Las manos de Beryl Barnes volaban sobre el teclado: Sus pies, calzados con zapatos de piel purpúrea rematados por altos tacones, se alternaban en pisar las barras de los pedales para sacar el contrapunto adecuado. Sus piernas se convertían en el centro de atención de todas las miradas.
En el mundo artístico de Los Ángeles comenzaba a destacar una jovencísima bailarina llamada Cyd Charisse. Ya había ocupado varias páginas del Variety y le habían dedicado portadas Silver Screen y Screenplay. Se decía de ella que pronto sería una estrella rutilante en el firmamento cinematográfico. Su principal atractivo eran unas piernas larguísimas y esbeltas, que se conocían como «las piernas de Hollywood». Pues las de la organista, que ya me habían llamado la atención por la mañana, sobre el escenario quedaban tan espectaculares como las de Cyd Charisse. A mí las señoras me dan una grima terrible. El que me fijara en esos detalles, a pesar mío, tiene su explicación. Mamá poseyó lindísimas piernas.
El número tenía gancho aunque la envoltura y la coreografía hagiográfica no ocultaran que la intérprete era de lo más mediocre. El tocar con guantes resultaba una horterada que tampoco la ayudaba, que digamos. Pero tenía gancho porque Gertrude descubría una personalidad orgullosa y avasallante cuando se olvidaba de la modesta humildad, y porque sastres, escenógrafos y coreógrafos habían echado el resto. El viejo Leland debió haber pedido a sus asalariados que se emplearan a fondo con la novia de su hijo, y el resultado era que su actuación en Lights In The Night era tan llamativa como un brillante en un estercolero.
Con el acorde apabullante final vino una entusiasta salva de aplausos. Beryl quedó un instante tan desmadejada como si hubiese acabado de hacer el amor. Luego se puso en pie, saludó con timidez, recogió el velo como si se avergonzase de haber mostrado los hombros desnudos y se retiró con rapidez. El director de escena anunció un descanso de quince minutos antes de que diese comienzo la segunda parte, avisó que el bar estaba abierto y que la empresa corría con las consumiciones.
Allá nos apelotonamos todos: coristas, músicos, electricistas, tramoyistas y curiosos. Leland Verschoyle discutía con el director procurando darme la espalda para que no se viera que nos conocíamos. Su hijo Adam acaparaba a miss Marineau. Los ojos verdosos de la organista vagaron por la concurrencia hasta posarse en mí. Al encontrarse nuestras miradas hubo en ellos un brillo que no supe interpretar. Luego las ruidosas girls se interpusieron entre los dos y las chicas me cercaron.
Empezaron con las bromas de costumbre: que si era real o una alucinación suya, que si tenía algún compromiso para aquella noche, que si quería salir con alguna en particular al concluir el ensayo o con el grupo al completo, y tal y cual. De aquella colección de emplumadas semidesnudas reparé en una pelirroja corpulenta que bebía solitaria, marginada, como si quisiese olvidar por medio del alcohol que estaba viva. A ella no la había visto en el hotel.
Me situé a su lado.
—Me llamo Flower.
—Yo, Edna —respondió girando el vaso entre los dedos.
Las otras chicas al ver que ya había hecho mi elección se lo tomaron con filosofía y se apartaron, para que las magrearan los músicos.
Edna dejó de fijarse en el vaso, me miró, soltó un hipido y exclamó:
—¡Joder, qué tío tan guapo! Periodista, seguro…
—Usted lo dice todo.
—Yo sólo digo lo que veo.
—Yo, también. A propósito: esta mañana estuve en el Mansion House y no la vi con las otras chicas.
—Vivo en el apartamento de una amiga. Me ahorro el hotel, que la empresa no es demasiado generosa a la hora de pagar al personal. —Como de improviso sentía pena de sí misma, apuró su whisky de centeno de un trago y lo avanzó para que pusiesen más.
Deslicé, con insidia:
—Es que el montaje del número de la señorita Barnes cuesta un dineral y habrá que ahorrar de otros capítulos.
