El movimiento siguiente me llevó a la Biblioteca Municipal. Se trataba de un vetusto edificio flanqueado por construcciones bajas, modernas y alegres, para gentes de alto standing. Su aspecto mezquino y deplorable se debía en parte a las ventanas, alargadas y angostas, protegidas por tela metálica seguramente para que los enemigos de la cultura no destrozaran las vidrieras a pedradas. Tenía el aire deprimente de una prisión, como debe ser, puesto que las bibliotecas siempre se instalan en los lugares menos atrayentes.
Entré en una sala tan amplia como un estadio de base ball. Una jovencita de austero atavío, los cabellos negros como ala de cuervo y gafas con montura de concha leía, absorta, un libro. Estaba aposentada tras un mostrador de madera carcomida y sólo emergía la parte superior de su cuerpo. Llevaba una blusa camiseta blanca rematada por un inmenso lazo ciruela y una chaquetilla de lana del mismo color. Su aspecto era el de una universitaria de primer curso, pulcra y aséptica. Junto a su codo un Pisapapeles avisaba: «Señorita Doolittle».
Me fijé en el título del libro: Crítica de la razón pura, de un tal Emmanuel Kant. Sin apartar la vista de la página dijo:
—Se ha equivocado. El establecimiento de bebidas es dos números más abajo.
—La que se equivoca es usted. Vengo a realizar una consulta bibliográfica.
Dejó de leer y batió palmas.
—¡Hossana! ¡El lector!
Su júbilo estaba justificado. Somos un país rico y poderoso, con toda clase de diversiones y por eso mismo los lectores resultan rara avis. El estadio de base ball aparecía tan desierto como una ciudad fantasma.
Levantó la mirada. Tras los cristales graduados de las gafas los ojos inmensos de un azul con reflejos violáceos devoraban el pequeño rostro infantil. Luego me devoraron también a mí. En aquel rostro de adolescente, los gruesos labios extrañamente adultos formaron un mohín como si enviasen un beso a través del espacio que nos separaba. Empujó una ficha en mi dirección.
—Ande, buen mozo, rellénela. Quiero que quede constancia delante de la municipalidad que conseguí un cliente. No sé si resistirán la impresión.
Hice lo que pedía solicitando los últimos seis números del Vanity. Dio un vistazo a lo que había escrito con un resignado encogimiento de hombros mientras murmuraba algo como: «Menos da una piedra». Abandonó el parapeto viniendo a mi lado. No me llegaba más arriba del hombro y eso que usaba tacones tan altos que parecía que caería de bruces si no tenía cuidado.
—Sígame, míster Flower.
—¿Sabe mi nombre?
—Me he fijado en el que ha escrito en la tarjeta.
—Es usted perspicaz, miss Doolittle.
—¿Sabe mi nombre?
—Me he fijado en el rótulo que hay en el mostrador.
—Es usted perspicaz, míster Flower…
Estábamos en tablas.
Me precedió por la vasta sala de lectura hasta una de las escaleras arrimadas contra las estanterías repletas de libros, de esas que se deslizan sobre los rieles superiores para facilitar las maniobras de los usuarios.
—¿Tiene la bondad de sujetarla? —pidió. Y formuló a continuación en tono festivo—: Lo que ignora es mi nombre de pila.
—Sáqueme de la ignorancia.
—El nombre es Galley.
—¿Galley? —repetí—. ¿Qué es Galley?
—Diminutivo de Galatea. —Con las manos apoyadas en los costados de la escalera me sonrió por encima del hombro—. Ya sabe: aquella divinidad mitológica de la que se enamoró el grandullón de Polifemo.
—¿Se casaron y fueron felices?
Se encaramó tres peldaños y me puso el trasero en las narices. Usaba una falda tubular, también en tonos ciruela, que se ajustaba a sus formas de modo que no ocultase una sola curva. Pretendía demostrar que pese a su extremada juventud no había que olvidar a su propietaria.
—¡Qué cosas tiene, míster Flower! —gorjeó desde arriba—. Ya sabe que ella amaba al pastor Acis. Polifemo, celoso, lo aplastó con una roca. Galatea empleó sus poderes y lo convirtió en río, y después se arrojó al mar para irse a vivir con sus hermanas las nereidas.
