Si el asunto Verschoyle parecía perdido antes de nuestro encuentro de tenis, después de él y en las setenta y dos horas siguientes cambió de tal manera que dio la impresión de quedar resuelto. Antes de nuestro encuentro de tenis tenía la idea de que la inteligente y poco escrupulosa miss Marineau me había derrotado al poner fuera de mi alcance a Edna, dominando a Adam con técnicas de perversión. Después de él los acontecimientos evolucionaron de un modo imprevisto, brillando la tradicional buena estrella de Flower.
Durante el almuerzo en el club social Adam comenzó hablando de lo hermosa que consideraba la camaradería entre los muchachos. Yo le di la razón.
Luego llevó la conversación intencionadamente hacia el tema de las mujeres, dejando caer que, por mi profesión, conocería muchísimas. Le dije que mi profesión no era la que creía, y que, en efecto, cada día conocía chicas nuevas.
Enrojeciendo por ser atrevido, me preguntó si tenía novia. Di un respingo y dije que Dios me librase de tal destino.
Se extrañó muchísimo, apuntando que yo era un tipo de lo más apuesto y que si no tenía novia no sería por falta de ganas de las chicas, sino que a lo mejor se debía a que era uno de esos que gustan el frecuente cambio de la compañía femenina, sin comprometerme jamás. Contesté que nos conocíamos desde hacía pocas horas y sin embargo me inspiraba confianza; como me inspiraba confianza le haría una confidencia si me guardaba el secreto: le confesé que mi experiencia en ese terreno era fatal.
La muestra de confianza hizo que se le humedecieran los ojos. Correspondió haciéndome otra confidencia.
A él no le había gustado otra mujer en la vida más que su mamá. Su mamá fue una señora bellísima, amantísima, con una figura que superaba con creces la de la más llamativa de las estrellas de Hollywood. Su mamá le moldeó el carácter haciendo de él el hombre con la moral más recta del Estado. Cuando su mamá murió en accidente de automóvil, estuvo a punto de enloquecer.
Desde la muerte de su mamá había vivido de espaldas al mundo, sin amigas y sin amigos. Unas semanas atrás, por salir de su encierro, se le había ocurrido ir al teatro, donde su padre estaba probando artistas para la revista que pensaba montar. Aquel día acudió una organista llamada Beryl Barnes, que no era otra que Gertrude Marineau. La señorita Marineau le produjo una conmoción tremenda. La señorita Marineau en nada se parecía a cuantas señoritas le habían rodeado en reuniones y fiestas, unas indecentes que siempre llevaban trajes ceñidos y escotadísimos, y se le insinuaban sin parar, revoloteando en torno suyo como ávidas moscas atraídas por la miel de su fortuna. La señorita Marineau parecía tener un tipo tan atrayente como el de su mamá, pero lejos de resaltarlo lo ocultaba, avergonzada de que la naturaleza la hubiera dotado así. Era la mujer ideal que tantas veces le había pintado su mamá, algo que jamás creyó que pudiera existir. Y le recordaba totalmente a su mamá.
Fue a saludarla al concluir la prueba en el teatro. Nunca supo exactamente lo que sucedió, pero el caso era que cuando terminó de saludarla estaban comprometidos.
Su muestra de confianza hizo que se me humedecieran los ojos. Correspondí haciéndole otra confidencia.
Le dije que le habría extrañado mi afirmación de que mi experiencia con mujeres había sido fatal. Entonces le conté una cosa que ni mis más íntimos sabían: que en cierta ocasión conocí a la doncella de una mansión de Dresden Avenue, en el barrio de Oak Knoll, en Pasadena[4]. Su perfume de espliego, su cintura de avispa y sus caderas de guitarra española me habían llenado el espíritu de música. Fue la primera y la única mujer a la que confesé amar. Pudo haber sido algo bueno, limpio y recto en mi vida. Pero tenía un estigma moral. Y tuve que arrancarla de mi corazón, apartándola de mi vida para siempre.
Mi muestra de confianza le humedeció todavía más los ojos. Correspondió haciéndome otra confidencia.
La señorita Marineau le había sonsacado que cuando su mamá le reñía y le azotaba para corregirle y hacer de él un hombre de provecho, se excitaba sexualmente. Al poco tiempo la señorita Marineau comenzó a censurarle y a castigarle cuando cometía la menor falta, y la consecuencia era que perdía la razón y terminaba poseyéndola, en contra de sus principios. Eso le provocaba una dependencia por la que se odiaba, y de la que, sin embargo, no se podía evadir. Aquella dependencia estaba poniendo en peligro su felicidad.
