Las señas decían: 987 Springs Street. El número en cuestión se encontraba en la parte baja de la calle. La tarde era desapacible. Lloviznaba.
Los taxis hacían su agosto a costa de los peatones confiados que se arriesgaron a salir sin paraguas. Los tranvías iban abarrotados y los policías de tráfico cumplían su deber entorpeciendo la circulación, ya de por sí torpe a causa de la lluvia.
El número que buscaba pertenecía a un edificio de cinco pisos, con el color de la mostaza echada a perder. Los bajos estabas ocupados por dos verdulerías, pared con pared. Los dueños estaban a la puerta, sin clientela, mirándose y odiándose por pisarse mutuamente el negocio.
El portal tenía portero eléctrico. Junto a los pulsadores había nombres sin número, y números sin nombre. El que me interesaba tenía nombre y tenía número. Apreté el botón. Se escuchó por el altavoz un ruido como de fritura y un murmullo ininteligible. Dije quién era. Sonó un chasquido y la puerta cedió.
Salí de un ascensor que había subido a sacudidas como un fumador asmático. Vi una sucia escupidera sobre una sucia alfombra de goma. Enfilé por el pasillo que olía a guisos rancios hasta el apartamento que buscaba. Antes de llegar vi a la bibliotecaria esperándome.
Los enormes ojos de Galatea Doolittle, a través de los cristales de sus gafas de concha, me devoraron con más hambre que la tarde de nuestro primer encuentro en la biblioteca.
Se hizo a un lado.
—Pase —dijo, con frialdad.
Sus negros cabellos estaban recogidos sobre la nuca mediante una cinta elástica formando una apretada cola de caballo. Llevaba un pijama gris plata, brillante, de blusa larga y perneras amplias. Las chinelas negras con borlas grises tenían tacones muy altos, para compensar su talla.
El apartamento se componía de una única pieza, con un par de divanes abarrotados de cojines de todos los colores, que por la noche se transformarían en camas. Dos lienzos de pared aparecían cubiertos por estanterías repletas de libros colocados de cualquier modo. Por si no tuviera bastantes con los de la biblioteca, su apartamento también los tenía a rebosar. Los trozos de pared que dejaban libres las estanterías los ocupaban carteles cinematográficos con la efigie de Grable y Leslie Howard y banderines universitarios. Era un cuarto joven e intelectual, ocupado por una muchachita intelectual y muy joven.
Fue hasta una mesita con botellas y vasos de papel y sirvió sendas raciones de vodka. Me entregó uno de los vasos.
—Beba.
—A mí eso no me gusta, oiga.
—Nadie dice que deba gustarle. Ande, tráguelo, que va a tragar otras cosas que no le gustan.
Su severidad y su continente serio me daban mala espina. Obedecí. El líquido incoloro me abrasó la garganta. Ella apuró su trago sin un pestañeo. Apenas algo más que una niña, y ya le pegaba al alcohol como una dipsómana. Así es la juventud femenina en Norteamérica.
Tiró el vaso al suelo y se me arrimó. Sus pechos se aplastaron contra mi gabardina.
—La otra tarde me rechazó, Flower. Ahora soy yo quien manda. ¡Abráceme!
—Antes de seguir adelante, una advertencia, Galley: el caso Verschoyle está acabado. Mi cliente ha quedado plenamente satisfecho.
—Entonces, ¡lárguese!
No me moví.
Las pupilas azul violáceo adquirieron un tono gris pizarra, a juego con el pijama y las borlas de las chinelas de su dueña.
—Si no se va es que le interesa abrazarme o le interesa la información que tengo. ¡Haga lo que le digo!
Me forcé a rodear la flexible cintura.
Me enroscó los brazos al cuello y aplastó su boca contra la mía.
La dejé actuar, en plan pasivo.
—¡Mierda! —barbotó—. No te hagas el estrecho conmigo, chico listo, o no te enterarás de nada. ¡Bésame!
Me forcé a fingir que cumplía sus deseos.
Me apretó hasta que nuestros dientes chocaron.
Su boca se abrió como una flor carnívora, mientras me arrancaba el sombrero alborotándome los cabellos.
