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Al llegar a la calle sucedieron dos cosas: el joven del abrigo caro y la joven de la piel barata subieron en un convertible amarillo último modelo; míster Verschoyle hizo bajar del Pontiac al chófer, se puso al volante e inició la persecución del convertible.

Salté al Chevy y me puse a seguir al Pontiac, para no perder la costumbre.

Mientras bajábamos por Ninth Street empecé a formular nuevas preguntas por el sistema deductivo.

¿Por qué había dejado míster Verschoyle a su chófer en el suelo?

Porque era un obstáculo.

¿Por qué era un obstáculo el chófer de míster Verschoyle?

Porque su jefe no quería que supiese que estaba siguiendo a la joven de la piel barata.

¿Por qué deseaba que no se supiese que seguía a la joven de la piel barata?

Porque tenía algo que ocultar.

¿Qué es lo que tenía que ocultar?

Que la chica le gustaba un montón.

Ya poseía un dato. Míster Verschoyle resultaba más que sensible al encanto femenino, que ya había quedado bien patente cuando nada más mirarle las ligas a Flossie había sentido un Impulso irreprimible a copular.

Tomamos por Cherokee Street.

¿Por qué después de copular con Flossie, mi cliente se había marchado al Mansion House?

Porque deseaba contemplar a la muchacha del traje verde.

¿Por qué deseaba contemplar a la muchacha del traje verde?

Porque era un salido.

Acababa de dar con el dato número dos. Leland Verschoyle era un calentón, lo cual corroboraba el que invirtiera dinero en espectáculos musicales, para reclutar un equipo de coristas con las que sabe Dios qué cochinadas haría.

Nos desviamos por la Western Avenue.

¿Por qué se limitaba a mirar a la muchacha de los cabellos trigueños?

Porque le gustaba mirarla.

¿Por qué la miraba en lugar de intentar entablar conversación?

Porque era un voyeur.

Ya tenía un dato más. Desde luego era un voyeur que se ocultaba tras el periódico en el vestíbulo del hotel, para no ser identificado por las girls de su compañía, que le conocían, entregado a su desviación «voyeurística» con otra huésped del Mansion House.

Tomamos por la autopista de Figueroa.

¿Por qué me hacía tales preguntas?

Porque me aburría mientras seguía a míster Verschoyle.

¿Por qué seguía a míster Verschoyle?

Porque me había encargado un trabajo.

¿Qué tenía que ver la persecución con el trabajo?

Absolutamente nada.

Ya había llegado a otra conclusión importante: estaba haciendo el imbécil. El sistema deductivo puede llevarnos a conclusiones que nos dejan en mal lugar. Pero es infalible.

El Pontiac dejó la autopista, tomando una desviación lateral. Seguramente el convertible amarillo había hecho otro tanto. Me fui tras aquél.

¿Por qué si había averiguado que seguir al millonario era una estupidez, no me largaba con la música a otra parte?

Porque en mi trabajo nunca se sabe y conviene no dejar cabos sueltos.

Recorrimos un camino de cascajo que se internaba por una zona arbolada, manteniéndome a una distancia respetable. El camino concluía ante una puerta de hierro de forja española abierta en una valla rugosa pintada de blanco. La entrada aparecía cubierta por un tejadillo ocre. Bajo el tejadillo se leía este rótulo:

Delante de la puerta aparecía un terreno despejado destinado a aparcamiento en el cual había una docena de automóviles, ninguno de los cuales medía menos de siete metros. El convertible amarillo no se encontraba entre ellos. Míster Verschoyle hizo sonar el claxon. Un portero empujó la puerta forjada, le dejó paso libre y volvió a cerrarla no bien hubo pasado.

Yo estacioné en el aparcamiento, saqué los prismáticos de la guantera, me los colgué del hombro, y afectando desenvoltura deportiva me encaminé hacia la entrada lateral que aparecía en la valla. El portero, un sujeto con uniforme gris y galones rojos, descolorido, bilioso, con la mala leche de todos los porteros, apoyó un brazo contra la pared empleándolo como barrera.

—Este club es reservado sólo para socios —informó.

—Tengo pase —dije.

—No es que desconfíe de usted, señor; ¿me permite verlo?

Saqué de la cartera un billete de cincuenta.

—Es un pase que no veía hace tiempo, señor. —Le mejoró el color. No es que desapareciera la mala leche, pero le echó bastante azúcar—. ¿Me permite que lo guarde para enseñárselo a la parienta?

—Quédeselo. Tengo más.

Quitó el brazo que me obstaculizaba el paso.

—Adelante, jefe. Entre y campe por sus respetos. Si le apetece pegarle fuego al club social, puede hacerlo. Ni se me ocurrirá llamar a los bomberos.

Eché a andar por el esponjoso césped, bajo los pinos, dejando a un lado el parque infantil donde pequeñas bestezuelas pertenecientes a la clase adinerada se dedicaban con ahínco a destrozar toboganes y balancines entre gruñidos de satisfacción.

