7

La agencia de detectives Drake está en el piso octavo de un hormigueante edificio dedicado a oficinas. Dejé atrás una puerta en la que una placa de bronce anunciaba: «Perry Mason. Attorney-at-law», y penetré en el local de negocio de mi colega.

La recepcionista, que a la vez atendía la centralita telefónica, boqueó ante mi presencia, porque una cosa debían ser los detectives desaseados y vulgares que estaba acostumbrada a ver y otra muy diferente la aparición de alguien que lucía un sombrero de cincuenta dólares, una gabardina Morris y un traje de estameña azul oscuro de corte impecable, alto, proporcionado y guapísimo.

—Me llamo Flower. Soy amigo y cliente de míster Drake —dije, pasando hacia el despacho de su jefe.

—Un momento, señor Flower. Míster Drake se encuentra ocupado…

Yo estaba pagando doscientos pavos a aquella gente, me juzgaba con ciertos derechos y tenía prisa. No iba a hacer antesala. Cogí el tirador de la puerta y empujé.

La escena que sorprendí me hizo lanzar un juramento.

Sobre un diván de cuero acolchado un individuo larguirucho, de hombros caídos, con los pantalones abajo trabándole los tobillos y al aire las magras posaderas erguía el tronco y empujaba su cuerpo en el hueco que le ofrecían las piernas abiertas de una mujer de unos veintisiete años, tumbada boca arriba, con las faldas arremangadas. Vi la blanca carne femenina más arriba de la zona de las medias, y escuché los sonidos inarticulados que dejaban escapar ambas gargantas.

—¡Pero, bueno! —exclamé, con rabia—. ¿Es que siempre que trabajo tengo que pillar a la gente fornicando?

Paul Drake pegó un salto y se puso en pie con la misma viveza que si una serpiente le acabase de morder la punta del canario.

La mujer soltó un chillido.

Drake se subió los pantalones como un rayo.

La mujer se bajó las faldas como una centella.

—Hombre, Flower… —murmuró el detective—. Podía haber llamado antes de entrar.

—A la mierda las cortesías. Pago doscientos y no quiero andar esperando.

La mujer ordenó apresuradamente sus ropas y se escurrió afuera mientras gemía: «¡Qué vergüenza! ¡Dios mío, qué vergüenza!».

—Es Della Street, la secretaria de mi cliente más importante —explicó Drake—. Mason anda siempre por ahí, metido en sus casos, y no la atiende como un jefe debe atender a su secretaria. Como los aprecio mucho, trato de consolarla en la medida de mis posibilidades.

—No me cuente su vida, Paul. Cuénteme lo que ha averiguado de Qertrude Marineau. Y… ¡abróchese la bragueta, joder!

—Yo… —enrojeció—. Es decir, mis hombres… O mejor dicho, uno de ellos… En fin, Flower: que hemos tenido suerte y hemos hecho un trabajo limpio y rápido.

—Desembuche.

—¿Quiere leer el informe?

—Luego me lo llevaré. Ahora prefiero que usted me haga un resumen.

—Bien. La señorita Marineau está prometida con un rico heredero llamado Adam Verschoyle.

—Eso ya lo sabía.

—Miss Marineau… ¡es una estrella de variedades!

—¿Y qué?

—Que interpreta piezas al órgano con otro nombre. En el mundo del espectáculo se hace llamar… ¡Beryl Barnes!

—Mire, Paul —solté, con cabreo—. No soy ningún pardillo. Trabajo en este oficio. Si cree que voy a aflojar dos de a cien por lo que puede averiguar cualquiera leyendo el Vanity, sueña despierto.

—Hay más. Miss Marineau fue contratada por su futuro suegro para intervenir en Lights In The Night, un espectáculo de variedades que se estrena mañana en el Odeon.

—Coño, también eso está en los periódicos.

Drake se mordió los labios. Sus ojos un poco saltones carecían de expresión.

