2

Me di la vuelta, enfrentado a mi secretario con rostro inexpresivo. La mirada le iba inquieta del cheque a mi persona, incapaz de permanecer más de un instante en uno o en otra. Apenas llevaba siete días trabajando conmigo y empezaba a tener motivos para pensar que yo era alguien en la profesión.

Di un paso hacia él manteniendo una impasibilidad que le confundía; y de golpe solté una carcajada, tomé el cheque agitándolo como una bandera, le enlacé la cintura y le obligué a girar como un torbellino, con un revoleo de faldas.

—¡Yuuupi! —grité, alborozado.

Entendió que mi aparente seriedad había sido una broma.

—¡Yuuupi, jefe! —coreó, con el mismo alborozo.

En el estado de exaltación que me producían los cincuenta mil pavos llovidos del cielo, sentí deseos de estrecharlo entre mis brazos. Si otros detectives estrechan entre los brazos a sus secretarias cada dos por tres, estaba en mi derecho de estrecharlo entre los brazos, que para eso era mi secretario. Pero rompió el hechizo al desasirse mientras decía:

—Bueno, jefe, tengo que pasar las notas a limpio, que la obligación es lo primero.

—Como tú quieras, oye.

A través del tabique se filtraban los primeros compases de Sweeter Man Me Sweetest, pues Flossie pone siempre a Glenn Miller en el pick up para disimular los efectos sonoros que se producen en su habitación cuando suda el dólar en la cama. Miller indicaba que había llegado a un rápido acuerdo comercial con míster Verschoyle, y que ahora mi cliente era su cliente. Pat había vuelto a la silla estirando castamente la falda escocesa sobre las preciosas rodillas, dedicándose a descifrar sus garabatos. Yo me puse a ordenar de modo sistemático la información recibida, que es lo que hay que hacer antes de entrar en acción.

¿Quién era Leland Verschoyle?

Un tipo con problemas domésticos al que le sobraba el dinero.

¿Por qué había acudido a un detective privado?

Porque sus problemas domésticos no eran cuestión de un detective público.

¿Por qué de entre todos los investigadores privados había elegido a Flower?

Porque se lo habían recomendado en el departamento de Policía.

¿Por qué el departamento de Policía me recomendaba a mí?

Ni idea, que yo no estoy con la bofia en tan buenas relaciones como para que anden remitiéndome momios que pagan cincuenta de los grandes por adelantado. Aquí había un punto que exigía posterior aclaración.

Seguí con el método.

¿Quién era Gertrude Marineau?

En apariencia, una avispada que andaba detrás de una fortuna impresionante.

¿Qué sabía de ella?

Que tenía un historial inmaculado, que habitaba en un hotel de segundo orden, y nada más.

¿Por qué no había pedido más detalles a míster Verschoyle?

Porque delante estaba Pat tomando notas, y había querido deslumbrarle con un diálogo seco y objetivo. Me dije que en lo sucesivo habría de evitar que los sentimientos se mezclasen con el trabajo, porque por culpa de eso el trabajo que tenía por delante era mucho mayor.

El timbre del teléfono interrumpió el método deductivo. Pat estiró el brazo en su dirección, pero con un ademán indiqué que atendería la llamada.

—Flower al aparato.

—¿Recibiste la visita del viejo?

—Si te refieres a Leland Verschoyle la respuesta es sí.

—¿Y qué haces todavía con el culo en el sillón sin ponerte a trabajar, mariquita?

Era una voz femenina, ronca, gutural, cortante como una navaja. Pertenecía a Elizabeth Josephine Trevillyan, sargento de la brigada de Homicidios de Los Ángeles Oeste; una albina de poco más de veinte años, ninfómana, implacable, dura como el pedernal. Habíamos coincidido en media docena de casos. Yo recurría a ella cuando deseaba que alguien no se escurriese burlando la Ley con sus influencias en la policía venal, y ella correspondía proporcionándome un cliente de vez en cuando. Pese a ello no resultaba santa de mi devoción, que es toda lujuria, la muy cerda. Mas como era la única persona que conocía en la poli incapaz de ser comprada, manteníamos algo remotamente parecido a cierta amistad.

