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Se encontraba en la zona próxima a los bulevares, en un sector que en tiempos había enorgullecido a sus habitantes, pero que en los últimos tiempos había perdido toda pretensión. El ruido del tráfico sonaba lo bastante alejado para no resultar molesto.

No era lo que se llama un establecimiento de lujo, pero tampoco uno de esos antros que permiten pernoctar a los hampones y a los borrachos por un par de dólares, sin más exigencias que la del pago por adelantado. El Mansion House es limpio, grande y amplio, y por tanto apreciado por viajantes y miembros del mundo de la farándula que tienen un instinto especial para localizar lugares cómodos donde habitar una temporada sin grandes dispendios. El amplio vestíbulo, en cuyo centro se alza el puesto de cigarrillos y revistas regentado por Kathy Horne, se veía lleno por el suficiente número de personas como para que yo pudiera andar por allí sin ser notado.

Leland Verschoyle ocupaba una butaca desde la que se controlaba la escalera y el par de ascensores que no se detenía ni un instante. Había plegado el abrigo, demasiado espectacular, que descansaba sobre sus rodillas. Tenía un periódico en las manos, pero su atención se hallaba tan fija en ascensores y escalera que no se daba cuenta de nada. No reparó en mí. Por otra parte, con la gabardina y el sombrero con el ala echada sobre los ojos resultaba improbable que me reconociese. Me fui hacia los expositores del quiosco y fingí interesarme por las revistas.

Por las escaleras aparecieron tres tiorras llamativas vistiendo trajes ajustados, de esos que se adhieren al menor relieve anatómico y parecen pregonar la mercancía de una carne en venta. El color de su cabello estaba enmascarado por los tintes. La juventud ajada de los rostros desaparecía bajo capas de maquillaje. Movían mucho las caderas adelantando bustos abundantes, de modo ostentoso. Iban enzarzadas en una bulliciosa conversación. Al pisar el vestíbulo lanzaron una ojeada general como para calibrar el impacto que producía su presencia. Hubo algún que otro silbido, que los hombres son tontísimos y responden como memos en cuanto ven una pájara pintada y acicalada, y eso fue suficiente para su vanidad. Caminaron sobre sus altos zapatos meneando la grupa más todavía, para salir a la calle riendo como unas imbéciles. Lo curioso fue la reacción de míster Verschoyle. Aparecer las tres chavalas y zambullirse él tras el periódico como el avestruz que esconde la cabeza bajo la arena fue todo uno.

Una voz sonó cerca de mí.

—¿Fisgando por cuenta de terceros?

Kathy Horne apoyaba los codos en el mostrador de cristal mientras me miraba con distante cinismo. Era una rubia alta, enfermiza, de ojos tristes, que en tiempos perteneció al cuerpo de Policía. Ahora tenía el puesto de cigarrillos y sacaba lo suficiente para ir tirando[1].

—Hola, Kathy —saludé—. Cigarrillos turcos, por favor. —Deposité medio dólar en el cristal.

Mi cliente, desaparecidas las chicas estrepitosas, mantenía el periódico bajo y volvía a su vigilancia, sin permitirse un pestañeo. Pensé que de seguir así pronto empezarían a lagrimearle los Ojos y pillaría una tortícolis por mantener el cuello tan rígido.

—Aquí tienes tu porquería, Gay —avisó Kathy.

Saqué uno de a cinco y se lo tendí.

—¿Esto por qué?

—Para tu cuenta de ahorros. Me van las cosas bien, por el momento.

La puerta de uno de los ascensores se abrió descargando un par de piezas que parecían hermanas gemelas del trío que poco antes había obligado a Leland a parapetarse tras la trinchera de The Clarion. No es que fuesen tintadas igual, ni tuviesen las mismas facciones, pero sus vestidos eran tan estrechos, sus contoneos tan idénticos y sus andares tan semejantes que hubiérase dicho que pertenecían a modelos de la misma serie de fabricación. No fui el único en reparar en la pareja. Los tipos que zascandileaban por allí giraron las cabezas para mirarlas, como brújulas atraídas por un campo magnético. Les dijeron alguna grosería que fue acogida con carcajadas estridentes y míster Verschoyle montó una especie de tienda de campaña de papel impreso para que no se le viese.

