Me retrepé en el sillón de cuero crema claro. Acuarelas en las que aparecían espumosas olas deshaciéndose sobre la arena dorada colgaban de las paredes como ventanas pequeñas abiertas al mar. Puse los pies sobre el escritorio echando el sillón hacia atrás, desplegué ostensiblemente el periódico y fingí abstraerme en su lectura; pero lo que realmente hice fue dedicarme a atisbar a través del disimulado agujero que había practicado en el papel.
Los dedos de sus manos finas, largas y sensitivas volaban sobre el teclado de la Underwood pasando a máquina los informes que acababa de dictarle. Un mechón rebelde le caía sobre la tersa frente y la punta de una lengüecíta deliciosamente sonrosada asomaba en un gesto de infantil concentración, aprisionada por dientes blancos, pequeños e iguales, en la jugosa boca. Su figura era joven, menuda y equilibrada. A la cintura de avispa se oponía la réplica de unas caderas sólidas cuyo perfil se dibujaba bajo el tejido tableado de la falda escocesa, a cuadros negros y rojos. Las rodillas que asomaban bajo su borde eran un sueño.
Terminó una hoja, levantó la vista, miró hacia el periódico tras el que me parapetaba y sonrió con timidez. Mi corazón aceleró el ritmo de sus latidos, experimenté un fuerte impulso de arrojar el Times y abrirle mis brazos, pero me contuve porque sólo hacía una semana que trabajaba conmigo y no quise que se asustara pensando que todos los investigadores privados no somos más que sexo. Moví el periódico de modo que no pudiera advertir el espionaje. Puso otro folio en el carro y volvió a su quehacer.
Era un chico divino. Se llamaba Patrick O’Malley y me lo había proporcionado Jimmy Hill después de descubrirlo en su establecimiento de baños turcos en Pepper Canyon, que Jimmy tiene un gusto sensacional para estas cosas.
El negocio se había animado lo suficiente en las últimas fechas como para exigir que alguien me echase una mano, y dado que no soy tipo al que le priven las secretarias como a otros en este oficio, que las tías son unas guarras, sin excepción, oigan, contraté a Pat, que era un escocés joven y encantador que siempre iba ataviado con la falda típica de su país.
Estaba atisbando a mi guapísimo secretario a través del agujero disimulado en el periódico mientras pensaba que ya era hora de invitarlo a una cena, a tomar alguna copa e intimar, cuando escuchamos un educado repiqueteo de nudillos sobre los cristales esmerilados de la puerta de la oficina. A continuación ésta se abrió y dio paso a un sujeto alto, elegante, de abundantes cabellos grises impecablemente peinados, bien conservado. Había superado con creces la cincuentena. Tenía buena presencia y parecía saberlo. Iba embutido en un abrigo de no menos de un millón de dólares.
—El señor Flower, supongo… —dijo cortésmente, como si fuera un nuevo Stanley que se tropezaba con un nuevo Livingstone en el continente africano.
Contesté que lo era, mientras me ponía en pie.
—Me llamo Leland Verschoyle. —Aguardó un largo instante, esperando que esta declaración me hiciese rodar por el suelo, conmocionado. Como nada de eso sucedió, añadió al tiempo que me tendía la diestra—: Tengo un trabajo para usted.
Estreché la mano blandamente mientras él ponía un desusado entusiasmo en el apretón, le dije lánguidamente que tenía la suerte de pillarme libre y que sería un placer escucharle. Hizo ademán de intentar despojarse del abrigo y me precipité en su ayuda. A continuación le acerqué el sillón de lujo. Su opulencia exigía todos los honores.
