Al verme llegar se levantó con gesto de cansancio. Parecía cortada, como si se avergonzase por la audacia de visitar a un hombre en su casa, a tales horas. Aunque la casa fuese su despacho profesional y el hombre un investigador privado.
—Buenas noches, señor Flower.
No evitó el demostrar que sabía mi nombre. Tampoco yo evité el demostrar que sabía el suyo.
—Buenas noches, señorita Marineau. O mejor sería decir buenos días…
Sobre la mesilla baja descansaba su gastada piel de zorro y un sombrerito verde con corto velo. Llevaba el ajado traje sastre que yo conocía y que no hacía la menor justicia a su figura. Sobre todo después de haber comprobado en el teatro que poseía todo un tipazo. Su continente era recatado, apocado, humilde. La miré directamente y como resultaba habitual en ella bajó los ojos con pudor.
Fue la primera oportunidad que tuve de examinarla de cerca. Me pareció mayor de lo que era. Tenía la frente recta y despejada, la nariz algo grande, más amarillos que verdes los ojos, el mentón casi ancho. El labio inferior, prominente, a despecho de su aire decoroso daba al conjunto un aspecto que recordaba al de un ave de presa. Las facciones angulosas me recordaron las de Joan Crawlord.
Bonita no era la palabra. Interesante resultaba el calificativo más adecuado. En el grupo de sus compañeras de la revista debía sobresalir como un pichón de halcón entre una bandada de polluelos.
—Es muy tarde, señor Flower, y no quiero robar su tiempo de descanso. Iré directamente al grano.
—Se lo agradezco.
Me dejé caer en el diván adosado a la pared que me separa del departamento de Flossie. Por fortuna mi vecina debía estar haciendo la carrera o dormía ya, porque no llegaba el menor sonido a través del tabique. Hubiera sido enojoso el eco de una orgía para aquella entrevista más que delicada.
—Sé que usted me está investigando para interferir mi próximo matrimonio con Adam.
—¿Cómo lo sabe?
—¡Por favor, señor Flower…! —Con los hombros hizo un ademán de fatiga, como si considerase ociosas las explicaciones. Podía haber visto la tarjeta que entregué al portero y atado cabos—. Por favor —repitió.
—OK —concedí—. La investigo.
Seguía en pie, como una visita no deseada.
Dudó, se acercó con cautela, posándose sobre el brazo del sofá.
—Deseo que deje de hacerlo —dijo con voz muy fina, casi irreal.
—Deme una razón.
—Digamos que soy una pobre muchacha que ha sufrido demasiados zarpazos de la vida, y que de pronto ha encontrado el amor y el dinero.
De momento no daba muestras de caer víctima del tradicional hechizo de Flower, cosa que era de agradecer. Pero no me hacía ilusiones. Trataría de seducirme. Tarde o temprano todas caen. En su situación, además, resultaba obligado.
—En mi profesión no hay lugar para sentimentalismos. Cobro por no tenerlos. De todos modos, si está limpia, nada debe temer por mi parte.
Con la timidez de un pajarillo se deslizó del brazo del sofá, reposando cerca de mí. Un perfume, que identifiqué como Coeur de Carnation, llegó a mis fosas nasales. Como en la mañana precedente cuando había cruzado por delante mío en el vestíbulo del Mansion House, fui consciente de la emanación eléctrica que surgía de su cuerpo.
—Estoy limpia, pero la experiencia me ha demostrado que surgen imponderables que echan a rodar las mayores ilusiones. De ahí que le pida que abandone.
Pasó las palmas de las manos por la falda como si quisiera enjugar la humedad que brotaba de ellas. Al hacerlo la subió apenas, descubriendo las maravillosas piernas. Tomó una de mis manos con timidez, depositándola en la parte interna del principio de los muslos. La aprisionó después, apretando las rodillas con fuerza. Había compuesto una expresión de amargura, los ojos cerrados con firmeza, como si tratara de retener las lágrimas.