Mi curiosidad iba en aumento. Con Flossie el hombre había actuado sin vacilación. Ahora, en cambio, pasaban por delante de sus narices cinco tipas de la misma catadura que la pequeña ramera de Sausalito Arms y él se ocultaba como un muchacho tímido y ruboroso. Pudiera ser que estuviese sin fuerzas. A su pesar, comenzaba a envejecer.

Le dije a Kathy, que había contemplado la escena:

—Curiosa clientela…

—¿Por qué? Es la habitual en este negocio. Chicas del mundo del espectáculo. Ése es ganado de las Verschoyle Girls.

—¿Cómo dices?

—Las Verschoyle Girls —repitió—. Supongo que habrás oído hablar de ellas.

—Pues no. Ya sabes que las tías me dan dentera, oye.

—¡Valiente detective estás hecho!

—¿Qué sabes tú de Verschoyle?

—Lo que todo el mundo, puñeta.

La miré de hito en hito. De pronto me daba cuenta que estaba trabajando para un individuo del que no poseía la menor información. Sabía que tenía buena planta, un abrigo impresionante, unos zapatos que costaban una fortuna, un Pontiac con chófer, un hijo algo chiflado, una cuenta bancaria a la que extraer cincuenta billetes le dejaba menos huella que diez centavos sacados de mi bolsillo, y una afición fulminante por las rubias ojiazules que enseñaban las ligas. Pero eso y nada era lo mismo.

—Ya que estamos de palique, ¿por qué no me cuentas lo que sabe todo el mundo?

—Pues que el tal Verschoyle es un pájaro influyente, con más millones que pelos en la cabeza sumamos tú y yo juntos. Negocios de petróleo, cobre, construcción… en fin, lo habitual en esa gentuza.

—Todavía no has nombrado a las Girls.

—Eso es una especie de hobby. El modo que tienen los tipos podridos de dólares para sobreponerse al stress. De cuando en cuando patrocina un espectáculo en nuestro pequeño Broadway y juega a mecenas mientras les mira las cachas a las muñecas. Las chicas de sus revistas suelen recalar en este hotel. Las que han desfilado por delante de nosotros pertenecen al elenco del show que ahora se está preparando.

—¿Crees que el patrón se las beneficia?

—¡Vaya una pregunta estúpida, Gay!

—¿Por qué estúpida, Kathy?

—A ver: dime el nombre de un solo ricacho que invierta más de cinco pavos en un musical si no es para beneficiarse a la estrella o a las coristas. Las chicas del teatro están en él para que se las beneficien. Las mujeres están en el mundo para que se las beneficien. —Me miró con amargura—. Yo misma, Flower, desde que enviudé, vengo cada mañana a este puesto de cigarrillos con la secreta esperanza de que alguien quiera beneficiárseme. —Me rozó levemente el dorso de la mano con las yemas de los dedos—. ¿No te gustaría hacerlo, muchacho?

Kathy Horne estaba pirrada por mí. Cuantas mujeres echan el ojo encima a Flower enloquecen por él. Me conocía, era una buena chica y siempre se abstuvo de insinuaciones. Por eso la apreciaba, hasta donde puedo apreciar a las representantes de su sexo.

Le sonreí con amabilidad. Era una mujer demasiado alta, demasiado triste, demasiado sola. La viudedad debía resultarle una prueba muy dura. Por eso me hacía aquella pregunta sin esperanzas.

—Me caes bien, Kathy Horne. Me gustaría complacerte. Pero sabes que no está en mi naturaleza, oye. Esto es lo único que puedo hacer por ti… —La besé ligeramente en los labios. Los ojos se le llenaron de lágrimas amargas.

—¿Por qué ha de ser tan cruel la naturaleza, Gay? —suspiró con infinito dolor.

Mientras duraba la charla no había dejado de vigilar a mi cliente. Desaparecidas las chicas del conjunto retornó a su actitud primitiva de observación sin tapujos, ajeno al tráfago humano del hall del hotel. De pronto se dedicó a otra actividad extraña. Cogió el periódico, practicó un agujero similar al que yo hiciera al que llevaba en el bolsillo para solazarme contemplando a mi encantador secretario y lo desplegó como quien se pone a leer las noticias. El modo de enfocarlo me indicó que su atención resultaba atraída por alguien que bajaba por las escaleras.