—Acaba de tocar usted donde duele, apolo. Ya ve: para las demás, actuaciones abominables, tetas y culos, y pare de contar. Y esa pájara, el tesoro de Fort Knox a su disposición sin enseñar ni la rodilla. Tiene algo más que serrín dentro de su linda cabecita, encanto; se lo dice Edna, que ha trabajado con ella en otros shows de lo más tirado. Su agente es un lince. De pronto le cambia el papel que hace en nuestro mundillo, la convence para que adopte aires de nena casta, se la coloca al patrón como un ser excepcional, y el viejo se vuelca desatando los cordones de la bolsa para montarle algo fuera de serie. Y por si no fuera suficiente esa suerte cochina, el hijo del amo se chifla por ella y le propone matrimonio. ¡Me dan ganas de suicidarme!
La tal Edna era un hallazgo. Cogí la botella, llenándole el vaso que estaba más que mediado.
—Me extraña una cosa. Parece raro que un tipo como Verschoyle deje que su futura nuera se exhiba en público…
—¡Cómo se ve que no conoce a la gente, adonis! La boda es publicidad. La gente acudirá al teatro como moscas a la miel para ver a la chica que se casa con una fortuna. Verschoyle podrá colgar el cartel de «No hay entradas» cada noche, y por una vez dejará de perder dinero con sus aventuras revisteriles. Los de su catadura, aunque apalean los millones, no le hacen ascos a la hora de cobrar beneficios de donde sea. Y Beryl tendrá una promoción como la que jamás soñó alcanzar.
—Ha dicho que la conoce de antes. ¿Cómo era?
Me lanzó una mirada astuta, pese al alcohol que llevaba trasegado.
—Si yo le contara… Pero no le voy a contar, hermosura, que los periodistas son la peste, y si me voy de la lengua me puede tostar el puesto. Beryl ya es la jefa, y en tales circunstancias una debe cuidar la lengua. Aunque —añadió con picardía— podría hacer otras cosas con la lengua que le iban a gustar, muchacho. —Se frotó contra mi costado—. ¿Qué me dice?
Edna sabía algo que podía ser muy importante. Tenía que sacrificar lo que fuera, con tal de saberlo. El sobeo, a mi alrededor, era tremendo. Con gran sacrificio posé la mano en su trasero.
—No soy periodista, muñeca. Sólo un chico curioso. ¿Cómo era Beryl en Nueva York?
—¿Y cómo sabe que ha trabajado allá? Yo no he dicho nada al respecto. —Pese a lo que había bebido, su cabeza permanecía bastante lúcida.
—Tengo otras fuentes de información.
—¿De verdad que no eres periodista? —me tuteó.
—Te juro que no soy periodista —la tuteé.
—¿De verdad que lo que te diga no va a salir en los periódicos?
—Te juro que lo que me digas no saldrá en los periódicos.
Se me pegó como el musgo a la roca. Pensé que si se tomaba una confianza más terminaría gritando.
El director escénico me chafó la pesquisa al vocear:
—¡Chicas! ¡Se acabó el tiempo! ¡Volvemos al trabajo!
Hubo un revuelo de plumas, un griterío nervioso, un alud de risas y carreras y el bar se desalojó como si se acabara de declarar un incendio. En un abrir y cerrar de ojos me encontré solo, así que fui a incorporarme a mi butaca solitaria.
Comenzó la segunda parte del ensayo general.
Se repitieron las actuaciones obscenas y vulgares de las nenas Verschoyle.
Hubo un par de intervenciones cómicas que no harían reír ni a un retrasado mental.
Hubo también una nueva actuación al órgano a cargo de Gertrude Marineau, de nombre artístico Beryl Barnes, con montaje como para arruinar a alguien con menos capital que mi diente. Sirvió para demostrar de nuevo, ahora a costa de la música de Cole Poner, que aunque la organista caldeaba el ambiente con su personalidad, interpretando era flojísima.
Y luego vino el apoteosis, con el desfile de la compañía en pleno por la pasarela, arrojando flores imaginarias al público inexistente.