Así pues, lo de siempre llegaba más temprano que tarde. Ya estábamos con el principio del numerito. En su favor hago constar que no se me ofrecía como una vulgar ramera, sino como una doncella que va al sacrificio. En su favor, asimismo, debo hacer constar que el cálido contacto de aquella carne sólida, no me repelió sino que hasta me turbó un poquito.
—Diga cuál es su precio, Flower.
Liberé la mano de aquel cepo.
—El precio no es sexo, oiga.
Levantó los párpados y me examinó como si me viera por primera vez, curiosa y diríase que aliviada. Los labios se separaron mostrando los dientes, grandes y fuertes.
—Me alegro de que el precio no sea sexo. ¿Dinero? ¿Cuál la cantidad? ¿Treinta mil? ¿Cien? ¿Medio millón? Diga una cifra. Habrá de esperar a la boda, pero tenga la seguridad de que no le engañaré. Soy una mujer fiel a sus compromisos.
—No hay trato, Gertrude, pero sepa que no por eso vamos a ser enemigos —hablé, en tono bondadoso—. Le diré lo que voy a hacer: llevaré el trabajo a cabo del modo que es habitual en la firma, sin tratar de poner piedras en su camino. Si todo es como usted dice, no debe temer una mala jugada por mi lado. Y si mi cliente no queda satisfecho, le devolveré el dinero.
Se puso en pie. La imité.
—Usted es diferente, Flower —me elogió—. Nunca sabrá cómo valoro su actitud. Si todo sale como deseo, no tema, que llegado el momento sabré compensarle para que no pierda un centavo. —Hizo una pausa—. ¿Me permite? —Y me besó castamente en la mejilla como despedida.
Cuando quedé solo me costó recuperarme de la perplejidad. Ésta era una de las poquísimas ocasiones en las que había permanecido con una mujer sin sentir repugnancia, manteniendo una conversación casi fraternal. Gertrude Marineau, en algún instante, me había recordado la dulce tristeza de mamá.
Aparté los visillos y miré a la calle. La joven estaba subiendo a un descapotable Ford bastante viejo que alguien tenía con el motor en marcha. Le faltaba la ventanilla trasera. Tomé los prismáticos y leí la matrícula: KIT 996. La anoté.
Cuando el Ford enfiló hacia Laurel Canyon me fui a dormir.
El despertador marcaba las ocho de la mañana. Un camión se puso en marcha cuatro pisos más abajo, con un impaciente rechinar de engranajes como para recordarme que el mundo funcionaba sin mí.
Me miré al espejo. Tenía ojeras por la fatiga, que la fatiga es malísima para el cutis y los detectives terminamos con la cara hecha una lástima por las preocupaciones y la falta de descanso. En cuanto tuviese un rato libre habría de ir a lo de Jimmy Hill para que me pusiera la mascarilla revitalizadora, que la pone como nadie.
Mientras hervía la cafetera y fumaba el primer cigarrillo del día llamé a la comisaría de Los Ángeles Oeste, preguntando por Marion Fulwider, ayudante personal de Betty Jo Trevillyan, la agente negra brazo derecho de la sargento albina. Cuando estuvo al otro extremo de la línea, dije:
—Flower al aparato…
—¡Anda, la osa! ¡La nena más guapa de California!
Aquella voz hizo desfilar viejos recuerdos en el telón de plata de mi memoria. Músculos espléndidos bajo la bruñida piel de ébano. Duros bíceps en brazos tan fuertes como los de un cargador de muelle. Una anatomía de atleta como tallada a cincel en un cuerpo de mujer que para sí quisieran muchos hombres. Una de las pocas mujeres que hacían pesas, una amazona salvaje y potente que en el caso Prendehast me había arrastrado a saltar por encima de prejuicios de raza, sexo y color. Desde el caso Fernweather no habíamos vuelto a encontrarnos[3].
—Necesito una pequeña ayuda, morena clara.
