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Encontrarse con un cuerpo caído en el suelo de una habitación de hotel, con los pies apuntando a la pared, el rostro cianótico y los ojos vidriosos de un cadáver, siempre afecta. Encontrarse en el suelo de la habitación de un hotel con un cuerpo caído, los pies apuntando a la pared, el rostro cianótico y los ojos vidriosos de un cadáver, cuando el cuerpo es el de un cliente del que esperábamos cobrar cincuenta de los grandes, afecta muchísimo más.

Me afecté.

Me sobrepuse a lo que me afectaba.

Me acerqué y le toqué el pecho a la altura del corazón.

Aunque débilmente, el corazón palpitaba.

Me asomé al pasillo, descubriendo al mozo que llegaba en aquel instante. Le hice gestos perentorios para que acudiera a la dos dieciséis. El mozo entró, dio una ojeada, se hizo cargo de la situación y soltó un taco.

Yo estaba dispuesto a dejar las cosas claras.

—Vamos a dejar las cosas claras, Joe. Tú dices que no te llamas Joe. ¿Cuál es tu nombre?

—Andy. Pero no sospechará de mí, patrón. La cosa está clara: el show de la dos diecisiete hoy debe haber sido cosa fina. El corazón del pobre viejo no ha podido resistirlo.

—Vamos a seguir dejando las cosas claras, Andy. No está muerto… Ni a ti, ni a mí, ni al hotel nos interesa que lo encuentren de este modo. ¿Hay forma de sacarlo fuera sin llamar la atención?

—Puedo bajarlo al sótano con el montacargas, y desde allí a la calle, sin armar revuelo.

—Pues manos a la obra. Voy a llamar a la clínica Mayo para que envíen una ambulancia.

Andy agarró al millonario por los sobacos, arrastrándolo como un saco hacia la puerta. Sea usted millonario para eso. Luego se asomó, oteó para comprobar que el camino se hallaba despejado y desapareció con su carga.

En menos de diez minutos Leland Verschoyle estaba instalado en el interior de una ambulancia que se abría paso entre el tráfico haciendo sonar la sirena, con mi Chevrolet detrás.

En menos de veinte minutos Leland Verschoyle estaba instalado en una camilla de la clínica, que se abría paso entre otras camillas rumbo a la sección de urgencias.

En menos de veinticinco minutos yo había firmado los papeles de ingreso de Leland Verschoyle y conseguido seguridades de que a él por lo menos no le sería revelada mi intervención.

En menos de treinta minutos hablaba con un médico joven, pulido, de aspecto inteligente. A la vista de aquel aspecto inteligente, formulé una pregunta inteligente.

—¿Es grave, doctor?

—Ha sufrido una fuerte impresión, desencadenando un cuadro de estupefacción y pasmo. —Sonrió para tranquilizarme—. No tema. El corazón está bien y las constantes biológicas se mantienen firmes. En definitiva: padece un shock emocional del que se repondrá en un par de horas. Me gustaría tenerlo en observación durante un día completo. Si se resiste, le recomendaré que vuelva mañana a someterse a un chequeo.

Aquello me hizo feliz. Significaba que el chequeo confirmaría que estaba lo suficientemente bien como para firmar el cheque de los cincuenta mil en cuanto rematase mi trabajo. Y mi trabajo podría rematarlo en cuanto Pat O’Malley tuviese localizada a la corpulenta Edna y servidor le tirase debidamente de la lengua.

Le di las gracias al médico joven e inteligente, avisando que su paciente se empeñaría en dejar la clínica para asistir al estreno de Lights In The Night, ya que era el empresario. Me contestó que le dejaría ir si le regalaba dos entradas.

Nos estrechamos las manos, consulté mi reloj y decidí que era hora de acercarme al Olympia Sports Club. No abrigaba excesivas esperanzas de que Adam Verschoyle acudiese a la cita después de lo sucedido en la habitación de Gertrude, pero uno es hombre de palabra.

Mientras buscaba la Western Avenue fui ordenando los datos que poseía.

A mi cliente su instinto de padre amantísimo le había puesto en guardia de que bajo la apariencia discreta de la joven organista contratada para su espectáculo existía algo turbio. Investigó sobre su historial y, como a mí, debieron decirle que resultaba pura como el armiño. Desconfiando, pese a todo, debió sobornar a Andy, el mozo del segundo piso del Maasion House, consiguiendo que le instalase en el observatorio de la dos dieciséis para ver si averiguaba algo. Lo que debió averiguar fue que la muy perdona armaba un montaje psicológico-sexual al chico, aprovechándose de su personalidad dominada por su superego intransigente, para arrastrarlo a la humillación que propicia la explosión de los instintos, exacerbados por la fijación erótica de su subconsciente en la figura de la madre. Los investigadores privados entendemos de eso casi tanto como el mismo Freud. Así la Marineau tenía cogido y bien cogido al pobre infeliz.