Era muy joven, pero besaba con la experiencia de un hombre maduro.
—Así está mejor… —Me soltó—. Anda, muchacho, ponte cómodo y te contaré unas cuantas cosas que te interesan.
Me despojé de la gabardina y tomé asiento en uno de los divanes. Galatea volvió a la mesilla y sirvió otros dos vasos. Con menos prisas, abrió el frigorífico añadiendo al vodka un cubito de hielo y la correspondiente raja de limón. Luego se sentó a mi lado.
—En tu visita a la biblioteca me fijé en la revista que había dejado abierta. Me pareció que lo que te había llevado allí era algo relacionado con la próxima boda de Adam Verschoyle y Gertrude Marineau.
Dio un tiento al vodka.
—Yo tenía una amiga con la que compartía este apartamento. Es corista y se llama Edna Williamson.
Había empezado a mojar los labios con mi vaso y casi me atraganté.
—Edna llegó la otra noche contándome que acababa de conocer al tío más guapo de su vida. Al describirlo me enteré que era el tipo que había venido a la biblioteca, o sea, tú. Dijo que habías estado preguntándole por Beryl Barnes y que aunque al principio no se atrevió a largar por miedo a que Beryl usase su influencia para despedirla, luego se sintió dispuesta a charlar por los codos. Pero tú no la esperaste al terminar la función. Me contó una historia interesantísima sobre la futura señora Verschoyle y me mostró ciertas publicaciones de circulación restringida que había conservado porque aparecían fotos suyas. En las revistas se veía que la historia era verdad.
Apoyé la espalda contra los almohadones. Así que, a pesar de todo, había tenido la suerte de Gertrude en mis manos. De no haber mediado el idilio entre Adam y yo habría atendido la primera llamada de Galley y de igual modo habría coronado con éxito la misión. Desde una óptica estrictamente profesional resultaba satisfactorio.
—Al poco rato de estar de charla se presentó aquí un tío muy guapo. No tanto como tú, pero guapo. Era el día de los guapetones. Edna me lo presentó como Luther Wallace, agente artístico de la Barnes. Luther le contó un cuento. Dijo que acababa de presentarse una oportunidad de oro para una chica de las características de Edna. Doscientos diarios, y todo eso. Había que cogerla al vuelo. Sólo que el patrón no debía saber que WaHace era el intermediario, porque entonces se enemistaría por quitarle una de sus coristas en puertas del estreno. El trabajo era en San Francisco. Edna debía viajar primero a Nueva York con su nombre, y luego tomar el avión para Frisco con nombre supuesto para que se perdiera su rastro y dar tiempo a que el viejo Leland olvidara la jugarreta. Luther le entregó los pasajes y dinero para gastos.
Lo que Wallace pretendió fue quitar a Edna de delante mío, no de Leland, que en cinco minutos podía contar con un centenar de sustitutas. El tal Wallace, pues, estaba pringado en la operación de clavar la uña a los millones de los Verschoyle a través de la boda.
—Edna aceptó más contenta que unas campanillas. A mí la pinta del guapetón me resultaba familiar. De algún modo mi memoria lo relacionaba con lo de la Barnes, aunque los nombres no encajaban. Yo soy una especialista en mi trabajo. Me paso las horas muertas repasando las colecciones de los periódicos de todos los Estados, cuando no tengo algo mejor que hacer. Me dije que las caras de Beryl y Luther las debía haber visto en algún papel impreso, en relación con algún asunto llamativo. Wallace no me gustaba, y estabas tú por medio, el tipo que me había desdeñado y al que juré que pasaría por donde me diera la gana.
Me dirigió una mirada de soslayo. Rebosaba rencor por el recuerdo de sus insinuaciones frustradas en una biblioteca solitaria, entre las sombras del atardecer.
—Por la mañana me puse en contacto con una amiga en juzgados. Me consiguió la copia de las resoluciones testamentarias de la familia Verschoyle. También revisé colecciones de diarios. En cuatro horas lo supe todo.
—¿Qué es todo?
—Todo es todo.
—¿Qué entiendes por todo?
