Míster Verschoyle estaba animado. Miss Barnes estaba animada. El acompañante de miss Barnes estaba animado. En el bar del club social del Olympia Sports reinaba la animación.
Sólo yo me encontraba desanimado. Yo me encontraba desanimado porque estaba hecho un lío.
No entendía ni media respecto a la conducta del potentado.
Había venido a la oficina hablando de puritanismos para que descubriera historias venales de cierta miss Marineau, que se hospedaba en el Mansion House; había sido lo suficientemente antipuritano como para ligar ipso facto con la tirada de Flossie; había marchado a continuación precisamente a aquel hotel donde, además, se instalaban las coristas de su espectáculo; se había dedicado a mirar a hurtadillas a una joven desconocida que luego resultaba que no lo era tanto, puesto que estaba contratada para actuar en su revista; la había seguido hasta el Olympia, acompañada por un chico desconocido, para verles jugar al tenis, sin que ellos se enteraran; y ahora resultaba que tampoco el chico le era tan desconocido y puesto que los tres charlaban como viejos amigos.
Decidí seguir observando para sacar algo en claro.
Vi a Verschoyle decir algo al barman.
Vi llegar al maitre y situarse respetuosamente junto al trío.
Vi a Verschoyle formular un encargo al maitre.
Vi como los tres volvían a su animada conversación.
Vi como, de pronto, el muchacho hacía gestos de excusa encaminaba hacia las cabinas telefónicas.
Vi como Leland Verschoyle y Beryl Barnes quedaban solos.
Vi como la charla de Leland se hacía más vehemente y más íntima, y su rodilla rozaba la rodilla de Beryl, al moverse en la banqueta.
Vi como Beryl permanecía en su actitud acostumbrada, la mirada baja, escuchando a su acompañante.
Vi como Leland se envalentonaba y oprimía su rodilla contra la rodilla de Beryl.
Vi como Beryl maniobraba cuidadosamente para rehuir el contacto.
Vi como Leland seguía charlando, sin perder animación.
Vi como la mano de Leland se apoyaba en la mano de Beryl, manteniéndola debajo.
Vi como transcurridos unos segundos Beryl liberaba su mano con la excusa de retocarse la melena.
Como se ve, estaba viendo cosas muy interesantes.
El muchacho y el maitre volvieron casi al mismo tiempo. El maitre dijo algo y los tres abandonaron el bar, para dirigirse al comedor, tras el maitre.
Para no ser menos fui tras ellos.
Me las ingenié para situarme en una mesa libre bastante próxima, pero de modo que Leland Verschoyle me diese la espalda y no advirtiese mi presencia. A los dos jóvenes los tenía de perfil.
El suyo hubiera parecido un almuerzo convencional entre un caballero de edad más que mediada y dos jóvenes amigos, de no flotar cierta tensión en los comensales, o por lo menos en dos de ellos, que el muchacho ni se enteraba. Lo notaba en la rigidez de la espalda de Leland Verschoyle, que se alteraba por ligeros sobresaltos, y en Beryl Barnes, que sólo contestaba con monosílabos, fijando la atención en el contenido de su plato y que de vez en cuando tenía un sobresalto.
Hice como si se me cayera la servilleta.
Me incliné bajo la mesa.
Miré bajo la suya.
Descubrí la razón de los sobresaltos.
Mientras Leland Verschoyle hablaba y gesticulaba volublemente con una mano, por arriba, utilizaba la otra para acariciar las rodillas de Beryl Barnes por abajo. Entonces Beryl tenía un sobresalto.
Beryl Barnes apartaba las rodillas, pero la mano de Leland seguía buscándolas con pertinacia. Beryl le descargaba un puntapié en la espinilla. Entonces Leland tenía un sobresalto.
Seguían unos minutos de tranquilidad. Leland Verschoyle sacaba las manos. Luego volvía a las andadas.
Cuando Leland Verschoyle hablaba y gesticulaba volublemente con las dos manos, por arriba, su pie oprimía el pie de Beryl Barnes, por abajo. Y Beryl Barnes tenía un sobresalto.
Beryl Barnes hurtaba el pie, pero el pie de Leland continuaba su busca, sin desmayo. Beryl le atizaba un pisotón. Entonces Leland Verschoyle tenía un sobresalto.
Una voz dijo, junto a mí
—¿Ha perdido algo, señor?
Entonces fui yo quien tuvo un sobresalto.
Un camarero, con expresión de censura en el rostro, había aparecido para ofrecerme una servilleta limpia.
En la otra mesa, aunque ya no me atrevía a fisgar por debajo, los sobresaltos continuaban. El viejo verde debió propasarse con la chica vestida del mismo color, porque pegó un salto cuando recibió un punterazo demasiado fuerte, por abajo. El joven macilento se mosqueó, agachándose a mirar bajo la mesa para averiguar qué pasaba. Entonces Beryl Barnes le atizó un bofetón a Leland, por arriba.
Leland dejó escapar un grito de sorpresa. A causa del grito el joven agachado tuvo un sobresalto y se incorporó bruscamente. Su cabeza golpeó la mesa. La mesa y su contenido se fueron a hacer puñetas. Los otros comensales se sobresaltaron y se pusieron en pie, derribando botellas y vasos.
