10

—Buenos días, querida.

Verschoyle junior, con un abrigo oscuro, de corte tan impecable como el resto de su ropa, permaneció parado, dando vuelas al sombrero entre las manos, sin atreverse a avanzar.

Gertrude permitió que una dulce sonrisa se extendiese por sus irregulares facciones.

Fue a su encuentro.

Le despojó del abrigo.

Lo colgó de una percha.

Cerró la puerta.

Corrió el pasador.

Se situó frente al joven.

—Buenos días, cariño.

Adam se inclinó hacia ella. Gertrude le rozó los labios, apenas lo suficiente para establecer un castísimo contacto.

Dio un paso atrás.

Sonrió con más dulzura si cabe.

Y antes de que, por lo menos yo, pudiera adivinar sus intenciones, le descargó un tremendo bofetón, haciéndole vacilar sobre los talones.

El joven, lejos de protestar, bajó la cabeza como avergonzado.

La tía quedó a poca distancia de su novio, con los ojos muy abiertos, observando cómo se enrojecía la mejilla castigada. Un regocijo silencioso la estremeció. Yo no entendía ni jota.

—Ayer me pegaste porque juego mal al tenis… —dijo Adam.

—Sí.

—Anteayer me pegaste por llevar mal hecho el nudo de la corbata…

—Sí.

—Supongo que hoy me pegas porque anoche te dejé abandonada al final del ensayo…,

—Sí.

—Sé que lo tengo merecido, Gertrude. Mamá también me abofeteaba cuando hacía algo que no estaba bien…

—Yo, como tu mamá que en paz descanse —dijo miss Marineau con gran dulzura—, sólo deseo que seas un nene bueno y un hombre de provecho. Por eso te aplico correctivos. Pero te quiero mucho, mi pequeño Adam.

Para demostrárselo le echó los brazos al cuello, le besó el carrillo inflamado. Luego le buscó los labios. Adam se resistió un poco, cediendo al fin.

Una rodilla blanca surgió del batín.

Un muslo desnudo se introdujo entre las piernas del joven Verschoyle y se oprimió hacia arriba.

Adam la abrazó, apretándola contra sí.

Gertrude dejó escapar un apagado grito de fingida sorpresa y retrocedió vivamente.

—¡Adam! ¡Te has excitado!

Aquella tía era una puta.

—Yo no quería, pero tú… —balbució el chico.

Gertrude se soltó el cinturón.

—¡No me eches las culpas, sucio, que eres un sucio!

El cinturón silbó en el aire. Hubo un relámpago de desnudeces femeninas que la señorita Marineau veló prestamente. El cinturón se estrelló contra la cabeza del muchacho, dejándole una fea marca que iba de la oreja al final del cuello.

Al heredero de los millones Verschoyle se le llenaron los ojos de lágrimas. La también conocida como Beryl Barnes le examinó de hito en hito, dilatadas las aletas de la nariz.

—Mamá se te parecía bastante en lo físico y mucho en lo moral —susurró la víctima—. También me azotaba cuando creía que tenía malos pensamientos.

—Yo tengo que ser como tu mamá, que en gloria esté, Adam. No se pueden tener pensamientos impuros hasta que estés casado.

—¿Y después?

—Después todos los pensamientos serán puros, gracias al matrimonio. Ahora voy a vestirme. Siéntate y cuidado con mirar. ¿Has entendido?

—Como tú digas, Gertrude —respondió, con mansedumbre.

La Marineau volvió a su escabel.

Adam clavó la vista en la lámpara que colgaba del techo.

Miss Marineau empezó a ponerse las medias. Al inclinarse un pecho como medio queso de bola quedó a la vista. Ahora no se recataba en absoluto, la muy zorra.

—No mires, Adam.

El joven mantuvo la vista en la lámpara.

—No miro, querida…

—¡Pues no sabes lo que te estás perdiendo, estúpido!