Tomó asiento montando una pierna sobre otra con esa grácil soltura con la que sólo son capaces de hacerlo los miembros de las clases privilegiadas. Mostró unos zapatos de otro millón de dólares. Me examinó con rostro impasible y ojos fríos y escrutadores. Un poco de sol se filtraba a través de las persianas a medio echar. En medio de la luz difusa que llenaba el despacho el mismo Verschoyle parecía difuso, como una figura de materia plástica perfectamente construida y dotada de movimiento. Desvió el examen hacia mi secretario y los dos debimos satisfacerle porque movió la cabeza de modo casi imperceptible, en un gesto de aprobación. Trataba de dominar sus emociones, pero el detalle no me pasó inadvertido, que bueno soy yo.
Adoptó una postura más relajada, extrajo una pitillera de oro incrustada en diamantes y tomó un cigarrillo que encendió con un mechero de platino finamente labrado, sin ofrecer, demostrando con tal actitud que era rico y se comportaba como tal.
—Lo que me trae aquí es estrictamente particular.
Capté la insinuación y me apresuré a puntualizar:
—El joven O’Malley es mi secretario particular. Puede confiar en su sigilo profesional como en el mío propio. —No podía saber aún hasta dónde llegaría la discreción de Pat, pero la frase sonaba bien y la solté—. Debe tomar nuestra conversación en taquigrafía.
Bajó los párpados indicando que aceptaba la situación. Se pasó las manos por los cabellos, tan cuidados como su expresión.
—El asunto es como sigue Adam, mi único hijo, heredero de una cuantiosa fortuna, está empeñado en contraer matrimonio con la señorita Gertrude Marineau. En mi opinión miss Marineau no es más que una vulgar cazadotes. Carezco de pruebas fehacientes en las que apoyar tal prejuicio, guiándome tan sólo por el instinto. La unión está fijada para dentro de diez días. Si yo me opusiese abiertamente a la boda resultaría fatal para los nervios del chico, pues posee un carácter complejo y es psíquicamente inestable. He hablado del caso de modo informal con mis amistades del departamento de Policía y han indicado su nombre como el más idóneo para prestarme ayuda.
La exposición del caballero resultaba tan cuidadosa como su aspecto.
—¿Qué es lo que desea exactamente de mí, míster Verschoyle?
Me lanzó una mirada de sorpresa, como si acabase de escapárseme un eructo.
—Creo que es obvio: debe impedir la boda, en primer término; y después, que las relaciones de ambos continúen. Mi intervención habrá de permanecer en el anónimo. De hecho yo finjo aceptar a miss Marineau para no herir los sentimientos del muchacho, y me muestro con ella tan galante y feliz como soy capaz.
—¿Qué haría a Adam romper con su prometida?
—Supongo que el descubrimiento de alguna irregularidad en su conducta o en su vida pasada. Mi hijo es un puritano, con una intransigencia patológica, diría yo, hacia los atentados contra la moral y la ética. —Meditó un momento—. Es posible que también se separase por otro amor… pero para eso resulta un poco tarde. Luchamos contra el tiempo.
—¿Ha hecho averiguaciones en torno a la señorita Marineau?
—Por supuesto. Lamento decirle que por lo que a ese extremo se refiere no he encontrado la menor mancha.
—Su encargo no es tarea fácil, míster Verschoyle.
—Nadie ha dicho que lo fuera. En vista de las dificultades me he permitido consultar a las autoridades del departamento de Policía, donde cuento con buenas amistades, y allí se me sugirió que acudiera a usted. Estoy dispuesto a retribuir muy generosamente sus servicios. —Exhibió una cartera fastuosa, retirando de su interior un papel rectangular que depositó sobre la mesa. Se trataba de un cheque extendido a mi nombre. La cifra que vi escrita me cortó el aliento. Era un cinco seguido de cuatro ceros—. Esto es por las molestias. Si tiene éxito le abonaré una cantidad igual como bonificación. ¿Qué responde?
—Me parece mucho dinero.
—La felicidad y el futuro de mi hijo no tienen precio para mí, señor Flower. El dinero no es algo de lo que ando escaso. —Lo dijo con un tono triste y doliente, como si anduviese escaso de otras cosas que callaba. Me hubiera gustado saber cuáles eran—. Un desengaño sería fatal para su delicada personalidad. ¿Me he explicado?