—Que Gertrude Marineau, alias Beryl Barnes, no es pura como el armiño, sino puta como las gallinas.
—Eso ya lo sabía yo.
—Que se había dedicado al pomo.
—Eso ya me lo has dicho.
—Que, desde hace años, está liada con su agente.
—Eso ya lo sospechaba.
—Que, con Luther Wallace, tramó la boda con Adam para meterle mano a su fortuna.
—Eso ya me lo figuraba.
—Que no era la primera vez que intentaban una cosa así.
—De eso no tenía ni idea.
—Y que si Adam se casa antes de un mes, su padre puede quedar reducido a la indigencia. —Me examinó con mueca traviesa—. ¿No haces un comentario a eso?
No lo hacía porque la estupefacción me había enmudecído.
La lluvia golpeaba los cristales como una mano invisible llamando para que la escena no quedase congelada. Reaccioné, diciendo:
—¡Pruebas!
—Pruebas, ¿de qué?
—De todo.
—¿Qué entiendes por todo?
—El que Gertrude se ha dedicado al porno; el que está liada con Wallace; el que los dos tramaron apoderarse del dinero de Adam; el que ya habían intentado algo parecido con anterioridad; el que si el chico se casa, Leland quedará en la ruina. Eso es lo que entiendo por todo.
—Abrázame…
—Ya te he abrazado antes.
—¡O me abrazas, o no hay pruebas!
Me forcé a rodear de nuevo la flexible cintura, que se estremeció bajo el fino tejido del pijama.
—Bésame…
Me forcé a fingir que lo hacía, clavándome la montura de sus gafas contra las cejas. Sus gruesos labios me quemaron la boca, haciendo que me tragara su buche de vodka.
Los ojos de Galatea se ensancharon. Una llama ardió en el fondo azul de las pupilas.
—Llévame a la cama…
—¡De eso, nada, oye!
Dibujó una sonrisa petulante.
—Juré que lo harías, precioso. ¡Llévame a la cama!
—¡Ni lo sueñes!
—En ese caso… nada de pruebas.
El caso estaba cerrado. No necesitaba corroborar sus declaraciones. Pero ya que había llegado tan lejos, era una lástima quedarse sin las pruebas.
Me forcé a pasar un brazo por su espalda y otro por debajo de las rodillas.
Era leve como una pluma.
Mientras la transportaba hacia la cama turca, mordisqueó mi barbilla.
Cuando la deposité donde quería, dio otra orden:
—Desnúdate y acuéstate conmigo…
Algunos creen que el mayor riesgo de la profesión de investigador privado es tropezar con una bala. Están equivocados. El mayor riesgo son las pulmonías. Siempre hay que andar desnudándose por culpa de las tías ansiosas con las que uno se ve envuelto en los casos.
La orden me soliviantaba. Pero ya que llevaba toda la visita forzándome a aceptar órdenes que me soliviantaban, ya que había llegado tan lejos, sería estúpido echarse atrás. Me forcé a despojarme de la ropa, tumbándome a su lado. Galley Doolittle parpadeó asombrada. No era para menos. Si vestido soy irresistible, desnudo quedo enloquecedor.
Maniobró, colocándoseme encima. Emprendió un movimiento de vaivén, rozándome desde el pecho a la cintura, con sus senos a través de la fina seda del pijama. Me puse tenso.
Había estado cediendo desde mi llegada, pero aquello pasaba del castaño oscuro. Soy un tipo rudo. Cuando los acontecimientos rebasan un límite, actúo como debe ser. Galatea comprendió que estaba sobrepasando el límite y que debía hacer algo. Una de sus manos rematada por largos dedos terminados en afiladas uñas pintadas de rojo buscó algo debajo de la cama. Atrapó un puñado de revistas y me lo tendió. Me puse a hojearlas, haciendo caso omiso de la cría que reemprendía su movimiento de vaivén, rozándome con los senos a través de la seda de su pijama, desde la cintura al pecho.
Se trataba de esa clase de publicaciones que circula clandestinamente burlando las normas legales, repletas de fotos indecentes con las estrellas de los espectáculos más tirados. Alguna era de la opulenta Edna Williamson; la mayoría tenía como protagonista a la señorita Marineau, en las actitudes sexuales más aberrantes.
