has pasado bien, vale. Merecías una recompensa. Yo no he participado, por lo cual no me afecta. Juro por otra cosa. Son otros los que me han utilizado. Eso es lo que me hace hervir la sangre. Pero te aseguro que me las pagarán.

Un nuevo trueno vino a subrayar estas palabras.

El timbre del teléfono subrayó el eco del trueno.

Galley estiró el brazo, cogió el aparato, escuchó por él y me lo entregó.

Era un Pat la mar de atribulado.

—¡Jefe! ¡Menos mal que todavía está ahí! Han surgido complicaciones.

—¿Qué complicaciones?

—Acaba de llamar Slim Hench. Parece que se ha tropezado con, el joven Adam, que está como si hubiera perdido la razón. Por lo que ha entendido, Luther Wallace, el agente de Beryl Barnes, tiene ciertas fotos en las que usted y el joven Adam aparecen en situación comprometedora en las duchas del club Olympia.

—¡Mierda! —maldije.

—Wallace le ha amenazado con darlas a la publicidad si no se casa el día anunciado con miss Marineau. Adam ha salido hacia el domicilio de Wallace como loco, aunque el señor Hench ha tratado de persuadirle de que esperara a contactar con usted. El señor Hench quiere que sepa usted que teme por lo que pueda pasar.

—Muy bien, Pat. Ahora mismo me pongo en acción. —Me volví a Galley—. Hazme un favor, criatura, ya que te he hecho un favor.

—Es que me has hecho un favor porque yo te había hecho un favor…

—¡No te pongas quisquillosa, leche!

—Está bien. ¿De qué favor se trata?

—Localiza el número de la agencia de detectives Drake y comunica con él.

Mientras hacía lo que había pedido me puse los calcetines y me até los cordones de los zapatos.

No bien hubo conseguido la comunicación grité por el micro:

—¿Drake?

—El señor Drake no puede ponerse en este instante —advirtió la chica de la centralita—. Se encuentra reunido con el cliente más importante de la agencia.

—Dígale a su jefe, ricura, que si no se pone inmediatamente le contaré a Perry Mason que se beneficia a Della Street.

Cuatro segundos después Paul Drake hablaba contemporizador. Le corté rudamente:

—Drake: grandísimo hijo de puta.

—Oiga, sin faltar; que estoy con Perry Mason y puedo demandarle por injurias.

—La realidad no es injuria. Usted es un hijo de la gran puta. Cuando le llamé para que me proporcionara informes de Gertrude Marineau, usted ya los tenía, porque Leland Verschoyle había acudido a su agencia. Usted me hizo la comedia de la actividad y todo eso, para sacarme doscientos cochinos dólares.

No tuvo el valor suficiente para negarlo.

—Hágase cargo, colega. La agencia tiene muchos gastos. Los impuestos me sangran…

—¡Cállese! Además, los informes estaban amañados.

—Qué me dice…

—¡No me haga perder el tiempo, joder! Quiero el domicilio de Greeb Weems.

—Sabe que va contra la ética de la profesión.

—Si lo prefiere le contaré a Mason lo que hace con su secretaria, y le llevaré a un tribunal demostrando que me ha dado informes manipulados, para que le retiren la licencia.

A regañadientes me proporcionó la dirección que le pedía. Galatea no había abierto la boca, contemplando aquel despliegue de enérgica eficacia.

Me puse la gabardina.

Se encontraba de pie, en el centro de la habitación, el rostro semioculto por los sueltos cabellos, pequeña, trémula, tan joven que era poco más que una niña.

Me calé el sombrero.

—Adiós, muñeca. Celebro haberte hecho feliz.

Me fui, dando un portazo, mientras ella gritaba de angustia.

La dirección era Tennyson Arms.

Llovía a cántaros, de forma tenaz, como si las nubes fueran un ejército disciplinado que hubiera recibido la orden de ahogar a la humanidad y la cumpliesen con implacable obstinación.

La lluvia hacía rebalsar los desagües, ametrallaba el techo del Chevrolet, se filtraba por las junturas y formaba charquitos en el piso, junto a mis pies.

Frente al edificio unos enormes policías embutidos en impermeables relucientes como tambores de revólveres recién engrasados se divertían ayudando a cruzar la calzada a niñas de medias de seda y pequeñas botitas, sorteando los charcos mientras aprovechaban la ocasión para apretarlas un poco.

Aparqué entre un convertible amarillo que me recordaba el convertible amarillo de Adam Verschoyle, y un Pontiac azul oscuro que me recordó el Pontiac de Leland Verschoyle.

Tennyson Arms era una construcción de cuatro pisos de altura, con fachada de sucios ladrillos rojos. Tenía un parquecito delante, con palmeras y canteros de plantas que parecían a punto de disolverse bajo la lluvia. Unos faroles artificiosos colgaban ante un portal que quería ser gótico.