Me interné por los greens de un campo de golf donde vejestorios artríticos disfrazados con jerseys de vivos colores, bombachos y medias de lana a la moda inglesa mondaban el terreno en vanos intentos de alcanzar la bola. Entretanto sus jóvenes acompañantes, con edad apenas para ser sus nietas y que evidentemente eran sus queridas, a espaldas suyas se dejaban meter mano por los atractivos caddies.

Míster Verschoyle no se hallaba a la vista, aunque sí su automóvil. Di una ojeada circular. Nadie reparaba en mí.

Tanteé la manija de la portezuela del Pontiac y noté que no estaba echada la llave. Abrí de un tirón, zambulléndome en su interior.

No me interesaba el contenido de la guantera ni el de las bolsas de las puertas de delante. En el asiento posterior aparecía una cartera tipo ministro, de piel de tortuga. Esta piel sí era auténtica. La cartera estaba cerrada con un juego de combinación numérica, aunque no tan complicado que pudiera resistir mucho rato mi colección de ganzúas.

Me dejé caer de rodillas para no ser visto fisgando la propiedad ajena, aunque me manchara los pantalones, que en mi trabajo hay que estar dispuesto a duros sacrificios. El interior del maletín reveló su contenido: la correspondencia cruzada entre el encargado de negocios teatrales de Leland Verschoyle y un representante artístico llamado Luther Wallace; y un álbum fotográfico de grandes dimensiones con el nombre de Beryl Barnes, en letras plateadas llenas de volutas, en portada.

Di un vistazo a las cartas. Venían de San Francisco. Ofrecían la colaboración de miss Barnes, solista de órgano, para el espectáculo que mi cliente iba a montar en el Odeon. Le contestaban que no se necesitaban organistas, por buenas que fueran, sino pin ups de rompe y rasga para el equipo de las Verschoyle Girls. Wallace, el agente, insistía en que su representada era algo fuera de lo corriente y para demostrarlo adjuntaba un álbum fotográfico. Las negociaciones debían haber cuajado porque el último documento era la copia de un contrato con las firmas de miss Barnes y mi cliente, mediante el cual quedaba incorporada a la compañía que había de representar Lights In The Night. Hasta que se produjese el estreno se le abonarían los gastos de estancia, y a partir de él una cantidad razonable a la semana, que los negocios son los negocios.

Abrí el álbum para conocer a miss Barnes. Desde el papel satinado un primer plano de la joven del traje verde me sonreía. El fotógrafo era bueno. La sonrisa de miss Barnes era tímida, pero algo trascendía más allá de esa expresión. Algo que era orgullo, firmeza y una promesa de sensualidad.

Las otras fotografías eran imágenes de miss Barnes en diversas actuaciones, con traje de noche, ante un órgano, y algunas instantáneas tomadas en la calle. Resultaba un buen álbum. Ni una sola foto quedaba indiscreta. No obstante había atisbos, relámpagos, sugerencias de que la protagonista era bastante más de lo allí fotografiado. A un tipo de esos anormales que se pirran por las faldas debía provocarle el deseo de conocerla mejor. Por eso el agente había conseguido que Beryl Barnes fuese contratada.

Eché el sombrero hacia atrás, rascándome la cabeza. Un misterio desaparecía y otro nuevo ocupaba su lugar. Esto resulta frecuente en mi trabajo.

Mi cliente era un calentorro dedicado en los ratos de ocio a montar revistas musicales para proporcionarse carne fresca y joven para sus vicios. Había contratado una organista para el próximo estreno únicamente porque le resultaba sugestiva. Y una vez contratada, en lugar de meterla en un motel exigiéndole que se abriera de piernas, lo que hacía era espiarla a distancia, como un tarado, poniéndose al borde del infarto. Sin embargo con mi vecina Flossie fue directamente al bulto. Existía en esto una clara contradicción que me intrigaba.

Decidí seguir adelante. Devolví las cartas y el álbum al maletín. Lo cerré, miré por la ventanilla y tras comprobar que no había moros en la costa, salí del Pontiac.

Me hubiera gustado tropezarme con el convertible amarillo para leer la patente y enterarme del nombre del acompañante de la señorita Barnes, pero no se hallaba dentro de mi campo visual. Lo que sí descubrí fue a mi cliente moviéndose a paso de lobo trescientas yardas más adelante, entre los setos que bordeaban las canchas de tenis.

Describí un amplio rodeo y subí a los asientos más altos de una de ellas. Un público reducido estaba desperdigado por las gradas contemplando el encuentro de dos ejecutivos que trataban de rebajar michelines dándole a la raqueta. Desde aquel punto podía ver la pista vecina, que era la que atraía la atención del potentado. Saqué los prismáticos, los enfoqué sobre los obesos por si alguien me miraba y luego, con disimulo, me volví en busca de Verschoyle.