Como historia de nombre me parecía algo estúpida. Mejor era la del mío, Gaylor R. La R. corresponde a Rose. Mamá siempre deseó una niña y cuando papá la dejó en estado de buena esperanza, pensó que nacería una chica a la que llamaría Rose. Bordó todos los pañales con las iniciales R. F. Luego, cuando miró entre mis piernecitas superó la desilusión. En lugar de deshacer su tarea añadió una G. delante de la R. Rose fue el segundo nombre con el que se me inscribió en el registro, y como a una Rose me trató mientras pudo.
No obstante me obligué a decir al trascrito que tenía delante:
—Una curiosa historia y un curioso nombre.
—Papá es profesor de griego y entusiasta de las viejas leyendas. Por eso me lo puso.
—Ésa es una de las hazañas que no conocía del profesor Doolittle —ironicé en plan culto.
—Bien… Lo que buscamos no está por aquí. —Desplazó la escalera hacia la derecha—. Usted siga aguantando.
Juzgando que había tenido tiempo más que suficiente para fijarme de cómo era su culito subió otros dos escalones cambiando la panorámica por un par de buenas pantorrillas envueltas en nylon tostado, en las que la recta costura era un eje de simetría destinado a demostrar la armonía con que estaban torneadas.
—Usted sabe mi nombre de pila, pero yo desconozco el suyo…
Empleaba un tono cálido, sugiriendo intimidad.
—Es que no se lo he dicho.
Empezaba a cansarme. La situación la he vivido cien veces. En cuanto una mujer, no importa la edad, me ve y se encuentra con una escalera a mano, ya está encaramándose en ella con una excusa nimia para enseñármelo todo.
—Tampoco anda por aquí lo que busco. —Empujó más, hacia el mismo lado—. Ahora sí que estamos en la buena pista…
Subió los dos peldaños que quedaban. Las pantorrillas fueron sustituidas por unos finos tobillos, estremecidos por el esfuerzo de la señorita Doolittle en mantener el precario equilibrio.
—¡Vaya situación! —rió con nerviosismo—. Usted y yo aquí solos, sin nadie que nos controle…
—Ni falta que hace; me sobro y me basto para controlar la situación. Es una situación que me aburre, niña.
Dejó escapar una exclamación ahogada, cesó de rebuscar donde tenía la certeza que no se hallaba lo que quería, bajó de la escalera y se plantó ante mí.
—¿No soy atractiva? —preguntó, desafiante.
—Pregúnteselo a sus amistades. No he venido a discutir si usted es bonita o no. Estoy aquí para trabajar.
Acusó el golpe. Se alejó hacia el fondo, abrió un armario y tomó un puñado de revistas. Luego volvió con ellas, apretadas contra su pecho, como una madre que estrecha a su hijo contra sí temiendo que se lo roben. Detrás de los cristales de las gafas la expresión de sus ojos, dolida, orgullosa y solitaria, denotaba frustración. La luz crepuscular que se filtraba por los ventanales caía como una pintura gris sobre su rostro.
—No es usted un hombre galante, Flower.
—Sólo quería hacer una consulta. ¿Es preciso que soporte esto mucho rato, oiga?
Dejó las revistas sobre una mesa. Se me acercó de tal modo que a través de la barrera de la blanca blusa sus pechos jóvenes rozaron mi gabardina.
—Los hombres demasiado guapos se comportan de una forma odiosa.
Temblaba. Temí que fuera a romperse como una cuerda de violín. Inopinadamente me echó los brazos al cuello. Noté el calor de sus muslos bajo la estrecha falda mientras su boca tanteaba como un niño medroso en una habitación oscura, buscando la mía.
La esquivé. Cogí las muñecas con firmeza y desanudé el abrazo. La aparté con cierta rudeza.
—Si se ha convencido de que no me gustan las menores, me pondré a leer el Vanity.
Cuando se provoca a Flower, puede resultar terriblemente duro. Se le estremeció la garganta dejando escapar un sonido seco, como un sollozo. Su cara pequeña e infantil se contrajo como experimentara la presión física de un instrumento de tortura. Luego dio paso a la furia. Se convirtió en algo llameante.
—¡A mí no se me desprecia, figurín! ¡Cualquiera hubiera dado media vida por disfrutar lo que te ofrezco! —Inhaló profundamente, para añadir—: Te juro una cosa. ¡Terminarás buscándome, arrastrándote, suplicando a Galley!