Corrí bajo el diluvio, orientado por los faroles, hasta alcanzar el vestíbulo alfombrado de felpa roja. Se trataba de ese tipo de viviendas donde las viudas viven de sus rentas; viudas no demasiado jóvenes. El vestíbulo era enorme y aparecía desierto a excepción de un canario incoloro e insomne, que se aburría en una jaula grande como un tonel.

Naturalmente había ascensor, pero como según mis noticias Greeb Weems estaba instalado en el primer piso, decidí hacer un poco de ejercicio trepando por las escaleras.

Apenas había empezado la ascensión se me vino encima un hombre. Tenía el rostro desencajado, la mirada perdida y todo él estaba convulso.

Me empujó contra la pared, me rebasó y corrió por el hall hacia la noche y hacia la lluvia.

Nuestro encuentro duró escasos segundos. Él no pareció reconocerme. Los segundos fueron los suficientes para que yo le reconociera. El hombre que me había arrollado era Leland Verschoyle.

Subí, intrigado y sorprendido.

Apenas había terminado la ascensión cuando una mujer se me vino encima. Tenía el rostro convulso, la mirada perdida y toda ella estaba desencajada.

Me empujó contra la otra pared, me rebasó y corrió escaleras abajo, sin duda hacia el hall, hacia la noche y hacia la lluvia.

Nuestro encuentro duró menos segundos que en el caso anterior. Ella no pareció reconocerme, pero aquellos segundos fueron suficientes para que yo advirtiera un traje purpúreo con pedrería destellante y reconociese a su dueña. La mujer que acababa de arrollarme era Gertrude Marineau con atuendo de Beryl Barnes.

Me asomé al pasillo con la consiguiente cautela, porque no deseaba que volviesen a arrollarme.

Había puertas a ambos lados, entreabiertas, con ojos anónimos que atisbaban desde adentro. Había una angosta alfombra marrón y, plantado en el centro, frente a la única puerta abierta del todo, una figura con los hombros hundidos, los brazos pendiendo inertes a los costados. Su mano derecha se cerraba en torno a un arma todavía humeante.

Reconocí a la figura de hombros hundidos aunque no me había arrollado. Se trataba de Adam Verschoyle.

Me acerqué a él con paso quedo para no sobresaltarle mientras las puertas de los apartamentos terminaban de abrirse como bocas silenciosas dejando ver a sus propietarios asustados. Toqué suavemente el hombro de Adam.

El joven se dio la vuelta. Me miró. Me reconoció. Soltó un chillido. Soltó el arma. Me empujó contra la pared. Me rebasó y corrió hacia el final del pasillo, para buscar la escalera, el hall, la noche y la lluvia.

Escuché voces gritando: «¡Al asesino! ¡Al asesino!» y «¡Avisen a la policía!». Sin hacer caso de la barahúnda me introduje en el apartamento ante el que Adam había estado parado en actitud de supremo abatimiento.

En seguida descubrí a Greeb Weems, también conocido como Luther Wallace. Su vulgar belleza se había evaporado bajo el zarpazo de la muerte. Estaba derrumbado sobre un sillón de cuero. Una mancha de sangre se extendía sobre la parte izquierda de la pechera de la camisa y sus ojos sin vida parecían contemplar la lámpara que pendía del techo. Había un grueso sobre en el suelo y otro grueso sobre entre sus dedos agarrotados. El sobre de su mano decía: «Verschoyle Jr.». El sobre del suelo, «Verschoyle Sr.».

Alguien empezó a gritar a espaldas mías. Metí el sobre que decía «Verschoyle Jr.» en el bolsillo de mi gabardina y dejé el sobre que decía «Verschoyle Sr.» otra vez en el suelo. Me volví para enfrentarme a la persona que gritaba. Se trataba de una de las viudas que debían habitar en aquel piso de Tennyson Arms. Tendría unos cincuenta años, y los grises cabellos erizados por la furia y el miedo.

—¡Asesino! ¡Asesino! —berreaba, señalándome con el brazo extendido.

Detrás de ella aparecieron otros vecinos y una pareja de policías grandotes, con los impermeables chorreantes, que debían haber abandonado su grata tarea de ayudar a las jovencitas de medias de seda a cruzar los charcos de la calle achuchándolas de paso, para enfrentarse a la menos grata misión de acudir al lugar del crimen.

—¡Asesino! ¡Asesino! —volvió a gritar la mujer.

—¿Quién? ¿Yo? —pregunté, sonriendo—. A mí, que me registren. —Y con ademán humorístico me abrí la gabardina.

—¡Horror! —aulló la viuda—. ¡Además de asesino, exhibicionista! —Y cayó desmayada.

Sólo entonces me di cuenta de que algo se me había escapado. Sólo entonces entendí por qué Galley había gritado con angustia cuando la dejé.

En su casa me había puesto los calcetines y los zapatos. Me había colocado la gabardina y el sombrero. Pero, con las prisas, me había olvidado del resto de la ropa.