Me preguntó cómo me había librado de la dependencia de la doncella de la Dresden Avenue. Respondí que gracias a la compañía de muy buenos amigos. Me preguntó si podría librarse de la dependencia de Gertrude Marineau con mi amistad. Respondí que estaba dispuesto a ayudarle.
Como carecía de amigos le sugerí el Dorian Gray, de Palos Verdes, donde le presentaría los míos, que eran un encanto. Se entusiasmó y nos fuimos en su coche.
Slim Hench, el propietario, y los travestis que componen la clientela habitual se comportaron con Adam de un modo fantástico. Le invitaron a toda clase de bebidas, se desvivieron por él, estuvieron atentísimos, y Flick Helming le dedicó sus más románticas melodías al piano. El tiempo transcurrió sin que nos diéramos cuenta. En un momento dado, cuando Adam tenía su mano depositada entre las mías con gentil abandono y Flick interpretaba una canción para enamorados que el propio Slim tarareaba con su grata voz de contralto, miré el reloj. Le recordé que era hora de marcharse si quería llegar a tiempo al estreno del Odeon. Adam masculló que ya se podían ir Gertrude y Lights In The Night al diablo, que él no abandonaba tan maravillosa compañía.
Slim sugirió montar una fiesta de bienvenida a Adam a nuestro grupo. Fue algo inolvidable que se prolongó hasta las tres de la madrugada.
Cuando volví a mi apartamento me encontré una nota de Pat con el aviso de que Galatea Doolittle había telefoneado otras dos veces.
Así fueron las primeras veinticuatro horas sucesivas a mi cambio de suerte.
Al día siguiente Adam rompió su rutina y no acudió al Mansion House. En su lugar se reunió conmigo para que le presentase a Lou Sommers, que es tan guapo como entendido en antigüedades. Visitamos su galería en Sunset Boulevard, compró verdaderas monadas y después nos fuimos de excursión a Santa Bárbara.
Adam estaba loco con los chicos que le presentaba.
Yo estaba loco con Adam.
También Adam estaba loco conmigo.
Me había olvidado de mi trabajo. Adam se había olvidado de Gertrude. Estábamos en pleno idilio.
Por la noche Jimmy Hill dio una fiesta en nuestro honor en su residencia de Pepper Canyon. Nos quedamos a dormir en su casa.
Así fueron las veinticuatro horas siguientes al cambio de signo en el asunto Verschoyle.
El tercer día desperté a media mañana. Adam desayunaba en la cocina. Jimmy, con un delicioso delantal a cuadros azules y blancos, le servía las tostadas con esa gracia que sólo él puede presta a una acción aparentemente intrascendente. Después de darme los buenos días Adam me contó que había recibido noticias de su casa, comunicándole que Gertrude estaba furiosa por el abandono en que la tenía, sin asomar por el teatro.
Noté que mi semblante se ensombrecía. Él también lo notó Alzó la mano y me acarició la mejilla. Dijo que no debía preocuparme, que le había prestado una ayuda impagable, porque gracias a mí estaba liberado de la dependencia que le encadenaba hasta que nos conocimos; que iba a resolver un asunto con su novia y que por la noche nos reuniríamos toda la pandilla en el Dorian Gray en una fiesta que nos daría para celebrar lo mejor que le había sucedido en su vida.
Partió apresurado, sin más explicaciones, infundiéndome ánimos con una amorosa sonrisa.
Compartí el desayuno con Jimmy Hill, que no paró de ponderar lo sugestivo que era Adam, envidiando mi suerte. Como no tenía otra cosa que hacer, me fui a la oficina, que ya era tiempo de asomar la jeta.
Pat O’Malley me recibió de uñas.
—¡Ya era hora de que diera señales de vida, señor Flower! He estado buscándole por toda la ciudad, sin poder dar con usted.
—¿Ha habido alguna novedad, querido?
—La señorita Doolittle ha llamado tantas veces que he perdido la cuenta.
—¿No te dije que la mandaras al diablo?
—No me atreví. Asegura que posee valiosa información sobre el caso en que está usted trabajando.
—¿Cómo sabe que estoy trabajando en un caso?
—Lo ignoro, señor Flower.
—Me gustaría saber cómo ha averiguado que estoy trabajando en un caso…
—Ha dejado dicho…
—Me agradaría enterarme cómo se ha enterado que tengo un caso entre manos.
—La señorita Doolittle…
—Ya puestos, me interesaría saber cómo ha dado con mi número de teléfono.
—Ella quiere…
—Y, además, cómo está al tanto de que soy detective privado.