Miré en aquella dirección descubriendo a otra representante del clan de las féminas, no faltaba más, pero tan diferente y poco llamativa en comparación con las fulanas anteriores que de no haber sido por la aparatosa maniobra del potentado me habría pasado inadvertida. Aun así dudé que fuera el objeto de su atención. Miré con más detenimiento y no me cupo duda. Leland Verschoyle tenía el agujero enfocado sobre la mujer anodina. Lo más curioso era que mi cliente se encontraba visiblemente afectado, los ojos a punto de saltar de las órbitas y la respiración trabajosa.

Me fijé en la recién llegada con la atención e intensidad máximas, que así lo manda el reglamento de los investigadores privados. Nada en ella parecía justificar una segunda ojeada. Representaba unos veinticinco años. Era poco menos que alta y poco más que baja; o sea, de estatura normal. Tenía los cabellos cortados en media melena, ni muy rubios, ni muy oscuros; o sea, trigueños. Sus facciones eran más bien grandes, no perfectas; o sea, irregulares. Llevaba un traje sastre verde, de confección en serie, con brillos por el uso excesivo; o sea, que había hecho demasiadas visitas a la tintorería. Le colgaba del brazo una modesta piel de zorro de esas que se echan sobre los hombros o se utilizan como bufanda, que no era auténtica; o sea, de imitación. El bolso y los zapatos, del mismo color que el traje, trataban de aparentar que eran de cocodrilo auténtico, sin conseguirlo; o sea, que eran sintéticos. Las ropas no le sentaban demasiado bien; o sea, que no era nada del otro mundo.

No llevaba rastro de maquillaje, ni adorno alguno en manos, cuello u orejas. Resultaba por demás corriente y modesta. Era modesta en su atuendo. Era modesta en su mirar bajo y humilde. Era la modestia elevada a la trigésima potencia.

Cruzó por delante nuestro mientras la agitación del millonario lo iba en aumento y giraba el periódico para no perderse detalle alguno del paso de la joven modesta. Entonces me percaté de algo que escapaba a la mirada más perspicaz: su cuerpo. Se movía con inusitada y armónica elegancia. Ni uno solo de sus gestos resultaba superfluo o vano, y había en él un aplomo de contenida soberbia. Fijándose con detenimiento se advertía que poseía una fuerza latente que trascendía como una emanación eléctrica. Era un cuerpo mucho mejor de lo que aparentaba. La dueña de aquel cuerpo intentaba disimular sus características reales con ropas que no la favorecían, en una actitud de disimulo. Y Verschoyle no lo ignoraba.

No bien me hubo rebasado la impresión se esfumó como un espejismo. De no haber estado tan atento se me habría escapado el detalle. Esto demuestra que el investigador privado no puede permitirse un segundo de distracción. Ha de estar en guardia permanente. Gracias a mi impecable entrenamiento acababa de descubrir que allí había un misterio.

La mujer era misteriosa.

La conducta de mi cliente, más misteriosa todavía.

Debía descubrir el misterio. Es mi oficio.

La joven del traje verde entró en el bar. Verschoyle contó hasta quince, abandonó la butaca y la siguió. Yo le dije a Kathy Horne que la vería más tarde, conté hasta quince y seguí a Verschoyle.

El bar del Mansion House aparecía ocupado a medias por bebedores mañaneros que charlaban con animación. No había tanta gente como para no encontrar mesa, ni tan poca como para que mi presencia se hiciera notar.

La mujer misteriosa se había encaramado a una banqueta frente a la barra. En actitud humilde, los párpados bajos, la cabeza inclinada, como quien no quiere llamar la atención o está convencido de su propia insignificancia, aguardaba que la sirvieran. Verschoyle se había aposentado en una mesa bien situada y con el periódico abierto volvía a observarla por la mirilla secreta. Busqué otra mesa bien situada, desplegué mi periódico y me dediqué a observar a ambos por mi mirilla secreta.