—Luther Wallace, el agente de miss Marineau, o Beryl Barnes, como quiera llamarla, supo que míster Verschoyle andaba buscando chicas para un espectáculo nuevo. Beryl, o Gertrude, como prefiera, había actuado en algunos clubes de Nueva York tocando el órgano, y sus éxitos fueron nulos. Luces en la noche constituía una oportunidad. El mecenas estaba interesado en caras diferentes para remozar el equipo de las Verschoyle Girls, que es la razón de su mecenazgo, y al principio no quería oír hablar de una organista. Dijo que, o trabajaba como señorita de conjunto, o nada. Wallace contestó que su representada no exhibiría su cuerpo en un escenario ni por todo el oro del mundo. Siguió insistiendo y el mes pasado logró que Leland realizase una prueba a Gertrude o Beryl, como usted guste, y al final consiguió un contrato para que la chica y su órgano se incorporen al programa con un par de números.

—Ahora empieza a decirme algo que no sabía, Paul.

El detective se animó ante estas palabras. Descolgó el teléfono y habló con la centralita preguntando si había vuelto un tal Weems. La respuesta debió ser positiva porque pidió que acudiera al despacho.

Vino un tipo que me sacaba dos pulgadas. Era muy ancho de hombros, muy estrecho de cintura, muy rubio de pelo. Llevaba pantalones negros de cintura alta, corbata blanca sobre camisa negra y una chaqueta de paño blanco adornada con trencilla negra. Las tres puntas de un pañuelo negro emergían del bolsillo superior de la chaqueta. Su porte era cínico y burlón. Tenía una pinta de chulo que no se lamía.

—Le presento a Greb Weems, uno de mis muchachos —dijo Drake—. Trabaja con nosotros hace sólo cuatro semanas, pero en ese tiempo ha demostrado su eficacia. Él se ha encargado de la pesquisa de miss Marineau y le ampliará lo que desee saber.

Me tendió la mano. Sólo le dejé que me tocara la punta de los dedos porque me gustaba poquísimo. Resumí lo que Paul acababa de contarme y pregunté qué podía añadir.

—Bueno —exclamó Weems con voz de barítono—. Debo añadir que cuando miss Marineau realizó su prueba, el joven Adam se encontraba presente. Debió quedar muy impresionado porque ese mismo día anunciaron su compromiso…

—A eso se llama rapidez… ¿No influyó Adam para que la contratara míster Verschoyle?

—No, que yo sepa. Primero fue la prueba y el contrato. Al cabo de unas horas Adam comunicaba al viejo Leland que se casaba con la organista. El viejo se llevó una sorpresa mayúscula pues el chico es muy tímido y no le conocía un escarceo. Lo que se habla es que se trató de un flechazo mutuo y fulminante.

—¿Dónde había actuado miss Marineau con anterioridad?

—En garitos neoyorkinos de ínfima categoría.

—¿No es extraño que no viniendo precedida por éxito alguno, míster Verschoyle, que al principio no creía necesitarla, la aceptase con rapidez?

—No sé… —dudó Weems—. No la he oído interpretar. Es posible que su talento no fuera el apropiado para el público frente al que actuó, y míster Verschoyle sea un descubridor de estrellas. Son cosas que vemos en las películas, ya sabe.

Weems era más despierto de lo que su aspecto hacía sospechar. Medité antes de formular una nueva pregunta.

—Ese flechazo simultáneo y repentino, ¿se puede justificar?

—Verá, señor Flower: Adam es introvertido, poco amigo de la vida alocada de los jóvenes ricos, por lo que me han contado. Y Gertrude Marineau no da la impresión de responder al estereotipo de las chicas de la farándula. Le gusta pasar inadvertida, es recatada como una monja… A lo mejor, por ahí nació su afinidad.

—¿Ha averiguado algo de su familia?

—Hum… El viejo Marineau no fue trigo limpio. Anduvo mezclado con los traficantes de alcohol de Chicago, durante la época de la Ley Seca. Nunca pisó la cárcel, pero tampoco hizo dinero. Parece que como rechazo a las actividades de su padre la chica desarrolló una moral dura y exagerada.