—Quiero saber por qué coño no estás ya pateando la calle para el tipo que te he enviado.

—Debí adivinar que se trataba de una cosa tuya.

—¿De quién si no, sarasa? —Y gorgoteó con algo parecido a una risa.

—Cuéntame cómo ha sido, Betty Jo.

—Hay poco que contar, dulzura. El tal Verschoyle ha venido a llorar sus cuitas al capitán cuando estábamos despachando. Nos ha empapado con su problema y dadas las características del trabajo no se le ocurría ningún nombre. Entonces he sugerido el tuyo.

—Es un favor. Lo anoto en tu cuenta.

—Me pregunto si no me invitarías a almorzar para corresponder al favor…

—La respuesta es no, sargento. Jamás almuerzo con policías, y si son mujeres, menos, oye.

Soltó algo así como «¡Marica de mierda!» y me destrozó el tímpano al colgar.

Por lo menos algo comenzaba a aclararse. Míster Verschoyle había acudido a mí por indicación de la Trevillyan. Aquello tenía sentido.

El golpe en el otro extremo de la línea me había destrozado el tímpano. Con el tímpano bueno escuché que seguían sonando las trompetas y los trombones de varas dirigidos por Miller sin conseguir acallar los chirridos del somier de la pequeña fulana del apartamento de al lado. Pat estaba rojo de vergüenza demostrando ser un chico delicadísimo aunque fingía no entender que al otro lado estaban montando un número. Yo marqué otro número, y luego otro número y después más números. El propósito que me guiaba, resuelto el primer punto oscuro detectado gracias al método deductivo, era desvelar el segundo punto oscuro puesto bajo la luz con tan infalible sistema: saber quién porras era Gertrude Marineau y si había algo turbio en su vida. Entraba dentro de lo posible que mi cliente no se hubiera dirigido al lugar o a la persona adecuados.

En la Pinkerton, cuando nombré a miss Marineau, me dijeron que lo sentían, pero que estaban saturados de trabajo y no me podían complacer. En la Continental, sucursal de Los Ángeles, en cuanto les conté que deseaba una investigación sobre la señorita Marineau contestaron que tenían parte del personal con gripe y lamentándolo mucho les era imposible ayudarme. En tres agencias más, apenas oyeron el nombre de Gertrude me dieron excusas tan negativas como corteses.

Las respuestas evidenciaban algo: que el trabajo no iba a ser fácil, cosa que ya suponía porque nadie paga cincuenta machacantes por nada, y Verschoyle me había producido la impresión de no chuparse el dedo. Podía tomar la tarea sobre mis hombros, pero el factor tiempo me empujaba a buscar ayuda por ese lado. Marqué el último número de mi lista.

—Agencia de detectives Drake —contestaron.

—Mi nombre es Flower. Gay Flower. Deseo hablar con míster Drake.

La chavala de la centralita hizo chasquear las clavijas y al cabo de medio minuto se puso el personaje.

—¿Cómo está, colega?

—¿Qué tal, Paul? Tengo un trabajito para usted.

—No sé, compañero —habló en tono dubitativo—. Ya sabe que nuestro cliente principal es misten Mason, el abogado, y en estos momentos me tiene ocupado casi todo el personal.

—Me encuentro en un verdadero compromiso, Paul. Trabajo contra reloj, y por eso le pido ayuda.

La agencia de Paul Drake es una de las más prestigiosas de la ciudad. Trabaja con rapidez asombrosa y tiene contactos en todas partes. Drake y los suyos son detectives convencionales, pero para misiones de pesquisa y localización dé chismes resultan ideales.

—Va a ser difícil, amigo —siguió excusándose—. Ahora mismo yo debería estar en la calle. Me ha pillado de puro milagro.

—Estoy dispuesto a pagar, compañero. Debo saber en el menor tiempo posible cuanto se refiera a cierta miss Marineau.