Emboqué por Figueroa.

Leland Verschoyle había comprendido que sin ayuda no podía salvarlo. Recurrió al departamento de Policía, donde Betty Jo Trevillyan sugirió mi nombre. Me comisionó del asunto, pero siguió vigilando las maniobras de su futura hija política por si podía hacer algo. Vio cómo se ensañaba con Adam con la excusa de la práctica deportiva, y en su desesperación no tuvo otra ocurrencia que insinuarse a Gertrude. La tía tenía más conchas que un galápago, y en lugar de caer en la trampa, le soltó el célebre guantazo en el comedor del club.

Dejé la autopista, tomando la desviación lateral.

En su angustia el financiero había vuelto aquella mañana a espiar por los agujeros de la pared. El espectáculo de la saña con que Gertrude trataba a Adam y la convicción de que no podía aprovechar lo que sabía para acabar con el idilio le produjeron el shock. De no haber aparecido yo tan providencialmente habría terminado en infarto. Sentí una lástima imponente por el pobre padre, que aunque en lo mío seamos duros hay que dejar un resquicio a los sentimientos. Me reafirmé en la promesa de perseverar en la cruzada contra la Marineau, costara lo que costase.

Llegué hasta la entrada del Olympia.

El portero bilioso me reconoció de inmediato. Me dio la sorpresa cuando, al reconocerme, sonrió. Fue una sonrisa como si le doliera el hígado, que para eso era portero, pero al menos lo intentó.

—Míster Flower, ¿no es cierto?

Asentí.

Me dio otra sorpresa, al añadir:

—El señor Verschoyle junior llegó hace poco. Me encargó que le avisase que le aguarda en los vestuarios de la cancha número cinco.

Era una sorpresa que el portero tratase de ser amable. Era mayor sorpresa todavía saber que Adam había acudido a la cita, reponiéndose del encuentro con su novia y dejándola de lado. Y era una grata sorpresa descubrir que se había molestado en avisar al portero bilioso dónde me esperaba, porque me ahorraba el andar buscando de un lado para otro y me ahorraba, sobre todo, soltar unos pavos para colarme en las instalaciones.

Se advertía que el invocar el apellido Verschoyle en el club Olympia era como gritar: «¡Sésamo!», ante la cueva de Alí Babá. El portero, malcarado como todos los de su calaña, abrió las puertas de hierro y así entré con el coche ahorrándome también una buena caminata.

Aparqué en el mismo lugar donde mi cliente había dejado el Pontiac la víspera. Tomé la bolsa de deporte y me dirigí al lugar de la cita.

Los vestuarios para los tenistas eran como todos los vestuarios de los clubs ricos: bastante pobres, que estos locales tienen mucha apariencia externa y por dentro se ahorra cuanto se puede, para que los beneficios sean mayores. Una sala amplia con simples azulejos blancos, largos bancos de madera cepillada, media docena de cabinas y un par de duchas.

Adam Verschoyle estaba solo, ya vestido de corto y de blanco, repasando el cordaje de su juego de raquetas. Su aspecto resultaba lastimoso. Se le veía agotado, con mal color. La marca roja del primer correazo de Gertrude le iba de la oreja hasta más abajo de la barbilla, y tenía un carrillo hinchado. Se notaba que se había aplicado alguna crema para aliviarse y un leve toque de maquillaje sólo perceptible a mi pupila experta, para disimular los estragos. Cuando entré se iluminó como una bombilla al recibir el paso de la corriente.

—¡Bienvenido, míster Flower!

—Bien hallado, míster Verschoyle —correspondí con educación.

—Veo que la puntualidad se encuentra entre sus virtudes…

—También entre las suyas. —Yo puedo ser rudo, pero cuando me pongo fino no hay quien me gane. Como es natural me abstuve de contarle que su padre se hallaba en la clínica.

Dijo que me había vestido de un modo muy lindo, que podía cambiarme en cualquiera de las cabinas, pero que no entrando allí más que hombres y estando solos, no creía que hiciera falta.

Le contesté que tenía razón.

Me desnudé delante suyo.

Observé que, mientras lo hacía, me observaba con tímida sonrisa.

Comentó que poseía una buena figura.

Le dije que no tan buena como la suya.

Observé que se sonrojaba.