—Lo que desea…
—Pero, desde luego, de dónde nace su seguridad de que tengo un caso entre manos.
—¡Es que la llame a la Biblioteca Municipal!
Galatea quería que me pusiese en contacto con ella. Aseguraba que tenía información sobre el caso. Supuse que se trataría de una de las burdas añagazas femeninas para sacarme una cita. Las mujeres, hasta las más jóvenes, son unas pájaras. De todas formas decidí darle gusto. A lo mejor me enteraba cómo había llegado a pensar que trabajaba en un caso.
Le dije a Pat que me comunicara con ella.
—¡Ya era hora, diantre! —dijo una voz juvenil—. ¿Dónde ha estado metido durante todo este tiempo?
—No es cosa que le interese. Las preguntas las hago yo, si no le importa. ¿Para qué ha estado dando la lata a mi secretario?
—Para que usted venga a meterse en la cama conmigo. —Debió adivinar mi pensamiento, porque añadió, presurosa—: ¡No corte, Flower! Usted está trabajando en algo en lo que intervienen los Verschoyle y Gertrude Marineau, ¿verdad? —Tomó aliento y disparó una andanada de preguntas—: ¿Sabe que Gertrude Marineau, además de utilizar el nombre artístico de Beryl Barnes, se ha llamado también Berta Masters y Belinda Martin? ¿Sabe que miss Marineau ha sido estrella del pomo? ¿Sabe usted que Luther Wallace, su representante, tiene en Los Ángeles una doble personalidad?
Ante aquella serie de revelaciones sólo podía decir una cosa. La dije:
—Jolines…
—¡No me interrumpa! ¿Sabe que a las pocas horas de hablar usted con Edna Williamson, Luther le envió un contrato para alejarla de usted? ¿Sabe que si Adam Verschoyle se casa con quien sea, su padre puede quedar arruinado?
Ante la nueva serie de revelaciones, sólo podía decir otra cosa. La dije:
—Repámpanos…
—Bien, querido —siguió Galley, rezumando miel—. Si le interesa ampliación de informes, venga por casa después del almuerzo, que tengo la tarde libre. Mis señas se las di a su esclavo. ¡Abur! —Y colgó, dejándome con la miel en la oreja.
Si antes me preocupaba cómo la menuda bibliotecaria sabía mi teléfono, mi profesión y que trabajaba en un caso, ahora me tenía turulato por lo que sabía del caso, hasta el punto de hallarse al corriente de mi charla con Edna. No tuve tiempo de digerir todo aquello, porque en aquel momento apareció en el despacho míster Leland Verschoyle en persona.
Tenía tan buen aspecto como en su primera visita. Su traje Joplin Brothers era lo más impecable que había visto en los últimos tiempos. No presentaba el menor rastro del colapso sufrido en el hotel.
—Vengo a felicitarle, míster Flower —saludó, con una sonrisa—. Es usted exactamente el genio que me habían dicho.
No supe a qué se refería, pero le indiqué a Pat que le acercara el sillón de honor.
—A principios de semana encargué a usted que impidiese la boda de mi hijo Adam con la señorita Marineau, y que ninguna otra relación prosperara entre ambos. No sé cuáles han sido sus métodos, ni me importa. Lo cierto es que Adam me ha llamado hace menos de una hora, para decirme que acaba de romper su compromiso con Gertrude y que no volverá a verla. —Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, y en lugar de sacar otro talón por cincuenta de los grandes, sacó una cartera de cuero de la que extrajo un habano, al que prendió fuego, sin ofrecer—. Mi banco transferirá la cantidad que le adeudo a su cuenta. Ha resuelto su misión en un tiempo récord. Le recomendaré a mis amistades.
Terminado el discurso se puso en pie y salió, mientras yo no podía articular palabra. Primero, Galley; luego, Leland.
Le oí llamar al apartamento de al lado.
Al poco, en el pick up de Flossie giraba T hat Old Black Magic, del inevitable Miller.
Míster Verschoyle se estaba permitiendo una pequeña celebración erótica.
Pat O’Malley se estremecía de gozo.
Leland Verschoyle iba a gozar.
Flossie, por lo menos a la hora de cobrar, también gozaría.
Sólo yo no gozaba.
El caso del joven enamorado estaba resuelto, pero yo no gozaba.
La conversación con Galatea Doolittle dejaba tantas líneas de puntos por rellenar en el caso, que aguaba cualquier gozo posible.
Así fueron las veinticuatro horas que remataban las setenta y dos horas posteriores a la partida de tenis, cuando el caso pareció quedar resuelto.