Se había agazapado tras un seto para contemplar la otra partida sin ser identificado por la pareja de jugadores. Sobre la tierra batida se movían los dos jóvenes del Mansion House.

El chico, en ropa de tenis, estaba de miedo, lo prometo. Sus hombros eran anchos, la cintura estrecha, las caderas escurridas y sus miembros, largos y fuertes. Tenía una bella estampa. Pero como la obligación es antes que la devoción, y de un modo u otro consideraba que estaba de servicio, me obligué a fijarme en su compañera. Reconozco que vestida de blanco, con traje corto, se veía que estaba muy buena. Su figura, que con las ropas de calle de mal corte no pasaba de ser una sospecha, se desvelaba como una anatomía de ésas que chiflan a los bobos. Los anteojos me permitieron comprobar los efectos que el espectáculo producía en míster Verschoyle. Con tanto alzarse la faldita en los sprints y con tanto enseñar los duros muslos y las albas bragas cada vez que se inclinaba a devolver una pelota con golpes de revés, al millonario se le ponía la mirada vidriosa y había de abrir la boca para respirar mejor, que buena ración de vista se estaba dando el cabronazo.

Lo que pasaba en la pista fue acaparando insensiblemente mi atención. La señorita Barnes jugaba de un modo en apariencia inocente, pero en realidad con sutil premeditación. Parecía que las bolas se le iban a uno u otro lado de la pista, si bien siempre dentro del cuadro, o le quedaban muertas junto a la red, no tan lejos de su oponente como para que desistiese de buscarlas, y no tan cerca como para que lograra devolverlas. En consecuencia el muchacho corría de un lado a otro, echando los pulmones a trozos, sin anotarse un punto.

Creyéndose al abrigo de miradas indiscretas la Barnes había dejado caer la máscara. Veía en los ojos verdeamarillentos, que para eso mis prismáticos son de la mejor calidad, el brillo satisfecho de la hembra que machaca al macho. Cuando cruzaba la bola lejos del alcance del chico, una mueca cruel flotaba en sus labios.

Aquella andoba disfrutaba disimulando la superioridad que poseía, para triturar a su oponente, reduciéndolo a puré. Sentí una pena inmensa por el agraciado joven que se debatía inerme en la tela de araña tejida por el juego de la bruja que tenía enfrente. Y al mismo tiempo odio contra la muy arpía. Todas las mujeres son unos bichos, lo juro. De ahí la ojeriza que les tengo.

Beryl Barnes se apuntó dos sets como quien lava. Al final estaba tan fresca como una lechuga. Y al pobre chico, tan empapado en sudor como si acabase de caerse al río, apenas le quedaron fuerzas para arrastrarse, renqueante, hasta la red y cumplir el protocolo de felicitar a su vencedora. Luego se marcharon hacia las duchas.

Busqué a Verschoyle mientras en mi campo los dos gorditos seguían dale que te pego. Le vi pálido y descompuesto, no sé si también por la impresión de contemplar cómo su organista pulverizaba a un hombre con tanta crueldad, o porque a pesar de su revolcón mañanero con Flossie la señorita Barnes le había puesto la libido en ebullición.

Salió de su observatorio camuflado y se dirigió hacia el edificio de tejas españolas, paredes blancas y estilo rústico ubicado más allá de las pistas. Dudé entre ir tras él o quedarme a ver qué hacían Beryl Barnes y su acompañante.

Yo tenía un trabajo. Seguir a mi cliente no estaba muy relacionado con él, que digamos; pero a la organista y al muchacho, menos todavía. Del mal, el menos. Me fui tras el millonario.

El edificio de las tejas reunía en una pieza sala de lectura, bar y restaurante. Damas y caballeros en atuendo de golf, de caballista o de tenis pululaban por allí, hablando con voz gangosa para demostrar que pertenecían a la sociedad más privilegiada. Míster Verschoyle se había situado en el bar volviendo al viejo truco de emboscarse tras el periódico. Para que no quedase por mí, hice lo mismo desde el rincón más discreto que fui capaz de encontrar.

Al cabo de diez minutos supe lo que esperaba miss Verschoyle. Lo que esperaba era a la pareja que se constituía en el centro de sus obsesiones. Llegaron duchados, limpios y aseados. Él como si volviese de correr las diez millas y ella de nuevo con su recato hipócrita, sosteniéndole del brazo para que no se derrumbara en el suelo.

Se acercaron al mostrador. Verschoyle bajó el periódico y lanzó una exclamación de falsa sorpresa, tan alta que varios de los presentes se volvieron a mirar. Se desplazó a grandes zancadas hacia los dos jóvenes, saludándoles con efusión. Al chico le dio un afectuoso cachete en el pescuezo. A la joven le estrechó la mano con calor. La pareja sonreía.

Los tres arrastraron banquetas y se acomodaron con los codos en la barra, dejando a Beryl Barnes en el centro. Pidieron bebidas y se enzarzaron en una charla animada.