Comentó que mi equipo de tenis era muy elegante.

Repliqué que el suyo era de lo mejorcito que había visto.

Cuando salimos a la pista el intercambio de cortesías había roto el hielo y era como si nos conociéramos desde hacía tiempo.

Jugamos un par de sets. Adam no lo hacía tan rematadamente mal como llegué a creer. Es cierto que no servía bien, porque era rico y los ricos están para que les sirvan y no para servir, pero en cambio tenía buen resto. Su smash era flojo, pero después del tute que le había dado la Marineau en el hotel resultaba lógico. Apenas le quedarían fuerzas para sostenerse en pie. Había creído que era peor jugador por la diabólica táctica impuesta por su novia el día precedente. Le dejé ganar las dos mangas porque convenía a mis intereses, y el triunfo obró como un revulsivo en su personalidad. Al concluir el encuentro estaba exultante.

—Enhorabuena, míster Verschoyle. Ha estado usted muy bien.

—Apeemos el tratamiento, ¿no le parece?

—Por mí encantado, Verschoyle.

—Así me gusta, Flower.

Volvimos hacia el vestuario. Bajo un tejadillo descubrí un teléfono. Pedí a mi compañero que se adelantase. Al quedar solo telefoneé a Pat O’Malley.

—Hola, jefe —dijo—. ¿A que me llama por lo que me había encargado respecto a la corista?

—Acertaste, encanto.

—Pues lamento comunicarle que no estamos de suerte. En el teatro me han dicho que la señorita Edna Williamson ha dejado la compañía. Esta mañana recibió un cable avisándole que le había salido un contrato mejor en Nueva York y que tenía que incorporarse inmediatamente. Ha pedido la liquidación, y ha tomado el primer vuelo que salía de Los Ángeles.

Fue como si me hubieran golpeado entre los ojos. La única posibilidad que me quedaba de encontrar algo contra Gertrude de Marineau, alias Beryl Barnes, acababa de evaporarse. Yo no creo en los hechos casuales. Aquel contrato resultaba demasiado casual. Me daba en el olfato que la Marineau estaba detrás de la operación, moviéndose con rapidez y astucia. En el teatro había observado que entablaba conversación con Edna; Edna estaba al cabo de la calle por lo que se refería a su pasado; y la había quitado de en medio para que no nos reuniéramos otra vez. Me llevaría días el localizarla. Eso si realmente estaba en Nueva York. Si se había largado a otro sitio, sería como buscar la típica aguja en el no menos típico pajar.

Extrañado por el silencio, mi secre preguntó:

—¿Está ahí, jefe?

—Sí, Pat.

—Ha habido otra llamada. Una tal miss Doolittle ha telefoneado diciendo que a lo mejor desea ponerse en contacto con ella. Me ha dejado el número de la Biblioteca Municipal donde trabaja, el de su domicilio y las señas de su casa.

—Que se vaya al diablo miss Doolittle, Pat.

Cuando entré en los vestuarios, a excepción de Adam seguían tan desiertos como antes.

—¿Aún no está en la ducha, Verschoyle?

—He preferido esperarle, Flower. Se me ha ocurrido una cosa.

—¿Qué cosa se le ha ocurrido?

—Que podíamos llamarnos por nuestros nombres de pila. El mío es Adam.

—Los amigos, me llaman Gay.

—Se me ha ocurrido otra cosa, Gay.

—¿Qué otra cosa se le ha ocurrido, Adam?

—Se me ha ocurrido que podríamos duchamos juntos. No hay nadie y no podrán pensar mal, Gay…

—Tampoco pueden pensar mal de dos hombres solos, Adam.

Nos metimos en la misma ducha.

Después de la última jugada de Gertrude, aquello me animó. Después de las insinuaciones de Kathy Horne, de Galley Doolittle, de Edna Williamson y de Gertrude Marineau, el cuerpo desnudo de Adam era un sedante para mis castigados nervios.

Cuando me enjabonó la espalda con gran delicadeza, experimenté una tentación.

Cuando se la enjaboné yo a él, viendo las marcas que habían dejado en su torso bien proporcionado los latigazos de su novia, experimenté otra tentación.

Cuando salimos de la ducha y se empeñó en secarme con su toalla, hube de realizar un tremendo esfuerzo de voluntad para no sucumbir a las tentaciones.

Cuando me pidió que lo secara a él con la mía, faltó poquísimo para que no sucumbiera del todo.

Dijo que lo había pasado sensacional, y que si no tenía un compromiso anterior le gustaría que almorzáramos juntos.

Acepté.