Era una rabieta pueril, la rabieta de una niña malcriada y caprichosa a la que un compañero niega la posibilidad de jugar a papás y mamás. Resultaba demasiado joven para comprender cómo un hombre que casi le doblaba la edad no se plegaba ante sus opuestos encantos. Me produjo pena.
—Mientras eso llega, voy a consultar sus revistas.
Dio la vuelta y corrió a refugiarse en el mostrador.
Me olvidé de la temperamental bibliotecaria, empezando a hojear los números del Vanity. Lo que pretendía era saber qué aspecto tenían Adam Verschoyle y su prometida, la señorita Marineau. Si estaba en un trabajo en el que ellos eran los dos personajes estelares, el primer paso era conocer su apariencia física. Ya había perdido bastante tiempo aquel día, y tiempo era lo único que no me sobraba.
Si ambos se habían comprometido, el idilio habría constituido una noticia social con el debido eco en las páginas de aquella publicación. En los números más antiguos no encontré la menor referencia. En los intermedios, tampoco. En el más reciente di con lo que quería: con un generoso titular y un par de fotografías. Me llevé tal impresión que me pareció que la sala de lectura giraba a mi alrededor.
La impresión se debía a las fotos que tenía delante de mí.
La fotografía de Adam Verschoyle no presentaba rasgos de familia con mi cliente. La foto de Adam Verschoyle correspondía al joven de cabellos oscuros, ojeroso y macilento que había recogido aquella mañana en el Mansion House a Beryl Barnes, y al que la organista había destrozado en la cancha de tenis.
La fotografía de Gertrude Marineau correspondía a Beryl Barnes.
Llegué caminando como un sonámbulo al establecimiento de bebidas, dos números más abajo. Pedí un pipermín que vacié de un trago. Pedí otro pipermín que vacié de otro trago. Pedí un tercer pipermín, que vacié de un tercer trago.
Al tercer pipermín me sentí mejor. En vez de pedir un cuarto pipermín, pedí monedas sueltas para el teléfono.
Llamé a Los Angeles Times preguntando por Antek Witicky. Antek es periodista, judío, comunista y homosexual. Sólo le falta ser negro para reunir en una sola persona todas las características que odia el fascismo. Por eso es un gran amigo. Además, Antek lo sabe todo.
Le pregunté qué sabía de Lights In The Night y me contestó que era uno de los espectáculos que montaba Leland Verschoyle para proporcionarse carne fresca con la que alimentar su viudedad solitaria, que se estrenaba al día siguiente en el Odeon. Me contó que habían estado ensayando las dos últimas semanas y que aquella noche era el ensayo general con decorados y vestuario, y me preguntó si estaba trabajando en un caso.
Le contesté que sí. Me advirtió que anduviese con cuidado con las mujeres porque siempre me hacen marranadas en mis casos. Le contesté que una acababa de intentarlo pero que Flower está siempre sobreaviso.
Me informó que al día siguiente habría una fiesta interesantísima en el Dorian Gray, de Palos Verdes, con chicos de lo más selecto, y que a ver si iba. Le contesté que haría lo imposible.
Colgué, introduje nuevas monedas por la ranura y marqué el número de mi oficina. Apenas escuché el «clic» que se produce al descolgar, dije:
—Flower al aparato.
—¡Gracias a Dios, jefe, que llama usted! —suspiró con alivio Pat O’Malley.
—He tenido un día horrible, oye. ¿Alguna novedad?
—A las dos horas de marcharse usted telefonearon de la agencia de detectives Drake avisando que ya tenían preparado el informe sobre miss Marineau.
—¡Diablos, trabajan rápido! ¿Te lo han enviado?
—No, jefe. Pensé que a lo mejor quería recogerlo usted personalmente por si necesitaba aclaración de algún dato.
—Bien hecho, Pat. Necesito un favor, si es que no tienes ningún compromiso para esta noche.
—Tratándose de trabajo cuente conmigo para lo que sea, señor Flower.
—Eres una joya, muchacho. Ve al Mansion House, habla con el mozo de la segunda planta y dile que vas en mi nombre. Métete en la habitación 216. El tipo ha preparado un sistema de observación y escucha del cuarto de al lado, que es el de miss Marineau. Mira y escucha todo lo que pasa en él, anótalo y me lo cuentas cuando te releve. ¿Has entendido, Pat?
—Lo he entendido, jefe.
Colgué. Pagué. Me marché.
Monté en el Chevy y puse rumbo a Sunset Boulevard para ir al encuentro de Paul Drake.