—¿Alguna zona sombría en su historial?

—Ninguna que pueda comunicarle. Cuantos testimonios he recogido hablan de honestidad acrisolada. Tanto es así que aunque Adam le ha ofrecido costearle una suite en el Carlton hasta que se casen, ella la ha rechazado de plano, insistiendo en vivir en el Mansion House, que es un hotel modesto, donde tiene habitaciones la compañía de Lights In The Night. También ha querido regalarle ropas y joyas para que se presente de acuerdo con la categoría que tendrá muy pronto, y Gertrude se ha negado a aceptar ni un par de medias.

Así que las medias caras habían salido de su bolsillo. Tomé nota mental de aquello, por lo que pudiera aprovechar.

—Bien, Weems. Ha trabajado usted muy bien, para el poco tiempo de que ha dispuesto.

—Es un elogio que agradezco por venir de un profesional de su categoría, míster Flower.

Salió del despacho con contoneos de chuleta. También tomé nota mental de eso, puesto que resultaba contradictoria su apariencia de guapetón hortera con su eficiencia y el respetuoso modo de expresarse que tenía.

Saqué los doscientos dólares que Drake atrapó con mano tan ávida como una garra. Comentó, satisfecho, que era una suerte para él y para mí que su nuevo fichaje hubiese resultado efectivo. Me fui con la mente pesada y la cartera liviana, rumbo al Odeon.

Al pedir a Pat que se encargase por aquella noche de vigilar la habitación de miss Marineau, suponía que tendría que asistir al ensayo. Después de la charla con Drake y Weems el paso era obligatorio. Por desgracia para mis intereses el informe de los detectives no había aportado material que pudiera utilizarse para desilusionar a Adam respecto a su novia. Miss Marineau podía ser la aventurera que sospechaba mi cliente, o nada más que una chica humilde que, de pronto, vivía el sueño de Cenicienta. Si yo desconfiaba de ella era por encargo. Hasta el momento lo único concreto que tenía en contra suya era el hecho de que su padre hubiera sido contrabandista de whisky en los tiempos heroicos; demasiado poco para exhibirlo frente a Verschoyle junior. Si, además, Gertrude se lo había contado, Adam me enviaría al diablo.

Quedaba otra posibilidad. Acudir al teatro y ver si tenía más suerte que Weems, que no había dispuesto de tiempo material para tocar todas las teclas. La gente de la farándula posee lengua larga, envidia sin límites y un arsenal inacabable de chismes. Entraba en el campo de lo posible que algún miembro de la compañía, celoso por la fortuna de la organista al pescar al hijo del empresario y heredero de una de las más suculentas fortunas de este lado del Pacífico, largara algo con más entidad.

A la luz de lo que ahora sabía la actitud del financiero por la mañana, espiando a Gertrude en el hotel, siguiéndola al club de deportes y agazapándose en el seto de la pista de tenis la veía bajo un prisma diferente. Ya no se me antojaba un voyeur recalcitrante como pensé al principio, sino un padre atormentado que temía que su futura hija política fuera una pájara y que no encontraba la menor mancha en su curriculum. Por ello, además de gastarse el dinero conmigo la vigilaba por su cuenta. Por eso la había achuchado en el bar y en el restaurante del Olympia, en un juego desesperado de insinuaciones, tratando de demostrar que Gertrude era fácil presa ante las sugerencias masculinas. Pero miss Marineau resultaba demasiado honesta. O tal vez demasiado inteligente. No había mordido el anzuelo.

De Flower dependía todo. Para eso cobraba.

Estacioné ante las puertas del teatro, que permanecían con el cierre echado, y fui andando por un callejón sucio y oscuro en busca de la entrada de artistas. El inevitable portero que odiaba a la Humanidad trató de descargar su bilis en mí para que me fuera con la música a otra parte. Le entregué una tarjeta en la que garabateé un mensaje diciendo que deseaba presenciar el ensayo desde el anonimato y le dije que la hiciera llegar a manos de míster Leland Verschoyle si quería conservar su trabajo.