—¿Para ligar al joven Adam? —soltó una risotada.
Me mosqueé. Sin duda la Trevillyan le había hablado de mi cliente.
—Deseo saber el nombre del propietario de cierto Ford descapotable. La matrícula es KIT 996.
No quería pedir el dato a su jefa, para no deberle más favores. Los favores, más tarde o más temprano, se pagan.
—He tomado nota, dulzura. Hablo con Tráfico y te llamo.
Colgó, sin sugerir un encuentro. No pedía nada a cambio. Una inconcreta nostalgia me invadió.
Antes de tomar el desayuno me di una ducha fría que arrastró las reminiscencias emocionales provocadas por la joven Fulwider, como transpiración que lava el agua. Me afeité, cepillé mis dientes e hice gárgaras con una pócima refrescante. Cuando concluía mi ligero refrigerio sonó el teléfono.
La negra me dijo que el Ford estaba a nombre de un tal Luther Wallace, un agente artístico con domicilio en San Francisco.
Le di las gracias antes de colgar.
La información no añadía nada de interés al cuadro. Simplemente que Gertrude Marineau había sido recogida al salir de mi casa por su representante. También debió ser él quien la trajera hasta aquí, aunque yo no había reparado en el coche.
Como tenía cita en el club de tenis me vestí de blanco. Zapatos, pantalones y camisa, con un sweater deportivo del mismo color con preciosas rayas rojas y azules en el escotado cuello. Lo rematé con gorra blanca, graciosamente ladeada sobre una ceja. Tomé el abrigo color crema y me dispuse a relevar a Pat O’Malley en su puesto en el hotel.
El mozo del segundo piso me saludó con alegría, que para eso se estaba ganando una pasta a mis expensas.
—Buenos días, patrón.
—Buenos días, Joe.
—Mi nombre no es Joe, pero ya que paga llámeme como guste. Llega a buena hora.
—¿A qué te refieres, Joe?
Guiñó un ojo, en gesto de complicidad.
—Al show de la 217. Suele comenzar dentro de veinte minutos.
Le pregunté que cómo lo sabía. Me contestó que tenía que estar informado si quería que su negocio funcionara. Le pregunté en qué consistía el show. Me contestó que prefería que lo averiguase por mí mismo, que mi dinero me costaba, y no sería bueno destripar el argumento.
Entré en la 216. El rostro de Pat demostró admiración al verme tan bien vestido. Él también estaba guapísimo, fresco como una lechuga.
—¡Hola, jefe! —Blandió su libreta, cuajada de notas taquigráficas—. Tengo lo que me pidió.
Levanté una ceja.
—¿Has podido anotar algo?
—¿Usted qué cree, jefe? —Y me leyó los resultados de su trabajo.
A las 20 p. m. las mujeres de la limpieza habían barrido el cuarto.
A las 21 otra doncella preparó la cama, después de cambiar las sábanas.
A las 21.35 la misma doncella entró en la habitación, dejando en la mesilla de noche una jarra de agua y un vaso.
A las 3.30 de la madrugada había llegado Gertrude Marineau metiéndose entre las sábanas, para dormirse en el acto.
A las 8.30 a. m. se había despertado.
A las 8.35 había telefoneado para pedir que se le sirviese el desayuno en la cama.
A las 8.45 se lo habían traído.
A las 8.55 ya lo había despachado.
A las 9 se había metido en la ducha.
A las 9.10 habían retirado el servicio.
Ni la menor insinuación con los camareros. Gertrude seguía en el baño.
Pat terminó de leer sus notas y me miró expectante.
—¿Qué tal, señor Flower?
No quise destruir sus ilusiones. Era demasiado joven y demasiado ingenuo.
—Estupendo, muchachito. Un trabajo impecable, cielo. Gracias a tu inestimable ayuda resolveré este encargo con éxito. Pero aún necesito otra cosa más.
—Usted dirá, jefe.