—¡Esa tía es de lo más arrastrado! —solté.
Aprovechándose de mi lectura de las revistas, la mano de la jovencita se había dedicado a explorar mis recovecos íntimos. Me puse tenso. Galatea se dio cuenta. La mano que exploraba mis recovecos íntimos se detuvo. Aquella mano rematada por largos dedos terminados en afiladas uñas pintadas de rojo volvió a buscar algo debajo de la cama. Atrapó un par de periódicos que me ofreció. Se trataba de un ejemplar del Herald, de Chicago, de hacía un año, y de otro ejemplar de The New York Times, de seis meses atrás. Me dediqué a darles un vistazo, olvidándome de mi anfitriona, que se había despojado del pantalón del pijama y enroscaba sus piernas a las mías, como serpientes frenéticas.
—¡Aquí dice que Berta Masters trató de casarse con el hijo de un millonario en Chicago, compinchada con Luther Wallace! ¡La foto de la Masters corresponde a la Marineau! ¡También cuenta que luego Belinda Martin intentó contraer matrimonio con el hijo de un millonario en Nueva York, en connivencia con el mismo Wallace! ¡La foto de la Martin también corresponde a la Marineau! ¡En ambos casos los detectives privados, a instancias de las familias de los novios, descubrieron que la chavala tenía un pasado tormentoso, obligándola a huir para no caer en manos de la policía!
Galley no se enteró de nada. Metida bajo el periódico recorría la totalidad de mi epidermis con boca tan ávida como la del explorador perdido en el desierto que de pronto ha encontrado una fuente cristalina en un oasis. Me puse tenso para que me entregara más papeles. Galley estaba tan emocionada que ni se enteró. No tuve más remedio que alargar mi fuerte mano rematada por largos dedos terminados en manicuradas uñas y tantear por mi cuenta debajo de la cama. Atrapé una carpeta de documentos que me puse a leer, olvidándome de la hija del profesor Doolittle, que iba a lo suyo.
Se trataba de la copia del testamento de mistress Verschoyle, que en paz descanse. Cuando me hube empapado de su contenido, solté dos exclamaciones de asombro.
—¡Resulta que la enorme fortuna Verschoyle no es de Leland, sino de su esposa, y que Adam no es hijo de Leland, sino de un matrimonio anterior de la madre! ¡Resulta que el testamento permite la libre administración de todos los bienes a Leland, sin el menor control, hasta que su hijo se case! ¡Resulta que si Adam no se casa antes de cumplir los veintisiete años perderá sus derechos y Leland seguirá de administrador hasta su muerte, y luego los bienes serían administrados en fideicomiso! ¡Resulta que dentro de un mes Adam habrá cumplido la edad límite!
Era todo un descubrimiento. Pues Galatea, ni enterarse.
Arrodillada sobre mí, con las manos apoyándoseme en la pelvis, los ojos cerrados, jugaba a montar a caballo. Los negros cabellos, roto el elástico que los sujetaba, caían ocultando su pequeño rostro. Las gafas colgaban de una de sus orejas, enganchadas por la patilla.
—¿Qué haces? ¿No te da vergüenza?
Ni contestó. Sólo murmuraba un largo: «Hummmmmmm…».
Una de mis manos colgaba al borde de la cama. Los dedos de mi mano rozaron un papel. Lo tomé. Eran dos fotografías de periódico, recortadas y pegadas en una hoja. Una de las fotografías pertenecía al Variety y mostraba a Gertrude Marineau acompañada por su agente Luther Wallace y por su empresario Leland Verschoyle. La otra fotografía correspondía a la sección de sucesos del Tribune y mostraba a Perry Mason, a Paul Drake y a su agente Greeb Weems, en una sección del Palacio de Justicia.
—¡Oh, Diossss! —gritó Galley.
Había alcanzado lo que quería.
—¡Dios mío! —grité yo.
Me había dado cuenta de que Luther Wallace, el agente teatral, y Greeb Weems, el detective de Drake, eran la misma persona.