Obedeció a regañadientes, avisando que no me moviera hasta su vuelta. Cuando volvió miró con suspicacia para ver si me había movido. Dijo que, muy a pesar suyo, tenía el paso libre.

Me perdí media docena de veces, que es lo que sucede siempre que se entra en un teatro por la parte de atrás, pero por último di con el patio de butacas. La sala estaba a oscuras y el escenario brillantemente iluminado. Por las butacas, desperdigadas, aparecían varias personas que seguían con atención lo que sucedía., en el proscenio. Descubrí la blanca cabeza de mi cliente, flanqueado por sendas chicas de conjunto, y dos filas más atrás la cabeza solitaria de su hijo.

El decorado representaba algo que pretendía ser Broadway. La orquesta atronaba desde el foso. Un destacamento de las Verschoyle Girls vestidas exclusivamente con tres corazones rojos, uno sobre cada seno y el tercero sobre el pubis, con enormes sombreros de plumas de avestruz teñidos de rojo y malva, abrían filas y desplegaban como escolares aplicados en una tabla gimnástica, alzando los brazos y levantando la pierna al compás del estruendo de trompetas y platillos. Entonaban una desafinada letra inaudible. El fuerte del número consistía en volverse de espaldas al público y agacharse para que se notara bien que trabajaban con el culo al aire. Entre las emporretadas descubrí a las fulanas que habían desfilado por la mañana en el Mansion House.

Cuando concluyó aquella abominación las girls desaparecieron por el foro despidiéndose con guiños pícaros, para desperdigarse luego entre las butacas y contemplar lo que seguía.

La iluminación se atenuó, dejando la escena en la penumbra. El decorado, como era inevitable, puesto que no en balde somos la nación del dinero y el mal gusto, describió un giro de ciento ochenta grados sobre una plataforma, como en las grandes producciones de Hollywood. La intensidad lumínica aumentó apenas lo suficiente para que uno se enterase de que nos encontrábamos en algo que parecía la catedral de San Patricio. Un cañón disparó su chorro de luz con singular puntería, alcanzando de lleno la figura de Beryl Barnes, alias Gertrude Marineau.

Llevaba un velo de encaje negro que ocultaba la cabeza y la tapaba hasta más abajo de los hombros. Iba embutida en un ceñido traje púrpura con pedrería destellante que le llegaba por la rodilla. Parecía incómoda, como si se avergonzara por exhibirse con aquel modelo excesivamente ajustado. Lo cierto es que los sastres habían hecho un buen trabajo.

Sonaron suavemente los violines. Beryl Barnes giró sobre las puntas de los pies dibujando unos pasos de baile y extendió los brazos al frente, como en una súplica. Se encendió el segundo cañón descubriendo un órgano en el centro, mientras la orquesta subrayaba el suceso con un estallido de metal. Beryl Barnes corrió hacia el instrumento como la doncella que va al encuentro del ser amado. Se acomodó en la banqueta. La iluminación aumentó su intensidad descubriendo hornacinas catedralicias ocupadas por hieráticas figuras.

Gertrude Marineau, en su papel de Beryl Barnes, se arrancó el velo arrojándolo al suelo.

El traje, muy escotado, dejaba al aire la espalda desnuda. Llevaba guantes negros, largos, hasta más arriba del codo. Posó las manos en el doble teclado y el teatro se llenó con los impresionantes compases de un tirurí-rurirurirú, que me sonaba muchísimo, el número más conocido de un viejo compositor de iglesia, que había tenido más hijos que un conejo[2]. Las figura: petrificadas se animaron. Y mientras el juego de escalas y contrapuntos se desgranaba a través de los tubos, empezó el desarrollo de una coreografía tan demencial interpretada por los santos y vírgenes bajados de las hornacinas, que estuve seguro que no podía haber nacido sino de una mente tan calenturienta como la del mismísimo Busby Berkeley.