Adam dejó de mirar la lámpara, miró a su novia y comentó con inocencia:

—Es verdad…

Miss Marineau soltó una exclamación indignada, cubriéndose con presteza.

—¡Adam! ¡Has mirado!

—Yo… Es que tú… —murmuró, confundido.

—¡Adam! ¡Te he pillado mirándome los pechos!

Verschoyle junior soltó un patético sollozo.

—Mamá, cuando se vestía, también me acusaba de eso, y me pegaba mucho…

—Adam: tu mamá, que Dios la tenga en su seno, quería que fueras un chico puro y casto, y por eso te aplicaba castigos físicos. Yo no tengo más remedio que hacer lo mismo, en honor a su memoria.

—¿Me vas a sentar en las rodillas, y a pegarme en el culo con la zapatilla, como ayer? —preguntó, haciendo pucheros.

—No.

—¿Me vas a obligar a tumbarme en el suelo, para bailar encima de mis cositas, como anteayer?

—No.

—¿Qué me vas a hacer, Gertrude?

—¡Lo que me dé la gana! Estáte quieto y obedece.

Le quitó chaqueta, camisa y camiseta, dejándole con el tronco al aire. Le desabotonó la bragueta. Le hizo colocarse a los pies de la cama y con su propia correa le ató las muñecas a las barras de hierro. Comprobó la firmeza de las ligaduras hasta encontrarlas a su entera satisfacción. Seguidamente, empleando el cinturón como látigo, comenzó a flagelarlo de modo sistemático.

El muchacho se estremeció, sin emitir una queja. Al final dejó escapar en tono infantil:

—Basta… ¡Me haces pupa!

Su torturadora no le prestó atención y siguió atizándole.

Le castigaba a conciencia. Estaba desmelenada. El albornoz se había abierto, mostrando una anatomía rotunda, cubierta únicamente por las medias grises. Sudaba, tenía la respiración entrecortada, y los ojos brillantes por lo que disfrutaba la muy pervertida.

Adam lloraba, pataleaba y suplicaba:

—¡No! ¡No, mamá! ¡Pupa! ¡No más, mamá!

Pero aquella bruja, como si oyera llover. Despechugada, semidesnuda en medio de la pasión flageladora, bañada en transpiración, pegaba con todas sus fuerzas mientras aquel majadero, en plena confusión mental, la llamaba mamá.

El odio me hizo rechinar los dientes.

Al lado de Gertrude, Flossie era una santa.

La muy cochina casi me había engañado en el despacho, con sus aires monjiles poniéndome de su parte, cuando lo que se trataba era de una degenerada.

Me juré que no descansaría hasta hundirla bien hondo por lo que estaba haciendo con aquella preciosidad de chico.

Adam terminó por perder la poca razón que le quedaba. Hizo un tremendo esfuerzo por soltarse. No lo consiguió, pero desprendió el pie de cama del resto de la armazón. La parte inferior de la cama golpeó el suelo, con ruido sordo. Adam tenía la boca cubierta por una espuma blanquecina. Con los pies de la cama cuestas, como un grotesco crucificado, fue en busca de su novia.

—¡Te voy a dar una lección, puerca! —gritó.

—¡Apártate, Adam! ¡Déjame, que soy joven y pura!

Pero desmintiendo sus palabras, se tumbó sobre el colchón separando las piernas.

Adam se precipitó entre ellas soltando blasfemias. Gertrude le acusaba de aprovecharse de su cuerpo y de su inocencia, mas al mismo tiempo lo anudaba con brazos y piernas. Verschoyle, con los pantalones colgando, se lanzó como el lobo de mar que arponea una codiciada presa. Gertrude se lamentó diciendo que aquello no debía hacerse sin que el juez de paz hubiera dado el visto bueno a la unión, pero se arqueó hacia arriba, para no perder ripio.

Gritó él.

Gimió ella.