Leland se deshacía en excusas. Beryl se deshacía en excusas. El joven ojeroso se deshacía en excusas. Pero todo el mundo miraba en nuestra dirección, y como yo corría el riesgo de que mi cliente con aquella agitación me echara el ojo encima de un momento a otro, dejé diez pavos sobre la mesa y me escurrí por una puerta lateral.
Cuando dejé el hotel Mansion House me había dirigido al Olympia Sports Club. Cuando abandoné el Olympia Sports Club me dirigí al hotel Mansion House.
Leland Verschoyle había terminado por hartarme. Al principio me hizo sospechar que era un mirón. Luego me desconcertó. Después me convenció de que era un sobón. Pero sus aficiones secretas me importaban un rábano. Yo tenía un encargo suyo que valía cincuenta de los grandes que podían transformarse en cien, y las aficiones secretas de Leland Verschoyle no guardaban relación con el encargo.
Volví al Mansion House porque Gertrude Marineau, que sí tenía relación con el encargo, ocupaba la habitación 17 del segundo piso.
El rostro hastiado de Kathy Horne se animó desde el puesto de cigarrillos al verme reaparecer.
—¿De nuevo por aquí, sabueso?
—Te dije que volvería…
—Sospecho que ésta no es una visita de cumplido.
—Se ve que trabajaste en la poli.
—Sospecho que quieres pedirme algo.
—Se ve que no has perdido facultades.
—¿De qué se trata, Flower?
—Quiero enterarme de lo que pasa en cierta habitación.
—Eso va contra el reglamento.
Puse uno de a cinco en el mostrador.
—Para que los de esta mañana no se sientan solos. —Y añadí—: Pagaré por faltar al reglamento.
Kathy Horne me dedicó una sonrisa pálida.
—Eres un tío simpático… Habla con el mozo del piso. Di que te envío.
—¿No importan piso y mozo?
—No importan. Pisos y mozos son todos lo mismo. Los chicos son serviciales y buenos amigos.
Le pellizqué la punta de la nariz y dejé el quiosco. Un grupito de las Verschoyle Girls que salía del comedor se volvió descaradamente al cruzarse conmigo. Me dedicó silbidos acompañados de proposiciones soeces. No le hice el menor caso, caminando con la barbilla muy alta.
El ascensor me transportó hasta el segundo piso. Junto a la puerta, un tipejo granujiento con el uniforme de los empleados del hotel se herniaba trabajando, sentado en una silla reclinada sobre la pared, a base de mirar una revista pornográfica y fabricar pompas de chicle.
—Busco al mozo de este piso.
—Pues no camine más, hermano.
—Me envía Kathy Horne.
Me hizo el honor de ponerse en pie.
—Usted dirá en qué le puedo ser útil…
—Necesito saber qué ocurre en cierta habitación.
—Viniendo de parte de Kathy, delo por hecho. ¿A qué tarifa le apunto?
—Dime cuáles son y qué servicios comprenden.
—Por un dólar, chismes que cuentan las camareras; por cinco, pego la oreja a la puerta, una vez por la mañana y otra por la tarde; por cincuenta, alquiler aparte, le consigo la habitación vecina y hago un agujero en la pared para que mire lo que pasa.
—¿Y si la habitación está ocupada?
—Traslado a los huéspedes a otro cuarto y arreglado.
—¿Hay más servicios?
—Los de categoría de lujo. Por cien diarios, además de las mirillas, instalación eléctrica para registro de conversaciones. Por doscientos, suplemento de fotografías con cámara oculta. Y por quinientos, filmación en película a color, con sonido incorporado.
—Bien, Joe. De momento apúntame a la de cien. Más adelante veremos. Habitación dos diecisiete.
—¡Fiu, jefe! —silbó.
—¿Te parece que gasto mucho?
—No es eso. Es que por poco no puedo atenderle. Otro cliente ha contratado el servicio máximo para la misma habitación. Le he preparado la dos dieciocho. Trasladaré a los ocupantes de la dos dieciséis, que será la suya, y en seguida me pongo manos si la obra.
Quise una aclaración.
—¿Quién se interesa por lo que pasa en ese cuarto, aparte de mí?
El mozo puso cara de circunstancias.
—Comprenda, señor; no puedo revelar el nombre de mis clientes. Es contrario a la ética.
—Me hago cargo. ¿Para cuándo lo tendrás preparado?
—Antes de la noche, jefe. ¿Le va bien?
—Perfecto.
—Puede recoger la llave en recepción.
Conté cinco billetes de veinte y se los entregué. Lo que pretendía era complementar los informes que me proporcionara la agencia de detectives Drake con una observación directa de la habitación de Gertrude Marineau. Si mi cliente andaba con la mosca detrás de la oreja, sus razones tendría. Entraba dentro de lo posible que en el cuarto pasasen cosas inconfesables. Si resultaba así, pediría al mozo que instalase cámaras fotográficas para aportar pruebas.
Me despedí de Joe. Mientras aguardaba el ascensor, le oí comentar:
—Como miss Marineau siga un mes más en el hotel, me establezco por mi cuenta…