Si aguanté hasta el final fue porque me había sacrificado tocándole el culo a Edna y esperaba reunirme con ella para completar la charla. Me molestan los sacrificios baldíos.
Cuando Beryl y compañía nos decían adiós, con sonrisas estereotipadas, agitando las manos, noté que me tocaban el codo.
Me volví.
El prometido de la estrella se había sentado a mi lado sin que me diera cuenta.
—Me llamo Adam Verschoyle…
—Le he reconocido, míster Verschoyle. Mi nombre es Flower.
—Deseo hablar con usted, señor Flower. ¿Podría acompañarme al despacho, por favor?
No se me ocurrió una excusa convincente, así que hube de seguirle mientras me indicaba el camino.
Entramos en una convencional oficina de teatro. Adam estaba algo cortado. Para disimular su timidez me dio la espalda manipulando la bandeja con bebidas que descansaba sobre un escritorio Sheraton de imitación.
—¿Un trago? —propuso—. ¿Bourbon, tal vez?
—Pipermín, si no le importa.
—¡Oh, pipermín! Precisamente lo que a mí me encanta…
Escanció dos vasos y se dio la vuelta para entregarme uno. Visto a tan corta distancia resultaba bastante más, muchísimo más que en la fotografía del Vanity.
Era esbelto, moreno y delicado como una chica. Tenía manos pequeñas, ojos aterciopelados, pestañas largas, espesas y rizadas y labios finos.
Choqué mi vaso con el suyo.
—Por el éxito del espectáculo, míster Verschoyle.
—Porque esto sea el comienzo de una amistad, míster Flower —respondió, ruborizándose.
Bebió sonrió mostrando dientes muy blancos y muy pequeños
—Se preguntará por qué le he abordado, míster Flower… ES usted de la prensa, ¿verdad? Le vi esta mañana en el restaurante del Olympia, cuando almorzaba con Gertrude y con papá. Reparé en usted… —Se ruborizó de nuevo, por lo que tales palabras implicaban—. También he reparado en que estaba aquí. Si estaba en los dos sitios, forzosamente ha de ser un periodista.
No dije ni que sí, ni que no.
—He pensado que a lo mejor le gustaba el tenis, y que entraba dentro de lo posible que quisiera intercambiar bolas conmigo. —Por tercera vez el rubor le trepó por el cuello, por el significado elíptico de sus palabras—. Últimamente sólo he jugado con mi prometida y me encuentro huérfano de amigos. —Me miró con dulzura—. ¿Le gustaría que fuéramos amigos, míster Flower?
Dije que no jugaba al tenis demasiado bien, pero que me gustaba intercambiar bolas y que me encantaba la amistad que me ofrecía. Quedamos para las once de la mañana siguiente en el mismo club.
Apunté que estaría haciendo esperar a miss Marineau y replicó que ya se habría ido a dormir, para descansar para el estreno. Añadió que él también estaba cansado y se marchaba corriendo a su cama. Dije que yo también había tenido un día duro, que me encontraba hecho polvo y que me iba volando a la mía.
Me fui a los camerinos en busca de Edna. La encargada de vestuarios me dijo que ya se había marchado. No me importó demasiado porque podría sonsacarla al otro día y juzgaba importante el contacto establecido con Adam.
En conjunto había sido una buena jornada. Como Pat estaba destacado en el hotel me podía permitir el lujo de un descanso reparador entre mis propias sábanas, que serían mucho mejores y más limpias que las del Mansion House.
Eran las dos de la madrugada cuando llegué a Sausalito Arms. El vigilante de noche, después de saludarme, avisó que tenía una visita. De acuerdo con mis instrucciones había abierto el despacho para que la visita me aguardase con comodidad.
Supuse que a tales horas la visita constituiría una sorpresa. Me preparé para no sorprenderme.
Aunque estaba preparado para no sorprenderme, la identidad de mi visitante me sorprendió. Reposando en el sillón de lujo, fumando pacientemente, aparecía Gertrude Marineau.