El camarero puso un combinado delante de la mujer del traje verde. La mujer del traje verde lo bebió a pequeños sorbos, como quien hace tiempo mientras espera a alguien. Mi cliente, conforme transcurrían los minutos, se iba mostrando más agitado.

Al cabo de un rato el vaso quedó vacío. La muchacha consultó el reloj de pulsera como si considerase la posibilidad de encargar otro trago, pagó finalmente la consumición y abandonó el bar. Verschoyle contó hasta quince, dejó la mesa y marchó detrás suyo. Yo conté hasta quince, dejé mi mesa y salí detrás de Verschoyle.

La joven había tomado asiento en una de las butacas del vestíbulo. Mi cliente ocupaba otra frente a ella. La actitud de la joven seguía siendo de espera. Mi cliente temblaba de modo imperceptible. Yo me dejé caer en una tercera butaca, en diagonal con las suyas, y me puse a esperar y vigilar.

Nadie a excepción nuestra reparaba en la muchacha de verde. Resultaba tan corriente que rayaba en lo anodino. Abrió el bolso, sacó un cigarrillo, lo prendió y se dedicó a fumar sin prisas. Al mismo tiempo cruzó las piernas. Mi cliente pareció sufrir un ahogo. Le vi llevarse la mano al corazón.

Entonces realicé otro descubrimiento. Si las ropas de la mujer misterio eran baratas y poco favorecedoras, en lo que se refería a medias no había reparado en gastos, que yo de otra cosa puede que no entienda pero en trapos soy expertísimo. Eran medias de esas que no se encuentran por menos de setenta dólares, y que sólo se pueden localizar en las mejores tiendas del Strip: seda natural casi transparente, en tono gris ceniciento, de lo más sugestivo. De buena gana le habría preguntado dónde las había adquirido, para comprarle un par a Jimmy Hill al que debía un favor, porque le habrían enloquecido para ir a una de nuestras fiestas en plan travesti.

El porqué de aquel gasto estaba a la vista. Las piernas de la joven misteriosa eran tan espectaculares como las de una chica de calendario. Ella no lo ignoraba y había gastado lo máximo en cubrirlas con lo mejor, incapaz de sustraerse a la tentación de presumirlas. Aunque las tías me dan repeluznos, me gusta ser imparcial y reconozco que sus extremidades inferiores resultaban algo serio.

Mi curiosidad subió varios puntos. La mujer de verde tenía un cuerpo mucho más atractivo de lo que aparentaba, y al contrario de sus compañeras de sexo, en lugar de resaltarlo intentaba que pasase inadvertido. Además poseía sensacionales piernas y le gustaba que se vieran. El misterio se hacía más denso.

Algunos hombres se volvieron contra su voluntad en dirección a la mujer. No la miraban a ella; se fijaban en sus piernas. Se percató de lo que sucedía, las descruzó y las ocultó parcialmente con la piel desgastada de zorro, como si acabase de llevar a cabo una acción inconveniente.

Se dedicó a fumar de modo estólido, con gesto ausente. No se enteraba del espionaje de Verschoyle. Y Verschoyle no se enteraba del espionaje de Flower. Sólo el hecho de que prendiese un pitillo con la colilla del otro denotaba en ella un punto de impaciencia. Al tercer pitillo se produjo un cambio en la situación. Uno de los ascensores nos trajo a un muchacho de cabellos oscuros pegados al cráneo, luciendo un gabán de un precio casi tan alto como el de mi cliente. Llevaba un elegante sombrero en la mano. Tenía bolsas purpúreas bajo los ojos y el aspecto derrengado de quien ha vivido una juerga superior a sus fuerzas. De no haber sido por su cutis macilento habría resultado atractivo.

El joven lanzó una mirada circular, localizando a la chica misterio. Su rostro se animó. Verschoyle se agazapó más si cabe tras el periódico. El joven macilento se acercó a la mujer de verde, murmurando lo que debía ser una excusa. Luego la tomó del brazo, conduciéndola hacia la salida. Verschoyle contó hasta quince, plegó su periódico y marchó tras la pareja. Yo sólo conté hasta tres, doblé el mío y me fui tras el terceto.