—Le repito que… ¿Cuál es el nombre, Flower?

—Marineau. Gertrude Marineau, prometida de Adam Verschoyle, el hijo del financiero.

—Mire, camarada, ya le he explicado cómo nos encuentra. De todos modos, como sé cómo es nuestro oficio voy a tratar de hacer el milagro; aunque como se entere misten Mason que he quitado a alguien de su caso es capaz de meterme astillas de bambú en las uñas de los pies y prenderles fuego a continuación. —Era lo que Drake entendía por sentido del humor—. Lo intentaré. Siempre y cuando, se entiende, usted disponga de doscientos del ala.

Era un hijo de perra. No sólo tenía tarifas altísimas, sino que no me aplicaba el descuento que es habitual entre compañeros. Era un hijo de perra, pero me abstuve de decírselo. Tenía una tarea urgente y precisaba colaboración.

—OK, Paul. En marcha. —Luego añadí, aunque me dolieran las tripas—: Y… agradecido.

Evacuada la diligencia volví con mi método en el punto en que lo había interrumpido.

¿Cuál era la principal característica del joven Adam?

El puritanismo intransigente.

¿Cómo reaccionaba el joven Adam cuando alguien se alejaba de los principios puritanos?

Apartándolo de su lado como si fuera la peste.

¿Qué había hecho su padre al tropezarse con Flossie en el pasillo?

Ligar automáticamente, llevándola a la piltra.

¿Cómo se explicaba que un padre amante de su hijo y preocupado por su personalidad puritana se liase con la primera prostituta a la que echaba el ojo?

De ningún modo.

Aquí teníamos otro punto que exigía más claridad.

Al llegar a tan interesante conclusión, en el apartamento de al lado llegó al final el disco de Miller y llegó al final lo que estaba sucediendo, porque el brillante estallido musical con que se resolvió April Played The Liddie fue incapaz de ocultar el ululante gemido con que míster Verschoyle debió rematar su faena. Pat sufrió una agonía y hubo de correr al baño. No le censuré. En tiempos a mí me pasaba lo mismo.

Tomé el periódico agujereado, la gabardina a lo Humphrey Bogart y el sombrero, le di una voz al chico diciendo que salía a toda mecha y que cuando terminase el vómito y las notas ingresase el talón en mi cuenta.

Mi intención era desvelar el último punto oscuro. No encajaba que si Verschoyle junior no perdonaba los ataques a la moral, Verschoyle sénior se entregase al deporte del lecho nada más ver a una tirada de cinco dólares el revolcón como Flossie. Los clientes mienten a base de bien. En el mejor de los casos cuentan las verdades a medias. A mí con ésas, no.

Mi cliente aún tendría que vestirse, así que me daba tiempo a instalarme al volante de mi Chevrolet y averiguar cuál era su próximo paso.

A la puerta de Sausalito Arms, que es donde tengo la oficina, aparecía un Pontiac largo como un portaaviones, con un aburrido chófer jugando a abrir las fauces más que el león de la Metro Goldwyn Mayer. Subí al Chevy, emboscándome de modo conveniente. Cinco minutos después hizo acto de presencia en la calle el abrigo del millonario con su dueño dentro. Se le veía satisfecho. Acababa de demostrarse que la temida andropausia todavía estaba lejos.

El chófer le hizo los honores cuando montó en el portaaviones. Sólo se olvidó de soplar el silbato como es obligado cuando el almirante sube a bordo.

Nos pusimos en marcha casi al mismo tiempo, mientras le dejaba cobrar una distancia prudencial. Tomamos Yucca Avenue, por Laurel Canyon Boulevard, hacia abajo buscando el núcleo urbano, con el mayor respeto a las normas de circulación. Durante media hora nos dedicamos al dudoso placer de conducir, hasta llegar a la puerta de un hotel. Míster Verschoyle se apeó, entrando en él con decisión.

Aparqué un centenar de yardas más abajo y desanduve el camino bajo las palmeras que adornaban el paseo. Miré el nombre del hotel. Se trataba del Mansion House.