—Como un libro abierto. Creo que debería contarme algo más sobre la psicología del chico.
Guardó silencio varios segundos, como tratando de poner en orden las ideas. Cuando lo consiguió su expresión era de cansancio.
—Adam vivió muy unido a su madre. —Dibujó una mueca de incomodidad, como si los recuerdos que acudían a su mente le produjeran un dolor remoto—. Fue una mujer tan bella como enérgica, y como su hijo la adoraba por encima de toda ponderación influyó negativamente en su personalidad. Adam se desarrolló como un ser débil e ingenuo, con la única fuerza de su moral intolerante. —Hablaba de modo trabajoso, como si arrancase de su cuerpo porciones enfermas, sin anestesia—. Si observa en los amigos la menor desviación a sus rígidos principios los aparta de su lado para siempre. Cuando su madre murió sufrió un golpe demasiado duro. Opino que la necesidad de cariño maternal la está sustituyendo con el idilio con miss Marineau.
Aspiró el humo del cigarrillo y agregó con inesperado énfasis:
—Si me opusiese al noviazgo, automáticamente me convertiría en un enemigo para mi hijo. Por otra parte ella no me parece trigo limpio, a pesar de los excelentes informes que poseo. No me pregunte en qué me baso para alimentar esas ideas. Soy hombre de mundo y poseo un sexto sentido para calibrar a las personas. De no ser así no habría triunfado en los negocios. Pues bien: si Adam descubriese después del matrimonio que la joven es algo muy distinto de lo que había creído, su razón correría un serio peligro. Eso es lo que trato de evitar.
—¿Dónde vive la chica?
—En la habitación 217 del hotel Mansion House. ¿Debo entender que acepta el encargo?
—Sólo porque viene bien recomendado, míster Verschoyle —mentí, con descaro.
Se puso en pie como si acabase de liberarse de un gran peso, colocando los brazos en las mangas del abrigo que se había apresurado a tomar mi secretario. Le dio algo. Creí que era una propina, pero resultó ser simplemente una tarjeta con sus señas. Los ricos aquilatan sus gastos al centavo. Por eso son ricos.
—No me defrauda, señor Flower. Es exactamente el hombre que me habían dicho.
Caminó hacia la salida dejando detrás suyo una estela de perfume de potentado. Hubiera querido preguntarle qué marca usaba, pero me reprimí. Volvimos a estrecharnos las manos mientras le abría la puerta. Salió recordándome que esperaría mis noticias, en el momento, en que Sammie detenía el ascensor en la planta cuarta, donde se hallan mis oficinas. Cerré con algo de ruido viéndole caminar pasillo adelante y a continuación volví a abrir con sigilo, atisbando por la ranura. Del ascensor acababa de salir Flossie, la profesional del oficio más antiguo del mundo, que habita pared con pared con mi apartamento, toda rizos rubios, ojos azules, tacones de aguja y curvas ondulantes en un ceñido impermeable brillante como el oro. Al cruzarse sus miradas se encontraron. Míster Verschoyle quedó clavado en mitad del pasillo, como si de repente su calzado se hubiese convertido en plomo.
Flossie llegó hasta la puerta vecina. Se dio cuenta de lo que ocurría, que por algo es una profesional. Se volvió, sonriendo a mi cliente. Se inclinó después de desabrocharse el impermeable, se alzó la falda, mostró el nylon de sus piernas con la indecencia de quienes se dedican a una ocupación como la suya y sacó una llave de la liga. Míster Verschoyle agarró los bordes de su abrigo de millonario y los separó de un tirón, como hacen los exhibicionistas. Flossie sonrió con mayor amplitud y entró en su departamento dejando la puerta entornada.
Mi cliente, con el rostro encendido, caminó de puntillas hacia allí, mientras yo cerraba con sumo cuidado para no ser descubierto.