—Tienes que localizar a una tal Edna. Se trata de una corista de Lights In The Night, que se estrena esta noche en el Odeon. La mayoría de esas chicas paran en este hotel, pero Edna vive ton una amiga. Entérate de su domicilio y yo te telefonearé a la ofi más tarde para que me lo cuentes.
Edna parecía enterada de algún sabroso chisme sobre el pasado de Beryl Barnes. Aunque la organista decía que tenía un historial impoluto, yo había de pulsar forzosamente ese resorte. Aunque sólo fuera por amortizar el sacrificio a que me había obligado tocándole el trasero, con lo que me cuesta hacer una cosa así con las señoras.
Mi secretario me explicó el funcionamiento de la instalación inventada por Joe, que era sencillísimo, y luego se largó más feliz que un chico al que acabaran de regalar un juguete. El sistema consistía en un par de agujeros que perforaban la pared a media altura, proporcionando una panorámica bastante aceptable de la habitación vecina; unos auriculares y una máquina que grababa el sonido en cilindros de cera, instalada sobre una mesilla. Gracias a un micrófono astutamente disimulado podía escucharse cuanto se dijera en el cuarto de al lado. Si era algo importante, se pulsaba un botón y quedaba registrado en el dictáfono.
Me coloqué los auriculares, tomé asiento en una silla y me arrimé a los agujeros. Estaban hechos a la altura justa para que uno fisgase sin cansarse lo más mínimo. Joe había pensado en todo, demostrando que su servicio era de lo mejor.
La 217 era una habitación idéntica a la que yo ocupaba. Unos gastados visillos cubrían la única ventana por la que entraba la luz de una mañana gris; una alta cama de hierro con remates formados por bolas de latón, deshecha, con signos claros de haber sido ocupada no hacía mucho; una coqueta fabricada en serie, con el correspondiente escabel; un reposadero, sobre el que se veía una maleta abierta; un sillón con tapicería raída; un armario ropero, cerrado, acribillado por la carcoma, y pare usted de contar. La clásica habitación barata de un hotel barato. Limpia como los chorros del oro, eso sí. Pero nada más. Aquello tenía bastante aspecto de House; lo de Mansion era lo que resultaba pretencioso en su nombre.
Al minuto escaso de estar contemplando el cuarto vacío, el cuarto se llenó de Gertrude Marineau. Salió, descalza, del baño. Llevaba un modesto albornoz de tejido esponjoso rojo-caldera, descolorido por innumerables lavadas, cerrado por un cinturón de algodón. Una de las toallas del hotel aparecía arrollada a su cabeza. El albornoz le llegaba casi hasta los pies.
No tenía mal aspecto para lo poco que había dormido.
Caminó con pasos cortos, como si temiera molestar.
Ocupó el escabel frente al espejo, quitándose la toalla. Al hacerlo el albornoz se deslizó un poco, descubriendo un fragmento de piel del hombro. Aunque estaba sola miss Marineau se apresuró a cubrirla rápidamente, con honesto ademán. Hubiera podido jurar que se ruborizaba. Sentí cierta simpatía hacia ella, lamentando que mi trabajo me obligase al espionaje que llevaba a cabo.
Empezó a cepillarse los cabellos con ademanes pausados. Alguien golpeó la puerta con los nudillos. Miss Marineau repasó su albornoz y lo cerró todavía más, ajustándose el cinturón, para no dejar a la vista ni un centímetro de epidermis que no pudiera mostrarse. Comprobado esto murmuró un lánguido: «Adelante».
Me pegué más a mi observatorio, dispuesto a no perder detalle. Joe, enigmático, se había referido a cierto show. A lo mejor, pese a sus buenas palabras, resultaba que a aquella hora la ocupante de la 217 recibía a un misterioso amante.
La puerta se abrió dando paso a un hombre.
Me llevé un chasco.
El recién llegado no era otro que su prometido, el joven Adam Verschoyle.