Luego la quietud descendió sobre la pareja.

La organista quedó aplastada por el peso del hijo de mi cliente.

El hijo de mi cliente quedó aplastado por el peso de los hierros atados a su espalda.

Estaban muertos de cansancio.

Yo estaba muerto de asco.

Así es este oficio: quieres hacer un trabajo limpio, y no te enfrentas sino con el sexo y sus infinitas porquerías.

Recordé que el mozo del piso había hablado de un show en la 217. Acababa de presenciar el show.

El show consistía en un montaje sadomasoquista con relaciones edípicas, en el que miss Marineau trastornaba al puritano de su prometido a base de palizas que le recordaban las de su madre, para terminar haciendo el guarro.

Así se explicaba el que la mañana anterior, mientras seguía al elegante Leland hubiese visto a Gertrude esperar en el vestíbulo del hotel. Esperaba a que Adam se recuperara y dejase la habitación.

Así se explicaba que el joven hubiese bajado por la escalera hecho un guiñapo. Después de sesiones de tal calibre, su aspecto no podía ser otro.

Así se explicaba que, más tarde, en la cancha de tenis, se moviese con pies de plomo. No le quedaban fuerzas ni para sostener la bola.

Así se explicaba que su novia le jugase de un modo malvado. Era una sádica y disfrutaba reduciéndolo a polvo después del polvo.

La sociedad de nuestro siglo, con el progreso y el confort que hemos logrado, sería un paraíso de no contar con dos enemigos implacables: la corrupción que generan las clases privilegiadas y el uso que del sexo hace la mujer. Sólo un detective privado, que por su ocupación bucea en las más oscuras simas de las relaciones humanas, llega a percatarse de tales puntos negros. La corrupción de los privilegiados es denunciada con cierta frecuencia por los intelectuales progresistas. En cambio, cuanto implica el uso que las hembras hacen de la sexualidad, resulta sistemáticamente silenciado. Únicamente tipos excepcionales como Flower, a los que no importa el maniqueo rechazo de la comunidad que les etiqueta peyorativamente como desviados, son capaces de adoptar una actitud lúcida y militante ante las féminas que buscan la humillación y la aniquilación del hombre con el arma letal que ocultan a mitad del cuerpo, entre las piernas.

Me expliqué lo que acababa de explicarme.

Recordé también que Joe me había dicho que no se llamaba Joe.

Me dije que en la primera ocasión que se presentase le preguntaría cuál era su nombre verdadero.

Y recordé asimismo que Joe, que no se llamaba Joe, me había contado que la dos dieciséis la tenía alquilada a otro observador.

Si la dos dieciséis estaba alquilada a otro observador, era muy probable que en aquellos instantes se hallara observando.

Si había otro observador observando, sería bueno enterarse de por qué observaba y si aquello guardaba relación con el asunto.

Como el final de lo que ocurriese en las dos diecisiete ya no me importaba, dejé la dos dieciocho para ir a la dos dieciséis. En el pasillo, Joe, que no se llamaba Joe, brillaba por su ausencia. Agarré el tirador de la dos dieciséis y tiré. Estaba cerrada con llave. Introduje la llave de la dos dieciocho en la cerradura de la dos dieciséis y no conseguí nada. Lo que no consiguió la llave lo realizó mi ganzúa.

La cerradura cedió.

La puerta se abrió.

Yo entré.

Descubrí al otro observador.

En la pared de la dos dieciséis había sendos agujeros, como en la pared de la dos dieciocho, para mirar lo que pasaba en la dos diecisiete. Junto a los agujeros de la pared había una silla, para que el observador pudiese observar cómodamente.

El observador no estaba en la silla.

El observador estaba en el suelo.

Caído frente a la pared, con los pies apuntando hacia ella, aparecía el cuerpo de Leland Verschoyle, el rostro cianótico y la mirada vidriosa, sin luz, de los cadáveres.